La belleza y la enseñanza de los salmos

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LA BELLEZA Y LA ENSEÑANZA DE LOS SALMOS
Reflexiones para la Misa de cada día, Año I-II
Sr. Cura Dr. Félix Castro Morales
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INTRODUCCIÓN
Esta es la tercera obra que les presentamos en torno a las homilías y reflexiones sobre la Liturgia de la Palabra
de la Santa Misa: la primera fue DEJARSE SEDUCIR POR LA PALABRA, QUE DA VIDA ETERNA; Homilías
de los ciclos A, B, C; la segunda “VENGAN A COMER” (Jn 21, 12): La Palabra de Dios meditada en la primera
lectura año I-II; ahora ofrecemos LA BELLEZA “LA ENSEÑANZA DE LOS SALMOS: Reflexiones para la Misa
de cada día, Año I-II. En un futuro no muy lejano, dos años máximo, ofreceremos las meditaciones del santo
Evangelio del año I-II, que, por demás cabe decir, que es de lo que más se predica, no así de lo salmos y de la
primera lectura.
Podemos decir que los salmos no sólo son oraciones poéticas o cantos con el que el pueblo de Israel expresaba
a Dios sus sentimientos, ideas y peticiones, sino también una gran riqueza con la que podemos alimentar al pueblo
de Dios con la enseñanza, que dimana de ellos, en la diaria predicación. Al ser inspirados por Dios, los salmos nos
enseñan a orar con la palabra de Dios y sacar conclusiones prácticas para nuestra vida.
Hablemos ahora un poco sobre el origen de los salmos y el Pueblo de Israel y de su enseñanza y riqueza de
esta Palabra de Dios, también para la Iglesia desde los primeros siglos del cristianismo, y desde luego del mismo
Jesús, que hace frecuentes citas de ellos tanto como cumplimiento de su persona, vida y misión, como en su
predicación.
Primero decimos que la oración privada y comunitaria de los judíos se ha alimentado a lo largo de los siglos
con el Libro de los Salmos. La Iglesia ha dado un puesto distinguido en la Liturgia de las horas y en el Oficio de
Lectura a la recitación y canto de los salmos. En las Misas, los salmos forman parte de la Liturgia de la palabra en
forma responsorial. El Salterio ha sido llamado ‘el libro de oraciones de la Iglesia’ por su reiterado uso en la
Liturgia. La piedad privada de muchos hombres y mujeres de Dios se ha alimentado con la oración de los Salmos.
Así, por ejemplo, San Agustín escribe sus largas Enarraciones sobre los salmos, en las que el Salterio es utilizado
como tema de comentario y de oración.
Los salmos formaban parte de toda liturgia judía, tanto en el templo como en la casa. Por ello formaban parte
esencial de la vida religiosa del pueblo. Jesús oraba con los salmos, como se ve en los evangelios. Los apóstoles
transmitieron a los primeros cristianos su cariño especial por los salmos, y Pablo recomienda cantarlos con corazón
agradecido (Col 3, 16). Las primeras comunidades cristianas descubrieron la presencia oculta de Cristo en varios de
ellos.
Con el tiempo los salmos se convirtieron en cánticos de la Iglesia y pasaron a ser parte de la celebración
eucarística y Liturgia de las horas. Al orar con ellos, nos unimos a la alabanza incesante de los cristianos y de la
comunidad judía.
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Nuestra reflexión ha buscado sobre todo destacar el significado religioso de los salmos, mostrando cómo,
aun habiendo sido escritos hace muchos siglos por creyentes judíos, pueden ser usados en la oración de los
discípulos de Cristo y para sacar enseñanzas, que sintonizan extraordinariamente bien para cada situación de
nuestra vida, cualquiera que sea nuestro estado de vida. Para ello hemos recurrido a los resultados de la exégesis, a
lo que nos enseña la Tradición, y sobre todo siguiendo la enseñanza de los dos últimos Papas.
El Concilio Vaticano y la Renovación de la Iglesia precisan lo que debe ser la homilía: una conversación
familiar por la que un pastor de almas alimenta su rebaño y le ayuda a aplicar en las circunstancias concretas de la
existencia el mensaje del Evangelio, en el caso que nos ocupa, lo mismo podemos decir de los salmos que nos
presenta la liturgia cada día en el año I-II.
La homilía, tomada de cualquier parte de la Liturgia de la Palabra, debe revelarnos la voluntad de Dios,
expresada en la Palabra, como si fuese un revelador fotográfico. Así debe ser la homilía una vez proclamada la
Palabra de Dios en las lecturas y cánticos, la homilía ayuda a tomar conciencia de ella, explicando los términos
oscuros, las expresiones difíciles, anunciando la llegada del Reino, llamando a la conversión, animando a la
perseverancia y al crecimiento, aplicando el mensaje revelado a la vida diaria, urgiendo el compromiso.
Una bella homilía fue la que predicó Jesús cuando leyó un texto de Isaías y lo explicó diciendo: “Esta
escritura se cumple hoy”. Los ojos de todos estaban fijos en él y Él hablaba decía que no hay profeta bien recibido
en su tierra. Los que le escuchaban se llenaron de ira contra él, porque Jesús les descubría su mal, y ellos rehusaban
la conversión. Así, “la belleza y la enseñanza de los salmos”, penetran en el corazón de cada miembros de la
asamblea litúrgica, para animar, iluminar y fortalecer en la fe y caminar alegres en la esperanza, en medio de los
gozos y alegrías las penas y las tristezas de cada día.
Algo así debería suceder en cada celebración litúrgica. Aplicarnos las Palabras de Dios en el hoy de nuestra
vida y convertirnos a él y amarlo más. No salir diciendo que la predicación estuvo aburrida, divertida, elocuente,
superficial o hermosa, sino examinando qué cambio quiere Dios en nuestra vida. Para algo nos habla. Él es el
definitivo responsable de la Palabra que nos interpela.
En definitiva, “la belleza y la enseñanza de los salmos”, reflejan el sentir y la angustia del HOMBRE, muchos
nos suenan como gritos desesperados, otro como cantos armoniosos, otros como poesía musical, pero en cada uno
de los salmos está expresada la necesidad del hombre, de saberse escuchado por el Señor, cada salmo encierra su
propia enseñanza, vamos a ir descubriendo la belleza y la enseñanza de los salmos, desde los escritos de los padres,
de rabinos, y por supuesto, lo que nos dice el propio nuevo testamento, sobre los salmos y las veces que aparecen
los salmos en el nuevo testamento y el saber que Jesús, los cantaba y entonaba en el idioma hebreo...si nuestros
queridos lectores están de acuerdo, estudiemos, reflexionemos y vivamos la riqueza de los salmos en las páginas de
esta obra, que deseamos sea como el pan de cada día para nuestro alimento espiritual, que el alma necesita cada día.
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SALMOS DEL CICLO I EN AÑOS IMPARES
1. ¿Qué es el leccionario?
El leccionario es el libro que contiene las lecturas que han de ser proclamadas en la eucaristía o en otras
celebraciones litúrgicas. De hecho, se trata de un conjunto de libros: Leccionario dominical y festivo en sus tres
ciclos (A, B y C), Leccionario ferial para los tiempos fuertes (Adviento, Navidad, Cuaresma y Pascua), el
Leccionario ferial para el tiempo durante el año en sus dos ciclos (años pares e impares), el Leccionario para el
propio y común de los santos, y el Leccionario para misas de diversas circunstancias, votivas y rituales. Además
existe el Leccionario para la Liturgia de las Horas, en dos ciclos (años pares e impares).Nos parece importante que
se conozcan los grandes principios según los cuales transcurrió el trabajo de elaboración del Orden de lecturas de la
Misa. El criterio fundamental fue el misterio de Cristo y la historia de la salvación.
La edición del Leccionario para México son tres tomos:
Tomo I: De Adviento hasta Pentecostés inclusive (Adviento, Navidad, Tiempo ordinario semanas I-IX,
Cuaresma y Pascua). En la primera parte trae los domingos por ciclos; la segunda parte, las ferias; y al final las
fiestas.
Tomo II: El resto del Tiempo Ordinario (del lunes después de Pentecostés hasta el sábado antes del I domingo
de Adviento). Igual, en la primera parte trae los domingos por ciclos; en la segunda, las ferias, con su doble ciclo de
primera Lectura; y al final las fiestas.
Tomo III: Lecturas temáticas para fiestas, Misas Rituales (de sacramentos), Misas por diversas necesidades,
Misas votivas (de devoción) y Misas de difuntos. Trae primero los esquemas, y luego un florilegio de Lecturas
correspondiente a los esquemas.
2. Criterios que guiaron la composición del Leccionario
1º.) Concordancia temática: el Evangelio constituya el cumplimiento de las antiguas promesas (AT) y el
mensaje inspirador de la vida y de la misión de la Iglesia. Es evidente sobre todo los domingos de tiempos fuertes y
las solemnidades. OLM1 65-67.
2º.) Lectura semi-contínua: los fieles puedan escuchar el Evangelio completo a lo largo de los domingos, y en
las ferias del tiempo ordinario los escritos del AT y NT. OLM 69.
3º.) Tematización ocasional. Mayor conocimiento de la Escritura y vivencia del Misterio Pascual de Cristo en
una circunstancia concreta. Restituye su esplendor celebrativo y simbólico a la proclamación litúrgica de la Palabra
de Dios. Es Palabra que Dios dirige hoy al ser humano para que sea iluminado y salvado. OLM 70-72.
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Ordenación de las lectura de la Misa.
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4º.) Comunicación humana. Entrar de modo vital en el lenguaje de la Sagrada Escritura y en plan de
salvación. Supone escucha, comprensión, amplificación, lectura clara, competencias técnicas.
3. Criterios para la selección de textos: OLM 78-84.
Los domingos y fiestas tienen tres lecturas: AT (Palabra profética); NT (Palabra apostólica) y Evangelio
(Palabra evangélica). Los domingos están en un ciclo de 3 ańos; entre semana en ańos pares e impares para la
primera lectura. Así conocemos la Palabra de Dios a lo largo del ańo litúrgico.
1º.) Leccionario dominical. El ańo de cada ciclo se rige por el Evangelio que se proclama: año A, el Evangelio
de Mateo; año B el de Marcos; año C, Lucas. Juan se lee en Cuaresma y Pascua, y el capítulo 6 en ciclo B.
2º.) Leccionario semanal. En el tiempo ordinario, la primera lectura es del AT o Cartas y Apocalipsis; en
tiempo pascual de Hechos; tiene un ciclo de 2 años (ańo par y ańo impar), salvo Adviento, Navidad, Cuaresma y
Pascua que no varían. El Evangelio se distribuye en un ciclo que se repite cada ańo.
3º.) Leccionario para misas de los santos, por diversas necesidades y votivas. Hay textos propios para algunas
solemnidades, fiestas y memorias; hay un fondo de texto para las misas de sacramentos y por diversas necesidades.
Se elijan por razones pastorales, buscando el bien de los fieles, de acuerdo con los participantes, y sin detrimento
del ciclo ordinario de Lecturas, sobre todo dominical.
4. Criterios de organización
1º.) Tiempo de Adviento: Los domingos el Evangelio marca la pauta, presentando la segunda venida de Cristo
(I), Juan Bautista (II-III) y María (IV). Isaías profetiza sobre los tiempos mesiánicos. El apóstol exhorta a vivir la
esperanza.
Las ferias tienen dos períodos: del inicio del tiempo hasta el 16 de diciembre inclusive (lectura semicontínua
de Isaías, y Evangelio acorde; desde jueves II Evangelio del Bautista); y del 17 al 24 de diciembre (Evangelios de
la Infancia, y profecías mesiánicas notables).
2º.) Tiempo de Navida: Solemnidades, fiestas y domingos. La Vigilia y las tres Misas de Navidad, así como
Epifanía y Bautismo del Seńor, se tomaron las lecturas de la tradición romana. El domingo de la Sagrada Familia
combina virtudes familiares e infancia de Jesús. La octava de Navidad se habla de María madre de Dios y el
nombre de Jesús. Domingo II: la Encarnación.
Ferias. El 27 diciembre inicia lectura semi-continua de 1Juan. Los Evangelios hablan de las manifestaciones
del Señor.
3º.) Tiempo de Cuaresma: Evangelios de los domingos: tentaciones de Jesús (I); transfiguración (II). Ciclo A
y catecumenado: samaritana, ciego de nacimiento y Lázaro. Ciclo B: glorificación de Cristo por la cruz y
resurrección. Ciclo C: conversión. Domingo de Ramos: entrada de Jesús en Jerusalén para la procesión, y Pasión y
muerte para la Misa. Las primeras lecturas se refieren a la historia de la salvación.
En las ferias, el Evangelio concuerda con la primera lectura, presentando los temas de la cuaresma y su
espiritualidad. Del lunes IV, lectura semicontinua de Juan. Primeros días de la semana santa: cánticos del Siervo.
Misa crismal: mesianismo de Jesús y continuación en la Iglesia por los sacramentos.
4º.) Triduo Pascual:
Jueves santo: Pascua del éxodo; Pascua eucarística; lavatorio de los pies. Viernes santo: Siervo doliente,
ofrenda sacerdotal, Pasión según Juan. Vigilia Pascual: maravillas de la historia de la salvación (1-7); Bautismo;
Resurrección. Misa de Pascua: sepulcro vacío; por la tarde, discípulo de Emaús.
5º.) Cincuentena Pascual: Los domingos nos hablan de las apariciones del Resucitado (I-III), el buen Pastor
(IV), discursos de la Cena y oración sacerdotal (V-VII). Primera Lectura: selección de Hechos de los Apóstoles.
Segunda: 1 Pedro (ciclo A), 1 Juan (B), Apocalipsis (C).
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En las ferias hay lectura semi-continua de Hechos. La octava de Pascua se leen las apariciones del
Resucitado. Los demás Evangelios: lectura semi-continua de Juan (sobre todo discursos de la Cena).
La Ascensión ilustra el Misterio. La Vigilia de Pentecostés presenta cuatro textos optativos para la primera
lectura, y la promesa del Espíritu. Pentecostés es la efusión pascual del Espíritu; tiene otros textos optativos.
6º.) Tiempo Ordinario: Los domingos, tras obertura de Bodas de Caná u otra Epifanía, hay una lectura semicontinua de los sinópticos (A: Mateo; B: Marcos; C: Lucas). Tras la Epifanía: inicios de la predicación. Al final del
tiempo: regreso glorioso del Señor. En ciclo B: Discurso del Pan de Vida (XVI-XX). La primera lectura se eligió en
referencia al Evangelio, para manifestar la unidad de los dos Testamentos. Los títulos nos seńalan la relación
temática existente entre las lecturas. Contienen las páginas más importantes del Antiguo Testamento. En la segunda
lectura se hace lectura semi-continua de las cartas de Pablo y Santiago. Al inicio de cada ciclo: 1 Corintios.
Hebreos se distribuye en ciclo B y C. Las solemnidades del Seńor ilustran este misterio (Trinidad, Cuerpo-Sangre
de Cristo, Sagrado Corazón, Cristo rey).
En las ferias se comienza leyendo a Marcos (semana I-IX); enseguida Mateo (X-XXI); y finalmente Lucas
(XXII-XXXIV). La primera lectura alterna textos del AT y del NT en periodos diversos según el tamaño de los
libros. Permite captar el sentido esencial de cada Epístola; y las características de cada libro del AT. Sólo se dejaron
fuera de lectura semi-continua Abdías, Sofonías, Cantar, Esther, Judit. Al final del ańo se lee Daniel y Apocalipsis.
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ADVIENTO
El adviento inicia con las vísperas del domingo más cercano al 30 de noviembre y termina antes de
las vísperas de la Navidad. Los domingos de este tiempo se llaman 1°, 2°, 3° y 4° de Adviento. Los días del
16 al 24 de diciembre (la Novena de Navidad) tienden a preparar más específicamente las fiestas de la
Navidad.
El color de los ornamentos del altar y la vestidura del sacerdote es el morado, igual que en Cuaresma,
que simboliza austeridad y penitencia.
Al celebrar la Iglesia el Adviento, nos invita a meditar en la venida del Señor. Esta venida se nos
presenta en tres dimensiones:
Adviento Histórico
Es la espera en que vivieron los pueblos que ansiaban la venida del Salvador. Va desde Adán hasta la
encarnación, abarca todo el Antiguo Testamento. Escuchar en las lecturas a los Profetas, nos deja una
enseñanza importante para preparar los corazones a la llegada del Señor. Acercarse a esta historia es
identificarse con aquellos hombres que deseaban con vehemencia la llegada del Mesías y la liberación que
esperaban de él.
Adviento Místico
Es la preparación moral del hombre de hoy a la venida del Señor. Es un Adviento actual. Es tiempo
propicio para la evangelización y la oración que dispone al hombre, como persona, y a la comunidad
humana, como sociedad, a aceptar la salvación que viene del Señor. Jesús es el Señor que viene
constantemente al hombre. Es necesario que el hombre se percate de esta realidad, para estar con el corazón
abierto, listo para que entre el Señor. El Adviento, entendido así, es de suma actualidad e importancia.
Adviento Escatológico
Es la preparación a la llegada definitiva del Señor, al final de los tiempos, cuando vendrá para
coronar definitivamente su obra redentora, dando a cada uno según sus obras. La Iglesia nos invita a no
esperar este tiempo con temor y angustia, sino con la esperanza de que, cuando esto ocurra, será para la
felicidad eterna del hombre que aceptó a Jesús como su salvador.
Esta celebración manifiesta cómo todo el tiempo gira alrededor de Cristo, el mismo ayer, hoy y
siempre; Cristo el Señor del tiempo y de la Historia.
SEMANA PRIMERA
Lunes
Salmo 121
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Vamos con alegría al encuentro del Señor, hemos respondido al salmo; también podemos decir:
“¡Qué alegría cuando me dijeron: vamos a la casa del Señor!”.
“Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres, porque el Señor está cerca”. El Señor
está cerca. Va a venir a salvarnos, a darnos la paz, a decirnos que Dios nos ama. Y estamos muy contentos.
Estamos preparando el camino al Señor porque es adviento, y él va a llegar. Y hemos de prepararle el
camino en la alegría. Nosotros estamos alegres porque esperamos al Señor.
La alegría es un elemento fundamental del tiempo sagrado que hemos comenzado. El Adviento es
tiempo de vigilancia, de oración, de conversión; y lo es, además, de ferviente, gozosa espera. El motivo es
claro: el Señor está cerca (Cfr. Flp 4, 5), el Señor está contigo o en medio de ti, como se le anunció a María
(Cfr. Lc 1, 28).
A María, antes que a nadie, se le anuncia una alegría que luego se proclamará para todo el pueblo.
María participa de esta alegría en manera y medida extraordinarias.
Para participar en esta fiesta es preciso esperar con humildad y acoger con confianza al Salvador
como la Virgen María. Nosotros acojamos con alegría el espíritu del Adviento, al considerar el inefable
amor con que la Virgen María esperó al Hijo, sintámonos animados a tomarla como modelo y a prepararnos
‘vigilantes en la oración’. ¡Vivamos en este tiempo de Adviento con alegría el encuentro con Jesucristo y
preparemos nuestra vida para acoger al “Señor que vendrá”!
Martes
Salmo 71
Ven, Señor, rey de justicia y de paz. En todo corazón y en toda sociedad son necesarios estos valores
fundamentales: la justicia y la paz. Estos son los signos del ingreso del Salvador- Mesías en nuestra historia.
Desde esta perspectiva, es iluminador el comentario de los Padres de la Iglesia, que ven en ese rey-Mesías el
rostro de Cristo, rey eterno y universal.
Así, san Cirilo de Alejandría, afirma que el juicio que Dios da al rey es el mismo del que habla san
Pablo: “hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza” (Ef 1, 10). En efecto, “en sus días florecerá la justicia y la
paz” equivale a decir: “en los días de Cristo, por medio de la fe, florecerá para nosotros la justicia, y al
volvernos hacia Dios florecerá para nosotros la paz en abundancia”. Por lo demás, precisamente nosotros
somos a los que este rey socorre y salva. (PG LXIX, 1180).
El reino de Dios es fuente de paz y de serenidad, y destruye el imperio de las tinieblas. Una
comunidad judía contemporánea de Jesús cantaba: “La impiedad retrocede ante la justicia, como las tinieblas
retroceden ante la luz; la impiedad se disipará para siempre, y la justicia, como el sol, se manifestará
principio de orden del mundo” (Libro de los misterios de Qumrân: 1 Q 27, I, 5-7).
Los que esperan la venida del gran Rey divino aborrecen el mal, aman al Señor, son los fieles,
caminan por la senda de la justicia, son rectos de corazón, se alegran ante las obras de Dios y dan gracias al
santo nombre del Señor. Pidamos al Señor que estos rasgos espirituales brillen también en nuestro rostro.
Miércoles
Salmo 22
Habitaré en la casa del señor toda la vida. Esta respuesta que hemos dado al salmo nos invita vivir
en Dios: estamos invitados a habitar en el Corazón de Jesús, dejándolo habitar en el nuestro. Él siempre fiel
nos convida a su Casa. Si tenemos puesta nuestra casa en su Corazón, ¿quién nos puede apartar de Él?
Nadie, ni el hermano o la hermana a los que nos cuesta amar, ni las injustas estructuras de poder de nuestro
mundo, ni ninguna circunstancia pueden “arrancarnos” de su lado porque habitamos en Él. Ni los sueños, ni
los deseos que no están en Él nos separarán nunca de su Amor, aunque hemos de andar con ojo porque
“puede que lo que cotidianamente oriente nuestras vidas sean sentimientos, costumbres y tendencias, que no
sintonizan con Jesús. Habitaré en la casa del señor toda la vida.
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Es recomendable, por tanto, una buena dosis de fortaleza y valentía: Quiera Nuestro Señor
concedernos fuerza y valor para dejar todo a fin de encontrarlo todo en el divino Corazón de Jesús.
Confiemos, Dios todo lo dispone, no siempre a nuestro gusto, pero siempre para nuestro bien.
Cimentemos nuestras almas sobre la Piedra del Corazón de Dios, de tal forma que estemos instalados
allí como sobre una columna inmutable”. El Buen Padre nos da la mejor recomendación para saber dónde
hemos de edificar con solidez nuestra casa. Y ese lugar es el Corazón de Dios, de donde no se nos podrá
mover pase lo que pase: “Cayó la lluvia, vino la riada, soplaron los vientos y arremetieron contra la casa;
pero no se hundió, porque estaba cimentada en la roca” (Mt 7, 25). La vida nos presenta vaivenes, crisis,
inseguridades, enfermedades, etc. Si nuestros cimientos están en Cristo la casa no se caerá jamás por más
que, movimientos sísmicos de cualquier índole, pretendan asolar nuestra construcción. Habitaré en la casa
del señor toda la vida
Y la puerta de esta casa está siempre abierta, a la espera de que lleguen aquellos que se han perdido
por las cunetas de la vida, como sucedió con el pródigo de la parábola. Dios abre su casa para nosotros y, sin
embargo, el Hijo del Hombre no tiene un lugar donde reclinar la cabeza. El Corazón de Cristo mira
continuamente por sus hijos, las necesidades de éstos son las necesidades de su Corazón, especialmente las
de sus hijos más pobres y arrinconados por la injusticia del mal, las estructuras de insolidaridad y el egoísmo
humano. De ahí que “fuera de su corazón no hay más que amargura”. Por esto hoy nosotros nos volvemos a
repetir: Habitaré en la casa del señor toda la vida.
Ojalá, como dice la respuesta al salmo, sintamos la dicha de habitar en la casa de Dios toda nuestra
vida (Sal 84, 5). Porque podemos poner nuestra dicha, nuestra confianza, nuestros deseos en otras casas, que
no son casas, que no son la casa de Dios y, al final, sentiremos que es impensable vivir fuera de su casa,
fuera de su corazón.
Jueves
Salmo 117
Bendito el que viene en el nombre del Señor. Esta respuesta que hemos dado al salmo 117, es la que
cantaba la muchedumbre en la solemne entrada mesiánica de Cristo en Jerusalén: “¡Bendito el que viene en
nombre del Señor!” (Mt 21, 9; cf. Sal 117, 26), el Señor que viene a salvarnos.
Cristo es aclamado como “hijo de David” (Mt 21, 9) por la muchedumbre que había llegado para la
fiesta (...).En esa celebración festiva que, sin embargo, prepara a la hora de la pasión y muerte de Jesús, se
realiza y comprende en sentido pleno también el símbolo de la piedra angular, anunciando que Cristo es el
Emmanuel, el Dios que viene a salvarnos.
“En Jesús –prosiguió diciendo– reconocen a Aquel que verdaderamente viene en el nombre del
Señor y lleva la presencia de Dios en medio de ellos. Este grito de esperanza de Israel, esta aclamación a
Jesús durante su ingreso a Jerusalén, con buena razón se ha convertido en la Iglesia la aclamación a Aquel
que, en la Eucaristía, viene a nuestro encuentro en un modo nuevo”.
Finalmente, el Santo Padre afirmó que en la Eucaristía “saludamos a Aquel que, en carne y sangre,
ha llevado la gloria de Dios sobre la tierra. Saludamos a Aquel que ha venido y todavía permanece siempre
Aquel que debe venir. Saludamos a Aquel que en la Eucaristía viene siempre nuevamente a nosotros en el
nombre del Señor uniendo de este modo en la paz de Dios los confines de la tierra”. ¡Bendito el que viene en
nombre del Señor! ¡Sí! Bendito eres tú, oh Cristo, que también hoy vienes a nosotros con tu mensaje de
amor y de vida.
Viernes
Salmo 26
El señor es mi luz y mi salvación. Esta respuesta que hemos dado al salmo nos invita a la serenidad,
basada en la confianza en Dios en el día de la prueba.
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La vida del creyente es sometida con frecuencia a tensiones y contestaciones, en ocasiones
también al rechazo e incluso a la persecución. El comportamiento del hombre justo fastidia, pues resuena
como una reprensión para los prepotentes y perversos.
El fiel es consciente de que el esfuerzo por vivir lo que cree, crea aislamiento y provoca incluso
desprecio y hostilidad en una sociedad que escoge con frecuencia como estandarte la ventaja personal, el
éxito exterior, la riqueza, el goce desenfrenado. Sin embargo, él no está solo y su corazón mantiene una paz
interior sorprendente, como hemos cantando en la espléndida “antífona”: “El Señor es mi luz y mi
salvación” (Salmo 26, 1); “¿a quién temeré?... ¿quién me hará temblar?... mi corazón no tiembla... me siento
tranquilo” (Sal 26, 1.3).
Parece ser un eco de las palabras de san Pablo que proclaman: “Si Dios está por nosotros ¿quién
contra nosotros?” (Romanos 8, 31). Pero la tranquilidad interior, la fortaleza de espíritu y la paz son un don
que se obtiene refugiándose en el templo, es decir, recurriendo a la oración personal y comunitaria.
Señor Dios, luz y salvación de los que en ti esperan, tú que no abandonaste a tu Hijo amado cuando
le asaltaron los malvados para devorar su carne, sino que lo escondiste en tu tienda y lo alzaste sobre la roca
en el día de la resurrección, no abandones a tus siervos que buscan tu rostro y haz que también nosotros
podamos levantar la cabeza sobre los enemigos que nos cercan y lleguemos a gozar un día de tu dicha en el
país de la vida, por los siglos de los siglos.
Sábado
Salmo 146
Alabemos al Señor, nuestro Dios. Estamos en Adviento, un camino de alabanza en espera de
Redentor. La respuesta al salmo nos motiva a elevar nuestro corazón a Dios para disponernos a su encuentro
en la actitud espiritual que debe caracterizar este tiempo de gracia: “vigilancia en la oración” y “júbilo en la
alabanza”. De hecho, el Adviento es tiempo de espera, de conversión y de esperanza: espera y memoria de la
primera venida del Salvador, mientras nos preparamos a su última y gloriosa venida como Señor de la
historia y Juez universal; conversión a la que nos invita la Iglesia para prepararnos dignamente a recibir al
Salvador; esperanza de que la salvación ya realizada por Cristo llegue a todos nosotros y transforme nuestras
vidas.
Con nuestra alabanza elevamos nuestro corazón a Dios, poniéndonos en la actitud espiritual que
caracteriza este tiempo de gracia: “vigilancia en la oración” y “júbilo en la alabanza” (cf. Misal romano,
Prefacio II de Adviento).
De la mano de María, consideremos el inefable amor con que Ella esperó al Hijo; hemos de tomarla
como modelo y a prepararnos, vigilantes en la oración y jubilosos en la alabanza, para salir al encuentro del
Salvador que viene: Alabemos al Señor, nuestro Dios, no solamente con la voz, sino también con el
corazón... La voz que va dirigida a los hombres es el sonido; la voz para Dios es el afecto” (San Agustín).
SEMANA SEGUNDA
Lunes
Salmo 84
“Dios nos anuncia la paz y la salvación, que están ya cerca”. Este mensaje lo escucharon los
deportados de Babilonia, que ya habían expiado en el sufrimiento su infidelidad. Dios lo repite en cuantos se
convierten a Él de corazón. Por eso seguimos cantando nosotros ese Salmo: Nuestro Dios viene y nos
salvará. “Voy a escuchar lo que dice el Señor: Dios anuncia la paz a su pueblo y a sus amigos.
“Dios nos anuncia la paz y la salvación…”. En el lenguaje bíblico, paz de Cristo es sinónimo de
salvación. No se trata ya sólo de la paz terrena del Antiguo Testamento. Es la paz mesiánica, la salvación.
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Jesús vino al mundo a hablar del mensaje de paz, salvación y vida eterna y a invitarnos a caminar
con Él. Es difícil entender, pero cuando lo dejamos entrar a Jesús en nuestras vidas, en nuestro corazón y nos
arrepentimos de nuestros pecados, inmediatamente comenzamos a tener paz, tranquilidad y nos sentimos
protegidos y cuidados por el señor. Es que Dios mismo, con su Espíritu Santo, ha entrado en nuestro interior
y ahora es Él quien nos guía. “Dios nos anuncia la paz y la salvación, que están ya cerca”.
La paz que Cristo nos promete (Jn 14, 27) y nos comunica es “la salvación de nuestro Dios” (Is 52,
10). La salvación es paz, gracia y perdón.
Señor, Dios de la paz, Tu que creaste a los hombres para ser herederos de tu gloria, Te bendecimos y
agradecemos porque nos enviaste a Jesús, tu hijo muy amado.
Oh, Bendito Jesús, haz que mi alma se aquiete en ti. Permite que tu poderosa calma reine en mí.
Gobiérname, oh, Rey de la Calma, Rey de la Paz.
Martes
Salmo 95
Ya viene el Señor a renovar el mundo. Jesús viene, ha venido a renovar el mundo con su persona, su
doctrina y su vida. La auténtica renovación del mundo no es que cambien las situaciones, sino que Dios esté
más presente. La auténtica renovación del mundo no es que las circunstancias sean diferentes, sino que
Cristo esté dentro de los corazones de los hombres.
La auténtica renovación es introducir a Dios en nuestros corazones. En este Adviento sepamos
hacerlo en nuestra existencia, dejando que el Buen Pastor nos cargue, nos lleve en sus hombros por donde Él
quiere. Permitámosle a Dios entrar en la ciudad de nuestra vida para encontrarse con nosotros, porque
entonces, estaremos cambiando el mundo y lo estaremos regresado al redil de la renovación, al lugar donde
se está con Dios, donde se vuelve a tener el alma cerca de Él.
Hagamos esto de la única forma que se puede hacer: a través de la oración y del testimonio de vida
cristiana. Si hay estas dos cosas, aunque haya dificultades y problemas tendremos la certeza de que el Señor
va a estar siempre a nuestro lado acompañándonos.
Pidámosle a Jesucristo que nos conceda la gracia de renovarnos de la única manera que el tiempo no
agota, que la edad no hace pasar, que las distancias no separan: con la presencia de Dios, el único que puede
cargarnos en sus hombros y hacernos regresar con Él.
Ya viene el Señor a renovar el mundo. Que ésta sea una plegaria por nosotros, pero también por
todas aquellas personas que, a lo mejor, cerca o lejos de nosotros, todavía no han sabido subirse a los
hombros del Señor para que el Buen Pastor los lleve otra vez a su redil. En este Adviento permitámosle a
Dios entrar en nuestra vida para encontrarse con nosotros y el mundo se renueve.
Miércoles
Salmo 102
Bendice al Señor, alma mía. En la Biblia hay dos tipos de bendición, relacionadas entre sí. Una es la
bendición que viene de Dios: el Señor bendice a su pueblo (Cfr. Nm 6, 34-27). Es una bendición eficaz,
fuente de fecundidad, felicidad y prosperidad. La otra es la que sube de la tierra al cielo. El hombre que ha
gozado de la generosidad divina bendice a Dios, alabándolo, dándole gracias y ensalzándolo: “Bendice, alma
mía, al Señor” (Sal 102, 1; 103, 1).
La bendición divina a menudo se otorga por intermedio de los sacerdotes (cf. Nm 6, 22-23. 27; Si 50,
20-21), a través de la imposición de las manos; la bendición humana, por el contrario, se expresa en el
himno litúrgico, que la asamblea de los fieles eleva al Señor.
Así, pues la respuesta al salmo nos invita a dar gracias al Señor, a glorificarlo. Nos invita a no
olvidar ninguno de los innumerables beneficios recibidos. Sí, los favores recibidos de Dios: Todo el salmo
recuerda los grandes beneficios de Dios, que el salmista agradece de corazón: porque “El Señor es
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compasivo y misericordioso; perdona tus pecados y cura tus enfermedades; él rescata tu vida del sepulcro
y te colma de amor y de ternura: Bendice al Señor, alma mía, que todo mi ser bendiga su santo nombre.
Jueves
Salmo 144
Bueno es el Señor para con todos. ¡Realmente, Dios es bueno para con todos!... Dios es fuente
inagotable de todo bien. Por amor nos creó. Por amor nos salvó. Por amor nos dio su propio Hijo, como lo
proclama el mismo Jesús: ¡Así amó Dios al mundo, que le dio su propio Hijo. De lo cual sacará San Pablo la
consecuencia más natural: El que a su propio Hijo entregó por nosotros, ¿cómo no nos va a dar generoso con
él todas las demás cosas?...
Dios muestra cada día esa bondad dándonos con abundancia asombrosa todos sus bienes. Jesús toma
el Sol como punto de comparación para explicarnos esta bondad de Dios.
El Sol da a todos los hombres, a los buenos y a los malos, sin distinción alguna, los rayos de su luz y
de su calor. Y el Sol no nos pregunta a ver si le queremos o no le queremos. No nos dice después a ver si le
estamos agradecidos o no. No nos exige que le rindamos cuentas de cómo hemos aprovechado o malgastado
su beneficio. Nunca se cansa de derramar sobre nosotros toda la fuente de su energía.
Así, así es Dios. Como Dios no tiene encima de Sí a nadie de quien recibir algo, todo su afán es dar
sus bienes y sus riquezas profusamente. Pone a nuestra disposición todas las criaturas, que las ha hecho para
nosotros.
Jesús, que es la imagen reveladora de Dios, pasó haciendo el bien, y todos le seguían de aquella
manera porque a todos amaba y a todos otorgaba su favor: a los enfermos la salud, a los pecadores el perdón,
a los jóvenes su estímulo, a los niños su caricia... Bueno es el Señor para con todos.
Viernes
Salmo 1, 1-2-4.6
“Dichoso el hombre cuyo gozo es la ley del Señor...”
“Dichoso el hombre para el que su gozo es la ley del Señor. Será como árbol plantado al borde de la
acequia”, lleno de frutos. “Porque el camino de los impíos acaba mal”.
Este salmo es una invitación al estudio de la Palabra de Dios contenida en la Biblia para dejarse guiar
por ella en la propia vida.
La “Ley” es la revelación de la voluntad de Dios para que nosotros sepamos conducirnos, orientarnos
en nuestra vida y podamos seguir un camino de realización y plenitud.
La única forma posible de alcanzar la felicidad consiste en seguir los caminos del Señor, escuchar su
Palabra, estudiar y practicar las enseñanzas de la Ley. El Señor nos mandó poner en práctica todas estas
leyes para que seamos siempre dichosos y tengamos vida (Dt 6, 1-3. 24).
Al ser Dios el Creador del ser humano, conoce qué es lo que le conviene para ser feliz y quiere
revelárselo. Cuando el hombre no hace caso de las enseñanzas de Dios, experimenta rápido su fragilidad y
su fracaso... Por Tanto, practiquemos la oración, la meditación de la Palabra de Dios, los Sacramentos.
Sábado
Salmo 79
¡Ven, señor, a salvarnos, envuélvenos en tu luz, caliéntanos en tu amor!
Cada vez que celebramos la Eucaristía, cuando el Señor viene al altar y se hace realmente presente
bajo las apariencias del pan y del vino consagrados, le decimos con fe y de forma bien personal: "¡Ven,
Señor Jesús!”, ven a salvarnos.
Durante el Adviento se nos recuerda que pronto llega la Navidad y que, con ella, celebraremos la
venida del Hijo de Dios hecho hombre para salvarnos y arrancarnos del miedo y del pecado, de la noche y
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del dolor, de la soledad y del fracaso personal y colectivo. Jesús -que significa “Dios salva”-, el Hijo de
Maria Inmaculada, nacido pobre y humilde en Belén, y hecho en todo igual a nosotros, salvo en el pecado,
nos llena de su luz y de su vida. Y por eso, hoy tiene nuestra respuesta al salmo un sabor especial: ¡Ven,
Señor, a salvarnos!
El Adviento nos ayuda y urge a preparar bien la Navidad: a prepararnos en oración y penitencia y
reflexión de la Palabra de Dios. Con la antífona del salmo ¡Ven, señor, a salvarnos, nos motivamos a desear
y acoger a aquel que viene a salvarnos, viene para renovar todas las cosas. El adviento es un tiempo de
especial acogida a Jesús que se hace Dios-con-nosotros y que cambia la historia; la acogida de Jesucristo que
se hace hermano nuestro y que permanece con nosotros todos los días, hasta al fin de los tiempos. Y eso sí
que nos da auténtica esperanza.
Que cada uno de nosotros, Señor, te abra su vida para que brotes, para que florezcas, para que
nazcas, y mantengas en nuestro corazón encendida la esperanza. ¡Ven pronto, Señor! ¡Ven a salvarnos!
SEMANA TERCERA
Lunes
Salmo 24
Descúbrenos, señor tus caminos; guíanos con la verdad de tu doctrina. Tú eres nuestro Dios y
salvador y tenemos en ti nuestra esperanza”.
Vas a venir, Mesías, Cristo mío. Y cuando llegues, nos lo explicarás. Nos mostrarás los caminos de
Dios, y nos enseñarás a recorrerlos. La muerte que nos amenazaba, se echará atrás y será vencida. Será
posible el canto; posibles también el abrazo, y la caricia, y el perdón...
Danos, Padre Dios, esa Palabra tuya, la única que tienes. Háblanos por medio de tu Hijo Jesús todo
lo que tengas que comunicarnos y decirnos. Que pongamos los ojos solamente en Él; que encontremos en Él
aún más de lo que pedimos. Que tu ley y tu vida sean luz para nuestros ojos.
Que la familia humana, libre del miedo y de la muerte, te cante llena de alegría el canto nuevo de la
fraternidad conseguida, del amor y de la paz realizados. Ven, Señor Jesús, y no tardes. Rompe el yugo de la
cautividad; transforma nuestra condición humilde con esa fuerza que posees para someterlo todo.
Haz que tu justicia la reconozca y la acepte el mundo entero. Que tu gloria habite en nuestra tierra:
un ser humano (hombre/mujer) por fin dignificado, habiendo para él vida y dignidad aseguradas...
Descúbrenos, señor tus caminos. Allana los caminos de la concordia entre los pueblos. Míranos con
amor, Señor y Dios nuestro. Somos obra de tus manos: nunca nos desprecies, nunca nos olvides. Por la
venida de Cristo, tu Hijo, límpianos de las huellas oscuras que aquella antigua vida nuestra produjo.
Transfórmanos en nuevas criaturas, como si naciéramos a la vez y del mismo modo que el Niño de Belén.
Martes
Salmo 33
El Señor escucha el clamor de los pobres y los libra de todas sus angustias” (Sal 33).
Ya desde el inicio de su actividad pública de Jesús, hablando en la sinagoga de Nazaret, dijo: “El
Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la buena nueva” (Lc 4, 18).
Jesús consideraba a los pobres los herederos privilegiados del reino. Eso significa que sólo “los pobres de
espíritu” son capaces de recibir el reino de Dios con todo su corazón. El encuentro de Zaqueo con Jesús
muestra que también un rico puede llegar a participar de la bienaventuranza de Cristo sobre los pobres de
espíritu.
Pobre de espíritu es el que está dispuesto a usar con generosidad sus propios bienes en favor de los
necesitados. En ese caso, se ve que no está apegado a esos bienes. Se ve que comprende su finalidad
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esencial, pues los bienes materiales están para servir a los demás, especialmente a los necesitados. La
Iglesia admite la propiedad privada de los bienes, si se usan con ese fin.
A Dios le llega el grito de auxilio de los justos (de los que se mantienen fieles a la alianza) y de los
afligidos. Su grito “atraviesa las nubes”, es decir, llega hasta el mismo Dios, sin intermediarios.
La esperanza del pobre desvalido está puesta totalmente en el Altísimo, en aquel que puede
intervenir -¡e intervendrá!- en favor suyo. Cuando Jesús anuncia el Reino de Dios con palabras y signos, está
haciendo presente la intervención del Dios que ha escuchado las súplicas de los oprimidos y los gritos de los
pobres.
La respuesta al Salmo expresa la confianza en este Dios que escucha y se hace cercano a los que
actúan según su voluntad y a los que se hallan desamparados por los hombres.
Día 17
Salmo 71
Ven, señor, rey de justicia y de paz. Así como el Señor rige al mundo según la justicia (Cf. Salmo 35,
7), el rey que es su representante visible en la tierra -según la antigua concepción bíblica- tiene que
uniformarse con la acción de su Dios.
La figura de este rey es aplicada a la fisonomía luminosa y gloriosa del Mesías, según la línea de la
esperanza profética expresada por Isaías: “Juzgará con justicia a los débiles, y sentenciará con rectitud a los
pobres de la tierra” (11, 4). O, según el anuncio de Jeremías, “Miren que días vienen -dice el Señor- en que
suscitaré a David un germen justo: reinará un rey prudente, practicará el derecho y la justicia en la tierra”
(23,5).
El Rey, Mesías, Cristo Jesús, viene a establecer un reino fecundo y sereno: caracterizado por los
valores que hemos cantado como respuesta al salmo 7: la justicia y la paz (v. 7). Estos son los gestos de la
entrada del Mesías en la historia. En esta perspectiva es iluminador el comentario de los padres de la Iglesia,
que ven en ese rey-Mesías el rostro de Cristo, rey eterno y universal.
San Cirilo de Alejandría observa que el juicio que Dios hace al rey es el mismo del que habla san
Pablo: “En sus días florecerá la justicia y abundará la paz”, como diciendo que “en los días de Cristo por
medio de la fe surgirá para nosotros la justicia y al orientarnos hacia Dios surgirá la abundancia de la paz”.
De hecho, nosotros somos precisamente los ‘humildes’ y los ‘hijos del pobre’ a los que socorre y salva este
rey: y, si llama ante todo «“humildes” a los santos apóstoles, porque eran pobres de espíritu, a nosotros nos
ha salvado en cuanto “hijos del pobre”, justificándonos y santificándonos por medio del Espíritu» (PG
LXIX, 1180).
La venida de Cristo, el Mesías prometido, nos urge a orar como hemos cantado en la respuesta al
salmo: Ven, señor, rey de justicia y de paz.
Día 18
Salmo 71
Ven, señor, rey de justicia y de paz. La luz, la alegría y la paz, inundan a la comunidad de los
discípulos de Cristo y se difunden en la creación entera, impregnan este tiempo, que tiene lugar en el clima
de Adviento y Navidad, tiempo en el que celebramos al Rey divino, Señor del cosmos y de la historia.
El reino, que vino a establecer el Redentor es fuente de paz y de serenidad, y destruye el imperio de
las tinieblas. En la respuesta al salmo, igual que la de ayer: Ven, señor, rey de justicia y de paz, encontramos
el rostro del Señor rey, también el del fiel. Los que esperan la venida del gran Rey divino aborrecen el mal,
aman al Señor, son los fieles, caminan por la senda de la justicia, son rectos de corazón, se alegran ante las
obras de Dios y dan gracias al santo nombre del Señor. Pidamos al Señor que estos rasgos espirituales brillen
también en nuestro rostro: Ven, señor, rey de justicia y de paz.
Los cielos se hacen pregoneros del Señor. Su venida es para administrar justicia. Todas las venidas
del Señor tienen una referencia a su gran venida central, el ‘adviento’ de Cristo; y a la venida final, la
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“parusía”; y la intermedia que se da cada día en nuestro encuentro con el Señor. Es fácil rezar esta
antífona que hemos cantado, proyectándola hacia el momento del triunfo definitivo de Cristo, que será
teofanía-manifestación de poder y majestad, temerosa para unos, luz y alegría para otros.
La fe en Cristo actualiza su venida; lo que no obsta para que el cristiano siga clamando por la llegada
del último día de la historia y plenitud de la misma. “¡Ven, señor, rey de justicia y de paz!”.
Que el Salvador, que viene y que vendrá, que se ha hecho hombre por nosotros, infunda en nuestros
corazones los dones de la justicia, de la paz y del amor. Ven, señor, rey de justicia y de paz.
Día 19
Salmo 70
Que mi boca, Señor, no deje de alabarte. Este tiempo de adviento es un tiempo de oración, de
alabanza y de volver el corazón a Dios. Por eso la liturgia nos ha propuesta esta antífona: “Que en ti, Señor,
mi boca te alabe siempre. Que nuestras bocas no dejen de pronunciar tu alabanza, que nuestros labios no
dejen de profesarte; que tu alabanza pueda vibrar en nosotros”. Que mi boca, Señor, no deje de alabarte.
San Efrén afirma el compromiso de los hombres, que tenemos de alabar incesantemente al Señor, y
explica que su motivo es el amor y la compasión divina hacia nosotros, precisamente como sugiere nuestra
respuesta al salmo: “Que en ti, Señor, mi boca rompa el silencio con la alabanza. Que nuestras bocas
expresen la alabanza; que nuestros labios la confiesen; que tu alabanza vibre en nosotros”.
Dado que en nuestro Señor está injertada la raíz de nuestra fe, aunque se encuentre lejos, se halla
cerca por la unión del amor. Que las raíces de nuestro amor estén unidas a él; que la plena medida de su
compasión se derrame sobre nosotros”.
“¿Cómo puede mi alma, Señor, dejar de alabarte? ¿Cómo podría enseñar a mi lengua la infidelidad?
Tu amor me ha dado confianza en mi apuro, pero mi voluntad sigue siendo ingrata. Que mi boca, Señor, no
deje de alabarte.
“Es justo que el hombre reconozca tu divinidad; es justo que los seres celestiales alaben tu
humanidad; los seres celestiales quedaron asombrados de ver hasta qué punto te anonadaste; y los de la tierra
de ver cuánto has sido exaltado”. Que mi boca, Señor, no deje de alabarte.
Día 20
Salmo 23
Ya llega el señor, el rey de la gloria. En este salmo y con esta respuesta al salmo, Se nos invita a los
fieles a “contar la gloria” de Dios “a los pueblos” y, luego, “a todas las naciones” para proclamar “sus
maravillas” (v. 3). Se nos pide, que digamos “a los pueblos: el Señor es rey”, el Señor “gobierna a las
naciones”, “a los pueblos”.
El gesto fundamental ante el Señor rey, que manifiesta su gloria en la historia de la salvación, es el
canto de adoración, alabanza y bendición. Estas actitudes deberían estar presentes diariamente en nuestro
corazón, en nuestra oración personal, porque Ya llega el señor, el rey de la gloria.
La gloria de Dios es Dios mismo en su verdad, en su poder, en su acción, a través de las cuales se
manifiesta como Dios. La gloria de Dios es la totalidad de sus perfecciones, hechas visibles, la
manifestación de todo lo que Él es. Es su belleza esplendorosa, refulgente, seductora, que se impone y
deslumbra cualquier hermosura creada.
Se aproxima la Navidad: “Alégrese el cielo, goce la tierra, retumbe el mar y cuanto lo llena; vitoreen
los campos y cuanto hay en ellos, aclamen los árboles del bosque, delante del Señor, que ya llega, ya llega a
regir la tierra”.
En Jesús se manifestó la gloria del Padre. Nosotros, herederos de su gloria, estamos llamados a dar
testimonio de ella por todo el mundo.
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Bendecimos, Señor, tu nombre, proclamamos día tras día tu victoria, manifestada en la
resurrección de tu Hijo Jesucristo; haz que todo nuestro día, con sus obras y palabras, cuente a los pueblos tu
gloria, para que todos los hombres, postrados ante ti, aclamen tu gloria y tu poder.
SEMANA CUARTA
Día 22
1Sam. 2
Mi corazón se alegra en Dios, mi Salvador. Esta respuesta que hemos dado al salmo nos recuerda el
Magnificat de María santísima: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi
salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava”.
La alegría cristiana con la que hemos de recibir la navidad, la encontramos en el Corazón de María,
ya que Ella es la primera cristiana, cristiana en plenitud, y por tanto, la primera en experimentar lo que es la
alegría cristiana. A Ella dirijamos nuestros ojos en estos días, horas, para prepararnos a la Navidad, que nos
comparte su experiencia de Hija del Padre y Madre del Redentor: Mi corazón se alegra en Dios, mi
Salvador.
Los momentos de máxima alegría de María están vinculados especialmente a los momentos
históricos de la Anunciación-Encarnación y Nacimiento, así como de la victoriosa Resurrección de su Hijo.
¿No fue precisamente María, por ser la elegida para ser la Madre del Reconciliador, la primera en
experimentar el júbilo desbordante por la obra que Dios realizaría finalmente en el mundo? Sí, Ella fue la
primera en experimentar la alegría cristiana a la hora de la Encarnación y posterior Nacimiento de su Hijo, y
Ella la primera que al tener noticia de su Resurrección estalla en un jubiloso Aleluya. ¿Quién mejor que Ella,
pues, para comprender el origen de la alegría cristiana, es decir, la alegría humana que en Cristo alcanza su
plenitud?
La alegría de María se difunde “en los corazones juntamente con el amor del que ella brota, por
medio del Espíritu Santo que se nos ha dado”. Que en estas fiestas María nos ayude a desbordar su alegría
ante la espera gozosa de su Hijo: “Mi alma engrandece al Señor y exulta de júbilo mi espíritu en Dios, mi
Salvador...”.
Día 23
Salmo 24
Descúbrenos, Señor, al Salvador. Siguiendo sus huellas, podemos descubrir a Jesús. Queremos
apresurar el paso en nuestro camino hacia la navidad, emprender el camino para llegar a contemplar,
personal y comunitariamente, el rostro de Dios manifestado en el niño acostado en el pesebre. Que con los
ojos de nuestra fe sepamos reconocer la presencia real del Salvador del mundo.
Ayúdanos a descubrir la Verdad que nos hace libres y el Amor que transforma la existencia.
Descúbrenos la alegría de la paciente espera, activa y fecunda, comprometida por la vida de los que nos
rodean. Enséñanos a hacer crecerla esperanza de algo nuevo, anímanos a entregar nuestras vidas para la
construcción del Reino. Es tiempo de espera, Señor, pero también es tiempo de donación y compromiso
efectivo.
Que María nos ayude a vivir una feliz Navidad; que ella nos enseñe a guardar en el corazón el
misterio de Dios, que se ha hecho hombre por nosotros; que ella nos guíe para dar al mundo testimonio de su
verdad, de su amor y de su paz.
Día 24
Salmo 88
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Hemos escuchado en el salmo 88: “Sellé una alianza con mi elegido, jurando a David mi siervo: “Te
fundaré un linaje perpetuo, edificaré tu trono para todas las edades”.
Toda la tradición, desde la generación apostólica, han visto en David rey el gran tipo de Cristo. El es
verdaderamente el primogénito del Padre, su trono es eterno, vence a los enemigos y extiende su poder a
todo el mundo; él es el Ungido que recibe una descendencia perpetua.
La paradoja es que el Padre permitió a su Hijo pasar por la afrenta y la derrota, lo hizo entrar en la
zona de la cólera divina, en la dimensión contada del tiempo humano; sostuvo a sus enemigos y lo dejó bajar
hasta la muerte. ¿Dónde quedaba la misericordia y la fidelidad del Padre?
Todos los títulos y todos los poderes se los da el Padre a su Hijo, de modo nuevo y definitivo, en la
resurrección. A esta luz resplandecen más el poder cósmico y el poder histórico de Dios; se ve que la ira y el
castigo eran limitados; a esta luz comprendemos finalmente y cantamos en un himno cristiano “la
misericordia y la fidelidad de Dios”.
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NAVIDAD-EPIFANÍA
La Navidad
Una vez preparados los corazones nos disponemos a celebrar el Nacimiento de Jesús. Esta fiesta
tiene una doble proyección:
Recordar el inicio de la redención con el Nacimiento del Salvador, el misterio central de nuestra fe es
la Resurrección de Cristo –la Pascua- como este suceso abarca toda la vida de Jesús, celebrar la Navidad es
solemnizar el proceso inicial de nuestra salvación, de nuestra Pascua.
Acoger ahora al Señor que quiere nacer en el corazón del hombre. La fiesta de Navidad invita a
reflexionar sobre el amor de Dios que viene a los hombres. El Cristo que tomó parte en la historia de los
hombres, hace dos mil años, vive y continúa su misión salvadora dentro de la misma historia humana.
Navidad es un acontecimiento divino y humano, que será siempre actual, mientras haya un hombre en la
tierra.
La Navidad enriquece la visión del plan salvífico de Dios y lo hace más humano y, en cierto sentido,
más hogareño. Aunque esta fiesta apunta también a la celebración de la Pascua, la preparación para vivirla,
el Adviento, tiene un tono muy diferente, sin dejar de invitarnos al arrepentimiento y a la conversión, el
ambiente que se vive en estos días, es en general, festivo y lleno de esperanza y alegría.
La Navidad es la fiesta más celebrada por los hombres. Hasta los ateos y los enemigos de la Iglesia
se detienen y celebran, a su manera, este acontecimiento de salvación. Es el recuerdo más universal y más
gustado que el mundo tiene de Jesucristo. Pero, además de ser un recuerdo, la fiesta de Navidad es una
acción salvadora para el hombre actual. Es el Dios inmenso y eterno que desciende a tomar la condición
humana e irrumpe en el tiempo del hombre para que éste pueda alcanzarlo. Nadie, aunque quiera, puede
permanecer al margen de este misterio. El mundo entero acepta el acontecimiento del nacimiento del Señor,
como la fecha central de la historia de la humanidad: antes de Cristo, o después de Cristo.
¿Por qué el 25 de diciembre? La fecha del nacimiento del Señor es del todo desconocida, en Oriente
se celebra la misma fiesta, el día 6 de enero. Tanto en oriente como en occidente, la fecha fue sugerida por
celebraciones paganas dedicadas al culto al sol. La Iglesia, en su afán de evangelización, igual que
transformó algunos templos paganos en cristianos, cambió la fiesta dedicada al dios Helios (sol) en fiesta del
Nacimiento de Cristo –auténtico Sol- que viene al mundo para iluminar al hombre. La intensión fue
transformar una fiesta pagana en cristiana, dándole mayor contenido e importancia.
La celebración del misterio de Navidad comienza desde la tarde del 24 de diciembre, hasta la noche
del día 25. En menos de 24 horas, la Iglesia proporciona a quienes quieren celebrar la venida del Señor, 12
lecturas bíblicas llenas de mensaje para una vida comprometida.
19
El día de Navidad para los católicos es día de precepto, es decir, se debe asistir a Misa aunque no
sea domingo, pudiendo cumplirse este precepto si se asiste el 24 de diciembre por la tarde o a cualquier Misa
del día 25.
Con la Misa vespertina del día 24 termina el tiempo de Adviento y se entra en la celebración del
misterio navideño. Se leen textos del Profeta Isaías, anunciando con alegría la llegada del Salvador a
celebrar sus bodas con la humanidad; de los Hechos de los Apóstoles, con el primer discurso de San Pablo,
que da testimonio de Cristo, hijo de David, que viene a salvar a su pueblo; y desde luego, del Evangelio, con
el relato del nacimiento de Jesús en Belén.
La Epifanía
Por otra parte, podemos decir que la fiesta de la Epifanía es de origen Oriental y surgió en forma
similar a la Navidad de Occidente.
Los paganos celebraban en Oriente, sobre todo en Egipto, la fiesta del solsticio invernal el 25 de
diciembre y el 6 de enero el aumento de la luz. En este aumento de la luz los cristianos vieron un símbolo
evangélico. Después de 13 días del 25 de diciembre, cuando el aumento de la luz era evidente, celebraban el
nacimiento de Jesús, para presentarlo con mayor luz que el dios Sol. La palabra epifanía es de origen griego
y quiere decir manifestación, revelación o aparición. Cuando la fiesta oriental llegó a Occidente, por
celebrarse ya la fiesta de Navidad, se le dio un significado diferente del original: se solemnizó la revelación
de Jesús al mundo pagano, significada en la adoración de los ‘magos de oriente’ que menciona el Evangelio.
Hoy la Iglesia celebra la Epifanía para recordar la Manifestación del Señor a todos los hombres con
el relato de los Magos de Oriente que nos narra el Evangelio (Mt 2, 1-12). Aquellos hombres que buscaban
ansiosamente simbolizan la sed que tienen los pueblos que todavía no conocen a Jesús.
La Epifanía, en este sentido, además de ser un recuerdo, es sobre todo un misterio actual, que viene a
sacudir la conciencia de los cristianos dormidos.
Para la Iglesia la Epifanía constituye un reto misional: o trabaja generosa e inteligentemente para
manifestar a Cristo al mundo, o traiciona su misión. La tarea esencial e ineludible de la Iglesia es trabajar
para llevar a Cristo a todos aquellos que no lo conocen.
La llegada de los magos, que no pertenecen al pueblo elegido, nos revela la vocación universal de la
fe. Todos los pueblos son llamados a reconocer al Señor para vivir conforme a su mensaje y alcanzar la
salvación.
En definitiva, celebramos la Manifestación del Señor a todo el mundo, es decir la Epifanía. Dios se
les revela, no sólo a los pastores, no sólo a los judíos, también a aquellos hombres de ciencia, ricos y
poderosos que se ponen en camino desde tierras lejanas, en busca de la estrella que interpretan como una
manifestación de la presencia de Dios; significa que el Hijo de Dios debe ser reconocido por todos los
hombres, de todos los lugares, de todos los tiempos.
DÍAS DE DICIEMBRE
Día 24, Misa de medianoche
20
Acabamos de escuchar en el Evangelio lo que en la Noche santa los Ángeles dijeron a los pastores
y que ahora la Iglesia nos proclama: “Hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un salvador, el Mesías, el
Señor. Y aquí tienen una señal: encontrarán un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lc 2,
11...). Nada prodigioso, nada extraordinario, nada espectacular se les da como señal a los pastores. Verán
solamente un niño envuelto en pañales que, como todos los niños, necesita los cuidados maternos; un niño
que ha nacido en un establo y que no está acostado en una cuna, sino en un pesebre.
La señal de Dios es el niño, su necesidad de ayuda y su pobreza. Sólo con el corazón los pastores
podrán ver que en este niño se ha realizado la promesa del profeta Isaías que hemos escuchado en la primera
lectura: “un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado. Lleva al hombro el principado” (Is 9,5). Tampoco a
nosotros se nos ha dado una señal diferente. El ángel de Dios, a través del mensaje del Evangelio, nos invita
también a encaminarnos con el corazón para ver al niño acostado en el pesebre.
La señal de Dios es la sencillez. La señal de Dios es el niño. La señal de Dios es que Él se hace
pequeño por nosotros. Éste es su modo de reinar. Él no viene con poderío y grandiosidad externos. Viene
como niño inerme y necesitado de nuestra ayuda. No quiere abrumarnos con la fuerza. Nos evita el temor
ante su grandeza. Pide nuestro amor: por eso se hace niño. No quiere de nosotros más que nuestro amor, a
través del cual aprendemos espontáneamente a entrar en sus sentimientos, en su pensamiento y en su
voluntad: aprendamos a vivir con Él y a practicar también con Él la humildad de la renuncia que es parte
esencial del amor. Dios se ha hecho pequeño para que nosotros pudiéramos comprenderlo, acogerlo, amarlo.
¿Cómo podemos amar a Dios con toda nuestra mente, con todo nuestro corazón y nuestra alma…? El
Verbo se hizo hombre. Un hijo se nos ha dado. Dios ya no está lejos. No es desconocido. No es inaccesible a
nuestro corazón. Se ha hecho niño por nosotros. Se ha hecho nuestro prójimo. Dios se ha hecho don por
nosotros. Se ha dado a sí mismo.
El Eterno que está por encima del tiempo, ha asumido el tiempo, ha tomado consigo nuestro tiempo.
Navidad se ha convertido en la fiesta de los regalos para imitar a Dios que se ha dado a sí mismo. En Jesús,
Dios se nos ha dado totalmente a sí mismo, es decir, nos lo ha dado todo. En el Hijo se nos ha dicho todo, se
nos ha dado todo. Pero nuestra capacidad de comprender es limitada; por eso, la misión del Espíritu consiste
en introducirnos de modo siempre nuevo, de generación en generación, en la grandeza del misterio de
Cristo.
El hijo, que se nos ha dado también se hizo pequeño en la humilde apariencia de la hostia, de un
pedacito de pan, Él se da a sí mismo. Él es el Niño que se nos ha dado; el niño en el cual Dios se ha hecho
pequeño por nosotros. Pidamos al Señor que nos dé la gracia de mirar esta noche el pesebre con la sencillez
de los pastores para recibir así la alegría con la que ellos tornaron a casa (cf. Lc 2,20). Roguémoslo que nos
dé la humildad y la fe con la que San José miró al niño que María había concebido del Espíritu Santo.
Pidamos que nos conceda mirarlo con el amor con el cual María lo contempló. Y pidamos que la luz que
vieron los pastores también nos ilumine y se cumpla en todo el mundo lo que los ángeles cantaron en aquella
noche: “Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor”.
Señor Jesús,
junto con los pastores,
nos acercamos al Portal
para contemplarte
envuelto en pañales
y acostado en el pesebre.
¡Oh Niño de Belén,
te adoramos en silencio con María,
tu Madre siempre virgen!
¡A ti la gloria y la alabanza
por los siglos,
divino Salvador del mundo! Amén.
21
Que en esta Navidad y año Nuevo, Aquel que fecundo a María, los llene de sus dones, para que su
vida sea, en todo tiempo, imitación de la acción de Dios, para que la Navidad sea en ustedes la fiesta de la
bondad. Con mi afecto y oración.
25 de diciembre, NAVIDAD
¡Si pudiéramos imaginar realmente cómo era la situación de la humanidad antes de la venida de
Cristo! ¡Si pudiéramos penetrar realmente lo que sentía la gente que esperaba al Mesías prometido! Es tan
fácil ahora que ya Cristo vino tomar su venida como un derecho adquirido y hasta darnos el lujo de rechazar
o de no importarnos lo que Dios ha hecho para con nosotros: todo un Dios se rebaja desde su condición
divina para hacerse uno como nosotros. ¿Nos damos cuenta realmente de este misterio que, además de
misterio, es el regalo más grande que se nos haya podido dar?
¿Cómo podemos acostumbrarnos a esta idea tan excepcional? ¿Cómo podemos no conmovernos
cada Navidad ante este misterio insólito? ¿Cómo podemos no agradecer a Dios cada 25 de diciembre por
este grandísimo regalo que nos ha dado?
Los Profetas del Antiguo Testamento, nos hablan de que la humanidad se encontraba perdida y en la
oscuridad, subyugada y oprimida, hasta que vino al mundo “un Niño”. Fue así como “el pueblo que
caminaba en tinieblas vio una gran luz... se rompió el yugo, la barra que oprimía sus hombros y el cetro de
su tirano”.
Ante esta situación de opresión y de oscuridad, podemos imaginar la alegría inmensa ante el anuncio
del Ángel a los Pastores cercanos a la cueva de Belén: “Les traigo una buena noticia, que causará gran
alegría a todo el pueblo: hoy les ha nacido en la ciudad de David, un salvador, que es el Mesías, el Señor”.
Si este “Niño” no hubiera nacido estaríamos aún bajo “el cetro del tirano”, el “príncipe de este
mundo”. Pero con la venida de Cristo, con el nacimiento de ese Niño hace dos mil años, se ha pagado
nuestro rescate y estamos libres del secuestro del Demonio…
Con su nacimiento, vida, pasión, muerte y resurrección, Cristo vino a establecer su reinado, “a
establecerlo y consolidarlo”, desde el momento de su nacimiento “y para siempre”. Y su Reino no tendrá
fin.
Y ese Dios que se rebaja hasta nuestra condición humana, levanta nuestra condición humana hasta su
dignidad. En efecto, nos dice San Juan al comienzo de su Evangelio (Jn. 1, 1-18), que Dios concedió “a
todos los que le reciben, a todos los que creen en su Nombre, llegar a ser hijos de Dios”.
Esto que se repite muy fácilmente, pues, de tanto oírlo, sin poner la atención que merece, se nos ha
convertido en un “derecho adquirido”, es un inmenso privilegio. ¡Hijos de Dios! ¡Lo mismo que Jesucristo!
El se hace Hombre y nos da la categoría de hijos de Dios; nos lleva de nuestro nivel de indignidad a su nivel
de dignidad; de lo humano a lo divino… Ahora, “podemos compartir la vida divina de Aquél que ha querido
compartir nuestra vida humana” ( Oración Colecta de hoy).
Es así como “el pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran Luz”. Y esa Luz que es Cristo nos
hace, además de hijos de Dios, herederos del Reino de los Cielos y confiere a nuestra humanidad derechos
de eternidad.
“Resplandece ante el mundo el maravilloso intercambio que nos salva; pues al revestirse el Hijo de
nuestra frágil condición, no sólo confiere dignidad eterna a la naturaleza humana, sino que por esta unión
admirable nos hace a nosotros eternos”.
¡Oh MARAVILLOSO INTERCAMBIO!
Él, niño de pecho, para que tú puedas ser un hombre perfecto; Él, envuelto en pañales, para que tú
quedes libre del lazo de la muerte;
Él, en el pesebre, para que tú puedas estar cerca del altar; en la tierra para que tú puedas vivir sobre
las estrellas; Él, en el pesebre, para que tú puedas estar cerca del altar; en la tierra para que tú puedas vivir
sobre las estrellas.
22
Él, un esclavo, para que nosotros seamos hijos de Dios. ¡Qué increíble valor debe tener nuestra
vida
para que Dios venga a vivirla de tal manera! Pero ¡qué increíble amor para quererlo hacer!
Hoy, cerca de la cueva de Belén, no es día de decir: “Dios mío, te quiero”.
Es el día de asombrarse diciendo: “¡Dios mío, cómo me quieres Tú!” (San Ambrosio)
Día 26
Salmo 30
San Esteban protomártir
Se acabó la poesía de la Navidad. Después de celebrar el nacimiento del Hijo de Dios como hermano
nuestro, nos encontramos con el martirio del joven Esteban. Y es que ese Niño que ha nacido en Belén es el
mismo que más tarde por fidelidad a su misión, entregará su vida en la Cruz para salvar a la humanidad.
Jesús será el primer mártir, testigo del amor de Dios. Esteban será luego el primero entre sus seguidores que
le imite en el martirio.
En efecto, el salmo 30 que hemos proclamado se canta el Viernes Santo, ya que Jesús en la cruz,
tomó de él, su “última palabra” antes de morir: “En tus manos, Señor, encomiendo mi Espíritu” (Lucas
23,46). Pero todo el salmo se aplica perfectamente a Jesús crucificado.
Jesús expresa este sentimiento suyo con palabras que pertenecen al Salmo 30/31: el Salmo del
afligido que prevé su liberación y da gracias a Dios que la va a realizar: 'A tus manos encomiendo mi
espíritu, tú el Dios leal me librarás' (Sal 30/31 6). Jesús, en su lúcida agonía, recuerda y balbucea también
algún versículo de ese Salmo, recitado muchas veces durante su vida. Pero en la narración del Evangelista,
aquellas palabras en boca de Jesús adquieren un nuevo valor.
Con la invocación ‘Padre’ (‘Abbá’), Jesús confiere un acento filial a su abandono en !as manos de!
Padre. Jesús muere como Hijo. Muere en perfecta conformidad con el querer del Padre, con la finalidad de
amor que el Padre le ha confiado y que el Hijo conoce bien.
En la perspectiva del Salmista el hombre, afectado por la desventura y afligido por el dolor, pone su
espíritu en manos de Dios para huir de la muerte que le amenaza. Jesús por el contrario, acepta la muerte y
pone su espíritu en manos del Padre para atestiguarle su obediencia y manifestarle su confianza en una
nueva vida. Su abandono es, pues, más pleno y radical, más audaz, más definitivo, más cargado de voluntad
oblativa.
“A tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu, sé la roca de mi refugio”.
Día 27
Salmo 96
San Juan, apóstol y evangelista
Después de Esteban, el testimonio del apóstol Juan. Otro gran testigo que nos ayuda a profundizar en
el misterio de la Navidad y a la vez relaciona estrechamente a ese Niño recién nacido con el Cristo que nos
salva a través de su entrega pascual y su resurrección. Juan es el teólogo de la Pascua. Estuvo al pie de la
cruz, con María, la Madre, y luego vio el sepulcro vacío.
Pero también es el teólogo de la Navidad. Nadie como él ha sabido condensar la teología del
Nacimiento de Cristo: la Palabra, que era Dios, se ha hecho hombre.
No es de extrañar que el salmo nos invite insistentemente: “alegraos, justos, con el Señor. Amanece
la luz para el justo y la alegría para los rectos de corazón”. Para los que se saben amados y salvados por Dios
todo es luz y fiesta.
La tierra se alegra porque ha visto al Salvador. Quienes, unidos a Cristo, vivamos en la justicia y el
derecho, colaboraremos para que todos los pueblos vean la gloria de Dios. Ciertamente sólo al final veremos
cara a cara al Señor y reinaremos junto con Cristo. Sin embargo, ya desde esta vida, hemos de ser testigos
del Reino de Dios, que es justicia, paz y gozo en el Espíritu del Señor. La Iglesia peregrina de Cristo tiene
23
como vocación transparentar la presencia de su Señor en el mundo. Quienes, por medio de ella, se
encuentren con Jesucristo, deben encontrar esa alegría, paz, bondad, misericordia y gozo que proceden de
Dios.
Día 28
Salmo 123
Los santos inocentes
Como el día de san Esteban, nuevamente hoy contemplamos la dureza del camino de Jesús. La
fuerza de mal que hay en el mundo envuelve a Jesús desde el comienzo de su vida, y acabará clavándolo en
la cruz.
Lo que más destaca en la fiesta de hoy es la fuerza del Dios que es más fuerte que todo el mal que los
hombres podamos hacer: los Inocentes, sin saberlo, han compartido la muerte de Jesucristo y ahora
comparten por siempre su gloria. En Dios, todo es gracia. Y al final del camino humano está su vida.
Ante nosotros tenemos el Salmo 123, que bien podemos poner en labios de los santos Inocentes, pero
también es un cántico de acción de gracias entonado por toda la comunidad en oración que eleva a Dios la
alabanza por el don de la liberación. El salmista estimula a todo el pueblo a elevar una acción de gracias viva
y sincera al Dios salvador. Si el Señor no hubiera estado de parte de las víctimas, éstas, con sus pocas
fuerzas, no hubieran sido capaces de liberarse y sus adversarios, como monstruos, les hubieran descuartizado
y triturado.
San Agustín ofrece un comentario articulado a este salmo. En primer lugar, observa que este salmo
propiamente lo cantan los “miembros de Cristo, que han alcanzado la felicidad”, en este caso los santos
Inocentes. En realidad, “lo han cantado los santos mártires, quienes habiendo salido de este mundo, están
con Cristo en la alegría, dispuestos a retomar incorruptos esos mismos cuerpos que antes eran corruptibles.
En su vida, sufrieron tormentos en el cuerpo, pero en la eternidad esos tormentos se transformarán en
adornos de justicia”.
Pero en un segundo momento el obispo de Hipona nos dice que también nosotros podemos cantar
este salmo con esperanza. Declara: “También nosotros estamos animados por una esperanza segura
cantaremos exultando. No son extraños para nosotros los cantores de este Salmo… Por tanto, cantemos
todos con un solo corazón: tanto los santos que ya poseen la corona como nosotros, que con el afecto nos
unimos a su corona. Juntos deseamos esa vida que aquí abajo no tenemos, pero que nunca podremos tener si
antes no la hemos deseado”.
San Agustín vuelve entonces a la primera perspectiva y explica: “Los santos recuerdan los
sufrimientos que afrontaron y desde el lugar de felicidad y de tranquilidad en el que se encuentran miran el
camino recorrido; y, dado que hubiera sido difícil alcanzar la liberación si no hubiera intervenido para
ayudarles la mano del Liberador, llenos de alegría, exclaman: “Si el Señor no hubiera estado de nuestra
parte”. Así comienza su canto. No hablan ni siquiera de aquello de lo que se han librado por la alegría de su
júbilo”2.
Día 29
Salmo 95
El salmo 95 nos invita con insistencia a “cantar”. La palabra se repite tres veces al comienzo de las tres
primeras líneas. Más adelante, por tres veces, vuelve la insistencia: “Den gloria al Señor”... “Den gloria al
Señor”... “¡Den pues gloria al Señor!”.
El Salmo comienza con una invitación festiva a alabar a Dios, invitación que se abre inmediatamente
a una perspectiva universal: “Cantemos al Señor un canto nuevo… Canten al Señor, toda la tierra” (v. 1).
Los fieles cristianos somos invitados a contar la gloria de Dios “a los pueblos” y después a dirigirnos a
2 San Agustín, Comentario al Salmo 123, cit. por Benedicto XVI: 22 de junio de 2005
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“todas las naciones” para proclamar “sus maravillas” (versículo 3). Es más, el salmista interpela
directamente a las “familias de los pueblos” (v. 7) para invitar a dar gloria al Señor.
San Gregorio Nacianceno retoma algunas expresiones del Salmo 95 diciendo que “Cristo nace,
¡glorifíquenle!, Cristo baja del cielo, ¡salgan a recibirlo! Cristo está sobre la tierra, ¡lávense! “Canten al
Señor, toda la tierra” (v. 1), y para unir los dos conceptos, “que se alegre el cielo y exulte la tierra” (v. 11)
con aquél que es celestial, pero que se ha hecho terrestre”3.
Día 30
Salmo 95, 7-10
Dios, nuestro Rey poderoso, no viene a nosotros como alguien que llega a aplastar nuestra dignidad.
A pesar de su gran poder; y a pesar de nuestra indignidad a causa de nuestros pecados, Dios se acerca a
nosotros como un Padre lleno de amor hacia quienes sabe que somos frágiles e inclinados a la maldad desde
nuestra adolescencia.
Quien reconozca el poder salvador de Dios, sabe que Dios nos envió a su propio Hijo para
convertirse en motivo de salvación para cuantos le invoquen y le busquen con sincero corazón.
Sólo el amor que Dios infunde en nuestros corazones podrá hacernos constructores de un mundo más
justo y más fraterno. Esa es, finalmente, una de nuestras responsabilidades en la construcción de la ciudad
terrena.
Día 31
Salmo 95: 1-2.11-13
El Señor llega como Rey a gobernar a todas las naciones. No viene a destruirnos, sino a darnos su
paz, a ayudarnos a caminar en la justicia y en la rectitud. Por medio de su Hijo hecho uno de nosotros, el
Padre Dios nos ha hechos sus hijos y nos ha llenado de gozo, pudiendo elevar un canto nuevo al Señor.
Ese canto nuevo, que viene a dejar atrás nuestras voces destempladas a causa del pecado, brota de la
presencia de su Espíritu en nosotros. ¿Cómo no llenarnos de alegría cuando sabemos que el Señor no sólo
vino a perdonarnos nuestros pecados, sino a elevarnos a la dignidad de hijos de Dios? Que incluso la
naturaleza se regocije, pues, junto con nosotros, también ella debe verse liberada de todo aquello que la
había convertido en motivo de esclavitud para el hombre, y, por tanto, en signo de maldad, de destrucción y
de muerte.
Quien vive bajo el régimen del pecado continuará siendo un malvado, un destructor y un egoísta.
Abramos nuestro corazón a Dios para que en Él encontremos el perdón de nuestros pecados, la salvación y
el gozo eterno.
31 de diciembre. Fin de año
“Cristo ayer y hoy, principio y fin, alfa y omega. Suyo es el tiempo y la eternidad. A él la gloria y
el poder por los siglos de los siglos”4.
Hoy proclamar esta verdad tiene un sabor especial: centra nuestra mirada en Jesús, Verbo encarnado,
principio y fin y centro de la historia; miramos hacia nuestra historia, nuestra limitación; pero al mismo
tiempo nuestra vocación a vivir en el siempre de Jesús. En efecto, el último día del año proclamamos esta
verdad, en el paso del “ayer” al “hoy”: “ayer”, al dar gracias a Dios por la conclusión del año viejo; “hoy”,
al acoger el año que empieza; y el siempre, nuestro destino eterno. Cristo, pues, es “el mismo ayer, hoy y
siempre” (Hb 13, 8). Él es el Señor de la historia; suyos son los siglos y los milenios.
3 Cfr. Juan Pablo II, Audiencia del Miércoles 18 de setiembre del 2002
4 Misal romano, preparación del cirio pascual
25
El primer día del nuevo año concluye la Octava de la Navidad del Señor y está dedicado a la
santísima Virgen venerada como Madre de Dios, esta es la razón del porque obliga la santa Misa y no se
debe trabajar... El evangelio nos dice que María «guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón»
(Lc 2, 19). Y lo mismo sucede también hoy. La Madre de Dios y de los hombres guarda y medita en su
corazón todos tus problemas, los de tu familia, de nuestra comunidad de de toda de la humanidad, grandes y
difíciles. La Madre del Redentor camina con nosotros y nos guía, con ternura materna hacia el futuro. Así,
ayuda Ella a cada uno a cruzar todos los «umbrales» los meses y los años de nuestra vida, y de los siglos y
de los milenios, sosteniendo nuestra esperanza en aquel que es el Señor de la historia.
Ayer y hoy. El Hoy, último día del año, queremos considerar los días, las semanas, los meses
transcurridos, como un fragmento de la historia de la salvación, que a todos nos atañe: otro año solar que
dentro de poco será ya pasado: nos vamos acercando al día que no tienen fin; cabe preguntarnos ¿He vivido
como hijo de Dios, como hijo de María, como redimido por Jesús…? Brota naturalmente el deseo de pedir
perdón y de dar gracias a Dios: pedir perdón por las culpas cometidas y las faltas y carencias registradas,
confiando en la misericordia divina; y dar gracias por lo que Dios nos ha dado cada día.
En buen propósito para este año de la eucaristía sería no permitir ser esclavizados por el mal y el
malo, porque ya hemos sido liberado de la esclavitud del pecado por el Niño de Belén, por Cristo
crucificado y resucitado, «para que nos transformemos, según el designio de Dios, y lleguemos a nuestro
meta: ver a dios cara a cara, gozando de Él para siempre5. Es así como los creyentes hemos de mirar nuestro
mundo, nuestra historia que avanzan gradualmente hacia el umbral de una eternidad dichosa.
El Verbo eterno, al hacerse hombre, entró en el mundo y lo acogió para redimirlo. Por tanto, el
mundo no sólo está marcado por la terrible herencia del pecado; es, ante todo, un mundo salvado por Cristo,
el Hijo de Dios, crucificado y resucitado. Jesús es el Redentor del mundo, el Señor de la historia: suyos son
los años y los siglos.
Hermanos, hermanas, impulsados por la gracia, levantémonos continuamente, y caminemos hacia el
bien y la verdad: que anidan en lo más íntimo de nuestro ser, de nuestra dignidad de hombres y mujeres:
dotados de una inteligencia que busca la verdad y de una libertad que está hecha para el bien; guiados, pues,
por la fuerza de la redención, camina hacia Cristo, caminemos alimentados, y en el amor de Jesús, oculto en
la Eucaristía, pero realmente presente; caminemos con nuestra Madre según el proyecto de Dios Padre,
animados por el Espíritu Santo.
“Jesucristo es el principio y el fin, el alfa y la omega. Suyo es el tiempo y la eternidad” Empecemos
este año nuevo en su nombre. Que María nos obtenga la gracia de ser fieles discípulos suyos, para que con
palabras y obras lo glorifiquemos y honremos por los siglos de los siglos. Amén6.
Solemnidad de María Madre de Dios
En el día primero del año la Iglesia celebra la solemnidad de Santa María, Madre de Dios.
No hay mejor puerta que Ella para entrar en el año nuevo que Dios nos concede. El pueblo cristiano ha
acudido siempre a Santa María, Madre de Dios y Madre nuestra, buscando en Ella refugio y consuelo, y su
poderosa intercesión.
María es Madre de Dios, verdad que conocemos y repetimos, pero que, si nos fijamos bien, es un
milagro colosal, incomprensible, infinito. Todo cuanto la fe católica cree acerca de María ilumina la fe en
Cristo, pues en Él encuentra su fundamento. En Ella resplandece el triunfo de la Gracia, la redención
cumplida en una criatura humana. Por su total adhesión a la voluntad del Padre, a la obra redentora de su
Hijo, a toda moción del Espíritu Santo, la Virgen María es para la Iglesia modelo de fe y de caridad.
Asociada de modo único a la misión del Redentor para restablecer la vida sobrenatural de los hombres,
María ha sido hecha Madre nuestra en el orden de la gracia (LG 61). En María, la Madre Virgen, verdadera
Madre de Dios, concebida Inmaculada y asunta a los cielos en cuerpo y alma, brilla sobremanera la obra de
5 Cfr. GS 2
6 Cfr. JUAN PABLO II, homilía preparada siguiendo sus Homilías del 31 de diciembre de 1997 y 1999.
26
Cristo Redentor. Con razón el bello himno mariano Akáthistos saluda a María con estas palabras: “¡Salve,
esperanza de bienes eternos!”.
La validez del título Madre de Dios aplicado a la Virgen María fue recordada solemnemente en el
Concilio de Éfeso (431). Hermosas son las palabras de san Cirilo de Alejandría pronunciadas en tal ocasión:
“Te saludamos, oh María, Madre de Dios, verdadero tesoro de todo el universo, antorcha que jamás se puede
extinguir, corona de las vírgenes, cetro de la fe ortodoxa, templo incorruptible, lugar del que no tiene lugar,
por quien nos ha sido dado Aquel que es llamado bendito por excelencia”. Precisamente por ser la madre de
Jesús, María es verdaderamente Madre de Dios. El que fue concebido por obra del Espíritu Santo y fue
verdaderamente Hijo de María, es el Hijo eterno de Dios Padre, Dios mismo. La maternidad divina de María
declara al mundo la cercanía de Dios, abriéndonos al realismo de la Encarnación: aquel que María concibió
como hombre, es el Hijo eterno del Padre, “Dios-con-nosotros” (Mt 1, 23).
Y desde ese momento “María, Madre de Dios” es dogma de fe para los cristianos. La Santísima
Virgen María es verdaderamente Madre de Dios porque su Hijo, Jesucristo, no sólo es Hombre, sino también
Dios. Luego, es Madre de Dios. Así lo reconoció su prima Santa Isabel cuando, “llena del Espíritu Santo”
ante la presencia de María, exclamó: “¿Quién soy yo para que venga a verme la Madre de mi Señor”? (Lc. 1,
41-43).
En este ambiente de la celebración del Nacimiento del Hijo, el cual nos refiere el Evangelio de hoy
(Lc. 2, 16-21) la Iglesia nos invita a celebrar el primer día de cada año a María, Madre de Dios... y Madre
nuestra: “Bendita sea por siempre la Santa Inmaculada Concepción de la Bienaventurada siempre Virgen
María, Madre de Dios... y Madre nuestra”.
Y “tanto amó Dios al mundo, que le dio su Unigénito Hijo, para que todo el que crea en El no
perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn. 3, 16). Así también, parodiando a San Juan Evangelista, podemos
con propiedad decir que “tanto nos amó María, que también Ella, nos entregó a su Hijo único, para que
todos tengamos vida eterna”.
Por eso Ella, que nos ha engendrado a tan alto precio -nada menos que al precio de la vida de su Hijo
amadísimo- quiere que vivamos como verdaderos hijos suyos y del Padre Eterno.
Pero pareciera que nosotros no queremos vivir así. Decimos que queremos las gracias que nos vienen
por manos de la Virgen, pero también queremos nuestra voluntad. Y las dos cosas no pueden ir juntas.
Decimos que queremos vivir bajo el manto de la Virgen, pero también queremos vivir bajo el manto de
nuestros caprichos. Decimos que queremos recibir los dones divinos, pero creemos que nuestros propios
deseos son más importantes que esos dones.
Por eso en este primero de año, podríamos hacerle al Señor una carta en blanco, que comenzara en
imitación a la Madre de Dios, por un “Hágase en mí según tus deseos” y terminara con un “Amén. Así sea”,
dejando que El, Padre infinitamente Sabio y Bondadoso, la llenara de sus deseos, de sus designios, de sus
planes para nuestra vida.
Así podremos recibir desde este primer día del año la bendición con las palabras que Dios mismo nos
dejó y que leemos en la Primera Lectura: “El Señor los bendiga y los guarde, haga brillar su rostro sobre
ustedes y les conceda su favor, vuelva su mirada misericordiosa a ustedes y les conceda la Paz” (Num. 6, 2227).
Días de enero
Día 2
Salmo 97
Cantemos la grandeza del señor. Todavía estamos en el tiempo de Navidad, aún estamos celebrando el
misterio de la Navidad. Cantemos la grandeza del Señor, hemos respondido al salmo: Dios es tan grande
que puede hacerse pequeño. Dios es tan potente que puede hacerse inerme y venir a nuestro encuentro como
niño indefenso, a fin de que podamos amarlo. Con el sí de María el Dios grande se hizo hombre, para que el
hombre se hiciera Dios.
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“Dios se ha hecho uno de nosotros, para que podamos estar con Él, llegar a ser semejantes a Él; para
que seamos grandes. En aquel Niño acostado en el pesebre, Dios muestra su gloria: la gloria del amor, que
se da como don a sí mismo, y que se priva de toda grandeza para conducirnos por el camino del amor. Esto
es lo que a Dios le interesa. Él ama a todos porque todos son criaturas suyas. Dios busca a personas que sean
portadoras de su paz y la comuniquen.
Donde reina Dios, ¿quiénes son los grandes de la tierra? Donde juzga el Señor, ¿qué valor tienen
nuestros juicios? La única grandeza que conoce el Evangelio es la del servicio. Por tanto, la verdadera
grandeza cristiana no consiste en dominar, sino en amar y servir. Para ocupar cargos y honores, nunca
faltarán candidatos; lo difícil es hallar a personas dispuestas a gastar y desgastar su vida por los demás, sin
alharacas ni pretensiones. Y ésta es la verdadera grandeza, puesto que son éstas las personas verdaderamente
necesarias. Ésta es la grandeza de Dios, el infinitamente grande que no humilla, sino que se humilla para
engrandecer a los que ama. Cantemos la grandeza del Señor.
¡Qué valor debe tener el hombre a los ojos del Creador, si ha merecido tener tan grande Redentor, si
Dios ha dado a su Hijo, a fin de que él, el hombre, no muera sino que tenga vida eterna! Por esta grandeza de
Dios, sigamos cantando la grandeza del Señor.
Día 3
Salmo 97
Aclamemos con júbilo al Señor. Uno de los temas que más tratan los salmos es el de la alabanza. Dios
merece toda la alabanza por ser él quien es, por sus obras maravillosas, por la bondad mostrada al hombre,
por la salvación.
La fe en Dios lleva aneja la alabanza, y la alabanza proviene de la alegría. Los salmos nos enseñan
postrarnos ante Dios con una actitud de alabanza gozosa, porque si el hombre alaba a Dios lo hace movido
por un corazón admirado y agradecido, inundado de alegría por sentirse amado, salvado y protegido por su
Dios.
En el Nuevo Testamento, Cristo mismo alaba al Padre en diferentes ocasiones y se admira de sus
obras; su infancia viene acompañada de grandes cánticos, como el de María (Magnificat), el de Zacarías
(Benedictus), y el mismo himno de los ángeles en su nacimiento de Belén: “Gloria a Dios en las alturas...”.
El hombre mantiene esta relación gozosa con Dios, consciente de su grandeza y de su bondad, respondiendo
con sus cantos de gratitud y admiración.
En Cristo, Dios ha asumido verdaderamente un corazón de carne. Cristo no solamente tiene un corazón
divino, rico en misericordia y perdón, sino también un corazón humano, capaz de todas las expresiones de
afecto.
Desde que Jesús comenzó a existir en nuestra tierra, la lejanía rehusante de Dios se ha convertido en
presencia, llena de gratitud, amor y esperanza. Dios nos ha conquistado el corazón a través de la humilde y
poderosa benevolencia de su Hijo. Así se ha establecido entre nosotros el Reino. Por esto, Aclamemos con
júbilo al Señor.
Día 5
Salmo 2
Yo te daré en herencia las naciones. Esta respuesta que hemos dado al salmo se refiere se le debe a
Jesucristo, ya que es el Príncipe y el Maestro supremo. Sólo de Él se puede decir: Tú eres mi Hijo amado en
quien tengo puestas mis complacencias. Hoy, el hoy de la eternidad, el eterno presente en el que es
engendrado el Hijo de Dios por el Padre Dios, lo hace igual a Él en el ser y en la perfección, de tal forma
que quien contempla al Hijo contempla al Padre, pues el Hijo está en el Padre y el Padre en el Hijo.
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El reino de Cristo también abraza a todos los hombres privados de la fe cristiana, de suerte que la
universalidad del género humano está realmente sumisa al poder de Jesús.
“Pídeme y te daré en herencia las naciones, en propiedad los confines de la tierra” (Salmo 2: 6-8).
Por estas palabras, Jesucristo declara que ha recibido de Dios el poder, ya sobre la Iglesia. Jesucristo es el
hijo del Rey del mundo que hereda todo poder; de ahí estas palabras: “Yo te daré las naciones por herencia”.
A nosotros corresponde reconocer al Hijo de Dios, encarnado, como Señor de nuestra vida siéndole
fieles al escuchar su Palabra y ponerla en práctica; postrándonos de rodillas ante Él para estar atentos a su
voluntad y permitirle que Él lleve a efecto su obra salvadora en nosotros.
Aquel que vive en la rebeldía a Jesucristo, aquel que va por caminos de pecado y de muerte, a pesar
de que acuda a dar culto a Dios, no le pertenece a Dios, pues sus obras son malas.
Manifestemos nuestra fe no sólo con palabras, sino con una vida íntegra entregada a realizar el bien
conforme a las enseñanzas del Señor. Entonces estaremos demostrando, con la vida misma, que en realidad
pertenecemos al Reino y familia de Dios.
Día 6
Salmo 71, 2-4.7-8
Que te adoren, Señor, todos los pueblos. Navidad, un tiempo para adorar el misterio de la
Encarnación. Belén fue un lugar oculto en el mundo, lejos de las miradas de los hombres, envuelto en la
soledad y en el silencio del gran Misterio. Fue y sigue siendo un lugar de adoración, un lugar para postrarse
ante ese niño que es Dios y que viene a darnos a conocer su amor infinito. Ante tal Misterio sólo cabe callar
y dejarse amar por el Amor más allá de todo.
Si en el Niño que María estrecha entre sus brazos los Reyes Magos reconocen y adoran al esperado
de las gentes, anunciado por los profetas, nosotros podemos adorarlo hoy en la Eucaristía y reconocerlo
como nuestro Creador, único Señor y Salvador.
¡Seamos adoradores del único y verdadero Dios, reconociéndole el primer puesto en nuestra
existencia! La idolatría es una tentación constante del hombre. Desgraciadamente, hay gente que busca la
solución de los problemas en prácticas religiosas incompatibles con la fe cristiana.
Jesucristo, nuestro Rey y Señor, ha salido a nuestro encuentro para remediar nuestros males. Él no
sólo nos anunció la Buena Nueva del amor que nos tiene el Padre, sino que pasó haciendo el bien a todos.
Adoremos Cristo: Él es la Roca sobre la que construir nuestro futuro y un mundo más justo y
solidario. Jesús es el Príncipe de la paz, la fuente del perdón y de la reconciliación, que puede hacer
hermanos a todos los miembros de la familia humana.
Escuchar a Cristo y adorarlo lleva a hacer elecciones valerosas, a tomar decisiones a veces heroicas.
Jesús es exigente porque quiere nuestra auténtica felicidad. Cuando se encuentra a Jesús y se acoge su
Evangelio, la vida cambia y uno es empujado a comunicar a los demás la propia experiencia.
Día 7
Salmo 71, 2-10.12-13
Que te adoren, Señor, todos los pueblos. En estos días hemos estado respondiendo al salmo con la
misma respuesta, con el fin de centrar nuestro corazón en la contemplación del Niño de Belén, que ha
venido a salvar a todos los pueblos. En efecto, el Emmanuel pertenece a todos los pueblos: “Como nació
para todos, quiso también comunicar a todos la noticia de su nacimiento” (san León Magno).
Cuando hemos cantado “Que te adoren, Señor, todos los pueblos”, hacemos referencia a la Epifanía
o manifestación del Señor, salvador de todos los hombres. Esta es una fiesta de la Iglesia universal. Hace
pocos días hemos celebrado el nacimiento del Señor; y más recientemente, celebramos, con solemnidad no
menos merecida, su primera manifestación a los gentiles. En el la Navidad lo vieron recién nacido los
pastores judíos; y ahora, en la epifanía, lo adoraron los Magos llegados de Oriente.
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A los pastores de Belén los ángeles le anunciaron la buena nueva del Dios hecho carne, a los Magos
una estrella. A unos y otros el cielo les dio a conocer a Dios-con-nosotros. “La luz de una nueva estrella se
muestra a los Magos desde el cielo” (san Hilario). Ellos creen, se ponen en camino y buscan “al rey de todos
los salvados” (san Ireneo). Los Magos, “que buscaban con el deseo de encontrar” (san Agustín), enseñan que
Dios se manifiesta a quienes están atentos a los signos que aparecen en el horizonte de la historia humana.
“Los Magos siguieron a la estrella que los fue guiando; los judíos no quisieron creer ni a los profetas” (san
Juan Crisóstomo). El signo de la estrella condujo a los Magos al lugar donde se hallaba, niño sin habla, el
Dios Palabra, y “por su medio tuvieron conocimiento del nacimiento de Cristo” (san Ireneo). La narración
evangélica de los Magos es el símbolo del itinerario hacia la fe. Que te adoren, Señor, todos los pueblos.
Todo ha cambiado con el encuentro, con la Epifanía, con la manifestación de Jesús salvador de todos
los hombres, representados en los Reyes magos. “Después de haber visto a Cristo y haberle entendido, ellos
vuelven mejores de como habían venido” (san Ambrosio). Los Magos, los participantes del don (maga) de
Dios, probaron una gran alegría, por eso “dejaré de llamarlos Magos: los llamaré santos” (homilía copta).
Nos unimos a toda la humanidad que ha reconocido en el Niño de Belén al salvador cantando: Que te
adoren, Señor, todos los pueblos.
Día 8
Salmo 71, 2, 14-15.17
Que te adoren, Señor, todos los pueblos. Desde lo más hondo del corazón humano, el hombre está
llamado a adorar a Dios. El reconocimiento de esta profunda intimidad lleva al hombre a la actitud de la más
profunda adoración, postrándose con todo su ser ante el único Dios que en Cristo nos ha mostrado su rostro.
El culto cristiano es siempre un culto trinitario. Con el profeta exclamamos: “Santo, Santo, Santo”, ante este
Dios tres veces santo, que encuentra sus delicias en estar con los hijos de los hombres. Que te adoren, Señor,
todos los pueblos.
El Dios revelado por Jesucristo, Dios Uno y Trino nos sitúa en una relación de amor con las Personas
divinas. Dios vive en un círculo de amor, y desde aquí, La Trinidad, vive feliz desde siempre y para siempre,
y así nuestro Dios acoge a cada uno de nosotros y nos introduce en ese diálogo de amor. El trato con
personas nos hace personas. El trato con las Personas divinas nos diviniza, llevándonos a ser plenamente
personas humanas. Por esto hemos afirmado que “Desde lo más hondo del corazón humano, el hombre está
llamado a adorar a Dios; así encontramos la profundidad de nuestra respuesta al salmo: Que te adoren,
Señor, todos los pueblos.
El hombre busca el rostro de Dios. “Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro”. Cuando el
hombre se aparta de Dios, se vuelve a los ídolos, busca arañar el futuro, aunque sea por medio de adivinos,
pero en el fondo de su corazón busca el rostro de Dios. “Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón está
inquieto hasta que descanse en ti” (san Agustín). Ese rostro del Dios único y verdadero se nos ha dado a
conocer en el rostro de Cristo, el Verbo hecho carne. El rostro de Cristo es reflejo de la gloria de Dios, Él es
imagen de Dios invisible. Él ve al Padre y nos habla continuamente del Padre. Por eso nos muestra el rostro
de un Padre misericordioso, en la imagen del pastor que busca la oveja perdida. Que te adoren, Señor, todos
los pueblos.
Día 9
Salmo 147, 12-15.19-20
Demos gracias y alabemos al Señor. Glorifiquemos a Dios porque Él se ha convertido en nuestro
Salvador y en nuestro poderoso defensor. No ha hecho nada igual con ninguna otra nación.
De María los discípulos de Cristo reciben el sentido y el gusto de la alabanza ante las obras de Dios:
“Porque ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso” (Lc 1, 49). Nosotros aprendemos estamos en el
mundo para conservar la memoria de estas maravillas y velar en la espera del día del Señor.
Demos gracias y alabemos al Señor, porque por pura voluntad suya Él nos eligió y nos hizo hijos
suyos. Él nos ha manifestado sus caminos para que los sigamos. Más aún: Él mismo, por medio de
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Jesucristo, se ha convertido para nosotros en Camino que nos conduce al Padre. La alabanza es un clamor de
admiración y agradecimiento hacia Dios que siempre nos ama. Demos gracias y alabemos al Señor.
La respuesta que hemos dado al salmo, pues, nos invita a la alabanza y a la acción de gracias,
evocando la presencia de Dios en medio de nosotros, que se ha hecho nuestro prójimo en el misterio de la
Encarnación. Este marco de la Navidad y Epifanía es un marco único para situar todo lo vivido en estos días
con el poso profundo que deja el haber experimentado la fuerza y la ternura de Dios a través los misterios a
través de los cuales se ha hecho uno de nosotros, se ha hecho Emmanuel, Dios con nosotros. Estos misterios
no sólo deben resonar en nuestros oídos, sino ser fielmente meditada en nuestro corazón. Así el Espíritu
Santo nos ayudará para que esa Palabra nos transforme, de tal manera que dé abundantes frutos de salvación
en nosotros.
Día 10
Salmo 149
El Señor es amigo de su pueblo. Dios, Uno y Trino, es nuestro Amigo, que siempre se hace presente
en nuestra vida y que, sin embargo, no se ve, aunque se siente su presencia.
Recordemos de la Noche de Navidad. Recordemos lo que dice el Prefacio de la Nochebuena: A
través de lo visible, hemos llegado al Amor de lo Invisible. Éste es el Misterio luminoso de la Navidad. El
Amigo Invisible se hace visible, para poder decir lo del evangelista san Juan: Lo que hemos visto y oído.
Jesús se hace bebé para que no tengamos miedo a Dios ¿Quién tiene miedo a un recién nacido? ¿Cómo no
enternecerse ante un Niño que reclama ternura? Es hermoso descubrir la cercanía de Dios, que es y será
siempre el Amigo Invisible.
Ese juego del amigo secreto, invisible, que se realiza el 14 de febrero en muchos ambientes, en esa
convivencia, o en una fiesta familiar, es realidad en Jesús, el Amigo Invisible. El amigo Jesús es
incondicional para salir victoriosos en cada asunto de nuestra vida; es el verdadero camino de vuelta al
Hogar. Como decía san Juan de la Cruz: “La mayor presencia de Dios es su Aparente ausencia”.
Él vendrá en la noche para iluminar todas nuestras oscuridades. Él no está lejos nunca. Sólo hay que
acogerlo, y en Él a todos los que, destruidos de la vida, no han descubierto al Amigo Invisible, que se hace
visible en la Noche de la Navidad. El gozo de conocer a Jesús es saber que la Navidad es el adiós a todas
nuestras soledades, pues hemos conocido el Amor.
Sólo el Amigo Invisible, llamado Jesús, nos recuerda el gozo y la alegría de ser cristiano, como una
manera de decir adiós a la soledad, porque Él nos acompaña en todos los caminos de la vida. Sí, El Señor es
amigo de su pueblo. Poseedores del tan buen amigo, vivamos alegres y seguros en Él que nos ama. Demos,
con nuestra vida, un testimonio auténtico de que la obra salvadora de Dios no ha sido inútil en nosotros.
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TIEMPO ORDINARIO
En el año litúrgico, llamamos tiempo ordinario al tiempo que no coincide ni con la Pascua y su
Cuaresma, ni con la Navidad y su Adviento.
Son treinta y tres o treinta y cuatro semanas en el transcurso del año, en las que no se celebra ningún
aspecto particular del misterio de Cristo. Es el tiempo más largo, cuando la comunidad de bautizados es
llamada a profundizar en el Misterio Pascual y a vivirlo en el desarrollo de la vida de todos los días. Por eso
las lecturas bíblicas de las misas son de gran importancia para la formación cristiana de la comunidad. Esas
lecturas no se hacen para cumplir con un ceremonial, sino para conocer y meditar el mensaje de salvación
apropiado a todas las circunstancias de la vida.
El Tiempo Ordinario del año comienza con el lunes que sigue del domingo después del 6 de enero y
se prolonga hasta el martes anterior a la Cuaresma; vuelve a reanudarse el lunes después del domingo de
Pentecostés y finaliza antes del Domingo Primero de Adviento.
Las fechas varían cada año, pues se toma en cuenta los calendarios antiguos que estaban
determinados por las fases lunares, sobre todo para fijar la fecha del Viernes Santo, día de la Crucifixión de
Jesús, a partir de ahí se estructura todo el año litúrgico.
PRIMERA SEMANA
Lunes
Salmo 96
Ángeles del Señor, Adórenlo. En la época de los Padres de la Iglesia se consideraba que la
característica esencial de los ángeles era ser adoradores. Su vida es adoración. Así como los ángeles el alma
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esta llamada a la adoración, a vivir al estilo de los ángeles. En la Natividad y en la epifanía, nos dice el
Evangelio, los pastores y los magos adoraron a Niño redentor del mundo.
En prácticamente cada civilización que ha existido en la tierra, los hombres han manifestado un
deseo insaciable de adorar a Dios. El hombre adora a Dios con los labios, alabándole por lo que es y dándole
las gracias por lo que ha hecho (Ef. 5:19,20). Pero también le adora con todo su ser (cuerpo y mente)
obedeciendo su voluntad (Rom 12:1,2). Dios quiere que todos los hombres le adoren de esta forma.
Adorar a Dios es reconocerlo como nuestro Creador y nuestro Dueño. Es reconocerme en verdad lo
que soy: hechura de Dios, posesión de Dios. Dios es mi Dueño. Yo le pertenezco.
Adorar a Dios, entonces, es tomar conciencia de nuestra dependencia de El y de la consecuencia
lógica de esa dependencia: entregarnos a El y a su Voluntad.
Tú eres mi Creador, yo tu creatura, Tú mi Hacedor, yo tu hechura, Tú mi Dueño, yo tu propiedad.
Aquí estoy para hacer tu Voluntad (Santa Catalina de Siena, Diálogos: Gusté y vi)
Dios quiere que le adoremos “en espíritu y en verdad”. En su conversación con la mujer samaritana
Jesús amablemente enfocó su atención que lo importante no eran los lugares sino la forma de adorar que
debería de ser en espíritu y la verdad (Jn 4:20-24) Y, ¿qué es adorar al Padre en espíritu y en verdad”? Es
reconocer en nuestro interior lo que somos de verdad: hechura de Dios, propiedad de Dios: como hemos
recordado a santa Catalina: “Tú el Hacedor, y yo la hechura”.
Adorar a Dios, entonces, es tomar conciencia de nuestra dependencia de El y de la consecuencia
lógica de esa dependencia: entregarnos a El y a su Voluntad. No tener voluntad propia, sino adherir nuestra
voluntad a la Voluntad de Dios.
Martes
Salmo 8
Diste a tu hijo el mando sobre las obras de tus manos. Con la respuesta al salmo descubrimos
nuestra grandeza frente al universo. A pesar de nuestra pequeñez, Dios nos ha asociado a su dominio sobre
las criaturas, haciéndolo poco inferior a los ángeles. Dios nos hizo a su imagen y semejanza, para que
dominemos sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, sobre los ganados y sobre todas las bestias de la
tierra y sobre cuantos animales se mueven sobre ella. Dios, pues, creó al hombre como vicario suyo y
representante por encima de todos los seres creados. En esto se funda nuestra imagen y semejanza con el
Creador, según la interpretación de los Padres griegos, aunque este poderío y semejanza con lo divino hay
que buscarlo en su naturaleza racional, dotada de las facultades de dominio por excelencia, la inteligencia y
la voluntad.
Diste a tu hijo el mando sobre las obras de tus manos. Esta es la corona de gloria y dignidad por la
que se acerca a lo divino. Como lugarteniente del mismo Dios en la creación, tiene el mando sobre todo lo
creado, pues todo ha sido sometido bajo de sus pies. Esto indica la grandeza espiritual del hombre frente a
todo, a pesar de su insignificancia corporal.
Como declara la constitución pastoral Gaudium et spes del concilio Vaticano II, “el hombre ha sido
creado ‘a imagen de Dios’, capaz de conocer y amar a su Creador, y ha sido constituido por él señor de todas
las criaturas terrenas, para regirlas y servirse de ellas glorificando a Dios” (n. 12).
Señor, dueño nuestro, tú que creaste al hombre y lo coronaste de gloria y dignidad, para que cantara
tu nombre admirable en toda la tierra, haz que, contemplando el cielo y las estrellas, reflexionemos sobre tus
obras y vislumbremos tu eterno poder y tu divinidad; que no seamos necios y, en vez de tributarte la
alabanza y las gracias que mereces, cambiemos tu gloria inmortal por las imágenes mortales, obra de
nuestras manos.
Miércoles
Salmo 104
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El señor nunca olvida sus promesas. Hoy no pocos contemporáneos nuestros, decepcionados por el
fracaso de tantas promesas falsas y de tantos mesianismos terrenos, parecen haber perdido la esperanza y el
verdadero gusto por la vida. Como si ya no se contase con un hacia dónde, con una meta que confiera
finalidad y sentido al camino de la Humanidad
Dios con sus promesas suscita y alimenta la esperanza de los hombres y abre el futuro como un
horizonte. La esperanza es el motor de la vida humana. No podemos vivir sin esperanza. A veces, pequeñas
e inmediatas esperanzas; a veces, grandes proyectos, que ponen en marcha toda la existencia. Esta actitud de
esperanza pertenece a la entraña profunda de la religión cristiana. Desde antiguo, Dios hizo promesas a
nuestros padres que, en la plenitud de los tiempos, ha cumplido enviando a su Hijo único, Jesucristo. Dios
cumple siempre sus promesas. Vale la pena poner en Él nuestra esperanza. “Los que esperan en Él, no
quedarán defraudados”.
Las promesas de Dios se cumplen y se cumplirán para siempre. El reino de Dios se identifica con la
persona de Jesús. Él es el cumplimiento de las promesas de Dios, que han alentado la esperanza de la
Humanidad en la espera de que Dios reine definitivamente. Y Él es el anticipo de lo que Dios hará con toda
la Humanidad, llevándonos a la plenitud de la filiación divina y transformando este mundo en el cielo nuevo
y la tierra nueva.
Lo que Jesús promete, el reino de Dios, es como el negocio turístico, un destino, un lugar donde
finaliza el viaje. Porque aquí hay viaje. ¿Y cuál es el paquete de la oferta? Pues resucitar. Naturalmente, para
resucitar hay que morirse antes. Pero hay que recordar, junto a las promesas, las advertencias. Para entrar en
el reino de Dios, en el Cielo, hay que arrepentirse de todas las fechorías y las barrabasadas que hemos
podido hacer, y sólo con el corazón limpio podremos ver a Dios.
Jueves
Salmo 94
Señor, que no seamos sordos a tu voz. La respuesta que hemos dado al salmo nos ha invitado a
escuchar a Dios, a tenerle como amigo, y a saber escuchar con paciencia y constancia, y sin prisas. ¡Qué
importante es aprender a escuchar la voz de Dios, que habla en las profundidades de cada corazón, aprender
a distinguir su voz en medio de las multitudes de las voces, que no son Dios o que se oponen a Dios.
En nuestro Bautismo, por medio de nuestros padres y padrinos se nos dijo: que el Señor abra tus
oídos para que escuches su Palabra, y tu boca para que la anuncies, igual como Jesús dijo al sordo mudo:
Effetá, Ábrete, para hacernos capaces de escuchar a Dios y para devolvernos la posibilidad de hablarle a Él.
Pero este acontecimiento, el sacramento del Bautismo, no tiene nada de mágico. El Bautismo abre un
camino. Nos introduce en la comunidad de los que son capaces de escuchar y de hablar; nos introduce en la
comunión con Jesús mismo, el único que ha visto a Dios y que, por consiguiente, ha podido hablar de él
(Cfr. Jn 1, 18): mediante la fe, Jesús quiere compartir con nosotros su ver a Dios, su escuchar al Padre y
hablar con Él.
Cuando quieres ponerte en relación con Dios toma este camino: escucha la voz de Cristo, a quien el
Padre ha establecido como maestro del mundo entero. El anuncio de Cristo, del reino de Dios, supone la
escucha de su voz en la voz de la Iglesia.
María, la Madre del Señor, durante toda su vida terrena, fue la mujer de la escucha, la Virgen con el
corazón abierto hacia Dios y hacia los hombres. Que ella nos enseñe escuchar la Palabra de Cristo, a
encontrarnos con Él, que es la Palabra, con su propia vida, y acogerla, como prenda de vida eterna.
Viernes
Salmo 77
No olvidemos las hazañas del Señor. ¿Cuáles ‘hazañas’? Son innumerables las ‘hazañas’ que Dios ha
realizado en la historia de los hombres. Pero la ‘hazaña’ más grande de todas es, ciertamente, la resurrección
de Jesucristo, de la que nació el pueblo nuevo al que pertenecemos.
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“Recuerdo las proezas del Señor; sí, recuerdo tus antiguos portentos” (Sal 76, 12). Profesar la fe en
las obras de salvación del pasado lleva a la fe en lo que es el Señor constantemente y, por tanto, también en
el tiempo presente. “Dios mío, tus caminos son santos: (...) Tú eres el Dios que realiza maravillas” (vv. 1415). Así el presente, que parecía un callejón sin salida y sin luz, queda iluminado por la fe en Dios y abierto
a la esperanza.
Todo el que esté preocupado solo por su propia gloria no puede percibir las hazañas gloriosas de
Dios. Todo el que se preocupa solo de sus propios planes no puede reconocer el plan de Dios. Tal persona
no tiene temor de Dios sino que se ha puesto a sí misma en el centro del escenario. Por eso, finalmente, se
queda ahí de pie con las manos vacías.
María no alaba su propia grandeza y fuerza, sino de la grandeza de Dios, su Padre, la grandeza del
Dios de Abraham, Isaac y Jacob. Ella canta el canto del pueblo de Dios.
Enséñame a mirar las obras de Dios, a decir que él es santo, a no olvidar su misericordia, a confiar en
Dios Padre. No olvidemos las hazañas del Señor
Sábado
Salmo 18
Tú tienes, Señor, palabras de vida eterna. Estas palabras con que hemos respondido al salmo, nos
recuerdan las palabras de Pedro, en el diálogo con Cristo al final del discurso del Pan de vida, nos afectan
personalmente. Si hoy estamos aquí es porque nos vemos reflejados en la afirmación del apóstol Pedro:
Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna (Jn 6,68).
Sólo Cristo tiene palabras que resisten al paso del tiempo y permanecen para la eternidad. Sólo Jesús
de Nazaret, el Hijo de Dios y de María, el Verbo eterno del Padre, que nació hace dos mil años en Belén de
Judá, puede satisfacer las aspiraciones más profundas del corazón humano. En la pregunta de Pedro: ¿A
quién vamos a acudir? está ya la respuesta sobre el camino que se debe recorrer. Es el camino que lleva a
Cristo. Y el divino Maestro es accesible personalmente: en el sacrificio eucarístico podemos entrar en
contacto, de un modo misterioso pero real, con su persona, acudiendo a la fuente inagotable de su vida de
Resucitado.
Ésta es la maravillosa verdad: el Verbo, que se hizo carne hace dos mil años, está presente en la
Eucaristía. La Eucaristía es el sacramento de la presencia de Cristo que se nos da porque nos ama. Él nos
ama a cada uno de nosotros de un modo personal y único en la vida concreta de cada día: en la familia, entre
los amigos, en el estudio y en el trabajo, en el descanso y en la diversión. Nos ama cuando llena de frescura
los días de nuestra existencia y también cuando, en el momento del dolor, permite que la prueba se cierna
sobre nosotros; también a través de las pruebas más duras, Él nos hace escuchar su voz. Tú tienes, Señor,
palabras de vida eterna.
SEGUNDA SEMANA
Lunes
Salmo 109
Tú eres sacerdote para siempre. “Sólo Cristo es el verdadero sacerdote; los demás son ministros
suyos”. El sacramento que hemos recibido quienes somos sacerdotes es participación del único sacerdocio
de Cristo, a quien celebramos como el sumo y eterno sacerdote.
Sin este sacramento, la iglesia simplemente no podría existir: no habría quien perdonara los pecados,
reconciliara a los hombres con Dios y consagrara la Eucaristía, el pan de la vida eterna.
El Catecismo de la Iglesia nos explica que “el sacramento del orden sacerdotal otorga una efusión
especial del Espíritu Santo, que configura con Cristo al ordenado en su triple función de sacerdote, profeta y
rey, según los respectivos grados del sacramento. La ordenación confiere un carácter espiritual indeleble:
por eso no puede repetirse ni conferirse por un tiempo determinado” (335).
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En efecto, a diferencia del matrimonio, que une a los cónyuges “hasta que la muerte los separe”, el
sacerdote es “para siempre”: incluso después de la muerte, sea cual sea su destino, seguirá siendo sacerdote.
El sacerdote, como cooperador del orden episcopal, es consagrado para predicar el Evangelio,
celebrar el culto divino, sobre todo la Eucaristía, de la que saca fuerza todo su ministerio, y convertirse en el
pastor de los fieles. Por eso es que la tradición cristiana, desde los primeros tiempos, ha utilizado el título de
“padre” para referirse al sacerdote.
Martes
Salmo 110
El señor se acuerda siempre de su alianza. En Su gran amor, Dios ha permanecido fiel desde el
primer tiempo. La fidelidad de Dios es eterna y perfecta. Los Salmos testifican lo inmenso que es el amor
del Señor con nosotros su pueblo. Dice en el Salmo 36:6 “Señor, tu amor está sobre los cielos y tu fidelidad
pasa las nubes.” Más allá de lo que alcanza tu mirada, más infinito que el universo es la fidelidad y el amor
que tu Dios tiene por ti.
Es imposible que Dios deje de ser fiel. Dios es siempre fiel a pesar de nuestras fallas. Dice en 2
Timoteo 2:13 “Si somos infieles, él permanece fiel, pues no puede desmentirse a sí mismo.” Dios no puede
dejar de ser lo que El es. El no puede dejar de amarte, no importa cuan grande sea tu pecado y tu falta. Tan
grande es Su misericordia. El Salmo 89:31 dice “Si sus hijos abandonan Mi ley y no andan según Mis
decisiones, si profanan Mis preceptos y no guardan Mis mandamientos, castigaré a varillazos su pecado y
con golpes su falta; pero Mi amor no se lo quitaré ni renegaré de Mi fidelidad. No romperé Mi alianza ni
cambiaré lo que salió de Mis labios.” Y aún mas claro nos dice San Pablo en Romanos 3: 3 “Es verdad que
algunos de ellos no le respondieron, pero ¿hará su infidelidad que Dios no sea fiel? ¡Ni pensarlo!”.
En nuestro Señor Jesús tenemos la confirmación de la fidelidad de Dios. Jesús es la encarnación de la
alianza que el Padre formó con nosotros. A pesar de nuestros pecados, el Amor de Dios es fiel a Su promesa
de que algún día volveríamos a gozar de Su presencia en el paraíso. Dice en Romanos 15:8 “Entiéndanme:
Cristo se puso al servicio del pueblo judío para cumplir las promesas hechas a sus padres, porque Dios es
fiel.” El Sacrificio de Jesús en la Cruz es la respuesta más poderosa de la fidelidad de Dios. Jesús, verdadero
Dios y verdadero Hombre, nos reconcilió con Dios y cumplió la pena y el castigo de nuestra infidelidad. En
Juan 19:30 nos dice, “Jesús probó el vino y dijo ‘Todo esta cumplido.’ Después inclinó la cabeza y entregó
el espíritu.”
Gracias Señor Jesús por ser siempre fiel a Tus promesas, especialmente a la de estar siempre con
nosotros. Que Tu presencia misericordiosa nos mueva a caminar en fe confiando en Tu eterno amor y
fidelidad. “Mi fidelidad y mi amor lo acompañarán, mi Nombre le asegurará la victoria.” (Sal 89:25).
Miércoles
Salmo 109
Tú eres sacerdote para siempre. “Todas las prefiguraciones del sacerdocio de la Antigua Alianza
encuentran su cumplimiento en Cristo Jesús, ‘único mediador entre Dios y los hombres’ (1Tim 2,5).
Melquisedec, ‘sacerdote del Altísimo’ (Gn 14,18), es considerado por la Tradición cristiana como una
prefiguración del sacerdocio de Cristo, único ‘Sumo Sacerdote según el orden de Melquisedec’ (Hb 5,10;
6,20), ‘santo, inocente, inmaculado’ (Hb 7,26), que, ‘mediante una sola oblación ha llevado a la perfección
para siempre a los santificados’ (Hb 10,14), es decir, mediante el único sacrificio de su Cruz”. (Catecismo de
la Iglesia Católica, 1544)
“El sacrificio redentor de Cristo es único, realizado una vez por todas. Y por esto se hace presente en
el sacrificio eucarístico de la Iglesia. Lo mismo acontece con el único sacerdocio de Cristo: se hace presente
por el sacerdocio ministerial sin que con ello se quebrante la unicidad del sacerdocio de Cristo: ‘Y por eso
sólo Cristo es el verdadero sacerdote; los demás son ministros suyos, S. Tomás de A., Hebr. 7,4” (Catecismo
de la Iglesia Católica, 1545).
36
“Cristo, sumo sacerdote y único mediador, ha hecho de la Iglesia ‘un Reino de sacerdotes para su
Dios y Padre’ (Ap 1, 6; cf Ap 5, 9-10; 1 P 2, 5. 9.). Toda la comunidad de los creyentes es, como tal,
sacerdotal. Los fieles ejercen su sacerdocio bautismal a través de su participación, cada uno según su
vocación propia, en la misión de Cristo, Sacerdote, Profeta y Rey. Por los sacramentos del Bautismo y de la
Confirmación los fieles son ‘consagrados para ser... un sacerdocio santo’ (LG 10)” (Catecismo de la Iglesia
Católica, 1546).
“El sacerdocio ministerial o jerárquico de los obispos y de los presbíteros, y el sacerdocio común de
todos los fieles, ‘aunque su diferencia es esencial y no sólo en grado, están ordenados el uno al otro; ambos,
en efecto, participan, cada uno a su manera, del único sacerdocio de Cristo’. ¿En qué sentido? Mientras el
sacerdocio común de los fieles se realiza en el desarrollo de la gracia bautismal (vida de fe, de esperanza y
de caridad, vida según el Espíritu), el sacerdocio ministerial está al servicio del sacerdocio común, en orden
al desarrollo de la gracia bautismal de todos los cristianos. Es uno de los medios por los cuales Cristo no
cesa de construir y de conducir a su Iglesia. Por esto es transmitido mediante un sacramento propio, el
sacramento del Orden” (Catecismo de la Iglesia Católica, 1547).
El ministro posee en verdad el papel del mismo Sacerdote, Cristo Jesús. Si, ciertamente, aquél es
asimilado al Sumo Sacerdote, por la consagración sacerdotal recibida, goza de la facultad de actuar por el
poder de Cristo mismo a quien representa (Pío XII, enc. Mediator Dei).
Jueves
Salmo 39
Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad. Esta respuesta al salmo nos trae espontánea a la mente la
respuesta de María a Dios por medio del Ángel: He aquí la esclava del Señor (Lc 1, 38). Son las palabras del
Verbo al entrar en el mundo, y las de María que acoge su anuncio.
“Cuando Cristo entró en el mundo dijo: Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado
un cuerpo; no aceptas holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije lo que está escrito en el libro:
Aquí estoy, ¡Oh Dios!, para hacer tu voluntad” (Heb 10, 5, ss).
Aquí estoy, ¡oh Dios!, para hacer tu voluntad. Esta obediencia de Cristo fue por amor a su Padre y
por nosotros los hombres y por nuestra salvación. Jesús bajó del cielo para hacer subir allá arriba con pleno
derecho al hombre, y, haciéndolo hijo en el Hijo, para restituirlo a la dignidad perdida con el pecado. Vino
para llevar a cumplimiento el plan originario de la Alianza.
Digámosle también nosotros: Aquí estoy, vengo a hacer tu voluntad. Estemos disponibles a la acción
del Verbo, que quiere salvar al mundo también mediante la colaboración de cuantos hemos creído en El. La
cruz de Cristo nos da la fuerza para ello, la obediencia de María nos da el ejemplo. No nos echemos atrás.
No nos avergoncemos de nuestra fe. Seamos astros que brillan en el mundo, luz que atrae, calor que
persuade. Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad.
Viernes
Salmo 84
Muéstranos, Señor, tu misericordia. Dulce es el nombre de misericordia… Es la misericordia que
Dios Padre nos da a través de Jesucristo Su Hijo. (II.39); es válido asentar que es el atributo mas grande de
Dios. La misericordia es el fruto del amor, y del amor de Dios no hay quien pueda dudar.
Nuestro Señor Jesucristo sobre su Divina Misericordia, dijo a Santa Faustina Kowalska:
Has de saber, hija Mía, que Mi Corazón es la Misericordia Misma. De este mar de misericordia las
gracias se derraman sobre el mundo entero.
Ningún alma que se haya acercado a Mí, se ha retirado sin consuelo. Toda miseria se hunde [en]
Mi misericordia y de este manantial brota toda gracia salvadora y santificante. Hija Mía, deseo que tu
corazón sea la sede de Mi misericordia. Deseo que esta misericordia se derrame sobre el mundo entero a
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través de tu corazón. Cualquiera que se acerque a ti, no puede retirarse sin confiar en esta misericordia mía
que tanto deseo para las almas.
Reza, cuanto puedas, por los agonizantes, impetra para ellos la confianza en Mi misericordia,
porque son ellos los que más necesitan la confianza quienes la tienen muy poca. Has de saber que la gracia
de la salvación eterna de algunas almas en el último momento dependió de tu oración.
Tú conoces todo el abismo de Mi misericordia, (129) entonces recoge de ella para ti y especialmente
para los pobres pecadores.
Nos dice Jesús: No tengas miedo, alma pecadora, de tu Salvador; Yo soy el primero en acercarme a
ti, porque sé que por ti misma no eres capaz de ascender hacia Mí. No huyas hija, de tu Padre; desea hablar a
solas con tu Dios de la Misericordia que quiere decirte personalmente las palabras de perdón y colmarte de
Sus gracias. Oh, cuánto Me es querida tu alma. Te he asentado en Mis brazos. Y te haz grabado como una
profunda herida en Mi Corazón.
Su misericordia es tan grande, que nunca seremos capaces de comprenderla; es como un océano que
no tiene fondo. ¡Pero qué difícil es perdonar cuando alguien nos ha herido! Por eso santa Faustina escribió:
Santa Faustina escribió: “Quien sabe perdonar, se prepara muchas gracias de parte de Dios.
Sábado
Salmo 46
Entre voces de júbilo, Dios asciende a su trono. Dios está sentado sobre su trono en el cielo. Sobre
todo el universo, y el Cordero degollado está de pie junto al trono de Dios, recibiendo “alabanza, honor,
gloria y potencia por los siglos de los siglos” (Ap 5,13).
Aparece con tonos solemnes y dramáticos un cordero, como degollado, rodeado de los cuatro
vivientes y de los veinticuatro ancianos, y es el único capaz de presentarse ante el trono de la Majestad de
Dios y abrir los sellos del libro sagrado. Entonces todos los ancianos y miles y miles de la corte celestial se
postran delante del cordero para tributarle honor, gloria y adoración por los siglos (Ap 5, 2-9.13).
Santa margarita Escribe Margarita: “El divino Corazón se me presentó en un trono de llamas, mas
brillante que el sol, y transparente como el cristal, con la llaga adorable, rodeado de una corona de espinas y
significando las punzadas producidas por nuestros pecados, y una cruz en la parte superior...”.
“La salvación viene de nuestro Dios, que se sienta en el trono, y del Cordero”. San Juan nos dice que
había una multitud tan grande que nadie no la habría podido contar. Eran gentes de todas las naciones,
tribus, pueblos y lenguas. Permanecían de pie delante del trono y delante del Cordero, vestidos de blanco y
con palmas en las manos; aclamaban a gritos: La victoria pertenece a nuestro Dios, que está sentado en el
trono, y al Cordero.
Dios reina sobre las naciones, Dios se sienta en su trono sagrado” (Sal 46.47, 8-9). Sí, todas las
criaturas piden a Dios que esté con ellas como Creador y Señor. Su Reino es el “Reino de la Verdad y la
Vida, el Reino de la Santidad y la Gracia, el Reino de la Justicia, el Amor y la Paz” (Solemnidad de Cristo
Rey, Prefacio).
TERCERA SEMANA
Lunes
Salmo 95
Cantemos la grandeza del Señor. María nos enseña a proclamar la grandeza del Señor porque ha
hecho maravillas. La bienaventurada Virgen María empleó estas palabras para responder al saludo de su
prima santa Isabel, en realidad reconociendo así las ‘grandes cosas’ que el Señor obró en ella.
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María exulta en su alegría. Reconoce su pequeñez y su grandeza. El Señor ha hecho en mí cosas
grandes. Y su alegría brota mansa, pero incontenible. Pequeñez humana y grandeza divina. “Soy un pobre
ser, en el que Dios ha hecho cosas grandes”, reconocen los santos. Cantemos la grandeza del Señor.
“Proclama mi alma la grandeza del Señor”, se alegra mi espíritu en Dios mi salvador. Con estas
palabras, María reconoce en primer lugar los dones singulares que le han sido concedidos, pero alude
también a los beneficios comunes con que Dios no deja nunca de favorecer al género humano. Proclama la
grandeza del Señor el alma de aquel que consagra todos sus afectos interiores a la alabanza y al servicio de
Dios y, con la observancia de los preceptos divinos, demuestra que nunca echa en olvido las proezas de la
majestad de Dios.
Porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí: su nombre es santo. No se atribuye nada a sus
méritos, sino que toda su grandeza la refiere a la libre donación de aquel que es por esencia poderoso y
grande, y que tiene por norma levantar a sus fieles de su pequeñez y debilidad para hacerlos grandes y
fuertes.
María, como portadora de la Palabra de Salvación que le ha dado Dios, reconoce la grandeza del
proyecto de Dios en ella y en su pueblo. Y es que la lógica de Dios que se manifiesta en las palabras de
María, es la de un Dios que se inclina para ver hacia abajo, para ver la pequeñez de la esclava, de los
humildes, de los hambrientos; la de un Dios que elige a un pueblo pequeño y sencillo; para hacer de la
pequeñez la fuerza del Reino de Dios. Tal es la lógica de Dios que se nos anuncia hoy en las palabras de la
respuesta al salmo, tomando como modelo a María; es un llamado a asumir el seguimiento de Jesús desde
donde él quiso estar, desde los más pequeños y sencillos.
Martes
Salmo 39
Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad. La perfecta conformidad con la voluntad divina es uno de
los principales medios de santificación. Escribe Santa Teresa: “Toda la pretensión de quien comienza
oración (y no se olvide esto, que importa mucho) ha de ser trabajar y determinarse y disponerse, con cuantas
diligencias pueda, a hacer su voluntad conforme con la de Dios..., y en esto consiste toda la mayor
perfección que se puede alcanzar en el camino espiritual. Quien más perfectamente tuviera esto, más recibirá
del Señor y más adelante está en este camino. No penséis que hay aquí más algarabías ni cosas no sabidas y
entendidas; que en esto consiste todo nuestro bien”.
Toda la vida de Cristo sobre la tierra consistió en cumplir la voluntad de su Padre celestial. “Al entrar
en el mundo dije: He aquí que vengo para hacer, Dios mío, tu voluntad” (cf. Hebr. 10, 5-7). Durante su vida
manifiesta continuamente que está pendiente de la voluntad de su Padre celestial: “Me conviene estar en las
cosas de mi Padre” (Lc. 2, 49); “Yo hago siempre lo que a Él le agrada” (Jn 8, 29); “Ésta es mi comida y mi
bebida” (Jn. 4, 34); “Éste es el mandato que he recibido de mi Padre” (Jn. 10, 18); “No se haga mi voluntad,
sino la tuya” (Lc. 22, 42).
Hay que conformarse, ante todo, con la voluntad de Dios, aceptando con rendida sumisión y
esforzándose en practicar con entrañas de amor todo lo que Dios ha manifestado que quiere de nosotros a
través de los preceptos de Dios y de la Iglesia.
El que está unido a la divina voluntad disfruta, aun en este mundo, de admirable y continua paz. “No
se contristará el justo por cosa que le acontezca” (Prov. 12, 21), porque el alma se contenta y satisface al ver
que sucede todo cuanto desea; y el que sólo quiere lo que quiere Dios, tiene todo lo que puede desear, puesto
que nada acaece sino por efecto de la divina voluntad.
Miércoles
Salmo 109
Tú eres sacerdote para siempre. Jesucristo sacerdote para siempre, ya ha cumplido de una vez para
siempre, en la cruz, ese sacerdocio, venciendo a la muerte y resucitando, para volver a los Cielos, y darnos
39
vida eterna que compartir con Él. Para ello era necesario que fuéramos transformados, en un nuevo ser,
nacido de nuevo, con una nueva mente y nuevo cuerpo espiritual que viva y disfrute de la presencia de Dios.
El hombre ha recibido de Dios la capacidad de ser sacerdote: Cristo es el verdadero y único
sacerdote, los demás son ministros suyos. (S. Tomás de A., Hebr. 7,4). Jesucristo, el Maestro, hace la
invitación a algunos de entre el pueblo para que sacrifiquen su propia vida cada día mediante la entrega por
otros, a semejanza de suya. Cristo nos pide que compartamos con Él, ese yugo que Él lleva, para ‘interceder’
por los hombres.
Jesús es el sumo sacerdote que, verdaderamente, puede sentir justa compasión por nosotros, dado que
pagó con ‘con grandes gritos y lágrimas’ su solidaridad con nosotros y ‘aprendió a obedecer a través del
sufrimiento’. Por eso permanece ahora siempre vivo en presencia del Padre como memorial santo y
agradable a Dios por todos nosotros.
Jesucristo es el camino para acceder al corazón del Padre, con la certeza de que seremos escuchados
más allá de nuestro deseo. En efecto, no sólo él nos representa a todos ante Dios, sino que es también la
presencia viva de Dios en medio de los hombres, es el Esposo que nos hace sentar a cada uno de nosotros en
su banquete de alegría y de fiesta, porque ahora está con nosotros para siempre, hasta el final de los días.
Jesús puede salvar definitivamente a los que por medio de él se acercan a Dios, porque vive siempre
para interceder en su favor. En efecto, Jesús se presenta ante Dios, y entre Él y el hombre, para interceder,
con su sacerdocio para siempre, en el Cielo, por nosotros. Sí, Jesucristo está siempre dispuesto para
interceder por todo aquel que se allega al él con todo el corazón. Él es sacerdote para siempre.
Jueves
Salmo 23
Busquemos a Dios, nuestro Señor. Nos cansemos jamás de buscar a nuestro Señor: Él es la fuente del
amor, la comprensión, la generosidad y de la paz. El amor de Dios brota como un ojo de agua que derrama
el agua cristalina a borbotones, llevando un caudal impresionante y convirtiéndose en un río majestuoso.
Cristo es el camino, la verdad y la vida. El nos conduce a un Padre amoroso que está siempre esperándonos.
Jesús es la luz del mundo, El es la luz de cada hombre que ha venido a la existencia porque El es el
Hijo del Dios Vivo, por eso el Padre Celestial le ha concedido todo poder y autoridad a El quien es también
nuestro Señor y Salvador.
“Mientras miremos arriba y descubramos el rostro de un Dios que es Padre, que nos ha dado la vida
porque nos ama y espera que nosotros la vivamos en plenitud, comenzaremos a darle un sentido y un valor
muy grande a nuestra vida, pero naturalmente hay que tener fe y voluntad. Por tanto, busquemos al Señor en
estos tiempos de tantas dificultades y preocupaciones”.
Pero no olvidemos que encontrarnos con el Señor significa ser capaces de descubrir en nuestro
interior lo que Dios quiere y busca para nosotros. El encuentro con el Señor no es otra cosa sino la capacidad
que tengamos en nuestra alma de reconocer la presencia de Dios, y por lo tanto, la obediencia a su ley en
nuestro corazón.
Para ello busquemos vivir esa experiencia de Dios constante en todos los momentos de nuestra vida,
y como decía su santidad Benedicto XVI: “Busquemos a Jesús, dejémonos atraer por su luz que disipa la
tristeza y el miedo del corazón…; acerquémonos con confianza”.
Viernes
Salmo 36
La Salvación del justo es el Señor. “Un hombre justo es un hombre feliz”. El hombre feliz pone su
esperanza en el Señor y no fija su mirada sobre la vanidad y sobre las engañosas locuras, evitando así las
inmundicias. Hablándose a sí mismo, se consuela con estas palabras: Mi heredad es el Señor, ha dicho mi
alma; por esto lo esperaré. El Señor es bueno con aquellos que esperan en Él. Está bien esperar en el silencio
la salvación de Dios.
40
El hombre justo es el esclavo generoso del deber, el justo es el hombre que ama el bien y odia el mal
y en ese amor se bonifica y perfecciona, porque el hombre es aquello mismo que ama, tierra o cielo, y hasta
Dios, si Dios está en medio de su corazón, por eso hemos cantado: La Salvación del justo es el Señor.
El hombre justo no es aquel que no comete ninguna injusticia, si no el que pudiendo ser injusto no
quiere serlo. La salvación nos viene, no de nuestras fuerzas o méritos, sino del don de Cristo muerto y
resucitado por nosotros. Todo viene de que Dios nos reconcilió consigo mediante Cristo. Pero el hombre
debe cooperar también activamente en el proceso de su salvación. Se trata de una fe que es activa en el amor
y entonces el cristiano no puede ni debe quedarse sin obras.
La Iglesia cree que Cristo da a todo hombre, por su Espíritu, la capacidad de alcanzar la plenitud de
su vida, y que no hay bajo el cielo otro nombre del cual podamos esperar la salvación definitiva (cf. Hch 4,
12). Cree que Cristo, muerto y resucitado, es la clave, el centro y el fin de toda la historia humana; cree
también que en Él, ‘que es el mismo ayer, hoy y siempre’ (Heb 13, 8), tienen su último fundamento todas las
cosas (cf. Heb 13, 8). En consecuencia, la Iglesia y los cristianos nos sentimos obligados a anunciar a todos
el misterio salvador de Jesucristo para iluminar su vida y colaborar al bien de la sociedad y a la solución de
los más hondos problemas de nuestro tiempo. La Salvación del justo es el Señor.
Podemos abrirnos nosotros mismos y abrir el mundo para que entre Dios: la verdad, el amor y el
bien. Es lo que han hecho los santos que, como colaboradores de Dios, han contribuido a la salvación del
mundo (cf. 1Co 3, 9; 1Ts 3, 2). Como cristianos, nunca deberíamos preguntarnos solamente: ¿cómo puedo
salvarme yo mismo? Deberíamos preguntarnos también: ¿qué puedo hacer para que otros se salven y para
que surja también para ellos la estrella de la esperanza? Entonces habremos hecho el máximo también por
nuestra salvación personal. La Salvación del justo es el Señor.
Sábado
Salmo Lc 1
Bendito sea el Señor, Dios de Israel. La bendición dirigida por el hombre a Dios es igual que
alabanza, adoración, acción de gracias, invocación, hacia Él; y la bendición que procede de Dios al hombre y
sus cosas, significa el favor divino, los dones y beneficios de Dios.
Bendito sea Dios... que nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bienes. La respuesta al
evangelio de san Lucas, que se nos ha ofrecido como salmo responsorial, nos invita a bendecir a Dios que
nos ha salvado por Cristo y en su Espíritu hemos sido enriquecidos con sus dones.
Estamos llamados a bendecir al Señor en todo tiempo: cuando las circunstancias son favorables, y en
los momentos difíciles. Si nos elevamos por encima de las circunstancias, podremos alabar al Señor siempre.
No olvidemos que bendecir a Dios se convierte en bendición para quienes lo bendicen.
De hecho, cuando el hombre deja de bendecir a Dios y obedecerlo es como se rompe el diálogo y la
bendición divina, y no realiza su efecto en nosotros. La bendición se cambia, a pesar de Dios, en maldición,
como dijo Jesús a sus discípulos: “Al entrar en una casa salúdenla, bendíganla, invocando la paz sobre ella...
si no los quieren recibir, si es indigna, que esa paz, vuelva a ustedes., sacudan el polvo de sus pies en
testimonio contra ella”.
La bendición recibida de Dios nos anima a nosotros a bendecir a Dios: “Bendito sea Dios, Padre de
nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales...” (Ef 1, 3-4).
Esta es la respuesta del hombre a los dones de Dios: Porque Dios bendice, el corazón del hombre puede
bendecir a su vez a Aquel que es fuente de toda bendición.
CUARTA SEMANA
Lunes
Salmo 23
41
Si el Señor es el rey de la gloria, la gloria de Dios es la gloria del hombre, es decir, la gloria del
hombre es Dios. El rostro de Cristo es reflejo de la gloria de Dios, Él es imagen de Dios invisible. Él ve al
Padre y nos habla continuamente del Padre.
Este único Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo ha querido poner su tienda en el corazón de cada
hombre, ha puesto su morada en el alma inundada por la gracia de Dios. Desde lo más hondo del corazón
humano, el hombre está llamado a adorar a Dios, a participar de lo gloria de Dios. Cada uno de nosotros ha
sido creado para ser hijo de Dios y alcanzar, a través de la peregrinación de este mundo, la Patria celestial, la
gloria de Dios.
Nuestras entrañas tienen sed, la sed del Dios vivo, de la vida eterna que no pasa. “La semilla de la
eternidad que lleva en sí –el hombre–, al ser irreductible a la sola materia, se rebela contra la muerte». El
alma inmortal, la forma de nuestro cuerpo, anhela la resurrección y la vida eterna.
San Ignacio de Loyola expresará esta verdad fundamental del hombre en la meditación primera de
sus Ejercicios Espirituales, con una fórmula ya clásica: “El hombre es criado para alabar, hacer reverencia y
servir a Dios nuestro Señor, y mediante esto salvar su alma”. La gloria de Dios es la finalidad del hombre.
Esta vocación del hombre, que podría aparecer truncada por el pecado del principio, quedó rescatada y
restituida por la promesa cumplida del Salvador, el Hijo de Dios hecho hombre, muerto y resucitado por
nosotros.
Dios ha creado al hombre para hacerlos partícipe de su designio de amor y de vida, de gloria y
felicidad eternas. “La gloria de Dios es que el hombre viva, y la vida del hombre es la visión de Dios” (san
Ireneo). En efecto, si la revelación de Dios a través de la creación es causa de vida para todos los seres que
viven en la tierra, mucho más lo será la manifestación del Padre por medio del Verbo para los que ven a
Dios. El Señor es el rey de la gloria y la gloria del hombre es Dios.
Martes
Salmo 21
Alaben al señor los que lo buscan. Al respecto san Agustín (Confesiones: Libro 1, 1, 1-2, 2; 5, 5) se
dirige así a Dios: “Grande eres, Señor, y muy digno de alabanza; eres grande y poderoso, tu sabiduría no
tiene medida”.
Y continúa diciendo: “El hombre, parte de tu creación, desea alabarte, este hombre que arrastra
consigo su condición mortal, la convicción de su pecado y la convicción de que tú resistes a los soberbios.
Este hombre, parte de tu creación, desea alabarte. De ti proviene esta atracción a tu alabanza, porque
nos has hecho para ti, y nuestro corazón no halla sosiego hasta que descansa en ti.
Haz, Señor, que llegue a saber y entender qué es primero, si invocarte o alabarte, qué es antes,
conocerte o invocarte. Pero, ¿quién podrá invocarte sin conocerte? Pues el que te desconoce se expone a
invocar una cosa por otra. ¿Será más bien que hay que invocarte para conocerte? Pero, ¿cómo van a invocar
a aquel en quien no han creído? Y ¿cómo van a creer sin alguien que proclame? A Dios alaban quienes lo
buscan, y lo buscan estando Dios en ellos. Alaben al señor los que lo buscan.
Alabarán al Señor los que lo buscan. Porque los que lo buscan lo encuentran y, al encontrarlo, lo
alaban. Haz, Señor, que te busque invocándote, y que te invoque creyendo en ti, ya que nos has sido
predicado. Te invoca, Señor, mi fe, la que tú me has dado, la que tú me has inspirado por tu Hijo hecho
hombre, por el ministerio de tu predicador.
Alaben al señor los que lo buscan, porque los que le buscan lo encuentran, y, al encontrarlo, lo
alaban. Haz, Señor, que te busque invocándote, y que te invoque creyendo en ti, ya que nos ha sido
predicado. Te invoca, Señor, mi fe, la que tú me has dado, la que tú me has inspirado por tu Hijo hecho
hombre.
Miércoles
Salmo 102
42
El Señor es bueno, el Señor nos ama. “Fuimos amados -enseña San Agustín- cuando todavía le
éramos desagradables, para que se nos concediera algo con que agradarle”. En otro lugar, comenta el Santo:
“Oye cómo fuiste amado cuando no eras amable; oye cómo fuiste amado cuando eras torpe y feo; antes, en
fin, de que hubiera en ti cosa digna de amor. Fuiste amado primero para que te hicieras digno de ser amado”.
San Agustín también afirma: El amor con que Dios nos ama..., es incomprensible e inmutable... No
comenzó a amarnos cuando fuimos reconciliados por la sangre de su Hijo..., sino que nos amó desde antes
de la creación del mundo...
Por esto, “cuando nos dirigimos al Padre en oración, levantamos los ojos a El, nuestro corazón se
inflama y se apasiona porque nos dirigimos a quien más nos ama, y decimos tiernamente “Padre”, porque
somos sus hijos, el nos ha creado, somos de su patrimonio…”
Todo lo que hacemos por el Señor es sólo una pequeñez ante la iniciativa divina. “Dios nos ama... Y
el Apóstol Juan escribe: “amemos, pues, a Dios, ya que Dios nos amó primero”. Por si fuera poco, Jesús se
dirige a cada uno de nosotros, a pesar de nuestras innegables miserias, para preguntarnos como a Pedro:
“Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?”...
San agustín en otros pensamientos nos dice: ¡Ordena tu amor! Mira a tu interior..., no sea que ames
lo que no debes, o no ames lo que debes amar... ¡Ordena tu amor! No sea que ames más lo que debes amar
menos o ames menos lo que debes amar más...
Por esto, el Santo en otro lugar nos dice: Dios es caridad, y quien permanece en la caridad,
permanece en Dios. Ama, pues, al prójimo..., y en él verás a Dios...
Y nos habla también del beneficio que trae el ordenamiento del amor: Bienaventurado es, Señor, el
que te ama a Ti, al amigo en Ti, y al enemigo por Ti...
Si Dios es amor..., ama a Dios el que ama el amor..., y ama al amor el que ama al hermano...Cuando
amamos al hermano con amor verdadero..., le amamos con un amor que viene de Dios...
Y el que no ama al hermano, no está en el amor..., y el que no está en el amor no está en Dios porque
Dios es amor...
Ama, y haz lo que quieras, dice San Agustín Si callas, callarás con amor. Si gritas, gritarás con amor.
Si corriges, corregirás con amor. Si perdonas, perdonarás con amor. Si está dentro de ti la raíz del amor,
ninguna otra cosa sino el bien podrán salir de tal raíz.
Jueves
Salmo 123
Nuestra ayuda es invocar al Señor. Nos adentramos en la respuesta, que hemos dado al salmo con el
pensamiento de san Agustín (Confesiones Libro 1 c 1): Señor, concédeme saber qué es primero: si invocarte
o alabarte; o si antes de invocarte es todavía preciso conocerte.
Pues, ¿quién te podría invocar cuando no te conoce? Si no te conoce bien podría invocar a alguien
que no eres tú.
¿O será, acaso, que nadie te puede conocer si no te invoca primero? Más por otra parte: ¿Cómo te
podría invocar quien todavía no cree en ti; y cómo podría creer en ti si nadie te predica?
Alabarán al Señor quienes lo buscan; pues si lo buscan lo habrán de encontrar; y si lo encuentran lo
habrán de alabar.
Haz pues, Señor, que yo te busque y te invoque; y que te invoque creyendo en ti, pues ya he
escuchado tu predicación. Te invoca mi fe. Esa fe que tú me has dado, que infundiste en mi alma por la
humanidad de tu Hijo, por el ministerio de aquel que tú nos enviaste para que nos hablara de ti. ¿Quién eres
pues tú, Dios mío, y a quién dirijo mis ruegos sino a mi Dios y Señor? Nuestra ayuda es invocar al Señor.
Viernes
Salmo 26
43
El Señor es mi luz y mi salvación. Esta metáfora se usa frecuentemente para indicar beneficio,
protección o favor, y diría lo mismo que salvación o ayuda y defensa. La fraseología semítica habla de la luz
de Dios o de la iluminación de su rostro para indicar la divina protección.
El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? (Salmo 26, 1). Cristo es revelado como luz,
sobre todo en el Evangelio de San Juan. El Verbo era la luz verdadera, que al venir a este mundo ilumina a
todo hombre (Juan 1, 9). Jesús mismo lo proclama: Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en
tinieblas, sino que tendrá la luz de la Vida (Juan 8, 12; cf. 9, 5; 12, 46).
La salvación es una aurora de luz, el portador de la misma -cuyo nombre es “Dios salva”: Jesúshubo de ser la amanecida de la luz en nuestra tierra. Durante su jornada humana el Padre iluminó su camino,
garantizando su seguridad personal. Cuando las oscuridades le rodearon en la cruz, puso su confianza en la
luz indefectible: “Padre, en tus manos pongo mi vida”. El Dios que dijo “brille la luz del seno de las
tinieblas”, respondió a la confianza de su Hijo e inundó de luz el rostro de Jesús. Cuantos creemos en Cristo
somos hijos de la luz. Nos resta hacer brillar de tal suerte nuestra luz que los hombres glorifiquen a nuestro
Padre.
El señor es mi luz y mi salvación, El señor es la defensa de mi vida, Si el señor es mi luz y mi
salvación ¿a quién temeré?, ¿quién me hará temblar?
Señor Dios, luz y salvación de los que en ti esperan, tú que no abandonaste a tu Hijo amado cuando
le asaltaron los malvados para devorar su carne, sino que lo escondiste en tu tienda y lo alzaste sobre la roca
en el día de la resurrección, no abandones a tus siervos que buscan tu rostro y haz que también nosotros
podamos levantar la cabeza sobre los enemigos que nos cercan y lleguemos a gozar un día de tu dicha en el
país de la vida, por los siglos de los siglos.
Sábado
Salmo 22
El Señor es mi pastor, nada me faltará. El Nuevo Testamento presenta a Jesús como el único
verdadero Pastor. El Señor Jesús se presentó a sí mismo: Yo soy el buen Pastor. El buen pastor da la vida
por las ovejas;… Yo soy el buen Pastor, que conozco a las mías y las mías me conocen, igual que el Padre
me conoce y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las ovejas.
Él es el Buen Pastor que cuida de las ovejas con el cayado de su Cruz gloriosa, con la que sana todas
las miserias del hombre, todas las heridas producidas por el pecado que provoca la dispersión, la división en
la vida del hombre, haciéndole olvidar el fin para el que ha sido creado.
Cristo, haciéndose presente, misericordiosamente presente, abraza nuestra débil humanidad,
conduciéndola hacia la plenitud de un amor que se hace concreto para nosotros, en este pueblo nuevo que es
su Iglesia; y en sus canales de gracia se refresca continuamente nuestra mortecina humanidad. “Tengo,
además, otras ovejas que no son de este redil...” Cada uno de nosotros hemos sido tocados por este Misterio,
siendo ya nuestra la misión de Cristo: testimoniar en el mundo la plenitud de vida que se nos ha regalado y
que rescata nuestra vida del sinsentido y de la nada.
El supremo pastor, el pastor de los pastores es Jesucristo, el Buen Pastor. Él es el pastor que ha dado
la vida por las ovejas, muriendo por nosotros en la cruz y resucitando para nuestra salvación. Y ha pensado
su Iglesia con pastores según su corazón. Decididos a dar la vida con Él, para que todos tengan vida
abundante.
Cristo es el Buen Pastor, y conoce a sus ovejas, y de tal manera las ama, que pone su vida por la
suya. Y sale a buscarlas, adonde ellas están. El Señor es mi pastor, nada me faltará.
QUINTA SEMANA
Lunes
44
Salmo 103
Bendice al Señor, alma mía. Podemos traducir “Bendice alma mía al Señor” por “Agradece alma mía al
Señor”. Puesto que estamos sumergidos continuamente en el amor de Dios y en su actuación salvadora, no
podemos menos que y responderle con nuestra alabanza: bendice a Dios, alma mía, del fondo de mi ser su
santo Nombre, bendice a Dios, alma mía, no olvides sus muchos beneficios.
En la Biblia, existen dos formas de bendición, que se entrecruzan. Por un lado, está la que desciende de
Dios: el Señor bendice a su pueblo (Cfr. Núm. 6, 24-27). Es una bendición eficaz, manantial de fecundidad,
felicidad y prosperidad. Por otro lado, está la bendición que sube desde la tierra hasta el cielo. El hombre,
beneficiado por la generosidad divina, bendice a Dios, alabándole, dándole gracias, exaltándole: “Bendice al
Señor, alma mía” (Salmo 102, 1; 103, 1).
Son tantas las bendiciones y beneficios que recibimos de día en día, que si fuéramos a enumerarlos nos
faltaría tiempo y espacio. Por sobre todas las cosas, agradezcamos a Dios por la salvación de nuestras almas,
lo cual, jamás podríamos pagar en manera alguna aunque lo intentáramos. Sea nuestra gratitud, no tan solo
de palabras, sino de hecho y en verdad. Lo que más le agrada a Dios es que nos identifiquemos con su Hijo,
quien al entrar al mundo hijo: “He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad”. Dando gracias en todo
y por todo. Tomemos hoy la decisión de agradecer a Dios cada día, por todas las bondades y misericordias
con que nos cubre a nosotros y a los nuestros, sin merecerlo.
Bendigamos a Dios por lo que Él es, por ser el Padre de nuestro Señor Jesucristo, por ser padre de
misericordias, por ser Dios de toda consolación y porque si permite que pasemos por tribulaciones es porque
Él quiere que experimentemos la eficacia de su consuelo, de modo que nosotros que hemos sido consolados
por Él podamos también consolar a otros con el consuelo que nosotros hemos recibido de Dios. Bendigamos
siempre a Dios para que Él nos bendiga en todo momento. Bendice al Señor, alma mía.
Martes
Salmo 8
¡Qué admirable, Señor es tu poder! Señor, dueño nuestro, tú que creaste al hombre y lo coronaste de
gloria y dignidad, para que cantara tu nombre admirable en toda la tierra, haz que, contemplando el cielo y
las estrellas, reflexionemos sobre tus obras y vislumbremos tu eterno poder y tu divinidad; que no seamos
necios y, en vez de tributarte la alabanza y las gracias que mereces, cambiemos tu gloria inmortal por las
imágenes mortales, obra de nuestras manos.
Dios glorioso en santidad, terrible en prodigios, autor de maravillas, desplegó la fuerza de su diestra
tanto en el ámbito cósmico como en el histórico. El poder de Dios es tal que el hombre admira su
magnificencia, siempre benefactora. La admiración del creyente se exterioriza ante el Señor Jesús, a quien
obedecen los vientos y el mar (Mt 8,27), a cuyo imperio se somete el demonio de la enfermedad (Mt 9,33);
su palabra de condena surte efecto inmediato en la higuera infructuosa. Es tan sólo el preludio de una
admiración mayor suscitada por la muerte y resurrección del Señor, continuada en los primeros días de la
Iglesia naciente y culminada en la etapa final, cuando la multitud de los redimidos pueda contemplar qué
admirable es el Señor en sus santos. Cantamos nuestra admiración por el Dios admirable. ¡Qué admirable,
Señor, es tu poder! en toda la tierra!
Señor, dueño nuestro, tú que creaste al hombre y lo coronaste de gloria y dignidad, para que cantara
tu nombre admirable en toda la tierra, haz que, contemplando el cielo y las estrellas, reflexionemos sobre tus
obras y vislumbremos tu eterno poder y tu divinidad; que no seamos necios y, en vez de tributarte la
alabanza y las gracias que mereces, cambiemos tu gloria inmortal por las imágenes mortales, obra de
nuestras manos.
¡Señor, Padre nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra!
45
Miércoles
Salmo 103
Bendito sean el Señor, que nos ha dado la vida. La vida del ser humano es un don de Dios, que todos
estamos llamados a custodiar siempre. No cabe duda de que la vida humana y cristiana es un don que
comporta, al mismo tiempo un compromiso. La vida no sólo es un bien, sino que además es un don, un
regalo. Ese don nos ha sido dado (a través de nuestros padres) por Dios: sólo Dios es nuestro Dios y Señor.
Por tanto, el ser humano procede de un acto creador gratuito, libre y amoroso por parte de Dios.
Dicho acto creador distingue al hombre de las demás creaturas en cuanto que sólo él puede establecer una
relación dialogal con Dios, con las otras personas y con los valores, pues a imagen y semejanza de Dios ha
sido creado.
A partir de esta relación dialogal el hombre queda comprometido a saber escuchar, ver, decir y actuar
como hace Dios.
Queda igualmente comprometido a descansar según el ritmo litúrgico del sábado para rendir un
homenaje de alabanza al Creador con todas las creaturas y en nombre de ellas.
El creyente, por su parte, está incorporado a Cristo, imagen de Dios invisible por el bautismo y está
llamado a dejarse transformar en esta misma imagen y a reproducirla eficazmente en su vida.
Jueves
Salmo 127
Dichoso el que teme al Señor. Temer al Señor, es cumplir su voluntad” (Salmo 103,18), cumplir sus
mandamientos. Temer a Dios no se trata en absoluto de miedo, sino de una vida de confianza en Dios. “Los
que temen al Señor tengan confianza en él” (Eclesiástico 2,8). En definitiva, en la Biblia temer es adorar,
amar a Dios, temer a Dios es fidelidad; por ello, es dichoso el que teme al Señor.
Por tanto, “Los que temen al Señor, alábenlo, glorifíquenlo, estirpe de Jacob, témanlo, estirpe de
Israel” (Salmo 22,24). El miedo es aquí alabanza asombrosa, silencio y amor. Por eso, es dichoso el que
teme al Señor.
El don de temor de Dios es la disposición común que el Espíritu Santo pone en el alma para que se
porte con respeto delante de la majestad de Dios y para que, sometiéndose a su voluntad, se aleje de todo lo
que pueda desagradarle.
El primer paso en el camino de Dios, es la huida del mal, que es lo que consigue este don y lo que le
hace ser la base y el fundamento de todos los demás. Por el temor se llega al sublime don de la sabiduría. Se
empieza a gustar de Dios cuando se le empieza a temer, y la sabiduría perfecciona recíprocamente este
temor. El gusto de Dios hace que nuestro temor sea amoroso, puro y libre de todo interés personal.
Este don consigue inspirar al alma los siguientes efectos:
 Primero, una continua moderación, un santo temor y un profundo anonadamiento delante de
Dios;
 Segundo un gran horror de todo lo que pueda ofender a Dios y una firme resolución de
evitarlo aun en las cosas más pequeñas ;
 Tercero, cuándo se cae en una falta, una humilde confusión;
 Cuarto una cuidadosa vigilancia sobre las inclinaciones desordenadas, con frecuentes vueltas
sobre nosotros mismos para conocer el estado de nuestro interior y ver lo que allí sucede
contra la fidelidad del perfecto servicio de Dios.
 Es una gran ofuscación pensar - como algunos que después de hacer una confesión general,
no sea necesario tener tanto escrúpulo de evitar luego los pecados pequeños, las
imperfecciones insignificantes, los menores desórdenes del corazón y sus primeros
movimientos.
46
La fuente de la Sabiduría es el Temor de Dios. ... El temor de Dios nos acerca a Él y es un puntal
imprescindible para conocerle. Dichoso el que teme al Señor.
Viernes
Salmo 31
Perdona, Señor, nuestros pecados. ¿Qué hay más bello en la vida que experimentar el perdón de
Dios? Sin embargo, por la crisis que el sacramento de la Reconciliación vive desde hace tiempo, todavía hoy
muchos creyentes siguen sin acercarse al confesionario. Perdona, Señor, nuestros pecados.
La crisis de debe a “la debilitación del sentido de pecado”. Pío XII, afirmaba: “Quizá el pecado
mayor en el mundo actual es precisamente haber perdido el sentido de pecado”. Pero, ¿por qué se da una
crisis del sentido del pecado? La crisis se encuentra en la falta “del sentido de la ofensa a Dios. En un mundo
secularizado, su presencia no se considera relevante”.
La mejor solución para afrontar la crisis está en animar a los creyentes a hacer la experiencia del
perdón de Dios en el sacramento, como ha dicho el cardenal Bertone, Secretario de Estado. “Acoger el
perdón de Dios permite al hombre lograr el éxito integral de la propia existencia, y la nueva comunión con
Dios es la renovación de la Humanidad, liberada de los vínculos del mal”.
Como todo en la vida cristiana, el perdón de Dios sólo se comprende cuando se vive. Así que, no
dejemos de hacer esta experiencia, acercándonos a la reconciliación sacramental. Perdona, Señor, nuestros
pecados.
María, Madre del perdón, ayúdanos a recibir la gracia del perdón que el mor de Dios nos ofrece tan
ampliamente. ¡Haz que la misericordia de Dios sea para todos los creyentes, y para cada hombre que busca a
Dios, ese momento favorable, el tiempo de la reconciliación, el tiempo de la salvación!
Sábado
Salmo 89
Tú eres, Señor, nuestro refugio, quienes confiamos en Dios jamás seremos defraudados. Cuando los
problemas desestabilizan nuestra vida, tenemos dos alternativas: la primera, permitir que las dificultades nos
agobien hasta el grado de llevarnos a la desesperación, y la segunda, volver la mirada al Señor en procura de
su ayuda divina. Debemos tener la certeza de que no estamos solos porque, como hijos de Dios, El estará a
nuestro lado cuando lo necesitemos. Dios, “es nuestro refugio y nuestra fuerza, poderoso defensor en el
peligro”.
Cuando estemos afectados por la desventura y afligido por el dolor, pongamos nuestro espíritu en
manos de Dios; imitemos a Jesús, quien aceptó la muerte y puso su espíritu en manos del Padre para
atestiguarle su obediencia y manifestarle su confianza en una nueva vida. Su abandono en las manos del
Padre fue pleno y radical, más audaz, más definitivo: “A tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu, sé la
roca de mi refugio”.
Quien ha tenido la experiencia del encuentro con Jesús, no sufre ningún tipo de desencanto, porque
en Él encuentra su protección y su refugio. El Señor fue y sigue siendo el refugio de nuestra vida, el lote de
nuestra herencia, lote hermoso y encantador. En Él está la suerte de nuestro porvenir y de nuestra liberación.
Dios es nuestro refugio, “nuestro auxilio en tiempo de tribulación”. Dios nos sostiene por su Palabra.
Esa Palabra es “poder de Dios para todo aquel que cree. Porque en el evangelio la justicia de Dios se revela
por la fe y para la fe, como está escrito: el justo por la fe vivirá”. (Romanos 1:16ª, 17) ¡Cristo es nuestra
justicia y fortaleza! . Que El nos sostenga en la verdadera fe.
Señor Dios, fuerza y refugio de tu pueblo, tú que en la adversidad proteges a quienes en ti esperan y
en la prosperidad los defiendes, escucha las súplicas de tus fieles y haz que, realizando fielmente tu
voluntad, merezcamos ser siempre escuchados por ti.
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SEXTA SEMANA
Lunes
Salmo 49
Te ofreceremos, Señor, sacrificios de alabanza. La Eucaristía es el perfecto “sacrificio de alabanza”,
la glorificación más elevada que sube de la tierra al cielo, “la fuente y cima de toda la vida cristiana, en la
que los hijos de Dios ofrecen al Padre la víctima divina y a sí mismos con ella” (cf. LG 11).
En el Nuevo Testamento la carta a los Hebreos nos enseña que la liturgia cristiana es ofrecida por un
“sumo sacerdote santo, inocente, incontaminado, apartado de los pecadores y encumbrado por encima de los
cielos”, que ha realizado de una vez para siempre un único sacrificio “ofreciéndose a sí mismo” (cf. Hb 7,
26-27). “Por medio de él -dice la carta-, ofrecemos a Dios sin cesar un sacrificio de alabanza” (Hb 13, 15).
Así queremos evocar brevemente los temas del sacrificio y de la alabanza, que confluyen en la Eucaristía,
sacrificium laudis, sacrificio de alabanza.
“La Eucaristía es, por encima de todo, un sacrificio: sacrificio de la Redención y al mismo tiempo
sacrificio de la nueva alianza, como creemos profesamos: “El sacrificio actual es como aquel que un día
ofreció el unigénito Verbo de Dios encarnado, es ofrecido, hoy como entonces, por él, siendo el mismo y
único sacrificio” (carta apostólica Dominicae Coenae, 9).
La Eucaristía es un sacrificio de alabanza. Esencialmente orientado a la comunión plena entre Dios y
el hombre, “el sacrificio eucarístico es la fuente y la cima de todo el culto de la Iglesia y de toda la vida
cristiana. En este sacrificio de acción de gracias, de propiciación, de impetración y de alabanza los fieles
participan con mayor plenitud cuando no sólo ofrecen al Padre con todo su corazón, en unión con el
sacerdote, la sagrada víctima y, en ella, se ofrecen a sí mismos, sino que también reciben la misma víctima
en el sacramento” (Eucharisticum Mysterium, 3).
Cada uno de nosotros estamos llamados a ser eucaristía itinerante, prolongando este sacrificio de
alabanza en cada momento de nuestra vida: haciendo cada día la voluntad del Padre, muriendo a nuestro
modo de pensar y actuar. Así, nuestra vida tendrá olor al sacrificio grato a los ojos de Dios, como lo llama
san Pablo: “sacrificio vivo, santo, agradable a Dios que es nuestro culto racional” (Rom. 12:1). Que hoy
sepamos prolongar en nuestra vida la Eucaristía que estamos celebrando, que podamos decir: Te
ofreceremos, Padre, un sacrificio de alabanza.
Martes
Salmo 28
Dios bendice a su pueblo con la paz. Dios es un Dios de paz. El mundo sigue en angustia, pero, Dios
sigue ofreciendo paz. Jesús es nuestra paz. (Ef 2:14) Cuando la persona acepta al Señor Jesús como su
Salvador y Redentor, comienza a conocer lo que es la verdadera paz; es cuando conoce el gozo. Esta paz no
es un producto artificial ni genérico... Es verdadera; es dada por Dios mismo. Cuando vivimos como hijos de
Dios, vivimos en paz y somos capaces de dar la paz.
La palabra pronunciada por Jesús resucitado cuando se aparece a los discípulos en el Cenáculo, fue
¡paz a ustedes!: no como un simple saludo, sino como el don de la paz prometida, conquistada por Jesús con
el precio de su sangre; es el fruto de su victoria en la lucha contra el espíritu del mal.
Cada miembro de la Iglesia estamos llamados a ser signo e instrumento de la paz de Dios para todos
los hermanos. La Iglesia realiza su servicio a la paz de Cristo sobre todo en la presencia y acción ordinarias
entre los hombres, con la predicación del Evangelio y con los signos de amor y de misericordia que la
acompañan, los sacramentos del amor de Dios.
Principalmente en el Sacramento de la Reconciliación. ¡Qué importante es el don de la
Reconciliación, que pacifica los corazones! Así, la paz de Cristo se difunde a través de corazones renovados,
reconciliados, servidores de la justicia, dispuestos a difundir en el mundo la paz con la única fuerza de la
verdad, sin rebajarse a compromisos con la mentalidad del mundo, pues el mundo no puede dar la paz de
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Cristo: de este modo la Iglesia puede ser levadura de esa reconciliación que procede de Dios. Dios bendice a
su pueblo con la paz.
Miércoles
Salmo 115
Daré gracias al señor toda mi vida. La eucaristía es, por excelencia, el mejor modo de dar gracias a
Dios por los innumerables beneficios que Dios prodiga en nuestra vida continuamente; pero sobre todo
desde la contemplación del misterio de la Encarnación del Hijo de Dios, hemos de sentir el deber de hacer
propio el canto de alabanza y acción de gracias del Apóstol: “Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor
Jesucristo”. (Ef 1, 3-5.9-10)
En efecto, por el Hijo, Aquél por quien todo fue hecho, hemos recibido el don de la vida humana y
hemos sido invitados a participar de la vida y comunión de Dios, por toda la eternidad. Por Él soy persona
humana. Por el Hijo, Aquél que por nosotros se encarnó, murió en la Cruz y resucitó, soy cristiano, pues al
comunicarnos el Don del Espíritu Santo por el Bautismo ha hecho de nosotros nuevas criaturas, partícipes de
su misma vida divina. Por este mismo Don he llegado a ser hijo en el Hijo, pudiendo exclamar con confianza
“¡Abbá, Padre!”, y pudiendo rezar en comunión con todos los que son de Cristo: “¡Padre nuestro!”.
Por el Hijo, Aquél por quien “nos han sido concedidas las preciosas y sublimes promesas”, podemos
esperar finalmente la vida eterna. Así pues, al contemplar tantos y tan enormes dones y beneficios que Dios
nos ha otorgado en su querido Hijo, ¿cómo no hemos de dar gracias al Padre por Jesucristo, en quien todos
hemos recibido “gracia sobre gracia”, alcanzando finalmente la reconciliación con Él para ser hechos
partícipes de la naturaleza divina? No podemos pensar y tomar otra resolución, que la que hemos dado al
responder al salmo: Daré gracias al señor toda mi vida.
La mejor y en realidad única manera en que podemos corresponder adecuadamente a los beneficios
recibidos por la benevolencia de Dios es pronunciado un ‘sí’, un ‘hágase en mí según tu Plan’, es decir,
respondiendo al Don y cooperando con su gracia para darle a nuestra vida el sentido hermoso y pleno que Él
dentro de sus amorosos designios ha querido que tuviera. Sí, como decía San Ireneo, la gloria de Dios es la
vida del hombre, ¡pero una vida plena, feliz!
Por tanto, la mejor manera de dar gracias al Padre es esforzándonos por ser verdaderamente lo que
estamos llamados a ser, desplegando la vida nueva que por el Don de su Espíritu Él nos ha dado en su
querido Hijo, participando de Su santidad mediante nuestra progresiva conformación con el Señor Jesús, el
Hijo de Santa María. Entonces toda nuestra vida se transformará en una ininterrumpida acción de gracias y
cántico de alabanza al Padre, una acción de gracias que se traduce en la incesante esfuerzo por ser fiel a Dios
y a los compromisos adquiridos ante Él, así como en el anuncio gozoso de las maravillas que Él ha obrado
en la historia de la humanidad y en mi historia personal.
Jueves
Salmo 101
El Señor ha mirado a la tierra desde el cielo. Con esta respuesta al salmo, recordamos la multitud de
miradas que, Dios a través de la historia, en su infinito amor ha puesto en sus criaturas, principalmente en el
ser humano: ante todo cuando el Señor nació de la Virgen, y los ángeles entonaron: Gloria a Dios en el cielo,
y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor.
San Gregorio Nacianceno, dice “"Cristo nace: glorifícalo. Cristo baja del cielo: salgan a su
encuentro. Cristo está en la tierra: levántense. “Cante al Señor, toda la tierra”; “alégrese el cielo, goce la
tierra” a causa de aquel que es celeste pero que luego se hizo terrestre”.
San Agustín nos dice: “La verdad ha brotado de la tierra”: Cristo, el cual dijo: “Yo soy la verdad” (Jn
14, 6) nació de una Virgen. “La justicia ha mirado desde el cielo”: quien cree en el que nació no se justifica
por sí mismo, sino que es justificado por Dios. “La verdad ha brotado de la tierra”: porque “el Verbo se hizo
carne” (Jn 1, 14). “Y la justicia ha mirado desde el cielo”: porque “toda dádiva buena y todo don perfecto
viene de lo alto” (St 1, 17). “La verdad ha brotado de la tierra”, es decir, ha tomado un cuerpo de María. “Y
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la justicia ha mirado desde el cielo”: porque “nadie puede recibir nada si no se le ha dado del cielo” (Jn 3,
27). El Señor ha mirado a la tierra desde el cielo.
El Señor, desde su altura santa, ha mirado a la tierra desde el cielo, para oír los gemidos del cautivo y
librar de la muerte al prisionero. En efecto, Jesús nos dijo: “Vengan a mí, todos los que están fatigados y
agobiados por la carga, y yo los aliviaré. Tomen mi yugo sobre ustedes y aprendan de mí, que soy manso y
humilde de corazón, y encontrarán descanso, porque mi yugo es suave y mi carga, ligera”.
Viernes
Salmo 32
Dichoso el pueblo escogido por Dios. Los israelitas eran el pueblo escogido, especial y santo de
Dios, porque Él había depositado en ellos, aunque no lo merecían, su amor. La Iglesia es el nuevo Pueblo de
Dios, instituido por Jesucristo, por ello, con toda verdad podemos y debemos decir de nosotros mismos
como Iglesia de Jesús: Dichosos nosotros el pueblo escogido por Dios.
“…Dios quiso santificar y salvar a los hombres no individualmente y aislados, sin conexión entre sí,
sino hacer de ellos un pueblo para que le conociera de verdad y lo sirviera con una vida santa. Eligió, pues, a
Israel para pueblo suyo, hizo una alianza con él y lo fue educando poco a poco. Le fue revelando su persona
y su plan a lo largo de su historia y lo fue santificando. Todo esto, sin embargo, sucedió como preparación y
figura de su alianza nueva y perfecta que iba a realizar en Cristo..., es decir, el Nuevo Testamento en su
sangre convocando a las gentes de entre los judíos y los gentiles para que se unieran, no según la carne, sino
en el Espíritu” (LG 9).
El Pueblo de Dios tiene características que lo distinguen claramente de todos los grupos religiosos,
étnicos, políticos o culturales de la historia, nos dice el catecismo de la Iglesia (781-781):
-Es el Pueblo de Dios: Dios no pertenece en propiedad a ningún pueblo. Pero El ha adquirido para sí
un pueblo de aquellos que antes no eran un pueblo: “una raza elegida, un sacerdocio real, una nación santa”
(1 P 2, 9).
- Se llega a ser miembro de este cuerpo no por el nacimiento físico, sino por el “nacimiento de
arriba", "del agua y del Espíritu” (Jn 3, 3-5), es decir, por la fe en Cristo y el bautismo.
-Este pueblo tiene por jefe [cabeza] a Jesús el Cristo [Ungido, Mesías]: porque la misma unción, el
Espíritu Santo fluye desde la Cabeza al Cuerpo, es “el Pueblo mesiánico”.
-“La identidad de este Pueblo es la dignidad y la libertad de los hijos de Dios en cuyos corazones
habita el Espíritu Santo como en un templo”.
-“Su ley es el mandamiento nuevo: amar como el mismo Cristo nos amó (cf. Jn 13, 34)”. Ésta es la
ley ‘nueva’ del Espíritu Santo (Rm 8, 2; Ga 5, 25).
-Su misión es ser la sal de la Tierra y la luz del mundo (cf. Mt 5, 13-16). “Es un germen muy seguro
de unidad, de esperanza y de salvación para todo el género humano”.
-“Su destino es el Reino de Dios, que Él mismo comenzó en este mundo, que ha de ser extendido
hasta que Él mismo lo lleve también a su perfección” (LG 9). Dichoso el pueblo escogido por Dios.
Sábado
Salmo 144
No cesará, Señor, mi boca de alabarte; podemos decirlo en otras palabras, quiero permanecer en la
intimidad personal con Cristo. Aunque podemos pensar en los eremitas, monjes y monjas, que han dedicado
su tiempo a la alabanza de Dios y a la intercesión por su pueblo, también podemos aplicarlo a nuestra vida
cotidiana, desde los de oración personal y comunitaria, hasta la realización del trabajo en la presencia de
Dios, haciéndolo todo en atención amorosa en Dios: iluminando y ordenando todas las realidades temporales
de tal manera que éstas lleguen a ser según Cristo, y sean para alabanza del Creador y Redentor” (LG 31).
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No cesará, Señor, mi boca de alabarte: la elevación del espíritu hacia Dios es una expresión de
nuestra adoración a Dios: oración de alabanza y de acción de gracias, de intercesión y de súplica La oración
es una condición indispensable para poder obedecer los mandamientos de Dios. “Es preciso orar siempre sin
desfallecer” (Lc 18, 1). El domingo es para el Señor es el día del Señor, santamente reservado a la alabanza
de Dios, de su obra de creación y de sus acciones salvíficas en favor de Israel.
La eucaristía, sacramento de nuestra salvación realizada por Cristo en la cruz, es sacrificio, por
excelencia, de alabanza en acción de gracias por la obra de la Creación. En Él toda la Creación amada por
Dios es presentada al Padre a través de la muerte y resurrección de Cristo. Por Cristo, ofrecemos el sacrificio
de alabanza en acción de gracias por todo lo que Dios ha hecho de bueno, de bello y de justo en la Creación
y en la humanidad. No cesará, Señor, mi boca de alabarte.
SEMANA SÉPTIMA
Lunes
Salmo 92
El Señor es un rey magnífico. Jesucristo es aquel a quien el Padre ha ungido con el Espíritu Santo y
lo ha constituido “Sacerdote, Profeta y Rey”. Todo el Pueblo de Dios participa de estas tres funciones de
Cristo y tiene las responsabilidades de misión y de servicio que se derivan de ellas (cf. RH 18-21).
Cristo ejerce su realeza atrayendo así a todos los hombres por su muerte y su resurrección (cf. Jn 12,
32). Cristo, Rey y Señor del universo, se hizo el servidor de todos, no habiendo “venido a ser servido, sino a
servir y dar su vida en rescate por muchos” (Mt 20, 28). Para el cristiano, “servir es reinar” (LG 36),
particularmente “en los pobres y en los que sufren” donde descubre “la imagen de su Fundador pobre y
sufriente” (LG 8). El Pueblo de Dios realiza su “dignidad regia” viviendo conforme a este vocación de servir
con Cristo. El Señor es un rey magnífico.
De todos los que han nacido de nuevo en Cristo, el signo de la cruz hace reyes, la unción del Espíritu
Santo los consagra como sacerdotes, a fin de que todos los files cristianos se reconozcan miembros de esta
raza de reyes y participantes de la función sacerdotal. ¿Qué hay, en efecto, más regio para un alma que
gobernar su cuerpo en la sumisión a Dios? Y ¿qué hay más sacerdotal que consagrar a Dios una conciencia
pura y ofrecer en el altar de su corazón las víctimas sin mancha de la piedad? (san León Magno, serm. 4,1).
El que somete su propio cuerpo y domina su alma, sin dejarse llevar por las pasiones, es dueño de sí
mismo: se puede llamar rey porque es capaz de gobernar su propia persona; es libre e independiente y no se
deja cautivar por una esclavitud culpable (san Ambrosio, Sal. 118, 14, 30; PL 15, 1403 A). El Señor es un
rey magnífico.
Martes
Salmo 36
Pon tu vida en las manos del Señor. A través de toda la historia del hombre se extiende una dura
batalla contra los poderes de las tinieblas que, iniciada ya desde el origen del mundo, durará hasta el último
día según dice el Señor. Inserto en esta lucha, el hombre debe combatir continuamente para adherirse al
bien, y no sin grandes trabajos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de lograr la unidad en si mismo
(GS 37, 2).
Pon tu vida en las manos del Señor. San Agustín dice: “No te aflijas si no recibes de Dios
inmediatamente lo que pides: es Él quien quiere hacerte más bien todavía mediante tu perseverancia en
permanecer con Él en oración (Evagrio, or, 34). Él quiere que nuestro deseo sea probado en la oración. Así
nos dispone para recibir lo que El está dispuesto a darnos (san Agustín. ep. 130, 8, 17).
No olvidemos que Jesús y el Espíritu Santo son nuestros eternos y omnipotentes intercesores; en
efecto, enseña san Agustín, Jesús ora por nosotros corno sacerdote nuestro; ora en nosotros como cabeza
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nuestra; a Él se dirige nuestra oración como a Dios nuestro. Reconozcamos, por tanto, en Él nuestras voces;
y la voz de Él, en nosotros”, Sal 85,1; cf. IGLH 7).
Del mismo modo que Jesús ora al Padre y le da gracias antes de recibir sus dones, nos enseña esta
audacia filial: “todo cuanto pidan en la oración, crean que ya lo han recibido” (Mc 11, 24). Tal es la fuerza
de la oración, “todo es posible para quien cree” (Mc 9, 23), con una fe “que no duda” (Mt 21, 22). Tanto
como Jesús se entristece por la “falta de fe” de los de Nazaret (Mc 6, 6) y la “poca fe” de sus discípulos (Mt
8, 26), así se admira ante la “gran fe” del centurión romano (cf. Mt 8, 10) y de la cananea (cf. Mt 15, 28). La
oración de Jesús hace de la oración cristiana una petición eficaz. Él es su modelo. Él ora en nosotros y con
nosotros.
Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor (cf.
secuencia de Pentecostés). Rey celeste, Espíritu Consolador, Espíritu de Verdad, que estás presente en todas
partes y lo llenas todo, tesoro de todo bien y fuente de la vida, ven, habita en nosotros, purifícanos y
sálvanos, Tú que eres bueno (Liturgia bizantina Tropario de vísperas de Pentecostés).
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CUARESMA
La Cuaresma es un tiempo de preparación intensiva a la Pascua; es un itinerario que lleva al cristiano
a celebrar y vivir la Pascua del Señor.
No se trata de una celebración independiente, sino que se ordena a la preparación de la celebración
de la Pascua. La Cuaresma hay que verla a la luz del Misterio Pascual.
Es tiempo fuerte de evangelización para llevar al Bautismo a los no cristianos y a la superación
evangélica a los bautizados.
Son cuarenta días, recordando los muchos acontecimientos bíblicos que nos hablan de este número:
los cuarenta días de ayuno de Jesús en el desierto; los cuarenta años que el Pueblo de Dios pasó en el
desierto; los cuarenta días que Moisés transcurrió en el Monte Sinaí; los cuarenta días de marcha de Elías
para llegar al Monte Horeb.
Se cuentan a partir del Miércoles de Ceniza hasta antes de la Misa vespertina del Jueves Santo.
Durante este tiempo no se canta el Aleluya ni el Gloria en las Misas. Se dividen en 1° al 5° Domingo de
Cuaresma y el 6° se llama Domingo de Ramos o de la Pasión del Señor.
Miércoles de Ceniza marca el inicio de la semana santa. Los católicos tenemos una tradición que
recuerda las antiguas costumbres del pueblo hebreo. Cuando se sabían en pecado o cuando se querían
preparar para una fiesta importante en la que debían de estar purificados, se llenaban el cuerpo de ceniza y se
vestían con un saco de tela áspera. Esto era, por un lado, para recordar la pequeñez del hombre que procede
del polvo y al polvo volverá; y también para hacer sacrificio (mortificando al cuerpo) en señal de que se
reconocían pecadores y que deseaban, por medio de esa penitencia externa, manifestar su deseo de
arrepentimiento y perdón de parte de Dios.
Ahora, acudimos al templo para que se nos imponga un poco de ceniza en la frente al iniciar la
cuaresma -tiempo de preparación para la más grande fiesta que es la Pascua- . Los significados son
básicamente los mismos: reconocernos pequeños, pecadores y con necesidad del perdón de Dios. Esto es
solamente un signo que debe expresar lo más importante, que es la actitud interior de arrepentimiento y
deseo de convertirnos a Dios, viviendo según su voluntad. Vivimos otros signos de penitencia a lo largo de
toda la cuaresma, como son el ayuno y la abstinencia, con el mismo deseo de que Dios nos dé su gracia para
lograr la conversión y vivir plenamente la gran fiesta de los cristianos, que es la Pascua.
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El Miércoles de Ceniza es un llamado a la conversión; Juan Bautista predicaba al Pueblo, hablando
del bautismo y de la conversión para alcanzar el Perdón de los pecados (Marcos 1, 1-4). Jesús predica: El
plazo se ha cumplido. El Reino de Dios se ha acercado. Tomen otro camino y crean en la Buena Nueva
(Marcos 1,15).
Conviértete y cree en el Evangelio: llamado a convertirnos cada uno, a nivel familiar, a nivel de
grupo de amigos, a nivel de comunidad.
La Celebración de la Ceniza, no es algo meramente individual, sino que es una celebración
comunitaria y eclesial. Es un llamado a convertirnos como Comunidad cristiana y como Iglesia.
Convertirse es volverse a Dios, reconocer nuestros pecados y querer cumplir la Voluntad de Dios y
comprometernos.
El Miércoles de Ceniza es una celebración de Fe. Pero la Fe no solamente consiste en creer con la
cabeza sino en entregarse con el corazón y con la vida.
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Miércoles de ceniza
Salmo 50
Misericordia, Señor, hemos pecado: con esta respuesta al salmo 50, el gran salmo penitencial, hemos
apelado a la misericordia divina; hemos pedido al Señor que la fuerza de su amor nos devuelva la alegría de
su salvación.
Con este espíritu, iniciamos el tiempo favorable de la Cuaresma, como nos dice san Pablo, para
reconciliarnos con Dios en Cristo Jesús. El Apóstol se presenta como embajador de Cristo y muestra
claramente cómo, en virtud de él, se ofrece al pecador, es decir, a cada uno de nosotros, la posibilidad de una
auténtica reconciliación. “Al que no había pecado, Dios lo hizo expiación por nuestro pecado, para que
nosotros, unidos a él, recibamos la justificación de Dios" (2 Co 5, 21). Sólo Cristo puede transformar
cualquier situación de pecado en novedad de gracia.
De este modo, la liturgia del miércoles de Ceniza indica que la conversión del corazón a Dios es la
dimensión fundamental del tiempo cuaresmal. Esta es la sugestiva enseñanza que nos brinda el tradicional
rito de la imposición de la ceniza, que dentro de poco renovaremos. Este rito reviste un doble significado: el
primero alude al cambio interior, a la conversión y la penitencia; el segundo, a la precariedad de la condición
humana, como se puede deducir fácilmente de las dos fórmulas que acompañan el gesto.
“Señor, estos sacramentos que hemos recibido -así rezaremos al final de la santa misa- nos sostengan
en el camino cuaresmal, hagan nuestros ayunos agradables a tus ojos y obren como remedio saludable de
todos nuestros males”.
Pidamos a Nuestra Señora de la Soledad que nos acompañe para que, al concluir la Cuaresma,
podamos contemplar al Señor resucitado, interiormente renovados y reconciliados con Dios y con los
hermanos.
Jueves después de ceniza
Salmo 1
Dichoso quien confía en el Señor. La dicha y el sentido de la vida humana no consiste, no está en el
dinero, prestigio, poder, éxito, carrera, sino en la confianza en Dios. Todo hombre, con tal que sea amigo de
Dios, debe tener gran confianza en ser librado por El de cualquier angustia (…) Y como Dios ayuda
especialmente a sus siervos, muy tranquilo debe vivir quien sirve a Dios, expresa santo Tomás de Aquino.
Abraham, ejemplo y modelo del creyente, confía en Dios. Llamado por Dios, deja su tierra, con toda
la seguridad que implica, sostenido sólo por la fe y la obediencia confiada en su Señor. Dios le pide el
‘riesgo’ de la fe, y él obedece, convirtiéndose así, por la fe, en padre de todos los creyentes.
Como Abraham, también nosotros queremos proseguir nuestro camino cuaresmal, renunciando a
nuestra seguridad y abandonándonos a la voluntad divina. Nos anima la certeza de que el Señor es fiel a sus
promesas, a pesar de nuestra debilidad y de nuestros pecados.
Jesús confía en ese mismo Dios que lo manda morir en la Cruz. Sabe que, más allá de la apariencia,
ese mandamiento del Padre es en realidad un plan de amor, de rescate y de misericordia. Sabe que es el
camino que lo lleva a la gloria.
La confianza en Dios, el abandono en sus manos, la paz que se experimenta cuando Dios es todo, y
dirige todo en la vida de cada uno, es motivo de dicha, como hemos cantado en la respuesta al salmo:
Dichoso quien confía en el Señor.
Viernes después de ceniza
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Salmo 50
A un corazón contrito, Señor, no lo desprecias: con esta respuesta al salmo manifestamos
sentimientos de arrepentimiento, de confianza y de humildad, que brota de un “corazón contrito y
humillado” (Sal 50/51, 19) tras el pecado.
Hoy, viernes después del miércoles de ceniza, la Iglesia concentra nuestros pensamientos en la
necesidad de prepararnos con corazón contrito, mediante la oración y la penitencia, a la celebración de los
grandes misterios pascuales.
El sacerdote, en la oración secreta, después de haber presentado las ofrendas, dice: “Acepta, Señor,
nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde, que este sea hoy nuestro sacrificio y que sea agradable
en tu presencia”. Así, se prepara para entrar, con toda la asamblea de los fieles, en el corazón del misterio
eucarístico, en el corazón de la liturgia; y esta ha de ser nuestra preparación al misterio Pascual: un corazón
contrito.
La contrición, “es la desgarradora revelación (normalmente ofrecida a través del espectáculo de
Cristo en cruz) del Amor infinito de Dios para con nosotros y de la crueldad sin nombre de nuestra
indiferencia para con él”. (M. D. Molinié).
Cuanto más conozcamos a Dios, más pecadores nos reconoceremos, pero un pecador perdonado,
lleno de paz y de esperanza, sin remordimientos. Así como el pródigo penitente, que vuelve a su Padre.
Descubramos la relación entre nuestro bautismo y la penitencia que, según san Agustín, es un
bautismo diario, es decir, la señal por la cual expresamos día a día, nuestra fe bautismal. Para mostrar
perfectamente el vínculo entre la conversión y la desgarradora toma de conciencia de nuestro pecado. San
Agustín definirá la penitencia como un “bautismo en lágrimas”, en oposición al bautismo en el agua y el
Espíritu. No olvidemos que nuestro a Padre, a un corazón contrito no lo desprecia.
Sábado después de ceniza
Salmo 85
Señor, enséñame a seguir fielmente tus caminos. Indícame tus caminos, Señor; enséñame tus sendas.
Que en mi vida se abran caminos de paz y bien, caminos de justicia y libertad. Que en mi vida se abran
sendas de esperanza, sendas de igualdad y de servicio.
Encamíname fielmente, Señor. Enséñame tú que eres mi Dios y Salvador. Recuerda, Señor, que tu
ternura y tu lealtad, nunca se acaban; no te acuerdes de mis pecados.
Acuérdate de mí con tu lealtad, por tu bondad, Señor. Tú eres bueno y recto, y enseñas el camino a
los desorientados. Encamina a los humildes por la rectitud, enseña a los humildes su camino.
Tus sendas son la lealtad y la fidelidad, para los que guardan tu alianza y tus mandatos. Porque eres
bueno, perdona mi culpa. Cuando te soy fiel, Señor, tú me enseñas un camino cierto. Puesto mis ojos puestos
en ti, que me libras de mis amarras y ataduras.
Vuélvete hacia mí y ten piedad, pues estoy solo y afligido. Ensancha mi corazón encogido y sácame
de mis angustias. Mira mis trabajos y mis penas, y perdona todos mis pecados. Señor, guarda mi vida y
líbrame de mí mismo.
Señor, que salga de mi concha y vaya hacia ti, y que no quede defraudado de haberme confiado a ti.
Indícame tus caminos, Señor, tú que eres el Camino. Hazme andar por el sendero de la verdad, tú que eres
la Verdad del hombre. Despierta en mí el manantial de la vida, tú que eres la Vida de cuanto existe.
PRIMERA SEMANA
Lunes
Salmo 18
56
Tus palabras, Señor, son espíritu y vida. La Palabra resuena desde el eterno presente de Dios. Dios
actúa “ahora” mediante su Espíritu Santo. Me llama ahora a examinar mi vida, me invita a renacer - a la
conversión - Él nos da consuelo y esperanza.
Las palabras de Jesús, de los Apóstoles y también del Antiguo Testamento, son espíritu y vida. Sus
palabras son espíritu y vida, iluminan la propia historia personal, la historia de nuestra familia y, en última
instancia, toda la historia de Dios con los hombres, hasta sus entrañas más íntimas, hasta donde sólo el
misterio del Amor misericordioso puede llegar, redimir, liberar, sanar, elevar... Jesús se dirige a todos los
hombres y a todo el hombre para iluminar su historia con su vida y su enseñanza.
Jesús se revela como el verdadero pan de vida, el pan bajado del cielo para dar la vida al mundo (cf.
Jn 6,51): Las palabras que les he dicho son espíritu y son vida. Sólo Cristo tiene palabras de espíritu y vida,
que resisten al paso del tiempo y permanecen para la eternidad.
Es necesario redescubrir cada día la importancia de la Palabra de Dios en nuestra vida cristiana: la
palabra de Dios es viva y eficaz (cf. Hb 4, 12), e ilumina nuestro camino a lo largo de la peregrinación
terrena hacia la plena realización del reino de Dios, pues, la Palabra de Dios es Jesucristo, Él es la Palabra
viva hecha carne.
Las palabras de nuestro Señor Jesucristo, que son espíritu y vida (Jn 6, 64), han de ser aplicadas a
nuestra vida, compartidas con los demás y puestas en práctica a lo largo de nuestra existencia, para que
todos podamos decir con gozo y convencimiento con nuestras palabras y con nuestra vida, Tus palabras,
Señor, son espíritu y vida.
Martes
Salmo 33
El Señor libra al justo de todas sus angustias. Ser justo quiere decir sencillamente estar con Cristo y
en Cristo. Y esto basta. El justo el hombre que vive lo que cree; y la fe es mirar a Cristo, encomendarse a
Cristo, unirse a Cristo, conformarse a Cristo, a su vida. Y la forma, la vida de Cristo es el amor; por tanto,
creer es conformarse a Cristo y entrar en su amor.
Somos justos cuando entramos en comunión con Cristo, que es el amor. Así, la justicia se mide en la
caridad, porque la comunión con Cristo, la fe en Cristo, crea la caridad. Y la caridad es realización de la
comunión con Cristo. Así, estando unidos a él, somos justos, y de ninguna otra forma.
El cristiano está en el mundo, pero no es del mundo (cf. Jn 17, 16); su vida debe ser necesariamente
diversa de la de los que no tienen fe. Su conducta, su estilo de vida, su modo de pensar, de elegir, de valorar
las cosas y las situaciones, son distintas, porque se realizan a la luz de la palabra de Cristo, que es mensaje
de vida eterna.
Esta comunión con Jesús y con el hermano por el amor, que nos lleva a ser justos, es raíz de
esperanza y armonía interior y exterior. Y según la visión bíblica de la “retribución”, sobre el justo se
extiende el manto de la bendición divina, que da estabilidad y éxito a sus obras y a las de sus
descendientes: “Su linaje será poderoso en la tierra, la descendencia del justo será bendita. El Señor libra al
justo de todas sus angustias.
Oremos al Señor para que nos ayude a creer, a vivir nuestra fe, la caridad, la justicia. Que nos enseñe
a creer realmente; así, nuestra fe llegará a ser vida, unidad con Cristo, transformación de nuestra vida. Y así,
transformados por su amor, por el amor a Dios y al prójimo, podemos ser realmente justos a los ojos de
Dios.
Miércoles
Salmo 50
A un corazón contrito, Señor, no lo desprecias. Hoy, primera semana de Cuaresma, la Iglesia
concentra nuestros pensamientos en la necesidad de prepararnos con corazón contrito, mediante la oración y
57
la penitencia, a la celebración de los grandes misterios pascuales. La manera mas perfecta de acercarse a
Dios es esta; con un corazón contrito y humillado.
Dios quiere “borrar, lavar y limpiar” la culpa confesada con corazón contrito (cf. Sal 50, 2-3). Dice el
Señor por boca de Isaías: “Aunque fueran sus pecados como la grana, como la nieve blanquearán. Y aunque
fueren rojos como la púrpura, como la lana quedarán” (Is 1, 18).
Para vivir en Dios y desde dios nuestra cuaresma, y llegar reenviados a la pascua, para resucitar con
Cristo, comencemos a disponer nuestro corazón a Dios, confesando nuestros pecados y recibiendo, por la
acción del Espíritu Santo y mediante el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz.
Con corazón contrito confesemos nuestros pecados, proponiéndonos seriamente no volverlos a
cometer y, sobre todo, seguir siempre el camino de la conversión. Así experimentaremos la auténtica alegría:
la que deriva de la misericordia de Dios, se derrama en nuestro corazón y nos reconcilia con él.
Divino Corazón de Jesús, del que brotaron sangre y agua como manantial de misericordia para
nosotros, en ti confiamos. Amén.
Jueves
Salmo 137
De todo corazón te damos gracias, Señor. Con viva conciencia de la fugacidad del tiempo, reunidos
en torno al altar, hemos cantado para dar gracias a Dios por todos los dones que nos concede cada día y
durante toda nuestra vida. Lo hacemos con toda la celebración, pero hoy nos lo hemos hecho consciente con
la respuesta que hemos cantado al salmo: De todo corazón te damos gracias, Señor.
Cristo es el Señor del tiempo. Todo instante del tiempo humano está bajo el signo de la redención del
Señor, que entró, una vez para siempre, “en la plenitud de los tiempos” (Tertio millennio adveniente, 10).
Desde esta perspectiva, podemos centrar la respuesta al salmo, porque Cristo en la plenitud del tiempo y del
amor de Dios al hombre, a cada uno de nosotros.
Elevamos nuestra acción de gracias al Padre por Cristo en el Espíritu Santo, para implorar su
misericordia para nuestra parroquia, para nuestras familias y para cada uno de nosotros... Hay infinidad de
dones por los cuales podemos y debemos dar gracias a Dios, así por ejemplo, podemos dar gracias por la
palabra que proviene de la boca de Dios. Esta es una palabra de la Suprema Verdad, y la verdad es
indispensable al hombre para la vida de su alma. Demos gracias por la palabra que “muchas veces y de
muchas maneras dijo Dios en otro tiempo a nuestros padres por ministerio de los profetas; últimamente nos
habló por su Hijo” (cf. Heb 1, 1 s.). Demos gracias por esta palabra que nos llega a través de la Sagrada
Escritura de la Antigua y de la Nueva Alianza. Damos gracias por el Evangelio:
Te alabamos, Dios de la vida y de la esperanza.
Te alabamos, Cristo, Rey de la gloria, Hijo eterno del Padre.
Tú, nacido de la Virgen Madre, eres nuestro Redentor; te has convertido en hermano nuestro para la
salvación del hombre y vendrás en la gloria a juzgar el mundo al final de los tiempos.
Tú, Cristo, fin de la historia humana, eres el centro de las expectativas de todo ser humano.
A ti te pertenecen los años y los siglos. Tuyo es el tiempo, oh Cristo, que eres el mismo ayer, hoy y
siempre. Amén.
Viernes
Salmo 129
Perdónanos, Señor, y viviremos. El pecado es, ante todo, ofensa a Dios, ruptura de la comunión con
él. Al mismo tiempo, atenta contra la comunión con la Iglesia. Por eso la conversión implica a la vez el
perdón de Dios y la reconciliación con la Iglesia, que es lo que expresa y realiza litúrgicamente el
sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación (cf LG 11).
58
Sólo Dios perdona los pecados (cf Mc 2,7). Porque Jesús es el Hijo de Dios, dice de sí mismo: “El
Hijo del hombre tiene poder de perdonar los pecados en la tierra” (Mc 2,10) y ejerce ese poder divino: “Tus
pecados están perdonados” (Mc 2,5; Lc 7,48). Más aún, en virtud de su autoridad divina, Jesús confiere este
poder a los hombres (cf Jn 20,21-23) para que lo ejerzan en su nombre.
Cristo quiso que toda su Iglesia, tanto en su oración como en su vida y su obra, fuera el signo y el
instrumento del perdón y de la reconciliación que nos adquirió al precio de su sangre. Sin embargo, confió el
ejercicio del poder de absolución al ministerio apostólico, que está encargado del “ministerio de la
reconciliación” (2 Cor 5,18). El apóstol es enviado “en nombre de Cristo”, y “es Dios mismo” quien, a
través de él, exhorta y suplica: “Déjense reconciliar con Dios” (2 Co 5,20).
Juntos hemos confesado, en nuestro canto, al responder al salmo, la confianza plena en esta gracia
de Dios, que perdona el pecado del ser humano y, a la vez, lo libera del poder avasallador del pecado,
confiriéndole el don de una nueva vida en Cristo. Perdónanos, Señor, y viviremos.
María, Madre del perdón, ayúdanos a acoger la gracia del perdón de este tiempo de gracia y de
salvación. Haz que la Cuaresma sea para todos los creyentes, y para cada hombre que busca a Dios, para
cada uno de nosotros y de nuestras familias, el momento favorable, el tiempo de la reconciliación, el tiempo
de la salvación.
Sábado
Salmo 118
Dichoso el que cumple la voluntad del Señor. La voluntad de nuestro Padre es “que todos los
hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad” (1 Tm 2, 3-4). El “usa de paciencia, no
queriendo que algunos perezcan” (2 P 3, 9; cf Mt 18, 14). Su mandamiento que resume todos los demás y
que nos dice toda su voluntad es que “nos amemos los unos a los otros como él nos ha amado” (Jn 13, 34; cf
1 Jn 3; 4; Lc 10, 25-37).
El nos ha dado a “conocer el Misterio de su voluntad según el benévolo designio que en él se
propuso de antemano...: hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza... a él por quien entramos en herencia,
elegidos de antemano según el previo designio del que realiza todo conforme a la decisión de su Voluntad”
(Ef 1, 9-11). Pedimos con insistencia que se realice plenamente este designio benévolo, en la tierra como ya
ocurre en el cielo.
En Cristo, y por medio de su voluntad humana, la voluntad del Padre fue cumplida perfectamente y
de una vez por todas. Jesús dijo al entrar en el mundo: “He aquí que yo vengo, oh Dios, a hacer tu voluntad”
(Hb 10, 7; Sal 40, 7). Sólo Jesús puede decir: “Yo hago siempre lo que le agrada a él” (Jn 8, 29). En la
oración de su agonía, acoge totalmente esta Voluntad: “No se haga mi voluntad sino la tuya” (Lc 22, 42; cf
Jn 4, 34; 5, 30; 6, 38). He aquí por qué Jesús “se entregó a sí mismo por nuestros pecados según la voluntad
de Dios” (Ga 1, 4). “Y en virtud de esta voluntad somos santificados, gracias a la oblación de una vez para
siempre del cuerpo de Jesucristo” (Hb 10, 10).
Por lo cual, si el Hijo obedeció hasta hacer la voluntad del Padre, cuánto más debe obedecer el
servidor para cumplir la voluntad de su señor. La voluntad de Dios es la que Cristo enseñó y cumplió:
humildad en la conducta, firmeza en la fe, reserva en las palabras, rectitud en los hechos, misericordia en las
obras, orden en las costumbres, no hacer ofensa a nadie y saber tolerar las que se le hacen, guardar paz con
los hermanos, amar a Dios de todo corazón, amarle porque es Padre, temerle porque es Dios… Esto es
querer ser coherederos de Cristo, esto es cumplir el precepto de Dios, esto es cumplir la voluntad del Padre.
Dichoso el que cumple la voluntad del Señor. Se llama dichoso a aquel que ama de corazón los
mandatos de Señor y los cumple, hallando en ellos alegría y paz.
Señor Dios, Tú nos has revelado tu voluntad a través de las palabras y acciones de tu divino Hijo. Te
suplicamos nos ayudes a seguir su ejemplo en nuestras vidas para poder contemplarte y cantarte para
siempre en tus moradas eternas. Te lo pedimos por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que contigo vive y
reina en la unidad del Espíritu Santo, y es Dios, por los siglos de los siglos
59
SEMANA SEGUNDA
Lunes
Salmo 78
No nos trates, Señor, como merecen nuestros pecados. Ciertamente la absolución no es un ‘derecho’,
que el pecador puede alegar ante Dios: es radicalmente don, por el cual hay que manifestar la gratitud con
las palabras y con la vida.
La absolución es la ‘respuesta’ de Dios al hombre que reconoce y confiesa el propio pecado,
manifiesta su dolor y se dispone al cambio de vida, que se deriva de la misericordia recibida.
El creyente pecador, en el seno de la comunidad cristiana, se presenta al ministro de la
Reconciliación que de modo totalmente particular actúa ‘en nombre’ y ‘en la persona’ del Señor Jesús, y
manifiesta las propias culpas para recibir su perdón, y ser así admitido de nuevo en la fraternidad de gracia.
La acusación de las culpas es como si el pecador se aclarara a sí mismo ante Dios que lo perdona.
El pecador al enumerar sus culpas realiza un diálogo religioso, en el que se manifiestan los motivos
por los que Dios en Cristo no debería acogerlo -y a esto equivale la manifestación de los pecados cometidos, pero con la certeza de que Él lo acoge y le renueva por benevolencia suya y por su capacidad de re-crearlo.
De este modo, el pecador ve como Dios mismo lo ve en el Señor Jesús, cuando es aceptado por Dios mismo
en el Señor Jesús, que lo vuelve a aceptar y lo hace “criatura nueva” (Gál 6, 15). El ‘juicio’ divino se revela
por lo que es: la gratuidad del perdón.
De esta manera se difunde en el penitente la luz de Dios de la que habla San Juan en su primera Carta
“Si dijéramos que vivimos en comunión en Él y andamos en tinieblas, mentiríamos y no obraríamos según
verdad... Si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es Él para perdonarnos y limpiarnos de toda
iniquidad” (1Jn 1, 6. 9). Así las cosas no nos queda más que decir a Dios: No nos trates, Señor, como
merecen nuestros pecados.
Martes
Salmo 49
Muéstranos, Señor, el camino de la salvación. El mensaje cuaresmal, que nos pone de cara al
crucificado nos hace caer en la cuenta de que se nos ha dado la salvación por el Misterio Pascual. Donde
quiera que se anuncia la Buena Nueva en nombre de Cristo, muerto y resucitado para nuestra salvación, allí
mismo actúa El como salvador y señor de la humanidad. Esta es la salvación que toda la asamblea ha
invocado dirigiéndose a Dios, Muéstranos, Señor, el camino de la salvación.
El pecado es el camino que separa al hombre de Dios y del prójimo, causando división y minando
desde dentro la sociedad. El “camino de la vida”, que imita y renueva las actitudes de Jesús, es el camino de
la fe y de la conversión, de la salvación. Jesús es el camino que lleva a confiar en él y en su designio
salvífico, a creer que él murió para manifestar el amor de Dios a todo hombre; es el camino de salvación en
medio de una sociedad a menudo fragmentaria, confusa y contradictoria; es el camino de la felicidad de
seguir a Cristo hasta las últimas consecuencias, en las circunstancias a menudo dramáticas de la vida diaria;
es el camino que no teme fracasos, dificultades, marginación y soledad, porque llena el corazón del hombre
de la presencia de Jesús; es el camino de la paz, del dominio de sí, de la alegría profunda del corazón.
La cruz de Cristo es camino de vida y de auténtica felicidad. La Iglesia desde siempre cree y confiesa
que sólo en la cruz de Cristo hay salvación. Pidamos al Señor que nos ayude, que nos ayude a ser
‘contagiados’ por su misericordia. Pidamos a la santa Madre de Jesús, la Madre de la misericordia, que
también nosotros seamos hombres y mujeres de la misericordia, para contribuir así a la salvación del mundo,
a la salvación de las criaturas, para ser hombres y mujeres de Dios. Muéstranos, Señor, el camino de la
salvación.
60
Miércoles
Salmo 30
Sálvame, señor, por tu misericordia. Conscientes de nuestros límites y de nuestras miserias, no
podemos confiar en nuestras pocas fuerzas. Necesitamos hacer nuestra esta respuesta que hemos dirigido a
Dios, para responder al salmo: “¡Señor Sálvame!”. Esta plegaria también la dirigió Pedro a Jesús, al verse en
peligro. Y si oramos como él, sin duda que también Jesús extenderá su mano para salvarnos (cfr. Mt 14,31)
y sentiremos su dulce y fructuoso reproche: “Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?" Agarrados por Cristo.
Así debemos permanecer, dejándonos alcanzar por Él, como hizo el apóstol que dijo: “Cristo Jesús me
alcanzó a mí” (Flp 3,12).
Lo pide o no; lo separa o lo ignore, en el fondo todo hombre y mujer, sienten la necesidad, de una
forma o de otra, de pedir a Dios la salvación: Muestra, Señor, tu poder, sálvame y dame tu apoyo, para que
la fuerza se manifieste en mi debilidad y sea glorificada ante los hombres. Estos anhelos suplicantes que
suben de toda la historia, les ha dado respuesta el Dios Uno y Trino, que es fuente y autor de la salvación
para todos los hombres. La Biblia es el libro que contiene esta respuesta para todos, revelando que Dios es el
Amor que viene a nuestro encuentro y se manifiesta en Jesucristo.
El tiempo de cuaresma, en el que hemos entrado, nos llama a vivir con particular intensidad esta
espera de la redención y a fijar nuestra mirada tanto en el amor misericordioso de Dios que, fiel a sus
promesas, nos sale al encuentro, como en la profunda necesidad de salvación que descubrimos dentro de
nosotros. Dirijámonos, pues, al amor misericordioso de Dios y al designio de salvación con que nos llama a
hacia Sí: Él quiere hacernos partícipes de su vida divina (cf. Ef 2, 18; 2 Pe 1, 4), liberándonos de las tinieblas
del pecado y resucitándonos para la vida eterna (cf. Dei Verbum, 4).
Y nosotros, desde la experiencia del encuentro con el amor misericordioso de Dios, que nos salva,
traduzcamos nuestra plegaria: Sálvame, señor, por tu misericordia, en propósitos y proyectos de vida nueva,
comprometida en el servicio de Dios y en el testimonio de su mensaje entre los hombres.
Jueves
Salmo 1
Dichoso el hombre que confía en el Señor. Sí, es “dichoso el que confía” en el Señor, eligiendo la
senda de la rectitud (cf. vv. 12-13). Se llama dichoso a aquel que “ama de corazón los mandatos de Dios” y
los cumple, hallando en ellos alegría y paz.
El creyente que confía en el Señor, dice: “Desde el seno pasé a tus manos, desde el vientre materno
tú eres mi Dios” (Sal 21, 11). “Si mi padre y mi madre me abandonan, el Señor me recogerá” (Sal 26, 10).
“Tú, Dios mío, eres mi esperanza y mi confianza, Señor, desde mi juventud. En el vientre materno ya me
apoyaba en ti, en el seno tú me sostenías” (Sal 70, 5-6).
A la confianza humilde se contrapone la soberbia. Un escritor cristiano de los siglos IV y V, Juan
Casiano, advierte a los fieles de la gravedad de este vicio de la soberbia, que “destruye todas las virtudes en
su conjunto y no sólo ataca a los mediocres y a los débiles, sino principalmente a los que han logrado cargos
de responsabilidad con el uso de la fuerza”. Y prosigue: “Por este motivo el bienaventurado David custodia
con tanta circunspección su corazón, hasta el punto de que se atreve a proclamar ante Aquel a quien
ciertamente no se ocultaban los secretos de su conciencia: “Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos
altaneros; no pretendo grandezas que superan mi capacidad”. (...) Y, sin embargo, conociendo bien cuán
difícil es también para los perfectos esa custodia, no presume de apoyarse únicamente en sus fuerzas, sino
que suplica con oraciones al Señor que le ayude a evitar los dardos del enemigo y a no ser herido: “Que el
pie del orgullo no me alcance” (Sal 35, 12)” (Le istituzioni cenobitiche, XII, 6, Abadía de Praglia, Bresseo di
Teolo, Padua 1989, p. 289).
La respuesta al salmo que acabamos de cantar tiene, pues, el encanto de presentarnos una de las
virtudes más fundamentales del cristiano: la confianza en Dios, el abandono en sus manos, la paz que se
experimenta cuando Dios es todo, y dirige todo en la vida de cada uno.
61
Viernes
Salmo 104
Recodemos las maravillas que hizo el Señor. La redención tiene su preludio en las maravillas que
hizo Dios en el Antiguo Testamento, y fue realizada en plenitud por Cristo nuestro Señor, especialmente por
medio del misterio pascual de su bienaventurada pasión, de su resurrección de entre los muertos y de su
gloriosa ascensión (cf. n. 5).
No podemos olvidar que “la Iglesia se edifica y va creciendo por la escucha de la palabra de Dios, y
las maravillas que, de muchas maneras, realizó Dios, en otro tiempo, en la historia de la salvación, se hacen
de nuevo presentes de un modo misterioso pero real, a través de los signos de la celebración litúrgica” (Ordo
lectionum missae, 7).
Recodemos las maravillas que hizo el Señor: desde el nacimiento de Jesús en Belén hasta la cruz en
el Gólgota y, luego, desde la mañana de Pascua hasta el día de Pentecostés. Todas estas ‘maravillas’
(magnalia Dei) alcanzan su coronamiento en el Misterio Pascual y Pentecostés.
¡El Señor ha hecho verdaderamente maravillas en nosotros! De estas ‘maravillas’, debemos ser
siempre testigos coherentes y valerosos en nuestro ambiente, entre nuestros amigos y familiares y
compañeros de trabajo, en todas las circunstancias de vuestra vida.
Que María, modelo de fe para todos los creyentes, nos ayude a prepararnos a acoger dignamente al
Señor en esta cuaresma. Con ella reconozcamos las maravillas que el Señor hizo en María para nosotros.
Señora nuestra de la Soledad, Infunde en nuestros corazones tu sensibilidad, un ‘sentido’ vivo de las
maravillas de Dios, a fin de que no perdamos, por nuestra culpa, la grandeza que nos ha dado el Padre.
Sábado
Salmo 102
El señor es compasivo y misericordioso. En la respuesta al salmo hemos confesado: “Señor, Señor,
Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad” (Ex 34, 6): es la conciencia
recuperada de que el Señor es misericordioso y de que todo hombre es un hijo amado por él y llamado a la
conversión.
La convertíos al Señor Dios vuestro implica el desprendimiento de lo que nos mantiene alejados de
él. Este desprendimiento constituye el punto de partida necesario para restablecer con Dios la alianza rota a
causa del pecado, y tener la experiencia del Señor compasivo y misericordioso.
Nuestro Padre es “El Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en gracia y
fidelidad” (Ex 34, 6). San Juan, en el Nuevo Testamento, resume esta expresión en una sola palabra: “Amor”
(1 Jn 4, 8. 16). Dios es amor: “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único” (Jn 3, 16).
Así pues, este respuesta al salmo expresa claramente que el Dios de la Biblia es amor y vida, que
quiere comunicarse, es apertura, relación. Las palabras “misericordioso”, “compasivo”, “rico en clemencia”,
nos hablan de una relación, en particular de un Ser vital que se ofrece, que quiere colmar toda laguna, toda
falta, que quiere dar y perdonar, que desea entablar un vínculo firme y duradero de vida y de amor.
“Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad” (Ex 34,
6). Esta es la invitación divina a la conversión en esta cuaresma, invitación a volver al abrazo del Dios
"compasivo y misericordioso.
TERCERA SEMANA
Lunes
Salmo 41 y 42
62
Estoy sediento del Dios que da la vida. La vida de oración, sepámoslo o no, es el encuentro de la sed
de Dios y de sed del hombre. Dios tiene sed de que el hombre tenga sed de El (cf San Agustín, quaest. 64,
4). La vida de oración es estar habitualmente en presencia de Dios, tres veces Santo, y en comunión con El.
Esta comunión de vida es posible siempre porque, mediante el Bautismo, nos hemos convertido en un
mismo ser con Cristo (cf Rm 6, 5).
San Gregorio nos enseña la importancia y la necesidad de la oración. Afirma que “es necesario
acordarse de Dios con más frecuencia de la que se respira” (Oratio 27, 4: PG 250, 78), porque la oración es
el encuentro de la sed de Dios con nuestra sed.
“La oración es la elevación del alma a Dios o la petición a Dios de bienes convenientes” (San Juan
Damasceno, f. o. 3, 24). ¿Desde dónde hablamos cuando oramos? ¿Desde la altura de nuestro orgullo y de
nuestra propia voluntad, o desde ‘lo más profundo’ (Sal 130, 14) de un corazón humilde y contrito? El que
se humilla es ensalzado (cf Lc 18, 9-14). La humildad es la base de la oración. “Nosotros no sabemos pedir
como conviene” (Rom 8, 26). La humildad es una disposición necesaria para recibir gratuitamente el don de
la oración: el hombre es un mendigo de Dios (cf San Agustín, serm 56, 6, 9).
“Si conocieras el don de Dios” (Jn 4, 10). La maravilla de la oración se revela precisamente allí,
junto al pozo donde vamos a buscar nuestra agua: allí Cristo va al encuentro de todo ser humano, es el
primero en buscarnos y el que nos pide de beber. Jesús tiene sed, su petición llega desde las profundidades
de Dios que nos desea. La oración, sepámoslo o no, es el encuentro de la sed de Dios y de sed del hombre.
Dios tiene sed de que el hombre tenga sed de El (cf San Agustín, quaest. 64, 4).
“Tú le habrías rogado a él, y él te habría dado agua viva” (Jn 4, 10). Nuestra oración de petición es
paradójicamente una respuesta. Respuesta a la queja del Dios vivo: “A mí me dejaron, Manantial de aguas
vivas, para hacerse cisternas, cisternas agrietadas” (Jr 2, 13), respuesta de fe a la promesa gratuita de
salvación (cf Jn 7, 37-39; Is 12, 3; 51, 1), respuesta de amor a la sed del Hijo único (cf Jn 19, 28; Za 12, 10;
13, 1).
En otro lugar san Gregorio escribe: “Alma mía, tienes una tarea, una gran tarea, si quieres. Escruta
seriamente tu interior, tu ser, tu destino, de dónde vienes y a dónde vas; trata de saber si es vida la que vives
o si hay algo más. Alma mía, tienes una tarea; por tanto, purifica tu vida: por favor, ten en cuenta a Dios y
sus misterios; investiga qué había antes de este universo, y qué es el universo para ti, de dónde procede y
cuál será su destino. Esta es tu tarea, alma mía; por tanto, purifica tu vida” (Carmina [histórica] 2, 1, 78: PG
37, 1425-1426). Nuestra tarea es encontrar la verdadera luz, encontrar la verdadera altura de nuestra vida. Y
nuestra vida consiste en encontrarnos con Dios, que tiene sed de nuestra sed. Estoy sediento del Dios que da
la vida.
Martes
Salmo 24
Sálvanos, Señor, tu que res misericordioso. A través de toda la Biblia se nos ha manifestado la
identidad de Dios: su amor misericordioso nos salva. Hace falta una sola cosa: que el pecador entorne al
menos un poco la puerta de su corazón... El resto lo hará Dios. “Todo comienza en su misericordia y en su
misericordia acaba”.
En efecto, no hay amor más grande que dar la vida por los amigos (cf. Jn 15,13), pues el amor salva
al mundo, construye la sociedad y prepara la eternidad. Es Dios quien nos salva, quien salva al mundo y toda
la historia. Él es el Pastor de su pueblo.
Nuestro mundo necesita ser tocado y curado por la belleza y la riqueza del amor de Dios. El mundo
actual necesita testigos de ese amor. Necesita que nosotros seamos la sal de la tierra y la luz del mundo, para
que salve. El mundo necesita la sal, nos necesita como sal de la tierra y luz del mundo. Necesitamos
constantemente recordar al mundo que “el Evangelio es fuerza de Dios que salva” (cf. Rm 1, 16).
Dios es Amor que salva. Es Cristo resucitado quien cura las heridas y salva a los hijos e hijas de
Dios, salva a la humanidad de la muerte, del pecado y de la esclavitud de las pasiones. Que esta cuaresma el
Dios misericordioso afiance nuestro corazón en el bien y la verdad y nos salve, pues El es.
63
Miércoles
Salmo 147
Demos gloria a nuestro Dios. La Biblia habla a menudo de la bondad y de la belleza de la creación,
llamada a dar gloria a Dios (cfr Gén 1, 4 ss.; Sal 8, 2; 104) Precisamente nos hemos encaminado a este
santuario de nuestra Señora de la Soledad para dar gloria y honrar, con la eucaristía, a nuestro Señor
Jesucristo: “Al que nos ama y nos ha lavado con su sangre de nuestros pecados y ha hecho de nosotros un
reino de sacerdotes para su Dios y Padre” (Ap 1, 5-6). Damos gracias a nuestro Señor, porque nos reúne, nos
concede su Espíritu y nos permite invocar a Dios como “Abbá, Padre”.
Y no podemos hacer algo mejor que alabar a Dios, pues el hombre debe dar gloria a Dios Creador y
Redentor; en cierto modo debe convertirse en voz de toda la creación para proclamar los beneficios, que
diariamente recibimos de Dios. Nuestra misión es anunciar las grandes obras de Dios y, a la vez, manifestar
nuestra relación con Dios.
La cuaresma es un tiempo especial para dar gloria a Dios, viéndonos tal como somos, criaturas
pobres necesitadas del amor y del perdón de Dios. La preocupación del discípulo de Jesús es que todo en su
vida sea para mayor gloria de Dios. Jesús nos enseña: “Brille así su luz delante de los hombres, para que
vean sus buenas obras y glorifiquen a su Padre que está en los cielos” (Mt 5,16). Por tanto, hay que hacerlo
todo para la gloria de Dios y no para la nuestra. Demos gloria a nuestro Dios. La fe en Dios nos mueve a
darle gloria solo a El como a nuestro primer origen y nuestro fin último.
Jueves
Salmo 105
Acuérdate de nosotros, por amor a tu pueblo. El amor de Dios encontró su expresión más profunda
en la entrega que Cristo hizo de su vida por nosotros en la cruz, es sobre todo al contemplar su sufrimiento y
su muerte como podemos reconocer de manera cada vez más clara el amor sin límites que Dios nos
tiene: “Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino
que tenga vida eterna” (Jn 3, 16).
Señor Jesús, eres el buen pastor que da la vida. Acuérdate de tu Iglesia y no permitas que se aparte
del camino del amor y de la entrega.
Señor Jesús, por nosotros aceptaste la cruz. Acuérdate ahora de todos los que atraviesan la prueba, de
los que están solos y angustiados, de los pobres y los que sufren.
Señor Jesús, diste tu vida para que nosotros, muertos al pecado, vivamos en la justicia. Acuérdate
ahora de todos los que se entregan al servicio de los más desprotegidos, de los que trabajan por la verdad, la
vida y la justicia.
Señor Jesús, ofreciste el perdón a los que te condenaron y abriste las puertas del Reino al buen
ladrón. Ayúdanos a confiar siempre en tu perdón, y a ser también nosotros capaces de amar y perdonar.
El hombre vive la experiencia del amor de Dios como una ‘llamada’ a la que tiene que responder. La
mirada dirigida al Señor, que “tomó sobre sí nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades” (Mt 8,
17. La contemplación, en la adoración, del costado traspasado por la lanza nos hace sensibles a la voluntad
salvífica de Dios. Nos hace capaces de abandonarnos a su amor salvífico y misericordioso, y al mismo
tiempo nos fortalece en el deseo de participar en su obra de salvación, convirtiéndonos en sus instrumentos.
Acuérdate de nosotros, por amor a tu pueblo.
19 de marzo, Solemnidad de san José
Protector y custodio fiel
De los Sermones de san Bernardino de Siena, presbítero; Sermo 2, de S. Ioseph: Opera 7, 16. 27-30.
“La norma general que regula la concesión de gracias singulares a una criatura racional determinada
es la de que, cuando la gracia divina elige a alguien para otorgarle una gracia singular o para ponerle en un
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estado preferente, le concede todos aquellos carismas que son necesarios para el ministerio que dicha
persona ha de desempeñar.
Esta norma se ha verificado de un modo excelente en San José, padre putativo de nuestro Señor
Jesucristo y verdadero esposo de la Reina del universo y Señora de los ángeles. José fue elegido por el
eterno Padre como protector y custodio fiel de sus principales tesoros, esto es, de su Hijo y de su Esposa, y
cumplió su oficio con insobornable fidelidad. Por eso le dice el Señor: «Siervo bueno y fiel, entra en el gozo
de tu Señor».
Si relacionamos a José con la Iglesia universal de Cristo, ¿no es este el hombre privilegiado y
providencial, por medio del cual la entrada de Cristo en el mundo se desarrolló de una manera ordenada y
sin escándalos? Si es verdad que la Iglesia entera es deudora a la Virgen Madre por cuyo medio recibió a
Cristo, después de María es San José a quien debe un agradecimiento y una veneración singular.
José viene a ser el broche del Antiguo Testamento, broche en el que fructifica la promesa hecha a los
Patriarcas y los Profetas. Sólo él poseyó de una manera corporal lo que para ellos había sido mera promesa.
No cabe duda de que Cristo no sólo no se ha desdicho de la familiaridad y respeto que tuvo con él
durante su vida mortal como si fuera su padre, sino que la habrá completado y perfeccionado en el cielo.
Por eso, también con razón, se dice más adelante: «Entra en el gozo de tu Señor». Aun cuando el
gozo eterno de la bienaventuranza entra en el corazón del hombre, el Señor prefirió decir: «Entra en el
gozo», a fin de insinuar místicamente que dicho gozo no es puramente interior, sino que circunda y absorbe
por doquier al bienaventurado, como sumergiéndole en el abismo infinito de Dios.
Acuérdate de nosotros, bienaventurado José, e intercede con tu oración ante aquel que pasaba por
hijo tuyo; intercede también por nosotros ante la Virgen, tu Esposa, madre de aquel que con el Padre y el
Espíritu Santo vive y reina por los siglos de los siglos. Amén."
Oración
Dios todopoderoso, que confiaste los primeros misterios de la salvación de los hombres a la fiel
custodia de San José, haz que, por su intercesión, la Iglesia los conserve fielmente y los lleve a plenitud en
su misión salvadora. Por nuestro Señor.
Viernes
Salmo 80
Yo soy tu Dios, escúchame. Esta respuesta al salmo nos lleva a responder a la iniciativa del amor
misericordioso de Dios para con el hombre alienado por el pecado: está pidiendo la respuesta del hombre, la
conversión, el retorno a Dios, la prontitud para abrazar a los hermanos, para confesar los propios pecados,
para reparar sus consecuencias y conformar la propia vida de acuerdo con la voluntad del Padre.
Las prácticas cuaresmales no ayudan a ser capaces para escuchar la voz del Padre, de pedir y obtener
el perdón, de resurgir a vida nueva, de renovarnos a sí mismos y el ambiente que nos rodea.
El tiempo de cuaresma es un tiempo para Buscar al Señor Jesús; para crecer en su amistad; un tiempo
para aprender a escuchar y a conocer su Palabra; y así, Vivir nuestra vida con alegría y entusiasmo, seguros
de su presencia y de su amistad gratuita, generosa, fiel hasta la muerte de cruz.
Yo tu Dios, escúchame: todos tenemos la necesidad, ante todo en este tiempo, de escuchar más
íntimamente a Dios, de conocer más profundamente su Palabra de salvación, de compartir más sinceramente
la fe que se alimenta constantemente en la mesa de la Palabra divina!
Que nuestro caminar espiritual en esta cuaresma nos lleve a imitar a la Virgen María: aprender de
ella a escuchar y a poner en práctica la Palabra de Dios (cfr. Jn 2,5), aprender de ella a permanecer cerca del
Señor, aunque nos cueste (cfr. Jn 19,25).
Sábado
Salmo 50
65
Misericordia quiero, no sacrificios, dice el Señor. Esta respuesta que hemos dado al salmo es una
expresión del profeta Oseas, que Jesús retoma en el Evangelio: “Quiero amor y no sacrificios, conocimiento
de Dios más que holocaustos” (Os 6, 6). La verdadera religión consiste en el amor a Dios y al prójimo. Esto
es lo que da valor al culto y a la práctica de los preceptos.
Dios nos pide, que siguiendo la enseñanza y el ejemplo de Jesús, por encima de todo pongamos
misericordia, es decir, quiere que vivamos plenamente la verdad de nuestra vida: podemos y tenemos que ser
misericordiosos, porque nos ha sido manifestada la misericordia por un Dios que es Amor misericordioso
(cf. 1 Jn 4, 7-12). El Dios que nos redime mediante su entrada en la historia, y que mediante el drama del
Viernes Santo prepara la victoria del día de Pascua, es un Dios de misericordia y de perdón (cf. Sal 103
[102], 3-4. 10-13).
A cuantos le objetaban a Jesús, que comía con los pecadores, él les ha contestado: “vayan, pues, a
aprender qué significa aquello de: Misericordia quiero, que no sacrificio. Porque no he venido a llamar a
justos, sino a pecadores” (Mt 9, 13). Los seguidores de Cristo, bautizados en su muerte y en su resurrección,
hemos de ser siempre hombres y mujeres de misericordia y perdón.
Que la Virgen, Madre de la Misericordia, suscite en nosotros sentimientos de abandono filial a Dios,
que es misericordia infinita; que ella nos ayude a hacer nuestra la oración que san Agustín formula en un
famoso pasaje de sus Confesiones: “¡Señor, ten misericordia de mí! Mira que no oculto mis llagas. Tú eres
el médico; yo soy el enfermo. Tú eres misericordioso; yo, lleno de miseria. (...) Toda mi esperanza está
puesta únicamente en tu gran misericordia” (X, 28. 39; 29. 40).
CUARTA SEMANA
Lunes
Salmo 29
Te alabaré, Señor, eternamente. Hoy, la respuesta al salmo 29, que se acaba de proclamar, constituye
una jubilosa invitación a alabar al Señor, pastor de su pueblo: “¿Qué podré yo dar a Dios por todos los
beneficios que me ha hecho? Te ofreceré sacrificios de alabanza e invocaré el nombre de Dios” (Sal
115/116, 12. 17). “Te alabaré por el maravilloso modo con que me hiciste; admirables son tus obras, conoces
del todo mi alma” (Sal 138/139, 14). “Quiero ensalzarte, Dios mío, Rey, y bendecir tu nombre por los
siglos” (Sal 144/145, 1). Con esta experiencia del salmista se despierta en nosotros el deseo de alabar al
Señor por todas las maravillas que la gracia divina ha obrado en cada uno de nosotros, y decir a voz en
cuello: Te alabaré, Señor, eternamente.
La Eucaristía es el perfecto “sacrificio de alabanza”, la glorificación más elevada que sube de la
tierra al cielo, “la fuente y cima de toda la vida cristiana, en la que los hijos de Dios ofrecen al Padre la
víctima divina y a sí mismos con ella” (cf. LG 11).
En el Nuevo Testamento la carta a los Hebreos nos enseña que la liturgia cristiana es ofrecida por un
“sumo sacerdote santo, inocente, incontaminado, apartado de los pecadores y encumbrado por encima de los
cielos”, que ha realizado de una vez para siempre un único sacrificio “ofreciéndose a sí mismo” (cf. Hb 7,
26-27). “Por medio de él -dice la carta-, ofrecemos a Dios sin cesar un sacrificio de alabanza” (Hb 13, 15).
La Eucaristía es ‘acción de gracias’; en ella el Hijo de Dios une a sí mismo a la humanidad redimida
en un cántico de acción de gracias y de alabanza. “En el sacrificio eucarístico, toda la creación amada por
Dios es presentada al Padre a través de la muerte y resurrección de Cristo” (CIgC 1359). Uniéndose al
sacrificio de Cristo, la Iglesia en la Eucaristía da voz a la alabanza de la creación entera. A eso debe
corresponder el compromiso de cada fiel de ofrecer su existencia, su ‘cuerpo’ -como dice san Pablo- “como
una víctima viva, santa, agradable a Dios” (Rm 12, 1), en una comunión plena con Cristo. De este modo una
sola vida une a Dios y al hombre, a Cristo crucificado y resucitado por todos y al discípulo llamado a
entregarse totalmente a él.
66
Martes
Salmo 45
Con nosotros está Dios, el Señor. El templo es un signo importante de la presencia divina, es el lugar
de la actualización siempre nueva de la alianza de los hombres con el Eterno y entre sí. Mirando a Cristo,
nuevo templo, de cuya presencia viva en el Espíritu los templos cristianos son signo, sus seguidores saben
que Dios está siempre vivo y presente entre ellos y para ellos.
El Templo es la morada santa del Arca de la alianza, el lugar en donde se actualiza el pacto con el
Dios vivo y el pueblo de Dios tiene la conciencia de constituir la comunidad de los creyentes, “linaje
elegido, sacerdocio real, nación santa” (1 P 2,9). San Pablo recuerda: “Así pues, ya no son extraños ni
forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios, edificados sobre el cimiento de los
apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo mismo, en quien toda edificación bien trabada se eleva
hasta formar un templo santo en el Señor, en quien también ustedes están siendo juntamente edificados,
hasta ser morada de Dios en el Espíritu” (Ef 2,19-22). Es Dios quien, habitando entre los suyos y en su
corazón, hace de ellos su santuario vivo. El templo de “piedras muertas” remite a Aquel que nos hace
santuario de “piedras vivas”.
El templo, en cuanto lugar de encuentro con el Señor de la vida, es signo seguro de la presencia del
Dios que actúa en medio de su pueblo, porque en él, a través de su Palabra y de sus Sacramentos, Él se
comunica a nosotros. Por eso, al templo se acude como al templo del Dios vivo, al lugar de la alianza viva
con Él, para que la gracia de los Sacramentos libere a los peregrinos del pecado y les dé la fuerza de volver a
comenzar con nuevo brío y con nueva alegría en el corazón, para ser entre los hombres testigos transparentes
del Eterno.
Por lo que atañe a la celebración de la Eucaristía, es preciso recordar que es el centro y el corazón de
toda la vida del templo, acontecimiento de gracia que ‘contiene todo el bien espiritual de la Iglesia’.
Con nosotros está Dios, el Señor: El santuario no es sólo una obra humana, sino también un signo
visible de la presencia del Dios invisible.
Miércoles
Salmo 144
El Señor es compasivo y misericordioso. San Juan, en el Nuevo Testamento, resume esta expresión
en una sola palabra: “Amor” (1 Jn 4, 8. 16). En efecto, Dios amó tanto “al mundo que le entregó a su Hijo
único” (Jn 3, 16). Sí, El Señor compasivo y “rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó,
estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo” (Ef 2, 4-6).
Jesús es signo supremo del amor de Dios, lo es de modo muy singular su muerte, en la que se
manifestó plenamente la ternura redentora de Dios. Por consiguiente, siempre, pero especialmente en este
tiempo cuaresmal, la cruz debe estar en el centro de nuestra meditación; en ella contemplamos la gloria del
Señor que resplandece en el cuerpo martirizado de Jesús. Precisamente en esta entrega total de sí se
manifiesta la grandeza de Dios, que es amor.
Todo cristiano está llamado a comprender, vivir y testimoniar con su existencia la gloria del
Crucificado. La cruz -la entrega de sí mismo del Hijo de Dios- es, en definitiva, el ‘signo’ por excelencia
que se nos ha dado para comprender la verdad del hombre y la verdad de Dios: todos hemos sido creados y
redimidos por un Dios que por amor inmoló a su Hijo único. Sí, El Señor es compasivo y misericordioso.
Comprender y acoger el amor misericordioso de Dios, ha de ser nuestro compromiso, sobre todo en
el seno de nuestra familia y en todos los momentos de nuestro día. Que nuestra Señora de la Soledad nos
ayude a corresponder al amor eterno e infinito de Dios.
La Anunciación del Señor.
25 de marzo
“No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios”
67
Hoy celebramos la fiesta de la Anunciación del Señor. Dios, con el anuncio del ángel Gabriel y la
aceptación de María de la expresa voluntad divina de encarnarse en sus entrañas, asume la naturaleza
humana -“compartió en todo nuestra condición humana, menos en el pecado”- para elevarnos como hijos de
Dios y hacernos así partícipes de su naturaleza divina. El misterio de fe es tan grande que María, ante este
anuncio, se queda como asustada. Gabriel le dice: “No temas, María” (Lc 1,30): el Todopoderoso te ha
mirado con predilección, te ha escogido como Madre del Salvador del mundo. Las iniciativas divinas
rompen los débiles razonamientos humanos.
“¡No temas!”. Palabras que leeremos frecuentemente en el Evangelio; el mismo Señor las tendrá que
repetir a los Apóstoles cuando éstos sientan de cerca la fuerza sobrenatural y también el miedo o el susto
ante las obras prodigiosas de Dios. Nos podemos preguntar el porqué de este miedo. ¿Es un miedo malo, un
temor irracional? ¡No!; es un temor lógico en aquellos que se ven pequeños y pobres ante Dios, que sienten
claramente su flaqueza, la debilidad ante la grandeza divina y experimentan su poquedad frente a la riqueza
del Omnipotente. Es el papa san León quien se pregunta: “¿Quién no verá en Cristo mismo la propia
debilidad?”. María, la humilde doncella del pueblo, se ve tan poca cosa... ¡pero en Cristo se siente fuerte y
desaparece el miedo!
Entonces comprendemos bien que Dios “ha escogido lo débil del mundo, para confundir lo fuerte”
(1Cor 1,26). El Señor mira a María viendo la pequeñez de su esclava y obrando en Ella la más grande
maravilla de la historia: la Encarnación del Verbo Eterno como Cabeza de una renovada Humanidad. Qué
bien se aplican a María aquellas palabras que Bernanos dijo a la protagonista de La alegría: “Un sentido
exquisito de su propia flaqueza la reconfortaba y la consolaba maravillosamente, porque era como si fuera el
signo inefable de la presencia de Dios en Ella; Dios mismo resplandecía en su corazón”.
Jueves
Salmo 105
Perdona, Señor, las culpas de tu pueblo. Con esta respuesta al salmo hemos Suplicado con confianza
a Dios nuestro Padre, misericordioso y compasivo, lento a la ira y grande en el amor y la fidelidad, que
acepte el arrepentimiento de su pueblo, que confiesa humildemente sus propias culpas, y le conceda su
misericordia.
El Pueblo de Dios, Iglesia peregrina, es santificado siempre por el Padre Dios con la sangre de su
Hijo; Este Pueblo tiene en su seno miembros que brillan por su santidad y a otros que, con su desobediencia
a Dios, contradicen la fe profesada en el santo Evangelio.
Dios permanece siempre fiel aun cuando nosotros le somos infieles, perdona nuestras culpas y
espera, que seamos auténticos testigos tuyos
Esta respuesta al salmo es, pues, un canto de súplica a la misericordia divina y a la reconciliación
entre el pecador y el Señor, un Dios justo pero siempre dispuesto a mostrarse “compasivo y misericordioso,
lento a la ira y rico en amor y fidelidad, que mantiene su amor por mil generaciones, que perdona la
iniquidad, la rebeldía y el pecado” (Ex 34, 6-7).
Como testimonia la Escritura, Dios es rico en misericordia y perdona siempre a cuantos vuelven a Él
(cf. Ez 18, 23; Sal 32 [31], 5; 103 [102], 3.8-14; Ef 2, 4-5; 2 Co 1, 3). Pero no olvidemos, que el perdón de
Dios se convierte también en nuestros corazones en fuente de perdón en las relaciones entre nosotros,
ayudándonos a vivirlas bajo el signo de una verdadera fraternidad.
Viernes
Salmo 33
El Señor no está lejos de sus fieles. Dios se hizo Hijo del hombre para que nosotros nos
convirtiéramos en hijos de Dios. En efecto, “la Verdad que salva la vida, que se hizo carne en Jesús”, es la
presencia íntima de Dios, que viene y que vive y que está con nosotros. Éste es un don inestimable, un don
capaz de hacernos “vivir en el abrazo universal de los amigos de Dios”, nos hace capaces de vivir en la “red
de amistad con Cristo, que une el cielo y la tierra”.
68
Cuando los cristianos se congregan para orar, Jesús mismo está en medio de ellos. Son uno con
Aquel que es el único mediador entre Dios y los hombres. La constitución sobre la sagrada liturgia del
concilio Vaticano II nos indica uno de los modos de la presencia de Cristo: “Cuando la Iglesia suplica y
canta salmos, está presente el mismo que prometió: “Donde están dos o tres congregados en mi nombre ahí
estoy yo en medio de ellos" (Mt 18, 20)” (Sacrosanctum Concilium, 7).
Pero el grado máximo de intensidad de su presencia entre nosotros se realiza en el sacramento de la
Eucaristía, en su doble aspecto de celebración y permanencia, porque en él no sólo se encuentra la presencia
real del Señor, sino también su presencia “substancial”: la substancia misma del pan y del vino, la fibra
íntima de su ser, se convierte en Jesús.
La Eucaristía es el sacramento de la presencia de Cristo que se nos da porque nos ama. Él nos ama a
cada uno de nosotros de un modo personal y único en la vida concreta de cada día: en la familia, entre los
amigos, en el estudio y en el trabajo, en el descanso y en la diversión. Nos ama cuando llena de frescura los
días de nuestra existencia y también cuando, en el momento del dolor, permite que la prueba se cierna sobre
nosotros; también a través de las pruebas más duras, Él nos hace escuchar su voz.
Sí, queridos amigos, ¡Cristo nos ama y nos ama siempre! Nos ama incluso cuando lo decepcionamos,
cuando no correspondemos a lo que espera de nosotros. Él no nos cierra nunca los brazos de su misericordia.
¿Cómo no estar agradecidos a este Dios que nos ha redimido llegando incluso a la locura de la Cruz? ¿A este
Dios que se ha puesto de nuestra parte y está ahí hasta al final?
Sábado
Salmo 7
En ti, Señor, me refugio. Para nosotros lo bueno es estar junto a Dios, hacer del Señor nuestro refugio
(Sal 72, 25. 28). Desde su experiencia de la vida, el orante sabe dirigirse así a Dios, por sí y pos los demás:
“A ti, Señor, nos hemos acogido: no hemos quedado nunca defraudados; tú has sido la roca de nuestro
refugio, un baluarte donde nos hemos salvado. No nos has entregado en manos del enemigo. ¡Cuán grande
es tu bondad, Señor!” (cf. Sal 31, 2-3. 9. 20).
La respuesta que hemos dado al salmo 7: En ti, Señor, me refugio, suscita la confianza en el Señor y
proclama la estabilidad de “los que confían en el Señor”, debido a la presencia de Dios en la mente y el
corazón del creyente, pues sólo Dios es “roca, fortaleza, peña, refugio, escudo, baluarte y fuerza de
salvación” (cf. Sal 17, 3). Aunque el creyente se sienta aislado y rodeado por peligros y amenazas, su fe
debe ser serena, porque el Señor está siempre con él. En efecto la fuerza de Dios nos rodea y nos protege.
Dios lo es todo para el que lo ha encontrado, se ha convertido en el centro de su vida; y por esto,
Dios es la roca segura y estable, es la gracia amorosa, es el alcázar protegido, el refugio defensivo, la
liberación, el escudo que mantiene alejado todo asalto del mal (cf. Sal 143, 1-2). Dios ilumina, anima y
adiestra a los fieles para la lucha a fin de que sepan afrontar las hostilidades del ambiente, las fuerzas
oscuras del mundo.
Un ejemplo, san Odilón, él solía decir: “La cruz es mi refugio, la cruz es mi camino y mi vida. (...)
La cruz es mi arma invencible. La cruz rechaza todo mal. La cruz disipa las tinieblas”. La cruz del Señor nos
recuerda que toda vida está iluminada por la luz pascual, que ninguna situación está totalmente perdida,
puesto que Cristo ha vencido la muerte y nos ha abierto el camino de la verdadera vida. La redención “se
realiza en el sacrificio de Cristo, gracias al cual el hombre rescata la deuda del pecado y es reconciliado con
Dios” (TMA 7). Por esto hemos orado así: En ti, Señor, me refugio.
QUINTA SEMANA
Lunes
Salmo 22
69
Nada temo, Señor, porque tú estás conmigo. Sí, al hombre que vive en Cristo nada teme, ni la muerte
le asusta; experimenta en todo momento lo que el salmista afirma con confianza: “Aunque camine por
cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo” (Sal 22, 4).
“Tu mecum es”, “Tú estás conmigo”: esta expresión remite a otra que Jesús resucitado dirigió a los
Apóstoles: “Ego vobiscum sum”, “Yo estoy con ustedes” (Mt 28, 20). En efecto, esta respuesta al salmo es
un mensaje de esperanza; porque Cristo está siempre con nosotros.
Por esto santa Teresa rezaba en su corazón: “Nada te turbe, nada te espante. Quien a Dios tiene, nada
le falta... ¡Sólo Dios basta”! El creyente que se acostumbre a vivir sostenido por estas convicciones, sabe que
está presente el Resucitado en lo que tiene y en lo que hace, y que sólo es la fuente de la verdadera luz y
alegría. Sabe que, como dice el salmo, aunque pase por un valle oscuro, “nada temo, porque tú vas conmigo
y habitaré en la casa del Señor”. Esta ha de ser nuestra gran fuerza: saber que, el que vive para siempre, está
conmigo.
“El Señor es mi pastor, nada me falta... Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú
vas conmigo...” (Sal 23, 1-4). Saber que existe Aquel que me acompaña incluso en la muerte y que con su
“vara y su cayado me sosiega”, de modo que “nada temo” (cf. Sal 23 [22],4), es la esperanza, que ha de
brotar en nuestra vida de creyente.
En este contexto, cito algunas frases de una carta del mártir vietnamita Pablo Le-Bao-Thin (1857):
…Dios, que en otro tiempo libró a los tres jóvenes del horno de fuego, está siempre conmigo y me libra de
las tribulaciones y las convierte en dulzura, porque es eterna su misericordia. En medio de estos tormentos,
que aterrorizarían a cualquiera, por la gracia de Dios estoy lleno de gozo y alegría, porque no estoy solo,
sino que Cristo está conmigo (...).Nada temo, Señor, porque tú estás conmigo.
Martes
Salmo 101
Señor, escucha mi plegaria. “Cuando uno grita, el Señor lo escucha y lo libra de sus angustias”. Es
esta una convicción que nosotros necesitamos aprender una y otra vez, especialmente ahora, en esta
Cuaresma, tiempo de renovación espiritual para la Iglesia.
Sabemos que aquellos que gritan serán escuchados. Sabemos también que Dios nos hizo hombres y
mujeres mortales, instrumentos para asegurar que su voluntad sea llevada a cabo y que su reino llegue,
asimismo, al mundo de la movilidad humana, instrumentos también consagrados a su don de perdón y
reconciliación, venciendo el mal con el bien.
La oración personal, en la que se escucha la palabra de vida y se confronta con la existencia cotidiana
¿no es en realidad una forma de convivencia con el Maestro y una escuela de todos los que quieren ser
discípulos auténticos de Jesús? Una oración que sea comunión con el Señor y se traduzca en un compromiso
de fidelidad evangélica, de opción radical por Cristo y por su causa que es el Evangelio, hará de los fieles
cristianos, lo que son y lo que debemos hacer: discípulos misioneros de Jesús.
Así, el que pide ser escuchado: Señor, escucha mi plegaria, se sobreentiende que también debe saber
escuchar; la creatura es la primea que ha de escuchar con amor y reverencia a su Creador y Padre; es decir,
saber Escuchar la palabra de Dios, unida a la oración; dejarse sorprender por la novedad de la palabra de
Dios, que nunca envejece y nunca se agota; superar nuestra sordera para escuchar las palabras que no
coinciden con nuestros prejuicios y nuestras opiniones; escuchar y estudiar, todo lo que constituye un
camino que es preciso recorrer: saber escuchar a Dios para ser escuchados por Él.
El tiempo de cuaresma es un tiempo oportuno para descubrir más profundamente la presencia de
Dios. Necesitamos diariamente tener un espacio para ser escuchados y aprender a escuchar a Dios,
especialmente a través de la lectura reposada y atenta de la Sagrada Escritura. Señor, escucha mi plegaria.
Miércoles
Salmo Daniel 3
70
Bendito seas por siempre, Señor. Sólo a Dios corresponde el honor y la gloria. Hoy y siempre
estamos llamados glorificar a Dios con toda nuestra vida, con la mente y el corazón: en la eternidad en toda
plenitud, hoy desde nuestra pequeñez: Bendito seas Señor y Padre que estás en el cielo, Origen de todo bien,
Dador de todo consuelo, porque en tu infinita bondad, nos has reconciliado contigo y entre nosotros, por
medio de Jesucristo, tu divino Hijo.
Nosotros nos hemos asociado en la respuesta al salmo, a la voz de los santos y de los ángeles y a
todos los demás hermanos del mundo en una acción de gracias, gozosa y llena de esperanza, aun en medio
de las pruebas que marcan nuestro camino hacia la gloria.
El mártir san Policarpo se dirigió al “Señor Dios omnipotente”, cuando ya estaba atado y preparado
para la hoguera, como lo hemos en la liturgia de la palabra diciendo: “Señor Dios todopoderoso, Padre de tu
amado y bendito Hijo Jesucristo..., bendito seas por haberme considerado digno de ser inscrito, este día y en
esta hora, en el número de los mártires, con el cáliz de tu Cristo para la resurrección a la vida eterna de alma
y cuerpo en la incorruptibilidad del Espíritu Santo. Haz que sea acogido hoy entre ellos, en tu presencia,
como pequeño y grato sacrificio, tal como tú, el Dios verdadero y ajeno a la mentira, de antemano
dispusiste, manifestaste y realizaste. Por eso, sobre todo, yo te alabo, te bendigo, te glorifico a través del
eterno y celeste Sumo Sacerdote, tu amado Hijo Jesucristo, por el cual sea dada gloria a ti con él y con el
Espíritu Santo, ahora y por todos los siglos. Amén” (Atti e passioni dei martiri, Milán 1987, p. 23).
Así, unidos por la misma fe, podemos alegrarnos con el pueblo de los redimidos, el pueblo de
“aquellos que son guiados hacia la santa morada” y reunirnos en la proclamación de esta buena noticia:
Señor Dios nuestro, tú que eres la fuente de toda vida concédenos expresar nuestra alegría y nuestra
alabanza. Alabado seas por Jesús tu Hijo que vino a nuestra tierra para que, ante el cielo abierto, esta tierra
orientase hacia ti sus proyectos y esperanzas. Alabado seas por la salvación que tu Hijo ofrece a todos los
hombres. Alabado seas por el Espíritu, que renueva todo el universo. Alabado seas cuando nuestras Iglesias,
nuestras comunidades, nuestras asambleas encuentren en ti la fuerza para vencer los obstáculos de la muerte
de la división. Alabado seas cuando nuestro mundo pueda descifrar la esperanza en tu pueblo reunido. Por
Jesucristo nuestro Señor.
Jueves
Salmo 104
El señor nunca olvida sus promesas. El reino de Dios, que en Jesús irrumpe en la vida y en la
historia del hombre, constituye el cumplimiento de las promesas de salvación que Israel había recibido del
Señor. Y en la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles, reunidos en el Cenáculo de Jerusalén con María
y con la primera comunidad de los discípulos de Cristo, se realiza el cumplimiento de las promesas y de los
anuncios hechos por Jesús a sus discípulos.
En efecto, en Cristo han encontrado el último y definitivo cumplimiento todas las promesas de Dios.
Precisamente porque en Él se han realizado todas las promesas, nos es dada la prenda de la gloria futura y
nos es concedido ser, juntos con todos los fieles cristianos de nuestras Iglesias, hombres de esperanza que
hablan con esperanza.
El mundo de hoy está marcado a menudo por la violencia, la represión y la explotación, pero estas
realidades no representan la última palabra sobre nuestro destino humano. Dios promete un cielo nuevo y
una tierra nueva (cf. Is 65, 17; Ap 21, 1). Sabemos que Dios enjugará toda lágrima (cf. Is 25, 8), y ya no
habrá ni muerte ni fatiga (cf. Ap 21, 4). Nosotros creemos que nuestra vida está en camino hacia el
cumplimiento de las promesas de Dios y que el señor nunca olvida sus promesas.
Viernes
Salmo 17
Sálvame, Señor, en el peligro. El Señor no queda indiferente ante las lágrimas del que sufre y,
aunque sea por sendas que no siempre coinciden con las de nuestras expectativas, responde, consuela y
salva. Es lo que Ezequías proclama al final, invitando a todos a esperar, a orar, a tener confianza, con la
71
certeza de que Dios no abandona a sus criaturas: “Sálvame, Señor, y tocaremos nuestras arpas todos nuestros
días en la casa del Señor” (v. 20).
Cuando nosotros acudimos Jesús con fe y esperanza, nos toma de la mano, nos atrae hacia sí y nos
dice, como a Pedro: “No temas. Yo estoy contigo. No te abandono. Y tú no me abandones a mí”. Tal vez en
más de una ocasión a cada uno de nosotros nos ha acontecido lo mismo que a Pedro cuando, caminando
sobre las aguas al encuentro del Señor, repentinamente sintió que el agua no lo sostenía y que estaba a punto
de hundirse. Y, como Pedro, gritamos: “Señor, ¡sálvame!” (Mt 14, 30). Y luego, nos da la mano que sostiene
y lleva. Él nos sostiene. Volvamos a fijar nuestra mirada en él y extendamos las manos hacia él.
Dejemos que su mano nos aferre; así no nos hundiremos, sino que nos pondremos al servicio de la
vida que es más fuerte que la muerte, y al servicio del amor que es más fuerte que el odio. La fe en Jesús,
Hijo del Dios vivo, es el medio por el cual volvemos a aferrar siempre la mano de Jesús y mediante el cual él
aferra nuestra mano y nos guía.
Podemos decir en los mementos de peligro, en forma de jaculatorio, la petición que la liturgia pone
en nuestros labios antes de la Comunión: “Jamás permitas que me separe de ti”. Pedimos no caer nunca
fuera de la comunión con su Cuerpo, con Cristo mismo; no caer nunca fuera del misterio eucarístico.
Pedimos que él no suelte nunca nuestra mano...
Sábado
Salmo Jeremías 31
El Señor cuidará a su pueblo como un pastor a su rebaño. El Señor protege y cuida de su pueblo con
amor en medio de los peligros y de las dificultades de la jornada: el Señor cuida de la vida humana en todas
sus dimensiones. Jesús mismo subrayará este aspecto, invitando a sus discípulos a confiar en la Providencia
también con respecto a las necesidades materiales (cf. Mt 6, 25-34).
De esta providencia divina nos habla también Jesús en el evangelio: “Miren las aves del cielo: no
siembran, ni cosechan, ni recogen en graneros; y su Padre celestial las alimenta... Observen los lirios del
campo, cómo crecen... Pues si a la hierba del campo, que hoy es y mañana se echa al horno, Dios así la viste,
¿no lo hará mucho más con ustedes, hombres de poca fe?” (Mt 6, 26. 28. 30).
Estas palabras de Cristo constituyen un llamado a la esperanza. Si Dios se preocupa con paterna
solicitud de las aves del cielo; si Dios viste a las hierbas del campo, ¿cómo dejará de preocuparse por el
hombre? ¿Cómo podría abandonar a la única criatura de la tierra que ha amado por sí misma? (cf. GS 24).
Este respuesta al salmo es una invitación a la esperanza, a ponernos en manos de Dios, sabiendo que
El cuida amorosamente de nosotros. Nos lo dice el Señor en el evangelio de san Mateo que hemos
escuchado: “Mirad las aves del cielo, no siembran ni cosechan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre
celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellas?” (Mt 6, 26). Pero ésta ha de ser una esperanza
activa y responsable, que lleve también al trabajo y al esfuerzo personal.
SEMANA SANTA
Lunes
Salmo 26
“El Señor es mi luz y mi salvación; Él es la defensa de mi vida” (Sal 26, 1). “¿A quién temeré? (...)
¿Quién me hará temblar? (...) Mi corazón no tiembla. (...) Me siento tranquilo" (vv. 1-3).
Casi nos parece estar escuchando la voz de san Pablo, el cual proclama: “Si Dios está con nosotros,
¿quién contra nosotros?” (Rm 8, 31). La serenidad interior, la fortaleza de espíritu y la paz son un don que se
obtiene refugiándose en el templo, es decir, recurriendo a la oración personal y comunitaria.
En efecto, el orante se encomienda a Dios, y su sueño se halla expresado también en otro
salmo: “Habitar en la casa del Señor por años sin término” (cf. Sal 22, 6). Allí podrá “gozar de la dulzura del
72
Señor” (Sal 26, 4), contemplar y admirar el misterio divino, participar en la liturgia del sacrificio y elevar su
alabanza al Dios liberador (cf. v. 6). El Señor crea en torno a sus fieles un horizonte de paz, que deja fuera el
estrépito del mal. La comunión con Dios es manantial de serenidad, de alegría, de tranquilidad; es como
entrar en un oasis de luz y amor.
“El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me
hará temblar?” (Sal 27., 1). Estas palabras nos llevan a tener la fuerza suficiente y la gracia necesaria para no
perder nunca de vista el punto final del camino y, sobre todo, para poder alcanzarlo. Por lo demás, esta
ardiente esperanza nuestra está ya desde ahora en disposición de animar y sostener nuestro esfuerzo
cotidiano, en el que se esconde no sólo la espera, sino también la experiencia de una gozosa comunión con
Dios.
Martes
Salmo 70
En ti, Señor, he puesto mi esperanza; no me veré defraudado para siempre. La esperanza verdadera y
segura está fundamentada en la fe en Dios Amor, Padre misericordioso, que “tanto amó al mundo que le dio
a su Hijo unigénito” (Jn 3, 16), para que los hombres, y con ellos todas las criaturas, puedan tener vida en
abundancia (cf. Jn 10, 10). Por tanto, el camino cuaresmal, camino de esperanza, es tiempo favorable para
redescubrir una esperanza no vaga e ilusoria, sino cierta y fiable, por estar ‘anclada’ en Cristo, Dios hecho
hombre, roca de nuestra salvación.
Desde Cristo, una nueva esperanza distinguió a los cristianos de las personas que vivían la
religiosidad pagana. San Pablo, en su carta a los Efesios, les recuerda que, antes de abrazar la fe en Cristo,
estaban “sin esperanza y sin Dios en este mundo” (Ef 2, 12). Esta expresión resulta sumamente actual para el
paganismo de nuestros días: podemos referirla en particular al nihilismo contemporáneo, que corroe la
esperanza en el corazón del hombre, induciéndolo a pensar que dentro de él y en torno a él reina la nada:
nada antes del nacimiento y nada después de la muerte.
En realidad, si falta Dios, falla la esperanza. Todo pierde sentido. Es como si faltara la dimensión de
profundidad y todas las cosas se oscurecieran, privadas de su valor simbólico; como si no “destacaran” de la
mera materialidad. Está en juego la relación entre la existencia aquí y ahora y lo que llamamos el “más allá”.
El más allá no es un lugar donde acabaremos después de la muerte, sino la realidad de Dios, la plenitud de
vida a la que todo ser humano, por decirlo así, tiende. La esperanza está indeleblemente escrita en el corazón
del hombre, porque Dios nuestro Padre es vida, y estamos hechos para la vida eterna y bienaventurada.
Sí, Dios nos ama y precisamente por eso espera que volvamos a él, que abramos nuestro corazón a su
amor, que pongamos nuestra mano en la suya y recordemos que somos sus hijos. La esperanza “no falla,
porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo” (Rm 5, 5).
Miércoles
Salmo 68
Por tu bondad, Señor, socórreme. Dios es santidad y bondad infinita. En virtud de esta bondad, Dios
es infinitamente bueno en Sí mismo, lo es también con relación a las criaturas y, en particular, respecto al
hombre. Del amor nace su clemencia, su disponibilidad a dar y a perdonar, la cual ha encontrado, entre otras
cosas, una expresión magnífica en la parábola de Jesús sobre el hijo pródigo, que refiere Lucas (Cf. Lc 15,
11-32). El amor se expresa en la Providencia, con la cual Dios continúa y sostiene la obra de la creación7.
De modo particular el amor se manifiesta en la obra de la redención y de la justificación del hombre,
a quien Dios ofrece la propia justicia en el misterio de la cruz de Cristo, como dice con claridad San Pablo
(Cf. la Carta a los Romanos y la Carta a los Gálatas). Así, pues, el amor que es el elemento esencial y
7 JUAN PABLO II, AUDIENCIA GENERAL, 18 de diciembre de 1985
73
decisivo de la santidad de Dios, por medio de la redención y la justificación, guía al hombre a su
santificación con la fuerza del Espíritu Santo8.
La Semana santa nos lleva a meditar en el sentido de la cruz, en la que «alcanza su culmen la
revelación del amor misericordioso de Dios» (cf. Dives in misericordia, 8). Dios nos ha salvado por su
infinita misericordia. Para redimir a la humanidad nos entregó libremente a su Hijo unigénito. ¿Cómo no
darle gracias? La historia está iluminada y dirigida por el evento incomparable de la redención: Dios, rico en
misericordia, ha derramado sobre todo ser humano su infinita bondad por medio del sacrificio de Cristo.
Por tanto, nuestra respuesta a la infinita bondad de Dios, que siempre nos socorre ha de ser nuestra
diaria conversión, como un impulso a volver a los brazos de Dios, Padre tierno y misericordioso, a fiarnos de
él, a abandonarnos a él como hijos adoptivos, regenerados por su amor. La Iglesia, con sabia pedagogía,
repite que la conversión es ante todo una gracia, un don que abre el corazón a la infinita bondad de Dios. Él
mismo previene con su gracia nuestro deseo de conversión y acompaña nuestros esfuerzos hacia la plena
adhesión a su voluntad salvífica. Así, convertirse quiere decir dejarse conquistar por Jesús (cf. Flp 3, 12) y
‘volver’ con él al Padre9; y hacer efectiva la respuesta que hemos dado al salmo: Por tu bondad, Señor,
socórreme.
JUEVES SANTO
Con la Misa vespertina de hoy damos inicio al Triduo Pascual. Hasta esta hora, el Jueves pertenece
a la Cuaresma. Con la Eucaristía de esta tarde entramos ya en la Pascua.
Como la última Cena fue un «anticipo» de lo que luego iba a pasar en la cruz, anticipando la
entrega del Cuerpo y Sangre de Cristo en el sacramento del pan y del vino, así la Eucaristía de hoy es un
anticipo de la Pascua de Cristo, de su Muerte y Resurrección. La Misa de hoy, al recordar la última Cena
de Cristo, no es la Eucaristía más importante: lo será la de la Vigilia Pascual, pasado mañana.
Para los judíos (1ª. lectura), la Pascua es la celebración anual del gran acontecimiento de su
primera Pascua, su éxodo, su liberación de la esclavitud, con el paso del Mar Rojo y la alianza del Sinaí.
Para los cristianos (2ª. lectura), esta celebración adquiere un nuevo sentido: es la Pascua de Jesús,
su muerte y resurrección, de la que hacemos por encargo del mismo Cristo, un memorial: la Eucaristía, en
forma de comida. En ese pan partido y en esa copa de vino, nos ha asegurado Él mismo, que nos da su
propia persona, su Cuerpo y su Sangre, para que tengamos su propia vida.
Con la institución de la Eucaristía, Jesús comunica a los Apóstoles la participación ministerial en
su sacerdocio, el sacerdocio de la Alianza nueva y eterna, en virtud de la cual él, y sólo él, es siempre y
por doquier artífice y ministro de la Eucaristía. Los Apóstoles, a su vez, se convierten en ministros de este
excelso misterio de la fe, destinado a perpetuarse hasta el fin del mundo. Se convierten, al mismo tiempo,
en servidores de todos los que van a participar de este don y misterio tan grandes.
La Eucaristía, el supremo sacramento de la Iglesia, está unida al sacerdocio ministerial, que nació
también en el Cenáculo, como don del gran amor de Jesús, que “sabiendo que había llegado la hora de
pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el
extremo” (Jn 13, 1).
La eucaristía, el sacerdocio y el mandamiento nuevo del amor. ¡Este es el memorial vivo que
contemplamos hoy, Jueves Santo! (Cfr. Juan Pablo II, Misa “in cena domini” (20 de abril de 2000):
1º.) La institución de la Sagrada Eucaristía: Cada vez que por orden del Señor, nos
reunimos a celebrar la Cena del Señor, se transforma el pan en su propio Cuerpo y el vino en su propia
Sangre: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por ustedes”; “Este cáliz es la nueva alianza que se sella con
mi sangre”; así, Jesús se nos da como alimento en la Sagrada Comunión.
8
Ibidem
9 BENEDICTO XVI, AUDIENCIA GENERAL, 6 de febrero de 2008
74
San Agustín dice que “si ustedes mismos son Cuerpo y miembros de Cristo, son el sacramento que es
puesto sobre la mesa del Señor, y reciben este sacramento suyo. Responden «amén» (es decir, «Si», «es
verdad») a lo que reciben, con lo que, respondiendo, lo reafirman. Oyes decir «el Cuerpo de Cristo», y
respondes «amén». Por lo tanto, sé tú verdadero miembro de Cristo para que tu «amén» sea también
verdadero” (S. AGUSTÍN, serm. 272)
2º.) El sacerdocio ministerial: Jesús quiso elegir de entre el pueblo a algunos que se consagraran a Él,
para continuar en ellos su obra salvadora. En efecto, el ministro consagrado posee, en verdad, el papel del
mismo Sacerdote, Cristo Jesús. El sacerdote es asimilado al Sumo Sacerdote Jesús, por la consagración
sacerdotal: goza de la facultad de actuar por el poder y en la persona de Cristo mismo, a quien representa
(Cfr. Virtute ac persona ipsius Christi; PÍO XII, enc Mediator Dei)
En efecto, “Cristo es la fuente de todo sacerdocio, y por eso, el sacerdote, actúa en representación
suya” (S. TOMÁS DE A., STh 3, n, 4)).
Que todos reverencien a los diáconos como a Jesucristo, como también al obispo, que es imagen del
Padre, y a los presbíteros como al senado de Dios y como a la asamblea de los Apóstoles: sin ellos no se
puede hablar de Iglesia (S. IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Trall. 3, 1)
Grandeza obliga; así, san Gregorio Nacianceno, siendo joven sacerdote, exclama: “Es preciso
comenzar por purificarse antes de purificar a los otros; es preciso ser instruido para poder instruir, es preciso
ser luz para iluminar, acercarse a Dios para acercarle a los demás, ser santificado para santificar, conducir de
la mano y aconsejar con inteligencia (or. 2, 71). Se de quién somos ministros, dónde nos encontramos y a
dónde nos dirigimos. Conozco la altura de Dios y la flaqueza del hombre, pero también su fuerza (ibíd. 74).
Por tanto, ¿quién es el sacerdote? Es el defensor de la verdad, se sitúa junto a los ángeles, glorifica con los
arcángeles, hace subir sobre el altar de lo alto las víctimas de los sacrificios, comparte el sacerdocio de
Cristo, restaura la criatura, restablece [en ella] la imagen [de Dios], la recrea para el mundo de lo alto, y,
para decir lo más grande que hay en Él, es divinizado y diviniza (ibíd. 73).
3º.) El amor y el servicio a los demás, la proclamación del gran precepto, cuyo cumplimiento nos
manifiesta discípulos de Jesucristo, el mandato del amor. Los apóstoles discutían quien era el mayor entre
ellos, Jesús le respondió: El que quiera ser grande entro ustedes, deberá amar y servir a los demás. Porque ni
aún el Hijo del Hombre vino para que le sirvan, sino para amar y servir, y dar su vida como rescato por
todos (Cfr. Mc.10:43.45).
El Jueves santo nos exhorta a no dejar que, en lo más profundo, el rencor hacia el otro se transforme en
un envenenamiento del alma. Nos exhorta a purificar continuamente nuestra memoria, perdonándonos
mutuamente de corazón, lavándonos los pies los unos a los otros, para poder así participar juntos en el
banquete de Dios.
El Jueves santo es un día de gratitud y de alegría por el gran don del amor hasta el extremo, que el
Señor nos ha hecho. Oremos al Señor, en esta hora, para que la gratitud y la alegría se transformen en
nosotros en la fuerza para amar juntamente con su amor.
VIERNES SANTO
Los frutos de la cruz
Hoy es el primer día del Triduo Pascual, que inauguramos con la Eucaristía vespertina de ayer. De
esa gran unidad que forman la muerte y la resurrección de Jesús y que llamamos «Pascua», hoy
celebramos de modo intenso el primer acto, la «Pascha Crucifixionis». Aunque este recuerdo de la muerte
está ya hoy lleno de esperanza y victoria. A su vez, la fiesta de la Resurrección, a partir de la Vigilia
Pascual, seguirá teniendo presente el paso por la muerte: «Cristo, nuestra Pascua, fue inmolado», diremos
en el prefacio pascual.
Los frutos de la Cruz no se hicieron esperar. Uno de los ladrones, después de reconocer sus
pecados, se dirige a Jesús: “Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu reino”. Le habla con la confianza
que le otorga el ser compañero de suplicio. Seguramente habría oído hablar antes de Cristo, de su vida, de
sus milagros. Ahora ha coincidido con Él en los momentos en que parece estar oculta su divinidad. Pero
ha visto su comportamiento desde que emprendieron la marcha hacia el Calvario: su silencio que
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impresiona, su mirar lleno de compasión ante las gentes, su majestad grande en medio de tanto cansancio
y de tanto dolor. Estas palabras que ahora pronuncia no son improvisadas: expresan el resultado final de
un proceso que se inició en su interior desde el momento en que se unió a Jesús. Para convertirse en
discípulo de Cristo no ha necesitado de ningún milagro; le ha bastado contemplar de cerca el sufrimiento
del Señor. Escuchó el Señor emocionado, entre tantos insultos, aquella voz que le reconocía como Dios.
Debió producir alegría en su corazón, después de tanto sufrimiento. Yo te aseguro, le dijo, que hoy mismo
estarás conmigo en el Paraíso.
La eficacia de la Pasión no tiene fin. Ha llenado el mundo de paz, de gracia, de perdón, de
felicidad en las almas, de salvación. Aquella Redención que Cristo realizó una vez, se aplica a cada
hombre, con la cooperación de su libertad. Cada uno de nosotros puede decir en verdad: “el Hijo de Dios
me amó y se entregó por mí”. No ya por “nosotros”, de modo genérico, sino por mí, como si fuese único.
Se actualiza la Redención salvadora de Cristo cada vez que en el altar se celebra la Santa Misa.
“Jesucristo quiso someterse por amor, con plena conciencia, entera libertad y corazón sensible (...).
Nadie ha muerto como Jesucristo, porque era la misma vida. Nadie ha expiado el pecado como Él, porque
era la misma pureza”. Nosotros estamos recibiendo ahora copiosamente los frutos de aquel amor de Jesús
en la Cruz. Sólo nuestro “no querer” puede hacer baldía la Pasión de Cristo.
Muy cerca de Jesús está su Madre, con otras santas mujeres. También está allí Juan, el más joven
de los Apóstoles. Jesús, viendo a su Madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, dijo a su madre:
“Mujer, he ahí a tu hijo. Luego dijo al discípulo: He ahí a tu madre. Y desde aquel momento el discípulo
la recibió en su casa”. Jesús, después de darse a sí mismo en la última Cena, nos da ahora lo que más
quiere en la tierra, lo más precioso que le queda. Le han despojado de todo. Y Él nos da a María como
Madre nuestra.
Este gesto tiene un doble sentido. Por una parte se preocupa de la Virgen, cumpliendo con toda
fidelidad el cuarto Mandamiento del Decálogo. Por otra, declara que Ella es nuestra Madre. “La Santísima
Virgen avanzó también en la peregrinación de la fe, y mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la
Cruz, junto a la cual, no sin designio divino, se mantuvo de pie” (Jn 19, 25), sufriendo profundamente con
su Unigénito y asociándose con entrañas de madre a su sacrificio, consintiendo amorosamente e n la
inmolación de la Víctima que Ella misma había engendrado; y, finalmente, fue dada por el mismo Cristo
Jesús, agonizante en la Cruz, como madre al discípulo, en quien todos estamos representados.
Con María, nuestra Madre, nos será más fácil, y por eso le cantamos con el himno litúrgico: “¡Oh
dulce fuente de amor!, hazme sentir tu dolor para que llore contigo. Hazme contigo llorar y dolerme de
veras de sus penas mientras vivo; porque deseo acompañar en la cruz, donde le veo, tu corazón
compasivo. Haz que me enamore su cruz y que en ella viva y more...”
LA VIGILIA PASCUAL
El domingo, día del Señor
En esta noche el Señor resucitó e inauguró para nosotros en su carne, la vida en que no hay muerte.
Cuando aquellas mujeres que lo amaban vinieron a su sepulcro, en su busca, supieron por los ángeles que
había ya resucitado durante la noche. El Mesías, prenda de nuestra resurrección, ¡Ha Resucitado! Esta será
para nosotros una ley eterna hasta el fin del mundo. Por tanto, es paso de Cristo de este mundo al Padre;
de la muerte a la vida; de la derrota y el fracaso a la victoria definitiva. Es el paso del cristiano de la
muerte del pecado a la vida de Dios; de las tinieblas a la luz; de la esclavitud a la libertad; de la condición
de siervo a la del Hijo. Por esto llamamos a Cristo, «nuestra Pascua»: «Cristo, nuestra Pascua, se inmoló
(1 Co 5,7). Él fue para nosotros el paso único y el puente definitivo para pasar nosotros al Padre.
¡Ha Resucitado! Es lo que celebramos esta noche. Y la liturgia se vuelca en ello con toda la
exuberancia de signos: fuego, luz, agua, Palabras, cantos, flores. Todo es vida. Todo proclama la
resurrección de Jesús. Todo, esta noche es un grito de fiesta. Todo se puede resumir en una palabra
significativa, que se canta con toda el alma.- ¡ALELUYA! Del hebreo Hallelú-Yah, significa: alaben, con
sentido de júbilo, y Yah, que es abreviación de Yahvé (el Señor). Significa: ¡Alaben al Señor! La Iglesia
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en su culto la ha usado desde el principio, como aparece en el Apocalipsis (19,4). En la litur gia el Aleluya
es manifestación del culto cristiano que prorrumpe en la solemnidad de la Pascua y se repite en la
cincuentena pascual.
La palabra «vigilia», aquí tiene un sentido propio: «una noche en vela». La Vigilia Pascual supone
que «pasamos en vela la noche en que el Señor resucitó»: es la madre de todas las vigilias. Es la
Solemnidad de las Solemnidades, la noche primordial de todo el año. Más importante que la Navidad, que
también tiene su celebración nocturna. La Pascua de Resurrección es la primera de todas las solemnidades
cristianas, y la raíz y el fundamento de todas ellas. Estamos en la cumbre de la Historia de la Salvación y
en el centro y corazón de toda la liturgia cristiana. Cristo ha resucitado, según las Escrituras (1 Co 15,4).
Este es el núcleo central de la predicación apostólica, del kerigma primitivo (Hch 2, 24-32; 3, 5; 4, 10, 33,
34; Lc 24,46). Y el fundamento de la fe cristiana (1 Co 15,1 7). La Resurrección de Jesús, tal como Pedro
la proclama ante los primeros gentiles convertidos (Hch 10,36-43), es el «acontecimiento-síntesis», que
abarca e ilumina la totalidad del Misterio de Cristo. La resurrección de Cristo inaugura el tiempo de la
«nueva-creación» en el mundo (Rm 1,4; 2 Co 13,4; Flp 2,9-10), y en nosotros (Rm 6,4; Co 5,1 7; 1 P 1,34).
Pascua es la fiesta de la alegría, del triunfo, de la vida: en contraste con las tristezas de los días
pasados, el recordar y revivir la tragedia del Calvario y el escándalo de la Cruz, hoy nos llena de alegría de
la primavera cristiana en la que nacemos a una nueva existencia, a una nueva vida (Rm 6,4). Pascua es la
fiesta de la luz. Este cirio cuya luz nos ilumina, es el símbolo de Cristo, luz de los hombres y del mundo
(Jn 1,4.9; 8,12). Ese lucero encendido en la noche de Pascua «no volverá a conocer ocaso» (Pregón
pascual). Pascua es la fiesta de la libertad: La humanidad estaba encadenada a los pies del peor de los
amos, era esclava del pecado (Rm 6,17-18), pero ahora por la Resurrección de Cristo, «libres del pecado y
siervos de Dios, tienen por fruto la santificación y por fin, la vida eterna» (Rm 6,22).
El día del Señor. «La Iglesia, desde la tradición apostólica que tiene su origen en el mismo día de
la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que se l lama con razón ‘día
del Señor’ o domingo» (SC 106). Aquí es donde toda la comunidad de los fieles encuentra al Señor
resucitado que los invita a su banquete (Cfr. Jn 21,12; Lc 24,30): El día del Señor, el día de la
resurrección, el día de los cristianos, es nuestro día. Por eso es llamado día del Señor: porque es en este
día cuando el Señor subió victorioso junto al Padre (Cfr. S. JERÓNIMO, pasch).
El domingo es el día por excelencia de la asamblea litúrgica, en que los fieles “deben reunirse para,
escuchando la Palabra de Dios y participando en la eucaristía, recordar la pasión, la resurrección y la
gloria del Señor Jesús y dar gracias a Dios, que los ‘hizo renacer a la esperanza viva por la resurrección de
Jesucristo de entre los muertos” (SC 106). Cuando meditamos, oh Cristo, las maravillas que fueron
realizadas en este día del domingo de tu santa resurrección, decimos: Bendito es el día del domingo,
porque en él tuvo comienzo la Creación... la salvación del mundo... la renovación del género humano... en
él el Cielo y la Tierra se regocijaron y el universo entero quedó lleno de Luz. Bendito es el día del
domingo, porque en él fueron abiertas las puertas del paraíso para que Adán y todos los desterrados
entraran en él sin temor” (Fangith, Oficio Siriaco de Antioquía, Vol. 6, 1º. parte del verano, p. 193, 2).
Domingo de la resurrección del Señor
Este Domingo es el tercer día del Triduo Pascual, que ha tenido en la Vigilia su punto culminante
y, a la vez, el primer día de la Cincuentena Pascual, las siete semanas de celebración de la Pascua, que
concluirá con Pentecostés, el nombre griego del “día quincuagésimo”.
Pascua es el día que hizo el Señor, el día grande, la solemnidad de las solemnidades, el día rey, el
día primero, día sin noche, tiempo sin tiempo, edad definitiva, primavera de primaveras... pasión
inusitada. La Resurrección es la verdad fundamental del cristianismo y el motivo y garantía de nuestra
esperanza.
El concilio Vaticano II enseña que “la Iglesia celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día
que se llama con razón ‘día del Señor’ o domingo’ (SC 106). En efecto, durante el tiempo pascual la
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Iglesia vuelve a contemplar este inefable misterio con su pensamiento, con su reflexión, y sobre todo con
su oración. Más aún, vuelve a ello cada domingo del año, porque cada domingo es una pequeña pascua,
que recuerda y representa la muerte y resurrección de Jesús. Así, la Pascua no es un episodio aislado, sino
que está unido a nuestro destino y a nuestra salvación. La Pascua es una fiesta muy nuestra que nos afecta
interiormente, porque, como dice San Pablo: “Cristo fue entregado por nuestros pecados, y fue resucitado
para nuestra justificación” (Rom. 4, 25). Así la suerte de Cristo se convierte en la nuestra, su pasión se
convierte en la nuestra y su resurrección en nuestra resurrección.
Para los primeros cristianos la participación en las celebraciones dominicales constituía la
expresión natural de su pertenencia a Cristo, de la comunión con su Cuerpo místico, en la gozosa espera
de su vuelta gloriosa. Esta pertenencia se manifestó de manera heroica en la historia de los mártires de
Abitina, que afrontaron la muerte, exclamando: ‘Sine dominico non possumus’, es decir, sin reunirnos en
asamblea el domingo para celebrar la Eucaristía no podemos vivir.
¡Cuánto más hoy es preciso reafirmar el carácter sagrado del día del Señor y la necesidad de
participar en la misa dominical! El contexto cultural en que vivimos, a menudo marcado por la indiferencia
religiosa y el secularismo que ofusca el horizonte de lo trascendente, no debe hacernos olvidar que el pueblo
de Dios, nacido del acontecimiento pascual, debe volver a él como a su fuente inagotable, para comprender
cada vez mejor los rasgos de su identidad y las razones de su existencia. El concilio Vaticano II, después de
indicar el origen del domingo, prosigue así: "En este día los fieles deben reunirse para, escuchando la
palabra de Dios y participando en la Eucaristía, recordar la pasión, resurrección y gloria del Señor Jesús y
dar gracias a Dios, que los hizo renacer a la esperanza viva por la resurrección de Jesucristo de entre los
muertos” (SC 106).
El domingo fue elegido por Cristo mismo, que en aquel día, “el primer día de la semana”, resucitó y
se apareció a los discípulos (cf. Mt 28, 1; Mc 16, 9; Lc 24, 1; Jn 20, 1. 19; Hch 20, 7; 1 Co 16, 2),
apareciéndose de nuevo “ocho días después” (Jn 20, 26). El domingo es el día en el que el Señor resucitado
se hace presente a los suyos, los invita a su mesa y los hace partícipes para que ellos, unidos y configurados
con él, puedan rendir el culto debido a Dios. Necesitamos recobrar el valor del Domingo, necesitamos
profundizar cada vez más en la importancia del ‘día del Señor’. La Eucaristía es el pilar fundamental del
domingo y de toda la vida del cristiano: en cada celebración eucarística dominical se realiza la santificación
del pueblo cristiano, hasta el domingo sin ocaso, día del encuentro definitivo de Dios con sus criaturas.
Recuperemos el sentido cristiano del domingo. Ojalá que el ‘día del Señor’, que podría llamarse
también el ‘señor de los días’, cobre nuevamente todo su relieve y se perciba y viva plenamente en la
celebración de la Eucaristía, raíz y fundamento de un auténtico crecimiento de la comunidad cristiana (cf.
PO 6).
Oh Jesús, vencedor de la muerte y del pecado, tuyos somos y tuyos queremos ser: nosotros y nuestras
familias y cuanto tenemos de más querido y precioso, en los ardores de la juventud, en la prudencia de la
edad madura, en los inevitables desconsuelos y renuncias de la vejez incipiente y ya avanzada: siempre
tuyos.
Y danos tu bendición, y derrama en todo el mundo tu paz, oh Jesús, como lo hiciste al reaparecer por
vez primera en la mañana de Pascua a tus más íntimos, y como seguiste haciéndolo en las sucesivas
apariciones en el Cenáculo, junto al lago, en el camino: No tengan miedo, Yo estoy con ustedes todos los
diás.
Que por intercesión de Nuestra Señora de la Soledad, el Domingo, cada domingo, sea para
nosotros el gran día, que saltemos de gozo y de alegría, que no se aparte nunca de nuestra memoria y que
sea el comienzo de una vida de esperanza y de amor, de luz y de salvación.
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PASCUA
Los apóstoles de Jesús comenzaron su predicación anunciando este hecho indiscutible: Jesús de
Nazaret, quien fue clavado en una cruz y sepultado RESUCITÓ. Todo su mensaje giró en torno de esta
noticia; hoy la Iglesia también centra todo su trabajo apostólico en JESÚS RESUCITADO. A partir de
esta VERDAD, se realiza la evangelización, hace dos mil años y hasta nuestros días.
La resurrección de Jesús es el hecho más importante de toda la Historia de la Salvación. Es un asunto
fundante -en él esta fundada nuestra fe- y fundamental -sin Resurrección sería absurda, y no tendría razón
de ser nuestra fe-. Si Cristo no hubiera resucitado, la Iglesia no podría anunciar ninguna Buena Noticia de
salvación para nadie. San Pablo lo afirma claramente: “Si Cristo no fue resucitado, nuestra predicación ya
no contiene nada ni queda nada de lo que creen ustedes… Y… ustedes no pueden esperar nada de su fe…
Pero no, Cristo resucitó de entre los muertos…” (1Co 15, 14; 17; 20). La Resurrección de Jesús es una
VERDAD, a la que de ninguna manera debemos renunciar si nos llamamos cristianos.
Por consiguiente, el tiempo pascual es un tiempo para celebrar con gozo y alegría profunda la
resurrección y el tiempo del Señor. Es la victoria de Cristo sobre la muerte, el odio, el pecado. Dura siete
semanas; dentro de este tiempo se celebra la Ascensión, donde regresa Cristo a la casa del Padre, para dar
cuenta de su misión cumplida y recibir del Padre el premio de su fidelidad. En Pentecostés, la Iglesia sale y
se hace misionera, llevando el mensaje de Cristo por todo el mundo.
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PRIMERA SEMANA
Lunes
Salmo 15
(Cfr. Benedicto XVI, Audiencia general, 28 de septiembre de 2005)
Protege, Señor, a los que esperamos en ti. Aleluya. El ejemplo de los antiguos patriarcas y profetas,
enseña: “Se situaron bajo la protección de Dios, implorando su ayuda, sin poner su confianza en los
esfuerzos que realizaban. Y la protección de Dios fue para ellos una ciudad fortificada, porque sabían que
nada podían sin la ayuda de Dios, y su humildad les impulsaba a decir, con el salmista: “Si el Señor no
construye la casa, en vano se cansan los albañiles; si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan los
centinelas”.
Incluso ante el caos del mal, ante las tempestades de la historia y ante la misma cólera de la justicia
divina, el orante se siente en paz, envuelto en el manto de protección que la Providencia ofrece a quien alaba
a Dios y sigue sus caminos.
Al respecto, san Clemente Romano, observa: la protección, que Dios concedió a los antiguos padres,
ahora llega a nosotros en Cristo: “Oh Señor, muestra tu rostro sobre nosotros para el bien en la paz, para ser
protegidos por tu poderosa mano, y líbrenos de todo pecado tu brazo excelso, y de cuantos nos aborrecen sin
motivo. Danos concordia y paz a nosotros y a todos los que habitan sobre la tierra, como se la diste a
nuestros padres que te invocaron santamente en fe y verdad. (...) A ti, el único que puedes hacer esos bienes
y mayores que esos por nosotros, a ti te confesamos por el sumo Sacerdote y protector de nuestras almas,
Jesucristo, por el cual sea a ti gloria y magnificencia ahora y de generación en generación, y por los siglos de
los siglos” (60, 3-4; 61, 3: Padres Apostólicos, BAC, Madrid 1993, pp. 234-235).
Nos fijamos en la expresión…esperamos en ti, Señor; y decir, podemos decir que, nuestra
celebración litúrgica es fuente de esperanza para todos, porque implica centrar la atención en el
acontecimiento de la muerte y resurrección de Cristo, fundamento de nuestra esperanza. El apóstol san Pedro
afirma: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo quien, por su gran misericordia, mediante
la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha reengendrado a una esperanza viva, a una herencia
incorruptible, inmaculada e inmarcesible” (1 P 1, 3-4).
El Resucitado es la fuente de nuestra esperanza y toda celebración infunde en el corazón del hombre
el misterio de esperanza plenamente realizado en Cristo. Por tanto, pongámonos siempre bajo la protección
de Dios e imploremos su asistencia. Reconociendo la fugacidad de este mundo, con alegre esperanza
esperamos el cielo y la tierra nueva, fieles a Cristo Rey, que se ha hecho redentor, hermano y protector
nuestro. ¡Alabados sean Jesús y María!
Martes
Salmo 32
(Cfr. Benedicto XVI, 1 de diciembre de 2007)
En el Señor está nuestra esperanza. El profeta Isaías nos dice que “¡Nosotros confiamos en el Señor;
El nos ayuda y nos protege! Que tu amor, Señor, nos acompañe, tal como esperamos de ti” (Is 40: 31).
Nuestra esperanza no carece de fundamento, sino que se apoya en un acontecimiento que se sitúa en la
historia y, al mismo tiempo, supera la historia: el acontecimiento constituido por Jesús de Nazaret, Muerto y
resucitado para nuestra salvación.
La esperanza cristiana está inseparablemente unida al conocimiento del rostro de Dios, el rostro que
Jesús, el Hijo unigénito, nos reveló con su encarnación, con su vida terrena y su predicación, y sobre todo
con su muerte y resurrección.
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La esperanza verdadera y segura está fundamentada en la fe en Dios Amor, Padre misericordioso,
que “tanto amó al mundo que le dio a su Hijo unigénito” (Jn 3, 16), para que los hombres, y con ellos todas
las criaturas, puedan tener vida en abundancia (cf. Jn 10, 10). Por tanto, el tiempo pascual es tiempo
favorable para redescubrir una esperanza no vaga e ilusoria, sino cierta y fiable, por estar ‘anclada’ en
Cristo, Dios hecho hombre, roca de nuestra salvación.
Si falta Dios, falla la esperanza. Todo pierde sentido. Es como si faltara la dimensión de profundidad
y todas las cosas se oscurecieran, privadas de su valor simbólico; como si no “destacaran” de la mera
materialidad. Está en juego la relación entre la existencia aquí y ahora y lo que llamamos el “más allá”. El
más allá no es un lugar donde acabaremos después de la muerte, sino la realidad de Dios, la plenitud de vida
a la que todo ser humano, por decirlo así, tiende. A esta espera del hombre Dios ha respondido en Cristo con
el don de la esperanza.
En el Señor está nuestra esperanza. Sí, Dios nos ama y precisamente por eso espera que volvamos a
él, que abramos nuestro corazón a su amor, que pongamos nuestra mano en la suya y recordemos que somos
sus hijos.
Miércoles
Salmo 104
10
Cantemos al Señor con alegría . Aleluya. Un cántico es expresión de alegría y, considerándolo con
más atención, es una expresión de amor. Por esto, el que es capaz de amar la vida nueva es capaz de cantar
con alegría. Y esta alegría se ve inundada por la alegría luminosa de la Pascua.
En estos días la Iglesia celebra con júbilo el gran misterio de la Resurrección. Es una alegría
profunda e inextinguible, fundada en el don, que nos hace Cristo resucitado, de la Alianza nueva y eterna,
una alianza que permanece porque él ya no muere más. Una alegría que no sólo se prolonga durante la
octava de Pascua, considerada por la liturgia como un solo día, sino que se extiende a lo largo de cincuenta
días, hasta Pentecostés. Más aún, llega a abarcar todos los tiempos y lugares.
Durante este período, la comunidad cristiana es invitada a hacer una experiencia nueva y más
profunda de Cristo resucitado, que vive y actúa en la Iglesia y en el mundo. Nosotros no podemos menos
que cantar al Señor con alegría.
Dejémonos conquistar por el atractivo de la resurrección de Cristo. Que la Virgen María nos ayude a
gustar plenamente la alegría pascual: una alegría que, según la promesa del Resucitado, nadie podrá
arrebatarnos y no tendrá fin (cf. Jn 16, 23). Qué María nos enseñe a ser, como ella, libres de nosotros
mismos, para encontrar en la disponibilidad a Dios nuestra verdadera libertad, la verdadera vida y la alegría
auténtica y duradera.
Jueves
Salmo 8
Qué admirable, Señor, es tu poder. Aleluya. ¡Cuán admirable es nuestro Dios! Aquel a quien ningún
entendimiento es capaz de abrazar y adorar en la medida de su santidad. Aquel a quien ningún corazón es
capaz de amar en la medida de su amor.
Podemos pensar en el admirable poder de Dios sobre el hecho que San Pablo anuncia: Cristo
crucificado como “poder y sabiduría de Dios” (1 Cor 1, 24) en quien se ofrece la salvación a los creyentes.
Ciertamente el suyo es un poder admirable, pues se manifiesta en la debilidad y el anonadamiento de la
pasión y de la muerte en cruz. Dios se ha hecho hombre para todos los hombres. Cristo ha muerto y
resucitado por todos. Todos al fin estamos llamados al banquete de la eternidad (Cfr. Juan pablo II,
Audiencia general del 11 de junio de 1986).
10 Cfr. JUAN PABLO II, AUDIENCIA GENERAL, Miércoles 18 de abril de 2001
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Dios Padre ha revelado su omnipotencia (su poder) de la manera más misteriosa en el anonadamiento
voluntario y en la Resurrección de su Hijo, por los cuales ha vencido el mal. Así, Cristo crucificado es
“poder de Dios y sabiduría de Dios. Porque la necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres,
y la debilidad divina, más fuerte que la fuerza de los hombres” (1 Co 2, 24-25). En la Resurrección y en la
exaltación de Cristo es donde el Padre ‘desplegó el vigor de su fuerza’ y manifestó “la soberana grandeza de
su poder para con nosotros, los creyentes” (Ef 1,19-22).
“Cristo ayer y hoy, principio y fin... Suyo es el tiempo y la eternidad. A él la gloria y el poder por los
siglos de los siglos”. Qué admirable, Señor, es tu poder. Aleluya.
Viernes
Salmo 117
La piedra que rechazaron los arquitectos es ahora la piedra angular. Aleluya. Con estas
aleccionadoras palabras, tomadas del salmista y que San Marcos pone en labios de Jesús, la primitiva
comunidad cristiana celebraba gozosa la gloria del Resucitado, alegría expansiva de quienes se sentían a
salvo y felices en la nueva construcción de Dios: la Iglesia.
La piedra, dice San Pablo, “era Cristo”. Y añade: “Cuanto al fundamento, nadie puede poner otro,
sino el que está puesto, que es Jesucristo”. Jesucristo es, pues, la piedra fundamental del nuevo templo de
Dios. Rechazado, desechado, dejado a un lado, dado por muerto -entonces como ahora-, el Padre lo hizo y
hace siempre la base sólida e inconmovible de la nueva construcción. Y lo hace tal por su resurrección
gloriosa. “Esta es la obra de Yahvé, admirable a nuestros ojos”.
Sobre El, por la fe en su resurrección, somos edificados los cristianos. Así nos lo enseña el apóstol
Pedro, en su primera carta: “A El habéis de allegaros, como a piedra viva rechazada por los hombres, pero
por Dios escogida, preciosa. Vosotros, como piedras vivas, sois edificados como casa espiritual para un
sacerdocio santo...”.
El nuevo templo, cuerpo de Cristo, espiritual, invisible, está construido por todos y cada uno de los
bautizados sobre la viva “piedra angular”, Cristo, en la medida en que a El se adhieren y en El “crecen”
hasta “la plenitud de Cristo”. En este templo y por él, “morada de Dios en el Espíritu”, El es glorificado, en
virtud del “sacerdocio santo”, que ofrece “sacrificios espirituales”, y su Reino se establece en el mundo.
La cima de este nuevo templo penetra en el cielo, mientras sobre la tierra, Cristo, la piedra angular,
lo sostiene mediante el “fundamento que El mismo ha elegido y dispuesto: los apóstoles y los profetas”, y
quienes a ellos suceden, es decir, en primer término, el Colegio de los obispos, y la “piedra” que es Pedro.
De esta espléndida realidad eclesial, llena de lecciones y significado para cada cristiano, es símbolo
cada templo visible, como éste ante el que nos hallamos, y que congrega a los miembros de la herencia de
Cristo que constituyen una parroquia en una Diócesis
Las piedras materiales o la estructura externa del templo deben siempre recordaros que somos
“piedras vivas”, que debemos construirnos constantemente en Cristo, a la medida y ejemplo de Cristo, en lo
personal, familiar y social. Estamos restaurando este edificio. Restauremos también nuestras vidas según el
querer de Dios.
Sábado
Salmo 117
La diestra del Señor ha hecho maravillas. Aleluya. Hoy nos vamos a fijar en el término “diestra del
Señor: Cuando el Evangelista Marcos nos dice que “el Señor Jesús... fue elevado al cielo y se sentó a la
diestra de Dios” (Mc 16, 19); el salmista expresa: Siéntate a mi diestra, hasta que yo haga de tus enemigos el
estrado de tus pies” (Sal 109, 110, 1). “Sentarse a la derecha de Dios” significa coparticipar en su poder real
y en su dignidad divina.
Jesús había dicho: “Verán al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y venir entre las nubes
del cielo”, como leemos en el Evangelio de Marcos (Mc 14, 62). San Lucas, a su vez, escribe (Lc 22, 69):
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“El Hijo de Dios estará sentado a la diestra del poder de Dios”. Del mismo modo el primer mártir de
Jerusalén, el diácono Esteban, verá a Cristo en el momento de su muerte: “Estoy viendo los cielos abiertos y
al Hijo del hombre que está en pie a la diestra de Dios” (Hch 7, 56). El concepto, pues, se había enraizado y
difundido en las primeras comunidades cristianas, como expresión de la realeza que Jesús había conseguido
con la Ascensión al cielo.
También el Apóstol Pablo, escribiendo a los Romanos, expresa la misma verdad sobre Jesucristo, “el
que murió; más aún, el que resucitó, el que está a la diestra de Dios y que intercede por nosotros” (Rm 8,
34). En la Carta a los Colosenses escribe: “Si han resucitado con Cristo, busquen las cosas de arriba, donde
está Cristo sentado a la diestra de Dios” (Col 3, 1; cf. Ef 1, 20). En la Carta a los Hebreos leemos (Hb 1, 3; 8,
1): “Tenemos un Sumo Sacerdote tal, que se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos”. Y de
nuevo (Hb 10, 12 y Hb 12, 2): “...soportó la cruz, sin miedo a la ignominia, y está sentado a la diestra del
trono de Dios”.
A su vez, Pedro proclama que Cristo “habiendo ido al cielo está a la diestra de Dios y le están
sometidos los Ángeles, las Dominaciones y las Potestades” (1 P 3, 22).
El mismo Apóstol Pedro, tomando la palabra en el primer discurso después de Pentecostés, dirá de
Cristo que, “exaltado por la diestra Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y ha derramado
lo que ustedes ven y oyen” (Hch 2, 33, cf. también Hch 5, 31).
El Señor ha hecho maravillas a favor nuestro resucitando a Jesucristo. En efecto, “Cristo el Señor
realizó la obra de la redención humana y de la perfecta glorificación de Dios, preparada por las maravillas
que Dios hizo en el pueblo de la Antigua Alianza, principalmente por el misterio pascual de su
bienaventurada pasión, de su resurrección de entre los muertos y de su gloriosa ascensión. Por este misterio,
‘con su muerte destruyó nuestra muerte y con su resurrección restauró nuestra vida’. Pues del costado de
Cristo dormido en la cruz nació el sacramento admirable de toda la Iglesia” (SC 5). Por eso, en la liturgia, la
Iglesia celebra principalmente el Misterio pascual por el que Cristo realizó la obra de nuestra salvación (Cfr.
CIgC 1067).
SEGUNDA SEMANA
Lunes
Salmo 2
Dichosos los que esperan en el Señor. Aleluya. Estos días del tiempo Pascual, es un tiempo de más
alegría, de más creer, de amar y de esperar en Cristo, y de recorrer con confianza el camino de la esperanza
cristiana en la resurrección del crucificado.
Cristo da cumplimiento a esa esperanza, no sólo con las palabras contenidas en sus enseñanzas, sino
sobre todo con el testimonio de su muerte y resurrección. Por lo mismo, la redención del cuerpo se ha
realizado ya en Cristo. En Él ha quedado confirmada esa esperanza, con la cual nosotros “hemos sido
salvados”. Y, al mismo tiempo, esa esperanza ha sido proyectada de nuevo hacia su definitivo cumplimiento
escatológico. “La revelación de los hijos de Dios” en Cristo ha sido definitivamente orientada hacia esa
“libertad y gloria” de las que deben participar definitivamente los “hijos de Dios” (Cfr Juan Pablo II, 21 de
julio de 1982).
Dichosos los que esperan que el Señor les dará la vida eterna. Esta esperanza responde al deseo de
inmortalidad que el hombre lleva en su corazón en virtud de la naturaleza espiritual del alma. La Iglesia
predica que la vida eterna es el ‘paso’ a una vida nueva: a la vida en Dios, donde ‘no habrá ya muerte ni
habrá llanto’ (Ap 21, 4). Gracias a Cristo, que, como dice san Pablo, es “el primogénito de entre los
muertos” (Col 1, 18; cf. 1 Co 15, 20), gracias a su resurrección, el hombre puede vivir en la perspectiva de la
vida eterna anunciada y traída por él.
La Iglesia da testimonio de esta esperanza, esperanza de la vida eterna, de la resurrección de los
cuerpos, de la felicidad eterna en Dios, lo hace como eco de la enseñanza de los Apóstoles, y especialmente
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de san Pablo, según el cual Cristo mismo es fuente y fundamento de esta esperanza. “Cristo Jesús, nuestra
esperanza”, dice el Apóstol (1Tim 1, 1); y también escribe que en Cristo se nos ha revelado “el misterio
escondido desde siglos y generaciones, y manifestado ahora a sus santos, a quienes Dios quiso dar a conocer
cuál es la riqueza de la gloria de este misterio... que es Cristo..., la esperanza de la gloria” (Col 1, 26-27; cfr.
Juan Pablo II, 27 de mayo de 1992).
Martes
Salmo 92
(Cfr. Juan Pablo II, 25 de noviembre de 2001)
El Señor es un rey magnífico. Cristo es el Señor, es nuestro magnífico Rey. Desde el anuncio de su
nacimiento, el Hijo unigénito del Padre, nacido de la Virgen María, es definido ‘rey’, en el sentido
mesiánico, es decir, heredero del trono de David, según las promesas de los profetas, para un reino que no
tendrá fin (cf. Lc 1, 32-33). La realeza de Cristo permaneció del todo escondida, hasta sus treinta años,
transcurridos en una existencia ordinaria en Nazaret.
Después, durante su vida pública, Jesús inauguró el nuevo reino, que “no es de este mundo” (Jn 18,
36), y al final lo realizó plenamente con su muerte y resurrección. Apareciendo resucitado a los Apóstoles,
les dijo: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra” (Mt 28, 18): este poder brota del amor, que
Dios manifestó plenamente en el sacrificio de su Hijo. El reino de Cristo es don ofrecido a los hombres de
todos los tiempos, para que el que crea en el Verbo encarnado “no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,
16). Por eso, precisamente en el último libro de la Biblia, el Apocalipsis, él proclama: “Yo soy el alfa y la
omega, el primero y el último, el principio y el fin” (Ap 22, 13).
Su testimonio demuestra que Cristo crucificado verdaderamente “vive y reina por los siglos de los
siglos”. Sí, él es “el Viviente”, “el Señor”, y reina en la vida de los hombres y las mujeres de todos los
lugares y de todos los tiempos que lo acogen libremente y lo siguen con fidelidad. Pero su reino, “reino de
justicia, de amor y de paz” (Prefacio), sólo se manifestará plenamente al final de los tiempos.
La criatura que, más que cualquier otra, fue asociada a la realeza de Cristo es María, coronada por él
mismo Reina del cielo y de la tierra. A ella nosotros dirigimos nuestra mirada para que nos ayude a ‘reinar’
con Cristo, a fin de construir un mundo donde ‘reine’ la paz. El Señor es un rey magnífico.
Miércoles
Salmo 33
Haz la prueba y verás qué bueno es el Señor. Dios es un Dios “lento a la cólera y rico en piedad”,
siempre dispuesto a perdonar y ayudar: “el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas”.
Se trata de palabras de consuelo, con las que el Señor nos da una certeza para nuestra vida.
Esta respuesta al salmo es una especie de profesión de fe: el Señor es bueno y su fidelidad no nos
abandona nunca, porque él está siempre dispuesto a sostenernos con su amor misericordioso. Con esta
confianza el orante se abandona al abrazo de su Dios: “Gusten y vean qué bueno es el Señor -dice en otro
lugar el salmista; dichoso el que se acoge a él” (Sal 33, 9; cf. 1 P 2, 3).
Esta respuesta: Haz la prueba y verás qué bueno es el Señor, nos ayuda comprender cuál es el
contenido último, el contenido esencial de este salmo: es un canto de confianza. Dios está siempre con
nosotros. No nos abandona ni siquiera en las noches más oscuras de nuestra vida. Está presente incluso en
los momentos más difíciles. El Señor no nos abandona ni siquiera en la última noche, en la última soledad,
en la que nadie puede acompañarnos, en la noche de la muerte. Nos acompaña incluso en esta última soledad
de
la
noche
de
la
muerte.
Por eso, los cristianos podemos tener confianza: nunca estamos solos. La bondad de Dios está siempre con
nosotros.
Que por intercesión de Nuestra Señora de la Soledad la bondad de Dios nos toque, se nos comunique
y actué a través de nosotros.
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Jueves
Salmo 33
Haz la prueba y verás qué bueno es el Señor. La bondad de Dios es la raíz de toda confianza y la
fuente de toda esperanza en el día de la oscuridad y de la prueba. Dios no es indiferente ante el bien y el mal.
Nuestra fe nos inserta en la fe común de la Iglesia. Y precisamente así nos da la certeza de que Dios es
bueno con nosotros y nos libra de nuestras culpas.
Dios Padre es bueno y misericordioso. Jesús, con su muerte en la cruz y su resurrección, nos reveló
su rostro, el rostro de un Dios con un amor tan grande que comunica una esperanza inquebrantable, que ni
siquiera la muerte puede destruir, porque la vida de quien se pone en manos de este Padre se abre a la
perspectiva de la bienaventuranza eterna.
En el padre, que abraza de nuevo a su hijo ‘perdido’, contemplamos el rostro de Dios bueno y
misericordioso, siempre dispuesto a ofrecer a todos los hombres su perdón, fuente de serenidad y paz.
Dios es Padre infinitamente bueno y misericordioso. Pero, por desgracia, el hombre, llamado a
responderle en la libertad, puede elegir rechazar definitivamente su amor y su perdón, renunciando así para
siempre a la comunión gozosa con él. Precisamente esta trágica situación es lo que señala la doctrina
cristiana cuando habla de condenación o infierno.
El infierno, más que un lugar, indica la situación en que llega a encontrarse quien libre y
definitivamente se aleja de Dios, manantial de vida y alegría. Así resume los datos de la fe sobre este tema el
Catecismo de la Iglesia católica: “Morir en pecado mortal sin estar arrepentidos ni acoger el amor
misericordioso de Dios, significa permanecer separados de él para siempre por nuestra propia y libre
elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo
que se designa con la palabra infierno” (n. 1033).
Por tanto, la “condenación” no se ha de atribuir a la iniciativa de Dios, dado que en su amor
misericordioso él no puede querer sino la salvación de los seres que ha creado. En realidad, es la criatura la
que se cierra a su amor. La “condenación” consiste precisamente en que el hombre se aleja definitivamente
de Dios, por elección libre y confirmada con la muerte, que sella para siempre esa opción. La sentencia de
Dios ratifica ese estado.
Viernes
Salmo 26
(Cfr. Benedicto XVI, 2 de diciembre de 2007)
El señor es mi luz y mi salvación. Cristo es salvación y esperanza para todo hombre. La Iglesia es
consciente de que esta salvación se puede alcanzar únicamente en Cristo por medio del Espíritu.
Cristo mismo eligió a la familia humana como ámbito de su encarnación y de su preparación para la
misión que el Padre celestial le había confiado. Además, fundó una nueva familia, la Iglesia, como
prolongación de su acción universal de salvación.
¿En qué consiste esta esperanza, tan grande y tan «fiable» que nos hace decir que en ella
encontramos la «salvación»? Esencialmente, consiste en el conocimiento de Dios, en el descubrimiento de
su corazón de Padre bueno y misericordioso. Jesús, con su muerte en la cruz y su resurrección, nos reveló su
rostro, el rostro de un Dios con un amor tan grande que comunica una esperanza inquebrantable, que ni
siquiera la muerte puede destruir, porque la vida de quien se pone en manos de este Padre se abre a la
perspectiva de la bienaventuranza eterna.
El desarrollo de la ciencia moderna ha marginado cada vez más la fe y la esperanza en la esfera
privada y personal, hasta el punto de que hoy se percibe de modo evidente, y a veces dramático, que el
hombre y el mundo necesitan a Dios ?¡al verdadero Dios!?; de lo contrario, no tienen esperanza.
No cabe duda de que la ciencia contribuye en gran medida al bien de la humanidad, pero no es capaz
de redimirla. El hombre es redimido por el amor, que hace buena y hermosa la vida personal y social. Por
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eso la gran esperanza, la esperanza plena y definitiva, es garantizada por Dios que es amor, por Dios que en
Jesús nos visitó y nos dio la vida, y en él volverá al final de los tiempos.
En Cristo esperamos; es a él a quien aguardamos. Con María, su Madre, la Iglesia va al encuentro del
Esposo: lo hace con las obra de caridad, porque la esperanza, como la fe, se manifiesta en el amor. ¡Buen
Adviento a todos!
Sábado
Salmo 88
Proclamaré sin cesar las maravillas del Señor. En estas palabras está el secreto de la verdadera
felicidad de las personas y de los pueblos: creer y proclamar que el Señor ha hecho maravillas para nosotros
y que su misericordia llega a sus fieles de generación en generación. Este convencimiento es la fuerza que
anima a los hombres y mujeres que, aun a costa de sacrificios, se entregan desinteresadamente al servicio de
los demás.
En efecto, llenos del Espíritu Santo, los Apóstoles comienzan a proclamar “las maravillas de Dios”
(Hch 2,11) y Pedro declara que esta efusión del Espíritu es el signo de los tiempos mesiánicos (cf Hch 2, 1718). Los que creyeron en la predicación apostólica y se hicieron bautizar, recibieron a su vez el don del
Espíritu Santo (cf Hch 2,38).
Toda la historia de la salvación se presenta a los hombres para manifestarles las maravillas de Dios y
también para animarlos a acoger la continua invitación de Dios a traducir la realidad de la gracia en su vida
diaria. Es así como el hombre se descubre querido y amado por Dios, y por eso lo llama a una unión cada
vez más íntima con él. Por otra parte, se siente impulsado a responder en la oración, con humildad, a la voz
de la llamada, emprendiendo el camino de la santidad.
La Iglesia ha contemplado con gratitud y asombro las maravillas realizadas por el Señor en María, la
Mujer a la que el pueblo cristiano aclama con las palabras de la antigua antífona: “Toda hermosa eres,
María; no hay en ti mancha del pecado original”; y hoy nosotros contemplando a nuestra madre también
hemos cantado: Proclamaré sin cesar las maravillas del Señor.
TERCERA SEMANA
Lunes
Salmo 118
Dichoso el que cumple la voluntad del Señor. En otras palabras, hemos cantado como respuesta al
salmo: dichoso a aquel que ama de corazón los mandatos de Dios y los cumple; y es dichoso porque al
cumplir la voluntad de dios encuentra alegría y paz.
El único y perfecto modelo de obediencia, y en el que todos tenemos nuestro modelo, es Jesucristo:
Él, “aun siendo Hijo, con lo que padeció, experimentó la obediencia” (Hb 5, 8). ¡Con cuánta más razón la
deberemos experimentar nosotros, criaturas y pecadores, que hemos llegado a ser hijos de adopción en él!
Pedimos a nuestro Padre que una nuestra voluntad a la de su Hijo para cumplir su voluntad, su designio de
salvación para la vida del mundo. Nosotros somos radicalmente impotentes para ello, pero unidos a Jesús y
con el poder de su Espíritu Santo, podemos poner en sus manos nuestra voluntad y decidir escoger lo que su
Hijo siempre ha escogido: hacer lo que agrada al Padre (cf Jn 8, 29). Así pues, adheridos a Cristo, podemos
llegar a ser un solo espíritu con él, y así cumplir su voluntad: de esta forma ésta se hará tanto en la tierra
como en el cielo (Orígenes, or. 26; CIgC 2825).
Pero también, con el oído atento a la voz de la Virgen, podemos establecer una comunión con Ella, y
desde Ella responder como Ella respondió al mensajero de Dios: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí
según tu palabra” (Lc 1, 38). Porque el ‘sí’ de María es para todos nosotros una lección y un ejemplo para
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convertir la obediencia a la voluntad del Padre, en camino y en medio de santificación propia; y ser como
María Dichosos al cumplir la voluntad del Señor.
Martes
Salmo 30
En tus manos, señor, encomiendo mi espíritu. Todas las noches, los que rezamos las Completas
exclamamos: “A tus manos Señor, encomiendo mi espíritu”. Éstas las palabras fueron también el último
grito de Cristo en la cruz. Con esas palabras se cierra el misterio de la pasión y se abre el misterio de la
liberación a través de su muerte, que se realizará en la Resurrección. Son palabras importantes. La Iglesia,
consciente de su importancia, las ha asumido en la liturgia de las Horas, que cada día dice con fe y
esperanza.
La muerte de Jesús en la cruz abre a cada hombre que viene a este mundo, y que de este mundo
parte, un océano de esperanza. ‘Expiró’, dice el evangelista (Lc 23, 46; cf. Jn 19, 30). Este último suspiro de
Cristo es el centro de la historia, que precisamente en virtud de él es historia de la salvación.
Al expirar Jesús en la cruz, Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, se entregó totalmente a la humanidad,
venciendo el pecado y la muerte. Esa respiración humana que se acababa era sacramento del inagotable
Espíritu de vida, que al tercer día resucitó al Hijo del hombre, al «testigo fiel», haciéndolo «primogénito de
entre los muertos» (Ap 1, 5).
Quien muere en el Señor es “feliz ya desde ahora” (cf. Ap 14, 13), porque une su expirar al de Cristo,
con la esperanza segura de que “quien resucitó al Señor Jesús, también nos resucitará con Jesús y nos
presentará ante él” (2 Co 4, 14). Nuestra vida está en las manos del Señor, siempre, en cada instante, y sobre
todo en el momento de la muerte. “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”.
Miércoles
Salmo 65
Las obras del Señor son admirables. Dios manifiesta en el cosmos y en la historia sus obras
admirables, que testimonian su señorío absoluto.
Todas las obras de Dios son siempre admirables; pero el hombre es la obra maestra de la creación;
así, Los libros sagrados nos muestran el amor de Dios a cada ser humano aun antes de su formación en el
seno de la madre. “Antes de haberte formado yo en el seno materno, te conocía, y antes que nacieses, te
tenía consagrado” (Jr 1, 5), dice Dios al profeta Jeremías. Y el salmista reconoce con gratitud: “Tú has
creado mis entrañas, me has tejido en el seno materno. Te doy gracias, porque me has escogido
portentosamente, porque son admirables tus obras; conocías hasta el fondo de mi alma" (Sal 139, 13-14).
Estas palabras adquieren toda su riqueza de significado cuando se piensa que Dios interviene directamente
en la creación del alma de cada nuevo ser humano.
Este amor ilimitado y casi incomprensible de Dios al hombre revela hasta qué punto la persona
humana es digna de ser amada por sí misma, independientemente de cualquier otra
consideración: inteligencia, belleza, salud, juventud, integridad, etc. En definitiva, la vida humana siempre
es un bien, una obra maravillosa, puesto que “es manifestación de Dios en el mundo, signo de su presencia,
resplandor de su gloria” (Evangelium vitae, 34).
En efecto, al hombre se le dona una altísima dignidad, que tiene sus raíces en el íntimo vínculo que
lo une a su Creador: en el hombre, en todo hombre, en cualquier fase o condición de su vida, resplandece un
reflejo de la misma realidad de Dios.
San Juan Crisóstomo expresa que el hombre es la grande y admirable figura viviente, más precioso a
los ojos de Dios que la creación entera; es el hombre, para él existen el cielo y la tierra y el mar y la totalidad
de la creación, y Dios ha dado tanta importancia a su salvación que no ha perdonado a su Hijo único por él.
Porque Dios no ha cesado de hacer todo lo posible para que el hombre subiera hasta él y se sentara a su
derecha (S. Juan Crisóstomo, In Gen. Sermo 2,1).
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En tu escuela, oh Virgen y Madre eucarística, enséñanos a recordar las obras admirables que Dios no
cesa de realizar en el corazón de los hombres.
Jueves
Salmo 65
Tu salvación, Señor es para todos. Jesús es el único Salvador. Cristo, durante toda su vida terrena, se
presenta como el Salvador enviado por el Padre para la salvación del mundo. Su mismo nombre, Jesús,
manifiesta esa misión, pues significa: “Dios salva”.
Cristo define su misión de Salvador como un servicio, cuya manifestación más elevada consistirá en
el sacrificio de su vida en favor de los hombres: “El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir
y a dar su vida como rescate por muchos” (Mc 10, 45; cf. Mt 20, 28). Estas palabras, pronunciadas para
contrarrestar la tendencia de los discípulos a buscar el primer lugar en el Reino, quieren sobre todo suscitar
en ellos una nueva mentalidad, más acorde con la del Maestro.
Tu salvación, Señor es para todos. El Hijo del hombre vino para dar su vida en rescate por muchos.
Jesús se presenta así como el Salvador universal: todos los hombres, de acuerdo con el designio divino, son
rescatados, liberados y salvados por él. Dice san Pablo: “Todos pecaron y están privados de la gloria de Dios
y son justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús” (Rm 3, 23-24).
La salvación es un don que cada uno puede recibir en la medida de su aceptación libre y de su cooperación
voluntaria.
Cristo, Salvador universal, es el único Salvador. San Pedro lo afirma claramente: “Porque no hay
bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos” (Hch 4, 12).
Viernes
Salmo 116
Que aclamen al Señor todos los pueblos. Tierra entera, tocad en honor de su nombre, cantad himnos
a su gloria; digan a Dios: Qué temibles son tus obras, por tu inmenso poder tus enemigos te adulan. Que se
postre ante Ti la tierra entera, que toquen en tu honor, que toquen para tu nombre” (65/66: 1-4). A través de
esta respuesta al salmo, a todos los habitantes de la tierra se nos invita a formar un inmenso coro para
aclamar al Señor con júbilo y darle gloria. Se trata de un canto esencial de alabanza.
Y el hombre debe dar gloria a Dios Creador y Redentor; en cierto modo debe convertirse en voz de
toda la creación para decir en su nombre: aclama al señor tierra entera. Estamos llamados, pues, a anunciar
las grandes obras de Dios y, a la vez, expresarnos a sí mismo en esta relación sublime con Dios, porque en el
mundo visible sólo el hombre puede hacerlo.
Así pues, alabemos al Señor. Alabémoslo sin cesar. Pero nuestra alabanza se ha de expresar con la
vida, antes que con las palabras. En efecto, seríamos poco creíbles si con nuestra respuesta al salmo
invitáramos a las naciones a dar gloria al Señor y no tomáramos en serio la advertencia de Jesús: “Brille así
su luz delante de los hombres, para que vean sus buenas obras y glorifiquen a su Padre que está en los
cielos” (Mt 5, 16).
Así, pues, al exclamar: Que aclamen al Señor todos los pueblos, es tomar en serio nuestra fe en
Jesús, luz del mundo, convirtiéndonos también nosotros en luz en nuestro diario caminar. Éste es el centro
de la misión cristiana, a la que cada uno de vosotros ha sido llamado por el bautismo y la confirmación.
Estáis llamados a hacer que brille la luz de Cristo en el mundo.
Sábado
Salmo 115
¿Cómo le pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Sí, ¿cómo dar gracias al Señor por la vida
que me ha dado? La respuesta a la pregunta del salmista está en el mismo Salmo, pues la Palabra de Dios
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responde con misericordia a las cuestiones que plantea. ¿Cómo pagar al Señor todo el bien que nos hace sino
retomando sus propias palabras? Alzaré la copa de la salvación, invocando su nombre (Sal 116,13).
Por tanto, hacia el misterio de la eucaristía, que estamos celebrando, podemos dirigir nuestra
respuesta al salmo. Presentaremos sobre el altar las ofrendas del pan y del vino, como incesante acción de
gracias por todos los bienes que recibimos de Dios, por los bienes de la creación y de la redención. La
redención se ha realizado mediante el Sacrificio de Cristo. La Iglesia, que anuncia la redención y vive de la
redención, ha de continuar haciendo presente sacramentalmente este Sacrificio, del cual debe sacar fuerza
para ser ella misma.
“¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré el cáliz de la salvación". El salmista
ha comprendido los numerosísimos dones recibidos de Dios: del no ser ha sido llevado al ser, ha sido
plasmado de la tierra y dotado de razón...; luego ha conocido la economía de la salvación en favor del
género humano, reconociendo que el Señor se ha entregado a sí mismo en redención en lugar de todos
nosotros, y, buscando entre todas las cosas que le pertenecen, no sabe cuál don será digno del Señor.
“¿Cómo pagaré al Señor?”. No con sacrificios ni con holocaustos..., sino con toda mi vida. Por eso,
dice: “Alzaré el cáliz de la salvación”, llamando cáliz al sufrimiento en la lucha espiritual, al resistir al
pecado hasta la muerte. Esto, por lo demás, es lo que nos enseñó nuestro Salvador en el Evangelio: “Padre,
si es posible, pase de mí este cáliz”; y de nuevo a los discípulos, “¿Pueden beber el cáliz que yo he de
beber?”, significando claramente la muerte que aceptaba para la salvación del mundo” (PG XXX, 109),
transformando así el mundo del pecado en un mundo redimido, en un mundo de acción de gracias por la
vida que nos ha dado el Señor.
CUARTA SEMANA
Lunes
Salmo 18
El mensaje del Señor llega a toda la tierra. Dicho en otras palabras: la doctrina, la vida y el ejemplo
de Jesús llegan a toda la tierra; Cristo es la Palabra eterna de Dios vivo. Por esto, el cristianismo es la
religión de la palabra de Dios, “no una palabra escrita y muda, sino encarnada y viva” (san Bernardo, S.
Missus est 4, 11: PL 183, 86), que lo fecunda todo por donde pasa. El mensaje del Señor llega a toda la
tierra.
La Palabra de Dios por excelencia es Jesucristo, hombre y Dios. El Hijo eterno es la Palabra que
desde siempre existe en Dios, porque ella misma es Dios: “En el principio existía la Palabra y la Palabra
estaba con Dios y la Palabra era Dios” (Jn 1, 1). La Palabra revela el misterio de Dios Uno y Trino. Desde
siempre pronunciada por Dios en el amor del Espíritu Santo, la Palabra significa diálogo, describe comunión
e introduce en la profundidad de la vida beata de la Santísima Trinidad. En Jesucristo, Verbo eterno, Dios
nos ha elegido antes de la fundación del mundo, predestinándonos a ser sus hijos adoptivos (cf. Ef 1, 4-5).
Con su Palabra, con su Verbo eterno, el “Dios invisible (cf. Col 1, 15; 1 Tim 1, 17) movido de amor,
habla a los hombres como amigos (cf. Ex 33, 11; Jn 15, 14-15), trata con ellos (cf. Ba 3, 38) para invitarlos y
recibirlos en su compañía” (DV 2). Esto implica la escucha y el amor a la Palabra del Señor, que está en
consonancia con la vida concreta de las personas de nuestro tiempo.
La Palabra de Dios determina una vocación, crea comunión, manda en misión, para que lo que se ha
recibido para sí se transforme en un don para los otros. Se trata, por lo tanto, de una finalidad eminentemente
pastoral y misionera: profundizar las razones doctrinales y dejarse iluminar por tales razones significa
extender y reforzar la práctica del encuentro con la Palabra de Dios como fuente de vida en los diversos
ámbitos de la experiencia y así, a través de caminos adecuados y fáciles, poder escuchar a Dios y hablar con
Él, para después hablar de El y hacer realidad lo que hemos cantado: El mensaje del Señor llega a toda la
tierra.
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Todos los cristianos estamos llamados a imitar la apertura de María, que, “acogió en su corazón y en
su cuerpo la Palabra de Dios y dio la Vida al mundo” (LG 53).
Martes
Salmo 86
Alaben al Señor todos los pueblos. Con nuestra respuesta al salmo hemos pedido a Dios que todas las
naciones participen en nuestra alabanza; haciendo un coro universal: “Oh Dios, que te alaben los pueblos,
que todos los pueblos te alaben” (Cfr. Sal 66, 4 y 6).
Para poder alabar a Dios, debemos aprender de nuevo la lengua de la humildad y de la confianza, la
lengua de la integridad moral y del compromiso sincero en favor de todo lo que es verdaderamente bueno a
los ojos del Señor.
Quizá muchas veces podemos experimentarnos como un árido desierto: nuestras manos son débiles,
nuestras rodillas vacilan y nuestro corazón está asustado. ¡Cuán a menudo la alabanza a Dios muere en
nuestros labios y en su lugar brota un lamento! El mensaje de la respuesta al salmo es una exhortación a la
confianza, una exhortación a la valentía, una exhortación a la esperanza en la salvación que viene del Señor.
Cuán urgente es hoy para todos nosotros esta exhortación: “¡Ánimo, no teman! ¡Miren que su Dios viene
(...) a salvarlos”! (Is 35, 3-4); mientras tanto, ustedes Alaben al Señor.
Hoy, la divina Providencia nos ha congregado y permitido orar: “Oh Dios, que te alaben los pueblos,
que todos los pueblos te alaben”, para invitar por nuestro medio a todos nuestros hermanos, incluso, a los
hombres de toda la tierra, a la adoración y alabanza del Dios vivo, Padre, Hijo y Espíritu Santo..
Miércoles
Salmo 66
Que te alaben Señor todos los pueblos. Es un deber nuestro, además de una necesidad del corazón,
alabar y dar gracias a Señor que, siendo eterno, nos acompaña en el tiempo sin abandonarnos nunca y que
siempre vela por la humanidad con la fidelidad de su amor misericordioso.
Podríamos decir con razón que la Iglesia vive para alabar y dar gracias a Dios. Ella misma es “acción
de gracias”, a lo largo de los siglos, testigo fiel de un amor que no muere, de un amor que abarca a los
hombres de todas las razas y culturas, difundiendo de modo fecundo principios de auténtica vida.
Nosotros, la iglesia, nos reunimos cada día para celebrar la eucaristía y alabar y dar gracias al Señor,
conscientes de que hemos sido amados por Dios antes de que nosotros fuéramos capaces de amarlo; para
expresar nuestra alabanza al Señor por las maravillas que ha realizado (cf. Sal 136); para pedirle perdón por
los pecados cometidos; y para implorar el don de la fidelidad en nuestra vida de creyentes y la ayuda
necesaria para nuestro peregrinar en el tiempo.
Cuanto más seamos capaces de alabar al Señor y hacer de la vida una perenne acción de gracias al
Padre (cf. Rm 12,1), presentada en unión con aquella única y perfecta de Cristo Sacerdote, especialmente en
la celebración de la Eucaristía, tanto más el don de Dios será acogido y fecundo en nosotros.
Que Nuestra Señora de la Soledad nos enseñe a ser eucaristía en donde cada uno vivimos, siendo
como una Misa continuada alabando a Dios y cumpliendo en todo su voluntad, ofreciendo a Dios nuestro
amor y todo lo que somos y hacemos, como un sacrificio prolongado de nosotros mismos.
Jueves
Salmo 88
Proclamaré sin cesar las misericordias del Señor. Podemos hacer realidad lo que hemos cantado en
el salmo, en la medida en pongamos en la mente y el corazón las “misericordias del Señor” (Sal 88, 2).
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Tengamos el propósito de llevar en el corazón lo que hemos cantado: “Cantaré eternamente las
misericordias del Señor”; porque todo bautizado está llamado a alabar y dar testimonio del amor
misericordioso de Dios con una vida santa, y lo mismo se puede decir de toda comunidad cristiana.
La misericordia divina, que cada uno de nosotros hemos podido experimentar, nos impulsa a “remar
mar adentro”, recordando con gratitud el pasado, viviendo con pasión el presente y abriéndonos con
confianza al futuro, convencidos de que “Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre” (Hb 13, 8; cf. Novo
millennio ineunte, 1).
Sí, es tiempo de mirar hacia adelante, manteniendo los ojos fijos en el rostro de Jesús (cf. Hb 12, 2).
El Espíritu nos llama a “pensar en el futuro que nos espera” (Novo millennio ineunte, 3), a testimoniar y
confesar a Cristo, dando gracias por las ‘maravillas’ que Dios ha realizado por nosotros. “Cantaré
eternamente las misericordias del Señor” (Sal 89, 2).
Es preciso encender la misericordia de la gracia de Dios. Es preciso transmitir al mundo este fuego
de la misericordia. En la misericordia de Dios el mundo encontrará la paz, y el hombre, la felicidad. Que
nuestra Reina nos ayuda a todos a ser testigos de la misericordia.
Viernes
Salmo 2
Jesucristo es el Rey de las naciones. Durante el proceso ante Pilato, Jesús, al ser interrogado si era
rey, primero niega que sea rey en sentido terreno y político; después, cuando Pilato se lo pregunta por
segunda vez, responde: “Tú dices que soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para
dar testimonio de la verdad” (Jn 18, 37).
A las preguntas del gobernador romano, Jesús respondió afirmando que sí era rey, pero no de este
mundo (cf. Jn 18, 36). No vino a dominar sobre pueblos y territorios, sino a liberar a los hombres de la
esclavitud del pecado y a reconciliarlos con Dios. Y añadió: “Yo para esto he nacido y para esto he venido al
mundo; para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz” (Jn 18, 37).
El reino de Cristo es el reino de la consolación y la paz, que libera al hombre de todas sus angustias y
temores, y lo introduce en la comunión con el Padre celeste. Se trata de un reino que comienza ya aquí, en la
tierra, pero que tendrá su cumplimiento pleno en el cielo.
Por tanto, el Reino de Cristo se manifestará plenamente al final de los tiempos, después de que todos
los enemigos, y por último la muerte, sean sometidos (cf. 1 Co 15, 25-26). Entonces el Hijo entregará el
Reino al Padre y finalmente Dios será “todo en todos” (1 Co 15, 28). El camino para llegar a esta meta es
largo y no admite atajos; por ello, toda persona debe acoger libremente la verdad del amor de Dios. Él es
amor y verdad, y tanto el amor como la verdad no se imponen jamás: llaman a la puerta del corazón y de la
mente y, donde pueden entrar, infunden paz y alegría. Este es el modo de reinar de Dios; este es su proyecto
de salvación, un “misterio” en el sentido bíblico del término, es decir, un designio que se revela poco a poco
en la historia.
María, que esperó con fe, acogió con gozo y conservó con amor la llegada del reino en la persona de
Jesús, nos ayude a ser fieles cada día al amor de Cristo; y nos ayude a reconocer y acoger al Redentor como
único rey y verdadero Señor de nuestra existencia.
Sábado
Salmo 97
Cantemos las maravillas del Señor. En sintonía con el tiempo pascual, podemos contemplar las
maravillas realizadas por el Señor en la virgen Madre, expresadas en su cántico: “Mi alma engrandece al
Señor y exulta de júbilo mi espíritu en Dios, mi salvador, porque ha mirado la humildad de su sierva... ha
hecho en mí maravillas el Poderoso” (Lc 1, 46-49).
El misterio de gracia y de hermosura que envuelve a la Virgen Madre tiene su origen en la ternura de
Dios que, ya desde el primer instante de su existencia la preservó del pecado original y de sus
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consecuencias, preparándola para convertirse en la digna Madre de su Hijo. De ese modo, el Señor puso a
María por encima de todas las demás criaturas, haciéndola llena de gracia, espejo admirable de su santidad.
El misterio de María compromete a todo cristiano, en comunión con la Iglesia, a meditar en su
corazón lo que la revelación evangélica afirma de la Madre de Cristo. En la lógica del Magnificat, cada uno
experimentará en sí, como María, el amor de Dios y descubrirá en las maravillas realizadas por la santísima
Trinidad en la Llena de gracia un signo de la ternura de Dios por el hombre.
Que la Virgen, recordando las maravillas realizadas por el Señor en favor del pueblo de Dios, suscite
en los fieles un profundo deseo de contemplación y alabanza.
QUINTA SEMANA
Lunes
Salmo 113 B
Que todos te alaben sólo a ti, Señor. Es lo mismo que decir: a Dios sólo darás culto; por ello, no sólo
es una invitación a alabar a Dios, sino que al decir: Que todos te alaben sólo a ti…, estamos diciendo que
Dios es “el Primero y el Ultimo” (Is 44,6), el Principio y el Fin de todo. Así, recordamos y reconocemos el
dominio de Dios sobre la creación y sobre nuestra vida.
Por consiguiente, al responder al salmo, hemos cantado: Dios es Único: no hay más que un solo
Dios: “La fe cristiana confiesa que hay un solo Dios, por naturaleza, por substancia y por esencia” (Catech.
R., 1, 2, 2; CIgC 200); y, por consiguiente sólo Él es digno de nuestra alabanza.
Si adorar es alabar, estamos reconociendo a Dios como Dios, como Creador y Salvador, Señor y
Dueño de todo lo que existe, como Amor infinito y misericordioso. ‘Adorarás al Señor tu Dios y sólo a él
darás culto’ (Lc 4, 8), dice Jesús citando el Deuteronomio (6, 13; CIgC 2096).
Adorar a Dios es reconocer, con respeto y sumisión absolutos, la ‘nada de la criatura’, que sólo existe
por Dios. Adorar a Dios es alabarlo, exaltarle y humillarse a sí mismo, como hace María en el Magnificat,
confesando con gratitud que El ha hecho grandes cosas y que su nombre es santo (cf Lc 1, 46-49). La
adoración del Dios único libera al hombre del repliegue sobre sí mismo, de la esclavitud del pecado y de la
idolatría del mundo (CIgC 2096).
La razón de ser de la liturgia, que estamos celebrando es para escuchar y acoger a Jesús que vive, que
honra y alaba al Padre, para alabarlo y honrarlo con Él. La celebración de los santos misterios es, pues, sobre
todo, acción de alabanza a la soberana majestad de Dios, Uno y Trino, y expresión querida por Dios mismo.
Con ella nos presentamos ante Él para darle gracias, consciente de que nuestro mismo ser no puede alcanzar
su plenitud sin alabarlo y cumplir su voluntad, en la constante búsqueda del Reino que está ya presente, pero
que vendrá definitivamente el día de la Parusía del Señor Jesús. La Liturgia y la vida son realidades
inseparables. Una Liturgia que no tuviera un reflejo en la vida, se tornaría vacía y, ciertamente, no sería
agradable a Dios. Que todos te alaben sólo a ti, Señor.
Martes
Salmo 144
Bendigamos al Señor eternamente. En esta línea de pensamiento san Pablo escribe: “Bendito sea
Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en Cristo nos bendijo con toda bendición espiritual en los
cielos; por cuanto que en Él nos eligió antes de la constitución del mundo para que fuésemos santos e
inmaculados ante Él, y nos predestinó en caridad a la adopción de hijos suyos por Jesucristo, conforme al
beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia. Por esto nos hizo gratos en su amado”
(Ef 1, 3-6).
Y, por su parte, san Pedro nos dice en su Primera Carta: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro
Señor Jesucristo, que por su gran misericordia nos reengendró a una viva esperanza por la resurrección de
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Jesucristo de entre los muertos para una herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible, que os está
reservada en los cielos, a los que por el poder de Dios habéis sido guardados, mediante la fe, para la
salvación que está dispuesta a manifestarse en el tiempo oportuno” (1 Pe 1, 3-5).
Por esto, desde ahora, si no desmayamos, bendeciremos al Señor eternamente. En efecto, entre
nosotros, hijos de la luz, la muerte no nos debe causa miedo, porque la fe confía con toda seguridad en las
promesas de Jesús; y la esperanza es certidumbre. Quien permanece en estas palabras: Bendeciré al Señor
eternamente se adhiere con fe y amor a su Redentor, y, por ello, vivirá eternamente.
Miércoles
Salmo 121
(Cfr. Juan Pablo II, homilía 29 de noviembre de 1998)
Vayamos con alegría al encuentro del Señor. Este estribillo, que hemos cantado nos dice, que en
nuestro caminar de todos los días, no olvidemos que hemos de ir alegres hacia el Padre, por el camino que es
nuestro Señor Jesucristo, el cual vive y reina con él en la unidad del Espíritu Santo. Dicho en otras palabras:
vayamos al Padre mediante el Hijo, en el Espíritu Santo.
“Vayamos con alegría al encuentro del Señor”, seguros de que siempre nos lo proponemos podemos
encontrar a Dios, porque él ha venido a nuestro encuentro. Lo ha hecho, como el padre de la parábola del
hijo pródigo (cf. Lc 15, 11-32), porque es rico en misericordia, y quiere salir a nuestro encuentro sin
importarle lo que hemos hecho, sino lo que queremos hacer ahora, caminado en su presencia. Dios viene a
nuestro encuentro, tanto si lo hemos buscado como si lo hemos ignorado, e incluso si lo hemos evitado. Él
sale el primero a nuestro encuentro, con los brazos abiertos, como un padre amoroso y misericordioso.
Si Dios se pone en movimiento para salir a nuestro encuentro, ¿podremos nosotros volverle la
espalda? Pero no podemos ir solos al encuentro con el Padre. Debemos ir en compañía de cuantos forman
parte de “la familia de Dios”, “juntos como hermanos, miembros de la Iglesia, vamos caminando al
encuentro del Señor.
Que esta consoladora verdad esté siempre muy presente ante nuestros ojos, mientras caminamos
como peregrinos hacia el Domingo sin Lunes, a nuestro a destino jubiloso y eterno. Esa verdad constituye la
razón última de la alegría a la que nos exhorta el estribillo con el que hemos respondido al salmo de hoy:
“Vayamos jubilosos al encuentro del Señor”. Creyendo en Cristo crucificado y resucitado, creemos en la
resurrección de la carne y en la vida eterna.
Jueves
Salmo 112
Lo puso el Señor entre los jefes de su pueblo. El que es escogido por Dios para una misión se
convierte en un auténtico embajador de Dios, que le exige un profundo conocimiento de Dios y de su
palabra
(Jr
1,5).
Así, la vocación se vive como una elección de Dios de un hombre o una mujer para dotarlo y ponerlo en un
segmento de historia de salvación que debe animar con el carisma regalado por Dios.
Lo puso el Señor entre los jefes de su pueblo; así, por ejemplo, Gedeón fue elegido por Dios para
liberar a su pueblo de la tiranía de los Madianitas; Jesús fue elegido por Dios para liberar al mundo de la
tiranía del demonio, del pecado y de la muerte. Jesús fue puesto entre los jefes de su pueblo para llevar a
toda persona la buena nueva de que “Dios es amor” y, precisamente por esto, quiere salvar el mundo.
A lo largo de los siglos muchísimos hombres y mujeres, transformados por el amor divino, han
consagrado la propia existencia a la causa del Reino. Cristo, Sumo Sacerdote, en su solicitud por la Iglesia
ha llamado a través de los siglos a personas que cuiden de su pueblo; en particular, llama al ministerio
sacerdotal a hombres que ejerzan una función paterna, cuya raíz está en la paternidad misma de Dios (cf. Ef
3, 14).
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La misión del sacerdote en la Iglesia es insustituible. Nunca se ha de ponerse en duda que Cristo
sigue suscitando hombres que, como los Apóstoles, dejando cualquier otra ocupación, se dediquen
totalmente a celebrar los santos misterios, a la predicación del Evangelio y al ministerio pastoral.
Juan Pablo II escribió a este respecto: “… En particular, el sacerdote ministro es servidor de Cristo
presente en la Iglesia misterio. El sacerdote, prolonga en la Iglesia la oración, la palabra, el sacrificio, la
acción salvífica de Cristo. Y así es servidor de la Iglesia, porque realiza los signos eclesiales y sacramentales
de la presencia de Cristo resucitado (Cfr. PDV 16).
La llamada a la comunión con Dios, y por tanto a la santidad, es la premisa necesaria para cualquier
misión en favor de la comunidad y al servicio de los hermanos. Porque el hombre de hoy, escribió Pablo VI,
“escucha más a gusto a los testigos que a los maestros, o si escucha a los maestros lo hace porque son
testigos” (EN 41).
Que María santísima nos ayude a vivir con renovado impulso, cada uno en la situación en la que la
Providencia lo ha puesto, la alegría y la valentía de la misión.
Viernes
Salmo 56
Alabemos y cantemos al Señor. Este estribillo, que hemos puesto en nuestros labios para responder al
salmo es invitación a alabar al Señor (cf. vv. 1-3). Pero no sólo en nuestra asamblea, sino también en con
toda nuestra vida: en los días de fiesta y en los días de duelo, en los gozos y alegrías en las angustias y
tristezas. Así, como expresa san Agustín, nosotros mismos seremos “la mejor alabanza que podemos
tributarle al Señor, “si es buena vuestra conducta”.
San Pablo, en este contexto, en la carta a los Efesios nos evita a dejar espacio en nuestra vida a los
himnos litúrgicos, cuando dice: “No se embriaguen con vino, que es causa de libertinaje; llénense más bien
del Espíritu. Reciten entre ustedes salmos, himnos y cánticos inspirados; cantad y salmodiad en su corazón
al Señor, dando gracias continuamente y por todo a Dios Padre, en nombre de nuestro Señor Jesucristo”
(Ef 5, 18-20). Es como si dijera: Alabemos y cantemos al Señor.
Por consiguiente, en la alabanza divina está implicada, ante todo, la criatura humana con su voz y su
corazón. Juntamente con ella somos convocados todos los seres vivos, todas las criaturas en las que hay un
aliento de vida (cf. Gn 7, 22), para que eleven su himno de gratitud al Creador por el don de la existencia.
En línea con esta invitación universal se pondrá san Francisco con su sugestivo Cántico del hermano sol, en
el que invita a alabar y bendecir al Señor por todas las criaturas, reflejo de su belleza y de su bondad (Cfr.
Fuentes Franciscanas, 263).
En resumen, este estribillo, que antecede al salmo, nos invita a todos los fieles a alabar y cantar al
Señor, como sugiere la carta a los Colosenses: “La palabra de Cristo habite en ustedes con toda su riqueza;
instrúyanse y amonéstense con toda sabiduría; canten agradecidos a Dios en sus corazones con salmos,
himnos y cánticos inspirados” (Col 3, 16).
Sábado
Salmo 99
El Señor es nuestro Dios y nosotros su pueblo; nuestro Dios es un Dios ‘bueno’ y ‘amable’. Nuestro
Dios no es un Dios lejano, intocable en su bienaventuranza. Nuestro Dios tiene un corazón; más aún, tiene
un corazón de carne. Se hizo carne precisamente para poder sufrir con nosotros y estar con nosotros en
nuestros sufrimientos. Se hizo hombre para darnos un corazón de carne y para despertar en nosotros el amor
a los hermanos.
En este estribillo que acompaña al salmo tenemos una renovada confesión de fe en el único Dios,
como exige el primer mandamiento del Decálogo: “Yo soy el Señor, tu Dios. (...) No habrá para ti otros
dioses delante de mí” (Ex 20, 2. 3). Y como se repite a menudo en la Biblia: “Reconoce, pues, hoy y medita
en tu corazón que el Señor es el único Dios allá arriba en el cielo, y aquí abajo en la tierra; no hay otro” (Dt
4, 39). Se proclama después la fe en el Dios creador, fuente del ser y de la vida. Sigue la afirmación,
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expresada a través de la así llamada “fórmula del pacto”, de la certeza que Israel tiene de la elección
divina: “Somos suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño” (v. 3). Es una certeza que los fieles del nuevo
pueblo de Dios hacen suya, con la conciencia de constituir el rebaño que el Pastor supremo de las almas
conduce a las praderas eternas del cielo (cf. 1 P 2, 25)
Con serena confianza en el amor divino, que no faltará jamás, el pueblo de Dios se encamina a lo
largo de la historia con sus tentaciones y debilidades diarias a la casa del Padre, con la enorme confianza de
que el Señor es su Dios, el Señor es su creador, y de que pertenece al Dios bueno y misericordioso, cuya
fidelidad no tiene fin (cf. vv. 3-5); y de que Dios nuestro Padre es vida, y estamos hechos para la vida eterna
y bienaventurada. El Señor es nuestro Dios y nosotros su pueblo.
SEXTA SEMANA
Lunes
Salmo 149
(Cfr. Juan Pablo II, Homilía 14 de junio de 1979)
El Señor es amigo de su pueblo. Jesús ha querido permanecer con nosotros para siempre. Jesús ha
querido unirse íntimamente a nosotros a través de los sacramentos, de su Palabra… para demostrarnos su
amor directa y personalmente. Cada uno puede decir: “¡Jesús me ama! ¡Yo amo a Jesús!”.
Santa Teresa del Niño Jesús, recordando el día de su primera comunión, escribía: “¡Oh, qué dulce fue
el primer beso que Jesús dio a mi alma!... Fue un beso de amor, yo me sentía amada y decía a mi vez: Te
amo, me entrego a Ti para siempre... Teresa había desaparecido como la gota de agua que se pierde en el
seno del océano. Quedaba sólo Jesús: el Maestro, el Rey” (Teresa de Lisieux, Historia de un alma edic.
Queriniana, 1974, Man. A, cap. IV, Pág. 75).
Jesús está presente en la Eucaristía para ser encontrado, amado, recibido, consolado. Dondequiera
que esté el sacerdote, allí está presente Jesús, porque la misión y la grandeza del sacerdote es precisamente
la celebración de la Santa Misa.
Jesús está presente en las grandes ciudades y en las pequeñas aldeas, en las iglesias de montaña y en
las lejanas cabañas, en los hospitales y en las cárceles, ¡incluso en los campos de concentración estaba
presente Jesús en la Eucaristía! Recibamos frecuentemente a Jesús. Permanezcamos en El: dejémonos
transformar por El
El Señor es amigo de su pueblo. No lo olvidemos jamás: Jesús quiere ser nuestro amigo más íntimo,
nuestro compañero de camino. Jesús es el amigo que nunca nos abandona; Jesús nos conoce uno por uno,
personalmente; sabe nuestro nombre, nos sigue, nos acompaña, camina con nosotros cada día; participa de
nuestras alegrías y nos consuela en los momentos de dolor y de tristeza.
Jesús es el amigo del que no se puede prescindir ya más cuando se le ha encontrado y se ha
comprendido que nos ama y quiere nuestro amor. Con Él podemos hablar, hacerle confidencias; podemos
dirigirnos a El con afecto y confianza. ¡Jesús murió incluso en una cruz por nuestro amor! ¡Hagamos un
pacto de amistad con Jesús y no lo rompamos jamás! En todas las situaciones de nuestra vida, dirijámonos al
Amigo divino, presente en nosotros con su “Gracia”, presente con nosotros y en nosotros en la Eucaristía.
Martes
Salmo 137
(Cfr. Juan Pablo II, audiencia general, 18 de diciembre de 1985)
Señor, tu amor perdura eternamente. Dios es Amor eterno e infinito. Toda la revelación se resume
en estas palabras: “Dios es amor” (1 Jn 4, 8. 16). Y amor significa esto: querer el bien, adherirse al bien. De
esta eterna voluntad de Bien brota la infinita bondad de Dios respecto a las criaturas y, en particular,
respecto al hombre. Del amor nace su clemencia, su disponibilidad a dar y a perdonar, la cual ha encontrado,
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entre otras cosas, una expresión magnífica en la parábola de Jesús sobre el hijo pródigo, que refiere Lucas
(Cf. Lc 15, 11-32). El amor se expresa en la Providencia, con la cual Dios continúa y sostiene la obra de la
creación.
De modo particular el amor se manifiesta en la obra de la redención y de la justificación del hombre,
a quien Dios ofrece la propia justicia en el misterio de la cruz de Cristo. Así, el amor que es el elemento
esencial y decisivo de la santidad de Dios, por medio de la redención y la justificación, guía al hombre a su
santificación con la fuerza del Espíritu Santo.
A este Dios, que es Santidad porque es amor, se dirige el hombre con la más profunda confianza. Le
confía el misterio íntimo de su humanidad, todo el misterio de su “corazón” humano cuando reza: Yo te
amo, Señor, Tú eres mi fortaleza, / Señor, mi roca, mi alcázar, mi liberador; / Dios mío, peña mía, refugio
mío, escudo mío, / mi fuerza salvadora, mi baluarte..." (Sal 17/18, 2-3).
La salvación del hombre está estrechísimamente vinculada a la santidad de Dios, porque depende de
su eterno, infinito Amor. Señor, tu amor perdura eternamente.
Miércoles
Salmo 148
La gloria del señor sobrepasa cielo y tierra. En la Sagrada Escritura, la expresión "cielo y tierra"
significa: todo lo que existe, la creación entera. Indica también el vínculo que, en el interior de la creación, a
la vez une y distingue cielo y tierra: ‘La tierra’, es el mundo de los hombres (cf Sal 115, 16). “Él cielo” o
“los cielos” puede designar el firmamento (cf Sal 19, 2), pero también el ‘lugar’ propio de Dios: ‘nuestro
Padre que está en los cielos’ (Mt 5, 16; cf Sal 115, 16), y por consiguiente también el ‘cielo’, que es la gloria
escatológica. Finalmente, la palabra ‘cielo’ indica el ‘lugar’ de las criaturas espirituales -los ángeles- que
rodean a Dios.
El término ‘gloria’ (doxa) indica el esplendor de Dios que suscita la alabanza, llena de gratitud, de
las criaturas. San Pablo diría: es “el conocimiento de la gloria de Dios que está en la faz de Cristo” (2 Co 4,
6). La gloria de Dios se manifiesta en la salvación del hombre, al que -como afirma el evangelista san Juantanto amó Dios “que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida
eterna” (Jn 3, 16).
Todo hombre, y toda la creación a través de él, cada uno está destinado a la gloria de Dios. Ante el
Dios de la inmensa gloria no podemos más que doblar las rodillas en actitud de humilde y gozosa adoración.
El hombre debe dar gloria a Dios Creador y Redentor; en cierto modo debe convertirse en voz de toda la
creación para decir en su nombre Magnificat: las grandes obras de Dios y, a la vez, expresarse a sí mismo en
esta relación sublime con Dios, porque en el mundo visible sólo él puede hacerlo.
La gloria del señor sobrepasa cielo y tierra: “Gloria y honor al único Dios: Padre, Hijo y Espíritu
Santo, por todos los siglos”. San Ireneo al respecto escribe, que “El Verbo se ha hecho dispensador de la
gloria del Padre en beneficio de los hombres... Gloria de Dios es el hombre que vive y su vida consiste en la
visión de Dios” (Adv. haer. IV, 20, 5. 7). Así pues, la gloria de Dios se manifiesta en la salvación del
hombre, al que -como afirma san Juan- tanto amó Dios "que dio a su Hijo único, para que todo el que crea
en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16).
Jueves
Salmo 97
El Señor nos ha mostrado su amor y su lealtad. Amor y lealtad son términos, que exaltan la alianza
entre el Señor y su pueblo. En efecto, estos vocablos forman parte del lenguaje característico que usa la
Biblia para hablar de la relación que existe entre Dios y su pueblo. El término trata de definir las actitudes
que se establecen dentro de esa relación: la fidelidad, la lealtad, el amor y, evidentemente, la misericordia de
Dios.
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Dios, al crear al hombre a su imagen, le infundió la capacidad de amar y, por tanto, la capacidad de
amarlo también a él, su Creador. Dios quiere hablar al corazón de su pueblo y también a cada uno de
nosotros.
Dios no quiere de nosotros más que nuestro amor, a través del cual aprendemos espontáneamente a
entrar en sus sentimientos, en su pensamiento y en su voluntad: aprendamos a vivir con Él y a practicar
también con Él la humildad de la renuncia que es parte esencial del amor.
Dios nos espera. Él quiere que lo amemos: esta invitación debe tocar nuestro corazón. Encada
eucaristía, Dios viene a nuestro encuentro, viene a mi encuentro. Dios se ha hecho pequeño para que
nosotros pudiéramos comprenderlo, acogerlo, amarlo. Los Padres de la Iglesia enseñan que la Palabra eterna
se ha hecho hombre para que la Palabra esté a nuestro alcance.
El Señor nos ha mostrado su amor y su lealtad: Dios se ha hecho uno de nosotros para ayudarnos a
encontrar nuevamente el camino que lleva a la felicidad y a la salvación.
Viernes
Salmo 46
Dios es el rey del universo. Desde el anuncio de su nacimiento, el Hijo unigénito del Padre, nacido
de la Virgen María, es definido "rey", en el sentido mesiánico, es decir, heredero del trono de David, según
las promesas de los profetas, para un reino que no tendrá fin (cf. Lc 1, 32-33). La realeza de Cristo
permaneció del todo escondida, hasta sus treinta años, transcurridos en una existencia ordinaria en Nazaret.
Después, durante su vida pública, Jesús inauguró el nuevo reino, que “no es de este mundo” (Jn 18,
36), y al final lo realizó plenamente con su muerte y resurrección. Apareciendo resucitado a los Apóstoles,
les dijo: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra” (Mt 28, 18): este poder brota del amor, que
Dios manifestó plenamente en el sacrificio de su Hijo.
El reino de Cristo es don ofrecido a los hombres de todos los tiempos, para que el que crea en el
Verbo encarnado “no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16). Él es el Rey de bondad y donador de
gracia que alimenta a su pueblo, y quiere reunirlo en torno a Él como un pastor que vela por su rebaño y
recobra sus ovejas
Que la Virgen María, a quien Dios asoció de modo singular a la realeza de su Hijo, nos obtenga
acogerlo como Señor de nuestra vida, para cooperar fielmente en el acontecimiento de su reino de amor, de
justicia y de paz.
Sábado
Salmo 46
(Cfr. Juan Pablo II, 21 de noviembre de 1999)
Dios es el rey del universo. La realeza de Jesucristo es, según los criterios del mundo, paradójica: es
el triunfo del amor, que se realiza en el misterio de la encarnación, pasión, muerte y resurrección del Hijo de
Dios. Esta realeza salvífica se revela plenamente en el sacrificio de la cruz, acto supremo de misericordia, en
el que se lleva a cabo al mismo tiempo la salvación del mundo y su juicio.
Todo cristiano participa en la realeza de Cristo. En el bautismo, junto con la gracia interior, recibe el
impulso a hacer de su existencia un don gratuito y generoso a Dios y a sus hermanos. Esto se manifiesta con
gran elocuencia en el testimonio de los santos y las santas, que son modelos de humanidad renovada por el
amor divino.
Los santos nos señalan el camino del reino de los cielos, el camino del Evangelio aceptado
radicalmente. Al mismo tiempo, sostienen nuestra serena certeza de que toda realidad creada encuentra en
Cristo su cumplimiento y que, gracias a él, el universo será entregado a Dios Padre plenamente renovado y
reconciliado en el amor.
“Cristo tiene que reinar”. El reinado de Cristo se va construyendo ya en esta tierra mediante el
servicio al prójimo, luchando contra el mal, el sufrimiento y las miserias humanas hasta aniquilar la muerte.
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La fe en Cristo resucitado hace posible el compromiso y la entrega de tantos hombres y mujeres en la
transformación del mundo, para devolverlo al Padre: “Así Dios será todo para todos”.
SEMANA SÉPTIMA
Lunes
Salmo 67
Cantemos a Dios un canto de alabanza. En primer lugar, según san Agustín, podemos poner este
estribillo en labios de los “miembros de Cristo que han conseguido la felicidad”. Así pues, en particular, “lo
han cantado los santos mártires (y los santos) de todos los siglos, los cuales, habiendo salido de este mundo,
están con Cristo en la alegría, dispuestos a retomar incorruptos los mismos cuerpos que antes eran
corruptibles. En vida sufrieron tormentos en el cuerpo, pero en la eternidad estos tormentos se transformarán
en adornos de justicia”.
En un segundo momento, el Obispo de Hipona nos dice que también nosotros, no sólo los
bienaventurados en el cielo, podemos cantar este estribillo de respuesta al salmo con esperanza.
Afirma: “También a nosotros nos sostiene una segura esperanza, y cantaremos con júbilo. (...) Por tanto,
cantemos todos con un mismo espíritu: tanto los santos que ya poseen la corona, como nosotros, que con el
afecto nos unimos en la esperanza a su corona. Juntos deseamos aquella vida que aquí en la tierra no
tenemos, pero que no podremos tener jamás si antes no la hemos deseado”.
San Agustín vuelve entonces a la primera perspectiva y explica: “Reflexionan los santos en los
sufrimientos que han pasado, y desde el lugar de bienaventuranza y de tranquilidad donde ahora se hallan
miran el camino recorrido para llegar allá; y, como habría sido difícil conseguir la liberación si no hubiera
intervenido la mano del Liberador para socorrerlos, llenos de alegría exclaman: “Si
el Señor no hubiera estado de nuestra parte”. Así inicia su canto. Era tan grande su júbilo, que ni siquiera
han dicho de qué habían sido librados” (Esposizione sul Salmo 123, 3: Nuova Biblioteca
Agostiniana, XXVIII, Roma 1977, p. 65).
Que María nos enseñe como Ella cantó los salmos y los himnos de la tradición de Israel, que nos
enseñe el modo como ella participó de la oración y de la alabanza a Dios en la Iglesia naciente, reunida en
torno a los Apóstoles. Que ella nos enseñe a elevar al Señor las expresiones de reconocimiento y de alabanza
que manifestó en el “Magnificat”, y las transmitió al nuevo Pueblo de Dios, que se estaba formando en la
escuela del Evangelio.
Martes
Salmo 67
Reyes de la tierra, canten al Señor. Todos, absolutamente todo hombre, tiene necesidad cantar a
Dios. En efecto, El hombre, disperso en la multiplicidad de sus afanes y de la realidad de la vida cotidiana,
tiene necesidad de reencontrarse a sí mismo a través de la reflexión, la meditación, la oración y el canto con
el Creador y Padre de todos.
Durante la oración, que se ha de convertir en canto, realizamos una especie de ascensión hacia la luz
divina y, a la vez, experimentamos un descenso de Dios, que se adapta a nuestro límite para escucharnos y
hablarnos, para encontrarse con nosotros y salvarnos.
El canto es un subsidio, una ayuda, que ayuda a todos a la oración; para que el canto cumpla con su
objetivo es preciso que se cante y e toque con maestría” (Sal 46, 8). Por tanto, es necesario descubrir y vivir
constantemente la belleza de la oración y del canto en la liturgia. Hay que orar a Dios no sólo con fórmulas
teológicamente exactas, sino también de modo hermoso y digno.
Tanto los reyes, como los que no lo somos, recorramos nuestro camino sumándonos a la oración
litúrgica de la Iglesia y con los ejercicios de devoción más sencillos, con la oración personal y con
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momentos de silencio, con la contemplación que surge del corazón de cada hombre, “teniendo puestos
nuestros ojos en las manos de nuestro Dios y Señor”.
Alabemos al Señor a ejemplo de la santísima Virgen, a quien la Iglesia considera la tota pulchra, la
“toda hermosa”, la mujer en la que se concentran la belleza de la primera creación y la de la nueva creación.
Que ella nos haga tomar conciencia de los dones de Dios y que cada eucaristía se convierta cada vez más en
la alegría cristiana, que n os impulse a cantar la alabanza del Señor con los mismos sentimientos del corazón
de María. Reyes de la tierra, canten al Señor.
Miércoles
Salmo 67
Reyes de la tierra, canten al Señor. Naturalmente, no sólo se dice a los reyes y a todos los gobiernos,
que canten al señor, sino también a todos nosotros, o mejor dicho, nosotros que estamos alabando, invitamos
a todos, incluso a los reyes y gobernantes a cantarle al Dios. Este estribillo de respuesta al salmo, es pues, un
llamamiento, con dimensión mundial, a los responsables de las naciones, de todos los tiempos. Y, así, todos
nosotros oramos juntamente con los creyentes de todos los tiempos y de todas las naciones.
Todo ser humano, cualquiera que sea su situación en el mundo, lo sepa o no, dentro de sí clama:
“Tengo necesidad de recogerme un poco dentro de mí en la presencia del Señor, para que mi alma no se
vuelva árida y se pierda en estériles y dañosas preocupaciones externas”, y cuando no es así, el hombre no
puede cumplir con su misión, porque necesita cantar al Señor.
El hombre necesita a Dios, más aún, mientras más grande es el cargo que se le ha encomendado
necesita vivir constantemente unido al Señor, a permanecer durante mucho tiempo ante Dios. Reyes de la
tierra, canten al Señor. Que el Señor nos permita ser signo y testimonio para reyes, viviendo de acuerdo con
lo que pronuncian nuestros labios. Que nosotros mismos seamos la mejor alabanza que tributemos a Dios,
con toda nuestra vida.
Tu gloria, Señor, es grande; manifiéstala ante todos los reyes y poderosos de la tierra, para que
canten tus caminos, escuchen el oráculo de tu boca y colaboren en tu salvación.
Jueves
Salmo 15
Enséñanos, Señor, el camino de la vida. Jesús se manifiesta como compañero en el camino de la vida
del hombre y Maestro paciente que sabe modelar el corazón e iluminar la mente para que comprenda el
designio de Dios.
Jesús es el camino de la vida, el camino de nuestra vida. Y él nos dice a todos ‘sígueme’, es decir,
nos invita a tomarlo como modelo; nos dice: comparte mi vida y mis opciones, entrega como yo tu vida por
amor a Dios y a los hermanos. Así, Cristo abre ante nosotros el ‘camino de la vida’, que, por desgracia, está
constantemente amenazado por el ‘camino de la muerte’. El pecado es este camino que separa al hombre de
Dios y del prójimo, causando división y minando desde dentro la sociedad.
Enséñanos, Señor, el camino de la vida. El ‘camino de la vida’, que imita y renueva las actitudes de
Jesús, es el camino de la fe y de la conversión; o sea, precisamente el camino de la cruz. Es el camino que
lleva a confiar en él y en su designio salvífico, a creer que él murió para manifestar el amor de Dios a todo
hombre; es el camino de salvación en medio de una sociedad a menudo fragmentaria, confusa y
contradictoria; es el camino de la felicidad de seguir a Cristo hasta las últimas consecuencias, en las
circunstancias a menudo dramáticas de la vida diaria; es el camino que no teme fracasos, dificultades,
marginación y soledad, porque llena el corazón del hombre de la presencia de Jesús; es el camino de la paz,
del dominio de sí, de la alegría profunda del corazón.
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“Señor, me enseñarás el sendero de la vida”. Hagamos nuestra esta invocación del Salmo
responsorial, que acabamos de cantar. Necesitamos que el Redentor resucitado nos enseñe el sendero, nos
acompañe a lo largo del camino y nos guíe hasta la comunión plena con el Padre celestial.
Viernes
Salmo 102
Bendigamos al Señor, que es el rey del universo. En la respuesta que dimos al salmo se nos presenta
a Cristo como Rey, nosotros somos en su reino los sacerdotes de Dios, su Padre. Nuestro Rey nos ha
liberado de nuestros pecados con su sangre. Es el Rey que nos da la paz, el primogénito de entre los muertos,
asegurando así nuestra propia resurrección, sobre el soberano de los reyes de la tierra.
Cristo es el Rey de bondad y donador de gracia que alimenta a su pueblo, y quiere reunirlo en torno a
Él como un pastor que vela por su rebaño y recobra sus ovejas de todos los lugares donde estaban dispersas
en los días de nubes y brumas (cf. Ez 34, 12).
El reino de Cristo es, por consiguiente, el reino de la consolación y la paz, que libera al hombre de
todas sus angustias y temores, y lo introduce en la comunión con el Padre celeste. Se trata de un reino que
comienza ya aquí, en la tierra, pero que tendrá su cumplimiento pleno en el cielo.
Confesar a Jesucristo como Rey del Universo es, en parte, confesar que Jesucristo lleva a la plenitud
el plan de Dios: que el hombre sea Señor de la naturaleza por su madurez, por la comunión creada en sus
relaciones y por el dominio, respetuoso y digno, de todo.
El reino de Cristo es don ofrecido a los hombres de todos los tiempos, para que el que crea en el
Verbo encarnado “no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16). Por eso, precisamente en el último
libro de la Biblia, el Apocalipsis, él proclama: “Yo soy el alfa y la omega, el primero y el último, el principio
y el fin” (Ap 22, 13).
Jesús nos muestra su Señorío y Realeza en la sencillez, apertura y el servicio de su vida.
Con un Rey así, es posible marchar con alegría a la casa del Señor: nos espera la Vida Nueva, el Señor de la
Paz, el Señor de la Vida, el Defensor de la dignidad de cada persona.
Sábado
Salmo 10
El señor verá a los justos con complacencia. El estribillo de respuesta al salmo tranquiliza ‘a los
justos’, es decir, a los creyentes. “El Señor es justo y ama la justicia”. “Los buenos, (es decir los justos,)
verán su rostro” (Sal 10, 7). Estas palabras abren ante nosotros la perspectiva de aquel ‘cielo nuevo’ y de
aquella ‘tierra nueva’ (Ap 21, 1) que serán la ‘morada de Dios con los hombres’. Entonces Dios “enjugará
toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha
pasado”. Aquel día El señor verá a los justos con complacencia.
Los santos se tomaron en serio estas palabras, que hemos cantado en la respuesta al salmo. Ellos
creyeron que su ‘felicidad’ vendría de traducirlas concretamente en su existencia. Y comprobaron su verdad
en la confrontación diaria con la experiencia: a pesar de las pruebas, las sombras y los fracasos gozaron ya
en la tierra de la alegría profunda de la comunión con Cristo. En él descubrieron, presente en el tiempo, el
germen inicial de la gloria futura del reino de Dios.
Esta perspectiva es ya una realidad vivida por la inmensa constelación de Santos que gozan en el
cielo de la visión beatífica de Dios. Ayer nos detuvimos a contemplar su gloria, alegrándonos en la
esperanza de poder compartir un día con ellos la misma gloria, acordándonos de la promesa de Jesús: “En la
casa de mi Padre hay muchas moradas... Voy a prepararos un lugar” (Jn 14, 2).
Aquí abajo nuestra liberación comienza con la del pecado, que es lo fundamental y la condición para
todo lo demás. Queda el sufrimiento, como medio de expiación y rescate. Pero si morimos en gracia de
Dios, sabemos con certeza que entraremos en la vida y en la felicidad y que nuestra alma se unirá un día a
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ese cuerpo que fue deshecho por la muerte, para que también él participe, de alguna forma, de la visión
beatífica del paraíso.
La Iglesia predica que la vida eterna es el ‘paso’ a una vida nueva: a la vida en Dios, donde “no
habrá ya muerte ni habrá llanto” (Ap 21, 4), porque El señor verá a los justos con complacencia.
TIEMPO ORDINARIO
Después de Pentecostés sigue el Segundo tiempo ordinario del año litúrgico que termina con la fiesta
de Cristo Rey.
El eje del Año litúrgico es la Pascua. Los tiempos fuertes son el Adviento y la Cuaresma.
Durante el Adviento, Navidad y Epifanía se revive la espera gozosa del Mesías en la Encarnación.
Hay una preparación para la venida del Señor al final de los tiempos: “Vino, viene y volverá”.
En la Cuaresma, se revive la marcha de Israel por el desierto y la subida de Jesús a Jerusalén. Se vive el
misterio de la Muerte y Resurrección de Cristo: “Conversión y meditación de la palabra de Dios”.
En el Tiempo Pascual se vive la Pascua, Ascensión y Pentecostés en 50 días. Se celebra el gran
domingo: “Ha muerto, vive, ¡Ven Señor Jesús!
En los tiempos ordinarios, la Iglesia sigue construyendo el Reino de Cristo movida por el Espíritu y
alimentada por la Palabra: “El Espíritu hace de la Iglesia el cuerpo de Cristo, hoy”.
Los cambios de fechas en algunas fiestas del Año litúrgico.
El Año litúrgico se fija a partir del ciclo lunar, es decir, no se ciñe estrictamente al año calendario. La
fiesta más importante de los católicos, la Semana Santa, coincide con la fiesta de la "pascua judía" o Pesaj,
misma que se realiza cuando hay luna llena. Se cree que la noche que el pueblo judío huyó de Egipto, había
luna llena lo que les permitió prescindir de las lámparas para que no les descubrieran los soldados del faraón.
La Iglesia fija su Año litúrgico a partir de la luna llena que se presenta entre el mes de marzo o de abril. Por
lo tanto, cuando Jesús celebró la Última Cena con sus discípulos, respetando la tradición judía de celebrar la
pascua - el paso del pueblo escogido a través del Mar Rojo hacia la tierra prometida - debía de haber sido
una noche de luna llena. Hecho que se repite cada Jueves Santo.
La Iglesia marca esa fecha como el centro del Año litúrgico y las demás fiestas que se relacionan con
esta fecha cambian de día de celebración una o dos semanas.
Las fiestas que cambian año con año, son las siguientes:
 Miércoles de Ceniza
 Semana Santa
 La Ascensión del Señor
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 Pentecostés
 Fiesta de Cristo Rey
Ahora, hay fiestas litúrgicas que nunca cambian de fecha, como por ejemplo:
 Navidad
 Epifanía
 Fiesta de San Pedro y San Pablo
 La Asunción de la Virgen
 Fiesta de todos los santos
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NOVENA SEMANA
Lunes
Salmo 111
Dichosos los que temen al Señor. La Sagrada Escritura afirma que “Principio del saber, es el temor
de Dios” (Sal 110/111, 10; Prov. 1, 7). ¿Pero de qué temor se trata? No ciertamente de ese ‘miedo de Dios’
que impulsa a evitar pensar o recordarse de Él, como de algo o de alguno que turba e inquieta. Este fue el
estado de ánimo que, según la Biblia, impulsó a nuestros progenitores, después del pecado, a “ocultarse de la
vista de Dios por entre los árboles del jardín” (Gn 3, 8); éste fue también el sentimiento del siervo infiel y
malvado de la parábola evangélica, que escondió bajo tierra el talento recibido (cf. Mt 25, 18. 26).
El santo y justo temor, conjugado en el alma con el amor a Dios, depende toda la práctica de las
virtudes cristianas, y especialmente de la humildad, de la templanza, de la castidad, de la mortificación de
los sentidos. Recordemos la exhortación del Apóstol Pablo a sus cristianos: “Queridos míos, purifiquémonos
de toda mancha de la carne y del espíritu, consumando la santificación en el temor de Dios” (2 Co 7, 1).
Ante el amplio y diversificado panorama de los miedos humanos, la palabra de Dios es clara: quien
‘teme’ a Dios ‘no tiene miedo’. El temor de Dios, que las Escrituras definen como ‘el principio de la
verdadera sabiduría’, coincide con la fe en él, con el respeto sagrado a su autoridad sobre la vida y sobre el
mundo. No tener ‘temor de Dios’ equivale a ponerse en su lugar, a sentirse señores del bien y del mal, de la
vida y de la muerte. En cambio, quien teme a Dios siente en sí la seguridad que tiene el niño en los brazos de
su madre (cf. Sal 131, 2): quien teme a Dios permanece tranquilo incluso en medio de las tempestades,
porque Dios, como nos lo reveló Jesús, es Padre lleno de misericordia y bondad.
Quien lo ama no tiene miedo: ‘No hay temor en el amor, escribe el apóstol san Juan; sino que el
amor perfecto expulsa el temor, porque el temor mira al castigo; quien teme no ha llegado a la plenitud
en el amor" (1 Jn 4, 18). Por consiguiente, el creyente no se asusta ante nada, porque sabe que está en las
manos de Dios, sabe que el mal y lo irracional no tienen la última palabra, sino que el único Señor del
mundo y de la vida es Cristo, el Verbo de Dios encarnado, que nos amó hasta sacrificarse a sí mismo,
muriendo en la cruz por nuestra salvación.
Martes
Salmo 111
El justo vive confiado en el Señor. En los momentos de desasosiego y crisis podemos encontrar
nuestra serenidad y paz en el Señor. Quien camina en su presencia vive confiado, y más pronto o más tarde
encontrará el sentido de su existir. La confianza en Dios, el abandono en sus manos, la paz que se
experimenta cuando Dios es todo, y dirige todo en la vida de cada uno.
Sólo Dios puede “llenar el tiempo” y hacernos experimentar el sentido pleno de nuestra existencia.
Dios ha llenado de sí mismo el tiempo al enviar a su Hijo unigénito y en él nos ha hecho hijos adoptivos
suyos: hijos en el Hijo. En Jesús y con Jesús, “camino, verdad y vida” (Jn 14, 6), podemos ahora encontrar
las respuestas exhaustivas a las expectativas más profundas del corazón. Al desaparecer el miedo, crece en
nosotros la confianza en el Dios a quien nos atrevemos a llamar incluso “Abbá-Padre” (cf. Ga 4, 6).
A la confianza humilde se contrapone la soberbia. Un escritor cristiano de los siglos IV y V, Juan
Casiano, advierte a los fieles de la gravedad de este vicio, que “destruye todas las virtudes en su conjunto y
no sólo ataca a los mediocres y a los débiles, sino principalmente a los que han logrado cargos de
responsabilidad con el uso de la fuerza”.
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Y prosigue: “Por este motivo el bienaventurado David custodia con tanta circunspección su corazón,
hasta el punto de que se atreve a proclamar ante Aquel a quien ciertamente no se ocultaban los secretos de su
conciencia: ‘Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros; no pretendo grandezas que superan
mi capacidad’. (...).
Miércoles
Salmo 24
A ti, Señor, levanto mi alma. Con motivo de nuestra respuesta al salmo hablemos del término alma.
Alma, designa en la Sagrada Escritura la vida humana (cf. Mt 16, 25-26; Jn 15,13) o toda la persona humana
(cf. Hch 2,41). Pero designa también lo que hay de más intimo en el hombre (cf. Mt 26, 38; Jn 12, 27) y de
más valor en él (cf. Mt 10, 28; 2 M 6, 30), aquello por lo que es particularmente imagen de Dios: ‘alma’
significa el principio espiritual en el hombre. Por tanto, hacía Dios se ha de levantar, en cada momento, todo
nuestro ser.
¿Qué decir de nuestro cuerpo, en este contexto de levantarlo nuestro ser hacia Dios? Primero, que el
cuerpo del hombre participa de la dignidad de la ‘imagen de Dios’: es cuerpo humano precisamente porque
esta animado por el alma espiritual, y es toda la persona humana la que esta destinada a ser, en el Cuerpo de
Cristo, el Templo del Espíritu (cf. 1 Co 6, 19-20; 15,44-45): Uno en cuerpo y alma, el hombre, por su misma
condición corporal, reúne en si los elementos del mundo material, de tal modo que, por medio de él, estos
alcanzan su cima y elevan la voz para la libre alabanza del Creador. Por consiguiente, no es lícito al hombre
despreciar la vida corporal, sino que, por el contrario, tiene que considerar su cuerpo bueno y de honra, ya
que ha sido creado por Dios y que ha de resucitar en el último día (GS 14, 1). Y cuando decimos, A ti, Señor,
levanto mi alma, estamos diciendo nuestra persona: nuestro ser completo (CIgC 364).
La unidad del alma y del cuerpo es tan profunda que se debe considerar al alma como la ‘forma’ del
cuerpo (cf. Cc. de Vienne, año 1312, DS 902); es decir, gracias al alma espiritual, la materia que integra el
cuerpo es un cuerpo humano y viviente; en el hombre, el espíritu y la materia no son dos naturalezas unidas,
sino que su unión constituye una única naturaleza (CIgC 365). Por tanto, cuando decimos, A ti, Señor,
levanto mi alma, pensemos y levantemos hacia Dios todo nuestro ser.
Jueves
Salmo 39
Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad. Hoy nos vamos a fijar en la fe y en la voluntad. Por la fe,
el hombre somete completamente su inteligencia y su voluntad a Dios. Con todo su ser, el hombre da su
asentimiento a Dios que revela (cf. DV 5). La Sagrada Escritura llama ‘obediencia de la fe’ a la respuesta del
hombre a Dios (cf. Rm 1,5: 16. 26; CIgC 143).
En la fe, la inteligencia y la voluntad humanas cooperan con la gracia divina: Creer es un acto del
entendimiento que asiente a la verdad divina por imperio de la voluntad movida por Dios mediante la
gracia"' (S. Tomas de A., s. th. 22, 2, 9; cf. Cc. Vaticano I: DS 3010).
“El hombre, al creer, debe responder voluntariamente a Dios; nadie debe estar obligado contra su
voluntad a abrazar la fe. En efecto, el acto de fe es voluntario por su propia naturaleza” (DH 10; cf. CIC,
can. 748, 2). “Ciertamente, Dios llama a los hombres a servirlo en espíritu y en verdad. Por ello, quedan
vinculados por su conciencia, pero no coaccionados... Esto se hizo patente, sobre todo, en Cristo Jesús” (DH
11). En efecto, Cristo invitó a la fe y a la conversión; El no forzó jamás a nadie. “Dio testimonio de la
verdad, pero no quiso imponerla por la fuerza a los que lo contradecían. Pues su Reino... crece por el amor
con que Cristo, exaltado en la cruz, atrae a los hombres hacia El” (DH 11). Por tanto, desde la fe, hoy
digamos al Señor: Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad.
Que María nos enseñe a caminar en la voluntad del Señor. Ella, al su consentimiento a la palabra de
Dios, llegó a ser Madre de Jesús y, aceptando de todo corazón la voluntad divina de salvación, sin que
ningún pecado se lo impidiera, se entregó a sí misma por entero a la Persona y a la obra de su Hijo, para
servir, en su dependencia y con él, por la gracia de Dios, al misterio de la redención (cf. LG 56)
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Fiesta de Cristo sumo y eterno sacerdote
Celebramos hoy la fiesta de Cristo sumo y eterno sacerdote. “Todas las prefiguraciones del
sacerdocio de la Antigua Alianza encuentran su cumplimiento en Cristo Jesús, ‘único mediador entre Dios y
los hombres’ (1Tim 2,5). Melquisedec, ‘sacerdote del Altísimo’ (Gn 14,18), es considerado por la Tradición
cristiana como una prefiguración del sacerdocio de Cristo, único ‘Sumo Sacerdote según el orden de
Melquisedec’ (Hb 5,10; 6,20), ‘santo, inocente, inmaculado’ (Hb 7,26), que, ‘mediante una sola oblación ha
llevado a la perfección para siempre a los santificados’ (Hb 10,14), es decir, mediante el único sacrificio de
su Cruz”. (Catecismo de la Iglesia Católica, 1544)
“El sacrificio redentor de Cristo es único, realizado una vez por todas. Y por esto se hace presente en
el sacrificio eucarístico de la Iglesia. Lo mismo acontece con el único sacerdocio de Cristo: se hace presente
por el sacerdocio ministerial sin que con ello se quebrante la unicidad del sacerdocio de Cristo: ‘Y por eso
sólo Cristo es el verdadero sacerdote; los demás son ministros suyos, S. Tomás de A., Hebr. 7,4” (Catecismo
de la Iglesia Católica, 1545).
“Cristo, sumo sacerdote y único mediador, ha hecho de la Iglesia ‘un Reino de sacerdotes para su
Dios y Padre’ (Ap 1, 6; cf Ap 5, 9-10; 1 P 2, 5. 9.). Toda la comunidad de los creyentes es, como tal,
sacerdotal. Los fieles ejercen su sacerdocio bautismal a través de su participación, cada uno según su
vocación propia, en la misión de Cristo, Sacerdote, Profeta y Rey. Por los sacramentos del Bautismo y de la
Confirmación los fieles son ‘consagrados para ser... un sacerdocio santo’ (LG 10)” (Catecismo de la Iglesia
Católica, 1546).
El hombre ha recibido de Dios la capacidad de ser sacerdote: Cristo es el verdadero y único
sacerdote, los demás son ministros suyos. (S. Tomás de A., Hebr. 7,4). Jesucristo, el Maestro, hace la
invitación a algunos de entre el pueblo para que sacrifiquen su propia vida cada día mediante la entrega por
otros, a semejanza de suya. Cristo nos pide que compartamos con Él, ese yugo que Él lleva, para ‘interceder’
por los hombres.
Jesús es el sumo sacerdote que, verdaderamente, puede sentir justa compasión por nosotros, dado que
pagó con ‘con grandes gritos y lágrimas’ su solidaridad con nosotros y ‘aprendió a obedecer a través del
sufrimiento’. Por eso permanece ahora siempre vivo en presencia del Padre como memorial santo y
agradable a Dios por todos nosotros.
En cuanto al sacerdocio ministerial, decimos que Jesús quiso elegir de entre el pueblo a algunos que
se consagraran a Él, para continuar en ellos su obra salvadora. En efecto, el ministro consagrado pos ee, en
verdad, el papel del mismo Sacerdote, Cristo Jesús. El sacerdote es asimilado al Sumo Sacerdote Jesús,
por la consagración sacerdotal: goza de la facultad de actuar por el poder y en la persona de Cristo mismo,
a quien representa 11. En efecto, “Cristo es la fuente de todo sacerdocio, y por eso, el sacerdote, actúa en
representación suya” 12.
Que todos reverencien a los diáconos como a Jesucristo, como también al obispo, que es imagen
del Padre, y a los presbíteros como al senado de Dios y como a la asamblea de los Apóstoles: sin ellos no
se puede hablar de Iglesia 13. Grandeza obliga; así, san Gregorio Nacianceno, siendo joven sacerdote,
exclama: “Es preciso comenzar por purificarse antes de purificar a los otros; es preciso ser instruido para
poder instruir, es preciso ser luz para iluminar, acercarse a Dios para acercarle a los demás, ser santificado
para santificar, conducir de la mano y aconsejar con inteligencia (or. 2, 71). Se de quién somos ministros,
dónde nos encontramos y a dónde nos dirigimos. Conozco la altura de Dios y la flaqueza del hombre, pero
también su fuerza (ibíd. 74). Por tanto, ¿quién es el sacerdote? Es el defensor de la verdad, se sitúa junto a
los ángeles, glorifica con los arcángeles, hace subir sobre el altar de lo alto las víct imas de los sacrificios,
comparte el sacerdocio de Cristo, restaura la criatura, restablece [en ella] la imagen [de Dios], la recrea
para el mundo de lo alto, y, para decir lo más grande que hay en Él, es divinizado y diviniza (ibíd. 73).
11 Cfr. Virtute ac persona ipsius Christi; PÍO XII, enc Mediator Dei
12 S. TOMÁS DE A., STh 3, n, 4).
13 S. IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Trall. 3, 1).
105
Viernes
Salmo 145
Alaba, alma mía, al Señor. La alabanza es la forma de orar, que reconoce de la manera más directa
que Dios es Dios. Le canta por Él mismo, le da gloria no por lo que hace, sino por lo que Él es. Participa en
la bienaventuranza de los corazones puros que lo aman en la fe antes de verlo en la Gloria Mediante ella, el
Espíritu se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios (cf. Rm 8, 16), da
testimonio del Hijo único en quien somos adoptados y por quien glorificamos al Padre. La alabanza integra
las otras formas de oración y las lleva hacia Aquel que es su fuente y su término: “un solo Dios, el Padre, del
cual proceden todas las cosas y por el cual somos nosotros” (1 Co 8, 6).
La eucaristía contiene y expresa todas las formas de oración: es la ‘ofrenda pura’ de todo el Cuerpo
de Cristo ‘a la gloria de su Nombre’ (cf. Mal. 1, 11); es, según las tradiciones de Oriente y de Occidente, ‘el
sacrificio de alabanza’ (CIgC 2643).
El Espíritu Santo que enseña a la Iglesia y le recuerda todo lo que Jesús dijo, la educa también en la
vida de oración, suscitando expresiones que se renuevan dentro de unas formas permanentes de orar:
bendición, petición, intercesión, acción de gracias y alabanza (CIgC 2644).
Gracias a que Dios lo bendice, el hombre en su corazón puede bendecir, a su vez, a Aquel que es la
fuente de toda bendición (CIgC 2645). Por consiguiente, por Dios, hoy hemos podido exhortarnos a nosotros
mismos con el estribillo al salmo: Alaba, alma mía, al Señor.
Sábado
Salmo 13
Bendito sea Dios, que vive por los siglos. Bendecir es una acción divina que da la vida y cuya fuente
es el Padre. Su bendición es a la vez palabra y don (‘benedictio’, ‘eulogia’). Aplicado al hombre, este
término significa la adoración y la entrega a su Creador en la acción de gracias (CIgC 1078).
Desde el comienzo y hasta la consumación de los tiempos, toda la obra de Dios es bendición. Desde
el poema litúrgico de la primera Creación hasta los cánticos de la Jerusalén celestial, los autores inspirados
anuncian el designio de salvación como una inmensa bendición divina (CIgC 1079).
En la Liturgia de la Iglesia, la bendición divina es plenamente revelada y comunicada: el Padre es
reconocido y adorado como la fuente y el fin de todas las bendiciones de la Creación y de la salvación; en su
Verbo, encarnado, muerto y resucitado por nosotros, nos colma de sus bendiciones y por Él derrama en
nuestros corazones el don que contiene... los dones: el Espíritu Santo (CIgC 1082).
Comprendemos, por tanto, que en cuanto respuesta de fe y de amor a las ‘bendiciones espirituales’
con que el Padre nos enriquece, la Liturgia cristiana tiene una doble dimensión. Por una parte, la Iglesia,
unida a su Señor y “bajo la acción del Espíritu Santo” (Lc 10, 21), bendice al Padre “por su don inefable” (2
Co 9,15) mediante la adoración, la alabanza y la acción de gracias. Por otra parte, y hasta la consumación del
designio de Dios, la Iglesia no cesa de presentar al Padre “la ofrenda de sus propios dones” y de implorar
que el Espíritu Santo venga sobre esta ofrenda, sobre ella misma, sobre los fieles y sobre el mundo entero, a
fin de que por la comunión en la muerte y en la resurrección de Cristo Sacerdote y por el poder del Espíritu,
estas bendiciones divinas den frutos de vida “para alabanza de la gloria de su gracia” (Ef 1, 6; CIgC 1083).
SEMANA DÉCIMA
Lunes
Salmo 33
Haz la prueba y verás qué bueno es el Señor. En efecto, en todas sus obras, Dios muestra su
benevolencia, su bondad, su gracia, su amor; pero también su fiabilidad, su constancia, su fidelidad, su
verdad. “Doy gracias a tu nombre por tu amor y tu verdad” (Sal 138, 2; cf. Sal 85, 11). El es la Verdad,
106
porque “Dios es Luz, en el no hay tinieblas alguna” (1 Jn 1, 5); El es ‘Amor’, como lo enseña el apóstol Juan
(1 Jn 4, 8). Haz la prueba y verás qué bueno es el Señor.
Dios ha llamado a todo hombre a participar de su bondad: Dios creo el mundo para manifestar y
comunicar su gloria. La gloria para la que Dios creo a sus criaturas consiste en que tengan parte en su
verdad, su bondad y su belleza (CIgC 319).
La razón por la cual Dios creó todas las cosas es por su amor y su bondad: “Abierta su mano con la
llave del amor surgieron las criaturas”, expresa santo Tomás de A quino (sent. 2, prol.). Y el Concilio
Vaticano I explica: En su bondad y por su fuerza todopoderosa, no para aumentar su bienaventuranza, ni
para adquirir su perfección, sino para manifestarla por los bienes que otorga a sus criaturas, el solo
verdadero Dios, en su libérrimo designio, en el comienzo del tiempo, creo de la nada a la vez una y otra
criatura, la espiritual y la corporal (DS 3002).
La gloria de Dios consiste en que se realice esta manifestación y esta comunicación de su bondad
para las cuales el mundo ha sido creado. Hacer de nosotros “hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según
el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia” (Ef 1, 56): “Porque la gloria de Dios
es el hombre vivo, y la vida del hombre es la visión de Dios: si ya la revelación de Dios por la creación
procuró la vida a todos los seres que viven en la tierra, cuánto más la manifestación del Padre por el Verbo
procurara la vida a los que ven a Dios” (S. Ireneo, haer. 4, 20, 7). El fin último de la Creación es que Dios,
“Creador de todos los seres, se hace por fin 'todo en todas las cosas' (1 Co 15, 28), procurando al mismo
tiempo su gloria y nuestra felicidad” (AG 2; CIgC 294).
Martes
Salmo 118
Míranos, Señor, benignamente. Con este estribillo, que hemos cantado nos viene a la mente la escena
del joven ricos con el Señor: “Maestro, ¿qué he de hacer yo de bueno para conseguir la vida eterna?” Al
joven que le hace esta pregunta, Jesús responde primero invocando la necesidad de reconocer a Dios como
‘el único bueno’, como el Bien por excelencia y como la fuente de todo bien (Mt 19, 16-19; CIgC 2052).
El Credo resume los dones que Dios hace al hombre como autor de todo bien, como Redentor, como
Santificador y los articula en torno a los “tres capítulos” de nuestro bautismo: la fe en un solo Dios; el Padre
todopoderoso es el Creador; y Jesucristo, su Hijo, nuestro Señor y Salvador; y el Espíritu Santo, Señor y
dador de vida, alma de la Santa Iglesia (CIgC 14). Qué más, podemos decir, sino reconocer nuestra miseria y
plantarnos ante Dios que nos mire con benignidad.
El amor de Dios es ‘eterno’ (Is 54, 8). Así nos lo enseña el profeta del amor ‘… los montes se
correrán y las colinas se moverán, mas mi amor de tu lado no se apartará’ (Is 54, 10). “Con amor eterno te he
amado: por eso he reservado gracia para ti” (Jr 31, 3). Y san Juan afirma, que “Dios es amor” (l Jn 4, 8.16);
el ser mismo de Dios es Amor. Al enviar en la plenitud de los tiempos a su Hijo único y al Espíritu de Amor,
Dios revela su secreto más íntimo (cf. 1 Co 2, 7-16; Ef 3, 912); El mismo es una eterna comunicación de
amor: Padre, Hijo, y Espíritu Santo, y nos ha destinado a participar en El.
Míranos, Señor, benignamente. Señor mío y Dios mío, quítame todo lo que me aleja de Ti. Señor
mío y Dios mío, dame todo lo que me acerca a Ti. Señor mío y Dios mío, despójame de mi mismo para
darme todo a Ti (S. Nicolás de Flüe).
Miércoles
Salmo 98
Santo es el Señor, nuestro Dios. Ante la presencia atrayente y misteriosa de Dios, el hombre
descubre su pequeñez; así:
 Ante la zarza ardiente, Moisés se quita las sandalias y se cubre el rostro (cf. Ex 3,56) delante
de la Santidad divina.
107
 Ante la gloria del Dios tres veces Santo, Isaías exclama: “¡Ay de mi, que estoy perdido, pues
soy un hombre de labios impuros!” (Is 6, 5).
 Ante los signos divinos que Jesús realiza, Pedro exclama: “Aléjate de mi, Señor, que soy un
hombre pecador” (Lc 5, 8).
Pero porque Dios es Santo, puede personar al hombre que se descubre pecador delante de El: “No
ejecutare el ardor de mi cólera... porque soy Dios, no hombre; en medio de ti yo el Santo” (Os 11, 9).
El apóstol Juan dirá igualmente: “Tranquilizaremos nuestra conciencia ante el, en caso de que nos
condene nuestra conciencia, pues Dios es mayor que nuestra conciencia y conoce todo” (1 Jn 3, 19-20; CIgC
208).
“Todos los cristianos, de cualquier estado o condición, están llamados cada uno por su propio
camino, a la perfección de la santidad, cuyo modelo es el mismo Padre” (LG 11). ¡La santidad! He aquí la
gracia y la meta de todo creyente, conforme nos recuerda el Libro del Levítico: “Sean santos, porque yo, el
Señor, Dios suyo, soy santo” (19, 2).
La Iglesia, unida a Cristo, está santificada por Él; por Él y con Él, ella también ha sido hecha
santificadora. Todas las obras de la Iglesia se esfuerzan en conseguir “la santificación de los hombres en
Cristo y la glorificación de Dios” (SC 10). En la Iglesia es en donde está depositada “la plenitud total de los
medios de salvación” (UR 3). Es en ella donde “conseguimos la santidad por la gracia de Dios” (LG 48;
CIgC 824)
Jueves
Salmo
El cuerpo y la Sangre de Cristo
Hoy la Iglesia muestra al mundo el Corpus Christi, el Cuerpo de Cristo. E invita a adorarlo: Venite,
adoremus, Vengan adoremos.
La mirada de los creyentes se concentra en el Sacramento, donde Cristo se nos da totalmente a sí
mismo: cuerpo, sangre, alma y divinidad. Por eso siempre ha sido considerado el más santo: el ‘santísimo
Sacramento’, memorial vivo del sacrificio redentor.
En la solemnidad del Corpus Christi volvemos a aquel ‘jueves’ que todos llamamos ‘santo’, en el que
el Redentor celebró su última Pascua con los discípulos: fue la última Cena, culminación de la cena pascual
judía e inauguración del rito eucarístico.
Por eso, la Iglesia, desde hace siglos, ha elegido un jueves para la solemnidad del Corpus Christi,
fiesta de adoración, de contemplación y de exaltación. Fiesta en la que el pueblo de Dios se congrega en
torno al tesoro más valioso que heredó de Cristo, el sacramento de su misma presencia, y lo alaba, lo canta,
lo lleva en procesión por las calles de la ciudad (Juan pablo II, 14 de junio de 2001).
En la santa Eucaristía está realmente presente Cristo, muerto y resucitado por nosotros. En el pan y
en el vino consagrados permanece con nosotros el mismo Jesús de los evangelios, que los discípulos
encontraron y siguieron, que vieron crucificado y resucitado, y cuyas llagas tocó Tomás, postrándose en
adoración y exclamando: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20, 28; cf. 20, 17-20).
En el Sacramento del altar se ofrece a nuestra contemplación amorosa toda la profundidad del
misterio de Cristo, el Verbo y la carne, la gloria divina y su tienda entre los hombres. Ante él no podemos
dudar de que Dios está ‘con nosotros’, que asumió en Jesucristo todas las dimensiones humanas, menos el
pecado, despojándose de su gloria para revestirnos a nosotros de ella (cf. Jn 20, 21-23).
En su cuerpo y en su sangre se manifiesta el rostro invisible de Cristo, el Hijo de Dios, con la
modalidad más sencilla y, al mismo tiempo, más elevada posible en este mundo. A los hombres de todos los
tiempos, que piden perplejos: “Queremos ver a Jesús” (Jn 12, 21), la comunidad eclesial responde repitiendo
el gesto que el Señor mismo realizó para los discípulos de Emaús: parte el pan. Al partir el pan se abren los
ojos de quien lo busca con corazón sincero. En la Eucaristía la mirada del corazón reconoce a Jesús y su
108
amor inconfundible, que se entrega ‘hasta el extremo’ (Jn 13, 1). Y en él, en ese gesto suyo, reconoce el
rostro de Dios.
Así como para los primeros cristianos, para nosotros, en el siglo XXI ¡es grande el misterio de la
Sangre de Cristo! Este misterio sigue conquistado nuestra mente y nuestro corazón. Así, al celebrar la
eucaristía y al hacer del Sagrario nuestra intimidad con Jesús eucaristía, sepámoslo contemplar y adorar en la
humanidad santísima asumida en el seno de María, fuente preciosa de salvación.
Viernes
Salmo 115
Invocaré, Señor, tu nombre. Dios, “El que es”, se reveló a Israel como el que es “rico en amor y
fidelidad” (Ex 34, 6). Estos dos términos expresan de forma condensada las riquezas del Nombre divino. En
todas sus obras, Dios muestra su benevolencia, su bondad, su gracia, su amor; pero también su fiabilidad, su
constancia, su fidelidad, su verdad. “Doy gracias a tu nombre por tu amor y tu verdad” (Sal 138, 2; cf. Sal
85, 11). El es la Verdad, porque “Dios es Luz, en el no hay tinieblas alguna” (1 Jn 1, 5); El es ‘Amor’, como
lo enseña el apóstol Juan (1 Jn 4, 8; CIgC 214).
Pero el Nombre que todo lo contiene es aquel que el Hijo de Dios recibe en su encarnación: Jesús. El
nombre divino es inefable para los labios humanos (cf. Ex 3, 14; 33, 19-23), pero el Verbo de Dios, al
asumir nuestra humanidad, nos lo entrega y nosotros podemos invocarlo: ‘Jesús’, ‘Dios salva’ (cf. Mt 1, 21).
El Nombre de Jesús contiene todo: Dios y el Hombre y toda la economía de la Creación y de la salvación.
Decir ‘Jesús’ es invocarlo desde nuestro propio corazón. Su Nombre es el único que contiene la presencia
que significa. Jesús es el Resucitado, y cualquiera que invoque su Nombre acoge al Hijo de Dios que lo amó
y se entregó por él (cf. Rm 10, 13; Hch 2, 21; 3, 15-16; Ga 2,20; CIgC 2666). Invocaré, Señor, tu nombre.
La santidad del nombre divino exige no recurrir a él por motivos fútiles, y no prestar juramento en
circunstancias que pudieran hacerlo interpretar como una aprobación de una autoridad que lo exigiese
injustamente. Cuando el juramento es exigido por autoridades civiles ilegítimas, puede ser rehusado. Debe
serlo, cuando es impuesto con fines contrarios a la dignidad de las personas o a la comunión de la Iglesia
(CIgC 2155).
Si nosotros vivimos bien, el Nombre divino es bendecido; pero si vivimos mal, es blasfemado, según
las palabras del Apóstol: “El nombre de Dios, por vuestra causa, es blasfemado entre las naciones” (Rm 2,
24; Ez 36, 20-22). Por tanto, rogamos para merecer tener en nuestras almas tanta santidad como santo es el
nombre de nuestro Dios (san Pedro Crisólogo, serm. 71)
Sábado
Salmo 102
El Señor es compasivo y misericordioso. El Evangelio es la revelación, en Jesucristo, de la
misericordia de Dios con los pecadores (cf. Lc 15). El ángel anuncia a José: “Tú le pondrás por nombre
Jesús, porque Él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1, 21). Y en la institución de la Eucaristía,
sacramento de la redención, Jesús dice: “Esta es mi sangre de la alianza, que va a ser derramada por muchos
para remisión de los pecados” (Mt 26, 28; CIgC 1846)
En efecto, Dios revela que es “rico en misericordia” (Ef 2, 4) llegando hasta dar su propio Hijo.
Gracias a la misericordia de Dios, nosotros hemos recibido la promesa indefectible de la vida eterna (Cfr.
san Cirilo de Jerusalén, catech. ill. 18. 29). “Los que se acercan al sacramento de la penitencia obtienen de la
misericordia de Dios el perdón de los pecados cometidos contra Él y, al mismo tiempo, se reconcilian con la
Iglesia, a la que ofendieron con sus pecados.
La fórmula de absolución en uso en la Iglesia expresa: el Padre de la misericordia es la fuente de
todo perdón. Realiza la reconciliación de los pecadores por la Pascua de su Hijo y el don de su Espíritu, a
través de la oración y el ministerio de la Iglesia. En efecto, la fórmula dice: Dios, Padre misericordioso, que
reconcilió consigo al mundo por la muerte y la resurrección de su Hijo y derramó el Espíritu Santo para la
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remisión de los pecados, te conceda, por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz. Y yo te absuelvo de
tus pecados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (OP 102; CIgC 1449).
Volver a la comunión con Dios, después de haberla perdido por el pecado, es un movimiento que
nace de la gracia de Dios, rico en misericordia y deseoso de la salvación de los hombres. Es preciso pedir
este don precioso para sí mismo y para los demás (CIgC 1489).
SEMANA DÉCIMA PRIMERA
Lunes
Salmo 97
Aclamemos con júbilo al Señor. Para entender esta exhortación del estribillo con el que hemos
respondido al salmo nos puede servir mucho el recordar la entrada triunfal de Jesús a Jerusalén, que nos
presenta el Catecismo de la Iglesia Católica en el 559: Jesús es aclamado como hijo de David, el que trae la
salvación (Hosanna quiere decir “¡Sálvanos!”, “¡Danos la salvación!”).
Pues bien, el “Rey de la Gloria” (Sal 24, 7-10) entra en su ciudad “montado en un asno” (Za 9, 9): no
conquista a la hija de Sión, figura de su Iglesia, ni por la astucia ni por la violencia, sino por la humildad que
da testimonio de la Verdad (cf. Jn 18, 37). Por eso los súbdito de su Reino, aquel día fueron los niños (cf. Mt
21, 15-16; Sal 8, 3) y los “pobres de Dios”, que lo aclamaban como los ángeles lo anunciaron a los pastores
(cf. Lc 19, 38; 2, 14). Su aclamación: “Bendito el que viene en el nombre del Señor” (Sal 118, 26), ha sido
recogida por la Iglesia en el santo de la Liturgia eucarística para introducir al memorial de la pascua del
Señor.
Hoy nosotros Aclamamos con júbilo al Señor, por “El Verbo se encarnó para salvarnos
reconciliándonos con Dios; porque “Dios nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros
pecados” (1 Jn 4, 10); porque “El Padre envió a su Hijo para ser salvador del mundo (1 Jn 4, 14): porque “El
se manifestó para quitar los pecados” (1 Jn 3, 5).
No cesemos de salir al encuentro del Señor, para aclamarlo con júbilo, porque él es el Hijo de Dios,
el Verbo de Dios, Señor, Salvador, Cordero de Dios, Rey, Hijo amado, Hijo de la Virgen, Buen Pastor, Vida
nuestra, nuestra Luz, nuestra Esperanza, Resurrección nuestra, Amigo de los hombres…
Martes
Salmo 145
Alaba, alma mía, al Señor (Cfr. CIgC 30). “Se alegre el corazón de los que buscan a Dios” (Sal 105,
3). Si el hombre puede olvidar o rechazar a Dios, Dios no cesa de llamar a todo hombre a buscarlo para que
viva y encuentre la dicha. Pero esta búsqueda exige del hombre todo el esfuerzo de su inteligencia, la
rectitud de su voluntad, “un corazón recto”, y también el testimonio de otros que le enseñen a buscar a Dios.
Tú eres grande, Señor, y muy digno de alabanza: grande es tu poder, y tu sabiduría no tiene medida.
Y el hombre, pequeña parte de tu Creación, pretende alabarte, precisamente el hombre que, revestido de su
condición mortal, lleva en si el testimonio de su pecado y el testimonio de que Tú resistes a los soberbios. A
pesar de todo, el hombre, pequeña parte de tu Creación, quiere alabarte. Tu mismo lo incitas a ello, haciendo
que encuentre sus delicias en tu alabanza, porque nos has hecho para ti y nuestro corazón esta inquieto
mientras no descansa en ti (S. Agustín. conf. 1, 1, 1). Alaba, alma mía, al Señor.
La eucaristía es el sacrificio de alabanza por medio del cual la Iglesia canta la gloria de Dios en
nombre de toda la Creación. Este sacrificio de alabanza sólo es posible a través de Cristo: Él une los fieles a
su persona, a su alabanza y a su intercesión, de manera que el sacrificio de alabanza al Padre es ofrecido por
Cristo y con Cristo para ser aceptado en Él (CIgC 1361).
En la Eucaristía, el sacrificio de Cristo es también el sacrificio de los miembros de su Cuerpo. La
vida de los fieles, su alabanza, su sufrimiento, su oración y su trabajo se unen a los de Cristo y a su total
ofrenda, y adquieren así un valor nuevo. El sacrificio de Cristo presente sobre el altar da a todas las
generaciones de cristianos la posibilidad de unirse a su ofrenda. Alaba, alma mía, al Señor.
Miércoles
Salmo 111
Dichosos los que temen al Señor. Sabemos que los que temen al Señor son las personas, que se
adhieren con confianza y amor a la voluntad de Dios, a la espera de encontrarse con él después de la muerte.
A esos fieles está reservada una “bienaventuranza”: “Dichoso el que teme al Señor” (v. 1). El salmista
precisa inmediatamente en qué consiste ese temor: se manifiesta en la docilidad a los mandamientos de Dios.
Llama dichoso a aquel que “ama de corazón sus mandatos” y los cumple, hallando en ellos alegría y paz.
111
El temor del Señor es el principio y la plenitud de la sabiduría (cf. Si 1, 12. 14). De aquí brota la paz
(cf. Si 1, 16), sinónimo, a su vez, de la felicidad completa y eterna, que es fruto de la misericordia divina.
Quien vive en el santo temor del Señor encuentra la verdadera paz y, como dice también el Sirácida, “en el
día de su muerte será bendecido” (Si 1, 13).
La docilidad a Dios es raíz de esperanza y armonía interior y exterior. El cumplimiento de la ley
moral es fuente de profunda paz de la conciencia. Más aún, según la visión bíblica de la ‘retribución’, sobre
el justo se extiende el manto de la bendición divina, que da estabilidad y éxito a sus obras y a las de sus
descendientes: “Su linaje será poderoso en la tierra, la descendencia del justo será bendita. En su casa habrá
riquezas y abundancia” (vv. 2-3; cf. v. 9).
Con la respuesta al salmo: Dichosos los que temen al Señor se nos invita a cultivar el “temor del
Señor” (Sal 110, 10), principio de la verdadera sabiduría. Este término no se refiere al miedo ni al terror,
sino al respeto serio y sincero, que es fruto del amor, a la adhesión genuina y activa al Dios liberador.
Invoquemos al Espíritu Santo a fin de que infunda el don del santo temor de Dios en nuestros
corazones. Invoquémoslo por intercesión de la Madre de Dios que supo pronunciar el ‘fiat’ de la fe, de la
obediencia y del amor.
Jueves
Salmo 110
Justas y verdaderas son tus obras Señor. Las obras de Dios sus intervenciones de amor que ha tenido
en la historia para salvar al hombre. El plan de la revelación se realiza por obras y palabras intrínsecamente
ligadas; las obras que Dios realiza en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y las
realidades que las palabras significan; a su vez, las palabras proclaman las obras y explican su misterio. La
verdad profunda de Dios y de la salvación del hombre que transmite dicha revelación, resplandece en Cristo,
mediador y plenitud de toda la revelación.
Jesucristo, Palabra hecha carne, “hombre enviado a los hombres”, habla las palabras de Dios (Jn 3,
34) y realiza la obra de la salvación que el Padre le encargó (cf. Jn 5, 36; 17, 4). Por eso, quien ve a
Jesucristo, ve al Padre (cf. Jn 14, 9); él, con su presencia y manifestación, con sus palabras y obras, signos y
milagros, sobre todo con su muerte y gloriosa resurrección, con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a
plenitud toda la revelación.
En la historia de amor que nos narra la Biblia, Él sale a nuestro encuentro, trata de atraernos,
llegando hasta la Última Cena, hasta el Corazón traspasado en la cruz, hasta las apariciones del Resucitado y
las grandes obras mediante las que Él, por la acción de los Apóstoles, ha guiado el caminar de la Iglesia
naciente. El Señor tampoco ha estado ausente en la historia sucesiva de la Iglesia: siempre viene a nuestro
encuentro a través de los hombres en los que Él se refleja; mediante su Palabra, en los Sacramentos,
especialmente la Eucaristía.
Eusebio de Cesarea invitaba a los creyentes a asombrarse, a contemplar en la historia las grandes
obras de Dios para la salvación de los hombres. Y con la misma fuerza nos invitaba a la conversión de vida.
De hecho, no podemos quedar insensibles ante un Dios que nos ha amado así. El amor exige que toda la vida
se oriente a la imitación del Amado. Hagamos todo lo que esté a nuestro alcance para dejar en nuestra vida
una huella transparente del amor de Dios.
Viernes
Salmo Is. 12
El Señor es mi Dios y mi Salvador. Efectivamente, sólo Dios es el Salvador: la convicción de que el
hombre no puede salvarse mediante sus esfuerzos humanos y de que toda la salvación viene de Dios, estaba
inculcada por la revelación del Antiguo Testamento. Dios decía a su pueblo: “No hay Dios justo ni salvador
fuera de mí” (Is 45, 21). Sin embargo, con esta afirmación Dios aseguraba además que no había abandonado
al hombre a su propio destino. Él lo salvaría. Y efectivamente, el que se había definido como Dios Salvador,
manifestó, con la venida de Cristo a la tierra, que Él lo era realmente.
112
En realidad, en Cristo el misterio de salvación se ha revelado como misterio de Dios Padre que
entrega a su Hijo en sacrificio para la redención de la humanidad. Mientras el pueblo judío esperaba un
Mesías humano, el Hijo de Dios en persona vino en medio de los hombres y, en su calidad de verdadero
Dios y verdadero hombre, desempeñó la misión de Salvador. Es Él quien con su sacrificio ha realizado la
reconciliación de los hombres con Dios. Nosotros no podemos menos de admirar esta maravillosa invención
del plan divino de salvación: el Hijo encarnado ha actuado entre nosotros con su vida, muerte y resurrección,
como Dios Salvador.
Siendo el Hijo, cumplió a la perfección la obra que le había confiado el Padre. Él considera esta obra
tanto del Padre como suya. Ante todo, es la obra del Padre, porque tuvo la iniciativa y continúa guiándola. El
Padre puso esta obra en las manos de su Hijo, pero es Él quien la domina y la lleva a término.
“Tanto amó Dios al mundo que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en Él no perezca,
sino que tenga la vida eterna”. San Juan, que refiere estas palabras en el Evangelio (3, 16), las comenta en su
primera Carta: “En esto está el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y
envió a su Hijo, como propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4, 10).
Sábado
Salmo 33
Haz la prueba y verás qué bueno es el Señor. La fe nos da la certeza de que Dios es bueno con
nosotros y nos libra de nuestras culpas. San Ambrosio expresa que “Tenemos un Señor bueno, que quiere
perdonar a todos (…): Si quieres ser justificado, confiesa tu maldad: una humilde confesión de los pecados
deshace el enredo de las culpas... Mira con qué esperanza de perdón te impulsa a confesar” (2, 6, 4041: Sancti Ambrosii Episcopi Mediolanensis Opera SAEMO, XVII, Milán-Roma 1982, p. 253).
Repitiendo la misma invitación, el Obispo de Milán manifiesta su admiración por los dones que Dios
añade a su perdón: “Mira cuán bueno es Dios; está dispuesto a perdonar los pecados. Y no sólo te devuelve
lo que te había quitado, sino que además te concede dones inesperados”. Zacarías, padre de Juan Bautista, se
había quedado mudo por no haber creído al ángel, pero luego, al perdonarlo, Dios le había concedido el don
de profetizar en el canto del Benedictus: “El que poco antes era mudo, ahora ya profetiza -observa san
Ambrosio-; una de las mayores gracias del Señor es que precisamente los que lo han negado lo confiesen.
Por tanto, nadie pierda la confianza, nadie desespere de las recompensas divinas, aunque le remuerdan
antiguos pecados. Dios sabe cambiar de parecer, si tú sabes enmendar la culpa” (2, 33: SAEMO, XI, MilánRoma 1978, p. 175).
En virtud de su bondad absoluta, Dios, infinitamente bueno en Sí mismo; y para que brille en todo su
esplendor, debe estar unida a la bondad y a la santidad de vida de sus criaturas, es decir, es necesario hacer
que resplandezca en el mundo, a través de la santidad de sus hijos, el rostro luminoso de Dios bueno,
admirable y justo.
Es lo que pide Jesús a sus discípulos en el sermón de la montaña: “Brille así su luz delante de los
hombres, para que vean sus buenas obras y glorifiquen a su Padre que está en los cielos” (Mt 5, 16). Si se
quiere que el testimonio de los cristianos influya también en la sociedad actual, debe alimentarse de la
bondad de Dios para que se convierta en elocuente transparencia de la belleza del amor de Dios.
SEMANA DÉCIMA SEGUNDA
Lunes
Salmo 32
En el Señor está nuestra esperanza. El Papa Benedicto XVI, en su encíclica sobre la esperanza
cristiana, preguntaba sobre el misterio de la vida eterna (cf. Spe salvi, 10-12): la fe cristiana, ¿es también
para los hombres de hoy una esperanza que transforma y sostiene su vida? (cf. ib., 10). Y más radicalmente:
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¿desean aún los hombres y las mujeres de nuestra época la vida eterna? ¿O tal vez la existencia terrena se ha
convertido en su único horizonte?
En realidad, como ya observaba san Agustín, todos queremos la “vida bienaventurada”, la felicidad;
queremos ser felices. No sabemos bien qué es y cómo es, pero nos sentimos atraídos hacia ella. Se trata de
una esperanza universal, común a los hombres de todos los tiempos y de todos los lugares. La expresión
“vida eterna” querría dar un nombre a esta espera que no podemos suprimir: no una sucesión sin fin, sino
una inmersión en el océano del amor infinito, en el que ya no existen el tiempo, el antes y el después. Una
plenitud de vida y de alegría: esto es lo que esperamos y aguardamos de nuestro ser con Cristo (cf. ib., 12).
Renovemos hoy la esperanza en la vida eterna fundada realmente en la muerte y resurrección de
Cristo. “He resucitado y ahora estoy siempre contigo”, nos dice el Señor, y mi mano te sostiene.
Dondequiera que puedas caer, caerás entre mis manos, y estaré presente incluso a las puertas de la muerte. A
donde ya nadie puede acompañarte y a donde no puedes llevar nada, allí te espero para transformar para ti
las tinieblas en luz. Pero la esperanza cristiana nunca es solamente individual; también es siempre esperanza
para los demás. Nuestras existencias están profundamente unidas unas a otras, y el bien y el mal que cada
uno realiza también afecta siempre a los demás.
En Cristo esperamos; es a él a quien aguardamos. Con María, su Madre, la Iglesia va al encuentro del
Esposo: lo hace con las obra de caridad, porque la esperanza, como la fe, se manifiesta en el amor.
Martes
Salmo 14
¿Quién será grato a tus ojos Señor? La fe en Jesús, Sabiduría de Dios, conduce a un “conocimiento
pleno” de la voluntad divina, “con toda sabiduría e inteligencia espiritual”, y hace posible comportarse “de
una manera digna del Señor, procurando serle gratos en todo, dando frutos de toda obra buena y creciendo
en el comportamiento de Dios” (Col 1, 9-10).
Así se puede entender la riqueza de significado de la llamada del apóstol Pedro, al escribir él que,
unidos a Cristo, nosotros también, tan como piedras vivas, entramos en la construcción de un edificio
espiritual, para un sacerdocio santo, para brindar sacrificios espirituales, gratos a Dios (cf. 1Pe 2, 5).
En todo tiempo y lugar ha sido grato a Dios el que le teme y practica la justicia. El apóstol san Pablo
recuerda que el reino de Dios “es justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo” (Rm 14, 17); y que “Quien así
sirve a Cristo, se hace grato a Dios y aprobado por los hombres”.
También san Pablo enseña: “Los exhorto, pues, hermanos, escribe a los Romanos, por la
misericordia de Dios, a que ofrezcan sus cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será su
culto espiritual” (Rm 12, 1).
¿Quién será grato a tus ojos Señor?: “el hombre de manos inocentes y corazón puro”. Manos
inocentes son manos que no se usan para actos de violencia. Son manos que no se ensucian con la
corrupción, con sobornos. Corazón puro, que no finge y no se mancha con la mentira y la hipocresía; un
corazón transparente como el agua de un manantial, porque no tiene dobleces. Es puro un corazón que no se
extravía en la embriaguez del placer; un corazón cuyo amor es verdadero y no solamente pasión de un
momento.
Si caminamos con Jesús, subimos y encontramos las purificaciones que nos llevan verdaderamente a
la altura a la que el hombre está destinado: la amistad con Dios mismo; así seremos gratos a los ojos de
Dios.
Miércoles
Natividad de san Juan Bautista
Además del nacimiento de Jesús, Hijo de Dios, y del nacimiento de María, Virgen Inmaculada, el
único santo de quien se celebra el nacimiento terrero es San Juan Bautista, porque marcó el inicio del
cumplimiento de las promesas divinas: Juan es el ‘profeta’, identificado con Elías, que estaba destinado a
114
preceder inmediatamente al Mesías a fin de preparar al pueblo de Israel para su venida (cf. Mt 11, 14;
17, 10-13). Su fiesta nos recuerda que toda nuestra vida está siempre ‘en relación con’ Cristo y se realiza
acogiéndolo a él, Palabra, Luz y Esposo (cf. Jn 1, 1. 23; 1, 7-8; 3, 29).
“Juan” significa, en hebreo: “Dios es favorable”; Zacarías vuelve a hablar, en señal de que se cumple
lo que se le había anunciado; el gozo de los vecinos por el nacimiento de aquel niño se expresa en forma de
alegre presagio, puesto que se veía que “la mano del Señor estaba sobre él”.
Las palabras de Jesucristo perfilarán la personalidad de Juan. Es más que un profeta porque es el
mensajero enviado por Dios para preparar los caminos al Señor: entre los nacidos de mujer no ha aparecido
uno más grande que Juan el Bautista, dirá Jesús (Cf. Mt.11, 10-11; Lc.7, 24-29) Es el ángel del Señor y la
voz que grita en el desierto: Preparen el camino del Señor, enderecen sus senderos (Cf. Mc.1, 1-2).
La misión de Juan es dar testimonio de la luz que ha de abrirse paso en las tinieblas (Cf. Jo.1, 6-8).
Para ello, invita a la conversión y a la oración mediante el rito llamado bautismo de Juan. Una invitación a
abrir las puertas del corazón y acoger la luz de Cristo.
Consecuentemente, Juan está presentando a Cristo como centro de la fe porque es la Verdad que
hemos de creer, y el Bien al que hemos de entregarnos. Cristo es la fuente de esperanza, del gozo y de la
alegría porque viene para salvarnos.
San Juan Bautista es el precursor, el que va delante de Cristo, enviado para preparar el camino al
Señor, como el último profeta; como aquel que inaugura el Evangelio. Juan Bautista es el que señala a Jesús,
el que lo reconoce como Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Juan es el testigo que da
testimonio del Salvador con su predicación, con el bautismo de conversión y finalmente con su martirio (cf
Catecismo, 523).
Juan el Bautista realiza su misión con humildad, orientando a sus discípulos hacia Cristo, con el
testimonio de una vida íntegra y austera, predicando la conversión y fiel hasta la muerte.
Juan es humilde buscando el desaparecer ante Cristo y huyendo de los honores humanos: Yo los
bautizo en agua, pero llegando está otro más fuerte que yo, a quien no soy digno de soltarle la correa de las
sandalias; El los bautizará en el Espíritu Santo y en fuego (Cf. Lc. 3, 16; Jn.1, 27).
Juan orienta a sus discípulos al conocimiento directo de Cristo y a que permanezcan con El: He aquí
el Cordero de Dios. Los dos discípulos que le oyeron, siguieron a Jesús y permanecieron con Él aquel día
(cf. Jo.1, 36).
Juan predica la conversión y el compromiso de vida creyente con la palabra, dando testimonio de
vida íntegra y austera con la oración, el ayuno y vistiendo pobremente (Cfr. Mt.3, 4).
Celebrar esta solemnidad nos compromete a caminar en pos de Cristo con fidelidad, como
verdaderos discípulos. Nos compromete a convertirnos en señales, en signos vivos, que apunten a Jesús, que
remitan a Él, que ayuden a los demás hombres y mujeres a buscarlo, a encontrarlo, a amarlo. Nos
compromete a morir cada día, a ceder nuestro tiempo, nuestro espacio, nuestra posición, en favor de otros,
para que el Señor se manifieste. Nos invita a dar, sin cansancio, a dar testimonio de la verdad, de una verdad
que puede ser incómoda o ingrata a los poderes de este mundo, pero que, en todo caso, es una verdad que
hace libres.
Qué el Señor, por la intercesión de San Juan Bautista, testigo de la Luz, enderece nuestros pasos por
el camino de la salvación y de la paz.
Jueves
Salmo 105
Demos gracias al Señor porque es bueno. “Vivan (...) apoyados en la fe, (...) rebosando en acción de
gracias”, nos dice san Pablo (Col 2, 6-7). Sí, es un deber nuestro, además de una necesidad del corazón,
alabar y dar gracias a Aquel que, siendo eterno, nos acompaña en el tiempo sin abandonarnos nunca y que
siempre vela por la humanidad con la fidelidad de su amor misericordioso. Al celebrar la Eucaristía
elevamos una perfecta acción de gracias a Dios, Señor del tiempo y de la historia.
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La Iglesia vive para alabar y dar gracias a Dios. Ella misma es “acción de gracias”, a lo largo de los
siglos, testigo fiel de un amor que no muere, de un amor que abarca a los hombres de todas las razas y
culturas, difundiendo de modo fecundo principios de auténtica vida.
Mirando hacia el pasado, cada uno de nosotros puede descubrir asimismo que la historia no la
escriben sólo los hombres, sino que la escribe también Dios. Un proverbio italiano dice: “el hombre se
inquieta y Dios lo guía”. Verdaderamente, viendo la historia de nuestra vida, sin duda que tiene más de un
motivo para dar gracias al Señor por habernos guiado hasta hoy, hasta donde estamos esta eucaristía. Que
nuestra Señora de la Soledad nos enseña a ser agradecidos a Dios y firmes en la fe, como “hijos de
obediencia”, manteniendo puras nuestras almas en la obediencia a la verdad, en una fraternidad sincera, con
una conducta ejemplar entre los que nos rodean, para que viendo nuestras obras buenas glorifiquen a Dios
(cf. ib., 1, 3. 14. 22; 2, 12).
Viernes
Salmo 127
Dichoso el que teme al Señor y sigue sus caminos; en otras palabras, es dichoso el que Guarda los
mandamientos del Señor su Dios, siguiendo sus caminos y temiéndole, pues el Señor nuestro Dios nos
conduce a una tierra buena. (Cfr. Dt 8, 6-7). Los caminos de Dios, los mandamientos están dictados por el
amor. Sin embargo, no seguir estos caminos de Dios tiene consecuencias dolorosas, aunque se rigen siempre
por la lógica del amor, porque obligan al hombre a tomar conciencia saludable de una dimensión constitutiva
de su ser. “Al descubrir la grandeza del amor de Dios, nuestro corazón se estremece ante el horror y el peso
del pecado y comienza a temer ofender a Dios por el pecado y verse separado de él” (CIgC 1432).
Si el hombre se separa de su Creador, cae necesariamente en el mal, en la muerte, en la nada. Por el
contrario, la adhesión a Dios es fuente de dicha, de vida y bendición. Es lo que subraya el mismo libro del
Deuteronomio: “Mira, yo pongo hoy ante ti vida y felicidad, muerte y desgracia. Si escuchas los
mandamientos del Señor tu Dios que yo te prescribo hoy, si amas al Señor tu Dios, si sigues sus caminos y
guardas sus mandamientos, preceptos y normas, vivirás y te multiplicarás; el Señor tu Dios te bendecirá en
la tierra a la que vas a entrar para tomarla en posesión” (Dt 30, 15 s).
Jesús enseña que el precepto del amor es el centro de la Ley, el centro de los caminos del Señor. El
“mandamiento nuevo” del amor, enseña san Juan Crisóstomo, tiene su razón última de ser en el amor divino:
“No pueden llamar padre suya al Dios de toda bondad, si su corazón es cruel e inhumano, pues en ese caso
ya no tienen la impronta de la bondad del Padre celestial” (Hom. in illud «Angusta est porta»: PG 51, 44B).
Desde esta perspectiva, hay a la vez continuidad y superación: la Ley se transforma y se profundiza como
Ley del amor, la única que refleja el rostro paterno de Dios. Dichoso el que teme al Señor y sigue sus
caminos.
Que la Madre de Dios, nos enseñe a caminar por los caminos del Señor, dejándonos guiar por el
temor de Dios que es el “comienzo de la sabiduría” (Pro. 9, 10).
Sábado
Salmo Lc 1
(Cfr. Dives in Misericordia 1)
El Señor se acordó de su misericordia. En la palabra ‘misericordia’ encontraba sintetizado y
nuevamente interpretado para nuestro tiempo todo el misterio de la Redención. Sí, Dios es omnipotente,
Dios nos ama inmensamente, Dios es fiel a las promesas. Y es Él, el Dios de la misericordia, quien enciende
en nosotros la confianza; gracias a Él no nos sentimos solos, ni inútiles, ni abandonados, sino
comprometidos en un destino de salvación, que desembocará un día en el Paraíso.
En Cristo y por Cristo se hace visible Dios en su misericordia, esto es, se pone de relieve el atributo
de la divinidad, que ya el Antiguo Testamento, sirviéndose de diversos conceptos y términos, definió
‘misericordia’. Cristo no sólo habla de la misericordia y la explica usando semejanzas y parábolas, sino que
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además, y ante todo, él mismo la encarna y personifica. El mismo es, en cierto sentido, la misericordia.
A quien la ve y la encuentra en él, Dios se hace concretamente ‘visible’ como Padre ‘rico en misericordia’.
Revelada en Cristo, la verdad acerca de Dios como “Padre de la misericordia”, nos permite ‘verlo’
especialmente cercano al hombre, sobre todo cuando sufre, cuando está amenazado en el núcleo mismo de
su existencia y de su dignidad. Debido a esto, en la situación actual de la Iglesia y del mundo, muchos
hombres y muchos ambientes guiados por un vivo sentido de fe se dirigen, yo diría casi espontáneamente, a
la misericordia de Dios. Ellos son ciertamente impulsados a hacerlo por Cristo mismo, el cual, mediante su
Espíritu, actúa en lo íntimo de los corazones humanos. En efecto, revelado por El, el misterio de Dios ‘Padre
de la misericordia’ constituye, en el contexto de las actuales amenazas contra el hombre, como una llamada
singular dirigida a la Iglesia.
Que la madre de Dios, nos enseñe ha redescubrir este misterio, para que seamos signo de la
misericordia divina en medio de nuestro mundo, de la que todos tienen tanta necesidad. Y tienen necesidad,
aunque con frecuencia no lo saben.
SEMANA DÉCIMA TERCERA
Lunes
Solemnidad de San Pedro y san Pablo apóstoles
(Cfr. Juan Pablo II, 29 de junio de 2003)
“El Señor me ayudó y me dio fuerzas” (2 Tm 4, 17). Así describe san Pablo a Timoteo la
experiencia que vivió mientras estuvo preso en Roma. Sin embargo, estas palabras se pueden referir a toda la
actividad misionera del Apóstol de los gentiles, así como a la de san Pedro. Lo testimonia, en esta liturgia, el
pasaje de los Hechos de los Apóstoles, que presenta la prodigiosa liberación de Pedro de la cárcel de
Herodes y de una probable condena a muerte.
San Pedro y san Pablo son ‘amigos de Dios’ de modo singular, porque bebieron el cáliz del Señor. A
ambos Jesús les cambió el nombre en el momento en que los llamó a su servicio: a Simón le dio el de Cefas,
es decir, ‘piedra’, de donde deriva Pedro; a Saulo, el nombre de Pablo, que significa ‘pequeño’: “Pedro fue
el primero en confesar la fe; Pablo, el maestro insigne que la interpretó; el pescador de Galilea fundó la
primitiva Iglesia con el resto de Israel; el maestro y doctor la extendió a todas las gentes”.
Gracias a la humillación de la negación y al llanto incontenible que lo purificó interiormente, Simón
se convirtió en Pedro, es decir, en la ‘piedra’: robustecido por la fuerza del Espíritu, tres veces declaró a
Jesús su amor, recibiendo de él el mandato de apacentar su grey (cf. Jn 21, 15-17).
La experiencia de Saulo fue semejante: el Señor, a quien perseguía (cf. Hch 9, 5), “lo llamó por su
gracia” (Ga 1, 15), derribándolo en el camino de Damasco. Así, lo liberó de sus prejuicios, transformándolo
radicalmente, y lo convirtió en “un instrumento de elección” para llevar su nombre a todas las gentes (cf.
Hch 9, 15).
“Por caminos diversos, los dos congregaron la única Iglesia” (Prefacio). Esta afirmación, referida a
los apóstoles san Pedro y san Pablo, parece poner de relieve precisamente el compromiso de buscar, por
todos los medios, la unidad, respondiendo a la invitación repetida muchas veces por Jesús en el Cenáculo:
“Ut unum sint!”, que sean uno.
En la profesión de fe de Pedro podemos sentir que todos somos uno, a pesar de las divisiones que a
lo largo de los siglos han lacerado la unidad de la Iglesia, con consecuencias que perduran todavía. En
nombre de san Pedro y san Pablo renovemos el compromiso de acoger a fondo el deseo de Cristo, que quiere
que estemos plenamente unidos.
Que nos guíe y acompañe siempre con su intercesión la santísima Madre de Dios: su fe indefectible,
que sostuvo la fe de Pedro y de los demás Apóstoles, siga sosteniendo la de las generaciones cristianas,
nuestra misma fe: Reina de los Apóstoles, ruega por nosotros.
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Martes
Salmo 25
(Benedicto XVI, 29 de octubre de 2006)
Ten compasión de mi, Señor. Este estribillo con el que, hemos respondido al salmo nos lleva recordar
al ciego Bartimeo, que se dirige a él gritando con fuerte voz: “Hijo de David, ten compasión de mí”. Esta
oración toca el corazón de Cristo, que se detiene, lo manda llamar y lo cura. El momento decisivo fue el
encuentro personal, directo, entre el Señor y aquel hombre que sufría. Se encuentran uno frente al otro: Dios,
con su deseo de curar, y el hombre, con su deseo de ser curado. Dos libertades, dos voluntades
convergentes: “¿Qué quieres que te haga?”, le pregunta el Señor. “Que vea”, responde el ciego. “Vete, tu fe
te ha curado”. Con estas palabras se realiza el milagro. Alegría de Dios, alegría del hombre.
Cristo es el verdadero ‘médico’ de la humanidad, a quien el Padre celestial envió al mundo para
curar al hombre, marcado en el cuerpo y en el espíritu por el pecado y por sus consecuencias. Así, nosotros
también podemos decir con san Agustín: “¡Señor, ten compasión de mí! ¡Ay de mí! Mira aquí mis llagas; no
las escondo; tú eres médico, yo enfermo; tú eres misericordioso, yo miserable” (Confesiones, X, 39). Ten
compasión de mi, Señor.
Miércoles
Salmo 33
(Cfr. JUAN PABLO II, 8 de junio 1999)
El Señor escucha el clamor de los pobres. “El clamor de los pobres” (cf. Jb 34, 28) de todo el mundo
se eleva sin cesar de esta tierra y llega hasta Dios. Es el grito de los niños, de las mujeres, de los ancianos, de
los prófugos, de los que han sufrido injusticias, de las víctimas de la guerra, de los desempleados.
Los pobres están también entre nosotros: los que no tienen hogar, los mendigos, los que sufren
hambre, los despreciados, los olvidados por sus seres más queridos y por la sociedad, los degradados y los
humillados, las víctimas de diversos vicios. Muchos de ellos intentan incluso ocultar su miseria humana,
pero es preciso saberlos reconocer. También son pobres las personas que sufren en los hospitales, los niños
huérfanos o los jóvenes que tienen dificultades y atraviesan los problemas propios de su edad.
“El clamor y el grito de los pobres” nos exige una respuesta concreta y generosa. Exige estar
disponibles para servir al prójimo. Es una exhortación de Cristo. Es una llamada que Cristo nos hace
constantemente, aunque a cada uno de forma diversa. En efecto, en varios lugares el hombre sufre y llama a
sus hermanos. Necesita su presencia y su ayuda. ¡Cuán importante es esta presencia del corazón humano y
de la solidaridad humana!
Sin embargo, Jesús también nos habla de una pobreza, de la pobreza espiritual, al decir: “El Espíritu
del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la buena nueva” (Lc 4, 18). Él
consideraba a los pobres los herederos privilegiados del reino. Eso significa que sólo “los pobres de espíritu”
son capaces de recibir el reino de Dios con todo su corazón. El encuentro de Zaqueo con Jesús muestra que
también un rico puede llegar a participar de la bienaventuranza de Cristo sobre los pobres de espíritu.
“Bienaventurados los pobres de espíritu”. Es el grito de Cristo que hoy debería escuchar todo
cristiano, todo creyente. Hacen mucha falta los pobres de espíritu, es decir, las personas dispuestas a acoger
la verdad y la gracia, abiertas a las maravillas de Dios; personas de gran corazón, que no se dejen seducir por
el resplandor de las riquezas de este mundo y no permitan que los bienes materiales se apoderen de su
corazón. Son realmente fuertes, porque poseen la riqueza de la gracia de Dios. Viven con la conciencia de
que todo lo reciben siempre de Dios.
Jueves
Salmo 114
Nuestro Dios es compasivo, “lento a la ira y rico en gracia y fidelidad” (Ex 34, 6). San Juan, en el
Nuevo Testamento, resume esta expresión en una sola palabra: “Amor” (1 Jn 4, 8. 16). Dios es la única
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fuente del amor verdadero. San Juan lo subraya bien cuando afirma que Dios es amor (1 Jn 4,8.16); con
ello no quiere decir sólo que Dios nos ama, sino que el ser mismo de Dios es amor.
Estamos aquí ante la revelación más esplendorosa de la fuente del amor que es el misterio trinitario: en
Dios, uno y trino, hay una eterna comunicación de amor entre las personas del Padre y del Hijo, y este amor
no es una energía o un sentimiento, sino una persona: el Espíritu Santo. Nuestro Dios es compasivo, es
amor.
En Cristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, hemos conocido el amor en todo su alcance. La prueba
de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros (Rm 5,8). Por
tanto, cada uno de nosotros, puede decir sin equivocarse: Cristo me amó y se entregó por mí (cf. Ef 5,2).
Jesús nos da el ejemplo de un amor lleno de compasión. Siente compasión por las multitudes sin pastor
(cf. Mt 9, 36), y por eso se preocupa por guiarlas con sus palabras de vida y se pone a “enseñarles muchas
cosas” (Mc 6, 34). Por esa misma compasión, cura a numerosos enfermos (cf. Mt 14, 14), ofreciendo el
signo de una intención de curación espiritual; multiplica los panes para los hambrientos (cf. Mt 15, 32; Mc 8,
2), símbolo elocuente de la Eucaristía; se conmueve ante las miserias humanas (cf. Mt 20,34; Mc 1, 41), y,
quiere sanarlas; participa en el dolor de quienes lloran la pérdida de un ser querido (cf. Lc 7, 13; Jn 11,
33.35); también siente misericordia hacia los pecadores (cf. Lc 15, 1.2),
Jesús está cercano a los hombres con una vida semejante a la nuestra; sufrió pruebas y tribulaciones
como las nuestras; por eso, siente gran compasión hacia nosotros. Nuestro Dios es compasivo.
Viernes
Santo Tomás, Apóstol
En esta fiesta de la celebración de santo Tomás, se nos propone el camino de fe: del no creer porque no
ha visto, al ver creyendo, y más aún al creer sin necesidad de ver. Celebramos esta fiesta no tanto por pura
admiración hacia el santo apóstol, sino “para que tengamos vida abundante en nosotros por la fe en
Jesucristo a quien Tomás reconoció como su Señor y Dios”. (Oración colecta de la Eucaristía)
La carta a los Efesios presenta como cimiento de la fe a los apóstoles y profetas. Cristo Jesús es la
piedra angular: él es objeto de la fe y el que la posibilita, el que nos sostiene. Los cristianos por el Bautismo
nos incorporamos a este edificio que se ha ido levantando con los siglos, pasamos a formar parte de la
misma familia de Dios. Esto es extraordinario.
Edificados sobre el cimiento de los apóstoles nos vamos integrando en la construcción de un templo
consagrado al Señor. Si no vivimos como tales consagrados, el edificio no progresa... Esta edificio que es la
Iglesia está abierta a todos, quiere ser morada de Dios por el Espíritu. Tú y yo somos piedras vivas en este
edificio.
¡Cuántas gracias tenemos que dar por aquellos apóstoles, que nos han transmitido la fe...! Éstos
siguieron el mandato del Señor: vayan al mundo entero, proclamen el Evangelio a todas las naciones, a toda
criatura, que se entere bien la tierra. No podemos perder la cadena en el anuncio evangélico, no podemos
quedarnos callados, ¡ay de nosotros si no evangelizamos.
La ausencia de Tomás en el grupo apostólico cuando se apareció Jesús nos ha valido para los cristianos
de todos los tiempos la confesión de fe más preciosa que existe en la Biblia: “Señor mío y Dios mío”.
Cuando nos sintamos que nos falta fe, es bueno que repitamos esta confesión desde el fondo del alma:
“Señor mío y Dios mío”.
Sábado
Salmo 134
Te alabamos, Señor, porque eres bueno. Dios es ‘el único Bueno’, el Bien por excelencia y la fuente
de todo bien. Por esto, “el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas” (v. 9). Se trata de
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palabras que conviene meditar, palabras de consuelo, con las que el Señor nos da una certeza para nuestra
vida.
Sí, Dios, infinitamente bueno en Sí mismo, lo es también con relación a las criaturas. En De
profundis, san Ambrosio dice que “Tenemos un Señor bueno, que quiere perdonar a todos” y, en el tratado
sobre La penitencia enseña: “Si quieres ser justificado, confiesa tu maldad: una humilde confesión de los
pecados deshace el enredo de las culpas...
Dios es Padre infinitamente bueno y misericordioso. Pero, por desgracia, el hombre, llamado a
responderle en la libertad, puede elegir rechazar definitivamente su amor y su perdón, renunciando así para
siempre a la comunión gozosa con él. Precisamente esta trágica situación es lo que señala la doctrina
cristiana cuando habla de condenación o infierno.
No se trata de un castigo de Dios infligido desde el exterior, sino del desarrollo de premisas ya
puestas por el hombre en esta vida. La misma dimensión de infelicidad que conlleva esta oscura condición
puede intuirse, en cierto modo, a la luz de algunas experiencias nuestras terribles, que convierten la vida,
como se suele decir, en ‘un infierno’.
La “condenación” no se ha de atribuir a la iniciativa de Dios, dado que en su amor misericordioso, Él
no puede querer sino la salvación de los seres que ha creado. En realidad, es la criatura la que se cierra a su
amor. La ‘condenación’ consiste precisamente en que el hombre se aleja definitivamente de Dios, por
elección libre y confirmada con la muerte, que sella para siempre esa opción. La sentencia de Dios sólo
ratifica ese estado.
Dios es el padre abraza a su hijo ‘perdido’, pero aunque le duela respeta nuestra decisiones; que
nosotros siempre sepamos estar abiertos al Dios bueno y misericordioso, siempre dispuesto a ofrecer a todos
los hombres su perdón, fuente de serenidad y paz.
SEMANA DÉCIMA CUARTA
Lunes
Salmo 90
Señor, en ti confío. La desaparición del rostro divino hace que el hombre caiga en la desolación, más
aún, en la muerte misma, porque el Señor es la fuente de la vida. Precisamente en esta especie de frontera
extrema brota la confianza en el Dios que no abandona. El orante multiplica sus invocaciones y las apoya
con declaraciones de confianza en el Señor: “Ya que confío en ti (...), pues levanto mi alma a ti (...), me
refugio en ti (...), tú eres mi Dios”.
Hemos de hacer con frecuencia esta admirable súplica. Esta súplica ha de ser efectiva y afectiva:
Señor, en ti confío, uniendo nuestra voluntad con la voluntad de nuestro Padre celestial, porque sólo así
podemos recibir en nosotros todo su amor, que nos lleva a la salvación y a la plenitud de vida. Si no va
acompañada por un fuerte deseo de docilidad a Dios, la confianza en él no es auténtica.
Sólo así, nuestra oración puede ser una verdadera profesión de confianza en Dios salvador, que libera
de la angustia y devuelve el gusto de la vida, en nombre de su ‘justicia’, o sea, de su fidelidad amorosa y
salvífica. La oración, puede partir de una situación muy angustiosa, pero si se sintoniza con la voluntad de
Dios desembocará en esperanza, alegría y luz, gracias a una sincera adhesión a Dios y a su voluntad, que es
una voluntad de amor. Esta es la fuerza de la oración, generadora de vida y salvación.
San Gregorio Magno comenta al respecto: “Es el día iluminado por el sol verdadero que no tiene
ocaso, que las nubes no entenebrecen y la niebla no oscurece (...). Cuando aparezca Cristo, nuestra vida, y
comencemos a ver a Dios cara a cara, entonces desaparecerá la oscuridad de las tinieblas, se desvanecerá el
humo de la ignorancia y se disipará la niebla de la tentación (...). Aquel día será luminoso y espléndido,
preparado para todos los elegidos por Aquel que nos ha liberado del poder de las tinieblas y nos ha
conducido al reino de su Hijo amado.
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Fijemos nuestra débil mirada en el rostro del Salvador divino, digamos siempre: ‘Jesús, en ti
confío’. Hoy y siempre.
Martes
Salmo 16
Señor, escucha nuestra súplica. Orígenes, escritor del siglo III, ante este estribillo explica: “Nosotros somos
pequeños y bajos, y no podemos aumentar nuestra estatura y elevarnos; por eso, el Señor inclina su oído y se
digna escucharnos. En definitiva, dado que somos hombres y no podemos convertirnos en dioses, Dios se
hizo hombre y se inclinó, según lo que está escrito: “Inclinó el cielo y bajó” (Sal 17, 10).
Por otra parte, también san Máximo el Confesor tomando como punto de partida un texto del profeta
Daniel, tiene una súplica muy parecida a este es estribillo:
 “Por tu nombre, Señor, no nos abandones para siempre, no rompas tu alianza y no alejes de
nosotros tu misericordia (cf. Dn 3, 34-35) por tu piedad, oh Padre nuestro que estás en los
cielos, por la compasión de tu Hijo unigénito y por la misericordia de tu Santo Espíritu... No
desoigas nuestra súplica, oh Señor, y no nos abandones para siempre.
 No confiamos en nuestras obras de justicia, sino en tu piedad, mediante la cual conservas
nuestro linaje... No mires nuestra indignidad; antes bien, ten compasión de nosotros según tu
gran piedad, y según la plenitud de tu misericordia borra nuestros pecados, para que sin
condena nos presentemos ante tu santa gloria y seamos considerados dignos de la protección
de tu Hijo unigénito”.
 San Máximo concluye: “Sí, oh Señor, Dios todopoderoso, escucha nuestra súplica, pues no
reconocemos a ningún otro (Señor) fuera de ti”.
Miércoles
Salmo 32
Muéstranos, Señor, tu misericordia. Dios, a pesar de la infidelidad del pecado de los hombres y del
castigo que merece, “mantiene su amor por mil generaciones” (Ex 34, 7). Dios revela que es “rico en
misericordia” (Ef 2, 4) llegando hasta dar su propio Hijo.
Cuando suplicamos Muéstranos, Señor, tu misericordia, es como decir, dame la luz para reconocer
mis pecados, porque Él en si mismo es misericordia, dispuesto, en cuanto le permitimos, a darnos su amor y
su perdón. En efecto, los que se acercan al sacramento de la penitencia obtienen de la misericordia de Dios
el perdón de los pecados cometidos contra Él y, al mismo tiempo, se reconcilian con la Iglesia, a la que
ofendieron con sus pecados…” (LG 11).
Volver a la comunión con Dios, después de haberla perdido por el pecado, es un movimiento que
nace de la gracia de Dios, rico en misericordia y deseoso de la salvación de los hombres. Es preciso pedir
este don precioso para sí mismo y para los demás (Cfr. CIgC 1489).
No hay límites a la misericordia de Dios, pero quien se niega deliberadamente a acoger la
misericordia de Dios mediante el arrepentimiento, rechaza el perdón de sus pecados y la salvación ofrecida
por el Espíritu Santo (Cfr. De V 46). Semejante endurecimiento puede conducir a la condenación final y a la
perdición eterna. Por esto, mientras somos peregrinos no dejemos de buscar y suplicar la misericordia de
Dios: Muéstranos, Señor, tu misericordia.
Jueves
Salmo 104
Recordemos los prodigios del Señor. Desde el cielo el pensamiento pasa implícitamente a la tierra al
poner el acento en los prodigios del Señor realizados por Dios, los cuales manifiestan “su inmensa
121
grandeza”. Los prodigios de Dios son descritos en el salmo 104, el cual invita a “meditar todas las
maravillas” de Dios, a recordar “las maravillas que ha hecho, sus prodigios y los juicios de su boca”.
En el Nuevo Testamento los prodigios de misericordia y del poder de Dios, los ha desplegado en
Cristo en favor del hombre. El Espíritu Santo ha obrado en lo íntimo de los creyentes prodigios
sorprendentes abriéndoles su ánimo al encuentro con su hijo Jesús, verdadera respuesta a las expectativas
más profundas del corazón humano.
Así, nosotros somos los destinatarios de los prodigios sorprendentes de Cristo: Él lleva a hombres y
mujeres a renunciar a las comodidades de su vida y a ponerse totalmente al servicio de los que sufren; cómo
da a hombres y mujeres la valentía para oponerse a la violencia y a la mentira, para difundir en el mundo la
verdad; cómo, en secreto, induce a hombres y mujeres a hacer el bien a los demás, a suscitar la
reconciliación donde había odio, a crear la paz donde reinaba la enemistad.
Por otra parte, cada ser humano es somos un prodigio de Dios, desde su concepción y para siempre,
como dice el profeta Jeremías cuando dice a Dios: “Porque tú me has formado, me has tejido en el vientre de
mi madre; yo te doy gracias por tantas maravillas: prodigio soy, prodigios son tus obras. Mi alma conocías
cabalmente”.
Al ver las obras de la creación, obra del amor del Padre, la obra de la redención realizada en Cristo, y
la actual acción santificadora del Espíritu Santo, que se obra en su Iglesia, en el corazón de cada uno de los
creyentes; además, contemplando nuestro mismo ser, en nuestra imagen y semejanza de Dios, no podemos
menos de recordar y dar gracias a nuestro Dios por sus prodigios.
Viernes
Salmo 36
La Salvación del justo es el Señor. Este estribillo nos dice que a través de la justicia, siendo justos,
tenemos salvación en el Señor; por tanto, es necesario que cada uno de nosotros pueda vivir en un contexto
de justicia y, más aún, que cada uno sea justo y actúe con justicia respecto de los cercanos y de los lejanos,
de la comunidad, de la sociedad de que somos miembros... y respecto de Dios.
La justicia tiene muchas implicaciones y muchas formas. Hay también una forma de justicia que se
refiere a lo que el hombre debe a Dios: Por la fe, el hombre somete completamente su inteligencia y su
voluntad a Dios. Con todo su ser, el hombre da su asentimiento a Dios que revela (cf. DV 5); el hombre debe
a Dios adhesión personal; un asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado.
Cristo nos ha dado el mandamiento del amor al prójimo. En este mandamiento está comprendido
todo cuanto se refiere a la justicia. No puede existir amor sin justicia. El amor rebasa la justicia, pero al
mismo tiempo encuentra su verificación en la justicia. Hasta el padre y la madre al amar a su hijo, deben ser
justos con él. Si se tambalea la justicia, también el amor corre peligro.
Ser justo significa dar a cada uno cuanto le es debido. Esto se refiere a los bienes temporales de
naturaleza material. El ejemplo mejor puede ser aquí la retribución del trabajo y el llamado derecho al fruto
del propio trabajo y de la tierra propia. Pero al hombre se le debe también reputación, respeto, consideración,
la fama que se ha merecido. Cuanto más conocemos al hombre, tanto más se revela su personalidad,
carácter, inteligencia y corazón. Y tanto más caemos en la cuenta -¡y debemos caer en la cuenta!- del criterio
con que debemos medirlo y qué significa ser justos con él.
Por todo ello es necesario estar profundizando continuamente en el conocimiento de la justicia. No
es ésta una ciencia teórica. Es virtud, es capacidad del espíritu humano, de la voluntad humana e, incluso,
del corazón. Además, es necesario orar para ser justos y saber ser justos.
No podemos olvidar las palabras del Señor: Con la medida con que midiereis se os medirá (Mt 7, 2).
El Hombre justo, es el hombre que mide justamente. Ojalá lo seamos todos. Que todos tendamos
constantemente a serlo.
Sábado
122
Salmo 104
Cantemos la grandeza del Señor. Queramos acoger en nuestro corazón la invitación, que nos hace el
estribillo al salmo: cantar como María la grandeza del Señor. San Ambrosio en su comentario al texto del
Magnificat, expresa: “Cada uno debe tener el alma de María para proclamar la grandeza del Señor, cada uno
debe tener el espíritu de María para alegrarse en Dios.
Aunque, según la carne, sólo hay una madre de Cristo, según la fe todas las almas engendran a
Cristo, pues cada una acoge en sí al Verbo de Dios... El alma de María proclama la grandeza del Señor, y su
espíritu se alegra en Dios, porque, consagrada con el alma y el espíritu al Padre y al Hijo, adora con devoto
afecto a un solo Dios, del que todo proviene, y a un solo Señor, en virtud del cual existen todas las cosas"
(Esposizione del Vangelo secondo Luca, 2, 26-27: SAEMO, XI, Milán-Roma 1978, p. 169).
Esta respuesta al salmo, siguiendo la enseñanza del santo doctor nos invita a hacer que el Señor
encuentre una morada en nuestra alma y en nuestra vida. No sólo debemos llevarlo en nuestro corazón;
también debemos llevarlo al mundo, de forma que también nosotros podamos engendrar a Cristo para
nuestros tiempos.
Pidamos al Señor que nos ayude a alabarlo con el espíritu y el alma de María, y a llevar de nuevo a
Cristo a nuestro mundo. Cantemos la grandeza del Señor.
SEMANA DÉCIMA QUINTA
Lunes
Salmo 123
Nuestra ayuda es invocar al Señor. Nuestra ayuda está sin duda alguna en el nombre de Nuestro
Señor Jesucristo. Esta verdad luminosa es de inmensa trascendencia y tiene incidencia directa sobre toda
nuestra actividad de todos los días: toda ella se lleva a cabo bajo el signo del nombre de Jesús, por el poder
de su gracia, y únicamente para gloria suya.
Solamente en Dios podemos hallar nuestra fuerza; en efecto, cuando invocamos a Dios, en la oración
misma del Señor Jesucristo por su Iglesia y en el poder del Espíritu Santo, que siempre viene en ayuda de
nuestra debilidad y nos da la esperanza, entonces somos fuertes con el poder de Dios.
Esta es la esperanza que nos fortalece incluso en las pruebas más duras de nuestra peregrinación
terrena. En efecto, sobre nosotros vela siempre la Providencia de Dios, del Dios que, como escribía
Alessandro Manzini Él “Nunca turba la alegría de sus hijos, si no es para prepararles una más cierta y más
grande”. Incluso en los momentos más tenebrosos de la historia, el cristiano puede repetir siempre las
palabras del ‘Te Deum’: “En ti espero, Señor; no quede confundido para siempre”, es decir, Nuestra ayuda
es invocar al Señor.
Desde luego, la confianza en Dios no nos exime de nuestro compromiso personal de hace lo que nos
corresponde como personas y en cada situación, como dice el proverbio: “a Dios rogando y con el mazo
dando”, es decir, el ejemplo del herrero que está forjando su hierro, y que, a la vez que ora a Dios, no deja de
usar su martillo para obtener la obra que pretende realizar. O mejor, en palabra de san Ignacio de
Loyola: “Confiar en Dios como si todo dependiera de él; y al mismo tiempo trabajar como si todo
dependiera de nosotros”.
Nuestra ayuda es invocar al Señor, porque Cristo nos dijo: “Confíen, yo he vencido al mundo” (Jn
16, 33). “Yo estoy con ustedes hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20).
Martes
Salmo 68
Busquen al Señor y vivirán. El verdadero culto a Dios es “Buscar el bien y no el mal para vivir; así
estará con nosotros el Señor Dios todopoderoso como todos deseamos. El profeta Amós dice: Odien el mal y
123
amen el bien, restablezcan el derecho en el tribunal” (5, 14-15), “hagan que el derecho corra como agua y la
justicia como río inagotable” (5, 24).
Convertirse quiere decir buscar a Dios, caminar con Dios, seguir dócilmente las enseñanzas de
Jesucristo. No tengamos miedo de buscar a Dios, porque él nos está buscando y nos ama. Por esto el
estribillo de respuesta al salmo nos exhorta a buscar el rostro de Dios y a honrar su nombre, puesto que sólo
a los verdaderos adoradores en espíritu y verdad, se revelará el Señor, el último día, como sol radiante de
salvación.
¡Buscar a Dios! Esta es la reiterada invitación de la Biblia: “Busquen a Dios y fortalézcanse.
Busquen siempre su rostro” (1 Par 16, 11). Para responder más plenamente a esta invitación, innumerables
hombres y mujeres, a lo largo de la historia, han realizado una decisión radical: han dejado el mundo y se
han retirado, para ser más libres de dedicarse sin trabas a esta apasionada búsqueda. Dios ha pasado a ser la
única razón de su vida.
Aunque no con la misma radicalidad, cada cristiano está llamado a dar a su existencia esta
orientación de fondo. En efecto, Dios interesa a cada uno de cerca, interesa a nuestra conciencia y a nuestro
destino. Buscarlo es, sin embargo, un esfuerzo gratificante porque Él se deja encontrar tanto por los caminos
del conocimiento natural, como sobre todo por los de la fe y la gracia.
El camino privilegiado para ese descubrimiento es ciertamente el de la oración. Envueltos como
estamos en la oscuridad de la fe, la oración es el sendero que nos conduce a la luz, a la plena revelación del
“Dios escondido” (Is 45, 15). El salmista se expresa así: “Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma
está sedienta de ti” (Sal 62, 2), y nosotros hemos cantado: Busquen al Señor y vivirán.
Miércoles
Salmo 102
El Señor es compasivo y misericordioso. El nombre, que Dios reveló a Moisés, cuando lo vio cada a
cara es “Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en gracia y fidelidad” (Ex 34, 6). Son
palabras humanas, pero sugeridas y casi pronunciadas por el Espíritu Santo. Nos dicen la verdad sobre Dios:
eran verdaderas ayer, son verdaderas hoy y serán verdaderas siempre; nos permiten ver con los ojos de la
mente el rostro del Invisible, nos dicen el nombre del Inefable. Este nombre es Misericordia, Gracia,
Fidelidad.
Este estribillo que hemos cantado como respuesta al salmo es un canto a la misericordia divina y a la
reconciliación entre el pecador y el Señor, un Dios justo pero siempre dispuesto a mostrarse “compasivo y
misericordioso,…que mantiene su amor por mil generaciones, que perdona la iniquidad, la rebeldía y el
pecado” (Ex 34, 6-7).
San Ambrosio manifiesta su admiración por los dones que Dios añade a su perdón: “Mira cuán
bueno es Dios; está dispuesto a perdonar los pecados. Y no sólo te devuelve lo que te había quitado, sino que
además te concede dones inesperados”. Por tanto, nadie pierda la confianza, nadie desespere de las
recompensas divinas, aunque le remuerdan antiguos pecados. Dios sabe cambiar de parecer, si tú sabes
enmendar la culpa” (2, 33: SAEMO, XI, Milán-Roma 1978, p. 175).
A lo largo de la historia de la Iglesia, la Virgen María no ha hecho más que invitar a sus hijos a
volver a Dios, a encomendarse a él en la oración, a llamar con insistencia confiada a la puerta de su Corazón
misericordioso. En verdad, él no desea sino derramar en el mundo la sobreabundancia de su gracia.
“Misericordia y no justicia”, imploró María, sabiendo que su Hijo Jesús ciertamente la escucharía, pero de
igual modo consciente de la necesidad de conversión del corazón de los pecadores.
Que nuestra Señora de la Soledad nos ayude a vivir en el amor del Señor, nuestro Dios, porque es
compasivo y misericordioso, él no hace más que comprender y perdonar.
Jueves
Salmo 104
124
El Señor nunca olvida sus promesas. Dios es único; fuera de él no hay dioses (cf. Is 44,6). Dios
transciende el mundo y la historia. El es quien ha hecho el cielo y la tierra: “Ellos perecen, mas tú quedas,
todos ellos como la ropa se desgastan...pero tú siempre el mismo, no tienen fin tus años” (Sal 102,27-28). En
él “no hay cambios ni sombras de rotaciones” (St 1,17). El es “El que es”, desde siempre y para siempre y
por eso permanece siempre fiel a sí mismo y a sus promesas.
Por eso las promesas de Dios se realizan siempre (cf. Dt 7,9). Dios es la Verdad misma, sus palabras
no pueden engañar. Por ello el hombre se puede entregar con toda confianza a la verdad y a la fidelidad de la
palabra de Dios en todas las cosas. El comienzo del pecado y de la caída del hombre fue una mentira del
tentador que indujo a dudar de la palabra de Dios, de su benevolencia y de su fidelidad.
La verdad de Dios es su sabiduría que rige todo el orden de la creación y del gobierno del mundo (
cf.Sb 13,1-9). Dios, único Creador del cielo y de la tierra (cf. Sal 115,15), es el único que puede dar el
conocimiento verdadero de todas las cosas creadas en su relación con El (cf. Sb 7,17-21). El Señor nunca
olvida sus promesas.
Las bienaventuranzas están en el centro de la predicación de Jesús. Con ellas Jesús recoge las
promesas hechas al pueblo elegido desde Abraham; pero las perfecciona ordenándolas no sólo a la posesión
de una tierra, sino al Reino de los cielos. Las bienaventuranzas recogen y perfeccionan las promesas de Dios
desde Abraham ordenándolas al Reino de los cielos. Responden al deseo de felicidad que Dios ha puesto en
el corazón del hombre.
María es bienaventurada porque creyó en el cumplimiento de las palabras del Señor (cf. Lc 1, 45),
sabiendo que Dios no defrauda en sus promesas. Es “bienaventurada” y, al mismo tiempo, “bendita” de
Dios. Que sepamos seguir las huellas de maría: Ella confió en las promesas de Dios y fue fiel a su voluntad.
Viernes
Salmo 115
Cumpliré mis promesas al Señor. Si ayer reflexionábamos en la promesas hechos por Dios a
nosotros, hoy, en el canto de respuesta al salmo nos vemos a nosotros mismos para alentarnos cumplir
nuestras promesas hechos a Dios; es decir, hoy se nos pide el testimonio de coherencia y firmeza en el
cumplimiento de las promesas hechas en el bautismo y en la confirmación, renovadas y confirmadas con el
orden sacerdotal o en el matrimonio...
Estas de la iniciación cristiana, al recibir los primeros sacramentos, deben representar para cada uno
de vosotros el punto de referencia de la experiencia diaria, a partir de una vocación específica y de una
identidad precisa a conformar nuestra vida con Jesús, al cual nos unimos para siempre. Si verdaderamente
nos impulsa el Espíritu para alcanzar la vida en Dios, “sería un contrasentido contentarnos con una vida
mediocre, vivida según una ética minimalista y una religiosidad superficial” (Novo millennio ineunte, 31).
Es preciso comprometernos con convicción en favor de ese “alto grado de la vida cristiana ordinaria” al que,
nos invita nuestra identidad de cristianos.
Nuestra familia ha de ser el ámbito prioritario en el que debemos vivir vuestro compromiso cristiano,
dando en ella espacio a la oración, a la palabra de Dios y a la catequesis cristiana, y trabajando por el respeto
de toda vida, desde su concepción y en toda situación, hasta la muerte. Es preciso que nuestras familias “den
un ejemplo convincente de la posibilidad de un matrimonio vivido de manera plenamente conforme al
proyecto de Dios y a las verdaderas exigencias de la persona humana: tanto de la de los cónyuges como,
sobre todo, de la de los más frágiles, que son los hijos”.
Hoy podemos recordar las palabras de san Pablo: “Persevera en lo que aprendieron y en lo que
creyeron, teniendo presente de quiénes lo aprendieron; que con nuestra vida diaria, con un testimonio que,
aunque sea diverso por la edad y por las funciones que desempeñamos vivamos unidos a la victoria de la
cruz de Cristo, fieles a las promesas hechas, sabiendo que el que persevera hasta el final se salvará.
Sábado
Salmo 135
125
Demos gracia al Señor, porque Él es bueno. Este estribillo, que hemos cantado es como una especie
de profesión de fe: el Señor es bueno y su fidelidad no nos abandona nunca, porque él está siempre dispuesto
a sostenernos con su amor misericordioso. Con esta confianza el orante se abandona al abrazo de su
Dios: “Gusten y vean qué bueno es el Señor -dice el salmista-; dichoso el que se acoge a él” (Sal 33, 9; cf. 1
P 2, 3).
“Tenemos un Señor bueno, que quiere perdonar a todos”, recuerda en el tratado sobre La penitencia,
y añade: “Si quieres ser justificado, confiesa tu maldad: una humilde confesión de los pecados deshace el
enredo de las culpas... Mira con qué esperanza de perdón te impulsa a confesar” (2, 6, 40-41: Sancti
Ambrosii Episcopi Mediolanensis Opera SAEMO, XVII, Milán-Roma 1982, p. 253).
Porque el Señor es bueno, podemos decir como en los Hechos de Euplo, diácono de Catania, que
murió hacia el año 304 bajo el emperador Diocleciano, el mártir irrumpe espontáneamente en esta serie de
plegarias: “¡Gracias, oh Cristo!, protégeme, porque sufro por ti... Adoro al Padre y al Hijo y al Espíritu
Santo. Adoro a la santísima Trinidad... ¡Gracias, oh Cristo! ¡Ven en mi ayuda, oh Cristo! Por ti sufro, oh
Cristo... Es grande tu gloria, oh Señor, en los siervos que te has dignado llamar a ti... Te doy gracias, Señor
Jesucristo, porque tu fuerza me ha consolado; no has permitido que mi alma pereciera con los malvados, y
me has concedido la gracia de tu nombre. Ahora confirma lo que has hecho en mí, para que quede
confundido el descaro del Adversario” (A. Hamman, Preghiere dei primi cristiani, Milán 1955, pp. 72-73).
“Demos gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia...”. Digámonos en lo
íntimo de nuestro corazón: “¡Da gracias al Señor, porque es bueno, porque es eterna su misericordia!” (Sal
136, 1).
SEMANA DÉCIMA SEXTA
Lunes
Salmo 15
Alabemos al Señor por su victoria. Cristo resucitado es el vendedor de la muerte, del pecado y del
mal: por su muerte nos libera del pecado, por su resurrección nos abre el acceso a una nueva vida. La
Victoria de Cristo es nuestra victoria ¡Gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por nuestro Señor
Jesucristo!” (1 Corintios 15, 54-55.57).
La carta a los Hebreos expresa en términos dramáticos cómo actúa la plegaria de Jesús en la victoria
de la salvación: “El cual, habiendo ofrecido en los día de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso
clamor y lágrimas al que podía salvarlo de la Muerte, fue escuchado por su actitud reverente, y aun siendo
Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia; y llegado a la perfección, se convirtió en causa de
salvación eterna para lodos los que lo obedecen” (Hb 5. 7-9).
La victoria sobre el “príncipe de este mundo” (Jn 14, 30) se adquirió de una vez por todas en la Hora
en que Jesús se entregó libremente a la muerte para darnos su Vida.
En la última petición del padrenuestro “y líbranos del mal”, pedimos a Dios con la Iglesia que
manifieste la victoria, ya conquistada por Cristo, sobre el “príncipe de este mundo”, sobre Satanás, el ángel
que se opone personalmente a Dios y a su plan de salvación.
La victoria del Señor y su promesa de permanecer con nosotros “hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20)
son faros de luz que nos iluminan para afrontar con valentía y confianza los desafíos que se nos presentan.
La victoria definitiva es de Cristo y desde él debemos recomenzar, todos los días la vida la lucha para hacer
nuestra su victoria.
Martes
Salmo
126
Alabemos al Señor or su victoria. La victoria sobre el pecado y sobre la muerte marca el camino
de la misión mesiánica de Jesús desde Nazaret hasta el Calvario. Entre las “señales” que indican
particularmente el camino hacia la victoria sobre la muerte, están sobre todo las resurrecciones: “los muertos
resucitan” (Mt 11, 5), responde, en efecto, Jesús a la pregunta acerca de su mesianidad que le hacen los
mensajeros de Juan el Bautista (cf. Mt 11, 3). Y entre los varios “muertos”, resucitados por Jesús, merece
especial atención Lázaro de Betania, porque su resurrección es como un “preludio” de la cruz y de la
resurrección de Cristo, en el que se cumple la victoria definitiva sobre el pecado y la muerte.
Un día más hemos cantando: Alabemos al Señor or su victoria ¿cómo no alabar al Señor por la
victoria de la Vida sobre la muerte?: «El Señor de la vida había muerto: pero ahora, vivo, triunfa”
(Secuencia pascual).
¿Cómo no alegrarse de la victoria de este Cristo que pasó por el mundo haciendo el bien a todos (cf.
Act. 10, 38) y predicando el Evangelio del Reino (cf. Mt 4, 24), en el que se manifiesta toda la plenitud de la
bondad redentora de Dios? En ella, el hombre ha sido llamado a la dignidad más grande.
¿Cómo no alegrarse por la victoria de Aquel que tan injustamente fue condenado a la pasión más
terrible y a la muerte en la cruz; por la victoria de Aquel que anteriormente fue flagelado, abofeteado,
ensuciado con salivazos con tan inhumana crueldad?
¿Cómo no alegrarse por la revelación de la fuerza del solo Dios, por la victoria de esta fuerza sobre
el pecado y sobre la ceguera de los hombres?
¿Cómo no alegrarse por la victoria definitivamente alcanzada del bien sobre el mal?
Alabemos al Señor or su victoria. El hombre no puede perder jamás la esperanza en la victoria del
bien. Que este día sea para nosotros un día esperanza en la victoria definitiva del amor de Dios sobre el
pecado y sobre la muerte.
Miércoles
Salmo 77
(Cfr. Benedicto XVI, Corpus Christi, 7 de junio de 2007
El Señor les dio pan del cielo. Como el maná para el pueblo de Israel, así para toda generación
cristiana la Eucaristía es el alimento indispensable que la sostiene mientras atraviesa el desierto de este
mundo, aridecido por sistemas ideológicos y económicos que no promueven la vida, sino que más bien la
mortifican; un mundo donde domina la lógica del poder y del tener, más que la del servicio y del amor; un
mundo donde no raramente triunfa la cultura de la violencia y de la muerte. Pero Jesús sale a nuestro
encuentro y nos infunde seguridad: él mismo es “el pan de vida” (Jn 6, 35.48). Jesús se define “el Pan de
vida”, y añade: “El pan que yo daré, es mi carne para la vida del mundo” (Jn 6, 51)
¡Misterio de nuestra salvación! Cristo, único Señor ayer, hoy y siempre, quiso unir su presencia
salvífica en el mundo y en la historia al sacramento de la Eucaristía. Quiso convertirse en pan partido, para
que todos los hombres pudieran alimentarse con su misma vida, mediante la participación en el sacramento
de su Cuerpo y de su Sangre.
Esta es la belleza de la verdad cristiana: el Creador y Señor de todas las cosas se hizo "grano de
trigo" para ser sembrado en nuestra tierra, en los surcos de nuestra historia; se hizo pan para ser partido,
compartido, comido; se hizo nuestro alimento para darnos la vida, su misma vida divina. Nació en Belén,
que en hebreo significa “Casa del pan”; y, cuando comenzó a predicar a las multitudes, reveló que el Padre
lo había mandado al mundo como “pan vivo, bajado del cielo”, como “pan de vida”.
María, que, al llevar en su seno a Jesús, fue el “sagrario” vivo de la Eucaristía, nos comunique su
misma fe en el santo misterio del Cuerpo y la Sangre de su Hijo divino, para que sea verdaderamente el
centro de nuestra vida.
Jueves
Daniel 3
127
(Cfr. Juan Pablo II, 12 de diciembre de 2001)
Bendito seas, Señor, santo y glorioso. En la Biblia hay dos tipos de bendición, relacionadas entre sí.
Una es la bendición que viene de Dios: el Señor bendice a su pueblo (cf. Nm 6, 34-27). Es una bendición
eficaz, fuente de fecundidad, felicidad y prosperidad. La otra es la que sube de la tierra al cielo. El hombre
que ha gozado de la generosidad divina bendice a Dios, alabándolo, dándole gracias
y ensalzándolo: “Bendice, alma mía, al Señor” (Sal 102, 1; 103, 1).
La bendición divina a menudo se otorga por intermedio de los sacerdotes (cf. Nm 6, 22-23. 27; Si 50,
20-21), a través de la imposición de las manos; la bendición humana, por el contrario, se expresa en el
himno litúrgico, que la asamblea de los fieles eleva al Señor.
Objeto de la alabanza, en nuestro salmo, es ante todo el nombre “santo y glorioso” de Dios, cuya
proclamación resuena en el templo, también él “santo y glorioso”. Los sacerdotes y el pueblo, mientras
contemplan en la fe a Dios que se sienta “en el trono de su reino”, sienten sobre sí la mirada que “sondea los
abismos” y esta conciencia hace que brote de su corazón la alabanza. “Bendito..., bendito...”. Dios, “sentado
sobre querubines”, tiene como morada “la bóveda del cielo”, pero está cerca de su pueblo, que por eso se
siente protegido y seguro.
Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo" (1 P 1, 3), porque mediante la resurrección de
su Hijo nos ha reengendrado y, en la fe, nos ha dado una esperanza invencible en la vida eterna, a fin de que
vivamos en el presente siempre proyectados hacia la meta, que es el encuentro final con nuestro Señor y
Salvador.
Viernes
Salmo 18
Ayúdanos, Señor, a cumplir tu voluntad. Al cantar este estribillo como respuesta al salmo, sin duda
que pronto se nos viene a la mente el Padrenuestro, cuado decimos: “hágase tu voluntad en la tierra como en
el cielo. Al respecto san Cipriano de Cartago, en su tratado sobre el “Padre Nuestro”, 14 – 17, enseña que
al decir “hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”, no decimos que Dios haga lo que quiera, sino que
le pedimos que nosotros podamos hacer lo que Dios quiere.
Esto, porque nadie puede impedir a Dios que haga lo que quiera, sino que como a nosotros se nos
opone el diablo para que no esté totalmente sumisa a Dios nuestra mente y vida, pedimos y rogamos que se
cumpla en nosotros la voluntad de Dios: y para que se cumpla en nosotros, necesitamos de esa misma
voluntad, es decir, de su ayuda y protección, porque nadie es fuerte por sus propias fuerzas, sino por la
bondad y misericordia de Dios.
“La voluntad de Dios es la que Cristo enseñó y cumplió: humildad en la conducta, firmeza en la fe,
reserva en las palabras, rectitud en los hechos, misericordia en las obras, orden en las costumbres, no hacer
ofensa a nadie y saber tolerar las que se le hacen, guardar paz con los hermanos, amar a Dios de todo
corazón, amarle porque es Padre, temerle porque es Dios; no anteponer nada a Cristo, porque tampoco él
antepuso nada a nosotros; unirse inseparablemente a su amor, abrazarse a su cruz con fortaleza y confianza;
si se ventila su nombre y honor, mostrar en las palabras la firmeza con la que le confesamos; en los
tormentos, la confianza con que luchamos; en la muerte, la paciencia por la que somos coronados. Esto es
querer ser coherederos de Cristo, esto es cumplir el precepto de Dios, esto es cumplir la voluntad del Padre.
Pedimos que se cumpla la voluntad de Dios en el cielo y en la tierra; en ambos consiste el
acabamiento de nuestra felicidad y salvación. En efecto, teniendo un cuerpo terreno y un espíritu que viene
del cielo, somos a la vez tierra y cielo, y oramos para que en ambos, es decir, en el cuerpo y en el espíritu, se
cumpla su voluntad. Por eso debemos pedir con cotidianas y aun continuas oraciones que se cumpla sobre
nosotros la voluntad de Dios tanto en el cielo como en la tierra; porque ésta es la voluntad de Dios, que lo
terreno se posponga a lo celestial, que prevalezca lo espiritual y divino”.
128
Señor Dios, Tú nos has revelado tu voluntad a través de las palabras y acciones de tu divino Hijo.
Te suplicamos nos ayudes a seguir su ejemplo en nuestras vidas para poder contemplarte y cantarte para
siempre en tus moradas eternas.
Sábado
Salmo 125
(Cfr. Benedicto XVI, 17 de agosto de 2005)
Entre gritos de júbilo cosecharán aquellos que siembran con dolor. Bajo el peso del trabajo, a veces
el rostro se cubre de lágrimas: se está realizando una siembra fatigosa, que tal vez resulte inútil e
infructuosa. Pero, cuando llega la cosecha abundante y gozosa, se descubre que el dolor ha sido fecundo.
En este estribillo de respuesta al Salmo se condensa la gran lección sobre el misterio de fecundidad y
de vida que puede encerrar el sufrimiento. Precisamente como dijo Jesús en vísperas de su pasión y
muerte: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12,
24).
San Beda el Venerable (672-735), comentando las palabras con que Jesús anunció a sus discípulos la
tristeza que les esperaba y, al mismo tiempo, la alegría que brotaría de su aflicción (cf. Jn 16, 20), (…), dice
que “Los discípulos se entristecieron por la muerte del Señor, pero, conocida su resurrección, su tristeza se
convirtió en alegría; visto después el prodigio de la Ascensión, con mayor alegría todavía alababan y
bendecían al Señor…” (cf. Lc 24, 53).
San Beda continúa diciendo que “Estas palabras del Señor se pueden aplicar a todos los fieles que, a
través de las lágrimas y las aflicciones del mundo, tratan de llegar a las alegrías eternas, y que con razón
ahora lloran y están tristes, porque no pueden ver aún a aquel que aman, y porque, mientras estén en el
cuerpo, saben que están lejos de la patria y del reino, aunque estén seguros de llegar al premio a través de las
fatigas y las luchas. Su tristeza se convertirá en alegría cuando, terminada la lucha de esta vida, reciban la
recompensa de la vida eterna, según lo que dice el Salmo: ‘Los que sembraban con lágrimas, cosechan entre
cantares’” (Omelie sul Vangelo, 2, 13: Collana di Testi Patristici, XC, Roma 1990, pp. 379-380).
SEMANA DÉCIMA SÉPTIMA
Lunes
Salmo 105
Perdona, Señor, las culpas de tu pueblo. Cristo nos consiguió a toda la humanidad el perdón
mediante su sacrificio. Para merecer este perdón y positivamente, la gracia que purifica y da la vida divina,
Jesús hizo la ofrenda heroica de Sí mismo por toda la humanidad. De hecho, El Credo relaciona “el perdón
de los pecados” con la profesión de fe en el Espíritu Santo. En efecto, Cristo resucitado confió a los
apóstoles el poder de perdonar los pecados cuando les dio el Espíritu Santo.
En Pentecostés el Espíritu Santo encauza la gran empresa de la regeneración de la humanidad. Desde
ese día, Él continúa atrayendo a los hombres a Cristo, suscitando en ellos el deseo de la conversión y de la
remisión de los pecados y reconciliando de este modo siempre nuevos corazones humanos con Dios.
El Espíritu Santo actúa como luz interior que lleva al pecador a reconocer el propio pecado. Mientras
el hombre cierra los ojos a la propia culpabilidad, no puede convertirse: el Espíritu Santo introduce en su
alma la mirada de Dios, para que ilumine la mirada de la conciencia y así el pecador sea liberado de los
prejuicios que ocultan a sus ojos las culpas cometidas. Por esto, los que habían tomado parte en la condena
de Jesús pidiendo su muerte, descubrieron de repente, bajo la acción de su luz, que su conducta era
inadmisible.
Al mismo tiempo que suscita el arrepentimiento y la confesión, el Espíritu Santo hace comprender
que el perdón divino está a disposición de los pecadores, gracias al sacrificio de Cristo. Este perdón es
accesible a todos. Los que escucharon el sermón de Pedro, preguntan: "Hermanos ¿qué hemos de hacer?".
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¿Cómo puede el pecador salir de su estado? ¡Le seria absolutamente imposible si encontrara cerrado el
camino del perdón! Pero este camino está ampliamente abierto; basta recorrerlo. El Espíritu Santo desarrolla
sentimientos de confianza en el amor divino que perdona y en la eficacia de la redención realizada por el
Salvador.
Martes
Salmo 102
El Señor es compasivo y misericordioso. La palabra misericordia suena bien en el corazón de los
humildes y produce rebeldía en el de los orgullosos. Es natural. Los sencillos de mente y de vida reconocen
fácilmente sus debilidades y carencias, las físicas y las espirituales, especialmente sus defectos y pecados.
Sienten, por tanto, la necesidad de ser comprendidos, perdonados y amados, no por cualquiera, sino por
Dios, el Santo, el Bueno, el Compasivo, el Padre misericordioso. Ellos saben muy bien que todo lo que son,
todo lo que poseen, su misma vida..., viene de Dios. No se ruborizan al señalar a Dios como el que viene de
lo alto. Los soberbios, en cambio, se consideran poderosos, autosuficientes, se sitúan más allá de las
fronteras del bien o del mal.
Sin embargo, Dios, tanto a humildes como a soberbios, no deja de llamar a la conversión; Dios esta
siempre dispuesto a mostrarse “compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en amor y fidelidad; Él
mantiene su amor por mil generaciones, perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado” (Cfr. Ex 34, 6-7).
En efecto, san Ambrosio dice que “tenemos un Señor bueno, que quiere perdonar a todos”: Y
añade: “Si quieres ser justificado, confiesa tu maldad: una humilde confesión de los pecados deshace el
enredo de las culpas... (2, 6, 40-41: Sancti Ambrosii Episcopi Mediolanensis Opera SAEMO, XVII, MilánRoma 1982, p. 253).
Cristo es el rostro visible del Padre compasivo, misericordioso, y Dios de todo consuelo”.
Efectivamente, Cristo al convertirse en la encarnación del amor se manifiesta con infinita misericordia
respecto a los que sufren, a los infelices y a los pecadores, hace presente y revela de este modo más
plenamente al Padre, que es Dios “rico en misericordia. En Cristo se revela infinitamente la misericordia de
Dios padre al hombre. El Señor es compasivo y misericordioso
Miércoles
Salmo 98
Santo es el Señor, nuestro Dios. El catecismo de la Iglesia Católica en el 208, nos habla de la
grandeza de Dios y de la pequeñez del hombre; de la santidad de Dios y del hombre pecador. Pero el Señor
es nuestro Dios. En efecto, “Ante la presencia atrayente y misteriosa de Dios, el hombre descubre su
pequeñez. Ante la zarza ardiente, Moisés se quita las sandalias y se cubre el rostro (cf. Ex 3,56) delante de la
Santidad divina. Ante la gloria del Dios tres veces Santo, Isaías exclama: ‘¡Ay de mi, que estoy perdido,
pues soy un hombre de labios impuros!’ (Is 6, 5). Ante los signos divinos que Jesús realiza, Pedro exclama:
‘Aléjate de mi, Señor, que soy un hombre pecador’ (Lc 5, 8).
El Verbo se encarnó para ser nuestro modelo de santidad: “Tomen sobre ustedes mi yugo, y aprended
de mi… (Mt 11, 29). ‘Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mi’ (Jn 14, 6).
Dios, infinitamente perfecto y bienaventurado en si mismo, en su designio de pura bondad ha creado
libremente al hombre para que tenga parte en su vida bienaventurada. Por esto, Dios llama al ahombre a
participar de su misma vida, de su ser: nos llama a ser santos como Él es santo.
La santidad no es un lujo, no es un privilegio de unos pocos, una meta imposible para un hombre
normal; en realidad, es el destino común de todos los hombres llamados a ser hijos de Dios, la vocación
universal de todos los bautizados. La santidad se ofrece a todos. No es necesariamente un gran santo el que
posee carismas extraordinarios. En efecto, hay muchísimos cuyo nombre sólo Dios conoce, porque en la
tierra han llevado una vida aparentemente muy normal.
Por su sumisión a María y a José', así como por su humilde trabajo durante largos anos en Nazaret,
Jesús nos da el ejemplo de la santidad en la vida cotidiana de la familia y del trabajo.
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Hans Urs von Balthasar escribió que los santos constituyen el comentario más importante del
Evangelio, su actualización en la vida diaria; por eso representan para nosotros un camino real de acceso a
Jesús. Por su parte, el escritor francés Jean Guitton ha dicho que los santos lo como “los colores del espectro
en relación con la luz”: cada uno de ellos refleja, con tonalidades y acentos propios, la luz de la santidad de
Dios. ¡Qué importante y provechoso es, por tanto, el empeño por cultivar el conocimiento y la devoción de
los santos, así como la meditación diaria de la palabra de Dios y el amor filial a la Virgen y san José!
Jueves
Salmo 83
Qué agradable, Señor, es tu morada. El hombre es consciente de la infinitud e inmensidad de Dios,
no circunscrito a los límites del espacio y del tiempo, pues “siendo Señor del cielo y de la tierra, no habita en
templos hechos por manos del hombre” (Hch 17, 24). Pero el Dios de la Alianza, “Aquel que es” (cf. Ex 3,
14), ha querido venir a habitar en medio de su pueblo.
En la persona de Jesucristo, Dios mismo sale al encuentro del hombre. Dios se hace accesible a los
sentidos, tangible: “Hemos visto”, “hemos oído” y “hemos tocado al Verbo de la Vida”, “porque la Vida se
ha manifestado, y nosotros la hemos visto”, escribe el apóstol san Juan (cf 1Jn 1, 1-2). En efecto, en
Jesucristo “habita corporalmente la plenitud de la divinidad” (Col 2, 9), hasta el punto de que su cuerpo es el
templo verdadero, nuevo y definitivo, como hemos oído en la lectura del Evangelio (cf Jn 2, 21). El Verbo
de Dios se hizo carne, y puso su morada entre nosotros (Ibíd., 1, 14). Por ello, con el corazón henchido de
gozo, proclamamos con el Salmista: “¡Qué deseables son tus moradas, Señor de los ejércitos!” (Sal 83 [82],
2).
San Juan, cuando habla de una de sus visiones, en la de la tierra nueva, dice: “Esta es la morada de
Dios con los hombres” (Ap 21, 3). Esa morada definitiva con Dios se hará realidad en la otra vida, pero ya
desde ahora la tierra debe comenzar a ser la morada de Dios; de lo contrario, será únicamente la tierra del
odio y de la muerte.
El hombre no puede caminar bien sin Dios, debe caminar juntamente con Dios en la historia, y el
templo, la morada de Dios, tiene la misión de indicar de modo visible esta comunión, este dejarse guiar por
Dios hacia la morada eterna.
Viernes
Salmo 80
Aclamemos al Señor, nuestro Dios. Esta respuesta que hemos cantado como respuesta al salmo, nos
invitan a adorar a Dios, a la veneración que se le debe, la veneración que el hombre manifiesta no solamente
en lo íntimo de su alma, sino también con su comportamiento exterior.
La adoración es el primer acto de la virtud de la religión. Adorar a Dios es reconocerle como Dios,
como Creador y Salvador, Señor y Dueño de todo lo que existe, como Amor infinito y misericordioso.
‘Adorarás al Señor tu Dios y sólo a él darás culto’ (Lc 4, 8), dice Jesús citando el Deuteronomio (6, 13;
CIgC 2096).
Adorar a Dios es reconocer, con respeto y sumisión absolutos, la ‘nada de la criatura’, que sólo existe
por Dios. Adorar a Dios es alabarlo, exaltarle y humillarse a sí mismo, como hace María en el Magnificat,
confesando con gratitud que El ha hecho grandes cosas y que su nombre es santo (cf Lc 1, 46-49). La
adoración del Dios único libera al hombre del repliegue sobre sí mismo, de la esclavitud del pecado y de la
idolatría del mundo (CIgC 2097).
Aclamemos al Señor, nuestro Dios, porque nuestra vida “se unifica en la adoración del Dios Único.
El mandamiento de adorar al único Señor da unidad al hombre y lo salva de una dispersión infinita. La
idolatría es una perversión del sentido religioso innato en el hombre. El idólatra es el que ‘aplica a cualquier
cosa, en lugar de a Dios, la indestructible noción de Dios’ (Orígenes, Cels. 2, 40; CIgC 2114)
131
Así, pues, este estribillo, Aclamemos al Señor, nuestro Dios, es una invitación a “Adorar a Dios, orar
a El, ofrecerle el culto que le corresponde, cumplir las promesas y los votos que se le han hecho, son todos
ellos actos de la virtud de la religión que constituyen la obediencia al primer mandamiento.
Sábado
Salmo 66
Que te alaben, Señor todos los pueblos. Esta oración de respuesta al salmo, expresa nuestro
compromiso de discípulos misioneros de Jesucristo. En efecto, al final de su misión mesiánica en la tierra,
Cristo Señor envió a los Apóstoles, para que enseñasen “a todas las gentes” (cf. Mt 28, 19); a fin de que
todos conociesen la Buena Nueva, esto es, el camino de la salvación, que Dios, en su eterno amor, ha
trazado a los hombres y a los pueblos para que lo alaben y encuentren todos, en Él, vida eterna.
Por consiguiente, al cantar Que te alaben, Señor todos los pueblos, es querer asumir el mandato de
Jesús: “Vayan, pues, y hagan discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y
del Espíritu Santo” (Mt 28, 19).
Recordemos que ser discípulos significa seguir a Cristo, escucharlo, aceptar su palabra, que es
palabra de vida eterna; significa considerar a Jesucristo el único verdadero modelo en el cual nos inspiramos
y vivir en la obediencia de la fe.
Y ser misioneros, significa anunciar a Cristo, hacerlo conocer y amar, testimoniarlo en la vida
cotidiana con coherencia, con claridad, con humildad, con gozo y con valentía. Significa anunciarlo en la
fidelidad y, en la integridad, de cada una de sus enseñanzas, tal y como son custodiadas y enseñadas por la
Iglesia. Debemos anunciarlo personalmente, pero también como comunidad eclesial, participando en la
celebración de los misterios de la salvación en la oración litúrgica como la celebra la Iglesia guiada por el
Vicario de Cristo.
Un enorme reto es reencontrar la propia fuerza integrándose en Cristo, “camino, verdad y vida”,
como sus discípulos y misioneros, fieles a Dios y atentos a las necesidades de los hombres de hoy;
integrados a una parroquia como miembros vivos, unidos y activos, para que sea realidad lo que hemos
cantado: Que te alaben, Señor todos los pueblos.
SEMANA DÉCIMA OCTAVA
Lunes
Salmo 80
Aclamemos a Dios, nuestra fortaleza. En este camino, no faltarán contrariedades y problemas. Ahora
bien, nada debe amedrentarnos. En medio de nuestras vicisitudes, la confianza en el Señor, la escucha atenta
de su Palabra, la participación asidua en los Sacramentos y la oración personal deben ser la fuente de nuestra
fortaleza.
Sí, de la Eucaristía sacamos nuestra fortaleza. Qué importante es que al término de la Misa no
salgamos apresuradamente; Que nos quedemos algún tiempo adorando a Dios que está en nuestro corazón;
darle gracias por todos los dones que nos da y especialmente por el don mas grande de todos: la Presencia
Real de Jesús en la Eucaristía, nuestra fortaleza.
Adorémosle en silencio, démosle oportunidad para que nos hable al corazón. De ese modo Jesús
podrá sanar nuestras heridas y llenarnos de fortaleza y amor. De aquí saca nuestro espíritu su fortaleza y su
alegría. La contemplación de Jesús Eucaristía ha es la base de nuestra vida cristiana. No hay nada más
grande que sentir que Jesús está dentro de nosotros, y que es él quien nos da fortaleza y nos anima en cada
momento de nuestra vida.
Sí, nunca dudemos, de la Eucaristía es el fundamento y la base principal de donde sacamos fortaleza
para seguir adelante, para que no se nos haga aburrida la vida. Este alimento hace nuestra vida alegre y
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festiva. También se disfruta de la amistad con las hermanas, del ambiente de fraternidad, que hace que
nuestros corazones estén unidos.
“La alegría del Señor es nuestra fortaleza”. Que la alegría del Señor sea nuestro apoyo y nuestra guía
en el camino cotidiano. Que la intercesión de Nuestra Señora de la Soledad, nos obtenga este don.
Martes
Salmo 50
Misericordia, Señor, hemos pecado. El pecado no es solamente la trasgresión de un precepto divino o
la cerrazón ante los reclamos de la conciencia. Pecar es fallar al amor de Dios. El pecado consiste en el
rechazo del amor de Dios, en la ofensa a una persona que nos ama. “Contra ti, contra ti sólo pequé; cometí la
maldad que tú aborreces” (Sal 51,6).
¡Qué poco nos duele a veces el pecado! ¡Con cuánta facilidad vendemos nuestra primogenitura de
hijos de Dios al primer postor que se cruza en nuestro camino! ¿Creemos de verdad en la vida eterna? Nos
duelen mucho las ofensas que los demás nos hacen, pero nos importa muy poco el dolor que infligimos al
Corazón de Cristo con nuestro comportamiento. Cuidamos demasiado nuestra imagen ante los hombres y
olvidamos fácilmente esa otra imagen de Dios que llevamos esculpida en nuestro ser. Lamentablemente para
muchos el pecado no supone una gran desgracia ni un grave problema, como podría serlo la pérdida de la
posición social o un fracaso económico.
Fijemos nuestra mirada en el rostro del Crucificado, para dejarnos cautivar por la belleza irresistible
de su amor y de su misericordia. Es maravilloso, es emocionante contemplar este amor y misericordia de
Dios sobre cada uno de nosotros; su sola experiencia es suficiente para cambiar nuestra vida para siempre.
No dudemos del perdón infinito de Dios. Dejemos que Él transforme nuestra vida, que su amor y
misericordia sea el objeto permanente de nuestra contemplación y de nuestro diálogo con Él. No nos
cansemos de pedir todos los días la gracia sublime del conocimiento y de la experiencia personal de este
amor. Cultivemos en nuestro corazón la memoria de la infinita misericordia de Dios frente a nuestras faltas y
pecados; nos daremos cuenta de que habrá siempre más motivos para agradecer que para pedir perdón.
Con los ojos puestos en el Crucificado, que también es el Resucitado, podemos descubrir la maldad
del pecado y la fuerza de la misericordia. Desde el abrazo profundo de Dios Padre nacerá en nuestros
corazones la fuerza que nos acerque al sacramento de la confesión, el arrepentimiento profundo que nos
aparte del mal camino, la gratitud que nos haga amar mucho, porque mucho se nos ha perdonado (cf. Lc
7,37-50).
Miércoles
Salmo 105
Por tu pueblo, Señor, acuérdate de mí. Israel, el pueblo elegido por Dios, vivió durante generaciones
en la espera del cumplimiento de la promesa del Mesías, a cuya venida fue preparado a través de la historia
de la Alianza. El Mesías, es decir el “Ungido” enviado por Dios, había de dar cumplimiento a la vocación
del pueblo de la Alianza, al cual, por medio de la Revelación se le había concedido el privilegio de conocer
la verdad sobre el mismo Dios y su proyecto de salvación.
El atribuir el nombre “Cristo” a Jesús de Nazaret es el testimonio de que los Apóstoles y la Iglesia
primitiva reconocieron que en Él se habían realizado los designios del Dios de la Alianza y las expectativas
de Israel. Es lo que proclamó Pedro el día de Pentecostés cuando, inspirado por el Espíritu Santo, habló por
la primera vez a los habitantes de Jerusalén y a los peregrinos que habían llegado a las fiestas: “Tenga pues
por cierto toda la casa de Israel que Dios le ha hecho Señor y Mesías a este Jesús a quien vosotros habéis
crucificado” (Act 2, 36).
Cuando el ángel Gabriel anuncia a la Virgen María que había sido escogida para ser la Madre del
Salvador, le habla de la realeza de su Hijo: “...le dará el Señor Dios el trono de David, su padre, y reinará en
la casa de Jacob por los siglos, y su reino no tendrá fin” (Lc 1, 32-33).
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Jesús, acuérdate de mí cuando, consciente de mi infidelidad, tenga la tentación de desesperarme.
Jesús, acuérdate de mí cuando, después de repetidos esfuerzos, me sienta todavía en el fondo del valle.
Jesús, acuérdate de mí cuando todos se hayan cansado de mí y nadie confíe en mí, y me encuentre solo y
abandonado.
Señor, acuérdate de mí cuando muestres tu bondad para con tu pueblo; visítame cuando operes la
salvación, para que yo vea la felicidad de tus escogidos, me goce con el gozo de tu pueblo y me gloríe con tu
herencia
Jueves
La transfiguración del Señor
La palabra de Dios escuchada nos lleva hoy espiritualmente al Tabor, junto a los apóstoles Pedro,
Santiago y Juan, para admirar extasiados el resplandor del Señor transfigurado. En el acontecimiento de la
Transfiguración contemplamos el encuentro misterioso entre la historia, que se construye diariamente, y la
herencia bienaventurada, que nos espera en el cielo, en la unión plena con Cristo, alfa y omega, principio y
fin.
A nosotros, peregrinos en la tierra, se nos concede gozar de la compañía del Señor transfigurado,
cuando nos sumergimos en las cosas del cielo, mediante la oración y la celebración de los misterios divinos.
Pero, como los discípulos, también nosotros debemos descender del Tabor a la existencia diaria, donde los
acontecimientos de los hombres interpelan nuestra fe. En el monte hemos visto; en los caminos de la vida se
nos pide proclamar incansablemente el Evangelio, que ilumina los pasos de los creyentes.
Pablo VI nos decía que hemos sido creados para la eternidad, y la eternidad comienza ya desde
ahora, puesto que el Señor está en medio de nosotros, vive con su Iglesia y en ella. El rostro de Cristo es
rostro de luz que disipa la oscuridad de la muerte: es anuncio y prenda de nuestra gloria, puesto que es el
rostro del Crucificado resucitado. En él, la Iglesia, su Esposa, contempla su tesoro y su gloria.
En este episodio admirable, nuestro Señor Jesucristo revela a los Apóstoles su ‘divinidad’, su
identidad ‘mesiánica’ y su ‘misión redentora’.
En efecto, toda nuestra fe se funda en la convicción clara y firme de la ‘divinidad’ de Cristo, Hijo de
Dios, que al venir a este mundo, se hizo Siervo sufriente y Redentor universal.
¡Ojalá que la fiesta de la ‘Transfiguración’ del Señor confirme en todos nosotros la verdadera fe en
Cristo y refuerce el deseo de conocerlo aún mejor, como Hijo predilecto de Dios, que se hizo por nosotros
camino, verdad y vida!
Viernes
Salmo 76
Recordaré los prodigios del Señor. El recuerdo de los prodigios del Señor, se transforma en
alabanza, y alabanza en profesión de fe en Dios, Creador y Redentor, celebración festiva del amor divino,
que se manifiesta creando y salvando, dando la vida y la liberación.
Las ‘grandes hazañas’ realizadas por Dios manifiestan ‘su inmensa grandeza’. El antiguo Testamento
nos recuerda los prodigios y los juicios de su boca; “la alianza que pactó con Abraham”, la historia
extraordinaria de José, los prodigios de la liberación de Egipto y del viaje por el desierto, y, por último, el
don de la tierra. En las situaciones difíciles el Señor salva a los que ‘claman’ a él; las personas salvadas son
invitadas repetidamente a dar gracias por los prodigios realizados por Dios: ‘Den gracias al Señor por su
piedad, por sus prodigios en favor de los hijos de los hombres’ (Sal 106, 8. 15. 21. 31).
San Pedro da testimonio de los prodigios de Cristo crucificado y resucitado cuando dijo a la
multitud: “Varones israelitas, escuchad estas palabras: Jesús de Nazaret, varón probado por Dios entre
vosotros con milagros, prodigios y señales...; a éste..., después de fijarlo (en la cruz)..., le disteis muerte. Al
cual Dios lo resucitó después de soltar las ataduras de la muerte” (Act 2, 22-24). Todos los Evangelistas
registran los hechos a que hace referencia Pedro en Pentecostés: “Milagros, prodigios, señales” (Act 2, 22).
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Jesús Revela en el prodigio de su resurrección, “al Dios de amor misericordioso, precisamente
porque ha aceptado la cruz como camino hacia la resurrección”.
Nosotros, nuevo Pueblo de Dios, vemos los prodigios de Cristo: cómo lleva a hombres y mujeres a
renunciar a las comodidades de su vida y a ponerse totalmente al servicio de los que sufren; cómo da a
hombres y mujeres la valentía para oponerse a la violencia y a la mentira, para difundir en el mundo la
verdad; cómo, en secreto, induce a hombres y mujeres a hacer el bien a los demás, a suscitar la
reconciliación donde había odio, a crear la paz donde reinaba la enemistad.
Sábado
Salmo 17
Yo te amo, Señor, tú eres mi fuerza. La Eucaristía es la presencia salvífica de Cristo, muerto y
resucitado, en medio de su pueblo, el cual quiso quedarse con nosotros, de modo especial, en el sacramento
eucarístico. La Iglesia y todos los creyentes encuentran en la Eucaristía la fuerza indispensable para anunciar
y testimoniar a todos el Evangelio de la salvación.
La Eucaristía es la luz de las almas y de las sociedades, así como el sol es la vida del cuerpo y de la
tierra. Sin el sol, la tierra sería estéril; es el sol el que la hace fértil, hermosa y rica… en realidad, el sol
obedece a un Sol supremo: la divina Palabra, Jesucristo, quien ilumina a cada uno venido a este mundo, y
quien por la Eucaristía, Sacramento de Vida, actúa en la persona en las mismas profundidades de las
almas… ” (Eymard, La Presence Reelle, Vol. I). Es de la Eucaristía de donde sacamos nuestra fortaleza.
El pan de la Eucaristía es fuerza de los débiles: “En efecto, cuando comemos su carne, inmolada por
nosotros, quedamos fortalecidos” (Prefacio de la Eucaristía I); es consuelo de los enfermos, viático de los
moribundos, en el cual Cristo “se hace comida y bebida espiritual, para alimentarnos en nuestro viaje hacia
la pascua eterna” (Prefacio de la Eucaristía III); es el alimento sustancial que sostiene a tantos cristianos en
su testimonio a favor de la verdad del Evangelio, que han de dar los diversos ambientes.
La Eucaristía es sacramento del amor de Cristo, con el que permanece en medio de su pueblo para
ser memorial de su sacrificio redentor, alimento y fortaleza de los fieles. Así, vemos que los mártires
mexicanos encontraron en la Eucaristía la fuerza y valentía para entregar su vida por su pueblo y por su fe, al
grito de: “¡Viva Cristo Rey y Santa María de Guadalupe!”.
Creemos, Jesús, que sobre el altar de tu sacrificio, recuperamos la fuerza de una débil carne,que no
responde siempre a los anhelos del espíritu, pero que tú transformarás a imagen de tu cuerpo.
Creemos, Jesús, que no has dejado a tus hermanos solos, permaneces discreto en el sagrario de la
conciencia y en el pan y el vino de tu mesa, como luz y fuerza del débil peregrino.
SEMANA DÉCIMA NOVENA
Lunes
Salmo 111
Dichoso el hombre honrado, que se compadece y presta. Dichoso el que, en cualquier trabajo, busca
de corazón a Dios. Dichoso el que, en el ejercicio de cualquier profesión, busca el bien de los demás.
Dichoso el que se esfuerza en su trabajo, a pesar de las dificultades del ambiente. Dichoso el que
procura construir con su trabajo la civilización del amor.
Por esto, en la Iglesia, ciudad de Dios, se identifica completamente el buen ciudadano y el hombre
honrado. Por lo cual, yerran gravemente los que separan realidades tan unidas y piensan poder formar
buenos ciudadanos con otras normas y con métodos distintos de los que contribuyen a formar el buen
cristiano.
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El profeta dice que el hombre honrado "cierra los ojos para no ver la maldad", manifestando que
rechaza completamente cualquier contacto con el mal. Este hombre honrado, que compadece y presta es
dichoso, porque toda persona disfruta haciendo el bien.
Los hombres y mujeres honrados son dichosos porque viven en Dios y desde Dios; así, por ejemplo
cuando fue presentarlo el Señor, encontramos al anciano Simeón, que vivía entonces en Jerusalén, era un
hombre honrado y piadoso ... Él tomó en brazos al Niño y bendijo a Dios (Lc 2, 22. 25. 27-28).
Jamás rechazará Dios a su pueblo ni dejará a los suyos sin amparo. Hará justicia al justo y dará un
porvenir al hombre honrado.
Martes
Salmo Dt 32
Bendice, Señor, tu pueblo. Porque Dios bendice al hombre, su corazón puede bendecir, a su vez, a
Aquel que es la fuente de toda bendición. En efecto, la bendición expresa el movimiento de fondo de la
oración cristiana: es encuentro de Dios con el hombre; en ella, el don de Dios y la acogida del hombre se
convocan y se unen. La oración de bendición es la respuesta del hombre a los dones de Dios: porque Dios
bendice, el corazón del hombre puede bendecir a su vez a Aquél que es la fuente de toda bendición.
Al respecto, el Catecismo de la Iglesia Católica en el 1080, enseña que “desde el comienzo, Dios
bendice a los seres vivos, especialmente al hombre y la mujer. La alianza con Noé y con todos los seres
animados renueva esta bendición de fecundidad, a pesar del pecado del hombre por el cual la tierra queda
"maldita". Pero es a partir de Abraham cuando la bendición divina penetra en la historia humana, que se
encaminaba hacia la muerte, para hacerla volver a la vida, a su fuente: por la fe del "padre de los creyentes"
que acoge la bendición se inaugura la historia de la salvación”.
La Iglesia unida a su Señor y “bajo la acción el Espíritu Santo” (Lc 10,21), bendice al Padre “por su
Don inefable” (2 Co 9,15) mediante la adoración, la alabanza y la acción de gracias. Por otra parte, y hasta la
consumación del designio de Dios, la Iglesia no cesa de presentar al Padre “la ofrenda de sus propios dones”
y de implorar que el Espíritu Santo venga sobre esta ofrenda, sobre ella misma, sobre los fieles y sobre el
mundo entero, a fin de que por la comunión en la muerte y en la resurrección de Cristo-Sacerdote y por el
poder del Espíritu estas bendiciones divinas den frutos de vida “para alabanza de la gloria de su gracia” (Ef
1,6; CIgC 1083)
Señor, Dios nuestro, salva a tu pueblo y bendice a tu heredad; guarda en paz a toda tu Iglesia:
santifica a los que aman tu morada. Tú, en cambio, glorifícalos con tu potencia y no nos abandones a los que
esperamos en Ti. (De la liturgia bizantina).
Miércoles
Salmo 65
Bendito sea el Señor. La frase “Bendito sea Dios”, que aparece frecuentemente en los salmos y el
Nuevo Testamento, es una oración de alabanza y reconocimiento a la bondad y misericordia de Dios y a los
beneficios que nos ha otorgado. La frase "Bendito sea Dios" o "te bendecimos" tiene ese mismo significado
cuando la usamos en nuestras oraciones.
Así, pues, con el bendito sea Dios, se busca proclamar, reconocer los beneficios de Dios. Hoy
nosotros podemos decir Bendito sea Dios que nos permite encontrarnos en esta celebración eucarística;
Bendito sea Dios, que nos da la gracia de ofrecerle nuestra oración para alabarlo como se merece con las
palabras que la, que la liturgia nos sugiere Sí, bendito sea Dios por venir en nuestro encuentro y ayudarnos a
realizar la ofrenda del sacrificio de nuestros labios de este día…
Se dice que Don Quijote cierto día (…), rogó que lo dejaran solo, porque quería dormir un poco, y,
después de seis horas de sueño, al despertar, “dando una gran voz, dijo: ¡Bendito sea el poderoso Dios, que
tanto bien me ha hecho! En fin, sus misericordias no tienen límite, ni las abrevian ni impiden los pecados de
los hombres”. Y a la pregunta de su sobrina sobre esas misericordias: “Las misericordias –respondió don
Quijote–, sobrina, son las que en este instante ha usado Dios conmigo…” ¡Qué importante es que nosotros
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sepamos bendecir siempre a Dios, en cada momento de nuestra vida! Porque su misericordia no tiene
límites. En realidad, la misericordia de Dios no la achican ni la impiden nuestros muchos pecados.
Hoy podemos decir muchas veces a Dios: Bendito sea el Señor, como una actitud de gratitud y
adoración a Dios. El salmista expresa su disposición a agradecer a Dios en una manera permanente. El
salmista sabía que Dios lo comprendería; por lo mismo no se aparta de Él. Al igual que el salmista, nosotros
también tenemos quién nos comprenda (Heb. 4:15-16), nuestro sumo sacerdote, Jesucristo, que puede
compadecerse de nuestras debilidades. Por esa razón podemos acercarnos confiadamente a Él, adorarlo con
el Bendito sea el Señor, y encontrar su paz y su amor.
Jueves
Salmo 113
Bendigamos al Señor. Si ayer, comentando el Bendito sea el Señor, como una actitud de gratitud y
adoración a Dios, hoy podemos orientar nuestro reflexión hacia lo que quiere Dios, según san Juan: adorar a
Dios en espíritu y en verdad (Juan 4:23). Jesús en su conversación con la samaritana le dice: “Llega la hora
(ya estamos en ella) en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así
quiere el Padre que sean los que le adoren. Dios es espíritu, y los que adoran deben adorar en espíritu y en
verdad” (Jn 4, 23-24).
Era la respuesta de Jesús a la pregunta sobre el lugar del verdadero culto a Dios, que era el monte
Garizim para los samaritanos y Jerusalén para los judíos. La respuesta de Cristo indicaba otra dimensión del
culto verdadero a Dios: la dimensión interior (“en espíritu y en verdad”).
El Concilio Vaticano HI dice: los que han sido bautizados deben hacerse más conscientes cada día
del don de la fe recibida, aprender a adorar a Dios Padre en espíritu y en verdad, formándose para vivir
según el hombre nuevo en justicia y en la santidad de la verdad (Cfr. Gravissimum Educationis, 2). Es lo que
nos dece san Pablo. “Renuévense en el espíritu de su mente, y revístanse del hombre nuevo, creado según
Dios en justicia y santidad verdaderas” (Ef 4, 23-24).
Así, pues, al decir, Bendigamos al Señor; es una actitud y expresión de gratitud y adoración a Dios, y
Él quiere que lo adoremos en espíritu y en verdad. Esta bondad del hombre, esto es, su valor, está en su ser:
en su ser “creado según Dios en justicia y santidad verdaderas” (Ef 4, 24), por tanto, nosotros estamos
llamados a vivir en la justicia, en la verdad y en la santidad: llamados adorar a Dios en espíritu y en verdad.
Hermanos, hermanas, Bendigamos al Señor: redimidos por Cristo, hemos de ser nuevas creaturas; es
decir, hombres nuevos que se renuevan interiormente, para destruir el pecado en la propia vida y vivir en la
verdad, en la justicia y santidad que corresponden a los hijos de Dios. A vivir, en una palabra, agradeciendo
a Dios el amor que ha tenido por nosotros, y correspondiendo al amor divino que nos creó y redimió.
Viernes
Salmo 135
Demos gracias al Señor. Con la Eucaristía le damos cumplidas gracias al Señor, por sus infinitos
dones. Principalmente le damos gracias al Señor por el gran don de la vida y por la redención ofrecida a
todos. En efecto, la Eucaristía es una fiesta de acción de gracias. Nuestra Eucaristía es acción de gracias.
La Eucaristía es ‘acción de gracias’, porque en ella el Hijo de Dios une a sí mismo a la humanidad
redimida en un cántico de acción de gracias y de alabanza. La palabra hebrea todah, traducida por
‘alabanza’, significa también ‘acción de gracias’. El sacrificio de alabanza era un sacrificio de acción de
gracias (cf. Sal 50, 14. 23). En la última Cena, para instituir la Eucaristía, Jesús dio gracias a su Padre
(cf. Mt 26, 26-27 y paralelos); este es el origen del nombre de ese sacramento.
En el centro de todo lo que Jesús hace y dice, se encuentra la conciencia del don: todo es don de
Dios, creador y Padre; y una respuesta adecuada al don es la gratitud, a acción de gracias. De esto tenemos
varios ejemplos en Jesús por ejemplo, la oración con motivo de la resurrección de Lázaro: “Padre, te doy
gracias porque me has escuchado” (Jn 11, 41). En la multiplicación de los panes (junto a Cafarnaún) “Jesús
tomó los panes y, dando gracias, dio a los que estaban recostados, e igualmente de los peces...” (Jn 6, 11).
137
Finalmente, en la institución de la Eucaristía, Jesús, antes de pronunciar las palabras de la institución sobre
el pan y el vino “dio gracias” (Lc 22, 17; cf., también Mc 14, 23; Mt 26, 27).
Las comunidades cristianas, desde los tiempos más antiguos, unían la celebración de la Eucaristía a
la acción de gracias, como demuestra el texto de la “Didajé” (escrito y compuesto entre finales del siglo I y
principios del II, probablemente en Siria, quizá en la misma Antioquía):
 “Te damos gracias, Padre nuestro, por la santa vida de David tu Siervo, que nos has hecho
desvelar por Jesús tu Siervo...”.
 “Te damos gracias, Padre nuestro, por la vida y el conocimiento que nos has hecho desvelar
por Jesucristo, tu Siervo...”.
 “Te damos gracias, Padre santo, por tu santo nombre, que has hecho habitar en nuestros
corazones, y por el conocimiento, la fe y la inmortalidad que nos has hecho desvelar por
Jesucristo tu Siervo” (Didajé 9, 2-3; 10, 2).
Sábado
Salmo 131
La Asunción
Ven, Señor, a tu morada. Ordinariamente, en todos los pueblos, el centro de la vida social de una
comunidad, encontramos un Lugar, que evoca la presencia el misterio de Dios, precisamente un espacio para
Dios, una morada para Dios. El hombre no puede caminar bien sin Dios, debe caminar juntamente con Dios
en la historia, y el templo, la morada de Dios, tiene la misión de indicar de modo visible esta comunión, este
dejarse guiar por Dios.
La segunda Persona de la Santísima Trinidad, que se encarnó en el seno virginal de María, como
escribe San Juan en el Prólogo del cuarto Evangelio: “En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba
con Dios, y la Palabra era Dios... Y la Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros. (Jn 1, 1. 14).
Por consiguiente, la verdadera morada de Dios en el mundo, no hecha de madera sino de carne y
sangre, es la Virgen, que se ofrece al Señor como Arca de la alianza y nos invita a ser también nosotros
morada viva de Dios en el mundo, como el evangelista san Juan afirma: “La Palabra se hizo carne, y puso su
Morada entre nosotros” (Jn 1,14), y añade: “a todos tos que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de
Dios, a los que creen en su nombre” (ibíd. 1,12). Así, cada uno de nosotros, está llamado a decirle a Jesús:
Ven, Señor, a tu morada; o como dice aquel canto eucarístico, “ven a mi dulce pan de la vida…
Ciertamente, cada uno debe dedicarse activamente a la construcción de la Morada de Dios,
realizando nuestro trabajo diario como ofrenda a Dios y haciendo producir los propios talentos. Pero hemos
de hacerlo recordando siempre que “si esta tienda que es nuestra morada terrestre, se desmorona, tenemos un
edificio que es de Dios: una morada eterna, no hecha por mano humana, que está en el cielo” (2 Cor 5, 1).
SEMANA VIGÉSIMA
Lunes
Salmo 105
Perdona, Señor, las culpas de tu pueblo. La Biblia no se cansa de repetir que el mal es mal porque
hace mal; en efecto, el pecado lesiona a sí mismo al que lo comete, porque lleva dentro de sí la sanción. Así,
por ejemplo, Jeremías dice: “Yendo en pos de la vanidad se hicieron vanos” (cf. 2, 5); “Que te enseñe tu
propio daño, que tus apostasías te escarmienten; reconoce y ve lo malo y amargo que te resulta el dejar al
Señor tu Dios” (2, 19); “Todo esto lo trastornaron tus culpas y tus pecados te privaron del bien” (5, 25).
Por su parte, Isaías haciéndose portavoz de los sentimientos más genuinos del pueblo de Dios,
exclama: “Somos como impuros todos nosotros, como paño inmundo todas nuestras obras justas. Caímos
como la hoja todos nosotros, y nuestras culpas como el viento nos llevaron” (64, 5).
138
Jesús, entrando en el entramado de esta historia devastada por el pecado, ha dejado que el peso y
la violencia de nuestras culpas hicieran mella en él; por eso, mirando a Jesús se percibe claramente lo
devastador que es el pecado y lo quebrantada que está la familia humana, es decir: ¡Nosotros! ¡Tú y yo!
Sin embargo, Jesús ha reaccionado a nuestro orgullo con su humildad; a nuestra violencia con su
mansedumbre; a nuestro odio con el Amor que perdona: la cruz es el acontecimiento a través del cual entra
en nuestra historia el amor de Dios, se hace cercano a cada uno de nosotros y se convierte en experiencia que
regenera y salva.
Ante esta realidad de los profetas, que hacen portavoces del pueblo, hoy nosotros podemos
reconocernos pecadores y exclamar:
1) Señor Dios, tu Iglesia peregrina, santificada siempre por ti con la sangre de tu Hijo, acoge en su
seno en cada época a nuevos miembros que brillan por su santidad y a otros que, con su desobediencia a
ti, contradicen la fe profesada en el santo Evangelio. Tú, que permaneces fiel aun cuando nosotros te somos
infieles, perdona nuestras culpas y concédenos ser entre los hombres auténticos testigos tuyos.
2) Señor Jesús, tú que sanabas a los enfermos y abrías los ojos a los ciegos, tú que perdonaste a la
mujer pecadora y confirmaste a Pedro en tu amor, perdona nuestros pecados y danos un corazón nuevo para
poder vivir en comunión perfecta.
Martes
Salmo 84
Escucharé las palabras del Señor. Todo cristiano debe escuchar y meditar asiduamente la Palabra de
Dios y esforzarse por descubrir la presencia del Señor en los acontecimientos diarios de su vida personal y
de toda la sociedad. Hace falta una formación permanente, que lleve a todos los fieles a una continua
conversión, hasta reproducir en sus vidas la imagen de Cristo. Toda la persona tiene necesidad de una
formación integral e integradora- cultural, profesional, doctrinal, espiritual y apostólica -que le disponga a
vivir en una coherente unidad interior, y le permita siempre dar razón de su esperanza a todo aquel que se la
pida (cf. 1Pe 3, 15).
La identidad cristiana exige el esfuerzo constante por formarse cada vez mejor, pues la ignorancia es
el peor enemigo de nuestra fe. ¿Quién podrá decir que ama de verdad a Cristo, si no pone empeño por
conocerlo mejor? Por consiguiente, no tenemos derecho de abandonar la lectura asidua de la Sagrada
Escritura, profundicemos constantemente en las verdades de nuestra fe, acudamos con ilusión a los centros
de evangelización que, si es imprescindible para los más jóvenes, no es menos necesaria para los mayores.
¿Cómo podremos transmitir la Palabra de Dios si nosotros mismos no la conocemos de un modo profundo y
vivo?
Si deseamos ser fieles en nuestra vida cotidiana a las exigencias de Dios y a las expectativas de los
hombres y de la historia, debemos alimentaros constantemente de la Palabra de Dios y de los sacramentos:
que “la Palabra de Cristo habite en ustedes con toda su riqueza” (Col 3, 16)¡ vivamos las exigencias y la
gracia sacramental de nuestro bautismo y de nuestra confirmación, del sacramento de la reconciliación y de
la eucaristía…
Miércoles
Salmo 20
De tu poder, Señor, se alegra el rey. La santidad de Dios no es sólo un poder incandescente, ante el
cual debemos alejarnos aterrorizados; es poder de amor y, por esto, es poder purificador y sanador. Por esto,
del poder del Señor se alegra el rey.
San agustín sobre el poder de Dios, ora sí: Tú eres grande, Señor, y muy digno de alabanza: grande
es tu poder, y tu sabiduría no tiene medida. Y el hombre, pequeña parte de tu creación, pretende alabarte,
precisamente el hombre que, revestido de su condición mortal, lleva en sí el testimonio de su pecado y el
testimonio de que tú resistes a los soberbios. A pesar de todo, el hombre, pequeña parte de tu creación,
139
quiere alabarte. Tú mismo le incitas a ello, haciendo que encuentre sus delicias en tu alabanza, porque nos
has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto mientras no descansa en ti (S. Agustín, conf. 1, 1, 1).
Por consiguiente, la alegría del rey por el poder de Dios está en que la omnipotencia de Dios, está
impregnada de ternura y de misericordia. Es un poder de amor, que siente predilección por los débiles y los
humildes. Así vemos en el misterio de la encarnación y del nacimiento de Jesús, que Dios se ha hecho uno
de nosotros para ayudarnos a encontrar nuevamente el camino que lleva a la felicidad y a la salvación, que
es la alegría plena y para siempre.
Benedicto XVI, al inaugurar su ministerio petrino, afirmó que “no es el poder lo que redime, sino el
amor. (...) Este es el distintivo de Dios: él mismo es amor. (...) De este amor, de este poder de Dios es del
que hemos cantado: De tu poder, Señor, se alegra el rey.
Jueves
Salmo 39
Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad. Son las palabras del Verbo al entrar en el mundo, y las de
María que acoge su anuncio.
Este estribillo que hemos cantado nos invita a seguir las mismas huellas de fe operante de María: una
fe generosa, que se abre a la Palabra de Dios, que acoge la voluntad de Dios, sea cual fuere y de cualquier
modo que se manifieste; una fe fuerte, que supera todas las dificultades, las incomprensiones, las crisis; una
fe operante, alimentada como viva llama de amor, que quiere colaborar fuertemente con el designio de Dios
sobre nosotros. “He aquí la esclava del Señor”: cada uno de nosotros, como invita el Concilio, debe estar
pronto a responder así, como María, en la fe y en la obediencia, para cooperar, cada uno en la propia esfera
de responsabilidad, a la edificación del Reino de Dios.
La respuesta de María fue el eco perfecto de la respuesta del Verbo al Padre. El Aquí estoy de Ella es
posible, en cuanto le ha precedido y sostenido el Aquí estoy del Hijo de Dios, el cual, en el momento del
consentimiento de María, se convierte en el Hijo del hombre.
La Carta a los Hebreos nos hace como penetrar en los abismos insondables de ese abajamiento del
Verbo, de su humillación por amor a los hombres hasta la muerte de cruz: “Cuando Cristo entró en el mundo
dijo: Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo; no aceptas holocaustos ni
víctimas expiatorias. Entonces yo dije lo que está escrito en el libro: Aquí estoy, ¡Oh Dios!, para hacer tu
voluntad” (Heb 10, 5, ss).
Ante el misterio de estos dos “Aquí estoy”, el “Aquí estoy” del Hijo y el “Aquí estoy” de la Madre,
que se reflejan uno en el otro y forman un único Amén a la voluntad de amor de Dios, quedamos
asombrados y, llenos de gratitud, adoramos. Y Digámosle también nosotros: Aquí estoy, vengo a hacer tu
voluntad.
Viernes
Salmo 145
Alabaré al Señor toda mi vida. Alabar a Dios con la oración y con las obras de cada día, es un
camino seguro hacer realidad, hoy y siempre, lo que hemos cantado: Alabaré al Señor toda mi vida; como
expresa san Agustín: “¿Quieren alabar a Dios? Vivan de acuerdo con lo que pronuncian sus labios. Ustedes
mismos serán la mejor alabanza que puedan tributarle, si es buena su conducta”.
Si por nuestra alabanza a Dios, por nuestra conducta, permanecemos unidos a Dios, alabaremos al
Señor toda la vida. Pues la vida es estar con Cristo; donde está Cristo, allí está la vida, allí está el reino (San
Ambrosio, Lc. 10, 12).
En efecto, “La vida de los bienaventurados consiste en la plena posesión de los frutos de la redención
realizada por Cristo quien asocia a su glorificación celestial a aquellos que han creído en Él y que han
permanecido fieles a su voluntad. El cielo es la comunidad bienaventurada de todos los que están
perfectamente incorporados a Él”. De esta forma, llenos de esperanza, podemos cantar: Alabaré al Señor
toda mi vida.
140
La vida eterna tiene su comienzo aquí, pero tendrá su cumplimiento definitivo en la Pascua
eterna del cielo. De este modo, nuestro canto al salmo orienta la mirada, más allá del presente, más allá de la
historia y del horizonte de este mundo, hacia la comunión perfecta y eterna con la Santísima Trinidad.
Así, pues, cuando cantamos: Alabaré al Señor toda mi vida, nos invita a hacer la voluntad de Dios en
esta vida y a reconocernos ciudadanos del cielo” (Flp 3, 20).
Sábado, san Bartolomé apóstol
Salmo 127
Dichoso el hombre que teme al Señor. El temor de Dios se manifiesta en la docilidad a los
mandamientos de Dios. Llama dichoso a aquel que “ama de corazón sus mandatos” y los cumple, hallando
en ellos alegría y paz. Así, es Dichoso el hombre cuyo gozo es la ley del Señor.
Distingamos el verdadero temor de Dios del falso. El verdadero temor de Dios no es miedo, sino más
bien don del Espíritu, por el cual se teme ofenderle, entristecerle y no hacer lo suficiente para hacer su
voluntad; mientras que el falso temor de Dios se funda en la desconfianza en Él y sobre el mezquino cálculo
humano.
Tiene verdadero temor de Dios el que sigue los caminos del Señor (Sal 127,1):
 Dichosos los que van por camino perfecto hacia el Señor
 Dichoso el hombre que camina en la voluntad del señor.
 Dichoso el hombre que medita sus caminos y los orienta hacia Dios.
 Dichoso el hombre que ha escogido el camino de la lealtad.
 Dichosos los santos porque caminaron siempre en búsqueda de Dios y del prójimo.
Pero mejor dejemos que hable el salmo uno:
“Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los impíos, ni entra por la senda de los pecadores, ni se
sienta en la reunión de los cínicos; sino que su gozo es la ley del Señor, y medita su ley día y noche.
Será como un árbol plantado al borde de la acequia: da fruto en su sazón y no se marchitan sus hojas; y
cuanto emprende tiene buen fin.
No así los impíos, no así; serán paja que arrebata el viento. Porque el Señor protege el camino de los
justos pero el camino de los impíos acaba mal”.
El temor ha sido desterrado por Cristo. “No hay temor en el amor –dice san Juan–, sino que el amor
perfecto expulsa al temor. Pues el temor tiene que ver con el castigo, y quien teme no ha alcanzado la
perfección en el amor. Nosotros amamos porque Él nos amó primero” (1 Jn 4, 18-19). La voluntad de Dios
coincide con la felicidad. O la felicidad coincide con la voluntad de Dios. Cristo ha venido para espantar al
temor, para darnos la libertad.
VIGÉSIMA PRIMERA SEMANA
Lunes
Salmo 144
Señor, que todos tus fieles te bendigan; que como dice la “Primera Regla” de San Francisco de Asís,
“Nada, pues, impida, nada separe, nada se interponga; en todas partes todos nosotros en todo lugar, a toda
hora y en todo tiempo, diariamente y de continuo creamos verdadera y humildemente, y tengamos en el
corazón y amemos, honremos, adoremos, sirvamos, alabemos y bendigamos, glorifiquemos y
sobrexaltemos, magnifiquemos y demos gracias al altísimo y sumo Dios eterno, Trinidad y unidad, Padre e
Hijo y Espíritu Santo, creador de todas las cosas y salvador de todos los que creen en él y esperan y lo aman;
el que es sin principio y sin fin inmutable, invisible, inenarrable, inefable, incomprensible, inescrutable (cf
141
Rom 11, 33), bendito, laudable, glorioso, sobrexaltado (cf Dan 3, 52), sublime, excelso, dulce, amable,
deleitable y todo sobre todas las cosas deseable por los siglos. Amén”.
¡Todos bendigamos al Señor que en la Cruz ha manifestado su salvación! ¡Bendigamos al Señor
porque “los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios”! La Cruz es el signo de la
victoria de Cristo sobre el pecado: “la victoria de nuestro Dios, que los confines de la tierra han
contemplado” (Sal 98 [97], 3). Por esto, Señor, que todos tus fieles te bendigan.
Todas tus obras, oh Dios, proclaman el esplendor de la gloria de tu reinado, pero tus fieles te
bendicen por tus maravillas: porque libraste a nuestros padres de sus perseguidores, porque has hecho obras
grandes en María, Madre nuestra, porque en Cristo Jesús eres el maravilloso triunfador del pecado y de la
muerte; pregustando ya ahora tu nombre maravilloso, permítenos, Padre, que un día te bendigamos por
siempre jamás.
Martes
Salmo 138
Condúceme, Señor, por tu camino. El salmista ruega: “Señor, enséñame tu camino, para que te sea
fiel, guía mi corazón para que tema tu nombre. Señor Dios mío, te daré gracias de todo corazón, daré gloria
a tu nombre por siempre”.
La Biblia es para vosotros como una brújula que indica el camino a seguir”. En realidad, la Palabra
de Dios escrita por inspiración del Espíritu, interpela lo profundo del ser humano y lo invita al apasionante e
indescriptible encuentro con el Señor Jesús.
La Palabra escuchada y acogida, alimenta en nosotros la fe en la mente, transformando nuestros
criterios hasta llegar a tener ‘la mente de Cristo’; despierta la fe en el corazón hasta llegar a ‘tener entre
nosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús’; y nos impulsa a la fe en la acción, conscientes de
que son bienaventurados aquellos que ‘oyendo la palabra la ponen en práctica’. La Virgen María es el
modelo de escucha, y respuesta a la Palabra de Dios.
El camino trazado por Jesús con su enseñanza no es una norma impuesta desde fuera. Jesús mismo
recorre este camino, y sólo nos pide que lo sigamos.
El Decálogo es un camino de vida: Si amas a tu Dios, si sigues sus caminos y guardas sus
mandamientos, sus preceptos y sus normas, vivirás y te multiplicarás. (Dt 30,16)
Señor, afianza mi corazón conmovido sobre la roca de tus mandamientos y, así como tú has calmado
la tempestad por la fuerza de tu presencia, tranquiliza las olas de mi vida agitada y condúceme en la barca de
tu Iglesia. Dame esta fe que me recuerda que tú estás presente entre nosotros hasta el fin de los tiempos.
Miércoles
Salmo 138
Condúcenos, Señor, por tu camino. Esta imagen del camino constituye la vida misma de la Iglesia
que se esfuerza en servir aquí abajo al hombre de manera integral, para conducirlo a través del mundo hasta
Cristo, a Dios, a la vida eterna.
En efecto, nosotros, seres humanos, necesitamos un amigo, un hermano que nos tome de la mano y
nos acompañe hasta la “casa del Padre” (Jn 14, 2); necesitamos a uno que conozca bien el camino. Y Dios,
en su amor “sobreabundante” (Ef 2, 4), mandó a su Hijo, no sólo a indicárnoslo, sino también a hacerse él
mismo “el camino” (Jn 14, 6).
Jesús es el camino abierto a ‘todos’; no existen otros caminos. Y los que parecen ser “otros” vías, en
la medida en que son auténticos, conducen a él, de lo contrario, no llevan a la vida. El camino trazado por
Dios para su Hijo es el mismo que debe recorrer el discípulo, decidido a seguirlo. No existen dos caminos,
sino uno solo: el que recorrió el Maestro. El discípulo no puede inventarse otro.
142
La felicidad a la que todos tendemos es Dios, todos estamos en camino hacia esa felicidad que
llamamos cielo, que en realidad es Dios. Con nosotros camina María, la Madre del Señor, la primera de los
discípulos, que permaneció fiel al pie de la cruz, desde la cual, Cristo nos confió a ella como hijos suyos.
Si la vida es un camino, y este camino a menudo resulta oscuro, duro y fatigoso, ¿qué estrella podrá
iluminarlo? En la encíclica Spe salvi, de dice que la Iglesia mira a María y la invoca como “Estrella de
esperanza” (n. 49). Por eso, animados por una confianza filial, le podemos decir: “Enséñanos, María, a creer,
a esperar y a amar contigo; indícanos el camino que conduce a la paz, el camino hacia el reino de Jesús. Tú,
Estrella de esperanza, que con conmoción nos esperas en la luz sin ocaso de la patria eterna, brilla sobre
nosotros y guíanos en los acontecimientos de cada día, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén”.
Jueves
Salmo 89
Señor, llénanos de tu amor. El hombre, por encima de los bienes terrenales necesarios para vivir, y
por desgracia tan mal repartidos, no puede llenarse más que con el conocimiento y el amor de Dios,
inseparables de la acogida y del amor a todos los hombres.
El Verbo se encarnó para que nosotros conociéramos el amor de Dios: “En esto se manifestó el amor
que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de el” (1 Jn 4,
9). “Porque tanto amo Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en El no perezca,
sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16; CIgC 458).
La plenitud de este amor se reveló en el sacrificio de la cruz. En efecto: “Nadie tiene mayor amor
que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15, 13). Esta es la medida del amor de Dios. Esta es la medida de
la misericordia de Dios.
Cuando hemos cantado: Señor, llénanos de tu amor, al mismo tiempo que es una alabanza a Dios, es
una invitación a abrirnos al don mayor de Dios, a su amor que, mediante la cruz de Cristo, se ha manifestado
al mundo como amor misericordioso.
“El amor no pasa nunca” (1Co 13, 8). De ese amor que nunca falla y que supera toda medida nace la
Iglesia, la humanidad redimida por el amor de Cristo y capacitada, por el don de su Santo Espíritu, para vivir
en el amor, que es la plenitud de la vocación humana.
Te amo, Dios mío, y mi único deseo es amarte hasta el último suspiro de mi vida. Te amo, Dios mío
infinitamente amable, y prefiero morir amándote a vivir sin amarte. Te amo, Señor, y la única gracia que te
pido es amarte eternamente... Dios mío, si mi lengua no puede decir en todos los momentos que te amo,
quiero que mi corazón te lo repita cada vez que respiro (S. Juan María Bautista Vianney, oración).
Viernes
Salmo 96
Alegrémonos ante el Señor. Con nuestro canto podemos fácilmente traer a la mente la alegría de
María en la Encarnación del Divino Verbo: La primera palabra del ángel a María fe ‘alégrate’, ‘regocíjate’.
Es propiamente la primera palabra que resuena en el Nuevo Testamento, porque el anuncio hecho por el
ángel a Zacarías sobre el nacimiento de Juan Bautista es una palabra que resuena aún en el umbral entre los
dos Testamentos. Sólo con este diálogo, que el ángel Gabriel entabla con María, comienza realmente el
Nuevo Testamento. Por tanto, podemos decir que la primera palabra del Nuevo Testamento es una invitación
a la alegría: ‘alégrate’, ‘regocíjate’. El Nuevo Testamento es realmente ‘Evangelio’, ‘buena noticia’ que nos
trae alegría. Dios no está lejos de nosotros, no es desconocido, enigmático, tal vez peligroso. Dios está cerca
de nosotros, tan cerca que se hace niño, y podemos tratar de ‘tú’ a este Dios.
La palabra: ‘alégrate, porque Dios está contigo, está con nosotros’, es una palabra que abre un tiempo
nuevo. Ahora, nosotros, en esta celebración, con un acto de fe, debemos acoger de nuevo y comprender en lo
más íntimo del corazón esta palabra liberadora: ‘alégrate’. Alegrémonos ante el Señor.
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Esta alegría que hemos recibido no podemos guardarla sólo para nosotros. La alegría se debe
compartir siempre. Una alegría se debe comunicar. María corrió inmediatamente a comunicar su alegría a su
prima Isabel. Y desde que fue elevada al cielo distribuye alegrías en todo el mundo; se ha convertido en la
gran Consoladora, en nuestra Madre, que comunica alegría, confianza, bondad, y nos invita a distribuir
también nosotros la alegría.
Este es el verdadero compromiso de nuestro bautismo y confirmación: llevar la alegría a los demás.
La alegría es un verdadero regalo; no los costosos regalos que requieren mucho tiempo y dinero. Esta alegría
podemos comunicarla de un modo sencillo: con una sonrisa, con un gesto bueno, con una pequeña ayuda,
con un perdón. Llevemos esta alegría, y la alegría donada volverá a nosotros. En especial, tratemos de llevar
la alegría más profunda, la alegría de haber conocido a Dios en Cristo. Pidamos para que en nuestra vida se
transparente esta presencia de la alegría liberadora de Dios. Alegrémonos ante el Señor, y demos la alegría
del Señor…
Sábado
Salmo 97
Cantemos al Señor con alegría. Un cántico es expresión de alegría y, considerándolo con más
atención, es una expresión de amor. Por esto, el que es capaz de amar la vida en Dios, la vida del Espíritu en
sí mismo, la gracia de Dios, es capaz de cantar al Señor con alegría.
María nos enseña que la fuente de nuestra alegría y nuestro único apoyo firme es Cristo. A la Virgen
María, en las letanías lauretanas, la llamamos “Causa de nuestra alegría”; Ella nos ayuda a encontrar en
Cristo resucitado, la fuente de la verdadera alegría.
En efecto, Jesucristo, que es la plenitud de la verdad, atrae hacia sí el corazón de todo hombre, lo
dilata y lo colma de alegría. En efecto, sólo la verdad es capaz de invadir la mente y hacerla gozar en
plenitud.
Esta alegría ensancha las dimensiones del alma humana, librándola de las estrecheces del egoísmo y
capacitándola para un amor auténtico. La experiencia de esta alegría conmueve, atrae al hombre a una
adoración libre, no a un postrarse servil, sino a inclinar su corazón ante la Verdad que ha encontrado.
Por eso el servicio a la fe, que es testimonio de Aquel que es la Verdad total, es también un servicio a
la alegría, y esta es la alegría que Cristo quiere difundir en el mundo: es la alegría de la fe en él, de la verdad
que se comunica por medio de él, de la salvación que viene de él. Esta es la alegría que experimenta el
corazón cuando nos arrodillamos para adorar a Jesús en la fe.
Caminando con Cristo es como se puede conquistar la alegría, la verdadera alegría. Precisamente por
esta razón él os ha dirigido también hoy un anuncio de alegría: ‘Bienaventurados...’.
VIGÉSIMA SEGUNDA SEMANA
Lunes
Salmo 95
Cantemos al Señor con alegría. La misteriosa fuente oculta de la alegría verdadera es Jesús, a quien
María concibió por obra del Espíritu Santo, y que fue el comienzo de la derrota del miedo, de la angustia, de
la tristeza: el pecado, la esclavitud más humillante para el hombre.
El ‘sí’ de María es alegría para cuantos estaban en las tinieblas y en la sombra de la muerte. En
efecto, a través de ella vino al mundo el Señor de la vida. Los creyentes exultan y la veneran como Madre de
los hijos redimidos por Cristo. Hoy, en particular, la contemplamos como ‘signo de consuelo y de esperanza’
(cf. Prefacio) para cada uno de los hombres y para todos los pueblos en camino hacia la patria eterna.
Para nosotros, los cristianos, la causa-fundamento de nuestra alegría no es otra que la causa de la
alegría de Jesús: ser plenamente consciente de que Dios, nuestro Padre, nos ama. Este amor transforma
nuestras vidas y llena de gozo nuestro corazón. Nos ayuda a comprobar que, realmente, Jesús no vino para
144
imponernos ningún tipo de yugo. Él vino para enseñarnos lo que significa ser plenamente feliz y
plenamente hombres. Por tanto, cuando descubrimos la verdad, descubrimos también la alegría: la verdad
sobre Dios, nuestro Padre, la verdad de Jesús, nuestro Salvador, la verdad sobre el Espíritu Santo que vive
en nuestros corazones.
La gloria de la Madre es motivo de alegría inmensa para todos sus hijos, una alegría que conoce las
amplias resonancias del sentimiento, típicas de la piedad popular, aunque no se reduzca a ellas. Es, por
decirlo así, una alegría teologal, fundada firmemente en el misterio pascual. En este sentido, la Virgen es
“causa nostrae laetitiae”, causa de nuestra alegría.
La alegría que nos da la Virgen es una alegría que permanece incluso en medio de las pruebas. Por
esto nos dirigimos a María invocándola como “Causa de nuestra alegría”.
María, Causa de nuestra alegría, ruega por nosotros! Enséñanos a saber recoger, en la fe, la paradoja
de la alegría cristiana, que nace y florece del dolor, de la renuncia, de la unión con tu Hijo crucificado: haz
que nuestra alegría sea siempre auténtica y plena, para poderla comunicar a todos.
Martes
Salmo 26
El Señor es mi luz y mi salvación. Casi nos parece estar escuchando la voz de san Pablo, el cual
proclama: “Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?” (Rm 8, 31). Pero la serenidad interior, la
fortaleza de espíritu y la paz son un don que se obtiene refugiándose en el templo, es decir, recurriendo a la
oración personal y comunitaria.
En efecto, el orante se encomienda a Dios, y su sueño se halla expresado también en otro salmo:
“Habitar en la casa del Señor por años sin término” (cf. Sal 22, 6). Allí podrá “gozar de la dulzura del Señor"
(Sal 26, 4), contemplar y admirar el misterio divino, participar en la liturgia del sacrificio y elevar su
alabanza al Dios liberador (cf. v. 6). El Señor crea en torno a sus fieles un horizonte de paz, que deja fuera el
estrépito del mal. La comunión con Dios es manantial de serenidad, de alegría, de tranquilidad; es como
entrar en un oasis de luz y amor.
“El Señor es mi luz y mi salvación” (Sal 26, 1), es también un llamado a cada uno de nosotros a ser
“luz del mundo” (Mt 5,14). La luz tiene como característica disipar las tinieblas, calentar lo que toca y
exaltar sus formas. Así pues, para los cristianos, ser luz del mundo quiere decir difundir por doquier la luz
que viene de lo alto. Quiere decir combatir la oscuridad, tanto la que se debe a la resistencia del mal y del
pecado, como la causada por la ignorancia y los prejuicios.
Que Cristo, que nos da la salvación, dé a la vida de cada uno de vosotros sabor y esplendor, para que
nuestro testimonio sea pleno, y nuestra fe plegaria efectiva: El Señor es mi luz y mi salvación.
Miércoles
Salmo 51
Confío para siempre en el amor de Dios. La respuesta que hemos dado al salmo nos invita a confiar
en la bondad infinita de Aquel que por amor nos ha creado, por amor nos ha redimido, por amor nos ha
llamado al Bautismo, a la Penitencia, a la Eucaristía, a la Iglesia, a la vida eterna.
El amor de Dios Padre es generoso y providente. La certeza del amor de Dios nos lleva a confiar en
su providencia paterna incluso en los momentos más difíciles de la existencia. Santa Teresa de Jesús expresa
admirablemente esta plena confianza en Dios Padre providente, incluso en medio de las adversidades: “Nada
te turbe, nada te espante; todo se pasa. Dios no se muda. La paciencia todo lo alcanza. Quien a Dios tiene,
nada le falta. Sólo Dios basta” (Poesías, 30).
La Escritura nos brinda un ejemplo elocuente de confianza total en Dios cuando narra que Abraham
había tomado la decisión de sacrificar a su hijo Isaac. En realidad, Dios no quería la muerte del hijo, sino la
fe del padre. Y Abraham la demuestra plenamente, dado que, cuando Isaac le pregunta dónde está el cordero
para el holocausto, se atreve a responderle: “Dios proveerá” (Gn 22, 8). E, inmediatamente después,
145
experimentará precisamente la benévola providencia de Dios, que salva al niño y premia su fe, colmándolo
de bendición.
Cristo Jesús nos enseña a poner en Dios Padre una inmensa confianza, incluso en los momentos más
difíciles: Jesús, clavado en la cruz, se abandona totalmente al Padre: “Padre, a tus manos encomiendo mi
espíritu” (Lc 23, 46). Con esta actitud, eleva a un nivel sublime lo que Job había sintetizado en las conocidas
palabras: “El Señor me lo dio; el Señor me lo quitó; bendito sea el nombre del Señor” (Jb 1, 21). Incluso lo
que, desde un punto de vista humano, es una desgracia puede entrar en el gran proyecto de amor infinito con
el que el Padre provee a nuestra salvación.
Que la certeza del amor de Dios nos ayude a confiar en su Providencia paternal incluso en los
momentos más difíciles de nuestra vida. Que podamos decir con el corazón: Confío para siempre en el amor
de Dios.
Jueves
Salmo 97
El señor nos ha mostrado su amor y su lealtad. Dios es para todos y cada uno amor, lealtad y ternura.
Es uno de los términos fundamentales para exaltar la alianza entre el Señor y su pueblo. Amor y lealtad son
el eco de las palabras que Dios pronunció en el Sinaí por medio de Moisés. “Señor, Señor, Dios compasivo y
misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad” (Ex 34, 6).
La expresión, El señor nos ha mostrado su amor y su lealtad, trata de definir las actitudes que se
establecen entre el Señor con sus hijos: la fidelidad, la lealtad, el amor y, evidentemente, la misericordia de
Dios. Aquí tenemos la representación sintética del vínculo profundo e interpersonal que instaura el Creador
con su criatura. Dentro de esa relación, Dios aparece en la Biblia como una persona que ama a sus criaturas,
vela por ellas, las sigue en el camino de la historia y sufre por las infidelidades que a menudo el pueblo
opone a su amor misericordioso y paterno.
En la expresión, El señor nos ha mostrado su amor y su lealtad, también descubrimos el amor que
Dios ha revelado encarnándose. María de Nazaret fue y seguirá siendo siempre el primer testimonio de este
amor, el primer testimonio del misterio de la Encarnación. Pidamos a través de María, Madre del Verbo
Encarnado, que entendió mejor que nadie este amor y lealtad de Dios, nos los ponga en nuestro corazón.
Viernes
Salmo 99
Bendigamos al Señor, porque él es bueno. Sólo Dios es Bueno y posee la perfección infinita de la
bondad. Dios es la plenitud de todo bien. Así como Él ‘Es’ toda la plenitud del ser, del mismo modo ‘Es
bueno’ con toda la plenitud del bien. Esta plenitud de bien corresponde a la infinita perfección de su
Voluntad, lo mismo que a la infinita perfección de su entendimiento y de su Inteligencia corresponde la
absoluta plenitud de la Verdad, subsistente en Él en cuanto conocida por su entendimiento como idéntica a
su Conocer y Ser. Dios es espíritu infinitamente perfecto, por lo cual quienes lo han conocido se han hecho
verdaderos adoradores: Lo adoran en espíritu y verdad.
Dios, este Bien infinito que es absoluta plenitud de verdad... ‘es difusivo en sí mismo’ (Summa
Theol. I, q. 5, a. 4, ad 2). También por esto se ha revelado, a sí mismo: la Revelación es el Bien mismo que
se comunica como Verdad.
Esta bondad infinita del Padre se ha manifestado a los hombres; les ha enviado a su Hijo, y a todos
aquellos que creyeron en Él les ha dado, nos dice San Juan, “el poder de ser hechos hijos de Dios” (Jn 1,12).
Y de convertirse, a la vez, en coherederos y hermanos de Cristo, qua ha proclamado solemnemente: “El
Padre y yo somos una misma cosa” (Jn 10,30).
Tenemos un Señor bueno: cuán bueno es Dios: está dispuesto a perdonar los pecados. Nuestro Dios
es un Dios ‘bueno’ y ‘amable’. Él es bueno con nosotros y nos libra de nuestras culpas; él limpia nuestra
impureza con la fuerza purificadora de su bondad.
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Sábado
Salmo 53
Por tu inmensa bondad, ayúdanos, Señor. El Salmista, por su parte, exalta la ‘estupenda potencia’, la
‘bondad inmensa’, el ‘esplendor de la gloria’ de Dios, que ‘extiende su cariño a todas sus criaturas’, y
proclama: “Los ojos de todos te están aguardando, Tú les das la comida a su tiempo; abres Tú la mano y
sacias de favores a todo viviente” (Sal 144/145, 5-7. 15 y 16). Y por eso, nosotros cantamos con el Salmista,
exaltamos la ‘estupenda potencia’, la ‘bondad inmensa’, el ‘esplendor de la gloria’ de Dios, que ‘extiende su
cariño a todas sus criaturas’, y proclama: “Los ojos de todos te están aguardando, Tú les das la comida a su
tiempo; abres Tú la mano y sacias de favores a todo viviente” (Sal 144/145, 5-7. 15 y 16).
La verdadera ayuda viene del Señor. Por esto, nuestra mirada, se vuelve hacia Cristo. Todo hombre
necesita la bendición y la ayuda de Dios, que por desgracia a menudo se ve excluido o ignorado. El libro de
los Proverbios subraya el primado de la acción divina para el bienestar de una comunidad y lo hace de modo
radical, afirmando que "la bendición del Señor es la que enriquece, y nada le añade el trabajo a que obliga”
(Prov. 10, 22).
Así, la Iglesia ora y trabaja, sostenida por el Espíritu Santo, saca fuerza de la ayuda del Señor. De
este modo, con paciencia y amor, supera “todos los sufrimientos y dificultades, tanto interiores como
exteriores” y revela “al mundo el misterio de Cristo, aunque bajo sombras, con fidelidad hasta que al final se
manifieste a plena luz” (LG 8). La Iglesia vive de Cristo y con Cristo, el cual le ofrece su amor esponsal,
guiándola a lo largo de los siglos, y ella, con la abundancia de sus dones, acompaña al hombre en su camino,
para que los que acojan a Cristo tengan la vida y la tengan en abundancia.
En esto, la Iglesia sabe que puede contar con la ayuda del Señor, Por tu inmensa bondad, ayúdanos,
Señor, que nunca abandona a quien, frente a las dificultades, recurre a Él.
VIGÉSIMA TERCERA SEMANA
Lunes
Salmo 61
Dios es nuestra salvación y nuestra alegría. En efecto, sólo Cristo es nuestra salvación, nuestra paz,
nuestra alegría. El creyente no se asusta ante nada, porque sabe que está en las manos de Dios, sabe que el
mal y lo irracional no tienen la última palabra, sino que el único Señor del mundo y de la vida es Cristo, el
Verbo de Dios encarnado, que nos amó hasta sacrificarse a sí mismo, muriendo en la cruz por nuestra
salvación.
Jesús ha traído la salvación al mundo. Nació trayendo alegría y paz a todos. Así, por ejemplo, gracias
a la fe de Abraham, comienza a manifestarse la gran obra de la salvación; gracias a la fe de María, se
inauguran los tiempos nuevos de la Redención y, en presencia de María y del Verbo encarnado, Juan salta de
alegría e Isabel se llena del Espíritu Santo (cf. Lc 1, 41), exclamando: Dios es nuestra salvación y nuestra
alegría.
Abramos a Cristo la mente y el corazón, manifestándole sinceramente la voluntad de vivir como
verdaderos amigos suyos e imitando a María en su visita a santa Isabel, seamos colaboradores de su
proyecto de salvación y testigos de la alegría que él nos da para que la difundamos abundantemente en
nuestro entorno.
Que nos ayude María a abrir nuestro corazón a Cristo, que asumió nuestra pobre y frágil carne para
compartir con nosotros el fatigoso camino de la vida terrena. Con todo, en compañía de Jesús este fatigoso
camino se transforma en un camino de alegría. Caminemos juntamente con Jesús, no nos cansemos de
caminar con Él. Que el Señor Jesús, que nos ha llenado del gozo de la cercanía de Dios y de la esperanza de
la salvación, nos acompañe con su bendición y su paz todos los días de nuestra vida.
MARTES 8 DE SEPTIEMBRE
FIESTA DE LA NATIVIDAD DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA
147
La liturgia nos recuerda hoy la Natividad de la santísima Virgen María. Esta fiesta, muy arraigada en
la piedad popular, nos lleva a admirar en María niña la aurora purísima de la Redención. Contemplamos a
una niña como todas las demás y, al mismo tiempo, única, la “bendita entre las mujeres” (Lc 1, 42). María es
la inmaculada ‘Hija de Sión’, destinada a convertirse en la Madre del Mesías.
Nuestra liturgia nos invita a celebrar con alegría el nacimiento de María, pues de ella nació el sol de
justicia, Cristo Nuestro Señor. Todo lo que sabemos del nacimiento de María es legendario y se encuentra en
el evangelio apócrifo de Santiago, según el cual Ana, su madre, se casó con un propietario rural llamado
Joaquín, galileo de Nazaret. Así, Joaquín y Ana vieron premiada su constante oración con el nacimiento de
una hija singular, María, concebida sin pecado original, y predestinada a ser la madre de Jesucristo, el Hijo
de Dios encarnado.
El evangelio nos dice muy poco de María. Pero, si bien lo miramos, implícitamente nos dice mucho,
todo. Porque Jesús predicó el Evangelio que, desde que abrió los ojos, vio cumplido por su Madre. Los hijos
se parecen a sus padres. Jesús sólo a su Madre. Era su puro retrato, no sólo en lo físico, en lo biológico, sino
también en lo psíquico y en lo espiritual.
San Andrés de Creta, refiriéndose al día del nacimiento de la Virgen, exclama: “Hoy, en efecto, ha
sido construido el santuario del Creador de todas las cosas, y la creación, de un modo nuevo y más digno,
queda dispuesta para hospedar en sí al supremo Hacedor” (Sermón 1: PG 97,810).
El nacimiento de la Virgen aparece íntimamente ligado a la salvación del hombre y de la creatura
entera. María es verdaderamente la aurora de un mundo nuevo, mejor: del mundo nuevo tal como había sido
pensado por Dios desde la eternidad. “Ella, la Mujer nueva, está junto a Cristo, el Hombre nuevo, en cuyo
misterio solamente encuentra verdadera luz el misterio del hombre” (Mc 57; GS 22).
Sin María no se podría dar el nacimiento de Jesús. Ella es la puerta, por la que él entró en el mundo,
y esto no sólo de un modo externo: ella lo concibió según el corazón, antes de haberle concebido en el
vientre, como dice muy acertadamente san Agustín. El alma de María fue el espacio a partir del cual pudo
realizarse el acceso de Dios a la humanidad. La creyente que llevó en sí la luz del corazón, trastocó, en
oposición a los grandes y poderosos de la tierra, el mundo desde sus cimientos: el cambio verdadero y
salvador del mundo sólo puede verificarse por las fuerzas del alma.
Felicidades, Madre, porque todos felicitarán "a la amada, la paloma única, la perfecta". Felicidades,
Madre, porque eres la cima, la altura donde reside la divinidad. Felicidades, Madre, porque eres la "Tierra de
delicias" como te llama Malaquiás. Felicidades, Madre, porque eres la Madre de Dios y mía también.
Miércoles
Salmo 144
El Señor es bueno con todos. Ante Dios todos somos iguales. Para Cristo todos somos hijos de Dios.
Todos somos iguales sin importar cómo somos por dentro o por fuera. En virtud de nuestro origen común,
todos somos iguales en dignidad, sin distinción de raza, lengua o nación. No hay ante Dios, como dice el
Apóstol, ni judío, ni griego, ni bárbaro (cf. Col 3, 11), porque todos hemos sido llamados a ser “familiares de
Dios” (Ef 2, 19).
El hecho primordial de que todos hayamos salido de las manos de Dios lleva consigo enormes
consecuencias para la persona, como individuo y como familia humana. La primera es que todos somos
hermanos por tener un mismo Padre: Dios.
El hombre es superior a todas las demás criaturas de la tierra, porque es capaz de conocer y amar a
Dios. Por esto, no puede dejarse arrastrar por los instintos, ya que su condición de hijo de Dios le debe llevar
a comportarse conforme a tal dignidad, observando los diez mandamientos dados por Dios a Moisés (cf. Ex
20, 1-17), y que Cristo ha elevado y perfeccionado con el mandamiento nuevo del amor (cf. Jn 13, 34).
Ante Dios todos somos iguales. Dios Padre Todopoderoso, Creador del mundo ordenado y bueno,
tiene cuidado de todas sus criaturas. ¡Dios nunca hace nada que no sea bueno! Lo que no es bueno es
consecuencia del pecado. Ante tal situación Dios no abandona a la creatura sino que da su propia respuesta
de amor, de sanación, de liberación del pecado y de cualquier otro mal.
148
La fe no debe quedarse en teoría: debe convertirse en vida. Si en el sacramento encontramos al
Señor; si en la oración hablamos con él; si en las decisiones de la vida diaria nos adherimos a Cristo,
entonces ‘vemos’ cada vez más claramente que El Señor es bueno con todos. Entonces experimentamos
cuán bueno es estar con él. “El Señor es bueno su misericordia es eterna, su fidelidad por todas las edades”.
Dios es bueno con todos y con todos se muestra “compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en
amor y fidelidad, que mantiene su amor por mil generaciones, que perdona la iniquidad, la rebeldía y el
pecado” (Ex 34, 6-7).
Jueves
Salmo 150
Alabemos al Señor con alegría. La alabanza es la forma de orar que reconoce de la manera más
directa que Dios es Dios. Le canta por El mismo, le da gloria no por lo que hace sino por lo que El es.
Participa en la bienaventuranza de los corazones puros que le aman en la fe antes de verle en la Gloria.
Mediante ella, el Espíritu se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios (cf. Rm 8,
16), da testimonio del Hijo único en quien somos adoptados y por quien glorificamos al Padre. La alabanza
integra las otras formas de oración y las lleva hacia Aquél que es su fuente y su término: "un solo Dios, el
Padre, del cual proceden todas las cosas y por el cual somos nosotros" (1 Co 8, 6).
San Lucas menciona con frecuencia en su Evangelio la admiración y la alabanza ante las maravillas
de Cristo, y las subraya también respecto a las acciones del Espíritu Santo que son los hechos de los
apóstoles : la comunidad de Jerusalén (cf Hch 2, 47), el tullido curado por Pedro y Juan (cf Hch 3, 9), la
muchedumbre que glorificaba a Dios por ello (cf Hch 4, 21), y los gentiles de Pisidia que “se alegraron y se
pusieron a glorificar la Palabra del Señor” (Hch 13, 48).
“Recitad entre vosotros salmos, himnos y cánticos inspirados; cantad y salmodiad en vuestro corazón
al Señor" (Ef 5, 19; Col 3, 16). Como los autores inspirados del Nuevo Testamento, las primeras
comunidades cristianas releen el libro de los Salmos cantando en él el Misterio de Cristo. En la novedad del
Espíritu, componen también himnos y cánticos a partir del acontecimiento inaudito que Dios ha realizado en
su Hijo: su encarnación, su muerte vencedora de la muerte, su resurrección y su ascensión a su derecha (cf
Flp 2, 6-11; Col 1, 15-20; Ef 5, 14; 1 Tm 3, 16; 6, 15-16; 2 Tm 2, 11-13). De esta ‘maravilla’ de toda la
Economía de la salvación brota la doxología, la alabanza a Dios (cf Ef 1, 3-14; Rm 16, 25-27; Ef 3, 20-21;
Judas 24-25).
San Agustín dice que “Cualquiera que confiese con la boca, canta a Dios. Canta con la boca y
salmodia con las obras. (...) Pero, entonces, ¿quiénes son los que cantan? Los que obran el bien con alegría.
Efectivamente, el canto es signo de alegría. ¿Qué dice el Apóstol? “Dios ama al que da con alegría” (2 Co 9,
7). Hagas lo que hagas, hazlo con alegría. Si obras con alegría, haces el bien y lo haces bien. En cambio, si
obras con tristeza, aunque por medio de ti se haga el bien, no eres tú quien lo hace: tienes en las manos el
salterio, pero no cantas” (Esposizioni sui Salmi, III, Roma 1976, pp. 192-195).
Viernes
Salmo 15
Nuestra vida está en manos del Señor. La vida del hombre está en las manos de Dios, Señor de la
vida y de la muerte. El corto plazo de vida temporal que nos es dado no agota el destino de eternidad al que
Dios nos llama con un infinito amor. Por eso se nos dice que la vida de los justos e inocentes está en las
manos de Dios, Él los guarda para sí, y los conduce a la paz.
Juan Pablo II en Evangelium vitae, dice que “la vida humana, aunque débil y enferma, es siempre un
don espléndido del Dios de la bondad”. ¡He aquí el poder del Amor, más grande y más fuerte que todo el
mal del mundo!: “Dios ejerce su poder sobre la vida como cuidado y solicitud amorosa hacia sus criaturas.
Si es cierto que la vida del hombre está en manos de Dios, no lo es menos que sus manos son cariñosas
como las de una madre que acoge, alimenta y cuida a su niño”. Esas Manos se han gestado en el seno de
María y se ofrecen a todos para siempre.
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La santa Doctora Teresa de Jesús nos atestigua, en su autobiografía, que su vida cambia sólo cuando
se deja en manos de Dios y se somete a su guía y a su ritmo. En muchos santos, se da la gracia y los efectos
que deja el paso de Dios en la vida, sin que tengan que manifestarse fenómenos místicos clásicos, y siempre
connotando una acción de Dios gratuita, eficaz, inmediata, que deja huella.
Por tanto, todos estamos en las manos de Dios, Señor y Rey, y todos lo celebramos, con la confianza
de que no nos dejará caer de sus manos de Creador y Padre. Nuestra vida está en manos del Señor: el Señor
es Dios, el Señor es nuestro creador, nosotros somos su pueblo, el Señor es bueno, su misericordia es eterna
y su fidelidad no tiene fin (cf. vv. 3-5).
En tus manos Padre Santo y Misericordioso, ponemos nuestra vida, Tú nos la diste, Guíala y llénala
de tus dones. Tú estás a nuestro lado, como roca sólida y amigo fiel, aún cuando nos olvidamos de ti. Pero
ahora volvemos a ti.
Sábado
Salmo 112
Bendito sea el Señor ahora y para siempre. En el nacimiento del Hijo de Dios del seno virginal de
María los cristianos reconocemos la infinita condescendencia del Altísimo hacia el hombre y hacia la
creación entera. Con la Encarnación, Dios viene a visitar a su pueblo: “Bendito sea el Señor, Dios de Israel,
porque ha visitado y redimido a su pueblo, suscitándonos una fuerza de salvación en la casa de David, su
siervo” (Lc 1, 68-69). Y la visita de Dios siempre es eficaz: libera de la aflicción y da esperanza, trae
salvación y alegría, que hace que el corazón bendiga a Dios hoy en el tiempo, con la esperanza de seguirla
alabando en la eternidad. Por esto, cantamos: Bendito sea el Señor ahora y para siempre.
“Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo” (1 P 1, 3), porque mediante la resurrección de
su Hijo nos ha reengendrado y, en la fe, nos ha dado una esperanza invencible en la vida eterna, a fin de que
vivamos en el presente siempre proyectados hacia la meta, que es el encuentro final con nuestro Señor y
Salvador, y alabarla para siempre. Con la fuerza de esta esperanza no tenemos miedo a las pruebas, las
cuales, por más dolorosas y pesadas que sean, nunca pueden alterar la profunda alegría que brota en nosotros
del hecho de ser amados por Dios. Él, en su providente misericordia, entregó a su Hijo por nosotros, y
nosotros, aun sin verlo, creemos en él y lo amamos (cf. 1 P 1, 3-9). Su amor nos basta.
Cuando se nos va a dar la bendición con el Santísimo en la Iglesia, entonamos antes unas alabanzas
preciosas, que comienzan con el ¡Bendito sea Dios, bendito sea su santo nombre!..., como un anticipo de la
eternidad. En realidad, es gloria nuestra el que podamos, ya des ahora, alabar el nombre bendito de Dios.
Desde el inicio de la evangelización jamás ha dejado nuestro pueblo de alabar al Padre, al Hijo y al
Espíritu Santo. También en los tiempos más oscuros de nuestra historia hemos seguido confiando en Dios,
según las palabras del salmista: “De día el Señor me hará misericordia, de noche cantaré la alabanza del
Dios de mi vida” (Sal 42, 9).
¡Alabemos al Señor con nuestra vida, alabemos el nombre del Señor! Bendito sea el nombre del
Señor, ahora y por siempre. De la salida del sol hasta su ocaso, sea alabado el nombre del Señor! (cf. Sal
113112, 1-3).
VIGÉSIMA CUARTA SEMANA
Lunes
Salmo 27
Salva, señor, a tu pueblo. Lo esencial en toda la misión de Cristo es la obra de la salvación, que está
indicada “en el mismo nombre de Jesús” (Yeshûa: Dios salva), que se le puso en la anunciación del
nacimiento del Hijo de Dios, cuando el Ángel dijo a José: “(María) dará a luz un hijo, y tú le pondrás por
nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1, 21).
150
Salvar, quiere decir, liberar del mal. Jesucristo es el Salvador del mundo porque ha venido a
liberar al hombre de ese mal fundamental, que ha invadido la intimidad del hombre a lo largo de toda su
historia, después de la primera ruptura de la alianza con el Creador. El mal del pecado es precisamente este
mal fundamental que aleja de la humanidad la realización del reino de Dios.
Jesús de Nazaret, que desde el principio de su misión anuncia la “cercanía del reino de Dios”, viene
como Salvador. Él no sólo anuncia el reino de Dios, sino que elimina el obstáculo esencial a su realización,
que es el pecado enraizado en el hombre según la herencia original, y que fomenta en él los pecados
personales. Jesucristo es el Salvador en este sentido fundamental de la palabra: llega a la raíz del mal que
hay en el hombre, la raíz que consiste en volver las espaldas a Dios, aceptando el dominio del “padre de la
mentira” (Jn 8, 44) que, como “príncipe de las tinieblas” (cf. Col 1, 13) se ha hecho, por medio del pecado (y
siempre se hace de nuevo), el “príncipe de este mundo” (Jn 12, 31; 14, 30; 16, 11).
La obra de la salvación -es decir, la liberación de los pecados-se llevó a cabo a costa de la pasión y
de la muerte de Cristo. El Salvador es al mismo tiempo el Redentor del hombre (Redemptor hominis).
Realizó la salvación a costa del sacrificio salvífico de Sí mismo.
Señor, Dios nuestro, salva a tu pueblo y bendice a tu heredad; guarda en paz a toda tu Iglesia:
santifica a los que aman tu morada. Tú, en cambio, glorifícalos con tu potencia y no nos abandones a los que
esperamos en Ti.
Martes
Salmo 100
Danos, Señor, tu bondad y tu justicia. Con esta respuesta al salmo estamos pidiendo a Dios que nos
ayuda a ser buenos y justos. Al respecto san Pablo nos exhorta diciendo: “Vivan como hijos de la luz, (...)
pues el fruto de la luz consiste en toda bondad, justicia y verdad” (Ef 5, 8-9).
También pedimos que nos ayude a poner nuestra atención a los demás hombres, al prójimo, como
uno de los principales frutos de una conversión sincera. El hombre sale de su egoísmo, deja de vivir para sí
mismo, y se orienta hacia los demás; siente la necesidad de vivir para los demás, de vivir para los hermanos.
Sólo Dios es Bueno y posee la perfección infinita de la bondad. Dios es la plenitud de todo bien. Así
como Él ‘Es’ toda la plenitud del ser, del mismo modo ‘Es bueno’ con toda la plenitud del bien, por esto hoy
le hemos pedido en la respuesta al salmo: Danos, Señor, tu bondad y tu justicia.
Aprendamos de Dios, que es tan bueno, que quiso renunciar a su esplendor divino y descender hasta
tomar nuestra humanidad para que podamos encontrarlo y, de este modo, su bondad nos toque, se nos
comunique y continúe actuando a través de nosotros. Dios se ha hecho uno de nosotros para que podamos
estar con él, para que podamos llegar a ser semejantes a él.
Por consiguiente, lo que estamos pidiendo a Dios en esta respuesta al salmo es que se establezca su
reino en nuestro corazón, puesto que el ‘reino’ de Cristo no consiste en poder y dominio, triunfo y opresión,
como por desgracia sucede a menudo en los reinos terrenos, sino que es la sede de una manifestación de
piedad, de ternura, de bondad, de gracia, de justicia, como se reafirma en repetidas ocasiones a lo largo de
los versículos que contienen la alabanza.
Contemplando la luz que resplandece sobre el rostro de Cristo, aprendamos a vivir como “hijos de la
luz e hijos del día” (1 Ts 5, 5), manifestando a todos que “el fruto de la luz consiste en toda bondad, justicia
y verdad” (Ef 5, 9). Danos, Señor, tu bondad y tu justicia.
Miércoles
Salmo 110
Alabemos a Dios de todo corazón; es decir, darse a Dios, con todo el corazón y darle todo lo somos y
tenemos. Es como una restitución, porque todo tiene en Él su principio y su fuente, por esto, no podemos ser
poquiteros con Dios, a Él toda la alabanza, honor y gloria.
151
Sí, es un deber nuestro, además de una necesidad del corazón, alabar y dar gracias a Aquel que,
siendo eterno, nos acompaña en el tiempo sin abandonarnos nunca y que siempre vela por la humanidad con
la fidelidad de su amor misericordioso.
El cristianismo es la religión del amor, del amor sin límites, del amor hasta el extremo: Dios manda
al hombre amar: Amarás a Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser; por tanto, no
podemos alabar a Dios de cualquier manera, sino de todo corazón.
Alabemos a Dios de todo corazón. Por nosotros mismos no podemos alabar como dios debe ser
alabado y amado, pero Dios nos da la capacidad de alabar y amar, haciéndonos parecidos a Él. Nosotros
estamos hechos para alabar y mar a Dios, no se puede vivir sin amor, y el que ama canta a Dios con todo su
corazón, cumpliendo en todo su santa voluntad. Nuestra vida estaría privada de sentido si no se nos revelara
el amor, si no nos encontramos con el amor, si no lo experimentamos y lo hacemos propio, si no participa en
él vivamente» (Juan Pablo II, encíclica Redemptoris hominis).
Así, nuestra Eucaristía se convierte en un verdadero encuentro de amor con Aquel que se nos ha
dado enteramente. Dios invita a alabarlo de todo corazón en el banquete de bodas del Cordero (cf. Ap 19, 9).
El Magnificat de María nos enseña cómo tenemos que amar y alabar a Dios...
Alabar es como respirar, hablar o amar, Tan importante y sin par, Tan necesaria como el dar o el
perdonar. Alabar a Dios demuestra tu amor. Alabemos a Dios de todo corazón.
Jueves
Salmo 110
Los mandamientos del Señor son dignos de confianza. Vivimos en una sociedad muy religiosa pero
que conoce muy poco a Dios. Basta con leer unas cuantas noticias de sucesos policíacos para darnos cuenta
que la gente de hoy -al igual que ayer- vive en plena y abierta desobediencia a la voluntad de Dios. Lo que
necesitamos desesperadamente es regresar a los mandamientos de Dios. El mandato del Señor es digno de
confianza, hace sabio al ignorante. Los mandamientos del Señor son justos, son alegría del corazón (Sal 19,
8-9).
Los mandamientos son más dignos de estima que el oro, que el oro más fino y abundante; son más
dulces que el almíbar, que la miel de los panales (Ibidem v 11).
En efecto, la ley divina se expresa en los mandamientos de Dios y en los preceptos de la Iglesia. Los
mandamientos y los preceptos son la síntesis concreta de todo lo que el hombre debe hacer o evitar para
adquirir las virtudes, conquistar la verdadera libertad y alcanzar el Sumo Bien. Así, los mandamientos son el
camino que Dios nos indica para conducirnos a la plena realización de nosotros mismos, y a la consecución
del fin de nuestra vida que es la felicidad eterna.
Los mandamientos se pueden comparar con la ‘receta del médico’. El médico en su prescripción
compendia su ciencia: manda lo que debemos hacer e indica lo que debemos evitar para adquirir y mantener
la salud y el bienestar físico. Así, Dios con los mandamientos prescribe lo que debe ser cumplido y prohíbe
lo que debe ser evitado para que alcancemos y conservemos nuestra salud y belleza interior, conformes a la
dignidad humana y a nuestra adopción de hijos suyos.
Jesucristo, que es ‘el camino, la verdad y la vida’, es el maestro que nos enseña cómo deben ser
observados de modo perfecto los mandamientos y los preceptos. Por esto, Los mandamientos del Señor son
dignos de confianza.
Viernes
Salmo 48
Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos. Pobres en el espíritu son,
como observa Sto. Tomás, citando a San Agustín, no solamente los que no se apegan a las riquezas (aunque
sean materialmente ricos), sino principalmente los humildes y pequeños que no confían en sus propias
fuerzas y que están, como dice S. Crisóstomo, en actitud de un mendigo que constantemente implora de
152
Dios la limosna de la gracia. En este sentido dice el Magnificat: “A los hambrientos llenó de bienes y a
los ricos dejó vacíos” (Lc. 1, 53).
‘Bienaventurados los pobres en el espíritu’ (Mt 5, 3). Las bienaventuranzas revelan un orden de
felicidad y de gracia, de belleza y de paz. Jesús celebra la alegría de los pobres, a quienes pertenece ya el
Reino (Lc 6, 20)
El Verbo llama ‘pobreza en el Espíritu’ a la humildad voluntaria de un espíritu humano y su
renuncia; el apóstol nos da como ejemplo la pobreza de Dios cuando dice: ‘Se hizo pobre por nosotros’ (2
Co 8, 9) (S. Gregorio de Nisa, beat, 1).
El Señor se lamenta de los ricos porque encuentran su consuelo en la abundancia de bienes (cf Lc 6,
24). ‘El orgulloso busca el poder terreno, mientras el pobre en espíritu busca el Reino de los cielos’ (S.
Agustín, serm. Dom. 1, 3). El abandono en la providencia del Padre del cielo libera de la inquietud por el
mañana (cf Mt 6, 25-34). La confianza en Dios dispone a la bienaventuranza de los pobres: ellos verán a
Dios.
¡Que Cristo suscite en nosotros la pobreza de María! Entonces el poder de su Espíritu dará curso
libre a las "grandes cosas" de la Redención. Entonces seremos dichosos, porque nuestro es el Reino de los
cielos (cf. Mt 5, 3).
Sábado
Salmo 99
Sirvamos al señor con alegría. La alegría en el servir deriva del hecho de vivir en comunión con
Jesús y con los otros. No así, el hombre que no sabe amar tampoco sabe servir. Es aquel que cuando se le
pide un servicio, contesta: “¿Y yo qué gano?”. El egoísmo es, pues, un impedimento para el servicio
desinteresado.
Jesús y María, dos personas que vinieron a inaugurar una nueva forma de vivir: No la del egoísmo,
sino la de la generosidad y la entrega. El que no vive para servir, no sirve para vivir. María es un sí a Dios,
un sí a Jesús y un sí a los hombres.
Si servir hace felices, María fue la mujer más feliz, porque fue la mejor servidora. El método del
amar y servir con alegría ha funcionado siempre; no así el del egoísmo: jamás ha funcionado ni funcionará.
El de servir al prójimo crea hombres y mujeres felices. Se sirve rezando por los infelices; se sirve sufriendo
por los pecadores; se sirve dedicando tiempo, mi tiempo, al apostolado; se sirve dando algo mío, y se sirve,
sobre todo, dándose a sí mismo con amor al prójimo.
Por tanto, nuestro secreto para servir al señor con alegría es nuestra Misa diaria: ella es nuestra
capacidad de servir sin cansarnos, de amar y perdonar.
¡Qué gozo tan grande se deriva del hecho de servir verdaderamente a los demás! Sirvamos, pues, con
cara alegre, porque Dios ama al que da con alegría. Sirvamos al Señor siempre con alegría”.
SEMANA VIGÉSIMA QUINTA
Lunes
Salmo 18
El mensaje del señor resuena en toda la tierra. Sí, el mensaje de Jesús y Jesús mismo es para todos;
viene para ofrecerse a sí mismo a todos como esperanza segura de salvación.
Pero para que este mensaje de vida eterna, resuene en toda la tierra, Jesús ha querido nuestra
participación; nos ha asociado a la misión que él a la vez recibió del Padre. Millones de hombres y mujeres
que no conocen a Cristo, o tan sólo lo conocen superficialmente, viven a la espera -a veces no consciente- de
descubrir la verdad sobre el hombre y sobre Dios, sobre la vía que lleva a la liberación del pecado y de la
muerte. Para esta humanidad que anhela o que siente nostalgia de la belleza de Cristo, de su luz clara y
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serena que resplandece sobre la faz de la tierra, el anuncio de la Buena Noticia es una tarea vital e
inderogable.
No podemos guardar para sí las inmensas riquezas del patrimonio cristiano, que hemos recibido en el
bautismo. Hemos de llevarlo a nuestros hermanos, que han dejado de creer. Se trata de muchas personas, que
sólo han sido bautizados, pero nunca han sido evangelizadas; viven casi sin la fe, padecen la más grave de
las pobrezas. Ante esta pobreza sería erróneo no favorecer una actividad evangelizadora en nuestra
parroquia.
El anuncio del misterio cristiano y la perseverante instrucción religiosa, han de renovar la entera vida
de los creyentes para que, de esta manera, se produzcan abundantes frutos de mayor responsabilidad
personal y social, con miras también a superar tantos problemas que afectan a la dignidad de la persona
humana.
Por ello, llenos de esperanza, todos hemos de dinamizar nuestra dignidad y compromiso bautismal en
nuestra parroquia; nuestro compromiso misionero ha de ser una actitud solidaria para construir una sociedad
verdaderamente cristiana y más conforme con el plan de Dios. El camino que conduce al reencuentro del
hombre consigo mismo y al pleno sentido de la vida es Cristo, luz del mundo (cf. Jn 8, 12). Por ello, la
renovación de los individuos y de la sociedad pasa por el anuncio de Jesús que salva, libera y reconcilia el
corazón humano.
Martes
Salmo 121
Vayamos con alegría al encuentro del Señor. Dicho de otro modo: vayamos jubilosos hacia el Padre,
por el camino que es nuestro Señor Jesucristo, el cual vive y reina con él en la unidad del Espíritu Santo. La
Trinidad santísima viene a nuestro encuentro, no sólo nos habla en sí mismo, como misterio inefable de vida
y santidad, sino también de Dios que viene a nuestro encuentro.
Nosotros podemos encontrar a Dios, porque él ha venido a nuestro encuentro. Lo ha hecho, como el
padre de la parábola del hijo pródigo (cf. Lc 15, 11-32), porque es rico en misericordia, y quiere salir a
nuestro encuentro sin importarle de qué parte venimos o a dónde lleva nuestro camino. Dios viene a nuestro
encuentro, tanto si lo hemos buscado como si lo hemos ignorado, e incluso si lo hemos evitado. Él sale el
primero a nuestro encuentro, con los brazos abiertos, como un padre amoroso y misericordioso.
Si Dios se pone en movimiento para salir a nuestro encuentro, ¿podremos nosotros volverle la
espalda? Pero no podemos ir solos al encuentro con el Padre. Debemos ir en compañía de cuantos forman
parte de ‘la familia de Dios’.
Todos los días de nuestra vida vayamos al encuentro del Rey Salvador que viene a nuestro
encuentro: adorémoslo: pongámonos ante Él como el enfermo ante el médico, como el pobre ante el que
posee la plenitud de los bienes, como el pecador ante la fuente de la santidad y de la Justicia.
Vayamos con alegría al encuentro del Señor. Todos los bautizados debemos estar empeñados en
suscitar en nosotros y en los demás un encuentro profundo con Jesucristo, Palabra eterna del Padre, a fin de
lograr una fuerte experiencia de Dios y una auténtica conversión. Este encuentro con la Palabra reclama una
escucha atenta con el corazón.
Miércoles
Salmo 13
Bendito sea el Señor para siempre. Con nuestro canto, con toda nuestra celebración, estamos
adorando “al único Dios verdadero: Padre, Hijo y Espíritu Santo”; “Bendito sea Dios Padre, y su Hijo
unigénito, y el Espíritu Santo, porque tiene misericordia de nosotros; porque nos permite estar hoy en su
presencia, porque ha venido al encuentro con nosotros…
Toda la liturgia es un cántico de alabanza al misterio trinitario; cada oración se dirige a Dios Padre,
por el Hijo, en el Espíritu Santo. La invocación más sencilla, como el «signo de la cruz», se hace «en el
nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo»; y las más solemnes plegarias litúrgicas concluyen con la
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alabanza trinitaria. Cada vez que elevamos nuestra mente y nuestro corazón a Dios, entramos en el
diálogo eterno de amor de la santísima Trinidad.
Bendito sea el Señor para siempre. Sí, Bendita sea la Trinidad santa y la Unidad indivisa; démosle
gracias porque ha tenido misericordia de nosotros”; porque “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros
corazones por el Espíritu Santo” (Rm 5, 5). Sí, bendito sea Dios por venir en nuestro auxilio y ayudarnos a
realizar la ofrenda del sacrificio de nuestros labios.
“Bendito sea el Dios porque “nos bendijo en Cristo con toda clase de bendiciones espirituales, en el
cielo. Ya que en Él nos eligió, antes de la creación del mundo... Nos predestinó a ser hijos adoptivos suyos
por Jesucristo” (Ef 1, 3-5).
“Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo” (1 P 1, 3), porque mediante la resurrección de
su Hijo nos ha reengendrado y, en la fe, nos ha dado una esperanza invencible en la vida eterna, a fin de que
vivamos en el presente siempre proyectados hacia la meta, que es el encuentro final con nuestro Señor y
Salvador.
Jueves
Salmo 149
El Señor es amigo de su pueblo. En el libro del Deuteronomio encontramos la repetición y la
confirmación de lo que Dios proclama en el Éxodo. “Tú (Israel, Iglesia de Jesucristo) eres un pueblo
consagrado a Yahvé; él te ha elegido a ti para que seas el pueblo de su propiedad personal entre todos los
pueblos que hay sobre la faz de la tierra” (Dt 7, 6); por tanto, El Señor es amigo de su pueblo.
Esta elección por parte de Dios brota total y exclusivamente de su amor: un amor del todo gratuito.
Leemos: “No porque sean el más numeroso de todos los pueblos se ha prendado Dios de ustedes y los ha
elegido, pues son el menos numeroso de todos los pueblos; sino por el amor que les tiene y por guardar el
juramento hecho a sus padres, por eso los ha sacado Yahvéh con mano fuerte y los ha librado de la casa de
servidumbre” (Dt 7, 7-8).
Dios actúa por amor gratuito. Este amor vincula a Israel con Dios-Señor de modo especial y
excepcional. Por él Israel se ha convertido en propiedad de Dios. Pero este amor exige la reciprocidad y, por
tanto, una respuesta de amor por parte de Israel: “Amarás a Yahvé tu Dios” (Dt 6, 5).
Así, en la Alianza nace un nuevo pueblo, que es el Pueblo de Dios. Ser “propiedad” de Dios-Señor
quiere decir estar “consagrado” a Él, ser un “pueblo santo”. Como pueblo “consagrado” a Dios, Israel está
llamado a ser un “pueblo de sacerdotes”: “Ustedes serán llamados ‘sacerdotes de Yahvé’, ‘ministros de
nuestro Dios se les llamará’ ” (Is 61, 6).
Lo mismo hay que decir de la consagración que, en virtud del Espíritu Santo, hace que los
bautizados se conviertan en “un reino de sacerdotes para su Dios y Padre” (cf. Ap 1, 6). Los bautizados, en
efecto, son consagrados por la regeneración y la unción del Espíritu Santo como casa espiritual y sacerdocio
santo para que, por medio de toda obra del hombre cristiano, ofrezcan a sacrificios espirituales y anuncien el
poder de Aquel que los llamó de las tinieblas a su admirable luz (cf. 1 P 2, 4-10)” (n. 10).
Viernes
Salmo 42
Envíame, Señor, tu luz y tu verdad. Jesucristo ha tomado verdaderamente la luz del cielo y la ha
traído a la tierra: la luz de la verdad y el fuego del amor que transforma el ser del hombre. Él ha traído la luz,
y ahora sabemos quién es Dios y cómo es Dios. Así también sabemos cómo están las cosas con respecto al
hombre; qué somos y para qué existimos.
Ser bautizados significa que el fuego de esta luz ha penetrado hasta lo más íntimo de nosotros
mismos. Por esto, en la Iglesia antigua, al bautismo se le llamaba también el sacramento de la iluminación:
la luz de Dios entra en nosotros; así nos convertimos nosotros mismos en hijos de la luz. No queremos dejar
que se apague esta luz de la verdad que nos indica el camino. Queremos protegerla frente a todas las fuerzas
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que pretenden extinguirla para arrojarnos en la oscuridad sobre Dios y sobre nosotros mismos. La oscuridad,
de vez en cuando, puede parecer cómoda. Puedo esconderme y pasar mi vida durmiendo. Pero nosotros no
hemos sido llamados a las tinieblas, sino a la luz.
En Jesucristo, en su encarnación, en su cruz y resurrección, se ha manifestado el Rostro de Dios; que
en él Dios está presente entre nosotros, nos une y nos conduce hacia nuestra meta, hacia el Amor eterno. Sí,
creo que el Espíritu Santo nos da la Palabra de verdad e ilumina nuestro corazón. Creo que en la comunión
de la Iglesia nos convertimos todos en un solo Cuerpo con el Señor y así caminamos hacia la resurrección y
la vida eterna. El Señor nos ha dado la luz de la verdad. Al mismo tiempo esta luz es también fuego, fuerza
de Dios, una fuerza que no destruye, sino que quiere transformar nuestro corazón, para que seamos
realmente hombres de Dios y para que su paz actúe en este mundo.
Siempre debemos apartarnos de los caminos equivocados, en los que tan a menudo nos movemos
con nuestro pensamiento y nuestras obras. Siempre tenemos que dirigirnos al que es la luz, el camino, la
verdad y la vida. Siempre hemos de ser ‘convertidos’, dirigir toda la vida a Dios. Y siempre tenemos que
dejar que nuestro corazón sea sustraído de la fuerza de gravedad, que lo atrae hacia abajo, y levantarlo
interiormente hacia lo alto: hacia la verdad y el amor.
Señor, haz que nos convirtamos en personas pascuales, hombres y mujeres de la luz, llenos del fuego
de tu amor. Amén
Sábado
Salmo 31
El Señor será nuestro pastor. La Eucaristía es siempre nuestro pastor, que está oculto a nuestros ojos
y, en ocasiones, olvidado aun por aquellos que, sin embargo, creen en su presencia real. Es siempre la fuente
del agua viva, de donde brotan tesoros de gracia, accesibles a todos; la fuente donde cada uno puede lograr
la fuerza para remontar las dificultades cotidianas, el valor de profesar firmemente su fe, la generosidad en la
práctica del amor y del servicio a los hermanos.
Allí, por el contrario, donde los hombres se alejan de Cristo, cuando el fervor eucarístico se atenúa o
se apaga, es muy difícil que los hombres se comprendan, el amor se enfría, el pecado invade los espíritus y
los corazones, y caminan como ovejas sin pastor.
Nosotros, por nuestra parte, recordemos, que El Señor será nuestro pastor. Sí, “El Señor es mi
pastor, nada me falta. Me pone en verdes pastos y me lleva a frescas aguas. Recrea mi alma y me guía por
las rectas sendas, por el amor de su nombre”. En otro lugar Dios dice a través del profeta: “Como un pastor
vela por su rebaño (...), así velaré yo por mis ovejas. Las reuniré de todos los lugares donde se habían
dispersado en día de nubes y brumas” (Ez 34, 12).
Cristo es el buen pastor que, muriendo en la cruz, da la vida por sus ovejas. Se estable así una
profunda comunión entre el buen Pastor y su grey. Jesús, escribe el evangelista, “a sus ovejas las llama una
por una y las saca fuera. (...) Y las ovejas le siguen, porque conocen su voz” (Jn 10, 3-4). Una costumbre
consolidada, un conocimiento real y una pertenencia recíproca unen al pastor y sus ovejas: él las cuida, y
ellas confían en él y lo siguen fielmente.
SEMANA VIGÉSIMA SEXTA
Lunes
Salmo 101
Tu pueblo nuevo te alabará, Señor. Dios “eligió al pueblo Israel para pueblo suyo, hizo una alianza
con él y lo fue educando poco a poco. Le fue revelando su persona y su plan a lo largo de su historia y lo fue
santificando. Todo esto, sin embargo, sucedió como preparación y figura de su alianza nueva y perfecta que
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iba a realizar en Cristo..., es decir, el Nuevo Testamento en su sangre convocando a las gentes de entre
los judíos y los gentiles para que se unieran, no según la carne, sino en el Espíritu” (LG 9).
“Cristo Jesús se entregó por nosotros a fin de rescatarnos de toda iniquidad y purificar para sí un
pueblo que fuera suyo” (Tt 2, 14). Se entra en el Pueblo de Dios por la fe y el Bautismo. “Todos los hombres
están invitados al Pueblo de Dios” (LG 13), a fin de que, en Cristo, “los hombres constituyan una sola
familia y un único Pueblo de Dios” (AG 1). Así, la Iglesia es el Cuerpo de Cristo. Por el Espíritu y su acción
en los sacramentos, sobre todo en la Eucaristía, Cristo muerto y resucitado constituye la comunidad de los
creyentes como Cuerpo suyo.
El nuevo pueblo de Dios, la Iglesia, es un pueblo que proviene de todos los pueblos. La Iglesia,
desde el inicio, es católica, esta es su esencia más profunda. La comunidad eclesial renueva permanente el
cántico de acción de gracias de María, como hemos cantado como respuesta al salmo Tu pueblo nuevo te
alabará, Señor: lo hace como pueblo de Dios, y pide que cada creyente se una al coro de alabanza al Señor.
Ya desde los primeros siglos, san Ambrosio exhortaba a esto: “Que en cada uno el alma de María glorifique
al Señor, que en cada uno el espíritu de María exulte a Dios” (san Ambrosio, Exp. Ev. Lc., II, 26).
Ojalá que este sea también el espíritu de la Iglesia y de todo cristiano. Que todos los seguidores de
Jesús, e hijos de María, seamos totalmente un Magnificat, que una la tierra y el cielo en un cántico de
alabanza y acción de gracias a nuestro Dios y Señor.
Martes
Salmo 137
Te cantaremos, Señor, delante de tus ángeles. Jesús, refiriéndose a la condición angélica, dirá que en
la vida futura los resucitados “(no) pueden morir y son semejantes a los ángeles” (Lc 20, 36). Los ángeles
son pues seres personales y, en cuanto tales, son también ellos, ‘imagen y semejanza’ de Dios. La sagrada
Escritura se refiere a los ángeles utilizando también apelativos no sólo personales (como los nombres
propios de Rafael, Gabriel, Miguel), sino también ‘colectivos’ (como las calificaciones de: Serafines,
Querubines, Tronos, Potestades, Dominaciones, Principados), así como realiza una distinción entre Ángeles
y Arcángeles.
Nosotros, hoy, hemos cantado: Te cantaremos, Señor, delante de tus ángeles. En efecto, los ángeles
están unidos a Dios mediante el amor consumado que brota de la visión beatificante, cara a cara, de la
Santísima Trinidad. Lo dice Jesús mismo: “Sus ángeles ven de continuo en el cielo la faz de mi Padre, que
está en los cielos” (Mt 18, 10). Ese ‘ver de continuo la faz del Padre’ es la manifestación más alta de la
adoración de Dios.
Se puede decir que constituye esa ‘liturgia celeste’, realizada en nombre de todo el universo, a la cual
se asocia incesantemente la liturgia terrena de la Iglesia, especialmente en sus momentos culminantes. Baste
recordar aquí el acto con el que la Iglesia, cada día y cada hora, en el mundo entero, antes de dar comienzo a
la plegaria eucarística en el corazón de la Santa Misa, se apela ‘a los Ángeles y a los Arcángeles’ para cantar
la gloria de Dios tres veces santo, uniéndose así a aquellos primeros adoradores de Dios, en el culto y en el
amoroso conocimiento del misterio inefable de su santidad.
Aquí se expresa la conciencia de cantar en la oración comunitaria en presencia de toda la corte
celestial y por tanto de estar expuestos al criterio supremo: orar y cantar de modo que se pueda estar unidos
con la música de los Espíritus sublimes.
Solemnidad de los santos arcángeles Miguel Gabriel y Rafael
¿Quién es San Miguel Arcángel? San Miguel es uno de los siete arcángeles y está entre los tres cuyos
nombres aparecen en la Biblia. Los otros dos son Gabriel y Rafael. La Santa Iglesia da a San Miguel el más
alto lugar entre los arcángeles y le llama “Príncipe de los espíritus celestiales”, “jefe o cabeza de la milicia
celestial”. Ya desde el Antiguo Testamento aparece como el gran defensor del pueblo de Dios contra el
demonio y su poderosa defensa continúa en el Nuevo Testamento.
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Muy apropiadamente, es representado en el arte como el ángel guerrero, el conquistador de Lucifer,
poniendo su talón sobre la cabeza del enemigo infernal, amenazándole con su espada, traspasándolo con su
lanza, o presto para encadenarlo para siempre en el abismo del infierno.
Miguel es entre ellos un astro de primera magnitud, figura principal entre los que sirven
inmediatamente al trono del Señor y bajan a la tierra para anunciar o hacer cumplir sus designios. Protector
del pueblo de Dios, de Israel, en la antigua Ley; de la Iglesia de Cristo en el Nuevo Testamento.
Su principal cometido es ser el protector frente a las tentaciones del diablo, que aprovecha cada
resquicio para pervertir al alma, el momento más crítico es cuando el ánima está esperando reunirse con Dios,
es en ese estado de espera cuando Satanás intenta seducir al espíritu y así lo pueda arrebatar y llevar a su
reino. Es cuando más se manifiesta San Miguel y continúa su ministerio angélico en relación a los hombres
hasta que nos lleva a través de las puertas celestiales. No solo durante la vida terrenal, San Miguel defiende y
protege nuestras almas, el nos asiste de manera especial a la hora de la muerte ya que su oficio es recibir las
almas de los elegidos al momento de separarse de su cuerpo.
En San Miguel encontramos el modelo de todas las virtudes. Se nos enseña en la tradición que San
Miguel preside el culto de adoración que se rinde al Altísimo y ofrece a Dios las oraciones de los fieles
simbolizadas por el incienso que se eleva ante el altar.
La liturgia nos presenta a San Miguel como el que lleva el incienso y está de pie ante el altar como
nuestro intercesor y el portador de las oraciones de la Iglesia ante el Trono de Dios. También hay que notar
las apariciones marianas que han incluido manifestaciones de San Miguel, su relación con la Eucaristía, y a la
adoración debida a Jesús Eucarístico y a la Santísima Trinidad.
Como remedio contra los espíritus infernales que se han desencadenado en el mundo moderno, somos
llamados a invocar y buscar la ayuda de San Miguel Arcángel. Dice el Cardinal Mermillod: “En estos
tiempos, cuando la misma base de la sociedad esta tambaleándose como consecuencia de haber negado los
derechos de Dios, debemos revivir la devoción a San Miguel y con Él gritar: ‘¡¿Quién como Dios?!’”
San Francisco de Sales nos dice que “La veneración a San Miguel es el mas grande remedio en contra
de la rebeldía y la desobediencia a los mandamientos de Dios, en contra del ateísmo, escepticismo y de la
infidelidad”.
Precisamente, estos vicios son muy evidentes en nuestros tiempos. Mas que nunca en nuestra era actual
necesitamos la ayuda de San. Miguel en orden a mantenernos fieles en la Fe. El ateísmo y la falta de fe han
infiltrado todos los sectores de la sociedad humana. Es nuestra misión como fieles católicos confesar nuestra
fe con valentía y gozo, y demostrar con celo nuestro amor por Jesucristo.
“Esta fiesta nos invita a alabar a Dios, a dar gracias porque nos protege bajo las alas de San Miguel”. La
presencia del Arcángel, “nos recuerda el principio y fundamento de nuestra vida, que sólo Dios es Dios”; san
Miguel nos anuncia el mensaje de que “no podemos vivir sin Dios, que ha mostrado su rostro en Jesucristo”.
Acudamos con frecuencia a San Miguel Arcángel. El Papa Juan Pablo II, solía recitar varias veces, en
nombre de toda la Iglesia, una antigua oración a nuestro Arcángel: Arcángel San Miguel, defiéndenos en la
lucha, se nuestro amparo contra la maldad y las asechanzas del demonio. Pedimos suplicantes que Dios lo
mantenga bajo su imperio; y tú, Príncipe de la milicia celestial, arroja al infierno, con el poder divino, a
Satanás y a los otros espíritus malvados que andan por el mundo tratando de perder a las almas. Amén.
Miércoles
Salmo 136
Tu recuerdo, Señor, es mi alegría. La cosa más importante en nuestra vida debe ser desarrollar a
cada momento una íntima, profunda y perfecta relación personal con Dios; ese estado de relación personal
con nuestro Padre celestial produce una alegría incomparable que supera las luchas y las dificultades que
podamos enfrentar como cristianos, y nos da la capacidad de poder ser más que vencedores en Cristo.
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Siempre, pero sobre todo en estos tiempos, tenemos necesidad de experimentar que Dios es amor,
que su esencia es la fidelidad a la Promesa y que la infalible certeza de su presencia transforma nuestra
oscuridad en luz, nuestra debilidad en fortaleza, nuestra tentación de desaliento y de tristeza en seguridad de
gozo y de esperanza.
Nuestro Dios es un Dios de amor, nos ama, Es un Dios lleno de gracia, de amor y de verdad, que
busca constantemente poder derramar su amor. Hemos creemos en un Dios lleno de alegría; ese es nuestro
Dios, un Dios feliz y alegre por las victorias de su pueblo, lleno de gozo por los logros de sus hijos, y ese
carácter de nuestro Dios debe ser formado diariamente en nuestras vidas, y en esa misma medida esa alegría
será reflejada diariamente en las vidas de aquellos que anhelan su presencia y que están dispuestos no solo a
vivir por Él, sino también a morir por Él.
Si los cristianos tienen hoy una responsabilidad -los que de veras por seguir a Jesús, han renunciado
a sí mismos y han asumido con generosidad su cruz cotidiana- es la de ser mensajeros de alegría y de
esperanza, la de ser, por fidelidad al Evangelio, los auténticos artífices de la paz. “Felices los que trabajan
por la paz, porque serán llamados hijos de Dios” (Mt 5, 9).
¿Por qué es posible la alegría? Porque es posible el amor. Los cristianos no podemos renunciar nunca
a una experiencia y a un compromiso: la experiencia de que Dios es Padre y nos ama (“Dios es amor”) y el
compromiso de que debemos amarnos “como Él nos amó”.
Jueves
Salmo 18
Tú tienes, Señor, palabras de vida eterna. La respuesta al salmo nos recuerda la profesión de pedro a
Jesús: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna”. Recordemos, que cuando, considerando
demasiado duro su lenguaje, muchos de sus discípulos lo abandonan a Jesús; es cuando pregunta a los pocos
que habían quedado: “¿También vosotros queréis marcharos?”, le respondió Pedro: “Señor, ¿a quién iremos?
Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6, 67-68). Y optaron por permanecer con él. Se quedaron porque el
Maestro tenía palabras de vida eterna, palabras que, mientras prometían la eternidad, daban pleno sentido a
la vida.
Hay veces que en la vida de cada cristiano, la fe es el único sostén y la fuerza para afrontar las
situaciones difíciles. Y es que Cristo, lo único que nos pide en esos momentos es que le demostremos en un
acto de fe nuestra adhesión a Él, y a su voluntad santísima.
En nuestro tiempo estamos sumergidos en toneladas de información, de palabras, de novedades.
Todas resuenan en nosotros. Infinidad de propuestas nos interpelan, cada una más atractiva y apetecible que
las demás. Sin embargo, sólo el Señor Jesús tiene palabras que resisten al paso del tiempo y permanecen
para la eternidad. Sólo sus palabras tienen la capacidad de abrirnos las puertas de la vida eterna si
respondemos a Él, si cooperamos con ellas desde nuestra libertad. Así nos lo recordaba Juan Pablo II: “Sólo
Jesús conoce vuestro corazón, vuestros deseos más profundos. Sólo Él, que os ha amado hasta la muerte, es
capaz de colmar vuestras aspiraciones. Sus palabras son palabras de vida eterna, palabras que dan sentido a
la vida. Nadie fuera de Cristo podrá daros la verdadera felicidad”.
Viernes
Salmo 78
Sálvanos, Señor, y perdona nuestros pecados. Jesucristo en su predicación denunció muchas veces
los pecados de los hombres. Su mensaje no acepta ninguna componenda con el pecado, porque el pecado es
ofensa y falta de amor a Dios. Por ello echa en cara los pecados a los fariseos y a los escribas; también se los
recrimina a los publicanos y pecadores y a los mercaderes del templo y a Pilatos.
Nunca deja de hablar con claridad y valentía para que nadie pueda aducir en su descargo que vive en
la ignorancia. Pero esa denuncia de los pecados siempre lleva consigo la promesa del perdón y de la
salvación. Jesucristo es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Todo el que se acerca arrepentido
a Cristo, y con deseos de volver a empezar, es acogido y perdonado.
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Jesús no sólo perdona, sino que pide el perdón del Padre para los que lo han entregado a la muerte, y
por tanto también para todos nosotros. Es Jesús quien perdona nuestros pecados. Es El quien santifica
nuestros dolores. Es El quien nos enseña a amar. Es Jesús quien nos da la paz, la verdadera paz, con el pan
para esta vida y con el pan para la vida eterna, mejor que ésta. Es Jesús el profeta de las bienaventuranzas.
Señor Jesucristo, ten piedad de nosotros, en tu gran misericordia, no mires nuestros pecados y
cancela todas nuestras culpas; crea en nosotros un corazón puro y renueva en nosotros un espíritu de
fortaleza y de santidad.
Sábado
Salmo 68
El señor jamás desoye al pobre. La confianza puesta en Dios nos hará fuertes en las luchas y en las
persecuciones. Por eso el Salmo 68 nos dice: “Quienes buscan a Dios tendrán más ánimo, porque el Señor
jamás desoye al pobre”. Es decir, el Señor cuida de aquél que no pone su confianza en sí mismo, sino que
confía sólo en El.
¡Eso es ser pobre... pobre de espíritu! Confiando así, sabiéndonos en sus Manos, Dios cambiará el
temor en valentía y la debilidad en fortaleza. San Pablo, en su Carta a los Romanos (Rom. 5,12-15), nos
recuerda que “por el don de un solo hombre, Jesucristo, se ha desbordado sobre todos la abundancia de la
vida y la gracia de Dios”.
Los conflictos que se tienen en esta tierra, no importa lo grandes que sean, pueden ser enfrentados
teniendo fe en Dios. Es una cuestión de confianza y de fe, de tener certeza total de que Dios está de nuestro
lado. Es el mismo tema del canto que hemos cantado en el salmo responsorial: El señor jamás desoye al
pobre.
El perpetuo socorro de Dios nos llega mediante la intercesión de María. Verdaderamente Dios está
con María y el Señor está con nosotros, “como fuerte guerrero”. Así podemos comprender la severa
advertencia de Jesús en el evangelio contra los renegados: “A quien me reconozca delante de los hombres,
yo también lo reconoceré delante de mi Padre, que está en los cielos; pero al que me niegue delante de los
hombres, yo también le negaré ante mi Padre, que está en los cielos”. Cuando el sacerdote les saluda y dice:
“El Señor esté con ustedes”, les está diciendo una verdad que, si la creemos, nos asegura el perpetuo socorro
de Dios y el triunfo sobre todos los enemigos.
SEMANA VIGÉSIMA SÉPTIMA
Lunes
Jonás 2
En el peligro grité al Señor y me atendió. El Cristo de nuestra fe, es un Cristo vivo, concreto: es el
Cristo, que dice san Pablo: “… me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Ga 2, 20). Esta persona que me
ama, con la que puedo hablar, que me escucha y me responde, este es realmente el principio para entender el
mundo y para encontrar el camino en la vida diaria.
Necesitamos multiplicar los momentos de oración personal en todas sus dimensiones: como escucha
silenciosa de Dios, como escucha que penetra en su Palabra, que penetra en su silencio, que sondea su
acción en la historia y en mi persona; comprender también su lenguaje en mi vida y luego aprender a
responder orando con las grandes plegarias de los Salmos del Antiguo y del Nuevo Testamento.
En el peligro grité al Señor y me atendió. Esta respuesta al salmo la vamos haciendo nuestra en el
diario estar con Dios y, por tanto, la experiencia de la presencia de Dios es lo que nos permite experimentar
continuamente, por decirlo así, la grandeza del cristianismo, y luego nos ayuda también a atravesar todos los
pequeños detalles en los cuales, ciertamente, debemos vivirlo y realizarlo día a día, sufriendo y amando, en
la alegría y en la tristeza.
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La liturgia también precisamente como escuela de oración, en la que el Señor mismo nos enseña
a orar, en la que oramos con la Iglesia, tanto en la celebración sencilla y humilde con unos cuantos fieles,
como también en la fiesta de la fe. Qué importante es para todos, por una parte, el silencio en el contacto con
Dios y, por otra, la fiesta de la fe; cuán importante es poder vivir la fiesta.
Nosotros podemos entrar en contacto con el Señor del mundo; él nos escucha y nosotros podemos
escucharlo a él. Lo realmente grande en el cristianismo es este poder entrar en contacto con Dios, lo cual no
dispensa de las cosas pequeñas y diarias, pero tampoco debe quedar ocultado por ellas.
Martes
Salmo 129
Perdónanos, Señor, y viviremos. Dios es vida y fuente de la vida. Creer en él significa testimoniar su
misericordia y su perdón. El Bautismo, que nos perdona los pecados y nos da la vida en el Espíritu Santo, la
gracia santificante, es un nuevo nacimiento: Dios nos lava, nos perdona y nos da la vida. Un nuevo inicio de
la vida.
En efecto, muy bien podemos poner en los labios del bautizado, por boca de papás y padrinos, esta
respuesta que hemos dado al salmo: Perdónanos, Señor, y viviremos.
La Carta a los Romanos dice que en el Bautismo hemos sido como ‘incorporados’ en la muerte de
Cristo. En el Bautismo nos entregamos a Cristo; Él nos toma consigo, para que ya no vivamos para nosotros
mismos, sino gracias a Él, con Él y en Él; para que vivamos con Él y así para los demás.
En el Bautismo nos abandonamos nosotros mismos, depositamos nuestra vida en sus manos, de
modo que podamos decir con san Pablo: “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”. Si nos
entregamos de este modo, aceptando una especie de muerte de nuestro yo, entonces eso significa también
que el confín entre muerte y vida se hace permeable.
Tanto antes como después de la muerte estamos con Cristo y por esto, desde aquel momento en
adelante, la muerte ya no es un verdadero confín. San Pablo nos lo dice de un modo muy claro en su Carta a
los Filipenses: “Para mí la vida es Cristo. Si puedo estar junto a Él (es decir, si muero) es una ganancia.
Sólo Cristo resucitado puede llevarnos hacia arriba, hasta la unión con Dios, hasta donde no pueden
llegar nuestras fuerzas. Él carga verdaderamente la oveja extraviada sobre sus hombros y la lleva a casa. De
su muerte procede nuestra vida, de sus llagas nuestra curación, de su caída nuestra resurrección, de su
descenso nuestra elevación.
Miércoles
Salmo 85
Tú, Señor, eres bueno y clemente. Esta afirmación está llena de confianza, revela una fe intacta y
pura, que se abandona en el “Señor bueno y clemente, rico en misericordia con los que te invocan”. La
Biblia revela que la bondad es parte de la naturaleza esencial de Dios.
La bondad de Dios significa que El es básicamente tierno y solidario hacia Su creación. Su actitud
básica hacia Sus criaturas es una de amistad. Por Su misma naturaleza está inclinado a otorgar bendición y
felicidad. Por Su naturaleza inherente se complace en la felicidad de Su pueblo. El es bueno y hace el bien
(Salmo 119: 68).
Dado que el Todopoderoso es inmutable, Su bondad nunca puede cambiar en la menor manera. El
nunca será mejor de lo que ya es ahora, ni será tampoco nunca menos bueno. En el principio El hizo el
universo y he aquí que era bueno. Todo lo que El hace es aún muy bueno. Ya que Dios es Infinito, Perfecto
y Eterno, Su bondad es ilimitada y nunca puede cesar. Todo lo que haga siempre será bueno. Tiene
bonanza sin fin guardada para nosotros, porque El es el Sumo Sacerdote de las buenas cosas que vendrán.
Dios es bondad y clemencia, Dios es la fuente de la bondad. Y esto hace surgir en nosotros la gran
esperanza de ser escuchados por Él, si nos acercamos a Él con corazón puro y sincero. Dios desea, que
vayamos a Él con el corazón sincero, con un corazón que no oculta sus faltas. Como David hemos de
161
exclamar: “Oh Dios, crea en mí un corazón puro” (Salmo 50). Como consecuencia de su pecado, David
deseaba un corazón sin mancha ante Dios e igualmente un corazón transparente.
Dios se ha hecho cercano en su Hijo Jesús a nosotros: se hizo en todo semejante a nosotros, menos
en el pecado, y se ha hecho cercano a nosotros para que podamos gozar de su vida, de su paz, de su
misericordia, de su bondad y clemencia, de su amor.
Jueves
Salmo 1
Dichoso el hombre que confía en el Señor. Nuestra respuesta al salmo es un canto de confianza en
Dios. Él está siempre con nosotros. No nos abandona ni siquiera en las noches más oscuras de nuestra vida.
Está presente incluso en los momentos más difíciles. El Señor no nos abandona ni siquiera en la última
noche, en la última soledad, en la que nadie puede acompañarnos, en la noche de la muerte. Por eso, los
podemos y debemos tener confianza: nunca estamos solos. La bondad de Dios está siempre con nosotros.
“Bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza”. La bienaventuranza que Jesús
expresa como posesión del Reino, el profeta Jeremías la dibuja como un árbol de hoja perenne plantado
junto al agua, que siempre da fruto. Es decir, la prosperidad de todas las empresas son para el hombre que
confía en Dios: en todo tendrá éxito, ayudándole él como principal autor. El hombre es un colaborador de la
acción creadora e incesante de Dios, en la historia individual y colectiva.
El apóstol san Juan en la primera carta nos invita a confiar “porque Dios es mayor que nuestro
corazón y lo comprende todo” (1 Jn 3,20). Confiar en Dios es apoyarse en el Dios Todopoderoso, en el Dios
Amor (1 Jn 4,8).
“Confía en el Señor con todo tu corazón y no te apoyes en tu propia prudencia. Reconócelo en todos
tus caminos y él hará derechas tus veredas” (Prov. 3: 5-6.).
De María debemos aprender a confiar en Dios especialmente en lo que toca a nuestra salvación
eterna… desconfiando en absoluto de nuestras fuerzas, pero repitiendo: “todo lo puedo en aquel que me
conforta” (Fil 4, 13).
Viernes
Salmo 9
El señor juzga al mundo con justicia. En el Antiguo Testamento, la fe en el juicio de Dios es una
convicción tan fundamental que nunca se pone en duda. Dios, el Señor, gobierna el mundo y,
particularmente, a los hombres. Su palabra determina el derecho y fija las reglas de la justicia. Dios sondea
las entrañas y los corazones (Jr 11, 20; 17, 10; 20, 12) conociendo así perfectamente a los justos y a los
culpables.
El criterio principal de Dios sobre el juicio será la actitud adoptada por los hombres frente al
Evangelio, esto es, frente a Cristo: “El que cree en él, no será juzgado; el que no cree, ya está juzgado,
porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. El juicio consiste en esto: que la luz vino al
mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas” (Jn 3, 18-19) (74).
No es el juicio divino lo que constituye de suyo al hombre en inocente o culpable, en el estado de
salvación o de condenación. Es la radical aceptación de Dios o su repulsa por parte del hombre lo que
cualificará en un sentido u otro una situación que respecto a Dios ha de quedar fija para siempre con la
muerte del propio hombre.
El juicio de Dios descubre- no constituye- esa situación. Como dice San Juan: “Dios no mandó su
Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él, no será
162
juzgado; el que no cree, ya está juzgado porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.
El juicio consiste en esto: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque
sus obras eran malas” (Jn 3,17-19).
En la actitud, pues, que cada uno asume en relación con la luz y las tinieblas, se opera ya
inmediatamente la separación, el juicio. Es el juicio divino una revelación del secreto de los corazones
humanos. El juicio final no hará sino manifestar en plena luz la discriminación que ha empezado a operarse
ya desde ahora en el secreto de los corazones.
El hombre cuya fe en Cristo es fe viva por la esperanza y el amor, no tiene por qué temer.
Recordemos las palabras de San Juan: “En esto ha llegado el amor a su plenitud con nosotros: en
que tengamos confianza en el día del juicio... No hay temor en el amor, sino que el amor perfecto expulsa el
temor” (1 Jn 4,17- 18). Su confianza en Dios no hace al creyente descuidado en el servicio a su Señor.
Vive como quien ha de dar cuenta.
Sábado
Salmo 96
Alegrémonos todos con el Señor. La alegría que Jesús nos ofrece es, ciertamente, profunda, inmensa,
una alegría que nada ni nadie puede ofrecernos. Pero esa alegría no es algo fácil. Aun más, podríamos decir
que la alegría, que nos ofrece Jesús es un combate: el combate de la luz contra las tinieblas, de la libertad
contra la opresión, del amor contra el odio. Pero solamente con Jesús y con lo que nos ofrece Jesús podemos
vivir en la alegría de los hijos de Dios.
Nuestro ejemplo y modelo de esta alegría con Jesús es la Virgen María: Ella, humilde y silenciosa,
vivió aquí abajo cumpliendo constantemente la voluntad de Dios y ahora es glorificada por Dios entre los
Ángeles y los Santos; ella es Aquella ‘esclava del Señor’ que supo decir ‘sí’ en todos los momentos de su
peregrinación terrena y que ahora, ‘la más humilde y enaltecida de todas las creaturas’, nos indica a todos el
camino del cielo.
La Palabra es carne. Se entrega a nosotros bajo las apariencias del pan, y así se convierte
verdaderamente en el Pan del que vivimos. Los hombres vivimos de la Verdad. Esta Verdad es Persona: nos
habla y le hablamos.
El templo es el lugar del encuentro con el Hijo del Dios vivo, y así es el lugar de encuentro entre
nosotros. Esta es la alegría que Dios nos da: que él se ha hecho uno de nosotros, que nosotros podemos casi
tocarlo y que él vive con nosotros. Realmente, la alegría de Dios es nuestra fuerza.
De la Palabra de Dios aprendemos a vivir la alegría del Señor, que es nuestra fuerza. Pidamos al
Señor que nos haga sentirnos felices con su palabra; que nos haga sentirnos felices con la fe, para que esta
alegría nos renueve a nosotros mismos y al mundo.
SEMANA VIGÉSIMA OCTAVA
Lunes
Salmo 97
Cantemos al Señor un canto nuevo. Sobre la respuesta al salmo, san Agustín comenta en el sermón
34: “Un cántico es expresión de alegría y, considerándolo con más atención, es una expresión de amor. Por
esto, el que es capaz de amar la vida nueva es capaz de cantar el cántico nuevo. Debemos, pues, conocer en
qué consiste esta vida nueva, para que podamos cantar el cántico nuevo. Todo, en efecto, está relacionado
con el único reino, el hombre nuevo, el cántico nuevo, el Testamento nuevo. Por ello el hombre nuevo debe
cantar el cántico nuevo porque pertenece al Testamento nuevo (dice san Agustín).
Nadie hay que no ame, pero lo que interesa es cuál sea el objeto de su amor. No se nos dice que no
amemos, sino que elijamos a quien amar. Pero, ¿cómo podremos elegir, si antes no somos nosotros
163
elegidos? Porque, para amar, primero tenemos que ser amados. Oigan lo que dice el apóstol Juan: El nos
amó primero. Si buscamos de dónde le viene al hombre el poder amar a Dios, la única razón que
encontramos es porque Dios lo amó primero. Se dio a sí mismo como objeto de nuestro amor y nos dio el
poder amarlo. El apóstol Pablo nos enseña de manera aún más clara cómo Dios nos ha dado el poder amarlo:
El amor de Dios dice ha sido derramado en nuestros corazones. ¿Por quién ha sido derramado? ¿Por
nosotros, quizá? No, ciertamente. ¿Por quién, pues? Por el Espíritu Santo que se nos ha dado.
Teniendo, pues, tan gran motivo de confianza, amemos a Dios con el amor que de él procede. Oíd
con qué claridad expresa San Juan esta idea: Dios es amor y quien permanece en el amor permanece en
Dios, y Dios en él. Sería poco decir: El amor es de Dios. Y ¿quién de nosotros se atrevería a decir lo que el
evangelista afirma: Dios es amor? Él lo afirma porque sabe lo que posee.
Dios se nos ofrece en posesión. Él mismo clama hacia nosotros: «Amadme y me poseeréis, porque
no podéis amarme si no me poseéis.»
¡Oh, hermanos! ¡Oh, hijos de Dios! Germen de universalidad, semilla celestial y sagrada, que han
nacido en Cristo a una vida nueva, a una vida que viene de lo alto, escúchenme, mejor aún, cantad al Señor,
junto conmigo, un cántico nuevo…
Canten con la voz y con el corazón, con la boca y con su conducta: Canten al Señor un cántico
nuevo… Resuene su alabanza en la asamblea de los fieles… Vivan de acuerdo con lo que pronuncian sus
labios. Ustedes mismos serán la mejor alabanza que puedan tributarle, si es buena su conducta”.
Martes
Salmo 18
Los cielos proclaman la gloria de Dios. Con estas palabras, hemos evocado el ‘testimonio
silencioso’ de la admirable obra del Creador, inscrita en la realidad misma de la creación.
Date cuenta ¡oh Hombre! de tu dignidad. Eres el diputado de la materia para conocer, reconocer,
amar, alabar y proclamar con todo tu cuerpo la Gloria del Creador. Eres como un Ángel de la Materia
inanimada. Y el universo inmenso y duradero se dice en tu voz débil y efímera, se dice como himno de
Gloria. Es en tu voz, donde ‘los cielos proclaman la Gloria de Dios’.
Todo nuestro ser está en intercambio de comunión con la materia, por la respiración, por la
alimentación, hasta por la corrupción de la muerte. Amasado de tierra, somos la única porción de tierra que
está animada de un soplo divino. Y por eso llamados a ser soberanos del Universo en Dios, Creador y señor
de todo.
¿Quiénes somos para que Dios se fije en nosotros? Y, sin embargo, se nos propone una empresa que
supera nuestras fuerzas: dar gloria a Dios. ¡Dar gloria al Dios glorioso! ¿Qué le pueden añadir a Dios
nuestros gestos y palabras? Es necesario que el hombre libremente acepte seguir el Plan que Dios en su
sabiduría diseñó para su propio bien. El hijo obediente y fiel, que sigue el camino de plenitud y realización
que el Señor le ha designado, es la gloria de nuestro Padre Creador. Los cielos proclaman la gloria de Dios.
Miércoles
Salmo 61
Sólo en Dios he puesto mi confianza. Dios es la Verdad misma, sus palabras no pueden engañar. Por
ello el hombre se puede entregar con toda confianza a la verdad y a la fidelidad de la palabra de Dios en
todas las cosas.
La confianza filial se prueba en la tribulación (cf. Rm 5, 3-5), particularmente cuando se ora pidiendo
para sí o para los demás. Hay quien deja de orar porque piensa que su oración no es escuchada. A este
respecto se plantean dos cuestiones: por qué la oración de petición no ha sido escuchada; y cómo la oración
es escuchada o ‘eficaz’.
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Pero en virtud de la certeza de nuestra fe en Dios tenemos derecho a actuar con sosegada
confianza en todas las situaciones de la vida, en la controversia de las opiniones y hasta en las pruebas
personales penosas.
San agustín dice: “No te aflijas si no recibes de Dios inmediatamente lo que pides: es Él quien quiere
hacerte más bien todavía mediante tu perseverancia en permanecer con Él en oración (Evagrio, or, 34). Él
quiere que nuestro deseo sea probado en la oración. Así nos dispone para recibir lo que El está dispuesto a
darnos (san Agustín. ep. 130, 8, 17).
Si nuestra oración está resueltamente unida a la de Jesús, en la confianza y la audacia filial,
obtenemos todo lo que pidamos en su Nombre, y aún más de lo que pedimos: recibimos al Espíritu Santo,
que contiene todos los dones.
Jueves
Salmo 129
Perdónanos, Señor, y viviremos. Todo lo que comienza en la tierra, antes o después termina, como la
hierba del campo, que brota por la mañana y se marchita al atardecer. Pero en el bautismo el pequeño ser
humano recibe una vida nueva, la vida de la gracia, que lo capacita para entrar en relación personal con el
Creador, y esto para siempre, para toda la eternidad.
Por desgracia, el hombre es capaz de apagar esta nueva vida con su pecado, reduciéndose a una
situación que la sagrada Escritura llama ‘segunda muerte’. Mientras que en las demás criaturas, que no están
llamadas a la eternidad, la muerte significa solamente el fin de la existencia en la tierra, en nosotros el
pecado crea una vorágine que amenaza con tragarnos para siempre, si el Padre que está en los cielos no nos
tiende su mano. Dios es vida y fuente de la vida. Creer en él significa testimoniar su misericordia y su
perdón, como hoy hemos cantado como respuesta al salmo: Perdónanos, Señor, y viviremos.
A través de nuestro canto de respuesta al salmo, el Señor nos dirige una invitación a entrar en sí
mismos para reconocer con humildad nuestras propias culpas y sentirnos, a la vez, necesitados de la gracia
del perdón. Sólo así los horizontes de muerte se pueden transformar en horizontes de vida.
La iniciativa del amor misericordioso de Dios para con nosotros, esclavizados por el pecado, está
pidiendo nuestra respuesta, la conversión, el retorno a Dios, la prontitud para abrazar a los hermanos, para
confesar los propios pecados, para reparar sus consecuencias y conformar la propia vida de acuerdo con la
voluntad del Padre.
Así, nuestra esperanza no es la muerte, sino la vida. Y la vida eterna, como dice la Escritura: la
participación plena e indefectible en la vida misma infinita de Dios, más allá de los límites de la vida
presente y de la muerte.
Viernes
Salmo 31
(Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica 1425-32)
Perdona, Señor, nuestros pecados. “Si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es Él para
perdonarnos”. (1Jn 1, 9). Este es el requisito para ser perdonados: reconocer humilde y sinceramente
nuestros pecados ante Dios, pues dice el mismo san Juan: “Si decimos: ‘no tenemos pecado’, nos engañamos
y la verdad no está en nosotros” (1 Jn 1,8); por esto, el Señor mismo nos enseñó a decir: “Perdona nuestras
ofensas” (Lc 11,4) uniendo el perdón mutuo de nuestras ofensas al perdón que Dios concederá a nuestros
pecados.
Jesús nos llama a la conversión. Esta llamada es una parte esencial del anuncio del Reino: “El tiempo
se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; conviértanse y crean en la Buena Nueva” (Mc 1,15). La
llamada de Cristo a la conversión sigue resonando en nuestra vida. Esta conversión es una tarea
ininterrumpida para toda la Iglesia que “recibe en su propio seno a los pecadores” y que siendo “santa al
165
mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación” (LG
8).
La conversión es primeramente una obra de la gracia de Dios que hace volver a él nuestros
corazones: “Conviértenos, Señor, y nos convertiremos” (Lc 5,21). Dios es quien nos da la fuerza para
comenzar de nuevo. Al descubrir la grandeza del amor de Dios, nuestro corazón se estremece ante el horror
y el peso del pecado y comienza a temer ofender a Dios por el pecado y verse separado de él. El corazón
humano se convierte mirando al que nuestros pecados traspasaron (cf Jn 19,37; Za 12,10).
Tengamos los ojos fijos en la sangre de Cristo y comprendamos cuán preciosa es a su Padre, porque,
habiendo sido derramada para nuestra salvación, ha conseguido para el mundo entero la gracia del
arrepentimiento (S. Clemente Romano Cor 7,4).
Señor Jesús, tú que sanabas a los enfermos y abrías los ojos a los ciegos, tú que perdonaste a la mujer
pecadora y confirmaste a Pedro en tu amor, perdona nuestros pecados y danos un corazón nuevo para poder
vivir en comunión perfecta
Sábado
Salmo 104
“El señor nunca olvida sus promesas. Benedicto XVI, el 6 de abril de 2006, afirmaba que Dios dice
lo que hace y hace lo que dice. En el Antiguo Testamento anuncia a los hijos de Israel la venida del Mesías y
la instauración de una ‘nueva’ alianza; en el Verbo hecho carne, Él cumple sus promesas. En Dios “no hay
cambios ni sombras de rotaciones” (St 1,17). El es ‘El que es’, desde siempre y para siempre y, por eso,
permanece siempre fiel a sí mismo y a sus promesas.
“El señor nunca olvida sus promesas, porque “El Dios de nuestra fe se ha revelado como El que es;
se ha dado a conocer como “rico en amor y fidelidad” (Ex 34,6). Su Ser mismo es Verdad y Amor
(Catecismo de la Iglesia Católica 321). Dios es la Verdad misma, sus palabras no pueden engañar. Por ello el
hombre se puede entregar con toda confianza a la verdad y fidelidad de la palabra de Dios en todas las cosas.
“…Al llegar plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para
rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva” (Ga 4, 45). He aquí
“la Buena Nueva de Jesucristo, Hijo de Dios” (Mc 1, 1): Dios ha visitado a su pueblo (cf. Lc 1, 68), ha
cumplido las promesas hechas a Abraham y a su descendencia (cf. Lc 1, 55); lo ha hecho más allá de toda
expectativa: El ha enviado a su “Hijo amado” (Mc 1, 11) (Cfr. CIgC 422).
La anunciación a María inaugura la plenitud de ‘los tiempos’ (Ga 4, 4), es decir, el cumplimiento de
las promesas y de los preparativos. María es invitada a concebir a Aquel en quien habitará ‘corporalmente la
plenitud de la divinidad’ (Col 2, 9). La respuesta divina a su “¿cómo será esto, puesto que no conozco
varón?” (Lc 1, 34) se dio mediante el poder del Espíritu: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti” (Lc 1, 35) (Cfr.
CIgC 484).
Y la resurrección de Cristo es cumplimiento de las promesas del Antiguo Testamento (cf. Lc 24, 2617. 44-48) y del mismo Jesús durante su vida terrenal (cf. Mt 28, 6; Mc 16, 7; Lc 24, 6-7). La expresión
“según las Escrituras” (cf. 1Co 15, 3-4) y el Credo Niceno-constantinopolitano) indica que la resurrección de
Cristo cumplió estas predicciones. “El señor nunca olvida sus promesas.
SEMANA VIGÉSIMA NOVENA
Lunes
Salmo Lc 1
Bendito sea el Señor, Dios de Israel. En el nacimiento del Hijo de Dios del seno virginal de María
los cristianos reconocen la infinita condescendencia del Altísimo hacia el hombre y hacia la creación entera.
Con la Encarnación, Dios viene a visitar a su pueblo: “Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha
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visitado y redimido a su pueblo, suscitándonos una fuerza de salvación en la casa de David, su siervo”
(Lc 1, 68-69). Y la visita de Dios siempre es eficaz: libera de la aflicción y da esperanza, trae salvación y
alegría.
Con la venida de Jesús, Dios le ha dado una gran visita a su pueblo, esta visita nos ha traído
liberación. Así, con esta visita se cumple la promesa hecha por Dios a Abraham y su “alianza” (Gen 12:3).
San Pablo nos habla de las riquezas que Dios nos ha otorgado en su Hijo Jesús, cuando dice:
“Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en Cristo nos bendijo con toda bendición
espiritual en los cielos; por cuanto que en Él nos eligió antes de la constitución del mundo para que
fuésemos santos e inmaculados ante Él, y nos predestinó en caridad a la adopción de hijos suyos por
Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia. Por esto nos hizo
gratos en su amado” (Ef 1, 3-6).
El Apóstol eleva un himno de alabanza a Dios uno y trino por su maravilloso plan de salvación, que
abraza la historia y el cosmos y tiene su centro en Cristo. Dios nos ha elegido y bendecido en Cristo. Él nos
conoce y ama a cada uno desde la eternidad. Y ¿para qué nos ha elegido y bendecido? Para ser santos e
inmaculados en su presencia, en el amor. Y eso no es una tarea imposible de cumplir, ya que Dios nos ha
concedido, en Cristo, su realización. Hemos sido redimidos. En virtud de nuestra comunión con Cristo
resucitado, Dios nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales.
Abramos nuestro corazón; acojamos esa herencia tan valiosa. Entonces podremos entonar,
juntamente con Zacarías e Isabel, y María, el himno de alabanza de su gracia. Bendito sea el Señor, Dios de
Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo.
Martes
Salmo 39
Concédenos, Señor, hacer tu voluntad. Dicho, lo que hemos respondido al salmo, en otras palabras:
“Cúmplase tu voluntad en la tierra como en el cielo”, es decir, que nosotros podamos hacer lo que Dios
quiere. , es decir, que esto se lo pedimos a Dios porque a nosotros se nos opone el diablo para que no esté
totalmente sumisa a Dios nuestra mente y nuestra vida, le pedimos y rogamos que se cumpla en nosotros su
santa voluntad de Dios: y para que se cumpla en nosotros, necesitamos de esa misma voluntad, es decir, de
su ayuda y protección, porque nadie es fuerte por sus propias fuerzas, sino por la bondad y misericordia de
Dios.
Por consiguiente, si el Hijo hizo en todo la voluntad del Padre, cuánto más debemos obedecerle
nosotros para cumplir la voluntad de nuestro señor, como exhorta y enseña en una de sus cartas san Juan a
cumplir la voluntad de Dios, diciendo: No amen al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguno ama al
mundo, no está en él amor del Padre, porque todo lo que hay en éste es concupiscencia de la carne, y
concupiscencia de los ojos, y ambición de la vida, que no viene del Padre, sino de la concupiscencia del
mundo; y el mundo pasará y su concupiscencia, mas el que cumpliere la voluntad de Dios permanecerá para
siempre, como Dios permanece eternamente (1 lo 2,15-17).
La voluntad de Dios es la que Cristo enseñó y cumplió: humildad en la conducta, firmeza en la fe,
reserva en las palabras, rectitud en los hechos, misericordia en las obras, orden en las costumbres, no hacer
ofensa a nadie y saber tolerar las que se le hacen, guardar paz con los hermanos, amar a Dios de todo
corazón, amarle porque es Padre, temerle porque es Dios; no anteponer nada a Cristo, porque tampoco él
antepuso nada a nosotros; unirse inseparablemente a su amor, abrazarse a su cruz con fortaleza y confianza;
si se ventila su nombre y honor, mostrar en las palabras la firmeza con la que le confesamos; en los
tormentos, la confianza con que luchamos; en la muerte, la paciencia por la que somos coronados. Esto es
querer ser coherederos de Cristo, esto es cumplir el precepto de Dios, esto es cumplir la voluntad del Padre.
Esto es cantar: Concédenos, Señor, hacer tu voluntad (Cfr. san Cipriano de Cartago, Tratado sobre el
‘Padre Nuestro’, 14 – 17).
Miércoles
167
Salmo 123
El Señor es nuestra ayuda. Sí, El Señor es la sombra que nos protege, nos ayuda. Se trata de una
confesión de fe y esperanza, como san Cipriano en tiempos de persecución: “Imploremos todos al Señor con
sinceridad, sin dejar de pedir, confiando en obtener lo que pedimos, porque el señor es nuestra ayuda.
San Cipriano también dice que El Señor nos ayuda a la restauración de la Iglesia, dándonos la
seguridad de nuestra salvación eterna; cualquiera que sea nuestra situación, no olvidemos que Dios nos
ayuda, y vendrá la luz después de las tinieblas, la calma tras las tempestades y los torbellinos, la ayuda
compasiva de su amor de padre, las grandezas de la divina majestad, que conocemos muy bien” (Epistola
11, 8).
Una fórmula de bendición muy antigua, recogida en el libro de los Números, reza así: “El Señor te
bendiga y te guarde. El Señor ilumine su rostro sobre ti y te sea propicio. El Señor te muestre su rostro y te
conceda la paz” (Nm 6, 24-26). El Señor es nuestra ayuda.
En su providencia, Dios ha querido mostrarnos su ayuda a través de nuestra Madre, la Virgen María.
En efecto, al estar totalmente con Dios, esta Mujer se encuentra muy cerca de nosotros y nos ayuda como
madre y como hermana. También el puesto único e irrepetible que María ocupa en la comunidad de los
creyentes deriva de esta vocación suya fundamental a ser la Madre del Redentor. Precisamente en cuanto tal,
María es también la Madre del Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia. Por esto, la ayuda de Dios,
muchas veces, nos viene a través de nuestra Señora de la Soledad: madre del Cristo total: de Cristo Cabeza y
de nosotros, miembros del cuerpo.
La Virgen María está cerca de nosotros, nos ayuda a servir bien a Dios, nuestro Señor, para que
podamos, como ella, entrar en la gloria del cielo.
Jueves
Salmo 1
Dichoso el hombre que confía en el Señor. Dichoso aquel que no se guía por mundanos criterios, que
no anda en malos pasos ni se burla del bueno, que ama la ley de Dios y se goza en cumplir sus
mandamientos.
Bendito quien confía en el Señor. La vida humana es un ejercicio continuo de confianza. Los hijos
confían en sus padres, los padres en los hijos. El esposo confía en la esposa y viceversa. El alumno confía en
el maestro, y el viajero aéreo confía en el piloto del avión...En la vida espiritual toda la confianza se ha de
poner en Dios, porque esa vida es completamente obra de Dios, los hombres son sólo colaboradores. Puedo
confiar en un sacerdote, pero en cuanto representa el poder, la bondad y la misericordia de Dios; puedo
poner mi confianza en una religiosa, en un catequista, en la Palabra de Dios, en los sacramentos, pero no es
tanto en ellos cuanto en el Dios que a través de ellos me habla, en el Dios que me comunican.
Si pusiera sólo mi confianza en el sacerdote, religiosa, catequista, Biblia, sacramentos, sin llegar
hasta Dios, tarde o temprano esa confianza se apagaría, quedaría decepcionado de todos ellos, mi vida
perdería su brújula y su rumbo, y comenzaría a ser juguete de mí mismo y del ambiente que me rodea. La
respuesta al salmo de hoy nos enseña: Dichoso el hombre que confía en el Señor.
Sólo en el santuario del Dios vivo hay luz, vida y alegría, y es "dichoso el que confía" en el Señor,
eligiendo la senda de la rectitud (cf. vv. 12-13). Bendito el hombre que confía en el Señor y en él pone su
esperanza: será como un árbol plantado junto al agua, que hunde en la corriente sus raíces; cuando llegue el
calor no lo sentirá, y sus hojas se conservarán siempre verdes; en año de sequía no se marchitará, ni dejará
de dar frutos.
Viernes
Salmo 118
(Cfr. Juan Pablo II, 6 de septiembre de 1978)
168
Enséñame, Señor, a gustar tus mandamientos. Los mandamientos son un poco más difíciles de
cumplir, a veces muy difíciles; pero Dios nos los ha dado no por capricho ni en interés suyo, sino muy al
contrario, únicamente en interés nuestro.
Una vez, una persona fue a comprar un automóvil. El vendedor le hizo notar algunas cosas: Mire que
el coche posee condiciones excelentes, trátelo bien: ¿sabe?, gasolina súper en el depósito, y para el motor,
aceite del fino. El otro le contestó: No; para que sepa le diré que de la gasolina no soporto ni el olor, ni
tampoco del aceite; en el depósito pondré champagne que me gusta tanto, y el motor lo untaré de
mermelada. Haga usted como le parezca, pero no venga a lamentarse si termina con el coche en un barranco.
El Señor ha hecho algo parecido con nosotros: nos ha dado este cuerpo, animado de un alma inteligente, y
una bella voluntad. Y ha dicho: esta máquina es buena, pero trátala bien.
Estos son los mandamientos. Honra al padre y a la madre, no matarás, no te enfadarás, sé delicado,
no digas mentiras, no robes... Si fuéramos capaces de cumplir los mandamientos, andaríamos mejor nosotros
y andaría mejor también el mundo.
Y luego, el prójimo... Pero el prójimo está a tres niveles: unos están por encima de nosotros, otros
están a nuestro nivel, y otros debajo. Sobre nosotros están nuestros padres. El catecismo decía: respetarlos,
amarlos, obedecerles. El Papa debe inculcar respeto y obediencia de los hijos a los padres.
Para entrar en la Vida, para llegar al cielo, hay que cumplir los mandamientos. “No todo el que dice:
‘Señor, Señor’, entrará en el reino de los cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre, ése entrará” (Mt 7,
21). No bastan pues las palabras: Cristo nos pide que lo amemos de obra. “El que ha recibido mis
mandamientos y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ame, será amado de mi Padre: y yo lo amaré
y me manifestaré a él” (Jn 4, 21).
Sábado
Salmo 23
(Cfr. Juan Pablo II, 28 de abril de 2004
Haz, Señor, que te busquemos. Es como si dijéramos: “Tu rostro buscaré, Señor; no me escondas tu
rostro” (Sal 26: 8-9). Por tanto, el rostro de Dios es la meta de la búsqueda espiritual del orante. Al final
emerge una certeza indiscutible: la de poder “gozar de la dicha del Señor” (v. 13).
En el lenguaje de los salmos, a menudo ‘buscar el rostro del Señor’ es sinónimo de entrar en el
templo para celebrar y experimentar la comunión con el Dios de Sión. Pero la expresión incluye también la
exigencia mística de la intimidad divina mediante la oración. Por consiguiente, en la liturgia y en la oración
personal se nos concede la gracia de intuir ese rostro, que nunca podremos ver directamente durante nuestra
existencia terrena (cf. Ex 33, 20). Pero Cristo nos ha revelado, de una forma accesible, el rostro divino y ha
prometido que en el encuentro definitivo de la eternidad -como nos recuerda san Juan- “lo veremos tal cual
es” (1 Jn 3, 2). Y san Pablo añade: “Entonces lo veremos cara a cara” (1 Co 13, 12).
Orígenes, el gran escritor cristiano del siglo III, escribe: “Si un hombre busca el rostro del Señor,
verá sin velos la gloria del Señor y, hecho igual a los ángeles, verá siempre el rostro del Padre que está en
los cielos” (PG 12, 1281).
Y san Agustín, en su comentario a los salmos, continúa así la oración del salmista: “No he buscado
de ti ningún premio que esté fuera de ti, sino tu rostro. ‘Tu rostro buscaré, Señor’. Con perseverancia
insistiré en esta búsqueda; en efecto, no buscaré algo de poco valor, sino tu rostro, Señor, para amarte
gratuitamente, dado que no encuentro nada más valioso. (...) ‘No rechaces con ira a tu siervo’, para que, al
buscarte, no encuentre otra cosa. ¿Puede haber una tristeza más grande que esta para quien ama y busca la
verdad de tu rostro?” (Esposizioni sui Salmi, 26, 1, 8-9, Roma 1967, pp. 355. 357).
SEMANA TRIGÉSIMA
Lunes
169
Salmo 67
Bendito sea el Señor, que nos salva. El Señor Jesús, es el único que nos salva, que nos purifica y nos
da la verdadera alegría, la verdadera vida. Sólo Jesús nos salva del miedo del mundo y de la ansiedad ante el
vacío de la propia vida. Sólo mirando a Jesucristo, nuestro gozo en Dios alcanza su plenitud, se hace gozo
redimido.
Cristo, durante toda su vida terrena, se presenta como el Salvador enviado por el Padre para la
salvación del mundo. Su mismo nombre, Jesús, manifiesta esa misión, pues significa: “Dios salva”.
Cristo, Salvador universal, es el único Salvador. San Pedro lo afirma claramente: “Porque no hay
bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos” (Hch 4, 12).
San Luis María Grignion de Montfort proclama la fe cristológica de la Iglesia cuando dice que
“Jesucristo es el alfa y la omega, ‘el principio y el fin’ de todo. (...) Él es el único maestro que debe
instruirnos, el único Señor del que dependemos, la única cabeza a la que debemos estar unidos, el único
modelo al que debemos asemejarnos, el único médico que nos debe curar, el único pastor que nos debe
alimentar, el único camino que debemos seguir, la única verdad que debemos creer, la única vida que debe
vivificarnos, lo único que nos debe bastar en todo. (...)
Todo fiel que no esté unido a Cristo como el sarmiento a la vid, se cae, se seca y sólo sirve para ser
arrojado al fuego. En cambio, si estamos en Jesucristo y Jesucristo está en nosotros, no debemos temer
ninguna condena. Ni los ángeles del cielo, ni los hombres de la tierra, ni los demonios del infierno, ni
ninguna otra creatura podrá producirnos mal alguno, porque no podrá separarnos jamás del amor de Dios, en
Jesucristo.
Todo lo podemos por Cristo, con Cristo y en Cristo; podemos dar todo honor y toda gloria al Padre,
en la unidad del Espíritu Santo; podemos alcanzar la perfección y ser perfume de vida eterna para el
prójimo” (Tratado sobre la verdadera devoción a María n. 61).
Martes
Salmo 125
(Cfr. Juan Pablo II, 15 de agosto de 1979)
Grandes cosas haz hecho por nosotros, Señor. Nosotros bien podemos decir con María, nuestra
Madre: “se alegra nuestro espíritu en Dios…porque el Señor ha hecho cosas grandes en nosotros” (Cfr. Lc
1,49). Las ha hecho desde el principio. Desde el momento de la concepción del Hijo de Dios. El misterio de
un Dios que se ha hecho hombre en su seno. En efecto, María llega a Isabel, persona que le es muy cercana,
a quien le une un misterio análogo; llega para compartir con ella la propia alegría.
María glorifica a Dios, consciente de que a causa de su gracia la habían de glorificar todas las
generaciones, porque “su misericordia se derrama de generación en generación” (Lc 1, 50),
También nosotros alabamos juntos a Dios por todo lo que ha hecho por la humilde Esclava del
Señor. Le glorificamos, le damos gracias. Reavivamos nuestra confianza y nuestra esperanza, inspirándonos
en la respuesta, que hemos dado al salmo: Grandes cosas haz hecho por nosotros, Señor.
Cada uno de nosotros debe mirar, en cierto modo con los ojos de María, la propia vida, la historia del
hombre. A este propósito son muy hermosas las palabras de San Ambrosio: “Esté en cada uno el alma de
María para engrandecer al Señor, esté en cada uno el espíritu de María para exultar en Dios…” (Exp. ev. sec.
Lc 2, 26).
Por tanto, debemos repetir también nosotros como María: ha hecho cosas grandes en mí. Porque lo
que ha hecho en Ella, lo ha hecho para nosotros y, por lo tanto, también lo ha hecho en nosotros. Por
nosotros se ha hecho hombre, nos ha traído la gracia y la verdad. Hace de nosotros hijos de Dios y herederos
del cielo.
Miércoles
Salmo
170
Santos Simón y Judas
Hoy contemplamos a dos de los doce Apóstoles: Simón el Cananeo y Judas Tadeo (a quien no hay
que confundir con Judas Iscariote).
Santa Brígida cuenta en sus Revelaciones que Nuestro Señor le recomendó que cuando deseara
conseguir ciertos favores los pidiera por medio de San Judas Tadeo.
A San Simón y San Judas Tadeo se les celebra la fiesta en un mismo día porque según una antigua
tradición los dos iban siempre juntos predicando la Palabra de Dios por todas partes. Ambos fueron llamados
por Jesús para formar parte del grupo de sus 12 preferidos o apóstoles. Ambos recibieron el Espíritu Santo
en forma de lenguas de fuego el día de Pentecostés y presenciaron los milagros de Jesús en Galilea y Judea y
oyeron sus famosos sermones muchas veces; lo vieron ya resucitado y hablaron con él después de su santa
muerte y resurrección y presenciaron su gloriosa ascensión al cielo.
San Judas Tadeo escribió una Carta que está en la S. Biblia. Esta carta tiene como preocupación
central alertar a los cristianos ante todos los que toman como excusa la gracia de Dios para disculpar sus
costumbres depravadas y para desviar a otros hermanos con enseñanzas inaceptables, introduciendo
divisiones dentro de la Iglesia ‘alucinados en sus delirios’ (v. 8), así define Judas esas doctrinas e ideas
particulares. Los compara incluso con los ángeles caídos y, utilizando palabras fuertes, dice que ‘se han ido
por el camino de Caín’ (v. 11). Además, sin reticencias los tacha de ‘nubes sin agua zarandeadas por el
viento, árboles de otoño sin frutos, dos veces muertos, arrancados de raíz; son olas salvajes del mar, que
echan la espuma de su propia vergüenza, estrellas errantes a quienes está reservada la oscuridad de las
tinieblas para siempre’ (vv. 12-13).
En medio de todas las tentaciones, con todas las corrientes de la vida moderna, debemos conservar la
identidad de nuestra fe. Además, es preciso tener muy presente que nuestra identidad exige fuerza, claridad y
valentía ante las contradicciones del mundo en que vivimos. Por eso, el texto de la carta prosigue así: “Pero
ustedes, queridos -nos habla a todos nosotros-, edificándose sobre su santísima fe y orando en el Espíritu
Santo, manténganse en la caridad de Dios, aguardando la misericordia de nuestro Señor Jesucristo para vida
eterna.
Que los apóstoles Simón el Cananeo y Judas Tadeo nos ayuden a vivir en profunda comunión con
Jesús y entre nosotros, y a redescubrir la belleza de la fe cristiana, sabiendo dar testimonio fuerte y sereno de
ella.
Jueves
Salmo 108
Sálvame, Señor, por tu bondad. Esta súplica, que cantamos como respuesta al salmo, Dios, en san
Pablo, en su carta a tito (3,4-5), nos responde, que “…Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que
nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó en Cristo, y así fuimos salvados”.
Por su parte san Juan, nos dice que “Así amó Dios al mundo, que le dio su propio Hijo…, y no para
juzgar y condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él” (Jn 3,16-17)
Dios ha determinado nuestra salvación, nuestra salvación es un hecho irreversible, porque las
decisiones de Dios son irrevocables y Dios no se tira nunca atrás en sus promesas (Rom 11,29).
Pero, lo que no falla de parte de Dios en nuestra salvación, puede fallar por parte del hombre. Por eso
san Pablo nos exhorta: “Trabajen con sumo cuidado por su salvación”, no por temor a Dios, que no fallará,
sino por temor a ustedes mismos, que le pueden fallar a Dios (Flp 2,12).
Dios toma tan en serio nuestra salvación, que, para conseguirla, se ha empeñado en dirigir todos los
acontecimientos del mundo de tal modo que todos ellos van encaminados a la salvación de los elegidos
(Rom 8,23-30).
La palabra de Dios es firme, no falla nunca, y si ha dicho que nos quiere salvar, ya verán cómo nos
salva a todos los que nos damos a Él con corazón sincero...
171
Viernes
Salmo 147
Bendigamos al Señor nuestro Dios en todo tiempo (cf. Sal 33, 2). Que en nuestros labios esté
siempre su alabanza, conservemos su recuerdo, proclamemos la virtud de aquel que ‘nos ha llamado de las
tinieblas a su luz admirable’ (1 P 2, 9). Pidamos continuamente su ayuda, para que conserve en nosotros la
luz del conocimiento que nos ha traído, y nos guíe hasta el día de la perfección”.
Adelantemos nuestro oficio en la eternidad en el tiempo, sin desmayar, “Adoremos y bendigamos a
nuestro único y verdadero Dios. Que resuene el universo y se cante por doquier: Gloria al Padre eterno,
gloria al Verbo adorable. La misma gloria al Espíritu Santo, que con su amor los une en un vínculo inefable”
(doxología que Montfort pone en los labios de María en el Magnificat: Cántico, 85, 6).
Recordemos que cuando el hombre bendice a Dios, reconoce y agradece; cuando Dios bendice al
hombre, pronuncia una palabra eficaz, otorga bienes. Es decir, Dios comenzó bendiciendo al hombre con los
frutos de la tierra, el hombre respondió ofreciendo un obsequio agradecido, fruto de su trabajo, y Dios
responde bendiciendo de nuevo al hombre.
Donde el sol bendice, allí la tierra bendice, bendicen los árboles frutales, bendicen los animales,
bendicen los pájaros, y el hombre se hace eco de toda la creación para alabar y dar gracias a Dios. Nadie
queda excluido de la bendición del Señor. San Ambrosio dice que tenemos que añadir a este concierto de
alabanza nuestra voz alegre y confiada, acompañada por una vida coherente y fiel.
Sábado
Salmo 93
El Señor jamás rechazará a su pueblo, porque Dios es Dios, es un dios de amor y bondad, y Él
siempre hace lo que dice y dice lo que hace; si Él ha hecho una Alianza de amor con su pueblo, jamás lo
podrá rechazar. En efecto, Hacia esta Alianza los profetas del Antiguo Testamento orientaron
constantemente la espera de Israel. En una época marcada por pruebas de todo tipo, cuando se corría el
peligro de que las dificultades desalentaran al pueblo elegido, se elevó la voz tranquilizadora del profeta
Isaías: “En este monte, el Señor de los ejércitos, afirma, preparará para todos los pueblos un convite de
manjares frescos, (...) de buenos vinos: manjares suculentos, vinos generosos” (Is 25, 6). Dios pondrá fin a la
tristeza y a la vergüenza de su pueblo, que finalmente podrá vivir feliz en comunión con él. Dios no
abandona jamás a su pueblo: por esto el profeta invita al júbilo: “Ahí tenéis a nuestro Dios: esperamos que
nos salve (...); nos regocijamos y nos alegramos por su salvación” (v. 9).
Pero a la generosidad de Dios tiene que responder la libre adhesión del hombre. Este es precisamente
el camino generoso que recorrieron también quienes hoy veneramos como santos. En el bautismo recibieron
el traje nupcial de la gracia divina, lo conservaron puro o lo purificaron y lo volvieron espléndido durante su
vida mediante los sacramentos. Ahora participan en el banquete nupcial del cielo. El banquete de la
Eucaristía, al que el Señor nos invita cada día y en el que debemos participar con el traje nupcial de su
gracia, es una anticipación de la fiesta final del cielo.
Misericordia es el perdón que Él nunca rechaza, como no rehusó a Pedro después de haber renegado
de El. También vale para nosotros la afirmación de que “habrá más alegría en el cielo por un solo pecador
que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión” (Lc 15, 7), porque
El Señor jamás rechazará a su pueblo, porque Dios es Dios, es un Dios de amor y bondad, y Él siempre
hace lo que dice y dice lo que hace.
SEMANA TRIGÉSIMA PRIMERA
Lunes
Salmo
Conmemoración de todos los fieles difuntos
172
San Agustín
La fiesta de los fieles difuntos es continuación y complemento de la de todos los santos. Junto a
todos los santos ya gloriosos, queremos celebrar la memoria de nuestros difuntos. Muchos de ellos formarán
parte, sin duda, de ese «inmenso gentío» que celebrábamos ayer. Pero hoy no queremos rememorar su
memoria en cuanto «santos» sino en cuanto difuntos. Es un día para presentar ante el Señor la memoria de
todos nuestros familiares y amigos o conocidos difuntos, que quizá durante la vida diaria no podemos estar
recordando.
Su muerte quizás nos hace sentir con mayor hondura la precariedad de la vida presente y nos lleva a
hacernos preguntas como éstas: ¿Dónde están nuestros difuntos? ¿Hacia dónde vamos nosotros, destinados
también a la muerte? ¿Qué sentido tiene la muerte? ¿No será la muerte la última manifestación del "sinsentido" de la vida? Este carácter absurdo y misterioso de la muerte, nosotros como cristianos sólo lo
podemos iluminar con la fe, con la luz que surge de este doble acontecimiento: Jesús murió; Jesús resucitó.
Jesús, muriendo él mismo nos enseñó a morir y nos aclaró el sentido de la muerte. La muerte de
todos y cada uno de los cristianos está necesariamente vinculada a la muerte de Cristo. La muerte de Cristo
es el modelo supremo de la muerte cristiana: Cristo aceptó voluntariamente su muerte como prueba de
obediencia amorosa a la voluntad del Padre; Cristo murió por los demás, por todos los hombres, como
culminación de una vida totalmente entregada al servicio de los demás.
Para nosotros, en efecto, la muerte de Cristo no es sólo un ejemplo, sino la causa real y eficaz de
nuestra salvación.
El Evangelio nos dice que la historia de Jesús no acabó con la muerte. En aquel domingo, las mujeres
que buscaban el cuerpo de Jesús, encontraron el sepulcro vacío: "Por qué buscáis entre los muertos al que
vive". Aquel que murió y fue sepultado, recibe ahora el titulo significativo de "El que vive", El Viviente.
De la resurrección de Jesús se origina el auténtico sentido cristiano a este día, en el que hacemos
memoria de nuestros muertos. Hoy que recordamos la muerte, y que quizás incluso nos
acercamos personalmente a los sepulcros de los seres queridos que “nos han precedido en el signo de la fe y
duermen el sueño de la paz”, confesar que Jesús es “el que vive”, ahora y para siempre, es proclamar
la noticia gozosa hasta sus últimas y más consoladoras consecuencias. Proclamar que a la muerte de Jesús
siguió su gloriosa resurrección es colocar el más sólido fundamento de nuestra esperanza cristiana.
Cada Eucaristía proclama y reactualiza la muerte victoriosa del Señor. De modo especial, hoy
incorporamos a nuestra celebración el recuerdo de la muerte de nuestros hermanos difuntos. Porque
creemos que, vinculada a la de Jesús, también para ellos la muerte fue un acontecimiento de salvación. Que
esta Eucaristía sea a un tiempo recuerdo eficaz de la muerte de Cristo y confesión gozosa de su resurrección,
plegaria piadosa por todos los fieles difuntos y expresión de nuestra voluntad de vivir y de morir por el
ejemplo y la fuerza de Jesús.
Nosotros rogamos por las almas benditas para que Dios les alivie sus penas y las purifique pronto,
pronto, y salgan rápido del Purgatorio. Y esas almas tan queridas de Dios, que tienen del todo segura su
salvación, ruegan también por nosotros, para que el Señor nos llene de sus gracias y bendiciones.
Sabemos que los que nos precedieron están en el seno de Dios. Y sin embargo, pensamos mucho en
ellos, rezamos mucho por ellos, y los muertos están presentes en nuestra familia como lo estuvieron en vida.
Sí, los difuntos nos dicen mucho al corazón, y los recordamos, rogamos por ellos, y los seguiremos
encomendando siempre al Señor. En realidad, “aquellos que nos han dejado no están ausentes, sino
invisibles. Tienen sus ojos llenos de gloria, fijos en los nuestros, llenos de lágrimas”.
Martes
Salmo 130
Dame, Señor, la paz junto a ti. Jesús de Nazaret es la Palabra eterna del Padre hecha carne por
nuestra salvación, es el ‘Dios con nosotros’, que trae consigo el secreto de la verdadera paz. Es el Príncipe
de la paz. “Quien interioriza el misterio de Cristo –por ejemplo, a través del rosario- aprende el secreto de la
paz y hace de él un proyecto de vida” (n. 40).
173
“La verdad, la justicia, el amor y la libertad” son los ‘cuatro pilares’ sobre los que es preciso
construir una paz duradera (cf. Paulo VI, Mensaje, 3). Su enseñanza conserva su actualidad. Hoy, como
entonces, a pesar de los graves y repetidos atentados contra la convivencia serena y solidaria de los pueblos,
la paz es posible y necesaria. Más aún, la paz es el bien más valioso que debemos implorar de Dios y
construir con todo esfuerzo, mediante gestos concretos de paz de todos los hombres y mujeres de buena
voluntad (cf. ib., 9).
Jesús resucitado pronunció como saludo, y como anuncio de su victoria, a los discípulos: ‘¡Paz a
vosotros!’. La Paz, don que Cristo ha dejado a sus amigos como bendición destinada a todos los hombres y a
todos los pueblos. No es una paz según la mentalidad del ‘mundo’, como equilibrio de fuerzas, sino una
realidad nueva, fruto del Amor de Dios y de su Misericordia”. “Es la paz que Jesucristo ganó con el precio
de su Sangre y que comunica a cuantos confían en Él”
El mundo en el que vivimos a menudo está marcado por conflictos, violencia y guerra, pero anhela
ardientemente la paz, una paz que es sobre todo don de Dios, una paz por la que debemos orar sin cesar.
Dame, Señor, la paz junto a ti.
Miércoles
Salmo 111
Dichosos los que temen al Señor. La Sagrada Escritura afirma que “Principio del saber, es el temor
de Dios” (Sal 110/111, 10; Prov. 1, 7). ¿Pero de qué temor se trata? No ciertamente de ese ‘miedo de Dios’
que impulsa a evitar pensar o recordarse de Él, como de algo o de alguno que turba e inquieta. Este fue el
estado de ánimo que, según la Biblia, impulsó a nuestros progenitores, después del pecado, a”ocultarse de la
vista de Dios por entre los árboles del jardín” (Gn 3, 8); éste fue también el sentimiento del siervo infiel y
malvado de la parábola evangélica, que escondió bajo tierra el talento recibido (cf. Mt 25, 18. 26).
En efecto, en el lenguaje bíblico este ‘temor’ de Dios no es miedo, no coincide con el miedo; el
temor de Dios es algo muy diferente: es el reconocimiento del misterio de la trascendencia divina. Por eso,
está en la base de la fe y enlaza con el amor. Dice la sagrada Escritura en el Deuteronomio: “El Señor, tu
Dios, te pide que lo temas, que lo ames con todo tu corazón y con toda tu alma” (cf. Dt 10, 12). Y san
Hilario, obispo del siglo IV, dijo: “Todo nuestro temor está en el amor”.
Gracias al temor del Señor no se tiene miedo al mal que abunda en la historia, y se reanuda con
entusiasmo el camino de la vida. Precisamente gracias al temor de Dios no tenemos miedo del mundo y de
todos estos problemas; no tememos a los hombres, porque Dios es más fuerte.
El Papa Juan XXIII dijo en cierta ocasión: “Quien cree no tiembla, porque, al tener temor de Dios,
que es bueno, no debe tener miedo del mundo y del futuro”. Y el profeta Isaías dice: “Fortalezcan las manos
débiles, afiancen las rodillas vacilantes. Digan a los de corazón intranquilo: ¡Ánimo, no temáis!” (Is 35, 34). Dichosos los que temen al Señor.
Jueves
Salmo 26
El Señor es mi luz y mi salvación. La respuesta al salmo nos sugiere el tema de la luz, que vence a las
tinieblas. En Cristo, luz de los pueblos, se nos ha revelado el misterio de nuestra salvación.
Dios se nos ha revelado en su Hijo Jesús, como luz del mundo, para guiar e introducir por fin a la
humanidad en la tierra prometida, donde reinan la libertad, la justicia y la paz. Y somos cada vez más
conscientes de que por nosotros mismos no podemos promover la justicia y la paz, si no se nos manifiesta la
luz de un Dios que nos muestra su rostro, que se nos presenta en el pesebre de Belén, que se nos presenta en
la cruz.
Así, en símbolo de la luz se nos evoca una realidad que afecta a lo más íntimo del hombre: la luz del
bien que vence al mal, del amor que supera al odio, de la vida que derrota a la muerte. En esta luz interior,
174
en la luz divina, nos hace pensar en Cristo luz del mundo, que nos propone el anuncio de la victoria
definitiva del amor de Dios sobre el pecado y sobre la muerte.
Cristo es la luz, luz que no puede oscurecerse, sino sólo iluminar, aclarar, revelar. Por tanto, que
nadie tenga miedo de Cristo y de su mensaje. Y si a lo largo de la historia los cristianos, por ser hombres
limitados y pecadores, lo han traicionado a veces con sus comportamientos, esto hace resaltar aún más que la
luz es Cristo y que la Iglesia sólo la refleja permaneciendo unida a él.
Que la Madre del Verbo encarnado nos ayude a ser dóciles discípulos de su Hijo, Luz de los pueblos.
Que nos ayude a abrir nuestra mente y nuestro corazón a Cristo. No tengamos miedo de la luz de Cristo. Su
luz es el esplendor de la verdad. Dejémonos iluminar por él, dejémonos envolver por su amor y
encontraremos el camino de la paz.
Viernes
Salmo 97
Que todos los pueblos aclamen al Señor: nuestra alabanza desde nuestro corazón sube a Dios, pero al
mismo tiempo, sostiene nuestro ánimo. A todos los habitantes de la tierra se nos invita a formar un inmenso
coro para aclamar al Señor con júbilo y darle gloria, como un anticipo de la gloriosa eternidad.
El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y
para Dios; y Dios no cesa de atraer hacia sí al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la
verdad y la dicha que no cesa de buscar: El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento;
pues no existe sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor; y no vive
plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador (GS 19,1).
Pero esta búsqueda exige del hombre todo el esfuerzo de su inteligencia, la rectitud de su voluntad,
‘un corazón recto’, y también el testimonio de otros que le enseñen a buscar a Dios.
Tú eres grande, Señor, y muy digno de alabanza: grande es tu poder, y tu sabiduría no tiene medida.
Y el hombre, pequeña parte de tu creación, pretende alabarte, precisamente el hombre que, revestido de su
condición mortal, lleva en sí el testimonio de su pecado y el testimonio de que tú resistes a los soberbios. A
pesar de todo, el hombre, pequeña parte de tu creación, quiere alabarte. Tú mismo le incitas a ello, haciendo
que encuentre sus delicias en tu alabanza, porque nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto
mientras no descansa en ti (S. Agustín, conf. 1, 1, 1). Que todos los pueblos aclamen al Señor.
Sábado
Salmo 144
Dichosos los que aman al Señor. Todos caminamos hacia una única meta de fe y de verdad: ser
dichosos en el amor a Dios. El amor, su bondad hacia los hombres y su omnipotencia llegan hasta conceder
a los que lo aman el privilegio de verlo a Él cara a cara como él nos ve... ‘…lo que es imposible para los
hombres es posible para Dios’. (S. Ireneo, haer. 4, 20, 5).
Dios le ha infundido al hombre, creado a su imagen, la capacidad de amar y, por tanto, la capacidad
de amarlo también a él, su Creador. Esta es la razón que hace los hombres ser: amar al Señor.
Con esta respuesta dada al salmo: Dichosos los que aman al Señor, siguiendo al profeta Isaías, Dios
nos habla al corazón de cada uno de nosotros. “Te he creado a mi imagen y semejanza”, nos dice. “Yo
mismo soy el amor, y tú eres mi imagen en la medida en que brilla en ti el esplendor del amor, en la medida
en que me respondes con amor”.
Dios nos espera. Quiere que lo amemos: ¿no debe tocar nuestro corazón esta invitación?
Precisamente en esta hora, en la que celebramos la Eucaristía, él viene a nuestro encuentro, viene a mi
encuentro. ¿Hallará una respuesta? ¿O nos sucede lo que a la viña de la que habla Isaías: Dios “esperaba que
diera uvas, pero dio agrazones”? ¿Nuestra vida cristiana no es a menudo mucho más vinagre que vino?
¿Auto-compasión, conflicto, indiferencia?
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Dios no fracasa. Al final, él vence, vence el amor. El amor del Señor no tiene límites, pero el hombre
puede ponerle un límite.
SEMANA TRIGÉSIMA SEGUNDA
Lunes
Salmo 45
Un río alegra a la ciudad de Dios. En el Apocalipsis se nos describe un río de agua viva, límpida
como el cristal, que brotaba del trono de Dios y del Cordero. En medio de la plaza de la ciudad, a una y otra
margen del río, hay árboles de vida... Sus hojas sirven de medicina para los gentiles... (Ap 22, 1-2). Según
los exegetas, las aguas vivas y vivificantes simbolizan al Espíritu Santo, como el mismo san Juan repite
varias veces en su evangelio (cf. Jn 4, 10-14; 7, 37-38).
Si el pueblo de Dios “bebe esta agua espiritual”, según san Pablo, es como Israel en el desierto, que
“bebían de la roca... y la roca era Cristo” (1 Co 10, 1-4). De su costado atravesado en la cruz “salió sangre y
agua” (Jn 19, 34), como signo de la finalidad redentora de su muerte, sufrida por la salvación del mundo.
Fruto de esta muerte redentora es el don del Espíritu Santo, concedido por él en abundancia a su Iglesia.
Verdaderamente “fuentes de agua viva salen del interior” del misterio pascual de Cristo, llegando a
ser, en las almas de los hombres, como don del Espíritu Santo “fuente de agua que brota para vida eterna”
(Jn 4, 14). Este don proviene de un Dador bien perceptible en las palabras de Cristo y de sus Apóstoles: la
Tercera Persona de la Trinidad.
Ahora, a cada uno de nosotros, nos corresponde encauzar esta agua saludable en los espacios
ordinarios de la vida, en las ocupaciones diarias: en la familia, en el trabajo, en las relaciones interpersonales
y sociales, y en el tiempo libre, para que podamos cantar con toda nuestra vida: Un río alegra a la ciudad de
Dios.
Martes
Salmo 33
Bendigamos al Señor a todas horas. Según el Antiguo Testamento, “bendecir a Dios” significa
también darle gracias, además de “alabar a Dios”, “confesar al Señor”.
El Eclesiástico nos dice: “Bendigan al Señor en todas sus obras, es decir, Bendigamos al Señor a
todas horas. Ensalcemos su nombre, y unámonos en la confesión de sus alabanzas.” “Alabémosle así con
alta voz: Las obras del Señor son todas buenas, sus órdenes se cumplen a tiempo, pues todas se hacen desear
a su tiempo.
Bendigamos al Señor a todas horas porque su persona viva y santa, actúa y salva al mundo; más aún,
invitemos a todas las criaturas marcadas por el don de la vida a asociarse a nuestra alabanza: “Todo viviente
bendiga su santo nombre, por siempre jamás” (v. 21).
Bendigamos a Dios siempre”, que en todo momento exista un cántico nuevo de alabanza a su
nombre, que siempre exista en nosotros el deseo de alabar y bendecir su santo nombre, que tanto en los días
de sol como en los días nublados podamos alabarle, entendiendo que tanto el día de sol como el día nublado
lo ha hecho Dios, por tanto debemos siempre tener en nuestra boca un canto de alabanza a su nombre,
porque el ha sido Bueno y para siempre es su misericordia.
Bendigamos al Señor a todas horas: “… ofrezcamos siempre a Dios, por medio de él, sacrificio de
alabanza, es decir, fruto de labios que confiesan su nombre” (Hebreos 13:15).
Miércoles
Salmo 81
176
Ven, Señor, y haz justicia. Cuando se habla de “justicia” en el mundo se hace referencia al
cumplimiento de las leyes de las naciones. La concepción bíblica de justicia es bastante distinta. En la Biblia
se entiende por justicia la fidelidad, la solidaridad con las personas o comunidades con las que uno se ha
comprometido.
Hablar de la justicia divina no debe llevarnos a pensar en un juez que condena a los transgresores de
unas leyes. Dios es justo porque siempre se mantiene en actitud de respeto, de amor, de fidelidad; porque
sabe perdonar de corazón; y comenzar siempre de nuevo…
Según Jeremías, Dios y justicia están tan íntimamente interrelacionados, que practicar la justicia es
conocer a Dios y conocer a Dios es practicar la justicia (Jer 22,16). La experiencia de construir la justicia es
experiencia de Dios, pues se trata de respetar a cada ser humano como hijo querido de Dios y de ayudarle de
modo que pueda vivir dignamente.
Dios es justo también respetando la libertad que nos ha dado. Él siempre está en actitud de ayuda.
Pero jamás se impone a nadie. La fidelidad a un proyecto de amor no puede ser impuesta a la fuerza. Por eso
respeta tanto nuestras decisiones. Aunque usemos mal nuestra capacidad de opción y de compromiso, él se
mantiene siempre fiel a su actitud de ayuda, si es que se le acepta. Su proyecto es ayudarnos a crecer como
personas, en amor, inteligencia, belleza, creatividad...
Dios manifiesta su justicia haciendo justos a los pecadores (cf. Rm 3, 26). Dios no se complace en la
muerte del malvado, sino en que se convierta de su conducta y viva (cf. Ez 18, 23).
Jueves
Salmo 118
Enséñanos, Señor, tus leyes. Santo Tomás (en sus Opúsculos teológicos) enseña que “Es claro que no
todos pueden dedicarse a la ciencia con esfuerzo y por eso Cristo ha dado una ley sencilla que todos la
puedan conocer y nadie pueda excusarse por ignorancia de su cumplimiento. Esta es la ley del amor divino:
Porque pronta y perfectamente cumplirá el Señor su palabra sobre la tierra (Rm 9, 28; Is 10, 23)”.
Continúa santo tomas diciendo que “Esta ley debe ser la regla de todos los actos humanos. Del
mismo modo que sucede en las cosas artificiales, donde una cosa se dice buena y recta cuando se adecua a la
regla, de la misma manera, pues, cualquier acción del hombre se llama recta y virtuosa cuando concuerda
con la regla divina del amor, mientras que cuando está en desacuerdo con ella no es ni recta, ni buena, ni
perfecta.
Esta ley, la del amor divino, realiza en el hombre cuatro cosas muy deseables:
En primer lugar es causa en él de la vida espiritual; es claro que ya en el orden natural el que ama
está en el amado, y del mismo modo, también el que ama a Dios lo tiene al mismo dentro de sí: Quien
permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él (1 Jn 4, 16). Es propio también naturalmente en el
amor que, el que ama, se transforme en el amado; así, si amamos a Dios nos hacemos divinos: El que se une
al Señor es un espíritu con él (1 Co 6, 15) Y como afirma san Agustín: «Como el alma es la vida del cuerpo,
así Dios es la vida del alma.». Paralelamente el alma obrará virtuosamente y perfectamente sólo cuando
actúe por la caridad, mediante la cual Dios habita en ella; en cambio, sin caridad, no podrá actuar: El que no
ama permanece en la muerte. (1 Jn 3, 14) Si alguien tuviera todos los dones del Espíritu Santo, pero sin la
caridad, no tiene la vida. Sea el don de lenguas, sea la gracia de la fe, o cualquier otro, como el don de
profecía, si no hay caridad, no dan la vida. (1 Co 3) Aunque al cuerpo muerto se lo revista de oro y piedras
preciosas, no obstante siempre estará muerto.
En segundo lugar, es causa del cumplimiento de los mandamientos divinos. Dice san Gregorio que la
caridad no es ociosa: si se da, actuará cosas grandes; pero si no se actúa es que no hay allí caridad.
Comprobamos cómo el que ama es capaz de hacer cosas grandes y difíciles por el amado, por ello dice el
señor: El que me ama guardará mi palabra. (Jn 4, 23) El que guarda el mandamiento y ley del amor divino,
cumple toda la ley.
Lo que hace la caridad, en tercer lugar, es ser una defensa en la adversidad. Al que posee la caridad
ninguna cosa adversa lo dañará, es más, se convertirá en utilidad: A los que aman a Dios todo les sirve para
177
el bien (Rm 8, 28); aún más, incluso al que ama le parecen suaves las cosas adversas y difíciles, como entre
nosotros mismos vemos tan manifiestamente.
En cuarto lugar la caridad lleva a la felicidad; únicamente a los que tienen caridad se les promete
efectivamente la bienaventuranza. Todas las demás cosas, si no van acompañadas de la caridad, son insuficientes. Además es de saber que la diferencia de bienaventuranza se deberá únicamente a la diferencia le
caridad y no en comparación con otras virtudes”
Viernes
Salmo 18
Los cielos proclaman la gloria de Dios. “…y el firmamento anuncia la obra de sus manos” (Sal 19,
2); con estas palabras, el salmista evoca el ‘testimonio silencioso’ de la admirable obra del Creador, inscrita
en la realidad misma de la creación. Dios quiere hacerse oír en el silencio de la creación, en la que el
intelecto percibe la trascendencia del Señor de la creación. De la contemplación de la creación, para a la
contemplación de Dios, por las obras de la creación, podemos conocer a su autor.
Un texto clásico sobre el tema de la posibilidad de conocer a Dios -en primer lugar su existencia- a
partir de las cosas creadas, lo encontramos en la Carta de San Pablo a los Romanos: “...desde la creación del
mundo, lo invisible de Dios, su eterno poder y divinidad, son conocidos mediante las obras. Por tanto, se
puede conocer a Dios por sus criaturas; para el entendimiento humano el mundo visible constituye la base de
la afirmación de la existencia del Creador invisible.
Las facultades del hombre lo hacen capaz de conocer la existencia de un Dios personal. Pero para
que el hombre pueda entrar en su intimidad, Dios ha querido revelarse al hombre y darle la gracia de poder
acoger en la fe esa revelación en la fe.
San Pablo enseña que “El pecado le impide al hombre dar la gloria debida a Dios, a quien todo
hombre puede conocer. Puede conocer su existencia y también hasta un cierto grado su esencia, perfecciones
y atributos. En cierto sentido Dios invisible ‘se hace visible en sus obras’.
Es necesario cultivar nuestro ánimo de tal manera que se promueva nuestra capacidad de admiración,
de comprensión interna, de contemplación de la naturaleza para llegar a la contemplación de Dios y darle
gloria, ahora de en e tiempo y luego plenamente en la eternidad (Cfr. GS 59).
Sábado
Salmo 104
Recordemos los prodigios del Señor. Si ayer proclamábamos la gloria de Dios, ahora la respuesta al
salmo nos invita recordar los prodigios del Señor en favor de los hijos de los hombres. (Cfr. Sal 106, 8. 15.
21. 31); es decir, nuestro pensamiento pasa a poner el acento en las “grandes hazañas” realizadas por Dios a
favor del hombre, las cuales manifiestan “su inmensa grandeza”.
Brevemente recordemos los prodigios realizados por dios en la “la alianza que pactó con Abraham"
(v. 9), la historia extraordinaria de José, los prodigios de la liberación de Egipto y del viaje por el desierto, y,
por último, el don de la tierra prometida. Todos los prodigios de Dios a favor del hombre han acaecidos por
el amor y fidelidad de Dios a la humanidad (Sal 106, 8. 15. 21. 31).
El Rosario recuerda continuamente al pueblo de la Nueva Alianza los prodigios de misericordia y de
poder que Dios ha desplegado en Cristo en favor del hombre, y lo llama a la fidelidad respecto a sus
compromisos bautismales. Nosotros somos su pueblo, Él es nuestro Dios.
El siervo de Dios Juan Pablo II (ángelus 9 de octubre de 1983) nos dice que el “recuerdo de los
prodigios de Dios y la llamada constante a la fidelidad pasa, en cierto modo, a través de María, la Virgen
fiel. La repetición del Ave nos ayuda a penetrar, poco a poco, cada vez más hondamente en el profundísimo
misterio del Verbo Encarnado y salvador (cf. LG 65), “a través del corazón de Aquella que estuvo más cerca
del Señor” (Marialis cultus, 47). Porque también María, como Hija de Sión y heredera de la espiritualidad
sapiencial de Israel, cantó los prodigios del Éxodo; pero, como la primera y más perfecta discípula de Cristo,
anticipó y vivió la Pascua de la Nueva Alianza, guardando y meditando en su corazón cada palabra y gesto
178
del Hijo, asociándose a Él con fidelidad incondicional, indicando a todos el camino de la Nueva Alianza:
“Hagan lo que Él os diga” (Jn 2, 5).
El rezo del santo rosario nos sumerge en los misterios de Cristo, y nos propone en el rostro de la
Madre a cada uno de nosotros y a toda la Iglesia el modelo perfecto de cómo se acoge, se guarda y se vive
cada palabra y acontecimiento de Dios, en el camino todavía en marcha de la salvación del mundo.
SEMANA TRIGÉSIMA TERCERA
Lunes
Salmo 118
Ayúdame, Señor, a cumplir tus mandamientos, es decir, a ser totalmente fiel a tu voluntad. Por esta
senda se encontrará la paz del alma y se logrará atravesar el túnel oscuro de las pruebas, llegando a la alegría
verdadera. En efecto, en el cumplimiento de los mandamientos divinos es la fuente de la serenidad.
Por esto, san Agustín, al comentar la alegría que brota del cumplimiento de la ley del Señor, se
pregunta: ¿puede haber alguien que no desee ser feliz?, ¿ha habido o habrá alguien que no lo desee? Pero si
esto es verdad, ¿qué necesidad hay de invitaciones para alcanzar una meta a la que el corazón humano tiende
espontáneamente? (...) ¿No será tal vez porque, aunque todos aspiramos a la felicidad, la mayoría ignora
el modo como se consigue? Sí, precisamente esta es la lección de aquel que dice: “Dichoso el que, con vida
intachable, camina en la voluntad del Señor”.
Los que aceptamos y seguimos al Dios revelado por Jesucristo estamos llamados por el Espíritu
Santo a cumplir los mandamientos por amor. En efecto, la persona humana, en cuyas profundidades
espirituales ha puesto su morada el Espíritu Santo, queda iluminada en su inteligencia y movida en su
voluntad, para que comprenda y cumpla "la voluntad de Dios, buena, grata y perfecta" (Rom 12, 2).
De este modo se realiza la profecía antigua: “Pondré mi ley en su interior y la escribiré en su
corazón, y seré su Dios y ellos serán mi pueblo” (Jer 31, 33), y también: “Pondré mi espíritu dentro de
vosotros y os haré ir por mis mandamientos y observar mis preceptos y ponerlos por obra” (Ez 36, 27).
El don del Espíritu es el que nos hace libres con la verdadera libertad, convirtiéndose Él mismo en
nuestra ley. El Espíritu, que habita en el corazón del hombre redimido, transforma la subjetividad de la
persona, haciéndola consentir interiormente a la ley de Dios y a su proyecto salvífico.
Ninguna acción es más libre que la realizada por amor, y, al mismo tiempo, nada coacciona más que
el amor. Escribe Santo Tomás: “Es propio de la amistad agradar a la persona amada en lo que ella quiere...
Por tanto, ya que nosotros hemos sido hechos por el Espíritu amigos de Dios, el mismo Espíritu nos impulsa
a cumplir sus mandamientos” (Summa contra Gentes, IV, 22). Por tanto, oremos al Espíritu Santo diciendo:
Ayúdame, Señor, a cumplir tus mandamientos.
Martes
Salmo 3
El Señor es mi defensa. Sí, el salmista pone en nuestro corazón esta confesión de fe y confianza: El
“Señor es la defensa de mi vida” (Sal 26, 1). Y continuamente repite: “¿A quién temeré? (...) ¿Quién me
hará temblar? (...) Mi corazón no tiembla. (...) Me siento tranquilo” (Sal 26. 1-3).
Casi nos parece estar escuchando la voz de san Pablo, el cual proclama: “Si Dios está con nosotros,
¿quién contra nosotros?” (Rm 8, 31). Pero la serenidad interior, la fortaleza de espíritu y la paz son un don
que se obtiene refugiándose en la oración personal y comunitaria.
Tales palabras sólo encuentran su verdadero significado, su valor primero, en labios del hombre que
no sólo busca, sino que también combate. ¿Por qué combate? ¿A qué conduce la lucha? Combate
precisamente por la victoria que consiste en la realización del pensamiento eterno de Dios en sí mismo, en su
alma, por la verdad de su vocación, cualquiera que se a nuestro estado. En esta búsqueda, en esta lucha
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interna debe situarse, en cierto sentido, frente a frente con la plena realidad del amor que Dios ha revelado al
hombre en Cristo: “El que no perdonó a su propio Hijo, antes lo entregó por todos nosotros” (Rom 8, 32),
“¿cómo no va estar a nuestro lado para convertirse en la defensa de nuestra vida?, ¿Quién acusará a los
elegidos de Dios? Siendo Dios quien justifica, ¿quién condenará? Cristo Jesús, el que murió, aún más, el que
resucitó, el que está a la diestra de Dios, es quien intercede por nosotros” (Rom 8, 31-34). El Señor es mi
defensa.
Miércoles
Salmo 16
Escóndeme, Señor, bajo la sombra de tus alas. En otras palabras, le manifestamos a Dios nuestro
deseo de llevar una vida íntima, secreta y profunda en Él. Una vida escondida en Dios”, que esté envuelta en
el amor.
San Pablo nos explica lo que es una vida escondida bajo la sombra de las alas de Dios: una vida
estrecha con Cristo, a la que todos estamos llamados: “Estoy crucificado con Cristo: vivo yo, pero no soy yo,
es Cristo quien vive en mí. Y mientras vivo en esta carne, vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta
entregarse por mí (Gál 2, 16. 19-21).
La vida escondida en Cristo, es ley fundamental de la vida cristiana, que enuncia san Pablo cuando
invita a: pensar “en las cosas de arriba, no en las de la tierra” (Col 3, 2). Este aspecto escondido de la unión
íntima con Cristo se revelará en su profunda verdad y belleza cuando nos encontremos en el más allá.
Por consiguiente, estar escondidos en la sombra de Dios, es no sólo saber que estamos seguros en
Dios, sino además es tener el deseo de Dios, de querer vivir con él para Él como hijos suyos. Pero ¿Qué
implica, en la el ser hijos de Dios? San Pablo escribe: “Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios
son hijos de Dios” (Rm 8, 14). Ser hijos de Dios significa, pues, acoger al Espíritu Santo, dejarse guiar por
él, estar abiertos a su acción en nuestra historia personal y en la historia del mundo.
En efecto, “Miren cómo nos amó el Padre. Quiso que nos llamáramos hijos de Dios, y nosotros lo
somos realmente” (1 Jn 3, 1). Por esto con toda confianza le debemos decir y realmente quererlo hacer:
Escóndeme, Señor, bajo la sombra de tus alas ¿Cómo permanecer indiferentes ante este desafío del amor
paternal de Dios que nos invita a una comunión de vida tan profunda e íntima?
Jueves
Salmo 49
Dios salva al que cumple su voluntad. Adheridos a Cristo, podemos llegar a ser un solo espíritu con
él, y así cumplir su voluntad (Orígenes, or. 26). La voluntad de Dios es la que Cristo enseñó y cumplió:
humildad en la conducta, firmeza en la fe, reserva en las palabras, rectitud en los hechos, misericordia en las
obras, orden en las costumbres, no hacer ofensa a nadie y saber tolerar las que se le hacen, guardar paz con
los hermanos, amar a Dios de todo corazón, amarle porque es Padre, temerle porque es Dios; no anteponer
nada a Cristo, porque tampoco él antepuso nada a nosotros; unirse inseparablemente a su amor, abrazarse a
su cruz con fortaleza y confianza; si se ventila su nombre y honor, mostrar en las palabras la firmeza con la
que le confesamos; en los tormentos, la confianza con que luchamos; en la muerte, la paciencia por la que
somos coronados. Esto es querer ser coherederos de Cristo, esto es cumplir el precepto de Dios, esto es
cumplir la voluntad del Padre (san Cipriano de Cartago, Tratado sobre el “Padre Nuestro”, 14 – 17).
Dios salva al que cumple su voluntad. Sí, nuestro bien mayor es la unión de nuestra voluntad con la
voluntad de nuestro Padre celestial, porque sólo así podemos recibir en nosotros todo su amor, que nos lleva
a la salvación y a la plenitud de vida.
No dejemos de dirigir nuestra oración con frecuencia a Dios, a fin de que nos conceda la luz y la
fuerza necesarias para hacer el bien, como nos enseña el salmista: “Muéstrame, Señor, el camino de tus
leyes, y lo seguiré puntualmente; enséñame a cumplir tu voluntad, y a guardarla de todo corazón; guíame por
la senda de tus mandatos, porque ella es mi gozo (...). Aparta mis ojos de las vanidades, dame vida con tu
palabra” (Sal 119 33-35. 37).
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Busquemos la voluntad de Dios, es decir, busquemos una voluntad amiga, benévola, que quiere
nuestra realización, que desea sobre todo la libre respuesta de amor al amor suyo, para convertirnos en
instrumentos del amor divino, porque Dios salva al que cumple su voluntad.
Viernes
Salmo 29
Bendito, seas, Señor, Dios nuestro. Esta respuesta de alabanza, que hemos hechos a Dios, con
nuestra respuesta al salmo, es lo que el sacerdote hace cuando ofrece el pan y el vino destinados a
convertirse en el Cuerpo y la Sangre de Cristo: “Bendito seas Señor, Dios del universo, por este pan, fruto de
la tierra y del trabajo del hombre, que recibimos de tu generosidad y ahora te presentamos: él será para
nosotros pan de vida”.
Y Jesús se solía dirigirse a Dios su Padre así: “Bendito seas, Padre, (...) porque has revelado los
secretos del Reino a la gente sencilla”.
Dios manifiesta su sabiduría y revela sus planes de salvación a la gente sencilla. ¡Cuántas veces lo
experimentamos en nuestro trabajo diario! ¡Cuántas veces el Señor elige caminos aparentemente ineficaces
para realizar sus providenciales designios de salvación! Por esto y por todo, hemos cantado: Bendito, seas,
Señor, Dios nuestro
¡Bendito seas, Padre, porque revelas a la gente sencilla la sabiduría divina y misteriosa, que ha
permanecido oculta, y has predestinado antes de los siglos para nuestra gloria! (cf. 1 Co 2, 7).
Ayúdanos a buscar siempre y únicamente tu sabia voluntad. Haz que seamos instrumentos de tu
amor, para que caminemos sin cesar en tu ley. Abre nuestros ojos, para que descubramos las maravillas de
esta ley; danos inteligencia para que la observemos y cumplamos con todo nuestro corazón. Bendito, seas,
Señor, Dios nuestro.
Sábado
Salmo 9
Cantemos al Señor, nuestro Salvador. ¡Bendito don dado a los hombres! poder cantar las
maravillosas obras de nuestro Dios, poder expresar en palabras y melodías armoniosas, el amor, el gozo, la
gratitud a nuestro Salvador con un cantar que llegue como perfume de olor suave ante su santa presencia y le
sea agradable. Pero en nuestro canto hemos de usar la cabeza y ofrecer a Dios lo mejor, con el corazón
abierto a él.
La causa de nuestro canto es Jesús nuestro salvador, que ha venido a nosotros para salvador no sólo
el hombre, sino toda la creación, a la que se invita a cantar al Señor un cántico nuevo y a alegrarse con todas
las naciones de la tierra (cf. Sal 96).
El hombre de hoy más que nunca necesita un Salvador, y nos alegramos porque Cristo ha venido
para que podamos ser hijos de Dios; es decir, ha venido a ofrecernos la oportunidad de ver la gloria divina y
de compartir la alegría del Amor, que en Belén se hizo carne por nosotros. Nuestro Salvador ha venido a
nosotros, porque sabe que lo necesitamos.
A pesar de tantas formas de progreso, el ser humano es el mismo de siempre: una libertad tensa entre
bien y mal, entre vida y muerte. Es precisamente en su intimidad, en lo que la Biblia llama el "corazón",
donde siempre necesita ser salvado. Y en la época actual postmoderna necesita quizás aún más un Salvador,
porque la sociedad en la que vive se ha vuelto más compleja y se han hecho más insidiosas las amenazas
para su integridad personal y moral. ¿Quién puede defenderlo sino Aquél que lo ama hasta sacrificar en la
cruz a su Hijo unigénito como Salvador del mundo?
Cantemos al Señor, nuestro Salvador, porque se ha hecho hombre; porque ha nacido de la Virgen
María y nos acompaña en nuestro diario caminar en su Iglesia. Él es quien lleva a todos el amor del Padre
celestial. ¡Él es el Salvador del mundo! No temamos, abrirle el corazón, acámosle, para que su Reino de
amor y de paz se convierta en herencia común de todos.
181
SEMANA TRIGÉSIMA CUARTA
Lunes
Daniel 3
Bendito seas, para siempre, Señor. “Bendito seas, Señor, Dios del universo, por este pan, fruto de la
tierra y del trabajo del hombre que recibimos de tu generosidad y ahora te presentamos, él será para nosotros
pan de vida”. Con estas palabras alaba la Iglesia a Dios cada día en la liturgia eucarística, ofreciéndole el pan
y el vino, fruto de la tierra, fruto de la vid, y del trabajo del hombre. Así la Iglesia presenta cada día a Dios el
trabajo humano, el trabajo físico o intelectual, para que el Señor lo acoja junto con el sacrifico redentor el
trabajo divino de su Hijo Jesucristo. El trabajo humano, al prolongar la obra creadora de Dios, unido al
sacrificio de Cristo, es convertido por El en fuente de vida eterna.
En la Eucaristía, celebramos los regalos de Dios, hechos por las manos de los hombres. “Bendito
seas, Señor, Dios de todo lo creado; en tu bondad, nosotros tenemos este pan y este vino que ofrecer, fruto
de la tierra, fruto de la vid y del trabajo del hombre…” El trabajo humano tiene un papel integral en la
historia de la salvación. La Iglesia afirma que “en cada época Dios llamas al hombre y a la mujer a
desarrollar y usar sus dones para el bien de los demás”. Aquellos que creen en Dios, dan por hecho que
tomando por sí misma la actividad humana, tanto la individual como la colectiva… están de acuerdo con la
voluntad de Dios.
“Tú Señor, hiciste todo para deleite del hombre, le diste el alimento para todos sus días… como
grano una vez disperso sobre la ladera, fue en esta fracción del pan hecha una, que desde todas las tierras la
Iglesia es congregada” (Didaché), para celebrar el culto máximo, que puede ofrecer al Dios, que nos reveló
Jesucristo, por esto le cantamos: Bendito seas, para siempre, Señor.
Martes
Daniel 3
Bendito seas para siempre, Señor. Sí, “Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo; (...)
(porque) Él nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e
irreprochables ante él” (Ef 1, 3-4). Partiendo del salmo y siguiendo el pensamiento del Apóstol, conozcamos
cuál es el plan eterno de Dios con respecto al hombre, que hizo a su imagen y semejanza.
Dios, al crearlo de este modo, desde el inicio hizo al hombre semejante a su Hijo y lo unió a él. En
efecto, mediante el acontecimiento del misterio de la encarnación, el más grande de la historia de la
humanidad, nos envuelve a todos y cada uno: el Hijo de Dios se hizo hombre, para que nosotros, en él y por
él, nos convirtiéramos en hijos adoptivos de Dios. En efecto, "al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios
a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que
recibiéramos la filiación adoptiva” (Ga 4, 4-5). Desde este misterio, no podemos menos, sino cantar: Bendito
seas para siempre, Señor
Al celebra cada Eucaristía, Acción de gracias, damos gracias por el gran don de la filiación adoptiva
de Dios, que mediante el nacimiento de Cristo llegó a ser la herencia del hombre. Por tanto, acerquemos con
confianza a Cristo y encontremos en él las inagotables fuentes de su misericordia. “Él perdona todas nuestras
culpas, y cura todas nuestras enfermedades; él rescata nuestra vida de la fosa y nos colma de gracia y de
ternura” (cf. Sal 103, 3-4).
Cristo “es prenda de nuestra herencia, para redención del pueblo de su posesión, para alabanza de su
gloria” (Ef 1, 14). Así pues, debemos aprovechar la gracia de la eucaristía, que nos acerca a Cristo y nos
permite participar más plenamente en la herencia que Dios nos ha preparado en su gloria. Bendito seas para
siempre, Señor.
Miércoles
182
Daniel 3
Bendito seas, para siempre, Señor, porque en tu infinita bondad, con la voz del Espíritu, siempre has
llamado a hombres y mujeres, que, ya consagrados en el Bautismo, fueran en la Iglesia signo del
seguimiento radical de Cristo, testimonio vivo del Evangelio, anuncio de los valores del Reino, profecía de
la Ciudad última y nueva.
Con los sacramentos de la iniciación cristiana, el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía, se ponen
los fundamentos de toda vida cristiana. “La participación en la naturaleza divina que los hombres reciben
como don mediante la gracia de Cristo, tiene cierta analogía con el origen, el crecimiento y el sustento de la
vida natural. En efecto, los fieles renacidos en el Bautismo se fortalecen con el sacramento de la
Confirmación y finalmente, son alimentados en la Eucaristía con el manjar de la vida eterna, y, así por
medio de estos sacramentos de la iniciación cristiana, reciben cada vez con más abundancia los tesoros de la
vida divina y avanzan hacia la perfección de la caridad” (Pablo VI, Const. apost. "Divinae consortium
naturae”; cf OICA, praen. 1-2).
Así, por los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación cada cristiano está llamado a dar
testimonio y a anunciar el Evangelio; en efecto, con los sacramentos del Bautismo, de la Confirmación y
después, de modo constante, de la Eucaristía, es como el Espíritu Santo nos hace hijos del Padre, hermanos
de Jesús, miembros de su Iglesia, capaces de un verdadero testimonio del Evangelio, beneficiarios de la
alegría de la fe.
La meta a la que hemos de tener, para vivir completa nuestra fe es decirle con el canto y con los
hechos al señor: Bendito seas, para siempre, Señor, porque nos llamado a dar testimonio de ti, de tu
evangelio, con la palabra y el testimonio, en torno a la parroquia y al párroco, como cabeza de la comunidad
parroquial, de acuerdo a los que somos por estos sacramentos: discípulos misioneros de Jesús.
¡Qué importante es que veamos nuestro ser y quehacer, no como una carga, sino como una
predilección de parte de Jesús!, que nos dice: “la mies es mucha, los obreros pocos”. El ser discípulo y el ser
misionero están en interconexión vital, de tal manera que, ser discípulo lleva a ser misionero en el anuncio
de Cristo, “camino, verdad y vida”.
Jueves
Daniel 3
Bendito seas para siempre, Señor. Ahora podemos recordar a Tobías, quien se levantó del lecho y
dijo a Sara: ‘Levántate, hermana, y oremos y pidamos a nuestro Señor que se apiade de nosotros y nos
salve’. Ella se levantó y empezaron a suplicar y a pedir el poder quedar a salvo. Comenzó él diciendo:
‘¡Bendito seas tú, Dios de nuestros padres... tú creaste a Adán, y para él creaste a Eva, su mujer, para sostén
y ayuda, y para que de ambos proviniera la raza de los hombres. Tú mismo dijiste: “no es bueno que el
hombre se halle solo; hagámosle una ayuda semejante a él”. Yo no tomo a ésta mi hermana con deseo
impuro, mas con recta intención. Ten piedad de mí y de ella y podamos llegar juntos a nuestra ancianidad’.
Y dijeron a coro: ‘Amén, amén’. Y se acostaron para pasar la noche (Tb 8, 4-9).
He aquí algunos aspectos muy importantes que los esposos han cultivar en su familia: como la
oración en familia, como esposos, para que permanezcan unidos, tengan familias fuertes en la fe, y los dos
lleguen bien hasta la vejez. Nunca olviden, esposos cristianos, que la oración en familia es garantía de
unidad en un estilo de vida coherente con la voluntad de Dios.
Juan Pablo II en el año del Rosario, recomendaba el rezo del Rosario como oración de la familia y
para la familia: rezando el Rosario, en efecto,”Jesús está en el centro, se comparten con él alegrías y dolores,
se ponen en sus manos las necesidades y proyectos, se obtienen de él la esperanza y la fuerza para el
camino” (Rosarium Virginis Mariæ, 41).
¡Con la ayuda de Dios hagan del Evangelio la regla fundamental de su familia, y de su familia una
página del Evangelio escrita para nuestros tiempos! Que nuestras familias puedan y sepan cantar: Bendito
seas para siempre, Señor
183
Viernes
Daniel 3
Bendito seas para siempre, Señor. Dicho en parecidas palabras: “Bendito sea Dios que nos ha
bendecido en Cristo" (Ef 1,3-14), porque "nos bendijo en Cristo con toda clase de bendiciones espirituales,
en el cielo. Ya que en Él nos eligió, antes de la creación del mundo... Nos predestinó a ser hijos adoptivos
suyos por Jesucristo” (Ef 1, 3-5).
Desde esta perspectiva que nos da san Pablo, podemos redescubrir nuestra identidad de bautizados y
confirmados, es decir: “¿quién soy?”. San Pablo desarrolla nuestra vida y misión de bautizados así:
 Somos redimidos; estamos colmados por la remisión de los pecados y llenos de gracia;
estamos llamados a la unión con Cristo y, luego, a unificar a todos en Cristo.
 Estamos llamados a existir para gloria de la Majestad divina; participamos en la palabra de la
verdad, en el Evangelio de la salvación; estamos marcados con el sello del Espíritu Santo;
somos partícipes de la herencia, en espera de la completa redención, que nos hará propiedad
de Dios.
La respuesta a la pregunta ‘¿quién soy?’, nos lleva a otra ‘¿Qué debemos hacer?’, es una respuesta
fuerte y decisiva. Cristo llama a los Doce y comienza a enviarles de dos en dos (cf. Mc 6, 7). Y les ordena
que entren en todas las casas y de ese modo den testimonio. El Concilio Vaticano II ha recordado que todos
los cristianos, no sólo los eclesiásticos, sino también los laicos, forman parte de la misión profética de
Cristo. No hay duda alguna, por tanto, respecto a “qué es lo que debemos hacer”.
Sigue siendo siempre actual, la pregunta ¿cómo debemos hacerlo? Con la palabra y el testimonio,
dando un tiempo de nuestra vida para servir al Señor. Y cuando respondamos a estas tres preguntas con
nuestra vida, nos sentiremos plenos como discípulos misioneros de Jesús, y así, podremos contar con el
corazón y con nuestra boca: Bendito seas para siempre, Señor.
Sábado
Daniel 3
Bendito seas para siempre, Señor. Sí, ¡bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo! porque
mediante la resurrección de su Hijo nos ha reengendrado y, en la fe, nos ha dado una esperanza invencible
en la vida eterna, a fin de que vivamos en el presente siempre proyectados hacia la meta, que es el encuentro
final con nuestro Señor y Salvador.
Con la fuerza de esta esperanza no tenemos miedo a las pruebas, las cuales, por más dolorosas y
pesadas que sean, nunca pueden alterar la profunda alegría que brota en nosotros del hecho de ser amados
por Dios. Él, en su providente misericordia, entregó a su Hijo por nosotros, y nosotros, aun sin verlo,
creemos en él y lo amamos (cf. 1 P 1, 3-9). Su amor nos basta.
De la fuerza de este amor, de la firme fe en la resurrección de Jesús que funda la esperanza, nace y se
renueva constantemente nuestro testimonio cristiano. Ahí radica nuestro ‘Credo’, el símbolo de fe en el que
se basó la predicación inicial y que, inalterado, sigue alimentando al pueblo de Dios. El contenido del
kerygma, del anuncio, que constituye la esencia de todo el mensaje evangélico, es Cristo, el Hijo de Dios
hecho hombre, muerto y resucitado por nosotros.
Su resurrección es el misterio fundamental del cristianismo, el cumplimiento sobreabundante de
todas las profecías de salvación. La certeza de que Cristo resucitó nos asegura que ninguna fuerza contraria
podrá jamás destruir la Iglesia. Nos anima también la conciencia de que sólo Cristo puede colmar
plenamente las expectativas profundas de todo corazón humano y responder a los interrogantes más
inquietantes sobre el dolor, la injusticia y el mal, sobre la muerte y el más allá. Por la resurrección de
Jesucristo, que da sentido plena a nuestra vida, le hemos cantado toda esta semana a nuestro Dios: Bendito
seas para siempre, Señor.
184
SALMOS DEL CICLO II EN AÑOS PARES
Recordemos lo que hemos dicho en “salmos del ciclo i en años impares”. Bien, ahora nos fijamos en
este aspecto: las ferias del tiempo ordinario no tienen formulario propio para la misa, salvo las lecturas y
salmos responsoriales. El Leccionario ferial está, no obstante, dividido en un ciclo de dos años, pero de
forma que el evangelio sea siempre el mismo, mientras que la primera lectura ofrece una serie para el año I
(años impares) y otra para el año II (años pares).
En la lectura evangélica se leen únicamente los evangelios sinópticos por este orden: Marcos en las
semanas I-IX, Mateo en las semanas X-XXI y Lucas en las semanas XXII-XXXIV. En la primera lectura
alternan los dos Testamentos varias semanas cada uno, según la extensión de los libros que se leen.
El Leccionario ferial del tiempo ordinario supone una novedad en la liturgia romana, pero se da con
ello cumplimiento a la disposición del Vat. II en orden a la apertura abundante de los tesoros de la biblia
para el pueblo cristiano (cf SC 51).
Ahora nos fijaremos en la liturgia de la Palabra en los días feriales del Tiempo ordinario (II)
1. Nuestro carácter ferial
Vamos a comparar, de manera breve, dos cuadros, casi dos iconos, de la dimensión ferial.
Veamos el primero: el hombre de hoy -cada uno de nosotros- en los días feriales. Nos encontramos
inmersos en una febril e intensa actividad, en una carrera frenética y sin pausa. La dimensión ferial está
marcada, para nosotros, por la «fiebre de la acción» y por el miedo a perder tiempo, por una doble y opuesta
sensación: que nos roben nuestro tiempo y que nos coma el tiempo. Nuestra dimensión ferial está
amenazada, está enferma.
Veamos ahora el otro cuadro: se trata de los primeros seis grandes días feriales en los que Dios está
trabajando, hace ser y da forma a toda la creación (Gn 1,1-2,4). Viene, a continuación, el hombre, asociado a
Dios en esta obra ‘ferial’: ‘el Señor Dios tomó al hombre y lo puso en el huerto de Edén para que lo
cultivara y lo guardara’ (Gn 2,15). Aquí, la dimensión ferial es creativa; el tiempo aparece como un espacio
de realización. La dimensión ferial se encuentra en estado de nacimiento y no conoce aún las turbaciones y
los desgarros que vendrán después.
Nuestra dimensión ferial está enferma y necesita ser redimida. Esta enfermedad se ha originado por
haber prestado oído a las voces del ‘enemigo’; la redención se llevará a cabo a través de la escucha del
verdadero ‘Amigo’. Escuchar a Dios en los días feriales es ponerse en marcha por el camino de la redención.
2. Escuchar a Dios en la vida ordinaria, en la condición ferial
La dimensión ferial, tiempo para custodiar, meditar y hacer fructificar la Palabra
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Nuestra condición ferial encuentra su rescate y su victoria en la escucha de la Palabra. Al final de la
celebración eucarística de cada domingo se nos remite a los días feriales. Tras haber sido espectadores y
haber vivido los grandes acontecimientos de la salvación, el Espíritu nos impulsa a salir, a proclamar y a dar
testimonio de lo que hemos escuchado y vivido en el misterio de la celebración, lo que ha sido depositado en
nosotros como depósito que debemos custodiar, meditar y hacer fructificar. A fin de que podamos vencer las
grandes tentaciones, a fin de que podamos hacer frente sin miedo a los múltiples desafíos, el Espíritu de
Dios se encuentra junto a nosotros y nos recuerda la Palabra que libera y salva.
La Palabra que hemos oído en los diferentes domingos vuelve de nuevo en los días feriales, aunque
dispuesta en nuevos contextos y en nuevas sucesiones: cada lectura está puesta en contacto con otras
diferentes a las del domingo; cada acontecimiento de la historia de la salvación se conjuga con otros;
conjuntamente nos hablan después a nosotros, hombres y mujeres de los días feriales, para hacernos «ver
más allá», para hacernos descubrir la voluntad del Amigo escondida en el tejido de la vida cotidiana, para
introducirnos en los secretos de un amor concreto, para hacernos pasar de la dispersión a la unidad y de la
soledad a la comunión, para hacernos capaces de ofrecer, día a día, el sacrificio espiritual que Dios espera de
sus hijos, para darle a toda la vida una impronta pascual.
3. Escuchar para ser capaces de ‘ver más allá’
Durante los días feriales vivimos inmersos en una historia cuya orientación y sentido, con frecuencia,
no acertamos a entrever de modo claro. A veces puede presentársenos como carente de dirección, caótica y
sin sentido. Es como si nos encontráramos ante algo opaco que no permite ver lo que hay más allá. Los
israelitas que caminan por el desierto no consiguen entrever lo que hay delante de ellos, lo que les espera;
sin embargo, a Balaán -el hombre que ‘oye las palabras de Dios’, el oyente- le ha sido quitado ‘el velo de los
ojos’, ha recibido un ‘ojo penetrante’ y ‘ve la visión’. El es capaz de interpretar la historia y su orientación
(Nm 24,3ss).
Si nos hacemos oyentes de las «palabras de Dios», tendremos el ojo penetrante; seremos capaces de
interpretar con mayor facilidad la historia, y en particular nuestra propia vida, y, sobre todo, seremos
capaces de intuir la presencia de Dios en los pliegues de la vida de cada día, hasta en los dolorosos. Incluso
cuando la oscuridad sea tal que no podamos vislumbrar nada y seamos como ciegos, si escuchamos la
Palabra de Dios, percibiremos el paso del Señor y tendremos la fuerza necesaria para decirle: ‘Que yo pueda
ver’ (cf. Lc 18,35-43).
4. Escuchar para descubrir la voluntad del Amigo
La capacidad de escucha -un don que Dios regala a cada hombre- nos lleva a descubrir su voluntad
no como una fatalidad a la que no podemos sustraernos, sino como una manifestación de amor que
encuentra su expresión en las cosas pequeñas de cada día. La familiaridad con la escucha diaria nos conduce
a ser como el profeta que devora las palabras y hasta el libro (Jr 15,16), a convertir -precisamente como
Jesús- la voluntad de Dios en nuestro alimento diario (Jn 4,34).
5. Escuchar para entrar en los secretos del amor
Si somos capaces de ponernos a la escucha, los días feriales no serán un tiempo de lejanía de Dios;
de una manera gradual, nos llevarán a entrar en la intimidad más profunda con él. La escucha humilde y
atenta, el estar pendientes de los labios del amado, nos introducirá en la bodega del amor (Cant 2,4). Si no
fallamos a la cita, descubriremos las infinitas atenciones de Dios, los juegos misteriosos de su ausentarse
para volver a presentarse a continuación, su continuo sorprendernos.
Estas palabras pueden parecer... exageradas, y así son para el que sigue aún en el umbral de la
verdadera escucha.
6. Escuchar para pasar de la dispersión a la unidad, de la soledad a la comunión
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Los días feriales nos llevan a vivir ‘fuera’: fuera de casa y fuera también de nosotros mismos. De
una manera extraña se insinúa el miedo de ‘volver a entrar en nuestra casa’, en nosotros. En esta situación
percibimos que algo -si no todo- se dispersa, se nos escapa. Sin esta vuelta, aunque estemos en medio de
mucha gente, estaremos solos, nos será imposible encontrarnos con el otro, no llegaremos a la comunión.
Si decidimos ponernos a la escucha de Dios, nuestros días feriales se convertirán en el tiempo en el
que nos recuperaremos a nosotros mismos, recuperaremos nuestra identidad más profunda y estableceremos
relaciones profundas y verdaderas con los otros.
7. Escuchar para ofrecer el sacrificio espiritual
Aunque estamos situados en medio del ‘huerto’, en el magno espacio del mundo, nosotros no
debemos huir ni escondernos para no oír el paso de Dios. Dios pidió a los israelitas en el desierto que
escucharan su voz porque sólo esto tenía valor de sacrificio: ‘Yo no prescribí nada a vuestros antepasados
sobre holocaustos y sacrificios cuando los saqué de Egipto. Lo único que les mandé fue esto: Si obedecéis
mi voz, yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo’ (Jr 7,22).
Esta escucha de la Palabra de Dios convierte nuestros días feriales en el tiempo oportuno de nuestro
sacrificio a Dios.
Pues todas sus obras, preces y proyectos apostólicos, la vida conyugal y familiar, el trabajo cotidiano,
el descanso del alma y del cuerpo, si se realizan en el Espíritu, incluso las molestias de la vida si se sufren
pacientemente, se convierten en ‘hostias espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo’ (1 Pe 2,5) (Lumen
Gentium 34).
8. Escuchar para ser redimidos, celebrar la pascua
Los días feriales transcurridos escuchando la Palabra se convierten en días de ‘rescatados’,
‘santificados’, redimidos; se convierten en días ‘pascuales’, de ‘paso’ hacia la pascua eterna; son como los
escalones de la escalera de Jacob (Gn 28,10-12).
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ADVIENTO
Lo que diremos aquí del adviento, será sólo referirnos a su carácter. Así, pues, considerado a través
de la Liturgia, el Adviento, por lo mismo que recoge las ansias e inquietudes de las pasadas generaciones y
los entusiasmos y regocijos de las nuevas ante la venida del Salvador, es una mezcla de luz y de sombra, de
alegría y de tristeza, de angustiosa incertidumbre y de seguro bienestar. Y este doble aspecto se descubre a
cada paso en los textos de la Misa y del Oficio, y también en algunos detalles exteriores de la Liturgia.
La tristeza está más bien dibujada en algunos rasgos exteriores del culto, como son: el empleo en los
domingos y ferias de Adviento, de los ornamentos morados; la supresión de los floreros, del órgano, del
“Gloria in excelsis”, del “Te Deum”, y de las bodas solemnes.
Todos estos son indicios indudablemente, de alerta preocupación y tristeza, comunes al Adviento y a
la Cuaresma, pero el objeto de uno y otro período litúrgico los diferencia radicalmente, como bien lo
manifiesta el uso diario, en Adviento, del festivo aleluya, nunca permitido en Cuaresma. El carácter de
penitencia, que algunos recalcan por demás, le vino al Adviento, en el siglo VII, de la influencia del ayuno
monástico, no de su propia esencia y espíritu. Pues de suyo lo repetimos—, es una temporada de
recogimiento y de santa y confiada expectación.
La iglesia en este tiempo de adviento nos invita, pues, a preparar el camino, a estar atentos a la
llegada de Jesús. El calendario litúrgico nos indica que “Adviento” significa venida, espera o llegada y es un
período litúrgico que abarca cuatro semanas. Su fin es celebrar la venida del Señor, tanto en su aspecto
histórico como escatológico; es decir, la venida de Cristo en gloria y majestad (Profetas Isaías y Miqueas).
Para llevar a cabo esta preparación tenemos cuatro domingos durante los cuales las lecturas de la Sagrada
Escritura nos ofrecen una pauta a seguir para cambiar nuestros modos de vivir y enderezar los caminos. Por
lo tanto, durante los primeros días las lecturas se enfocan principalmente en la venida escatológica del
Señor, mientras las lecturas al final del tiempo de adviento profundizan en la venida de Cristo mediante su
nacimiento humano.
Fiablemente, decimos que a la luz del misterio de María, la Virgen del Adviento, la Iglesia vive en
este tiempo litúrgico la experiencia de ser ahora "como una María histórica" que posee y da a los hombres la
presencia y la gracia del Salvador.
La espiritualidad del Adviento resulta así una espiritualidad comprometida, un esfuerzo hecho por la
comunidad para recuperar la conciencia de ser Iglesia para el mundo, reserva de esperanza y de gozo. Más
aún, de ser Iglesia para Cristo, Esposa vigilante en la oración y exultante en la alabanza del Señor que viene.
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PRIMERA SEMANA
Lunes14
Salmo 121
El salmo que acabamos de escuchar y saborear como una oración, es uno de los más bellos y
apasionados. Es una celebración viva y de gran participación en Jerusalén, la ciudad santa hacia la que suben
los peregrinos.
Vemos dos momentos vividos por el fiel: el del día en el que acogió la invitación de ir “a la casa del
Señor” (v. 1) y el de la llegada gozosa a los “umbrales” de Jerusalén (v. 2); ahora los pies pisan finalmente
esa tierra santa y amada. Precisamente entonces los labios se abren para entonar un canto festivo en honor de
Sión, entendida en su profundo significado espiritual.
“Fundada como ciudad bien compacta” (versículo 3), símbolo de seguridad y de estabilidad, Jerusalén
es el nexo de la unidad de las doce tribus de Israel, que convergen hacia ella como centro de su fe y culto.
Suben a ella para “celebrar el nombre del Señor” (v. 4), en el lugar que la “costumbre de Israel” (Dt 12, 1314; 16, 16) ha establecido como único santuario legítimo y perfecto.
Para los padres de la Iglesia la antigua Jerusalén era signo de otra Jerusalén, que también “está fundada
como ciudad bien compacta”. Esta ciudad -recuerda san Gregorio Magno en las “Homilías sobre Ezequiel”“erige su gran edificio con las costumbres de los santos. En una casa una piedra sostiene la otra, pues se
pone una piedra sobre otra, y quien sostiene a otro a su vez es sostenido por otro. De este modo,
precisamente de este modo, en la santa Iglesia cada quien sostiene y es sostenido. Los más cercanos se
sostienen mutuamente y a través de ellos se erige el edificio de la caridad. Por este motivo, Pablo advierte:
“Ayúdense mutuamente a llevar sus cargas y cumplan así la ley de Cristo” (Gálatas 6, 2). Subrayando la
fuerza de esta ley, dice: “La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud” (Romanos 13,10). Si no me esfuerzo
por aceptarlos como son, y si ustedes no se esfuerzan por aceptarme como soy, no se puede levantar el
edificio de la caridad entre nosotros, que estamos ligados por amor recíproco y paciente”. Y para completar
la imagen, no hay que olvidar que “hay un cimiento que soporta todo el peso de la construcción, nuestro
Redentor, quien por sí solo sostiene en su conjunto las costumbres de todos nosotros. El apóstol dice de él:
“nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto, Jesucristo” (1 Corintios 3, 11). El fundamento sostiene
las piedras pero no es sostenido por las piedras; es decir, nuestro Redentor carga con el peso de nuestras
culpas, pero en él no ha habido ninguna culpa que soportar”15.
Martes
Salmo 71
El salmo 71, marcadamente mesiánico, con la riqueza y la fuerza evocativa de sus imágenes proclama
el reino universal de justicia y de prosperidad, de paz y abundancia de liberación y rehabilitación del ReyMesías, el esperado de Israel. Se destaca la figura ideal del descendiente de David, el verdadero ungido de
Dios, dibujado con prerrogativas grandiosas; en efecto, él realizará cosas maravillosas y manifestará su
gloria, que es la gloria misma de Dios. El canto de este salmo durante el adviento expresa igualmente la
espera de Cristo, rey de paz, ayuda y defensor de los pequeños y de los pobres, de los débiles y de los
oprimidos, en contra de toda violencia y de todo abuso.
Israel nos da una lección válida para todos los tiempos y todos los sistemas políticos: en la Biblia, ¡El
Rey es Dios! Bajo la apariencia de un régimen semejante al de los reyes del mundo, Israel vivió de hecho
una experiencia original: ni realeza, ni democracia... sino teocracia, Dios es el Señor. Hay alguien que está
“sobre” aquellos que tienen el poder. Ellos no pueden gobernar a su capricho, ni para su provecho personal.
14 Cfr. Catequesis del Papa Benedicto XVI, 12 de octubre de 2005
15 Cfr. San Gregorio Magno Opere di Gregorio Magno, III 2, Roma 1993, pp. 27.29
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Los notables serán juzgados. Cuando se "ora por el rey" en Israel, es en el fondo una manera de recordarle
sus deberes: hay un proyecto de Dios sobre las sociedades, al que debemos todos tratar de amoldarnos.
Miércoles
Salmo 22
El salmo 22, uno de los más bellos de todos, comienza con una afirmación atrevida: “El Señor es mi
pastor, nada me falta”. Este creyente que se sabe guiado y acompañado por la mano firme y protectora del
pastor, proclama con tranquila audacia su ausencia de ambiciones. Tiene todo lo que necesita: conducción,
seguridad, alimento, defensa, escolta, techo donde habitar... Difícilmente anidarán en su corazón la
agresividad, la envidia, la rivalidad, todas esas actitudes que amenazan siempre el convivir con los otros
fraternalmente.
Este salmo es el canto de los nuevos bautizados que van por vez primera, después de su bautismo y
confirmación, a la celebración eucarística. No se puede hacer una homilía sobre el Pastor sin hablar de
la Eucaristía a la que el Pastor nos conduce para reunirnos en un solo Pueblo y darnos su alimento.
San Cirilo de Jerusalén al respecto dice: “Has preparado una mesa delante de mis ojos, frente a los que
me persiguen. ¿Qué otra cosa puede significar con esta expresión sino la Mesa del sacramento y del Espíritu
que Dios nos ha preparado? Has ungido mi cabeza con óleo. Sí. El ha ungido tu cabeza sobre la frente con el
sello de Dios que has recibido para que quedes grabado con el sello, con la consagración a Dios. Y ves
también que se habla del cáliz; es aquél sobre el que Cristo dijo, después de dar gracias: “Este es el cáliz de
mi sangre”16.
San Ambrosio comenta el mismo salmo y le da la misma explicación: “Escucha cuál es el sacramento
que has recibido, escucha a David que habla. También él preveía, en el espíritu, estos misterios y exultaba y
afirmaba “no carecer de nada”. ¿Por qué? Porque quien ha recibido el Cuerpo de Cristo no tendrá jamás
hambre. ¡Cuántas veces has oído el salmo 22 sin entenderlo! Ahora ves qué bien se ajusta a los
sacramentos del cielo”17.
Jueves
Salmo 117
El salmo de hoy es el texto sálmico más expresivo de la acción de gracias por la victoria pascual del
Señor. En la tradición cristiana (v. 24) se aplica al día de la resurrección de Cristo y se utiliza en la liturgia
pascual.
“Te damos gracias, Señor, porque eres bueno… San Agustín comentando este salmo 117, dice que
“nada más grande que esta pequeña alabanza: porque es bueno. Ciertamente, el ser bueno es tan propio de
Dios que, cuando su mismo Hijo oye decir ‘Maestro bueno’ a cierto joven que, contemplando su Carne y no
viendo su Divinidad, pensaba que El era tan sólo un hombre, le respondió: ‘¿Por qué me llamas bueno?
Nadie es bueno sino sólo Dios’. Con esta contestación quería decir: Si quieres llamarme bueno, comprende,
entonces, que Yo soy Dios”.
Es, pues, este salmo un cano de triunfo. El poeta, librado por Dios de grave peligro, canta el poder y la
misericordia de Dios para con él, y muestra firme confianza en su protección. Tiene también un profundo
sentido eucarístico, de acción de gracias. El salmista nos invita a cantar los beneficios de Dios.
También descubrimos cómo Dios ha mostrado su misericordia: ha liberado de una situación
angustiosa. En realidad, teniendo a nuestro favor a Dios, nada podemos temer de nuestros enemigos. Los
auxilios humanos son insuficientes; por eso, debemos confiar en Dios, que no engaña y es omnipotente. El
16 Catequesis Mistagógicas IV. PG 33, 1.101. 1.104
17 AMBROSIO DE MILÁN. Los sacramentos, 5. 12-13
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Señor está conmigo: no temo; ¿qué podrá hacerme el hombre? El Señor está conmigo y me auxilia, veré
la derrota de mis adversarios.
Viernes
Salmo 26
El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará
temblar?
Mi luz y mi salvación eres tú, Tú la linterna en mis noches de neón, Tú mi suero en horas
deshidratadas, Tú mi antivirus, Tú mi insegura estabilidad, mi paz armada, mi frustración vencida, mi rutina
hecha primavera.
El Señor es mi luz. Cristo es mi luz, es decir: mi fiesta. Mi alegría, mi brújula y mi razón de ser,
la estrella que me guía y me alucina, mi salvación y mi amor.
Cristo es un sol para mí. Si él se apaga, si él se aleja, todo será noche e invierno. Cristo, tú eres mi sol.
Quiero girar siempre en tu órbita, quiero vivir de tu energía, quiero vivir para ti. Y quiero lo mismo para los
hermanos, que seas para todos un sol.
La verdad es que siento una indecible alegría y que no temo nada. ¿Quién puede separarme de mi sol?
¿Quién será capaz de apagar mi sol? Sólo él podría castigarme eternamente, si se eclipsa para mí.
Yo sólo pido una cosa, sólo una cosa buscaré: contemplar más cerca el rostro de Cristo, y sentarme a
sus pies, para escuchar sus divinas palabras en compañía de todos mis hermanos. Esta será mi dicha para
siempre, toda mi vida para siempre; y sé que me será concedido.
Sábado
Sal 146
El Señor sana a los que tienen quebrantado el corazón y venda sus heridas. El salmo que se acabamos
de escuchar comienza con una invitación a alabar a Dios; luego enumera una larga lista de motivos para la
alabanza, todos ellos expresados en presente. Se trata de actividades de Dios consideradas como
características y siempre actuales; sin embargo, son de muy diversos tipos: algunas atañen a las
intervenciones de Dios en la existencia humana (cf. Sal 146, 3. 6. 11) y en particular en favor de Jerusalén y
de Israel (cf. v. 2); otras se refieren a toda la creación (cf. v. 4) y más especialmente a la tierra, con su
vegetación, y a los animales (cf. vv. 8-9).
Cuando explica, al final, en quiénes se complace el Señor, el salmo nos invita a una actitud doble: de
temor religioso y de confianza (v. 11). No estamos abandonados a nosotros mismos o a las energías
cósmicas, sino que nos encontramos siempre en las manos del Señor para su proyecto de salvación.
San Agustín citando al salmo 146, “El Señor sana los corazones destrozados”, explicaba: “El que no
destroza el corazón no es sanado... ¿Quiénes son los que destrozan el corazón? Los humildes. ¿Y los que no
lo destrozan? Los soberbios. En cualquier caso, el corazón destrozado es sanado, y el corazón hinchado de
orgullo es humillado. Más aún, probablemente, si es humillado es precisamente para que, una vez
destrozado, pueda ser enderezado y así pueda ser curado. (...) “Él sana los corazones destrozados, venda sus
heridas”. (...) En otras palabras, sana a los humildes de corazón, a los que confiesan sus culpas, a los que
hacen penitencia, a los que se juzgan con severidad para poder experimentar su misericordia. Es a esos a
quienes sana. Con todo, la salud perfecta sólo se logrará al final del actual estado mortal, cuando nuestro ser
corruptible se haya revestido de incorruptibilidad y nuestro ser mortal se haya revestido de inmortalidad”18.
18 San Agustín, Esposizioni sui Salmi, IV, Roma 1977, pp. 772-779
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La obra de Dios no se manifiesta solamente sanando a su pueblo de sus sufrimientos. Él, que rodea de
ternura y solicitud a los pobres, se presenta como juez severo con respecto a los malvados (cf. v. 6). El Señor
de la historia no es indiferente ante el atropello de los prepotentes, que se creen los únicos árbitros de las
vicisitudes humanas: Dios humilla hasta el polvo a los que desafían al cielo con su soberbia (cf. 1 S 2, 7-8;
Lc 1, 51-53).
8 de diciembre
La inmaculada Concepción de María
“Nieve y azul, bandera de diciembre. Algo se mueve en medio del adviento. Se insinúa una brisa, un
soplo, un tiento suavísimo... La nieve descendiendo inmaculada... la nieve en flor y madre de María” (El
poeta Gerardo Diego saludaba la fiesta de hoy con estos versos). Hacemos nuestros estos versos inspirados
para aclamar la gloria del Señor, que vemos cumplida en María, y unimos nuestra voz a la de los creyentes
que durante siglos la han saludado con las palabras del ángel: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está
contigo”.
Lo hacemos reconociendo en María la elección especialísima de Dios, y celebrando a la vez su
presencia en nuestra vida y en la vida de la Iglesia. En el corazón del adviento nos encontramos con la figura
entrañable de la Inmaculada Concepción de María. En este adviento se nos ha pedido que pongamos manos
a la obra de nuestra conversión para llegar a nuestro triunfo. Hay que despertar, pues, de nuestra indolencia,
de nuestra indiferencia o de nuestra desesperanza, porque nos parece que todo va a seguir igual, que nada va
a cambiar... y que no vale la pena hacer ningún esfuerzo. Y a pesar de todo se nos proclama este mensaje del
adviento: ¡Despierten y vigilen!
La figura de Juan el Bautista surge en el adviento, interpelándonos, para que nos convirtamos:
“preparen el camino del Señor, allanen sus senderos, porque el Señor está cerca”. No hay tiempo que perder.
Juan recorrió el desierto, predicando un bautismo de conversión, para llegar al perdón de los pecados. Las
gentes de aquella época le preguntaba: “¿Qué debemos hacer? El respondía: el que tiene dos túnicas, dé una
al que no tiene, y el que tiene alimentos que haga lo mismo”.
Hoy todos los cristianos preguntamos también a la Iglesia: ¿Qué debemos hacer?. Y la respuesta nos la
da la Iglesia con esta fiesta de la Inmaculada Concepción de María. Ella es el modelo de todo cristiano para
que Dios nazca, para que Dios se encarne en el corazón del hombre, en tu corazón.
Madre de Jesús se vio libre por ello, desde el primer instante de su concepción, de todo pecado, y
confirmada en “gracia” para el resto de sus días mortales. María es, pues, la imagen ideal de lo que es ser
hombre, persona humana. Es un anticipo de la condición terminal, cuando el ser humano llegue a su fin, que
Dios otorga a todo salvado. Es lo que por designio de Dios estamos llamados todos a ser y para cuya
consecución se nos ha dado 1) la Palabra, 2) los Sacramentos, y 3) el Espíritu Santo. Así nos lo afirma el
apóstol San Pablo en su carta a los cristianos de Éfeso: “A esto estábamos destinados por decisión del que
hace todo según su beneplácito”.
Lo primero, pues, en el hombre no es el pecado y la muerte, sino la justicia de Dios y la salud
permanente. “El nos ha destinado en la persona de Cristo por pura iniciativa suya a ser sus hijos”. Por
singular gracia, en María se cumple este proyecto divino sin menoscabo alguno de pecado. En nosotros, el
logro de esta meta, comporta una previa conversión y el abandono de nuestras infidelidades, a fin de
compartir en la salvación lo que debería haber sido nuestro patrimonio diario en la tierra. Para que esta
salvación gratuita de Dios entre a raudales en nuestra vida y ser inmaculados como Ella, María, nuestro
modelo, hay que abrir las puertas de esta misma vida, hay que convertirse.
¿Qué debemos hacer? Vernos en Ella, como en un espejo. Y en Ella, ¿qué vemos?: su misericordia y
su justicia, que mira por los marginados, los pobres, los necesitados: 1. Necesitada estaba Isabel, mujer ya
mayor, que iba a ser madre por la primera vez y allí fue aprisa; 2. Algo pobres eran unos novios, que se
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casaban en Caná de Galilea y no tenían vino suficiente para invitar a los comensales y forzó a su Hijo a
adelantar la hora de su manifestación, como la mejor intercesora; 3. Angustiado andaba su Hijo en la hora de
su muerte y presente estuvo al pie de la cruz.
Esto hizo. Y ¿qué hago yo por los pobres, los necesitados, los marginados, por los que se ahogan en
sus angustias, en sus miserias, en sus soledades materiales, espirituales? ¿Qué debemos hacer? Ser sencillos
y humildes como Ella, que dejando de lado sus razonamientos, planes y proyectos, puso en Dios toda su
confianza, le dio un cheque en blanco: el de su vida. En tu vida y en este mundo que nos toca vivir hay
muchas cosas que no entendemos, hay situaciones que no comprendemos. Te extrañas y asustas a veces de ti
y de los demás. Por ello, a veces también, dudas de Dios, porque parece que Dios está dormido y hasta en
otras ocasiones, llegas a dudar de si realmente existe, cuando ves que la maldad y la perversidad gobiernan y
son dueñas del mundo. Preguntémonos: ¿verdaderamente amo a Dios ciegamente, locamente como María?
Porque, entonces, dirás sí, como María, a pesar de todos los pesares y serás Navidad, porque en tu corazón
no hay mancha de desconfianza, ni de dudas, sino sólo amores: “corazones partidos, yo no los quiero. Y si le
doy el mío, lo doy entero”, que dice la copla. Que Ella, en esta Eucaristía, sea la mediadora, que con su
ejemplo nos ayude en este adviento a llenarnos de “gracia”, para entrar más adentro de este gran misterio y
encarnarnos en la Encarnación.
SEGUNDA SEMANA
Lunes
Salmo 84
El Salmo 84 que acabamos de proclamar es un canto gozoso y lleno de esperanza en el futuro de la
salvación; nuestro dios viene a salvarnos. Este es un precioso don de Dios, que se preocupa de liberar a sus
hijos de la opresión y se empeña por su prosperidad. El Señor actúa eficazmente, revelando su amor a la
hora de perdonar la iniquidad de su pueblo, de cancelar todos sus pecados, de deponer todo su desaire y de
poner fin a su ira (Cf. Salmo 84,3-4).
La afirmación, “la verdad brotará de la tierra, y del cielo vendrá la justicia”, no es sólo una imagen
maravillosa, sino la definición misma de la “religión”: religar, establecer relación, entre la tierra y el cielo,
entre el hombre y Dios. Los campanarios, los minaretes, y todas las arquitecturas religiosas del mundo,
apuntan hacia el cielo como una especie de signo simbólico.
“La verdad brotará de la tierra”. Ha habido épocas en que se ha querido rebajar al hombre como si
fuera totalmente incapaz de descubrir la verdad. La Biblia es más optimista y moderna, ya que nos habla de
una especie de encuentro recíproco: la tierra busca al cielo y el cielo busca a la tierra...
Dios y el hombre se buscan mutuamente, se miran el uno al otro. Al observar las ojivas que estructuran
las bóvedas de nuestras catedrales, se ve justamente este doble movimiento, estas dos búsquedas que se
apoyan la una sobre la otra, y no pueden mantenerse la una sin la otra. La gracia y la libertad son necesarias.
La gracia, sin la respuesta del hombre, es estéril desgraciadamente. El esfuerzo del hombre sin la gracia está
abocado al fracaso. Señor, inclínate hacia mí, mientras me esfuerzo por hacer germinar mi vida.
Martes
Salmo 95
El Salmo comienza con una invitación festiva a alabar a Dios, invitación que se abre inmediatamente a
una perspectiva universal: “cante al Señor, toda la tierra” (v. 1). Los fieles son invitados a contar la gloria de
Dios “a los pueblos” y después a dirigirse a “todas las naciones” para proclamar “sus maravillas” (v. 3). Es
más, el salmista interpela directamente a las “familias de los pueblos” (v. 7) para invitar a dar gloria al
Señor.
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“Canten al Señor un cántico nuevo” ¿Cómo cantar un cántico nuevo? El cántico puede ser el mismo,
pero el espíritu con que lo canto ha de ser nuevo cada día. El fervor, el gozo, el sonido de cada palabra y el
vuelo de cada nota han de ser diferentes cada vez que esa nota sale de mis labios, cada vez que esa oración
sale de mi corazón.
Ese es el secreto para mantener la vida siempre nueva, y así, al pedirme que cante un canto nuevo, me
estás enseñando el arte de vivir una vida nueva cada día con la lozanía temprana del amanecer en cada
momento de mi existencia. Un cántico nuevo, una vida nueva, un amanecer nuevo, un aire nuevo, una
energía nueva en cada paso, una esperanza nueva en cada encuentro. Todo es lo mismo y todo es distinto,
porque los ojos, que miran los mismos objetos que ayer, son nuevos hoy.
Este es el cántico nuevo que llena mi vida y llena el mundo que me rodea, el único canto que es digno
de Aquel cuya esencia es ser nuevo en cada instante con la riqueza irrepetible de su ser eterno. «Canten al
Señor un cántico nuevo, canten al Señor toda la tierra; canten al Señor, bendigan su nombre, proclamen día
tras día su victoria”.
Miércoles
Salmo 102, 1-4.8.10
El Señor es compasivo y misericordioso. Un pecador perdonado sube al Templo para ofrecer un
“sacrificio de acción de gracias”. ¡Es un himno al amor de Dios! El Dios de la Alianza.
¡Dios es bueno! ¡Dios es amor! ¡Dios es Padre! Jesús no hará otra cosa que tomar las palabras de este
salmo: “con la ternura de un padre con sus hijos”... “Padre nuestro, que estás en los cielos, perdona nuestras
ofensas”.
Y el resultado de este amor, ¡es el “perdón”! Se escucha ya la parábola del “Hijo pródigo”. (Lucas
15,1-32). Se escuchan ya estas palabras: “Amen a sus enemigos, entonces serán hijos del Dios Altísimo,
porque El es bondadoso con los ingratos y los malos”. (Lucas 6. 27-38).
El salmo 102 es el gran salmo de la ternura de Dios. La ternura es, ante todo, un movimiento de todo el
ser, un movimiento que oscila entre la compasión y la entrega, un movimiento cuajado de calor y
proximidad, y con una carga especial de benevolencia. Para expresar este conjunto de matices disponemos
en nuestro idioma de otra palabra: cariño.
Ciertamente, la Biblia, cuando intenta expresar el cariño de Dios, siempre saca a relucir la figura
paterna, debido sin duda al carácter fuertemente patriarcal de aquella cultura en que se movieron los
hombres de la Biblia. No obstante, si analizamos el contenido humano de las actividades divinas, llegaremos
a la conclusión de que estamos ante actitudes típicamente maternas: consolación, comprensión, cariño,
perdón, benevolencia. En suma, la ternura.
Jueves
Salmo 144
Hemos elevado la oración del Salmo 114, una gozosa alabanza al Señor que es exaltado como un rey
cariñoso y tierno, preocupado por todas sus criaturas. “Dios y rey mío, yo te alabaré”. El salmo 144 nos dice
que la realeza divina no es altanera, sino que se manifiesta en su relación con los más frágiles e indefensos.
El Señor es un “rey amoroso y atento a sus criaturas”. El salmista “dirige su atención al amor que el Señor
reserva en modo particular para el pobre y el débil”.
“La realeza divina no es, por tanto, desasida y altanera, como puede suceder a veces en el ejercicio del
poder humano. Dios expresa su realeza al inclinarse ante las criaturas más frágiles e indefensas. Dios es
antes que todo un padre que ‘sostiene a aquellos que vacilan’ y levanta a aquellos que han caído en el polvo
de la humillación”.
194
Que te alaben, Señor, todas tus obras…”: es una invitación a alabar y bendecir al Señor y su
nombre, es decir, a su persona viviente y santa que obra y salva en el mundo y en la historia”. La divinidad y
la realeza de Dios se manifiestan en la resurrección de Jesús, ante la cual surge la acción de gracias confiada
de la comunidad cristiana que se une a la alabanza de toda la creación.
Viernes
Salmo 1
“Dichoso el hombre que no escucha el consejo de los malvados, ni se entretiene en el camino de los
pecadores, ni se sienta en la reunión de los necios. El Salmo 1 fue colocado por el redactor como un pórtico
de todos los demás. En él, Dios muestra al hombre los dos caminos que puede seguir en su vida y le exhorta
a seguir el del bien, que lleva a la felicidad y a una existencia en plenitud; rechazando el del mal, que lleva al
sinsentido y a la nada. El Salmo 150 es la conclusión del libro. Presenta la actitud del hombre
verdaderamente sabio, que se ha dejado educar por Dios y le responde dándole gracias y bendiciéndole. Son
como el marco que encuadra todo el salterio. En el Salmo 1 Dios nos habla y en el Salmo 150 el hombre
responde.
Este primer Salmo se refiere en primer lugar al camino de los malvados, y en segundo lugar al de los
buenos: En el juicio los impíos no se levantarán... “El cristiano, con la doctrina del evangelio, puede
profundizar más en la justicia de Dios, en el más allá, en la recompensa eterna. El impío no podrá afrontar el
juicio de Dios que lo fulminará, lo mismo que su presencia le resulta incómoda y a veces insoportable
cuando se halla entre los justos, entre los fieles, entre aquellos que él ha perjudicado u oprimido. San Pablo
nos recuerda: “turbación y angustia sobre todo el que hace el mal” (Rm 2, 9), “calamidad e infelicidad en
todos sus caminos” (Rm 3,16).
En cambio el Señor cuida del camino de los justos, su providencia se encarga de ellos, de su camino,
de su recompensa final, Dios conoce el camino del justo, es decir, lo ama y favorece, se interesa por él. El
camino de los impíos perecerá. Ni siquiera se hace mención de Dios. Quien nunca lo quiso perecerá en su
soledad radical y en su tristeza. Dos caminos bien delimitados, claros: el del bien y el del mal. El salmo
primero nos lo muestra y nos anima a seguir el camino del bien con el conocimiento de la Ley del Señor y
con la vivencia de la misma. Ahí está el bien, la paz y la felicidad. La felicidad del hombre está en Dios:
“feliz el pueblo cuyo Dios es el Señor…” (Sal 143)
Sábado
Salmo 79
El salmo 79 es un canto marcado fuertemente por el sufrimiento, pero también por una confianza
inquebrantable. Dios siempre está dispuesto a “volver” hacia su pueblo, pero es necesario que también su
pueblo “vuelva” a él con la fidelidad. Si nosotros nos convertimos del pecado, el Señor se “convertirá” de su
intención de castigar: esta es la convicción del salmista, que encuentra eco también en nuestro corazón,
abriéndolo a la esperanza.
“Visita, oh Señor, tu viña”. La imagen de la viña “representa por un lado el don, la gracia, el amor de
Dios; por otro, exige al trabajo del campesino”; y por tanto “representa la respuesta humana, el compromiso
personal y el fruto de obras justas”.
“El Salmo recuerda que por la viña de Dios ha pasado la tempestad, es decir, Israel ha sufrido una
prueba áspera, una dura invasión que ha devastado la tierra prometida”. Dios está siempre dispuesto a
‘volver’ a su pueblo, pero es necesario que también su pueblo ‘vuelva’ a El en la fidelidad”.
Esta viña de Dios es la Iglesia, que extiende sus pámpanos hasta el mar y sus brotes hasta el Gran Río.
El Señor es la verdadera vid, nosotros los sarmientos y su Padre el labrador. De las cepas de los Patriarcas y
195
los Profetas, ha germinado Cristo, como un vástago prodigioso. La antigua viña infiel ha sido renovada por
Él y de ella ha nacido la Iglesia, plenitud de Cristo mismo, que forma con Jesús una misma cosa y se
extiende y dilata sobre toda la superficie de la tierra.
Así también nosotros, viña de Jesús, “si nos convertimos del pecado, el Señor se ‘convertirá’ de su
intención de darnos los que merecen nuestras obras: esta es la convicción del salmista, que encuentra eco en
nuestros corazones, abriéndolos a la esperanza.
TERCERA SEMANA
Día 17
Salmo 71
El elemento decisivo para reconocer la figura del rey mesiánico es sobre todo la justicia y su amor por
los pobres (Cf. versículos 12-14). Éstos sólo le tienen a Él como punto de referencia y manantial de
esperanza, pues es el representante visible de su único defensor y patrono, Dios.
Por este motivo, ahora la mirada del salmista se dirige hacia un rey justo, perfecto, encarnado por el
Mesías, el único soberano dispuesto a rescatar a los oprimidos “de la violencia” (Cf. versículo 14).
El Señor es el “rescatador-redentor” primario que actúa visiblemente a través del rey-Mesías,
defendiendo “la vida” y “la sangre” de los pobres, sus protegidos. “La vida” y “la sangre” son la realidad
fundamental de la persona, son la representación de los derechos y de la dignidad de cada uno de los seres
humanos, derechos con frecuencia violados por los potentes y por los prepotentes de este mundo.
“Dios mío, confía tu juicio al rey, tu justicia al hijo de reyes: para que rija a tu pueblo con justicia, a
tus humildes con rectitud. Que los montes traigan paz, y los collados justicia. Que él defienda a los humildes
del pueblo, socorra a los hijos del pobre y quebrante al explotador”.
Los más pobres y los más oprimidos son los sin Dios, a ellos el Rey viene a liberarlos, pero mucho
dependerá de nosotros para que estos pobres sean menos pobres, y alivien con sus riquezas a los oprimidos
físicamente…
Día 18
Salmo 71
En el rostro de este rey-Mesías la tradición cristiana ha intuido el retrato de Jesucristo. En su
“Comentario al Salmo 71”, san Agustín hace una lectura en clave cristológica en la que explica que los
indigentes y los pobres a los que Cristo sale en su ayuda son “el pueblo de los creyentes en Él”. Es más,
recordando los reyes mencionados precedentemente por el Salmo, aclara que “en este pueblo se incluyen
también los reyes que lo adoran. No han desdeñado hacerse indigentes y pobres, es decir, confesar
humildemente sus pecados y reconocerse necesitados de la gloria y de la gracia de Dios para que ese rey,
hijo del rey, les liberara del potente”, es decir, de Satanás, el “calumniador”, el “fuerte”. “Pero nuestro
Salvador humilló al calumniador, y entró en la casa del fuerte, llevándose sus riquezas después de haberle
encadenado; Él “ha liberado al indigente del potente, y al pobre que no tenía a nadie para ayudarle”.
Ninguna potencia creada hubiera podido hacer esto, ni la de cualquier hombre justo, ni siquiera la de un
ángel. No había nadie que fuera capaz de salvarnos; por eso vino Él, en persona, y nos salvó”19.
“…él librará al pobre que clamaba, al afligido que no tenía protector; él se apiadará del pobre y del
indigente, y salvará la vida de los pobres; él rescatará sus vidas de la violencia, su sangre será preciosa a sus
ojos”.
19 71, 14: Nueva Biblioteca Agustiniana, Nuova Biblioteca
196
Día 19
Salmo 23
En el Salmo 70 encontramos como una especie de oración de un anciano abandonado, pero que no ha
perdido la esperanza en el auxilio de Dios. Es, por eso, la oración de la Iglesia en la hora de la prueba y
también de toda alma atribulada que busca en medio de las tinieblas que la rodean la Luz esplendorosa de
Cristo: “A Ti, Señor, me acojo; no quede yo derrotado para siempre; Tú, que eres justo, líbrame y ponme a
salvo, inclina a mí tu oído y sálvame. Sé Tú mi Roca de refugio, el Alcázar donde me salve, porque mi peña
y mi alcázar eres Tú, Dios mío, Líbrame de la mano perversa”.
En los tres primeros versículos sentimos al salmista como nervioso, tenso. Se parece a un hombre que
se halla ante un peligro inminente, o, quizá, a un hombre acosado por fieras que le acechan desde todas
partes: ayúdame, sálvame, mira que estoy en grave peligro. Si sucumbo, ¿qué van a decir mis enemigos? Te
necesito. Sé para mí roca de refugio, fortaleza invulnerable, ancla de salvación (vv. 1-3).
En este momento el anciano salmista extiende su mirada sobre su pasado, abarca de un golpe de vista
todos los años de su vida, retrocede hasta la infancia, y, conmovedoramente, nos hace una deslumbrante
evocación (vv. 5-8), y nos transmite un mundo de ternura: Dios lo había hecho vibrar desde la aurora de su
vida, y siempre había sido sensible a los encantos divinos (v. 5).
Que al recordar las maravillas de Dios en nuestra vida, y su presencia tierna y delicado en el caminar
de nuestra historia, sepamos decir, “que mi boca, señor, no deje de alabarte. Esto es Adviento, esto ha de ser
nuestra Navidad: tener a Dios en el centro, como refugio, caminando en la esperanza.
Día 20
Salmo 23
En este salmo 23 hemos de tener en cuenta tres cosas20:
1ª.) La verdad de la creación: Dios creó el mundo y es su Señor: “del Señor es la tierra y cuanto
contiene”. Es una especie de profesión de fe en el Señor del cosmos y de la historia. Dios funda la tierra
sobre los mares, símbolo de las aguas caóticas y destructoras, signo del límite de las criaturas, condicionadas
por la nada y por el mal. La realidad creada está suspendida sobre este abismo, y es la obra creadora y
providente de Dios la que la conserva en el ser y en la vida.
2ª.) El juicio al que somete a sus criaturas: debemos comparecer ante su presencia y ser interrogados
sobre nuestras obras. Estamos ante el templo de Jerusalén. La procesión de los fieles dirige a los custodios
de la puerta santa una pregunta de ingreso: “¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en
el recinto sacro?”. Los sacerdotes responden enumerando las condiciones para poder acceder a la comunión
con el Señor en el culto. No se trata de normas meramente rituales y exteriores, que es preciso observar, sino
de compromisos morales y existenciales, que es necesario practicar. Es casi un examen de conciencia o un
acto penitencial que precede la celebración litúrgica. Es preciso tener “manos inocentes y corazón puro”.
“Manos” y “corazón” evocan la acción y la intención, es decir, todo el ser del hombre, que se ha de orientar
radicalmente hacia Dios y su ley. La segunda exigencia es “no mentir”, que en el lenguaje bíblico no sólo
remite a la sinceridad, sino sobre todo a la lucha contra la idolatría, pues los ídolos son falsos dioses, es
decir, “mentira”.
3ª.) El misterio de la venida de Dios: viene en el cosmos y en la historia, y desea tener libre acceso,
para entablar con los hombres una relación de profunda comunión.
20
Audiencia del miércoles 20 de junio de 2001
197
“Se trata de tres formas elementales de la experiencia de Dios y de la relación con Dios; vivimos por
obra de Dios, en presencia de Dios y podemos vivir con Dios”21.
Día 21
Salmo 32
El salmo 32, es un canto de alabanza al Señor del universo y de la historia. Está impregnado de alegría
desde sus primeras palabras: Den gracias al Señor con la cítara, toquen en su honor el arpa de diez cuerdas;
cantadle un cántico nuevo, acompañando los vítores con bordones” (vv. 1-3). Por tanto, esta aclamación va
acompañada de música y es expresión de una voz interior de fe y esperanza, de felicidad y confianza. El
cántico es “nuevo”, no sólo porque renueva la certeza en la presencia divina dentro de la creación y de las
situaciones humanas, sino también porque anticipa la alabanza perfecta que se entonará el día de la salvación
definitiva, cuando el reino de Dios llegue a su realización gloriosa.
San Basilio, considerando precisamente el cumplimiento final en Cristo, explica así este pasaje:
“Habitualmente se llama ‘nuevo’ a lo insólito o a lo que acaba de nacer. Si piensas en el modo de la
encarnación del Señor, admirable y superior a cualquier imaginación, cantas necesariamente un cántico
nuevo e insólito. Y si repasas con la mente la regeneración y la renovación de toda la humanidad, envejecida
por el pecado, y anuncias los misterios de la resurrección, también entonces cantas un cántico nuevo e
insólito” (Homilía sobre el salmo 32, 2: PG 29, 327). En resumidas cuentas, según san Basilio, la invitación
del salmista, que dice: “canten al Señor un cántico nuevo”, para los creyentes en Cristo significa: “Honren a
Dios, no según la costumbre antigua de la ‘letra’, sino según la novedad del ‘espíritu’. En efecto, quien no
valora la Ley exteriormente, sino que reconoce su ‘espíritu’, canta un ‘cántico nuevo’”
Día 22
1 Samuel 2
El emocionado cántico de Ana, la madre de Samuel (1Sam 2, 1-10), lo hemos dicho como salmo
responsorial, y es fácil ver cómo las ideas son muy semejantes a las que la Virgen María cantará en su
Magnificat: Dios ensalza a los pobres y los humildes, mientras que humilla a los soberbios.
Este canto es un espejo del alma de María... Recordemos que Ana, la esposa de Elcaná, avergonzada
por su esterilidad, había pedido insistentemente en su oración poder superar esta afrenta. Vuelve al Templo a
dar gracias a Dios por haber sido escuchada, porque ahora es madre de Samuel, que será un personaje
importante en la historia de Israel, lo hace con estas palabras: “mi corazón se alegra en el Señor…”
En Oriente la alegría conduce fácilmente al canto y la improvisación poética. Así cantó María, la
hermana de Moisés; así Débora, la profetisa; así Ana, la madre de Samuel. Así estallan en cantos y oraciones
aún hoy las mujeres semitas en las horas de gozo.
En el canto de María se encuentran todas las características de la poesía hebrea: el ritmo, el estilo, la
construcción, las numerosas citas. En rigor, María dice pocas cosas nuevas. Casi todas sus frases encuentran
numerosos paralelos en los salmos (31, 8; 34, 4; 59, 17; 70, 19; 89, 11; 95, 1; 103, 17; 111, 9; 147, 6), en los
libros de Habacuc (3, 18) y en los Proverbios ( 11 y 12). Y sobre todo en el cántico de Ana, la madre de
Samuel (1Sam 2, 1-11) que será casi un ensayo general de cuanto, siglos más tarde, dirá María en
Ain Karim.
Pero si las palabras provienen en gran parte del antiguo testamento, la música pertenece ya a la nueva
alianza. En las palabras de María estamos leyendo ya un anticipo de las bienaventuranzas y una visión de la
salvación que rompe todos los moldes establecidos. Al comenzar su canto, María se olvida de la primavera,
de la dulzura y de los campos florecidos que acaba de cruzar y dice cosas que deberían hacernos temblar.
21 G. Ebeling, Sobre los Salmos, Brescia 1973, p. 97
198
CUARTA SEMANA
Día 24
Salmo 88
Hemos escuchado en el salmo 88: “Sellé una alianza con mi elegido, jurando a David mi siervo: “Te
fundaré un linaje perpetuo, edificaré tu trono para todas las edades”.
Toda la tradición, desde la generación apostólica, han visto en David rey el gran tipo de Cristo. El es
verdaderamente el primogénito del Padre, su trono es eterno, vence a los enemigos y extiende su poder a
todo el mundo; él es el Ungido que recibe una descendencia perpetua.
La paradoja es que el Padre permitió a su Hijo pasar por la afrenta y la derrota, lo hizo entrar en la
zona de la cólera divina, en la dimensión contada del tiempo humano; sostuvo a sus enemigos y lo dejó bajar
hasta la muerte. ¿Dónde quedaba la misericordia y la fidelidad del Padre?
Todos los títulos y todos los poderes se los da el Padre a su Hijo, de modo nuevo y definitivo, en la
resurrección. A esta luz resplandecen más el poder cósmico y el poder histórico de Dios; se ve que la ira y el
castigo eran limitados; a esta luz comprendemos finalmente y cantamos en un himno cristiano “la
misericordia y la fidelidad de Dios”.
199
NAVIDAD-EPIFANÍA
Lo que celebramos los cristianos en estas dos o tres semanas del tiempo de Navidad es el misterio de
Cristo que se nos comunica sacramentalmente en la celebración de cada fiesta. El Concilio Vaticano II lo
recordó magistralmente: “La Iglesia, en el círculo del año, desarrolla todo el misterio de Cristo, desde la
Encarnación y la Navidad hasta la Ascensión, Pentecostés y la expectativa de la dichosa esperanza y venida
del Señor.
Conmemorando así los misterios de la Redención, abre las riquezas del poder santificador y de los
méritos de su Señor, de tal manera que, en cierto modo, se hacen presentes en todo tiempo para que puedan
los fieles ponerse en contacto con ellos y llenarse de la gracia de la salvación” (Sacrosanctum Concilium
102).
Cuando afirmamos que la Navidad es un sacramento queremos significar que la gracia del Nacimiento
del Hijo de Dios se nos hace presente y se nos comunica en la celebración de esta fiesta. No se trata sólo de
un recuerdo pedagógico, aleccionador, del acontecimiento de Belén, entrañable por demás.
La Navidad es la fiesta de la luz, como lo es también la Epifanía. Por eso se centra la acción de
gracias en esta luz verdadera que Dios nos ha enviado.
En las lecturas del Adviento, el profeta Isaías ya nos había anunciado al futuro Salvador como la luz
que iba a iluminar a todos los pueblos. Ahora, en Cristo, agradecemos a Dios que nos haya dado la luz
definitiva. En la noche de la Navidad le decimos a Dios: “has iluminado esta noche santa con el nacimiento
de Cristo, la luz verdadera”.
La luz de Dios ya estaba entre nosotros, por la creación. Pero ahora, “por el misterio de la Palabra
hecha carne”, esta luz brilla ante nuestros ojos “con nuevo resplandor”. El Cristo de la Navidad es
el mediador entre Dios y el hombre: nos ayuda a “conocer a Dios visiblemente”, y así nos lleva “al amor de
lo invisible”. A Dios no le ha visto nadie, pero “quien me ve a mí ve al Padre” (Jn 14,9).
En la noche de Pascua, en la solemne Vigilia, volveremos a cantar a Cristo como luz, simbolizado por
el cirio pascual. La Navidad y la Pascua celebran el único misterio de Cristo, Luz del mundo.
Si ya en el Adviento, sobre todo en sus últimos días, nuestra oración tenía muy presente a la Virgen
María, durante el tiempo de la Navidad es todavía más intensa esta acentuación.
La que podemos llamar “Santa María de la esperanza”, la maestra de la espera del Adviento, es sobre
todo la Madre del Mesías, la que le dio a luz y lo manifestó al mundo en la persona de los pastores y de los
200
magos: la Maestra, por tanto, de la Navidad y de la Epifanía, la que le acogió y la que mejor evangelizó
al mundo mostrándole al Salvador.
Pablo VI, al igual que lo hacía con el tiempo del Adviento, también presenta en su Marialis Cultus este
carácter mariano de la Navidad, señalando los días más importantes de este recuerdo: “El tiempo de Navidad
constituye una prolongada memoria de la maternidad divina, virginal y salvífica, de aquella que sin mengua
de su virginidad dio a este mundo un Salvador.
Así, en la solemnidad de la Natividad del Señor, la Iglesia, al adorar al Salvador, venera a su gloriosa
Madre.
En la Epifanía del Señor, al celebrar la llamada universal a la salvación, contempla a la Virgen, sede de
la Sabiduría y verdadera Madre del Rey, que ofrece a la adoración de los magos al Redentor de todas las
naciones.
Y en la fiesta de la Sagrada Familia considera con veneración la santa vida que llevan en su casa de
Nazaret Jesús, Hijo de Dios e Hijo del Hombre, María su Madre y José, el varón justo.
En la nueva ordenación del periodo de Navidad, creemos que la atención común se debe dirigir a la
renovada solemnidad de Santa María Madre de Dios. Ésta, fijada el 1 de enero, según una
antigua sugerencia de la liturgia romana, está destinada a celebrar la parte que tuvo María en el misterio de
la salvación y a exaltar la singular dignidad de que goza la Madre Santa, por la que merecimos recibir al
Autor de la vida...”.
201
DÍAS DE DICIEMBRE
Día 24, Misa de medianoche22
Hoy hemos vivido un día breve, la luz del sol pronto se ha ocultado, ha sido el día más corto del año;
y como consecuencia, pronto nos ha envuelto la oscuridad de la noche. Así es hermanos, hoy como hace
2000 años: un silencio sereno lo envolvía todo, y, al mediar la noche su carrera, la Palabra todopoderosa,
vino desde el trono real de los cielos. En esta Noche santa se cumple la antigua promesa: el tiempo de la
espera ha terminado, y la Virgen da a luz al Mesías23.
Jesús nace para la humanidad, para cada hombre y mujer, paras el niño o el anciano, que busca
libertad y paz; nace para todo hombre oprimido por el pecado, necesitado de salvación y sediento de
esperanza.
Dios responde en esta noche al clamor incesante de los pueblos: ¡Ven, Señor, a salvarnos!: su eterna
Palabra de amor ha asumido nuestra carne mortal. Un niño se nos ha dado, un Hijo nos ha nacido; hoy nos
ha nacido el Salvador, el Emmanuel, el Dios con nosotros24.
María “dio a la luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre” (Lc 2, 7).
Esta es la imagen de la Navidad: un recién nacido frágil, que las manos de una mujer envuelven con ropas
pobres y acuestan en el pesebre. Este pequeño y pobre es el “Hijo del Altísimo” (Lc 1, 32). Sólo ella, su
Madre, conoce la verdad y guarda su misterio.
En esta noche también nosotros podemos ponernos en el corazón y en la mirada de María para
amarlo con su corazón y verlo con sus ojos de fe, para reconocer en este Niño el rostro humano de Dios.
También para nosotros, hombres del tercer milenio, es posible encontrar a Cristo y contemplarlo con los ojos
de María. Así, podremos tener la experiencia de reavivar nuestra fe, en Jesús el Niño de Belén…
En la segunda lectura, que se acaba de proclamar, el apóstol san Pablo nos ayuda a comprender el
acontecimiento-Cristo, que celebramos en esta noche de luz, cuando afirma: “Ha aparecido la gracia de
Dios, que trae la salvación para todos los hombres” (Tt 2, 11). La “gracia de Dios aparecida” en Jesús es su
amor misericordioso, que dirige a cada uno en esta noche, nos la ofrece a todos: es el momento de aceptar o
rechazar… En efecto, con su Encarnación, Jesús, -como dice el Apóstol- nos enseña a “renunciar a la vida
sin religión y a los deseos mundanos, y a llevar desde ahora una vida sobria, honrada y religiosa, aguardando
la dicha que esperamos” (Tt 2, 12-13).
“Encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lc 2, 12). El Niño acostado en
la pobreza de un pesebre: esta es la señal de Dios. Pasan los siglos y los milenios, pero queda la señal, y vale
también para nosotros, hombres y mujeres del tercer milenio. Es señal de esperanza para toda la familia
humana: señal de paz para cuantos sufren a causa de todo tipo de conflictos; señal de liberación para los
pobres y los oprimidos; señal de misericordia para quien se encuentra encerrado en el círculo vicioso del
pecado; señal de amor y de consuelo para quien se siente solo y abandonado.
Señal pequeña y frágil, humilde y silenciosa, pero llena de la fuerza de Dios, que por amor se hizo
hombre.
Señor Jesús,
junto con los pastores,
nos acercamos al Portal
para contemplarte
envuelto en pañales
y acostado en el pesebre.
¡Oh Niño de Belén,
te adoramos en silencio con María,
22 Cfr. S.S. JUAN PABLO II, Homilía 24 de diciembre de 2002
23 Cfr. Antífona del Magníficat
24 Cfr. Liturgia del día, misa de medianoche
202
tu Madre siempre virgen!
¡A ti la gloria y la alabanza
por los siglos,
divino Salvador del mundo! Amén.
Que en esta Navidad y año Nuevo, Aquel que fecundo a María, los llene de sus dones, para que su
vida sea, en todo tiempo, imitación de la acción de Dios, para que la Navidad sea en Ud. la fiesta de la
bondad.
25 de diciembre, NAVIDAD
¡Si pudiéramos imaginar realmente cómo era la situación de la humanidad antes de la venida de
Cristo! ¡Si pudiéramos penetrar realmente lo que sentía la gente que esperaba al Mesías prometido! Es tan
fácil ahora que ya Cristo vino tomar su venida como un derecho adquirido y hasta darnos el lujo de rechazar
o de no importarnos lo que Dios ha hecho para con nosotros: todo un Dios se rebaja desde su condición
divina para hacerse uno como nosotros. ¿Nos damos cuenta realmente de este misterio que, además de
misterio, es el regalo más grande que se nos haya podido dar?
¿Cómo podemos acostumbrarnos a esta idea tan excepcional? ¿Cómo podemos no conmovernos
cada Navidad ante este misterio insólito? ¿Cómo podemos no agradecer a Dios cada 25 de diciembre por
este grandísimo regalo que nos ha dado?
Los Profetas del Antiguo Testamento, nos hablan de que la humanidad se encontraba perdida y en la
oscuridad, subyugada y oprimida, hasta que vino al mundo “un Niño”. Fue así como “el pueblo que
caminaba en tinieblas vio una gran luz... se rompió el yugo, la barra que oprimía sus hombros y el cetro de
su tirano”.
Ante esta situación de opresión y de oscuridad, podemos imaginar la alegría inmensa ante el anuncio
del Ángel a los Pastores cercanos a la cueva de Belén: “Les traigo una buena noticia, que causará gran
alegría a todo el pueblo: hoy les ha nacido en la ciudad de David, un salvador, que es el Mesías, el Señor”.
Si este “Niño” no hubiera nacido estaríamos aún bajo “el cetro del tirano”, el “príncipe de este
mundo”. Pero con la venida de Cristo, con el nacimiento de ese Niño hace dos mil años, se ha pagado
nuestro rescate y estamos libres del secuestro del Demonio…
Con su nacimiento, vida, pasión, muerte y resurrección, Cristo vino a establecer su reinado, “a
establecerlo y consolidarlo”, desde el momento de su nacimiento “y para siempre”. Y su Reino no tendrá
fin.
Y ese Dios que se rebaja hasta nuestra condición humana, levanta nuestra condición humana hasta su
dignidad. En efecto, nos dice San Juan al comienzo de su Evangelio (Jn. 1, 1-18), que Dios concedió “a
todos los que le reciben, a todos los que creen en su Nombre, llegar a ser hijos de Dios”.
Esto que se repite muy fácilmente, pues, de tanto oírlo, sin poner la atención que merece, se nos ha
convertido en un “derecho adquirido”, es un inmenso privilegio. ¡Hijos de Dios! ¡Lo mismo que Jesucristo!
El se hace Hombre y nos da la categoría de hijos de Dios; nos lleva de nuestro nivel de indignidad a su nivel
de dignidad; de lo humano a lo divino… Ahora, “podemos compartir la vida divina de Aquél que ha querido
compartir nuestra vida humana”25.
Es así como “el pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran Luz”. Y esa Luz que es Cristo nos
hace, además de hijos de Dios, herederos del Reino de los Cielos y confiere a nuestra humanidad derechos
de eternidad.
“Resplandece ante el mundo el maravilloso intercambio que nos salva; pues al revestirse el Hijo de
nuestra frágil condición, no sólo confiere dignidad eterna a la naturaleza humana, sino que por esta unión
admirable nos hace a nosotros eternos”.
25 Oración Colecta de hoy
203
Por eso aclamemos, con los labios, el corazón y las obras, llenos de alegría, junto con los coros angélicos del
día de Navidad: ¡“Gloria a Dios en el Cielo”! (Prefacio de Navidad III).
¡Oh MARAVILLOSO INTERCAMBIO!
Él, niño de pecho,
para que tú puedas ser
un hombre perfecto;
Él, envuelto en pañales,
para que tú quedes libre
del lazo de la muerte;
Él, en el pesebre,
para que tú puedas estar
cerca del altar;
en la tierra
para que tú puedas vivir
sobre las estrellas
Él, en el pesebre,
para que tú puedas estar
cerca del altar;
en la tierra
para que tú puedas vivir
sobre las estrellas.
Él, un esclavo,
para que nosotros seamos
hijos de Dios.
¡Qué increíble valor
debe tener nuestra vida
para que Dios venga a vivirla
de tal manera!
Pero ¡qué increíble amor
para quererlo hacer!
Hoy, cerca de la cueva de Belén,
no es día de decir:
"Dios mío, te quiero".
Es el día de asombrarse diciendo:
“¡Dios mío, cómo me quieres Tú!” (San Ambrosio)
Día 26
Salmo 30
San Esteban protomártir
Se acabó la poesía de la Navidad. Después de celebrar el nacimiento del Hijo de Dios como hermano
nuestro, nos encontramos con el martirio del joven Esteban. Y es que ese Niño que ha nacido en Belén es el
mismo que más tarde por fidelidad a su misión, entregará su vida en la Cruz para salvar a la humanidad.
Jesús será el primer mártir, testigo del amor de Dios. Esteban será luego el primero entre sus seguidores que
le imite en el martirio.
En efecto, el salmo 30 que hemos proclamado se canta el Viernes Santo, ya que Jesús en la cruz,
tomó de él, su “última palabra” antes de morir: “En tus manos, Señor, encomiendo mi Espíritu” (Lucas
23,46). Pero todo el salmo se aplica perfectamente a Jesús crucificado.
Jesús expresa este sentimiento suyo con palabras que pertenecen al Salmo 30/31: el Salmo del
afligido que prevé su liberación y da gracias a Dios que la va a realizar: 'A tus manos encomiendo mi
204
espíritu, tú el Dios leal me librarás' (Sal 30/31 6). Jesús, en su lúcida agonía, recuerda y balbucea también
algún versículo de ese Salmo, recitado muchas veces durante su vida. Pero en la narración del Evangelista,
aquellas palabras en boca de Jesús adquieren un nuevo valor.
Con la invocación ‘Padre’ (‘Abbá’), Jesús confiere un acento filial a su abandono en !as manos de!
Padre. Jesús muere como Hijo. Muere en perfecta conformidad con el querer del Padre, con la finalidad de
amor que el Padre le ha confiado y que el Hijo conoce bien.
En la perspectiva del Salmista el hombre, afectado por la desventura y afligido por el dolor, pone su
espíritu en manos de Dios para huir de la muerte que le amenaza. Jesús por el contrario, acepta la muerte y
pone su espíritu en manos del Padre para atestiguarle su obediencia y manifestarle su confianza en una
nueva vida. Su abandono es, pues, más pleno y radical, más audaz, más definitivo, más cargado de voluntad
oblativa.
“A tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu, sé la roca de mi refugio”.
Día 27
Salmo 96
San Juan, apóstol y evangelista
Después de Esteban, el testimonio del apóstol Juan. Otro gran testigo que nos ayuda a profundizar en
el misterio de la Navidad y a la vez relaciona estrechamente a ese Niño recién nacido con el Cristo que nos
salva a través de su entrega pascual y su resurrección. Juan es el teólogo de la Pascua. Estuvo al pie de la
cruz, con María, la Madre, y luego vio el sepulcro vacío.
Pero también es el teólogo de la Navidad. Nadie como él ha sabido condensar la teología del
Nacimiento de Cristo: la Palabra, que era Dios, se ha hecho hombre.
No es de extrañar que el salmo nos invite insistentemente: “alegraos, justos, con el Señor. Amanece
la luz para el justo y la alegría para los rectos de corazón”. Para los que se saben amados y salvados por Dios
todo es luz y fiesta.
La tierra se alegra porque ha visto al Salvador. Quienes, unidos a Cristo, vivamos en la justicia y el
derecho, colaboraremos para que todos los pueblos vean la gloria de Dios. Ciertamente sólo al final veremos
cara a cara al Señor y reinaremos junto con Cristo. Sin embargo, ya desde esta vida, hemos de ser testigos
del Reino de Dios, que es justicia, paz y gozo en el Espíritu del Señor. La Iglesia peregrina de Cristo tiene
como vocación transparentar la presencia de su Señor en el mundo. Quienes, por medio de ella, se
encuentren con Jesucristo, deben encontrar esa alegría, paz, bondad, misericordia y gozo que proceden de
Dios.
Día 28
Salmo 123
Los santos inocentes
Como el día de san Esteban, nuevamente hoy contemplamos la dureza del camino de Jesús. La
fuerza de mal que hay en el mundo envuelve a Jesús desde el comienzo de su vida, y acabará clavándolo en
la cruz.
Lo que más destaca en la fiesta de hoy es la fuerza del Dios que es más fuerte que todo el mal que los
hombres podamos hacer: los Inocentes, sin saberlo, han compartido la muerte de Jesucristo y ahora
comparten por siempre su gloria. En Dios, todo es gracia. Y al final del camino humano está su vida.
Ante nosotros tenemos el Salmo 123, que bien podemos poner en labios de los santos Inocentes, pero
también es un cántico de acción de gracias entonado por toda la comunidad en oración que eleva a Dios la
alabanza por el don de la liberación. El salmista estimula a todo el pueblo a elevar una acción de gracias viva
y sincera al Dios salvador. Si el Señor no hubiera estado de parte de las víctimas, éstas, con sus pocas
fuerzas, no hubieran sido capaces de liberarse y sus adversarios, como monstruos, les hubieran descuartizado
y triturado.
205
San Agustín ofrece un comentario articulado a este salmo. En primer lugar, observa que este salmo
propiamente lo cantan los “miembros de Cristo, que han alcanzado la felicidad”, en este caso los santos
Inocentes. En realidad, “lo han cantado los santos mártires, quienes habiendo salido de este mundo, están
con Cristo en la alegría, dispuestos a retomar incorruptos esos mismos cuerpos que antes eran corruptibles.
En su vida, sufrieron tormentos en el cuerpo, pero en la eternidad esos tormentos se transformarán en
adornos de justicia”.
Pero en un segundo momento el obispo de Hipona nos dice que también nosotros podemos cantar
este salmo con esperanza. Declara: “También nosotros estamos animados por una esperanza segura
cantaremos exultando. No son extraños para nosotros los cantores de este Salmo… Por tanto, cantemos
todos con un solo corazón: tanto los santos que ya poseen la corona como nosotros, que con el afecto nos
unimos a su corona. Juntos deseamos esa vida que aquí abajo no tenemos, pero que nunca podremos tener si
antes no la hemos deseado”.
San Agustín vuelve entonces a la primera perspectiva y explica: “Los santos recuerdan los
sufrimientos que afrontaron y desde el lugar de felicidad y de tranquilidad en el que se encuentran miran el
camino recorrido; y, dado que hubiera sido difícil alcanzar la liberación si no hubiera intervenido para
ayudarles la mano del Liberador, llenos de alegría, exclaman: “Si el Señor no hubiera estado de nuestra
parte”. Así comienza su canto. No hablan ni siquiera de aquello de lo que se han librado por la alegría de su
júbilo”26.
Día 29
Salmo 95
El salmo 95 nos invita con insistencia a “cantar”. La palabra se repite tres veces al comienzo de las tres
primeras líneas. Más adelante, por tres veces, vuelve la insistencia: “Den gloria al Señor”... “Den gloria al
Señor”... “¡Den pues gloria al Señor!”.
El Salmo comienza con una invitación festiva a alabar a Dios, invitación que se abre inmediatamente
a una perspectiva universal: “Cantemos al Señor un canto nuevo… Canten al Señor, toda la tierra” (v. 1).
Los fieles cristianos somos invitados a contar la gloria de Dios “a los pueblos” y después a dirigirnos a
“todas las naciones” para proclamar “sus maravillas” (versículo 3). Es más, el salmista interpela
directamente a las “familias de los pueblos” (v. 7) para invitar a dar gloria al Señor.
San Gregorio Nacianceno retoma algunas expresiones del Salmo 95 diciendo que “Cristo nace,
¡glorifíquenle!, Cristo baja del cielo, ¡salgan a recibirlo! Cristo está sobre la tierra, ¡lávense! “Canten al
Señor, toda la tierra” (v. 1), y para unir los dos conceptos, “que se alegre el cielo y exulte la tierra” (v. 11)
con aquél que es celestial, pero que se ha hecho terrestre”27.
Día 30
Salmo 95, 7-10
Dios, nuestro Rey poderoso, no viene a nosotros como alguien que llega a aplastar nuestra dignidad.
A pesar de su gran poder; y a pesar de nuestra indignidad a causa de nuestros pecados, Dios se acerca a
nosotros como un Padre lleno de amor hacia quienes sabe que somos frágiles e inclinados a la maldad desde
nuestra adolescencia.
Quien reconozca el poder salvador de Dios, sabe que Dios nos envió a su propio Hijo para
convertirse en motivo de salvación para cuantos le invoquen y le busquen con sincero corazón.
Sólo el amor que Dios infunde en nuestros corazones podrá hacernos constructores de un mundo más
justo y más fraterno. Esa es, finalmente, una de nuestras responsabilidades en la construcción de la ciudad
terrena.
26 San Agustín, Comentario al Salmo 123, cit. por Benedicto XVI: 22 de junio de 2005
27 Cfr. Juan Pablo II, Audiencia del Miércoles 18 de setiembre del 2002
206
Día 31
Salmo 95: 1-2.11-13
El Señor llega como Rey a gobernar a todas las naciones. No viene a destruirnos, sino a darnos su
paz, a ayudarnos a caminar en la justicia y en la rectitud. Por medio de su Hijo hecho uno de nosotros, el
Padre Dios nos ha hechos sus hijos y nos ha llenado de gozo, pudiendo elevar un canto nuevo al Señor.
Ese canto nuevo, que viene a dejar atrás nuestras voces destempladas a causa del pecado, brota de la
presencia de su Espíritu en nosotros. ¿Cómo no llenarnos de alegría cuando sabemos que el Señor no sólo
vino a perdonarnos nuestros pecados, sino a elevarnos a la dignidad de hijos de Dios? Que incluso la
naturaleza se regocije, pues, junto con nosotros, también ella debe verse liberada de todo aquello que la
había convertido en motivo de esclavitud para el hombre, y, por tanto, en signo de maldad, de destrucción y
de muerte.
Quien vive bajo el régimen del pecado continuará siendo un malvado, un destructor y un egoísta.
Abramos nuestro corazón a Dios para que en Él encontremos el perdón de nuestros pecados, la salvación y
el gozo eterno.
Días de enero
Día 2
Salmo 97
El Salmo 97 se trata de un himno al Señor, rey del universo y de la historia (v. 6). Es definido como un
“cántico nuevo” (v. 1), que en el lenguaje bíblico significa un cántico perfecto, rebosante, solemne,
acompañado por música festiva.
Tanto la Liturgia como la tradición cristiana, nos invitan a alabar con un cántico nuevo (v. 1) al Niño
de Belén, en quien se manifiesta el amor de Dios Padre en favor de la Iglesia, el nuevo Israel. La alabanza a
Cristo, aprendida en la escuela de este salmo, es el fruto de la alegría que suscita su Nacimiento en un
corazón admirado y agradecido de sentirse salvado por su Señor, que aparece en la verdad de nuestra misma
carne. En un famoso himno navideño del año 331 se recogen estas palabras: “No rechaza el pesebre, ni
dormir sobre unas pajas; tan solo se conforma con un poco de leche, el mismo que, en su providencia,
impide que los pájaros sientan hambre”.
Venidos desde los confines de la tierra, los Magos conocieron al Niño Dios. Ellos son los primeros, de
entre todas las naciones, a quienes se les revela la misericordia divina: la primera epifanía del Unigénito a
los gentiles, que nace de una madre Virgen para salvar al mundo. Una colecta de la liturgia de Adviento
sirve para convertir en oración estos sentimientos: “Suban, Señor, a tu presencia nuestras súplicas y colma
en tus siervos los deseos de llegar a conocer en plenitud el misterio admirable de la Encarnación de tu Hijo.
Que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén”
Día 3
Salmo 97
Uno de los temas que más tratan los salmos es el de la alabanza. Dios merece toda la alabanza por ser
él quien es, por sus obras maravillosas, por la bondad mostrada al hombre, por la salvación, por su
predilección por Israel.
Esta alabanza es el fruto de una experiencia gozosa, de una alegría que produce la actuación salvadora
de Dios: el salmista siente admiración, entusiasmo y gratitud por este Dios tan excelso, tan providente, y por
esto brota de su corazón la más sincera alabanza. La fe en Dios lleva aneja la alabanza, y la alabanza
proviene de la alegría. Los salmos, entre otras muchas otras cosas, nos enseñan también esta verdad y esta
207
actitud de la alabanza gozosa, porque si el hombre alaba a Dios lo hace movido por un corazón admirado y
agradecido, inundado de alegría por sentirse amado, salvado y protegido por su Dios.
En el Nuevo Testamento, Cristo mismo alaba al Padre en diferentes ocasiones y se admira de sus
obras; su infancia viene acompañada de grandes cánticos, como el de María (Magnificat), el de Zacarías
(Benedictus), y el mismo himno de los ángeles en su nacimiento de Belén: “Gloria a Dios en las alturas...”.
San Pablo y el Apocalipsis nos muestran abundante literatura hímnica, y todo ello nos hace ver la Biblia
jalonada de una atmósfera de alabanza y de júbilo: el hombre mantiene esta relación gozosa con Dios,
consciente de su grandeza y de su bondad, respondiendo con sus cantos de gratitud y admiración.
El salmo de hoy es un buen ejemplo para un ejercicio de admiración y de alabanza frente a las
maravillas de Dios, que culminan en el centro de la fe cristiana, la vida y la obra de Cristo Jesús, Rey de la
paz y Rey del universo.
Día 4
Salmo 97
Los salmos nos muestran del alma agradecida y admirada ante su Dios. Muestran una experiencia
profunda de Dios, de un Dios sentido en el fondo del alma: su ayuda se ha dejado ver en cada paso, se ha
recibido toda su solicitud y su providencia, se ha sentido siempre su presencia.
Los himnos a Dios cantan su grandeza, su actuación, su reino. Los salmos partiendo de la experiencia
histórica del pueblo de Dios, extiende su campo de alabanza a todos los pueblos y naciones, invitando
incluso a los seres celestes (ángeles) y a la naturaleza toda: tierra y mar, árboles y ríos, a sumarse a esta
alabanza grandiosa al Dios del universo, de la historia y de la salvación, cuyo juicio dará la recompensa a
sus elegidos y permitirá un nuevo orden de cosas. Su victoriosa actuación le hace superior a todos los dioses
y fuerzas del universo y le da dominio sobre todas las naciones.
El nombre del Señor es el centro del Salmo, que hemos venido escuchando en estos tres últimos días.
Dios actúa en la historia y al final juzgará al mundo y a los pueblos. En este contexto, juzgar significa
también gobernar, instaurar la justicia, el orden y la paz en los pueblos y en cada hombre. Esto es lo que el
Señor trae consigo, lo que implantará definitivamente en todo el orbe. Es también el motivo por el que se le
invoca y alaba desde todas partes y con todos los medios.
En la perspectiva cristiana, esta realidad ha comenzado ya en Cristo, en el cual “se revela la justicia
de Dios” (Romanos 1, 17) y, por eso, el creyente puede entonar ya ahora el “canto nuevo” del universo y la
humanidad entera redimida por Cristo.
Día 5
Salmo 9928
Este salmo es una exhortación a la alabanza y a la acción de gracias por la suma bondad de Dios,
hacedor de todo y pastor de su pueblo, hace que se le hayan de dar incesantes gracias.
No invita a la oración. Basta fijarnos en los verbos en imperativo: “Aclamen…, sirvan al Señor con
alegría, entren en su presencia con aclamaciones. Sepan que el Señor es Dios... Entren por sus puertas con
acción de gracias, por sus atrios con himnos, dándole gracias y bendiciendo su nombre” (vv. 2-4). Se trata de
una serie de invitaciones no sólo a entrar en el área sagrada del templo a través de puertas y atrios (Cfr. Sal
14,1; 23,3.7-10), sino también a aclamar a Dios con alegría.
Es una especie de hilo constante de alabanza que no se rompe jamás, expresándose en una profesión
continua de fe y amor. Es una alabanza que desde la tierra sube a Dios, pero que, al mismo tiempo, sostiene
el ánimo del creyente.
28
28 Juan Pablo II, Audiencia general del Miércoles 7 de noviembre de 2001
208
Todos estamos en las manos de Dios, Señor y Rey, y todos lo celebramos, con la confianza de que no
nos dejará caer de sus manos de Creador y Padre. En efecto, en el centro de la alabanza que el salmista pone
en nuestros labios hay una especie de profesión de fe, expresada a través de una serie de atributos que
definen la realidad íntima de Dios. Este credo esencial contiene las siguientes afirmaciones: el Señor es
Dios, el Señor es nuestro creador, nosotros somos su pueblo, el Señor es bueno, su misericordia es eterna y
su fidelidad no tiene fin (Cfr. vv. 3-5).
Después de la proclamación de Dios uno, creador y fuente de la alianza, el retrato del Señor cantado
por nuestro salmo prosigue con la meditación de tres cualidades divinas exaltadas con frecuencia en el
Salterio: la bondad, el amor misericordioso y la fidelidad.
A Dios se deben el honor, el respeto y la mayor alabanza. (...): “‘Aclama al Señor, tierra entera’.
Comprenderás el júbilo de toda la tierra, si tú mismo aclamas al Señor”, dice san Agustín.
Día 7
Salmo 2
Tú eres mi Hijo amado en quien tengo puestas mis complacencias. Hoy, el hoy de la eternidad, el
eterno presente en el que es engendrado el Hijo de Dios por el Padre Dios, lo hace igual a Él en el ser y en la
perfección, de tal forma que quien contempla al Hijo contempla al Padre, pues el Hijo está en el Padre y el
Padre en el Hijo.
A nosotros corresponde reconocer al Hijo de Dios, encarnado, como Señor de nuestra vida siéndole
fieles al escuchar su Palabra y ponerla en práctica; postrándonos de rodillas ante Él para estar atentos a su
voluntad y permitirle que Él lleve a efecto su obra salvadora en nosotros.
Aquel que vive en la rebeldía a Jesucristo, aquel que va por caminos de pecado y de muerte, a pesar
de que acuda a dar culto a Dios, no le pertenece a Dios, pues sus obras son malas.
Manifestemos nuestra fe no sólo con palabras, sino con una vida íntegra entregada a realizar el bien
conforme a las enseñanzas del Señor. Entonces estaremos demostrando, con la vida misma, que en realidad
pertenecemos al Reino y familia de Dios.
Día 8
Salmo 71, 2-4.7-8
Es de notar la particular insistencia con la que el salmista subraya el compromiso moral de regir al
pueblo según la justicia y el derecho: “Dios mío, confía tu juicio al rey, tu justicia al hijo de reyes,
para que rija a tu pueblo con justicia, a tus humildes con rectitud... Que él defienda a los humildes del
pueblo, socorra a los hijos del pobre y quebrante al explotador” (versículos 1-2.4).
Es fácil intuir cómo la tradición haya visto en este Salmo una profecía acerca de la venida de Cristo,
el Mesías prometido, indicando en estas palabras las características de su Reino eterno y universal.
Jesucristo, nuestro Rey y Señor, ha salido a nuestro encuentro para remediar nuestros males. Él no
sólo nos anunció la Buena Nueva del amor que nos tiene el Padre, sino que pasó haciendo el bien a todos.
Quien ha recibido la misma Vida y el mismo Espíritu del Señor debe preocuparse de anunciar el
Nombre de Dios a todos, pero, al mismo tiempo, debe preocuparse de pasar haciendo el bien.
La Iglesia de Cristo debe preocuparse de que en la tierra florezca la justicia y reine la paz, así como
en convertirse en defensa de los pobres, como el Señor lo ha hecho con nosotros. Sólo así no estaremos
traicionado al Señor ni a su Evangelio.
Día 9
Salmo 71, 2-10.12-13
209
El elemento decisivo para reconocer la figura del rey mesiánico es sobre todo la justicia y su amor
por los pobres (Cf. versículos 12-14). Éstos sólo le tienen a Él como punto de referencia y manantial de
esperanza, pues es el representante visible de su único defensor y patrono, Dios.
Por este motivo, ahora la mirada del salmista se dirige hacia un rey justo, perfecto, encarnado por el
Mesías, el único soberano dispuesto a rescatar a los oprimidos “de la violencia” (Cf. versículo 14).
Es el Señor quien tiene misericordia de los pobres y desvalidos. Ante Dios no hay acepción de
personas, pues Él es el Creador de todos.
Si aquí en la tierra muchos se han aprovechado de sus hermanos y los han precipitado a la ruina, o se
han aprovechado de ellos para sus propios intereses, o los han explotado como si fueran animales, Dios se ha
puesto de parte de los pobres y de los humildes para librarlos de la mano de los poderosos y salvarles la
vida.
Finalmente el Espíritu del Señor está sobre su Mesías; y lo ha ungido para evangelizar a los pobres y
para liberar a los cautivos de su prisión. La Iglesia de Cristo continúa esa obra de salvación siguiendo las
huellas de su Señor.
Día 10
Salmo 71, 2, 14-15.17
El Salmo 71 concluye, en su redacción original con una aclamación en honor del rey-Mesías (Cf. v.
15-17). Es como una trompeta que acompaña un coro de auspicios y buenos deseos dirigidos al soberano, a
su vida, a su bienestar, a su bendición, a la permanencia de su recuerdo en los siglos.
En el rostro de este rey-Mesías la tradición cristiana ha intuido el retrato de Jesucristo. En su
Comentario al Salmo 71, san Agustín hace una lectura en clave cristológica en la que explica que los
indigentes y los pobres a los que Cristo sale en su ayuda son “el pueblo de los creyentes en Él”. Es más,
recordando los reyes mencionados precedentemente por el Salmo, aclara que “en este pueblo se incluyen
también los reyes que lo adoran. No han desdeñado hacerse indigentes y pobres, es decir, confesar
humildemente sus pecados y reconocerse necesitados de la gloria y de la gracia de Dios para que ese rey,
hijo del rey, les liberase del potente”, es decir, de Satanás, el “calumniador”, el “fuerte”. “Pero nuestro
Salvador humilló al calumniador, y entró en la casa del fuerte, llevándose sus riquezas después de haberle
encadenado; él ‘ha liberado al indigente del potente, y al pobre que no tenía a nadie para ayudarle’. Ninguna
potencia creada hubiera podido hacer esto, ni la de cualquier hombre justo, ni siquiera la de un ángel. No
había nadie que fuera capaz de salvarnos; por eso vino Él, en persona, y nos salvó”
Dios quiere seguir amando a sus hijos y quiere manifestarles su amor providente por medio nuestro.
Entonces seremos motivo de bendición para los más desprotegidos. Pero sobre todo, seremos ocasión de que
quienes reciben de parte nuestra una participación de los bienes que nos vienen de Dios, bendigan al Señor
por sus beneficios.
Día 11
Salmo 147, 12-15.19-20
Glorifiquemos a Dios porque Él se ha convertido en nuestro Salvador y en nuestro poderoso
defensor. No ha hecho nada igual con ninguna otra nación.
Por pura voluntad suya Él nos eligió y nos hizo hijos suyos. Él nos ha manifestado sus caminos para
que los sigamos. Más aún: Él mismo, por medio de Jesucristo, se ha convertido para nosotros en Camino que
nos conduce al Padre.
A nosotros corresponde tomar nuestra cruz de cada día e ir tras sus huellas. Su Palabra no sólo debe
resonar en nuestros oídos, sino ser fielmente meditada en nuestro corazón.
Así el Espíritu Santo nos ayudará para que esa Palabra nos transforme, de tal manera que dé
abundantes frutos de salvación en nosotros.
210
Entonces podremos, a impulsos del mismo Espíritu, colaborar para que el Reino de Dios se
manifieste cada vez con mayor fuerza entre nosotros.
Día 12
Salmo 149
“Que los fieles festejen su gloria, y canten jubilosos en filas". Esta invitación del salmo 149, que se
acaba de proclamar, remite a un alba que está a punto de despuntar y encuentra a los fieles dispuestos a
entonar su alabanza matutina. El salmo, con una expresión significativa, define esa alabanza "un cántico
nuevo" (v. 1), es decir, un himno solemne y perfecto, adecuado para los últimos días, en los que el Señor
reunirá a los justos en un mundo renovado.
Todo el salmo está impregnado de un clima de fiesta, inaugurado ya con el Aleluya inicial y acompasado
luego con cantos, alabanzas, alegría, danzas y el son de tímpanos y cítaras. La oración que este salmo inspira
es la acción de gracias de un corazón lleno de júbilo religioso.
Alabemos al Señor, nuestro Dios, porque se ha levantado victorioso sobre nuestros enemigos. A Él
se dirigen nuestros cantos, nuestras danzas; y en Él está nuestro pensamiento, lleno de gratitud y alabanza,
incluso cuando estamos en el descanso de nuestro lecho.
Poseedores de la Victoria de Cristo, vivimos alegres y seguros en Dios que nos ama. Pero, al mismo
tiempo, proclamamos su Nombre a todas las naciones, de tal forma que la salvación de Dios llegue hasta los
últimos rincones de la tierra.
No sólo elevemos un cántico de alabanza al Señor porque nos ha librado de nuestros enemigos, sino
que demos, con nuestra vida, un testimonio auténtico de que la obra salvadora de Dios no ha sido inútil en
nosotros.
211
TIEMPO ORDINARIO
El Tiempo Ordinario tiene su gracia particular que hay que pedir a Dios y buscarla con toda la
ilusión de nuestra vida: así como en este Tiempo Ordinario vemos a un Cristo ya maduro, responsable ante
la misión que le encomendó su Padre, le vemos crecer en edad, sabiduría y gracia delante de Dios su Padre y
de los hombres, le vemos ir y venir, desvivirse por cumplir la Voluntad de su Padre, brindarse a los
hombres…así también nosotros en el Tiempo Ordinario debemos buscar crecer y madurar nuestra fe, nuestra
esperanza y nuestro amor, y sobre todo, cumplir con gozo la Voluntad Santísima de Dios. Esta es la gracia
que debemos buscar e implorar de Dios durante estas 33 semanas del Tiempo Ordinario.
Crecer. Crecer. Crecer. El que no crece, se estanca, se enferma y muere. Debemos crecer en nuestras
tareas ordinarias: matrimonio, en la vida espiritual, en la vida profesional, en el trabajo, en el estudio, en las
relaciones humanas. Debemos crecer también en medio de nuestros sufrimientos, éxitos, fracasos. ¡Cuántas
virtudes podemos ejercitar en todo esto! El Tiempo Ordinario se convierte así en un gimnasio auténtico para
encontrar a Dios en los acontecimientos diarios, ejercitarnos en virtudes, crecer en santidad…y todo se
convierte en tiempo de salvación, en tiempo de gracia de Dios. ¡Todo es gracia para quien está atento y tiene
fe y amor!
El espíritu del Tiempo Ordinario queda bien descrito en el prefacio VI dominical de la misa: “En ti
vivimos, nos movemos y existimos; y todavía peregrinos en este mundo, no sólo experimentamos las
pruebas cotidianas de tu amor, sino que poseemos ya en prenda la vida futura, pues esperamos gozar de la
Pascua eterna, porque tenemos las primicias del Espíritu por el que resucitaste a Jesús de entre los muertos”.
Este Tiempo Ordinario se divide como en dos “tandas”. Una primera, desde después de la Epifanía y
el bautismo del Señor hasta el comienzo de la Cuaresma. Y la segunda, desde después de Pentecostés hasta
el Adviento.
Les invito a aprovechar este Tiempo Ordinario con gran fervor, con esperanza, creciendo en las
virtudes teologales. Es tiempo de gracia y salvación. Encontraremos a Dios en cada rincón de nuestro día.
Basta tener ojos de fe para descubrirlo, no vivir miopes y encerrados en nuestro egoísmo y problemas. Dios
va a pasar por nuestro camino. Y durante este tiempo miremos a ese Cristo apóstol, que desde temprano ora
a su Padre, y después durante el día se desvive llevando la salvación a todos, terminando el día rendido a los
pies de su Padre, que le consuela y le llena de su infinito amor, de ese amor que al día siguiente nos
comunicará a raudales. Si no nos entusiasmamos con el Cristo apóstol, lleno de fuerza, de amor y vigor…
¿con quién nos entusiasmaremos?
Cristo, déjanos acompañarte durante este Tiempo Ordinario, para que aprendamos de ti a cómo
comportarnos con tu Padre, con los demás, con los acontecimientos prósperos o adversos de la vida. Vamos
contigo, ¿a quién temeremos? Queremos ser santos para santificar y elevar a nuestro mundo.
212
PRIMERA SEMANA
Lunes
Salmo 11529
El Salmo 115, que acabamos de escuchar, es un texto eucarístico, considerando la referencia a “la
copa de la salvación”, que el salmista eleva invocando el nombre del Señor (Cfr. v. 13). Este cáliz es
identificado por la tradición cristiana con “la copa de la bendición” (Cfr. 1 Cor 10, 16), con la “copa de la
Nueva Alianza” (Cfr. 1 Corintios 11, 25; Lucas 22, 20): expresiones que en el Nuevo Testamento hacen
referencia precisamente a la Eucaristía.
El Salmo 115 es una acción de gracias, dirigida al Señor que libera de la pesadilla de la muerte. En
nuestro texto aparece la memoria de un pasado angustiante: el orante ha mantenido alta la llama de la fe,
incluso cuando en sus labios surgía la amargura de la desesperación y de la infelicidad (Cfr. v. 10).
Alrededor se elevaba como una cortina helada de odio y de engaño, pues el prójimo se demostraba falso e
infiel (Cfr. v. 11). Ahora, sin embargo, la súplica se transforma en gratitud, pues el Señor ha sacado a su fiel
del torbellino oscuro de la mentira (Cfr. v. 12).
El orante se dispone, por tanto, a ofrecer un sacrificio de acción de gracias en el que se beberá el
cáliz ritual, la copa de la libación sagrada que es signo de reconocimiento por la liberación (Cf. versículo
13). La Liturgia, por tanto, es la sede privilegiada en la que se puede elevar la alabanza agradecida al Dios
salvador.
San Basilio Magno en la Homilía sobre el Salmo 115, comenta la pregunta y la respuesta de este
Salmo con estas palabras: «“¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la
salvación”. El salmista ha comprendido los muchos dones recibidos de Dios: del no ser ha sido llevado al
ser, ha sido plasmado de la tierra y ha recibido la razón…
Martes
Salmo 1Sam 2, 1. 4-8
Dios siempre está dispuesto a escuchar la oración sencilla y humilde de sus siervos. Ante la oración
confiada de Ana Dios da una respuesta inmediata, pues para Dios nada hay imposible: Él da muerte y vida;
Él abate y levanta. Y como Ana, hecha nuestra petición hemos de volver alegres y levantar nuestros llantos,
pues Dios sabrá, en su voluntad salvadora por nosotros, lo que más nos convenga recibir.
Y Ana consagra, de por vida, al niño Samuel a Dios en su Santuario. Ahí crecerá y vivirá, durmiendo
incluso cerca del Arca de Dios. Y Ana prorrumpe en un cántico de victoria y de alabanza al Señor. Dios, el
Dios grande y misericordioso, se puso de su parte y se dignó borrar el oprobio de su sierva.
Ahora sí puede ya responder a sus contrarios, pues es Dios quien la protege y quien la ayuda. Dios, el
dueño de todo, es quien, conforme a sus designios, ha encumbrado a su sierva y la ha levantado de la
muerte. Dándole un hijo ha borrado su oprobio para siempre.
Ojalá y siempre estemos dispuestos a alabar a Dios por sus beneficios; y que lo hagamos no sólo con
nuestros labios, sino con un corazón agradecido y con una vida llena siempre de buenas obras, conforme a
los mandatos, enseñanzas y ejemplos del Señor. ¡Dios sea bendito por siempre!
Miércoles
Salmo 39
¿Acaso no se complace más el Señor en la obediencia a su Palabra que en holocaustos y sacrificios?
No podemos hacernos acreedores a aquel reproche que hizo el Señor en la Antigua Alianza: Este pueblo me
honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí.
29 Benedicto XVI, catequesis sobre el Salmo 115, Miércoles 25 de mayo de 2005
213
Jesucristo, el Hijo de Dios, se hizo hombre para ser en todo fiel a la voluntad de su Padre Dios.
Incluso llegó a decir: Mi alimento es hacer la voluntad de Mi Padre; Yo no hago sino lo que le veo hacer a
mi Padre; mi Padre trabaja y yo también trabajo. Mi Padre y Yo somos uno.
Quienes creemos en Cristo debemos ser conscientes de que, unidos a Cristo, hemos de vivir en la
fidelidad a la voluntad de Dios sobre nosotros; fidelidad que nos ha de llevar a cargar nuestra cruz de cada
día y seguir las huellas de Cristo; fidelidad que nos ha de llevar a amar a nuestro prójimo como nosotros
hemos sido amados por Dios.
Eso es lo que le hemos visto hacer a Cristo; no queramos inventarnos un camino al margen del que
Él ya nos ha mostrado. Que sepamos decir como Él: Aquí estoy, Señor, para hacerte voluntad.
Jueves
Salmo 43
Este salmo 43 es una súplica del desterrado. En un primer momento, el pueblo del cautiverio
reaccionó contra el llamado de Dios. En vez de llamado, se sentía rechazado por Dios (Is. 49,14). El Salmo
43, escrito probablemente en la misma época, expresa bien este sentimiento de rechazo.
Comienza un poco desanimado (v. 1). Hermanos, ¿no es así con nosotros a veces? Cuando estamos
abatidos tenemos tiempos para levantar nuestra mirada y orar con fe; y luego estamos algo desanimados otra
vez. Así le pasó al salmista. Él sabía que su única esperanza estaba en Dios y que nunca hallaría descanso
en otra parte, sino sólo en Dios.
“¿Por qué me has desechado? ¿Por qué andaré enlutado por la opresión del enemigo?” (v. 2) Este
hombre está bien desanimado. Pero parece que haciendo estas preguntas, él mismo se dio cuenta de su
actitud y su necesidad, y tomó buenas medidas.
“Envía tu luz y tu verdad; éstas me guiarán” (v, 2). Estas son palabras sabias. “Me conducirán a tu
santo monte, y a tus moradas”.
Primero, el salmista expresó todas sus angustias. El Señor desea nuestra sinceridad. Desea que le
digamos cómo nos sentimos. Con esto, también nos damos cuenta de la profundidad de nuestro sentir, y
entonces llega la sanidad mental y emocional. Si no expresamos al Señor lo que pensamos, será difícil
cambiar de actitud.
Segundo, el salmista pide luz y verdad que son características de Dios. La luz nos muestra las
cosas tales como son. También la verdad nos hace entender el porqué o cómo lo necesitamos. Son estas
cosas que van a guiar al salmista directamente al santuario, al Templo, la casa de Dios.
Viernes
Salmo 88
El salmo 88 es una celebración memorial de la fidelidad de Dios a su alianza; aunque los hijos de
David violen la ley, nunca jamás fallará la palabra de Dios.
Cantaré eternamente las misericordias del Señor, anunciaré tu fidelidad por todas las edades. Porque
dije: “Tu misericordia es un edificio eterno, más que el cielo has afianzado tu fidelidad.”
“Dichoso el pueblo que sabe aclamarte: caminará, oh Señor, a la luz de tu rostro. Tú eres su honor y
su fuerza, y con tu favor realzas nuestro poder. Porque el Señor es nuestro escudo, y el Santo de Israel
nuestro rey”.
Tu poder es nuestra garantía. Tu fortaleza es nuestra seguridad. Nos gloriamos de que seas nuestro
Dios. Nos alegramos de tu poder, y nos encanta repetir las historias de tus maravillas. Tu historia es nuestra
historia, y tu Espíritu nuestra vida. Nuestro destino como pueblo tuyo en la tierra es llevar a cabo tu divina
voluntad, y por eso adoramos tus designios y acatamos tu majestad. Tú eres nuestro Dios, y nosotros somos
tu pueblo.
214
En este día podemos poner nuestro pensamiento en la fidelidad de Dios, en su presencia y fortaleza
que da a aquellos que cumplen sus mandamientos.
Sábado
Salmo 20
“Le has concedido el deseo de su corazón”. Estas palabras me traen la alegría, Señor. Estas palabras
te definen a ti con la profundidad de la fe y el cariño que llegan a rozar tu esencia: Tú eres el que satisface
los deseos del corazón del hombre. Tú has hecho ese corazón, y sólo tú puedes llenarlo. Puedes hacerlo, y de
hecho lo haces, y ésa es hoy mi alegría y mi consuelo.
“Le has concedido el deseo de su corazón”. Al concedérselo a “él” me estás diciendo que también
estás dispuesto a concedérmelo a mí. Lo que haces por el rey de Israel lo haces por tu pueblo, y lo que haces
por tu pueblo lo haces por mí. Quieres concederme el deseo de mi corazón como le concediste al rey de
Israel sus victorias.
Eso me hace pensar en la seriedad de tu presencia: ¿Cuál es, en realidad, el deseo de mi corazón?
¿Cuáles son las victorias que yo anhelo? Ahora que sé que estás dispuesto a satisfacer mis deseos, quiero
escudriñar mi corazón para saber lo que él desea y manifestártelo a ti para que actúes. En breve te lo digo,
Señor.
Pero al empezar a escudriñar mi corazón, me quedo parado. Veo mis deseos... y ¡los encuentro tan
mezquinos! ¿Cómo puedo presentarlos en serio ante ti, Señor? Lo que yo quiero de primera intención es el
éxito barato, el escape fácil, la gratificación personal. Lo que busco es seguridad, comodidad y
respetabilidad. ¿Puedo llamar a eso “el deseo de mi corazón” y proponerlo en tu presencia para que lo
bendigas y lo concedas? No, no puedo. Déjame profundizar más.
Al profundizar más en mi propio corazón me llevo otra sorpresa desagradable. Ando a la busca de
deseos “más profundos”... y veo que esos profundos deseos me resultan puramente artificiales, oficiales,
académicos. Resulta que estoy pidiendo por “tu mayor gloria”, “la liberación de la humanidad”, “la venida
de tu Reino”; y todo eso es justo y necesario..., pero esas palabras no son mías, esas fórmulas están copiadas;
los deseos sí que son míos, pero sólo en cuanto son los deseos de todo el mundo. Entiendo que por “el deseo
de mi corazón” esperas algo más personal, más íntimo, más concreto. Algo de mí a ti, de corazón a corazón,
en amor mutuo, confianza y sinceridad. Déjame buscar más adentro.
¡Ya lo tengo! Escucha lo que te pido con gesto de humildad (quizá un poco apresurada) y de
satisfacción por haber encontrado la respuesta perfecta: Señor, te dejo a ti la elección. Tú sabes qué es lo que
más me conviene, tú me amas y quieres mi felicidad; y yo me fío de ti y de tu sabiduría, de modo que lo que
tú quieras para mí es lo que yo quiero para mí mismo. Ese es el deseo de mi corazón.
SEGUNDA SEMANA
Lunes
Salmo 49
El que me ofrece acción de gracias, ése me honra; al que sigue buen camino le haré ver la salvación
de Dios.
No mires tanto lo que tú haces por los demás, cuanto lo que los demás hacen por ti. No mires tanto lo
que tú haces por Dios, cuanto lo que Dios hace por ti.
Alimenta tu vida con las acciones de Dios y con los gestos de cariño de los demás y deja que te brote
a borbotones la acción de gracias. Agradece la creación, agradece la vida, agradece el bautismo, la
eucaristía, el perdón.
Tenemos que hacernos conscientes de que a Dios no le damos, sino lo que Él nos ha regalado de
antemano con absoluta generosidad. Si nos hacemos conscientes de los dones de Dios, entonces el don se
215
convierte en tarea para nosotros, entrando en la “lógica” de Dios. Se convierte en una tarea de gratitud por
los dones recibidos, que nos hace prorrumpir en cánticos de alabanza y acción de gracias a quienes nos
vemos agraciados de esta manera.
En realidad, el que guarda los mandamientos ofrece un sacrificio de acción de gracias. El amorcaridad en la vida es la verdadera alabanza a Dios y la alegría en la vida es la verdadera acción de gracias a
Dios.
Martes
Salmo 88
En el Salmo 88 hemos leído: “El (David) me invocará diciendo: tú eres mi padre... Y yo te haré mi
primogénito, el más excelso de los reyes de la tierra” (Sal. 80, 27-28).
Toda la tradición, desde la generación apostólica, han visto en David rey el gran tipo de Cristo.
Él es verdaderamente el primogénito del Padre, su trono es eterno, vence a los enemigos y extiende
su poder a todo el mundo; él es el Ungido que recibe una descendencia perpetua.
La paradoja es que el Padre permitió a su Hijo pasar por la afrenta y la derrota, lo hizo entrar en la
zona de la cólera divina, en la dimensión contada del tiempo humano; sostuvo a sus enemigos y lo dejó bajar
hasta la muerte.
Sólo en Jesucristo alcanza este salmo pleno sentido. Sólo El puede decir a plenitud: “Tú eres mi
Padre”. El es el verdadero “Mesías”, el “Ungido” (en griego “Cristos”), consagrado por el Espíritu Santo.
Miércoles
Salmo 143
“Bendito el Señor, mi Roca, que adiestra mis manos para el combate, mis dedos para la pelea…”
El salmo 143 el título de Himno para la guerra y la victoria. Es un canto por la victoria obtenida con
la ayuda de Dios contra enemigos extranjeros… Es Dios quien libera y concede el éxito, la fecundidad y los
bienes que necesitamos. Si el Pueblo de Dios persevera en su fidelidad, experimentará la protección divina.
Dios siempre se ha mostrado propicio a su pueblo, defendiendo a sus reyes, como lo hizo con su siervo
David, el rey ideal de Israel.
Sólo con el apoyo de Dios podemos superar los peligros y las dificultades que encontramos
diariamente en nuestra vida. Sólo contando con la ayuda del cielo podremos esforzarnos por caminar, como
el antiguo rey de Israel, hacia la liberación de toda opresión. Brota de la certeza de que Dios no nos
abandonará en la lucha contra el mal.
Jueves
Salmo 55
Misericordia, Dios mío, que me hostigan, me atacan y me acosan todo el día; todo el día me hostigan
mis enemigos, me atacan en masa.
El salmista se siente perseguido por sus enemigos, pero al mismo tiempo ha puesto toda su confianza
en Dios: Dios está de nuestro lado. Él ha salido en defensa nuestra por medio de Jesús, su Hijo, nuestro
Salvador. Pero no sólo ha venido Él de un modo personal a ponerse de parte del hombre que sufre
vejaciones por parte de gente injusta; una vez cumplida su misión entre nosotros, nos confió a nosotros, su
Iglesia, continuar esa obra de salvación en el mundo. Por eso, puesto que no actuamos a nombre propio, sino
en Nombre de Jesucristo, no podemos dedicarnos a destruirnos unos a otros, sino más bien hemos de estar al
servicio del bien de los demás, preocupándonos de dar voz a los desvalidos y de salir en defensa de los
oprimidos.
Pero al mismo tiempo podemos dirigirnos en los momentos difíciles de nuestra vida como lo ha
hecho el salmista: Dios Eterno, en quien la misericordia es infinita y el tesoro de compasión inagotable,
216
vuelve a nosotros Tu bondadosa mirada y aumenta Tu misericordia en nosotros para que en los momentos
difíciles, no nos desalentemos ni nos desesperemos, sino que, con la máxima confianza, nos sometamos a Tu
santa voluntad, que es Amor y Misericordia. O como hemos dicho en la respuesta al salmo: “En el Señor
confío y nada temo”.
Viernes
Salmo 56
Dios es nuestro poderoso refugio; quienes confiamos en Él jamás seremos defraudados. Sin embargo
esto no elude nuestras responsabilidades, ni puede hacernos temerosos en el anuncio del Evangelio.
Dios nos quiere fuertes en la fe y en el testimonio de la Buena Nueva que nos ha confiado, sabiendo
que, aun cuando los demás nos persigan y acaben con nuestra vida, Dios nos levantará victoriosos al final
del tiempo.
Sin embargo, nosotros no buscamos morir por el Evangelio, sino el anunciar el Evangelio,
aceptando, con amor, todas las consecuencias que podrían venírsenos como consecuencia del cumplimiento
de la Misión que el Señor nos ha confiado.
Conversión de san Pablo: Salmo 11630
El breve himno que estamos escuchado comienza con una invitación a la alabanza: “alaben al señor
todas las naciones…”, que es dirigida a todos los pueblos de la tierra.
Israel, el pueblo de la elección, tiene que proclamar las virtudes divinas: el amor, la fidelidad, la
misericordia, la bondad, la ternura. Entre nosotros y Dios se da, por tanto, una relación que no es fría, como
la que tiene lugar entre un emperador y su súbdito, sino palpitante, como la que se da entre dos amigos, entre
dos esposos, o entre padres e hijos.
La fidelidad pura y gozosa no conoce doblez, el Salmista declara que “dura por siempre” (v. 2). El
amor fiel de Dios no desfallecerá y no nos abandonará a nosotros mismos, a la oscuridad de la falta de
sentido, de un destino ciego, del vacío y de la muerte.
Dios nos ama con un amor incondicional, que no conoce cansancio ni se apaga nunca. Este es el
mensaje de nuestro Salmo, tan breve casi como una jaculatoria, pero intenso como un gran cántico.
El pequeño Salmo que hoy estamos meditando es una eficaz síntesis de la perenne liturgia de
alabanza de la que se hace eco la Iglesia en el mundo, uniéndose a la alabanza perfecta que Cristo mismo
dirige al Padre.
¡Alabemos, por tanto, al Señor! Alabémosle sin cansarnos. Pero antes de expresar nuestra alabanza
con palabras, debe manifestarse con la vida. Seremos muy poco creíbles si invitáramos a los pueblos a dar
gloria al Señor con nuestro salmo y no tomáramos en serio la advertencia de Jesús: “Brille su luz delante de
los hombres para que vean sus buenas obras y glorifiquen a su Padre que está en los cielos” (Mateo 5, 16).
Sábado
Salmo 95
El Salmo comienza con una invitación festiva a alabar a Dios, invitación que se abre inmediatamente
a una perspectiva universal: “Cante al Señor, toda la tierra” (versículo 1). Los fieles son invitados a contar la
gloria de Dios “a los pueblos” y después a dirigirse a “todas las naciones” para proclamar “sus maravillas”
(v. 3). Es más, el salmista interpela directamente a las “familias de los pueblos” (v. 7) para invitar a dar
gloria al Señor. Por último, pide a los fieles que digan “a los pueblos: el Señor es rey” (v. 10), y precisa que
el Señor “juzga a los pueblos” (v. 10)31.
30 Cfr. Juan Pablo II, Audiencia del Miércoles 28 de noviembre del 2001
31 Juan Pablo II, Audiencia del Miércoles 18 de setiembre del 2002
217
El gesto fundamental frente al Señor rey, que manifiesta su gloria en la historia de la salvación es,
por tanto, el canto de adoración, de alabanza y de bendición. Estas actitudes deberían estar presentes también
en nuestra liturgia cotidiana y en nuestra oración personal.
Digamos a todos hoy, con el salmista: Bendigamos el Nombre del Señor, proclamemos día tras día
su victoria. Contemos a todos los pueblo su gloria, sus maravillas a todas las naciones. Digamos a todos los
pueblos: el Señor es Rey, un Rey que gobierna a los pueblos rectamente. Alégrese el cielo, goce la tierra,
retumbe el mar y cuanto contiene, vitoreen los campos y cuanto hay en ellos, aclamen los árboles del
bosque, delante del Señor, que ya llega, ya llega a regir la tierra. ¡Que todos nos sometamos a su imperio!
TERCERA SEMANA
Lunes
Salmo 88
El salmo 88 es una celebración memorial de la fidelidad de Dios a su alianza; aunque los hijos de
David violen la ley, nunca jamás fallará la palabra de Dios.
Este himno, compuesto en una época en que no existía ya la monarquía pero se había afirmado con
claridad el mesianismo real, apela al juramento hecho por Dios a David por medio de Natán (2 Sam 7): no
será la política lo que consolide la dinastía, sino que Dios mismo hará eterna la descendencia davídica.
En Cristo hijo de David según la carne, el Señor establecerá con la humanidad entera una alianza
eterna, basada en el derecho y la justicia.
La perspectiva patrístico-litúrgica aplica este salmo a Cristo: tan sólo en él adquieren su plenitud de
verdad las promesas de un dominio universal; en él las realidades anunciadas se transfiguran en un orden
superior y con un significado nuevo y cabal.
Ahora nosotros, nuevo pueblo de Dios, hemos de tener la misma conciencia de Israel, que tiene
conciencia de ser amado, elegido, mimado, por Dios. Dos palabras que forman una especie de pareja se
repiten siete veces (no es mera coincidencia, pues el número siete es la cifra de la perfección): “¡AMOR” y
“FIDELIDAD!”: de parte de Dios para nosotros el amor y su lealtad es “sin fin”, “para siempre”.
Martes
Salmo 23
El salmo que hemos escuchado describe indirectamente el ingreso festivo de los fieles en el templo
para encontrarse con el Señor (vv. 7-10). En un sugestivo juego de llamamientos, preguntas y respuestas, se
presenta la revelación progresiva de Dios, marcada por tres títulos solemnes: “Rey de la gloria; Señor
valeroso, héroe de la guerra; y Señor de los ejércitos”. A las puertas del templo de Sión, personificadas, se
las invita a alzar los dinteles para acoger al Señor que va a tomar posesión de su casa.
El escenario triunfal, descrito por el salmo en este tercer cuadro poético, ha sido utilizado por la
liturgia cristiana de Oriente y Occidente para recordar tanto el victorioso descenso de Cristo a los infiernos,
del que habla la primera carta de san Pedro (cf. 1 P 3, 19), como la gloriosa ascensión del Señor resucitado
al cielo (cf. Hch 1, 9-10).
El último título: “Señor de los ejércitos”, no tiene, como podría parecer a primera vista, un carácter
marcial, aunque no excluye una referencia a los ejércitos de Israel. Por el contrario, entraña un valor
cósmico: el Señor, que está a punto de encontrarse con la humanidad dentro del espacio restringido del
santuario de Sión, es el Creador, que tiene como ejército todas las estrellas del cielo, es decir, todas las
criaturas del universo que le obedecen. En el libro del profeta Baruc se lee: “Brillan las estrellas en su puesto
de guardia, llenas de alegría; las llama él y dicen: “Aquí estamos”. Y brillan alegres para su Hacedor” (Bar
3, 34-35).
218
El Dios infinito, todopoderoso y eterno, se adapta a la criatura humana, se le acerca para encontrarse
con ella, escucharla y entrar en comunión con ella. Y la liturgia es la expresión de este encuentro en la fe, en
el diálogo y en el amor.
Miércoles
Salmo 88
“Proclamaré sin cesar la misericordia del señor”. El salmo 88 fue elegido para servir de respuesta a
esta lectura: “Sellé una alianza con mi elegido jurando a David mi siervo: Te fundaré un linaje perpetuo
edificaré tu trono para todas las edades”.
Toda la tradición, desde la generación apostólica, ha visto en el Rey David, el gran tipo de Cristo.
Él es verdaderamente el primogénito del Padre, su trono es eterno, vence a los enemigos y extiende
su poder a todo el mundo; él es el Ungido que recibe una descendencia perpetua.
La paradoja es que el Padre permitió a su Hijo pasar por la afrenta y la derrota, lo hizo entrar en la
zona de la cólera divina, en la dimensión contada del tiempo humano; sostuvo a sus enemigos y lo dejó bajar
hasta la muerte. ¿Dónde quedaba la misericordia y la fidelidad del Padre?
Todos los títulos y todos los poderes se los da el Padre a su Hijo, de modo nuevo y definitivo, en la
resurrección. A esta luz resplandecen más el poder cósmico y el poder histórico de Dios; se ve que la ira y el
castigo eran limitados; a esta luz comprendemos finalmente y cantamos en un himno cristiano “la
misericordia y la fidelidad de Dios”.
Jueves
Salmo 131
“Dios le dará el trono de su padre David”. David tenía un corazón noble. Tenía sus fallos, sin duda,
pero redimía los impulsos de sus pasiones con la nobleza de sus reacciones. No podía tolerar que el Arca del
Señor, símbolo y sacramento de su presencia, descansara bajo una tienda de campaña cuando él, David, se
albergaba ya en un palacio real en la Jerusalén conquistada. Cuando cayó en la cuenta de ello, reaccionó con
su típica vehemencia:
“No entraré bajo el techo de mi casa, no subiré al lecho de mi descanso, no daré sueño a mis ojos ni
reposo a mis párpados hasta que encuentre un lugar para el Señor, una morada para el Fuerte de Jacob”.
Desde aquel momento, la obsesión de Israel fue encontrar una morada digna para el Arca que habían
traído a través del desierto con liturgia de trompetas y fragor de batallas.
“Levántate, Señor, ven a tu mansión, ven con el arca de tu poder”.
El Señor aceptó la invitación de su pueblo y escogió a Sión para que fuera su casa: “Esta es mi
mansión por siempre; aquí viviré, porque la deseo”.
La mansión del Señor. La gloria y el orgullo de Israel. Si el primer mandamiento es amar a Dios
sobre todas las cosas, una consecuencia práctica será edificarle una morada más magnífica que todas las
demás moradas. Esa es la fe que ha dado lugar a las manifestaciones más bellas del arte y la imaginación del
hombre, que con su celo y su esfuerzo ha cubierto de templos todos los rincones del orbe habitado. Los
edificios más majestuosos de la tierra son tus templos, Señor, y todos los creyentes sentimos la satisfacción
que David sintió cuando hizo su voto. La mejor morada del mundo ha de ser la tuya. Un templo digno de ti
para tu estancia en la tierra.
Viernes
Salmo 5032
32 Cfr. Juan Pablo II, Audiencia del Miércoles 24 de octubre 2001
219
“Misericordia Señor hemos pecado”. Hemos escuchado el “Miserere”, una de las oraciones más
célebres del Salterio, el Salmo penitencial más intenso y repetido, el canto del pecado y del perdón, la
meditación más profunda sobre la culpa y su gracia.
El pecado es, por tanto, una desviación tortuosa del camino recto; es la inversión, la distorsión, la
deformación del bien y del mal, en el sentido declarado por Isaías: “¡Ay, los que llaman al mal bien, y al
bien mal; que dan oscuridad por luz, y luz por oscuridad!” (Isaías 5, 20). Precisamente por este motivo, en la
Biblia la conversión es indicada como un “regresar” al camino recto, haciendo una corrección de ruta.
A través de la confesión de las culpas se abre de hecho para el orante un horizonte de luz en el que
Dios actúa. El Señor no obra sólo negativamente, eliminando el pecado, sino que vuelve a crear la
humanidad pecadora a través de su Espíritu vivificante: infunde en el hombre un “corazón” nuevo y puro, es
decir, una conciencia renovada, y le abre la posibilidad de una fe límpida y de un culto agradable a Dios.
Hazme oír el gozo y la alegría, / que se alegren los huesos quebrantados. / Aparta de mi pecado tu
vista, / borra en mí la culpa.
Sábado
Salmo 23: La presentación del señor
“El Señor es el Rey de la gloria”. El tercero es el misterio de la venida de Dios: viene en el cosmos y
en la historia, y desea tener libre acceso, para entablar con los hombres una relación de profunda comunión.
Un comentarista moderno ha escrito: "Se trata de tres formas elementales de la experiencia de Dios y de la
relación con Dios; vivimos por obra de Dios, en presencia de Dios y podemos vivir con Dios" (G. Ebeling,
Sobre los Salmos, Brescia 1973, p. 97).
El trozo del salmo 23 que hemos escuchado describe el ingreso festivo de los fieles en el templo para
encontrarse con el Señor (vv. 7-10). En un sugestivo juego de llamamientos, preguntas y respuestas, se
presenta la revelación progresiva de Dios, marcada por tres títulos solemnes: "Rey de la gloria; Señor
valeroso, héroe de la guerra; y Señor de los ejércitos". A las puertas del templo de Sión, personificadas, se
las invita a alzar los dinteles para acoger al Señor que va a tomar posesión de su casa.
El Dios infinito, todopoderoso y eterno, se adapta a la criatura humana, se le acerca para encontrarse
con ella, escucharla y entrar en comunión con ella. Y la liturgia es la expresión de este encuentro en la fe, en
el diálogo y en el amor.
CUARTA SEMANA
Lunes
Salmo 3
Señor, cuántos son mis enemigos, cuántos se levantan contra mí; cuántos dicen de mí: “ya no lo
protege Dios”. ... Es un salmo de confianza en medio de la angustia. Alguien está rodeado por sus enemigos
pero, a pesar de ello, manifiesta una confianza inquebrantable en Dios.
La persona le expone a Dios su situación: está rodeada de enemigos. En tres ocasiones expresa
admirativamente que sus opresores son muy numerosos. Estos se levantan contra el justo y dudan que Dios
vaya a salvarlo, señal de que se encuentra en una situación de peligro inminente. El perseguido, sin embargo,
clama al Señor para que se levante y lo salve, confía en que lo defenderá como un escudo que salvará su
gloria y que le hará mantener bien alta la cabeza. Por eso el justo puede acostarse y dormir sereno, y
despertarse (levantarse) tranquilo, porque es Dios quien lo sostiene.
Por consiguiente, la confianza expresada en este salmo se trata de alguien que se encuentra rodeado
por una multitud de malhechores injustos que quiere verlo muerto. Es un salmo para cuando necesitamos de
este tipo de confianza; cuando luchamos por la justicia y nuestros esfuerzos parecen inútiles; cuando
tenemos la impresión de que va a triunfar la opresión; cuando dicen que a Dios poco le importa lo que
sucede a nuestro alrededor...
220
Hace falta valor para ponerse de pie, y hace falta valor para acostarse. Y, más que nada, hace falta
valor para aceptar la vida entera como un ciclo de levantarme y acostarme, como una trayectoria ondulante a
la que he de adaptarme arriba y abajo, una y otra vez, en compañía del sol y la luna y los cielos y los vientos.
Enséñame a respirar al unísono con la creación entera, Señor, para entrar de lleno en los ritmos de tu amor.
De ti, Señor, viene la salvación y la bendición sobre tu pueblo.
Martes
Salmo 123
El salmo sea un himno compuesto para dar gracias a Dios por los peligros evitados y para implorar
de él la liberación de todo mal. En este sentido es un salmo muy actual: “Nuestro auxilio es el nombre del
Señor”.
En la primera parte dominan las aguas que arrollan, para la Biblia símbolo del caos devastador, del
mal y de la muerte: “Nos habrían arrollado las aguas, llegándonos el torrente hasta el cuello; nos habrían
llegado hasta el cuello las aguas espumantes” (vv. 4-5). El orante experimenta ahora la sensación de
encontrarse en una playa, salvado milagrosamente de la furia impetuosa del mar.
La vida del hombre está plagada de asechanzas de los malvados, que no sólo atentan contra su
existencia, sino que también quieren destruir todos los valores humanos. Vemos cómo estos peligros existen
también ahora. Pero -podemos estar seguros también hoy- el Señor se presenta para proteger al justo, y lo
salva, como se canta en el salmo 17: “Él extiende su mano de lo alto para asirme, para sacarme de las
profundas aguas; me libera de un enemigo poderoso, de mis adversarios más fuertes que yo. (...) El Señor
fue un apoyo para mí; me sacó a espacio abierto, me salvó porque me amaba” (vv. 17-20). Realmente, el
Señor nos ama; esta es nuestra certeza, el motivo de nuestra gran confianza.
El Salmo concluye con una profesión de fe, que desde hace siglos ha entrado en la liturgia cristiana
como premisa ideal de todas nuestras oraciones: “Nuestro auxilio es el nombre del Señor, que hizo el cielo y
la tierra” (v. 8). En particular, el Todopoderoso está de parte de las víctimas y de los perseguidos, “que
claman a él día y noche”, y “les hará justicia pronto” (cf. Lc 18,7-8).
221
CUARESMA
Para establecer la cronología y el contenido de la Cuaresma, ha tenido una gran importancia el
recuerdo de los cuarenta días de ayuno del Señor en el desierto, según el testimonio de los Sinópticos, con su
simbolismo. este número encuentra un parecido simbólico en otras expresiones de la vida de Israel en el AT:
los cuarenta días del diluvio, los cuarenta días y noches de Moisés en el Sinaí, de Elías que camina hacia el
Horeb; los cuarenta años del pueblo elegido en el desierto, los cuarenta días en que Jonás predicó la
penitencia en Nínive. Este itinerario cuaresmal se convierte en un signo sagrado, un sacramento del tiempo.
La Iglesia, los que se preparan al bautismo y los penitentes que se han de reconciliar con motivo de la
Pascua, tiene en Cuaresma un tiempo de conversión y de gracia, un camino espiritual que recorren
iluminados por el fulgor de la Pascua.
a) La comunidad cristiana, toda la Iglesia, está llamada a este ejercicio de preparación que tiene en
primer lugar un carácter de renovación espiritual en el que es necesario insistir especialmente en el clásico
trinomio: oración, limosna (caridad), ayuno, como atestiguan los Padres en sus homilías.
b) Los Catecúmenos elegidos ya por el Bautismo, llamados iluminados, fijada la norma de bautizar
en la vigilia pascual -como ya parece indicar Hipólito en el s. III- son protagonistas de una preparación
intensa para el bautismo.
En este tiempo se celebran distintos ritos importantes de la preparación próxima al Bautismo, en
estrecha relación con la liturgia cuaresmal: la elección y la inscripción del nombre, los escrutinios y los
exorcismos unidos a las lecturas de algunos pasajes del evangelio de Juan: la entrega y reentrega del
Símbolo de la fe y del padre Nuestro, síntesis de la fe y de la oración respectivamente; se anticipan también
algunos ritos de la preparación inmediata al Bautismo: el rito del Effetá.
c) Desde el s. IV, Pedro de Alejandría en su canon recuerda los cuarenta días de penitencia para
aquellos que deben ser reconciliados con la Iglesia, los penitentes.
El inicio de la Cuaresma queda fijado en un principio en el domingo primero; después se anticipa al
miércoles de ceniza; en este día los pecadores públicos eran alejados de la asamblea y obligados a la
penitencia pública. El recuerdo de la ceniza y el silicio (cf. Mt. 10,21) era especialmente para ellos. Existía
también en el Sacramentario Gelasiano y después en Ordines romani y finalmente en los Pontificales el rito
de la reconciliación pública de los penitentes, que se celebraba el jueves santo, para que todos pudieran
compartir con gozo la fiesta de la Pascua.
222
Desaparecida la penitencia pública en su sentido realista, en el año 1001 el Papa Urbano II, en el
sínodo de Benevento, extiende la costumbre de la imposición de la ceniza a todos los fieles de la Iglesia,
incluidos los clérigos, la tradición romana se impone con gran fuerza psicológica entre los fieles, dado el
carácter universal del simbolismo de la ceniza, signo de luto y de muerte, en diversas religiones. Desde
entonces Cuaresma comienza para todos con un gesto que nos invita a la conversión y prevalece la
motivación penitencial con el ayuno y la abstinencia, expresiones de la penitencia cuaresmal.
Prácticamente desaparece poco a poco también el sentido bautismal de la Cuaresma al cesar el
catecumenado, al manipular los textos de la liturgia bautismal y catecumenal que se habían creado
ejemplarmente en Jerusalén, Antioquía y Roma, y al acentuar el sentido penitencial. El primitivo sentido
bautismal ha sido recuperado ahora con la reforma del Vaticano II.
El Miércoles de Ceniza es el primer día de la Cuaresma. Los fieles cristianos inician con la
imposición de las cenizas el tiempo establecido para la purificación del espíritu.
Recuerda una antigua tradición del pueblo Hebreo, que cuando se sabían en pecado o cuando se
querían preparar para una fiesta importante en la que debían estar purificados se cubrían de cenizas y vestían
con un saco de tela áspera. De esta forma nos reconocemos pequeños, pecadores y con necesidad de perdón
de Dios, sabiendo que del polvo venimos y que al polvo vamos.
El Miércoles de Ceniza es una llamada a la Conversión, como comunidad cristiana y como Iglesia.
La Cuaresma es el gran tiempo de preparación a la Pascua. La Iglesia nos invita a aprovechar este
‘tiempo favorable’ y a prepararnos para la celebración del Misterio Pascual de Jesucristo. Por eso, la
Cuaresma puede corresponder a un ‘retiro espiritual’ vivido por toda la Iglesia, porque es un itinerario
penitencial, bautismal y pascual.
‘Si la Noche de Pascua es un punto de llegada, los cuarenta días que la preceden constituyen, tanto
para quienes se preparan al Bautismo, como para la comunidad de bautizados, una subida hacia la Pascua’.
Desde el miércoles de ceniza, se nos ofrece una serie de medios: la limosna, la oración, el ayuno, la
escucha de la Palabra de Dios, el sacramento de la Reconciliación y la conversión. La Cuaresma es también
el tiempo propicio para la oración personal y comunitaria, alimentada por la Palabra de Dios y propuesta
cotidianamente en la liturgia.
223
Miércoles de ceniza
Salmo 50
El salmo miserere es un salmo penitencial más amado, cantado y meditado; se trata de un himno al
Dios misericordioso, compuesto por un pecador arrepentido.
Así pues, entra en escena la conciencia personal del pecador, dispuesto a percibir claramente el mal
cometido. Es una experiencia que implica libertad y responsabilidad, y lo lleva a admitir que rompió un
vínculo para construir una opción de vida alternativa respecto de la palabra de Dios. De ahí se sigue una
decisión radical de cambio. Todo esto se halla incluido en aquel “reconocer”, un verbo que en hebreo no
sólo entraña una adhesión intelectual, sino también una opción vital.
Es lo que, por desgracia, muchos no realizan, como nos advierte Orígenes: “Hay algunos que,
después de pecar, se quedan totalmente tranquilos, no se preocupan para nada de su pecado y no toman
conciencia de haber obrado mal, sino que viven como si no hubieran hecho nada malo. Estos no pueden
decir: “Tengo siempre presente mi pecado”. En cambio, una persona que, después de pecar, se consume y
aflige por su pecado, le remuerde la conciencia, y se entabla en su interior una lucha continua, puede decir
con razón: “no tienen descanso mis huesos a causa de mis pecados” (Sal 37,4)...
Así, cuando ponemos ante los ojos de nuestro corazón los pecados que hemos cometido, los
repasamos uno a uno, los reconocemos, nos avergonzamos y arrepentimos de ellos, entonces desconcertados
y aterrados podemos decir con razón: ‘no tienen descanso mis huesos a causa de mis pecados’” (Homilía
sobre el Salmo 37). Por consiguiente, el reconocimiento y la conciencia del pecado son fruto de una
sensibilidad adquirida gracias a la luz de la palabra de Dios.
Por tanto, el pecado no es una mera cuestión psicológica o social; es un acontecimiento que afecta a
la relación con Dios, violando su ley, rechazando su proyecto en la historia, alterando la escala de valores y
“confundiendo las tinieblas con la luz y la luz con las tinieblas”, es decir, “llamando bien al mal y mal al
bien” (cf. Is 5,20). El pecado, antes de ser una posible injusticia contra el hombre, es una traición a Dios.
Son emblemáticas las palabras que el hijo pródigo de bienes pronuncia ante su padre pródigo de amor:
“Padre, he pecado contra el cielo -es decir, contra Dios- y contra ti” (Lc 15,21).
Nuestra respuesta hoy ha de ser: Dios Padre santo, que nos has mostrado tu inmensa compasión en tu
Hijo bien amado, atráenos hacia el trono de tu gracia para que gocemos de tu entrañable misericordia.
Jueves después de ceniza
Salmo 1
La primera palabra del salmo es: dichoso, para mostrarnos que su preocupación es la felicidad del ser
humano, su dicha. Con otras palabras, trata de aquello que más buscamos en la vida: la felicidad.
El salmo 1 muestra el conflicto entre el justo y los injustos. Afirma que el justo es feliz porque no
participa en la vida de los injustos.
Tenemos una especie de sentencia inapelable contra los injustos-pecadores en el momento del Juicio.
Sólo al final se nos revela el porqué, y aquí es donde entra Dios en escena; él es el aliado de los justos,
mientras que el camino de los injustos acaba mal.
Tenemos, al menos, dos imágenes poderosas, una en cada parte. En la primera, el justo es comparado
con un árbol sorprendente por su vitalidad y fecundidad. El justo se compara con un árbol al que no afecta la
sequía, cuyas hojas se mantienen siempre verdes y queda frutos en sazón.
La otra imagen es exactamente la contraria; la paja que arrebata el viento. Aquí hay que recordar
cómo trabajaban los agricultores de aquella época-y cómo se sigue trabajando todavía en algunos lugares-:
se trilla la mies en la era batiéndola. Hecho lo cual, se retira la paja más gruesa y se avienta el grano. La paja
de la que habla el salmo 1 es el polvillo que, al arrojar al aire se lleva lejos de la era. Así son los injustos.
Estas dos imágenes, a pesar de estar tomadas de la vida del campo, muestran un contraste increíble; el justo
está lozano como un árbol; el injusto desaparece como la paja.
224
Dichoso el hombre que no acude al consejo de los injustos, ni anda por el camino de los pecadores,
ni se sienta en la reunión de los cínicos. Sino que su gozo está en la ley del Señor, y medita su ley día y
noche.
Viernes después de ceniza
Salmo 50
Esta es la segunda vez que, durante esta semana primera de cuaresma, escuchamos el salmo 50, el
célebre Miserere, pues se nos propone para que se convierta en un oasis de meditación, donde se pueda
descubrir el mal que anida en la conciencia e implorar del Señor la purificación y el perdón. En efecto, como
confiesa el salmista en otra súplica, “ningún hombre vivo es inocente frente a ti” (Sal 142,2). En el libro de
Job se lee: “¿Cómo un hombre será justo ante Dios?, ¿cómo será puro el nacido de mujer? Si ni la luna
misma tiene brillo, ni las estrellas son puras a sus ojos, ¡cuánto menos un hombre, esa gusanera, un hijo de
hombre, ese gusano!” (Jb 25,4-6).
Frases fuertes y dramáticas, que quieren mostrar con toda su seriedad y gravedad el límite y la
fragilidad de la criatura humana, su capacidad perversa de sembrar mal y violencia, impureza y mentira. Sin
embargo, el mensaje de esperanza del Miserere, que el Salterio pone en labios de David, pecador convertido,
es éste: Dios puede “borrar, lavar y limpiar” la culpa confesada con corazón contrito (cf. Sal 50,2-3). Dice el
Señor por boca de Isaías: “Aunque fueren vuestros pecados como la grana, como la nieve blanquearán. Y
aunque fueren rojos como la púrpura, como la lana quedarán” (Is 1,18).
El orante es consciente de que ha sido perdonado por Dios (cf. vv. 17-21). Sus labios ya están a
punto de proclamar al mundo la alabanza del Señor, atestiguando de este modo la alegría que experimenta el
alma purificada del mal y, por eso, liberada del remordimiento (cf. v. 17).
El orante testimonia de modo claro otra convicción, remitiéndose a la enseñanza constante de los
profetas (cf. Is 1,10-17; Am 5,21-25; Os 6,6): el sacrificio más agradable que sube al Señor como perfume y
suave fragancia (cf. Gn 8,21) no es el holocausto de novillos y corderos, sino, más bien, el “corazón
quebrantado y humillado” (Sal 50,19).
La Imitación de Cristo, libro tan apreciado por la tradición espiritual cristiana, repite la misma
afirmación del salmista: “La humilde contrición de los pecados es para ti el sacrificio agradable, un perfume
mucho más suave que el humo del incienso... Allí se purifica y se lava toda iniquidad” (III, 52, 4).
Sábado después de ceniza
Salmo 85
Este poema contiene la oración confiada de un individuo -o mejor de un pueblo- que, hallándose en
una situación crítica, experimentó la salvación de Dios: Tú, Señor, eres bueno y clemente con los que te
invocan; tú me salvaste del abismo profundo.
El salmista vive, nuevamente, un momento difícil de su vida: Una banda de insolentes atenta contra
mi vida. Pero la experiencia antigua le hace pasar con facilidad de la súplica a la confianza y a la acción de
gracias: Tú, Señor, me salvaste del abismo profundo; da, pues, fuerza a tu siervo y yo te alabaré de todo
corazón.
Los acentos de súplica y confianza de este salmo pueden fácilmente ser el arranque de la oración de
nuestro nuevo día. Como el salmista, llamemos todo el día y, si en algún momento de la jornada nos
creemos sumergidos en el mal o descorazonados por las dificultades, recordemos las antiguas maravillas de
Dios para con su pueblo -grande eres tú, y haces maravillas- y esperemos que el Señor nuevamente nos
ayudará y nos consolará.
En la celebración comunitaria, si no es posible cantar la antífona propia, este salmo se puede
acompañar cantando alguna antífona de súplica, por ejemplo: “A ti levanto mis ojos” (MD 841).
225
Podemos decir a nuestro Dios con el salmista: inclina tu oído, Señor, a nuestras súplicas y ten piedad
de nosotros, tú que eres bueno y clemente; ten piedad, Señor, de nosotros, pues a ti estamos llamando todo el
día; salva a los hijos de tu esclava, ayúdanos y consuélanos.
PRIMERA SEMANA
Lunes
Salmo (18) 19,8-10.15
Escuchamos la segunda parte del salmo (8-15) con el tema la ley del Señor, a la que se designa
también como “testimonio” (8), “preceptos” (9), “mandamiento” (9), “temor” (10) y “decretos” (10). Son
seis términos que se emplean para indicar básicamente la misma realidad. Al lado de cada una de estas
palabras se repite siempre el nombre propio de Dios: “el Señor” -Yahvé en el original hebreo- (en esta
segunda parte, este nombre aparece siete veces) y también un adjetivo: “perfecta”, “veraz”, “rectos”,
“transparente”, “puro”, “verdaderos”.
Después de cada una de estas afirmaciones se presenta a la persona o realidad que se beneficia de los
efectos de la ley: el alma descansa (8), el ignorante es instruido (8), el corazón se alegra (9), los ojos reciben
luz (9). Todo esto se resume en dos comparaciones: la ley es más preciosa que el oro más puro (es decir, más
que lo más valioso que existe) y más dulce que la miel (la miel es lo más dulce que hay). Con otras palabras,
este poema afirma que la ley es lo más valioso y lo más dulce que existe (11).
Después de presentar el elogio de la ley perfecta, lo más precioso y lo más dulce que hay, el salmista
se contempla a sí mismo viéndose imperfecto, impuro, arrogante y pecador (12-14), y concluye expresando
un deseo: que las palabras de este salmo, en forma de meditación, le agraden al Señor, su roca, su redentor
(15).
Dios así, nos invita a la conversión y a la fe en Él, mediante un camino de amor fiel, cargando
nuestra propia cruz, tras las huellas de Cristo, pasando por la muerte para llegar a la Gloria, que Dios ha
reservado para los que le vivan fieles. Vivamos en todo fieles a la voluntad de Dios; busquemos al Señor y
hagamos de Él nuestro refugio y salvación, hasta que Él sea todo en nosotros.
Martes
Salmo (33) 34,4-7.16-19
“Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha y lo salva de sus angustias”. Con el Salmo 33
invocamos al Señor en nuestra pobreza y angustia, pues Él es siempre rico y generoso para los que lo
invocan con fe.
Este salmo nos dice que Dios escucha el clamor de su pueblo, que toma partido por el pobre que
padece injusticias y lo libera. El salmo nos muestre el rostro de Dios, quien responde y libra (5), “escucha”
(7) y su ángel acampa en torno a los que lo temen y los libera (8).
Además, el Señor no permite que falte nada a los que lo temen y lo buscan (10.11), cuida de los
justos (16) y escucha atentamente sus clamores (16), se enfrenta con los malhechores y borra de la tierra su
memoria (17), escucha los gritos de los justos y los libra de todas sus angustias (18), está cerca de los de
corazón herido y salva a los que están desanimados (19); libera al justo de todas sus desgracias (20),
protegiendo sus huesos (21); se enfrenta a los malvados y los castiga (22), rescatando la vida de sus siervos,
esto es, de los justos que lo temen (23).
Este largo rosario de acciones del Señor puede resumirse en una única idea: Dios escucha el clamor
de los que padecen injusticias y se baja para liberarlos. Este salmo recibe en Jesús un nuevo sentido,
insuperable. Su mismo nombre resume todo lo que hizo en favor de los pobres que claman (“Jesús” significa
“El Señor salva”). La misión de Jesús consistía en llevar la buena nueva a los pobres (Lc 4, 18).
226
En esta Cuaresma el Señor nos invita a confiar en Él; a dejarnos conducir por su Espíritu. Sólo quien
lo haga podrá llegar, no por su propio esfuerzo, sino por la obra de Dios en el hombre, a la perfección a la
que hemos sido llamados, y que se inicia en el Misterio Pascual de Cristo, mediante el cual nuestros pecados
han sido perdonados y se nos ha comunicado la misma vida de Dios, haciéndonos hijos suyos por nuestra fe
que nos une a su Hijo, Cristo Jesús.
Miércoles
Salmo 50
Nuevamente se nos ha presentado el salmo miserere, ya son tres o cuatro ocasiones en los que
llevamos de la cuaresma.
Si los sustantivos que describen el pecado son abundantes, no lo son menos los verbos que en
imperativo piden la acción de Dios: “borra mi culpa”, “lava mi delito”, “limpia mi pecado”. Sólo Dios puede
realizar eficazmente estas acciones.
Dios cura, salva y hace volver. Dios ha intervenido ya cuando borró en la cruz el escrito de nuestra
acusación. Ahora sí, podemos blanquearnos en la sangre del Cordero, aunque nuestros pecados sean rojos
como la grana. Así nos preparamos para las bodas definitivas de la Iglesia santa, sin mancha ni arruga.
Si el orante, como suponemos, es “pecador” desde antes de su nacimiento (v. 7), se impone una
actuación profunda de Dios, una acción creadora: “Crea en mí un corazón puro, rocíame por dentro con
espíritu firme” (v. 12): un espíritu santo que introduzca al orante en la santidad de Dios (en su templo); un
espíritu magnánimo por encima de la estrechez humana (v. 14).
Es el mismo espíritu prometido por Jeremías y Ezequiel, y relacionado con la nueva alianza. Cuando
Dios firmó esta alianza con el hombre, en virtud de la sangre de Cristo, el Espíritu de Vida fue infundido en
la nueva creación (Jn 19,39).
La actividad del Espíritu ha inoculado ansias nuevas en todo lo creado, y nosotros mismos “gemimos
en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo” (Rm 8,23). ¡Dios puede hacer de nosotros algo
inmensamente maravilloso e inefable!: Crea en mí un corazón nuevo, puro, para cumplir tus mandamientos.
Jueves
Salmo 137
El salmo 137 es el himno de acción de gracias de un rey que, superados los peligros de la guerra y
vencidos los enemigos, va al templo a dar gracias a Dios por la victoria, confesando que el triunfo ha sido
consecuencia de haber pedido el auxilio de Dios: Te doy gracias, Señor, de todo corazón, porque, cuando te
invoqué, me escuchaste y, cuando caminé entre peligros, me conservaste la vida. Te doy gracias, Señor, de
todo corazón, porque, cuando te invoqué, me escuchaste y, cuando caminé entre peligros, me conservaste la
vida.
Es fácil rezar este salmo con nuestros ojos puestos en Cristo, que “ora en nosotros como cabeza
nuestra” (S. Agustín, Comentario al salmo 85,1). El Señor, en efecto, verdadero rey del nuevo pueblo de
Dios, al emprender, en su pasión, la lucha contra el pecado y la muerte, invocó a Dios, su Padre, y Dios le
escuchó, caminando entre peligros; a pesar de haber penetrado incluso en el sepulcro, le conservó la vida, y,
por eso, ahora, delante de los ángeles, le da gracias de todo corazón.
Contemplemos, a través de este salmo, la victoria de Cristo, nuestro rey, demos gracias al Señor de
todo corazón por esta victoria, que redunda en bien de todos los hombres, y pidamos a Dios que no
abandone la obra de sus manos, iniciada en la resurrección de Cristo, sino que complete sus favores con
nosotros, llevando a todos los hombres a una salvación semejante a la de su Hijo.
Viernes
Salmo 129
227
El salmo 129 comienza con una voz que brota de las profundidades del mal y de la culpa (cf. vv. 12). El orante se dirige al Señor, diciendo: “Desde lo hondo a ti grito, Señor”. El salmista reconoce sus
pecados, y, por tanto, su rehabilitación espiritual sólo depende de la misericordia infinita de su Dios.
Los sentimientos de profunda humildad contrastan con la ciega esperanza en la misericordia divina.
Lejos de sentirse el salmista alejado de su Dios, toma fuerzas de su debilidad para acercarse confiadamente
al que le puede rehabilitar en su vida espiritual. Los atributos y las promesas divinas le dan pie para fundar
su esperanza.
El salmista se siente anegado en un abismo de inquietudes y de pesares; por eso, desde lo profundo
de su aflicción se dirige a su Dios para que le preste auxilio, rehabilitándolo en su vida de amistad con Él. En
realidad, su esperanza está en su misericordia y su prontitud al perdón, pues si no olvida los pecados y los
guarda cuidadosamente en su memoria, reteniendo la culpabilidad de los hombres, ¿quién podrá subsistir o
mantenerse incólume ante su tribunal? Nadie puede hacer frente a las exigencias de la justicia divina. Pero la
medida con que trata a sus siervos no es la de la justicia, sino la de la extrema indulgencia, invitándoles así a
un temor reverencial basado en el agradecimiento del que ha sido perdonado.
Basado en esta indulgencia del Señor, el salmista espera en Él con impaciencia y ansiedad más que
los centinelas por la aparición de la aurora para ser relevados de su puesto de vigilancia. En esta espera
ansiosa, el salmista representa a Israel como colectividad nacional, vejado por pueblos opresores, y ansioso
de redención.
La longanimidad e indulgencia de Dios dan confianza al pueblo elegido para pedir su plena
rehabilitación a pesar de sus numerosas iniquidades, como observa san Ambrosio: “…nadie pierda la
confianza, nadie desespere de las recompensas divinas, aunque le remuerdan antiguos pecados. Dios sabe
cambiar de parecer, si tú sabes enmendar la culpa”33.
Sábado
Salmo 118
Dichoso el que cumple la voluntad del Señor. El salmo canta a las excelencias de la Ley divina,
respondiendo a los escépticos que vivían al margen de ella. La Ley es el reflejo de la voluntad divina, y por
eso debe ser objeto de constante meditación.
“Lo juro y lo cumpliré: guardaré tus justos mandamientos (...). No olvido tu voluntad (...). No me
desvié de tus decretos” (Sal 118, 106. 109. 110). La paz de la conciencia es la fuerza del creyente; su
constancia en cumplir los mandamientos divinos es la fuente de la serenidad.
El salmista conserva con gran esmero y amor ardiente: las enseñanzas y los mandamientos del Señor.
Quiere ser totalmente fiel a la voluntad de su Dios. Por esta senda encontrará la paz del alma y logrará
atravesar el túnel oscuro de las pruebas, llegando a la alegría verdadera.
Todos buscamos la felicidad, la felicidad la encuentran quienes se esfuerzan por cumplir fielmente la
voluntad de Dios. “Dichoso el que cumple la voluntad del Señor”.
SEGUNDA SEMANA
Lunes
Salmo 78
El Salmo 78 nos enseña a reconocer sinceramente nuestros pecados y nos abre a la misericordia de
Dios: “Señor, no nos trates como merecen nuestros pecados... Líbranos y perdona nuestros pecados”.
33 Cfr. 2, 33: Sermón XI, Milán-Roma 1978, p. 175.
228
Roguémosle al Señor que olvide nuestras culpas; que nos perdone, porque en verdad queremos
volver a Él y queremos que su Espíritu nos guíe. Dios sale a nuestro encuentro por medio de su Hijo, hecho
uno de nosotros. Dios no se olvida de que somos barro, inclinados al pecado. Por eso se manifiesta como un
Padre lleno de compasión y de ternura para con nosotros.
No nos está siempre acusando, ni nos guarda rencor. Jesús, clavado en la cruz nos perdonó para
llevarnos, junto con Él, a la gloria que como a Hijo unigénito le pertenece. Por eso, quienes hemos recibido
sus dones, quienes hemos sido hechos hijos de Dios, debemos saber amarnos como Él nos ha amado; y
debemos perdonar como nosotros hemos sido perdonados por Dios.
Que esta cuaresma nos ayude a retirar de nosotros el gesto amenazador y los deseos de venganza
para que, trabajando por la paz, construyamos una sociedad más fraterna, más unida y con una capacidad
mayor para sabernos comprender y perdonar mutuamente. Cuando esto suceda sabremos que el Reino de
Dios ha llegado a nuestros corazones.
A mejorar en algo concreto nuestra vida en esta Cuaresma. Aunque sea un detalle pequeño, pero que
se note. Seguros de que Dios, misericordioso, nos acogerá como un padre. Hagamos nuestra la súplica del
salmo: “Señor, no nos trates como merecen nuestros pecados... Líbranos y perdona nuestros pecados”.
Martes
Salmo 49
El salmo de hoy da un paso más: compara la liturgia con la caridad, y sale ganando, una vez más, la
caridad: “no te reprocho tus sacrificios... ¿por qué recitas mis preceptos y tienes siempre en la boca mi
alianza, tú que detestas mi enseñanza y te echas a la espalda mis mandatos?”. La acusación de Dios se hace
dramática: “esto haces ¿y me voy a callar? Te acusaré, te lo echaré en cara”.
Con el Salmo 49 hemos proclamado esta verdad: “Al que sigue buen camino le haré ver la salvación
de Dios… El que ofrece acción de gracias ése me honra; al que sigue buen camino, le haré ver la salvación
de Dios”.
Jesús no cesa de recordar, que la única práctica religiosa agradable a Dios es la interior: "Si al
momento de presentar tu ofrenda en el altar, recuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, ve primero a
reconciliarte con él" (Mateo 5,24). Jesús nos dice: “Misericordia quiero, y no sacrificios” (Mateo 9,13).
Por su parte, San Ambrosio expresa que “La misericordia es parte de la justicia, de modo que si
quieres dar a los pobres esta misericordia es justicia, según aquello: “Distribuyó, dio a los pobres, su justicia
permanece eternamente” (Sal 111,9)34.
La justicia, la misericordia y las obras de caridad han de salir del interior del corazón. Jesús nos dice
que “No todo el que dice: ‘Señor, Señor’, entrará en el reino de los cielos” (Mt 7,21). Lo que ha de cambiar
en la penitencia es el corazón, pues es de allí de donde proceden nuestros actos.
Este salmo invita a hacer una “revisión de vida desde o profundo de de nuestro ser. Libérame, Señor,
de la maldición de la rutina y el formalismo, de dar las cosas por supuestas, de convertir prácticas religiosas
en rúbricas sin alma. Concédeme que cada oración mía sea un salmo y, como salmo, tenga en sí alegría y
confianza y amor. Que sea yo auténtico con mis hermanos y conmigo mismo, para así poder ser auténtico
contigo.
Miércoles
Salmo 30
El salmo 30, que hemos escuchado, aunque bien se puede poner en labios de Jeremías, sin embargo,
se canta el Viernes Santo, ya que Jesús en la cruz, tomó de él, su “última palabra” antes de morir: “En tus
manos, Señor, encomiendo mi Espíritu” (Lucas 23,46). En realidad, quién mejor que Jesús pudo decir: “Soy
34 Cfr. Sermón 8 sobre el Salmo 118,22
229
el hazmerreír de mis adversarios...”. Fariseos, Escribas, bribones... se burlaban de El. No se contentaron con
matarlo, se ensañaron y lo envilecieron, entregándolo a los ultrajes humillantes de la soldadesca...
Habiendo puesto este salmo “en labios” de Jesús, hay que ponerlo “en nuestros propios labios”,
repetirlo por cuenta nuestra, y para el mundo de hoy. ¡Hay tantos enfermos, en los hogares y en los
hospitales! ¡Tantos perseguidos, tantos despreciados, tantas personas consideradas como “cosas”! ¡Tantos
aislados, abandonados!, otros excluidos y desplazados porque estorban a los de arriba…
Pero vayamos hasta el fin del salmo, y presentemos a Dios nuestra confianza y pongamos en Él
nuestro destino, como el salmista: “confío en Ti, Señor, ¡Tú eres mi Dios!”. “En tu mano está mi destino...
En tus manos encomiendo mi espíritu”. “Sálvame, Señor, por tu misericordia”. En el atardecer, antes de
acostarnos, pongámonos en las manos del Padre, a semejanza de Jesús, y también saldremos victoriosos
como Él.
Jueves
Salmo 1
“Dichoso el hombre que confía en el Señor”. Este salmo se presenta como un resumen de todo el
libro y de toda la Sagrada Escritura. Es como un compendio de todo lo que tenemos que saber. Todos
buscamos la felicidad, pero hemos de poner atención para no tomar el sendero equivocado. Hay un camino
que nos lleva a la felicidad, a la plenitud de vida (simbolizada en un árbol siempre verde, plantado junto al
manantial) y hay otros caminos que parecen más fáciles pero sólo llevan al sinsentido y a la nada
(simbolizado por la paja que se lleva el viento). El justo es el único sabio, mientras que el malvado es un
necio.
Así, pues, tenemos tres imágenes: el camino de los sabios y el de los necios (vv 1-2), la comparación
entre el árbol y la paja (vv 3-4) y el destino último de unos y otros (vv 5-6):
“El camino a elegir: “Dichoso el hombre”. Esta es la primera palabra que Dios nos dirige: una
invitación a la felicidad, a la dicha, al gozo. Porque Dios nos ama, no se desentiende de nosotros. Al
contrario, quiere indicarnos el camino de la vida y nos señala también los peligros y engaños con que
podemos encontrarnos, para que podamos elegir con conocimiento. El Salmo nos pone en guardia contra los
autosuficientes, los que desprecian los valores del espíritu y se ríen de los hombres religiosos. Su relación es
peligrosa: quien se acerca a ellos corre el riesgo de llegar hasta el fin, de pervertirse totalmente.
La segunda imagen que desarrolla el Salmo es la del árbol robusto y fecundo, frente a la paja, que
no tiene consistencia ni utilidad. El justo, nutrido por las abundantes corrientes de agua que encuentra en la
meditación de la Ley, está lozano, lleno de vida, sin miedo ante la llegada de la estación seca. El hombre
justo tiene necesidad de aquella agua, de aquella vida, que sólo Dios le puede dar. Por eso practica la
oración, la meditación de la Palabra de Dios, los Sacramentos. Los malvados no son comparados con la paja.
La imagen del hombre-paja refleja perfectamente la vanidad y la inconsistencia de una vida sin Dios:
superficial, sin vida interior, sin raíces, sin convicciones, estéril, a merced del viento.
La tercera imagen que desarrolla el Salmo es la del destino final. Allí se revela el sentido último de
nuestras elecciones. No es igual haber seguido el camino de la piedad que el de impiedad; no es lo mismo
haber elegido ser árbol que paja. El que haya elegido el camino de la impiedad, ser hombre-paja, no será
condenado por un Dios vengativo, ya que él mismo se ha condenado. Su condena consistirá en ser lo que él
mismo ha elegido: paja. Quien eligió vivir sin Dios perecerá en su soledad radical y en su tristeza. Dos
caminos y dos destinos bien delimitados: el del bien y el del mal. El salmo primero nos anima a seguir el
camino del bien, bebiendo las aguas del manantial de Dios, echando raíces en su tierra, caminando por sus
sendas, meditando su Palabra. Ahí está la única felicidad duradera.
Viernes
Salmo 105,16-21
230
El salmo 105 nos presenta un resumen e invita a los israelitas a recordar “las maravillas que ha hecho
Dios, sus hazañas prodigiosas”: la alianza que pactó con Abrahán, la historia extraordinaria de José, los
prodigios de la liberación de Egipto y del viaje por el desierto, el don de la tierra, etc. Éstas son las obras
magníficas por las que el orante alaba a Dios. La alabanza se transforma en profesión de fe en Dios, Creador
y Redentor.
El Salmo es un canto a la bondad de los planes de Dios: José, liberado de la esclavitud, se convierte
en su día en salvador de su pueblo. El cumplimiento inexorable de la voluntad de Dios no resta culpa a la
perversidad de sus hermanos.
El salmo prolonga la historia y nos dice cómo aquello, que parecía una maldad sin sentido, tuvo
consecuencias positivas para la salvación de Israel: “por delante había enviado a un hombre, José, vendido
como esclavo: hasta que el rey lo nombró administrador de su casa”, y “administrador de todos sus bienes”
(21), de modo y manera que, por su causa, todo el pueblo de Dios emigró a Egipto.
Todavía con mayor motivo que José, Jesús es el prototipo de los justos perseguidos y vendidos por
unas monedas. La envidia y la mezquindad de los dirigentes de su pueblo le llevan a la muerte. Su camino es
serio: incluye la entrega total de su vida.
Nuestro camino de Pascua supone también aceptar la cruz de Cristo. Convencidos de que, como Dios
escribe recto con líneas torcidas, también nuestro dolor o nuestra renuncia, como los de Cristo, conducen a
la vida.
Sábado
Salmo 102
El salmo 102, un hermoso canto a la misericordia de Dios, insiste: «el Señor es compasivo y
misericordioso... no nos trata como merecen nuestros pecados». Es un salmo que hoy podríamos rezar por
nuestra cuenta despacio diciéndolo en primera persona, desde nuestra historia concreta, a ese Dios que nos
invita a la conversión.
Es una entrañable meditación cuaresmal y una buena preparación para nuestra confesión pascual: “El
Señor es compasivo y misericordioso… Él perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades…”
Con este salmo 102 podemos imaginar al hijo pródigo recitando: Alejado de la casa paterna, pudo
anhelar la presencia de su padre compasivo y misericordioso. Él perdona todas tus culpas y cura todas tus
enfermedades; él rescata tu vida de la fosa y te colma de gracia y de ternura.
Alabemos a Dios, nuestro Padre, porque ha sido misericordioso para con nosotros. Él nos ha
perdonado y ha alejado para siempre de su presencia todos nuestros pecados. En Cristo Jesús hemos
conocido el Rostro amoroso y misericordioso de Dios.
El Señor no se ha quedado en promesas de salvación. Él ha cumplido su palabra y nos llama para
que, creyendo en Jesús, hagamos nuestros su amor y su vida. Dios sabe que somos frágiles, inclinados al
pecado. Tal vez muchas veces la concupiscencia nos llevó por caminos de rebeldía a Dios. Pero el Señor,
cuando ve que volvemos a Él con el corazón arrepentido, se nos muestra como un Padre lleno de amor y de
ternura para con nosotros.
Aprovechemos este tiempo de gracia del Señor para volver a Él y, recibido su perdón, caminar en
adelante como hijos de Dios, glorificando su Santo Nombre con nuestras buenas obras.
Salmo 22
22 de febrero: Cátedra de san Pedro, apóstol
El breve salmo 22 es uno de los más hermosos de la Biblia, siempre actual, siempre aleccionador,
siempre consolador. Su inmortalidad le viene de su sentido espiritual, de su poesía y de su emoción
religiosa.
231
Es una parábola vivida, fruto de una experiencia de Dios que llegaba hasta la médula de los huesos
del salmista, algo que acercaba en mil años la vida del Antiguo Testamento a la del Nuevo: tan juntos están
los pensamientos del salmo y el sermón de la montaña. El autor conoce las luchas de la vida, las situaciones
angustiosas, los enemigos, pero conoce también a Dios, al Dios de su fe a quien da el nombre de pastor.
Jesús debió recitar este salmo con especial fervor. Releámoslo en esta perspectiva, imaginándonos
que lo pronuncia Jesús en persona: “Nada me falta... El Padre me conduce... Aunque tenga que pasar por un
valle de muerte, no temo mal alguno... Mi copa desborda... Benevolencia y felicidad sin fin... Porque Tú, Oh
Padre, estás conmigo...”. ¿Quién mejor que Jesús, vivió una intimidad amorosa con el Padre, su alimento, su
mesa (Jn 4,32.34)?
Jesús se identificó varias veces con este pastor, que ama a sus ovejas y que vela amorosamente sobre
ellas: “Yo soy el Buen Pastor” (Juan 10,11). La tonalidad íntima de este salmo, hace pensar en “una oveja”,
la única oveja que se siente mimada por el Pastor: “El Señor es mi Pastor, nada me falta”. Esto evoca la
solicitud de que habla Jesús cuando no duda un momento en “dejar las 99 para ir a buscar la única oveja
perdida” (Mt 18,12). Este mismo clima de “intimidad” evocará San Juan para hablar de la unión con Cristo
Resucitado, retomando la imagen de la mesa servida: “entraré en su casa para cenar con El, yo cerca de El y
El cerca de mí” (Apocalipsis 3,20).
TERCERA SEMANA
Lunes
Salmo 41 y 42
Los salmos 41 y 42 constituyen un único canto. Este salmo expresa la nostalgia por el templo y por
Dios, y espera confiado, pero no sin gran angustia, el día del retorno, para poder participar de nuevo en la
liturgia del templo. “Como la cierva sedienta busca las corrientes de agua, así mi alma suspira por ti, mi
Dios”. El salmista se encuentra lejos de Sión, punto de referencia de su existencia por ser la sede
privilegiada de la presencia divina y del culto de los fieles.
Mientras somos peregrinos, experimentamos la nostalgia de Dios: Mi alma tiene sed del Dios vivo:
¿Cuándo entraré a ver el rostro de Dios?35 El alma que tiene sed de Dios pasará por lo que sea: estará en
obscuridades, tendrá dificultades, caídas, miserias, pero encontrará a Dios y Dios no se apartará de él. Podrá
encontrarse con el Señor, no importa por qué caminos, pues esos son los caminos del Señor y Él sabe por
dónde nos lleva. Lo único que importa es tener sed de Dios. Una sed que es lo que nos autentifica como
personas de cara a nuestros hermanos los hombres, de cara a nuestra familia, de cara a nuestro ambiente, de
cara a nosotros mismos.
El alma que tiene sed de Dios va a permitir que sea Dios quien le realice la vida. Y el alma que va a
realizarse apartada de Dios, significa que no tiene, verdaderamente, sed de Dios. Podrá ser muchas cosas podrá ser un magnífico organizador en la Iglesia, podrá ser un excelente conferencista, podrá ser un hombre
de un gran consejo espiritual-, pero si no tiene sed de Dios, no estará realizando la obra de Dios.
Cuando realmente amamos a Dios deseamos volver a Él desde la lejanía en que nos puso el pecado.
Dios siempre está dispuesto a recibirnos en su Casa con gran amor, pues es nuestro Padre, lleno de
misericordia, y no enemigo a la puerta. La presencia del Señor en nosotros hunde nuestras raíces en Él para
que, saciados constantemente de su amor, de su verdad, de su santidad, de su justicia, de su misericordia,
podamos dar frutos abundantes de buenas obras, que manifiesten que en verdad Dios permanece en nosotros
y nosotros en Él.
Martes
Salmo 24
35 Juan Pablo II, 6 de febrero del 2002
232
Con la confianza de que Dios enseña su camino a los humildes, hemos dicho y escuchado el Salmo
24: “Enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas, haz que camine con lealtad; enséñame, porque Tú
eres mi Dios y Salvador”.
Si acudimos al Señor para escuchar su Palabra, es porque queremos ser instruidos por Él para que,
viviendo conforme a sus enseñanzas, nuestros pasos no se desvíen del camino del bien.
Tal vez en nuestra vida pasada, a causa de nuestra juventud e inexperiencia, y por la inclinación de
nuestra concupiscencia, pudimos vagar lejos del Señor, centrando nuestro corazón en lo pasajero, e incluso
en lo pecaminoso. Ahora venimos al Señor para que Él tenga misericordia de nosotros y nos indique el
sendero que hemos de seguir.
Que este tiempo de Cuaresma nos ayude a saber escuchar, amorosamente, la Palabra de Dios para
hacerla nuestra y manifestarla a través de una vida que, con sus obras buenas, produzca abundantes frutos de
salvación: “Muéstrame, Señor, tus caminos, enséñame tus senderos”.
Miércoles
Salmo 147
El salmo que hemos escuchado nos propone un canto de acción de gracias por la paz y la prosperidad
de Jerusalén, y, sobre todo, por haberle dado el Señor la Ley por la que se distingue de todas las naciones, y
que es prueba de la predilección divina por Israel.
El salmista pondera el mayor beneficio recibido por el pueblo elegido: la Ley, en la que se manifiesta
concretamente y de modo minucioso la voluntad divina. El mismo Dios que dirige el curso de la naturaleza
se ha dignado escoger a Israel como “heredad” suya particular, entregándole sus estatutos para su mejor
gobierno y para asegurar el camino de la virtud, que merece las bendiciones del Omnipotente. Ningún
pueblo puede gloriarse de haber sido objeto de tal predilección por parte del Creador.
En efecto, la Palabra divina es un don elevado y valioso, el de la Ley, la Revelación. Se trata de un
don específico: “Con ninguna nación obró así ni les dio a conocer sus mandatos” (v. 20). La palabra de Dios
es revelación de la voluntad divina a un pueblo escogido para establecer un orden religioso.
Dios, que creó el mundo por la palabra, y envió múltiples órdenes al universo, y múltiples palabras a
su pueblo, finalmente en esta etapa definitiva, nos ha enviado su Palabra, que es el Hijo. Para librarnos del
destierro, para construir la nueva ciudad santa, para darnos la paz, para establecer su reino, para darnos sus
palabras, que son palabras de vida eterna.
Después de haber probado a tu pueblo, Señor, pusiste paz en sus fronteras, reforzaste los cerrojos de
la ciudad y saciaste a sus habitantes con flor de harina; mira también las dificultades de tu Iglesia, bendice a
sus hijos, sácialos con el Pan Eucarístico, para que anuncien el Evangelio a toda nación y, de este modo, te
alaben a Ti, su Dios y Señor. Por Jesucristo nuestro Señor.
Jueves
Salmo 94
La Iglesia nos propone recitar este salmo cada mañana, esto no es mera casualidad. La invitación a la
alegre alabanza del comienzo, es una invitación diaria. Encontramos en este canto varias exhortaciones , que
invitan a la asamblea a participar activamente en la celebración: “vengan, aclamen, griten... entren,
póstrense”. A cada invitación, la muchedumbre responde mediante una fórmula ritual estereotipada de
asentimiento, que comienza por “sí”: “sí, el gran Dios, es el Señor”... (La creación) “Sí, él es nuestro Dios”...
Ahora nos fijamos en el final del salmo que nos dice: “Ojalá escuchéis hoy su voz”.
Enseguida, después de estas palabras, el salmo continua: “No endurezcan el corazón”. También Jesús
ha hablado muchas veces de la dureza del corazón. Se puede oponer resistencia a Dios, uno puede cerrarse a
Él y negarse a escuchar su voz. El corazón duro no se deja plasmar.
A veces no se trata ni siquiera de mala voluntad. Es que cuesta reconocer “esa voz” en medio de
muchas otras voces que resuenan dentro. Muchas veces el corazón está contaminado de demasiados ruidos
233
ensordecedores: son inclinaciones desordenadas que conducen al pecado, la mentalidad de este mundo que
se opone al proyecto de Dios, las modas, los “slogan” publicitarios. Sabemos lo fácil que resulta confundir
las propias opiniones, los propios deseos con la voz del Espíritu en nosotros y lo fácil que es, por
consiguiente, caer en caprichos y en lo subjetivo.
Nunca tengo que olvidar que la Realidad está dentro de mí. Tengo que hacer callar todo en mí para
descubrir la voz de Dios. Y tengo que extraer esa voz como se rescata un diamante del barro: limpiarla,
sacarla a relucir y dejarse guiar por ella. Entonces también podré ser guía para otros, porque esa voz sutil de
Dios que empuja e ilumina, esa linfa que sube del fondo del alma, es sabiduría, es amor y el amor se debe
dar. “Ojalá escuchéis hoy su voz”.
Viernes
Salmo 80
El discurso que se desarrolla en el salmo es sencillo y gira en torno a dos polos ideales. Por una
parte, está el don divino de la libertad que se ofrece a Israel oprimido e infeliz: “Clamaste en la aflicción, y
te libré” (v. 8). Se alude también a la ayuda que el Señor prestó a Israel en su camino por el desierto, es
decir, al don del agua en Meribá, en un marco de dificultad y prueba.
El Señor invita a su pueblo ante todo a la observancia fiel del primer mandamiento, base de todo el
Decálogo, es decir, la fe en el único Señor y Salvador, y la renuncia a los ídolos (Cfr. Ex 20,3-5). En el
discurso del sacerdote en nombre de Dios se repite el verbo “escuchar”, frecuente en el libro del
Deuteronomio, que expresa la adhesión obediente a la Ley del Sinaí y es signo de la respuesta de Israel al
don de la libertad. Efectivamente, en nuestro salmo se repite: “Escucha, pueblo mío. (...) Ojalá me
escucharas, Israel (...). Pero mi pueblo no escuchó mi voz, Israel no quiso obedecer. (...) Ojalá me escuchara
mi pueblo” (Sal 80, 9.12.14).
Sólo con su fidelidad en la escucha y en la obediencia el pueblo puede recibir plenamente los dones
del Señor. Por desgracia, Dios debe constatar con amargura las numerosas infidelidades de Israel. El camino
por el desierto, al que alude el salmo, está salpicado de estos actos de rebelión e idolatría, que alcanzarán su
culmen en la fabricación del becerro de oro (cf. Ex 32,1-14).
La última parte del salmo (cf. vv. 14-17) Dios expresa allí un deseo que aún no se ha cumplido:
“Ojalá me escuchara mi pueblo, y caminara Israel por mi camino” (v. 14). Si Israel caminara por las sendas
del Señor, él podría darle inmediatamente la victoria sobre sus enemigos (Cfr. v. 15), y alimentarlo “con flor
de harina” y saciarlo “con miel silvestre” (v. 17).
El Señor quiere obtener la conversión de su pueblo, una respuesta de amor sincero y efectivo a su
amor tan generoso. La liturgia es un lugar privilegiado para escucha la invitación divina a la conversión,
para volver al abrazo del Dios “compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad” (Ex
34,6).
Sábado
Salmo responsorial: 50, 3-4.18-19.20-21
Quiero misericordia, y no sacrificio.
Dejémonos ganar por el salmo, que ha puesto en nuestros labios palabras de arrepentimiento y
compromiso: “misericordia, Dios mío, por tu bondad... lava del todo mi delito, limpia mi pecado...
reconstruye las murallas de Jerusalén”. ¿Deseamos y pedimos a Dios que en verdad restaure nuestras
murallas, nuestra vida, según su voluntad?, ¿o tenemos miedo a una conversión profunda?
Reconocemos que somos pecadores. Pero lo reconocemos porque contemplamos nuestra vida desde
el Rostro amoroso de nuestro Dios y Padre. Decidimos volver a Él porque Él nos amó primero, y entregó a
su propio Hijo como la prueba máxima del amor que nos tiene.
Queremos dejarnos amar por Él; queremos que Él nos tome en sus manos y nos moldee, conforme a
su voluntad, como el alfarero moldea el barro tierno. Queremos que Él nos dé un corazón nuevo y un
234
Espíritu nuevo, olvidando nuestros delitos y pecados; haciéndonos santos como Él es Santo; purificándonos
de tal forma que nuestra vida le sea grata, como si fuera un sacrificio libre de todo defecto.
Que Dios nos conceda llevar una existencia santa en amor a Él y en amor a nuestro prójimo, de tal
forma que toda nuestra vida sea para Él una continua ofrenda de alabanza.
CUARTA SEMANA
Lunes
Salmo (29) 30,2.4-6.11-13
. El salmo, al igual que las lecturas, es optimista: “me has librado, sacaste mi vida del abismo, me
hiciste revivir, cambiaste mi luto en danzas; Señor, te daré gracias por siempre”.
Este salmo es un himno eucarístico, de acción de gracias, de un justo que, después de hallarse
postrado en el lecho del dolor, fue liberado, gracias a la intervención divina, de una muerte segura. Después
de invitar a los piadosos, a los fieles del Señor, a gozarse con él por el favor conseguido, ensalzando la
bondad de Yahvé, relata cómo, a causa de un acto de presunción, el Señor apartó su rostro de él, privándole
de su protección y dejándolo en un estado de postración física y de peligro de muerte. Angustiado, clamó a
Él, quien le salvó de aquella situación comprometida. Por ello, su duelo se cambió en alegría, pues se veía ya
a las puertas del sepulcro. Agradecido, cantará eternamente las alabanzas de su Dios.
Dios jamás olvidará, ni abandonará a sus hijos. Aún en medio de las grandes pruebas; aún en medio
de las grandes persecuciones, Dios permanecerá siempre a nuestro lado, y jamás permitirá que nuestros
enemigos se rían de nosotros.
Confiemos en el Señor y Él nos salvará. Y aún cuando en algún momento pareciera como que somos
vencidos, Dios hará que incluso nuestra muerte tenga sentido de salvación, pues tanto en vida como en
muerte somos del Señor. Abrámonos a la esperanza: como Cristo, veremos que el Señor sacará, finalmente,
nuestra vida del abismo y en la mañana de la parusía nos visitará el júbilo. Por ello, digamos, alegres en la
esperanza: Te ensalzaré, Señor, porque, en la esperanza, me has librado, cambiando mi luto en danzas.
Padre amante, Dios clementísimo, no permitas que nuestros enemigos se rían de nosotros: como
sacaste la vida de tu Hijo del abismo y le hiciste revivir cuando bajaba a la fosa, cambia así también nuestro
luto en danzas y, si en el atardecer de este siglo nos visita el llanto, haz que por la mañana de tu retorno nos
visite el júbilo y en él vivamos, por los siglos de los siglos.
Martes
Salmo (45) 46,2-3.5-6.8-9
“El Señor de los ejércitos está con nosotros, nuestro alcázar es el Dios de Jacob”. “Dios es nuestro
refugio y nuestra fuerza”.
A los cristianos de nuestro tiempo nos es necesaria la confianza plena expresada en este salmo. No
todo va bien, ni en el mundo ni en la Iglesia. Algunos de los males de nuestros días, con frecuencia, nos
atemorizan en exceso; las injusticias del mundo, las infidelidades de muchos en la Iglesia nos pueden
parecer dificultades aptas para descorazonar incluso a los más fuertes. Pero no, aunque hiervan y bramen las
olas, «más potente que el oleaje del mar, más potente en el cielo es el Señor» (Sal 92,4). Por eso la Iglesia,
sabiendo que Dios está en ella, no vacila y sabe esperar contra toda esperanza.
En medio de un mundo en el que en muchos de sus ambientes se va generando una esterilidad de
obras buenas y una fecundidad en obras pecaminosas y destructivas, la Iglesia, que posee en abundancia,
más aún, en plenitud el Espíritu de Dios, debe ser como un río que no sólo alegre al mundo, sino que lo
fecunde para que vaya surgiendo una nueva sociedad que viva y camine en el amor.
235
Dios está con nosotros no sólo como un huésped que nos da dignidad; Él está con nosotros para que
en su Nombre podamos continuar su obra de salvación en el mundo. “El Señor de los ejércitos está con
nosotros, nuestro alcázar es el Dios de Jacob”. “Dios es nuestro refugio y nuestra fuerza”.
No tememos, Señor, aunque tiemble la tierra, porque sabemos que nuestro alcázar eres tú, que tú
estás con nosotros y nos socorres como poderoso defensor en el peligro; haz que crezca siempre esta nuestra
esperanza hasta que un día podamos contemplar, cara a cara, tus maravillas, en tu alegre ciudad, por los
siglos de los siglos.
Miércoles
Salmo 144
“El Señor es compasivo y misericordioso”. Este salmo es un canto a los atributos divinos
manifestados en las obras portentosas del Señor en favor del hombre. En todas sus obras aparece su bondad
y su cariño. Todo nos habla de su amor. Hay que aprender a leer en las criaturas y en la historia la fidelidad
de Dios a sus promesas y a su amor eterno ratificado por Jesús: “De tal manera amó Dios al mundo, que le
dio a su Hijo Unigénito” (Jn 3,16).
La mano pródiga de Dios está siempre abierta a las necesidades de los hombres, amparando
particularmente a los humildes y desvalidos.
Todas las criaturas dependen de la providencia de Dios, y por eso están anhelantes esperando que les
envíe sus bienes para subsistir. Particularmente, con los hombres fieles y piadosos se muestra generoso y
complaciente, respondiendo a sus invocaciones en los momentos de necesidad. En cambio, a los impíos les
envía el castigo merecido por vivir al margen de la ley divina.
“Este salmo -decía san Juan Crisóstomo- es digno de que le prestemos la mayor atención; es justo
que quien ha sido hecho hijo de Dios, que quien participa en su mesa espiritual glorifique a su Padre». San
Juan Crisóstomo comprendió bien que este salmo habla de nuestro Padre, pues, en definitiva, canta el
misterio de nuestra adopción divina, los favores de aquel que es cariñoso con todas sus criaturas.
Te damos gracias, Señor, porque eres cariñoso con todas tus criaturas, porque has querido que no nos
falte ninguna clase de bienes celestiales; ayúdanos a ponderar siempre tus obras y a contar tus hazañas,
explicando a los hombres la gloria de tu reinado.
Jueves
Salmo 105
Dios hizo maravillas en su favor, pero “bien pronto olvidaron sus obras; se olvidaron de Dios su
salvador, que había hecho prodigios en Egipto”.
Ese era el problema de Israel, fuente y raíz de todos sus demás problemas: tenía poca memoria. Las
gentes de Israel habían visto las mayores maravillas que ningún pueblo viera jamás en su historia. Pero se
olvidaron. Nada más ver el milagro, se olvidaban de él. Sintieron de mil maneras la protección visible de
Dios, pero pronto se encontraban como si nada hubiera pasado, y volvían a temer los peligros y a dudar de
que el Señor pudiera salvarlos de ellos, a pesar de haberlo hecho tantas veces con fidelidad absoluta. Con
eso ellos sufrían y provocaban la ira de Dios. Esa era la gran debilidad de Israel como pueblo: tenía poca
memoria.
“Nuestros padres en Egipto no comprendieron tus maravillas; no se acordaron de tu abundante
misericordia”.
También yo tengo poca memoria, Señor. Me olvido. No me acuerdo de lo que has hecho por mí. Las
intervenciones evidentes de tu misericordia y tu poder en mi vida se me escapan de la memoria en cuanto me
enfrento a la incertidumbre de un nuevo día. Vuelvo a temer, a sufrir y, lo que es peor, a irritarte a ti, que
tanto has hecho por mi y estás dispuesto a hacer mucho más... si es que yo te dejo hacerlo abriéndome a tu
acción con gratitud y confianza.
236
Haz que entienda, Señor, haz que recuerde. Enséñame a darle a cada uno de tus actos en mi vida el
valor que tiene como ayuda concreta y como señal permanente. Enséñame a leer en tus intervenciones el
mensaje de tu amor, para que nunca me olvide y nunca dude, de que estarás conmigo en el futuro como lo
has estado en el pasado.
Viernes
Salmo 33
“El señor no está lejos de sus fieles”; “Los ojos de Dios están puestos en los justos”, Dios se
complace en ellos. Sus oídos están siempre atentos a las peticiones y a las súplicas de sus fieles. Cuando uno
clama a Dios, lo escucha y lo atiende, le libra de sus angustias, porque el Señor está cerca de los atribulados,
de los abatidos y perseguidos, y él les devuelve la vida y la esperanza. El salmista insiste en la confianza, en
la idea de la pronta intervención de Dios. El justo está bajo las alas protectoras del Señor y nada le puede
afectar.
La maldad conduce al malvado a la perdición. El mal sólo puede crear el mal, la violencia, la
violencia, y no pueden tener otra recompensa que el mal. Otro sabio del Antiguo Testamento ha escrito: “El
que cava una fosa caerá en ella, el que deshace una pared es mordido por el áspid” (Eccl 10,8).
Y para terminar, en un tono optimista, el autor engloba en el último versículo la actuación de Dios
respecto al justo: Dios lo salva y lo redime liberándolo de todo peligro; quien se acoge a él no será jamás
confundido: la fidelidad del Señor es eterna, su bondad sobre los justos no conoce el crepúsculo.
El Creador de los corazones es el Señor y el juez de los hombres. Para unos es una mirada protectora;
para otros, amenazadora. Los primeros se han entregado al Señor, los otros confían en sí mismos. Pero un
mismo Señor juzga a unos y a otros. Ante el conocedor de nuestras intenciones afirmamos nuestra debilidad
y su fortaleza, y esperamos que nuestras vidas sean liberadas de la muerte -la suprema debilidad- por su
infinita misericordia. Esperamos “al Salvador y Señor nuestro Jesucristo, que reformará el cuerpo de nuestra
vileza conforme a su Cuerpo glorioso” (Fil 3,20-21). Aclamamos a Dios, en nuestra alabanza matutina,
porque ya ahora viene como salvador: “¡Ven, Señor, Jesús!” (Ap 17).
Sábado
Salmo 7
Este salmo está lleno de imágenes:
La primera compara a los malvados injustos con un león que persigue al justo para
desgarrarlo.
En la segunda, el justo -al confesar su propia inocencia- se compara a sí mismo con un
soldado caído por tierra. Pide para sí una maldición en el caso de no ser inocente: que el
enemigo lo venza y lo domine.
La tercera, presenta a Dios como un guerrero armado con su espada, con su arco y con
flechas incendiarias dispuesto a defender la justicia. Es un detalle importante a propósito de
Dios, que lucha por la justicia como un guerrero armado.
Este salmo presenta a Dios como un soldado fuertemente armado que lucha por la justicia y que
amenaza constantemente a los injustos para que se conviertan. Es juez universal y refugio y aliado de quien
lucha por la justicia. En el Nuevo Testamento, Jesús es presentado como rey universal que vino a instaurar la
justicia.
QUINTA SEMANA (Semana Santa)
Lunes
237
Salmo 22
El Salmo 23 es uno de los más comentados y orados a lo largo de los siglos, tanto por la tradición
judía como por la cristiana. También es uno de los más usados en el arte. En las pinturas de las catacumbas
se suele representar a Jesús como un joven sin barba, de pie, con vestido corto y zurrón, con una oveja sobre
sus hombros y la cabeza suavemente apoyada sobre la oveja.
El Salmo desarrolla dos imágenes distintas: en la primera parte, la del pastor que cuida de sus ovejas
(v. 1-4) y en la segunda, la del señor de la casa que acoge a un huésped (v. 5-6). Sin embargo, nos solemos
fijar principalmente en la primera y, normalmente, es conocido como el Salmo del Buen Pastor. La primera
parte está escrita en tercera persona del singular (el Señor es mi Pastor, me hace reposar, me conduce,
repara, me guía, hace honor), mientras que la segunda está escrita en segunda persona del singular (tú me
preparas, perfumas, tu amor y tu bondad me acompañan).
El significado último del salmo sólo lo podemos entender a la luz del Nuevo Testamento: Jesús es la
persona que confía en Dios y camina por sus sendas, aún en medio de las dificultades, hasta entregarse en la
cruz. Por eso, el Padre se apiada de Él y le devuelve a la vida, sentándole a su mesa, introduciéndole en su
Casa. Al mismo tiempo, Jesús es “el gran Pastor de las ovejas” (Hebreos 13, 20), “el Supremo Pastor” (1
Pedro 5, 4).
“Nosotros éramos como ovejas descarriadas, pero ahora hemos vuelto a nuestro Pastor y Guardián”
(1 Pedro 2, 25). Él es el Pontífice de la Nueva Alianza, el Camino que nos lleva al Padre, la Puerta de acceso
a la Casa de Dios. Él prepara para nosotros el banquete de su Cuerpo y de su Sangre, verdadero alimento de
inmortalidad.
Su amor es tan grande, que llega a dar la vida por sus ovejas. Con él podemos atravesar sin miedo el
valle de la muerte, porque Él es la Resurrección y la Vida, Luz que brilla en las tinieblas, Roca que se abre
en el desierto para calmar la sed, Maná que nos alimenta, verdadero Pastor y Rey, que “nos apacienta y nos
conduce a fuentes de aguas vivas” (Apocalipsis 7, 17) y que nos permite habitar en su casa “por años sin
término”.
El cristiano está llamado a hacer este camino espiritual: dejarse guiar por Dios “en medio de la
noche” y vivir en intimidad con Él, hasta participar en su banquete, “la cena que recrea y enamora” (S. Juan
de la Cruz).
Martes
Salmo 101
“Señor, escucha mi oración, que mi grito llegue hasta ti, no me escondas tu rostro el día de la
desgracia”.
El autor del Salmo 101 es un pobre gravemente enfermo, pero que no ha perdido la confianza de ser
salvado de su enfermedad, pues conoce las frecuentes visitas de Dios a su pueblo.
Por profundo que sea nuestro abatimiento, alcemos nuestros ojos a Dios, como Israel los levantó al
signo que le presentaba Moisés y contemplemos a Jesucristo, nuestra salvación, en la Cruz. El Señor nos
librará, aunque por nuestros pecados nos sintamos condenados a muerte: “Señor, escucha mi oración, que mi
grito llegue hasta ti, no me escondas tu rostro el día de la desgracia.
Dios nos contempla siempre con gran amor y misericordia. Somos sus hijos y jamás rechaza la obra
de sus manos. Cuando lo invocamos Él nos escucha y nos libra de la mano de nuestros enemigos. Dios no
quiere que vivamos en la desgracia; y cuando los muros de nuestra vida parecieran derrumbarse, Él acude a
nosotros para sostenernos, para reedificarnos, para librarnos de la desgracia.
Por eso, quienes hemos sido hechos partícipes de su misma vida, debemos ser también un signo del
amor protector y misericordioso de Dios para los demás. No seamos, por tanto, ocasión de pecado, de
escándalo, de destrucción de la conciencia de nuestro prójimo. Dios nos contempla con amor y nos tiende la
mano en nuestras necesidades. Vayamos y hagamos nosotros lo mismo con nuestro prójimo.
238
Miércoles
Daniel 3, 52-56
El salmo responsorial de hoy es del libro de Daniel: es un cántico de alabanza a Dios: “a ti gloria y
alabanza por los siglos”. Estas alabanzas así brotar de corazones realmente libres. En efecto, en este cántico
se refleja el alma religiosa universal, que percibe en el mundo la huella de Dios, y se eleva a la
contemplación del Creador.
El himno se presenta como acción de gracias elevada por los tres jóvenes israelitas -Ananías, Azarías
y Misael- condenados a morir en un horno de fuego ardiente, por haberse negado a adorar la estatua de oro
de Nabucodonosor, pero milagrosamente preservados de las llamas.
Nosotros podemos descubrir una relación entre la liberación de los tres jóvenes, de los que se habla
en el cántico, y la resurrección de Jesús. En esta última, los Hechos de los Apóstoles ven escuchada la
oración del creyente que, como el salmista, canta confiado: “No abandonarás mi alma en el Hades ni
permitirás que tu santo experimente la corrupción” (Hch 2, 27, Sal 15, 10).
Desde esta óptica podemos mirar con ojos nuevos la creación misma y gustar su belleza, en la que se
vislumbra el amor de Dios. Hoy podemos contemplar la creación y elevar nuestra alabanza a Dios,
manantial último de toda belleza: “Bendito seas para siempre, Señor,” “a ti gloria y alabanza por los siglos”.
Jueves
Salmo 104
El Señor se acuerda de su alianza eternamente”. Con el Salmo 104, que hemos escuchado meditamos
la historia de la salvación y las promesas de Dios, que tendrán su pleno cumplimiento en Cristo y sus
seguidores. Dios tiene siempre presente su alianza de amor con el hombre.
“Recurran al Señor y a su poder, busquen continuamente su Rostro (…) El Señor es nuestro Dios, Él
gobierna toda la tierra. El Señor es fiel a sus promesas, ¿por qué, pues, perder la paz ante las dificultades que
nos suceden?
El salmo nos invita a recordar las maravillas de Dios. Cada uno de nosotros puede repasar su propia
historia y verificar en ellas las maravillas que Dios ha hecho: milagros sencillos, cotidianos, en lo que triunfa
la vida... En definitiva, Él gobierna la tierra y puede transformar en Bien hasta nuestras infidelidades. Dios
se acuerda de de cada uno eternamente.
Correspondemos a la fidelidad de Dios obedeciendo sus mandamientos y practicando sus leyes. Dios
siempre está a nuestro lado como Padre y como poderoso defensor. Busquémoslo sin descanso para vivir
totalmente comprometidos con Él y no sólo para recibir sus beneficios. El mismo Cristo nos invita a buscar
primero el Reino de Dios y su justicia, sabiendo que todo lo demás llegará a nosotros por añadidura.
Viernes
Salmo 17
Jeremías representa a tantas personas a quienes les toca sufrir en esta vida, pero que ponen su
confianza en Dios y siguen adelante su camino. De tantas personas que pueden decir con el salmo de hoy:
«en el peligro invoqué al Señor y me escuchó».
Con el Salmo 17 meditamos el dolor y las afrentas en las persecuciones. Es como la oración de
Cristo en su Pasión. Fue perseguido, pero también triunfó. El cristiano puede recitar este salmo en sus
tribulaciones y dolores: “En el peligro invoqué al Señor y me escuchó. Yo te amo, Señor, Tú eres mi
fortaleza, Dios míos, peña mía, refugio mío, escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte…”
Dios, por medio de su Hijo, Cristo Jesús, se ha convertido para nosotros en nuestro poderoso
Salvador. Mediante su Muerte y Resurrección nosotros hemos sido liberados del pecado y de la muerte.
Hechos hijos de Dios estamos llamados a participar de la vida eterna. Por eso, reconociendo que somos
pecadores, si nuestra fe en Cristo es sincera, sepamos acercarnos con plena confianza al trono de la gracia, a
fin de obtener misericordia y encontrar la gracia de un socorro oportuno.
239
Dios no sólo quiere ser nuestro Salvador; quiere que su Iglesia sea también un signo de su salvación
para toda la humanidad. Por eso la Iglesia no sólo se contempla a sí misma en una relación personalista con
Dios, sino que vive de cara a la humanidad, para trabajar constantemente por el bien de todos en todos los
niveles, hasta que todos logremos vivir unidos como hermanos y sepamos, ya no destruirnos, sino amarnos
conforme al mandato y al ejemplo que hemos recibido del Señor.
Sábado
Salmo Jer. 31, 10-13
“Convertiré su tristeza en gozo; los alegraré y aliviaré sus penas… El Señor nos guardará como
pastor a su rebaño”. El salmo responsorial toma un texto del capítulo 31 de Jeremías en el que se anuncia: El
que dispersó a Israel lo reunirá, lo guardará como pastor a su rebaño.
Dios se conmueve ante el grito de sus hijos, que claman ante Él después de haber sido despojados de
su tierra y llevados al destierro. Dios jamás da marcha atrás en su amor por los suyos. A pesar de los grandes
pecados de su pueblo, el Señor lo sigue amando y mimando como a un niño sumamente querido.
Por eso levanta el castigo de su pueblo y, entre gritos de júbilo y ante la admiración de todos los
pueblos, lo hace volver a la posesión de la tierra que prometió, con juramento, dar a sus antiguos padres y a
su descendencia.
Dios, por medio de su Hijo nos ha manifestado su amor hasta el extremo. Él quiere perdonarnos
porque nos ama; y por ese amor que nos tiene, nos ha elevado a la dignidad de hijos suyos haciéndonos
partícipes de su vida y de su Espíritu, para que seamos capaces de escuchar su Palabra y de ponerla en
práctica, de tal forma que, reconocidos como sus hijos, podamos, finalmente estar con Él para siempre.
Alabemos y glorifiquemos al Señor por su misericordia y por el amor que nos tiene.
SEMANA SANTA
Lunes
Salmo 26
El Señor es mi luz y mi salvación (v.1). Con esta metáfora se indica beneficio, protección, favor,
salvación, ayuda y defensa. Cuando hablamos de Dios como luz o iluminación de su rostro, queremos
indicar la divina protección. Dios es también sol de justicia.
El salmista opone metafóricamente el mundo de la luz y de la salvación con el de los malvados, que
son noche y perdición. A Jesús, durante su jornada humana, el Padre iluminó su camino, garantizando su
seguridad personal. Cuando las oscuridades le rodearon en la cruz, puso su confianza en la luz indefectible:
“Padre, en tus manos pongo mi vida”. El Dios que dijo “brille la luz del seno de las tinieblas”, respondió a la
confianza de su Hijo e inundó de luz el rostro de Jesús. Cuantos creemos en Cristo somos hijos de la luz.
Nos resta hacer brillar de tal suerte nuestra luz que los hombres glorifiquen a nuestro Padre.
El fiel es consciente de que la coherencia crea aislamiento y provoca incluso desprecio y hostilidad
en una sociedad que a menudo busca a toda costa el beneficio personal, el éxito exterior, la riqueza o el goce
desenfrenado. Sin embargo, no está solo y su corazón conserva una sorprendente paz interior, porque, como
dice la espléndida “antífona” inicial del salmo, “el Señor es mi luz y mi salvación (...); es la defensa de mi
vida” (Sal 26,1). “¿A quién temeré? (...) ¿Quién me hará temblar? (...) Mi corazón no tiembla. (...) Me siento
tranquilo” (vv. 1-3).
Oh Dios, luz que no conoce ocaso; Tú que dijiste: “del seno de las tinieblas brille la luz”, has
destellado majestuosamente en el rostro de Cristo, nuestra luz y salvación. Concede a tus siervos,
trasladados del reino de las tinieblas a tu luz admirable, que brille la luz de sus buenas obras, y todos los
hombres alabarán tu nombre, Padre santo del cielo.
240
Martes
Salmo 70
“A ti, Señor, me acojo, inclina a mí tu oído y sálvame”. En el Salmo 70 encontramos como una
especie de oración de un anciano abandonado, pero que no ha perdido la esperanza en el auxilio de Dios. Es,
por eso, la oración de la Iglesia en la hora de la prueba y también de toda alma atribulada que busca en
medio de las tinieblas que la rodean la Luz esplendorosa de Cristo: “A Ti, Señor, me acojo; no quede yo
derrotado para siempre; Tú, que eres justo, líbrame y ponme a salvo, inclina a mí tu oído y sálvame”.
Que Dios esté siempre junto a nosotros, no sólo como poderoso defensor, sino como nuestro Padre,
pues Él es quien nos llamó a la vida.
Desde el seno de nuestra madre nuestra vida se va desarrollando conforme a sus designios de amor y
de salvación. Por eso, en los momentos de angustia no nos olvidemos del Señor, y sabiendo que Él nos ama,
acudamos a Él para confiar en Él toda nuestra vida.
El Señor, clavado en la cruz, nos da muestra de esta esperanza y confianza que siempre hemos de
depositar en Dios nuestro Padre, cuando con sencillez le dice: En tus manos encomiendo mi espíritu. Puestos
en manos de Dios, Él velará por los suyos para siempre.
Miércoles
Salmo 68
En este salmo, el salmista hace un análisis profundo de sus desgracias; manifiesta un refugiarse
incesante en Dios, y hace una serie de las infaltables imprecaciones.
El salmista es un individuo injustamente acusado; está, además, seriamente enfermo, y, para colmo,
una cadena de aflicciones de todo color lo aprieta y asfixia. Es la suya una situación desesperante de la que
hace una poderosa descripción, lanzando, de entrada, un grito desgarrador: “Sálvame, Dios mío”. Las aguas
me llegan al cuello; el río está creciendo y la corriente me arrastra al centro del torbellino; estoy
hundiéndome en el barro profundo y no sé dónde apoyar el pie. Tengo rota la garganta de tanto gritar y mis
ojos están ya nublados de tanto esperar (vv. 2-4).
Los que me odian sin razón ni motivo son más numerosos que los cabellos de mi cabeza y sus
ataques son más duros que mis huesos (v. 5). Mis hermanos me miran como a un extraño, soy como un
extranjero en la casa de mi madre. Y todo esto sucede porque el celo de tu Casa me quema como un fuego
devorador, y las afrentas que los impíos lanzan contra Ti han caído sobre mí como cuchillos afilados.
Cuando, en tu honor, me entrego al ayuno, la sonrisa burlona asoma en seguida a sus caras, y cuando me ven
rezar, se sientan a la puerta para dedicarme coplas mordaces mientras no paran de tomar vino (vv. 9-13).
En los ocho últimos versículos la esperanza levanta, ¡por fin!, la cabeza; el alma, hasta ahora en
tinieblas, del salmista comienza a amanecer, y la alegría, como una primavera, cubre de sonrisas sus grutas y
praderas. Y, en una reacción final, el salmista, olvidándose de sí, entrega palabras de aliento a los pobres y
humildes; y aterriza el salmo con una cosmovisión alentadora de salvación universal.
Muchas veces tendremos que sufrir injurias y vergüenzas, y ser considerados como personas
extrañas... Esto jamás debe desanimarnos en el testimonio de fe que hemos de dar, pues en el anuncio del
Evangelio debemos recordar aquellas palabras de Jesús: En el mundo tendrán tribulaciones; pero ¡ánimo! yo
he vencido al mundo. No busquemos, por tanto, la gloria del mundo. Busquemos a Dios y decidámonos a
amarlo sirviendo a nuestros semejantes. Entonces Dios nos reconocerá como suyos y nos dará la gloria de su
propio Hijo, a quien hemos unidos nuestra vida por medio de la fe y del Bautismo. Busquemos, pues, al
Señor para vivir comprometidos con Él, pues Él siempre velará por nosotros. Hagamos la prueba y veremos
qué bueno es el Señor.
JUEVES SANTO
241
Con la Misa vespertina de hoy damos inicio al Triduo Pascual. Hasta esta hora, el Jueves pertenece
a la Cuaresma. Con la Eucaristía de esta tarde entramos ya en la Pascua.
Como la última Cena fue un «anticipo» de lo que luego iba a pasar en la cruz, anticipando la
entrega del Cuerpo y Sangre de Cristo en el sacramento del pan y del vino, así la Eucaristía de hoy es un
anticipo de la Pascua de Cristo, de su Muerte y Resurrección. La Misa de hoy, al recordar la última Cena
de Cristo, no es la Eucaristía más importante: lo será la de la Vigilia Pascual, pasado mañana.
Para los judíos (1ª. lectura), la Pascua es la celebración anual del gran acontecimiento de su
primera Pascua, su éxodo, su liberación de la esclavitud, con el paso del Mar Rojo y la alianza del Sinaí.
Para los cristianos (2ª. lectura), esta celebración adquiere un nuevo sentido: es la Pascua de Jesús,
su muerte y resurrección, de la que hacemos por encargo del mismo Cristo, un memorial: la Eucaristía, en
forma de comida. En ese pan partido y en esa copa de vino, nos ha asegurado Él mismo, que nos da su
propia persona, su Cuerpo y su Sangre, para que tengamos su propia vida.
Nunca le agradeceremos bastante que nos haya dejado esta herencia: Él mismo, además de ser
nuestro Maestro y Guía, ha querido ser, a lo largo de nuestro camino, nuestro alimento de vida eterna.
Sobre todo en nuestra Eucaristía de cada domingo. Pero en esta tarde (noche) nos hizo otro don: el don de
la fraternidad, el amor y el servicio a los demás, la caridad.
Hoy, además, nos lo recuerda el lavatorio de los pies. Por parte de Jesús fue un gesto de suprema
elegancia espiritual: Él, el maestro y guía del grupo, se ciñe la toalla y se humilla, lavando los pies a sus
discípulos. Y como el gesto eucarístico lo concluye diciendo «hagan esto en memoria mía», también el
gesto del lavatorio lo comenta del mismo modo: «Hagan ustedes» otro tanto: “lávense los pies los unos a
los otros”.
La medida la tenemos muy cerca y es muy exigente: Ámense como yo los he amado. A lo largo de
la vida tenemos mil ocasiones para mostrar nuestra servicialidad para con los demás y de dar te stimonio
de que, como seguidores de Jesús, no sólo celebramos su Eucaristía, sino que también queremos imitar su
actitud vivencial de entrega generosa por los demás.
Tres grandes acontecimientos, pues, celebramos en este día:
1º.) La institución de la Sagrada Eucaristía: Cada vez que por orden del Señor, nos
reunimos a celebrar la Cena del Señor, se transforma el pan en su propio Cuerpo y el vino en su propia
Sangre: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por ustedes”; “Este cáliz es la nueva alianza que se s ella con
mi sangre”; así, Jesús se nos da como alimento en la Sagrada Comunión.
San Agustín dice que “si ustedes mismos son Cuerpo y miembros de Cristo, son el sacramento que
es puesto sobre la mesa del Señor, y reciben este sacramento suyo. Responden «amén» (es decir, «Si», «es
verdad») a lo que reciben, con lo que, respondiendo, lo reafirman. Oyes decir «el Cuerpo de Cristo», y
respondes «amén». Por lo tanto, sé tú verdadero miembro de Cristo para que tu «amén» sea también
verdadero”36.
2º.) El sacerdocio ministerial: Jesús quiso elegir de entre el pueblo a algunos que se consagraran a
Él, para continuar en ellos su obra salvadora. En efecto, el ministro consagrado posee, en verdad, el papel
del mismo Sacerdote, Cristo Jesús. El sacerdote es asimilado al Sumo Sacerdote Jesús, por la
consagración sacerdotal: goza de la facultad de actuar por el poder y en la persona de Cristo mismo, a
quien representa37. En efecto, “Cristo es la fuente de todo sacerdocio, y por eso, el sacerdote, actúa en
representación suya” 38.
Que todos reverencien a los diáconos como a Jesucristo, como también al obispo, que es imagen
del Padre, y a los presbíteros como al senado de Dios y como a la asamblea de los Apóstoles: sin ellos no
se puede hablar de Iglesia 39. Grandeza obliga; así, san Gregorio Nacianceno, siendo joven sacerdote,
36 S. AGUSTÍN, serm. 272
37 Cfr. Virtute ac persona ipsius Christi; PÍO XII, enc Mediator Dei
38 S. TOMÁS DE A., STh 3, n, 4).
39 S. IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Trall. 3, 1).
242
exclama: “Es preciso comenzar por purificarse antes de purificar a los otros; es preciso ser instruido para
poder instruir, es preciso ser luz para iluminar, acercarse a Dios para acercarle a los demás, ser s antificado
para santificar, conducir de la mano y aconsejar con inteligencia (or. 2, 71). Se de quién somos ministros,
dónde nos encontramos y a dónde nos dirigimos. Conozco la altura de Dios y la flaqueza del hombre, pero
también su fuerza (ibíd. 74). Por tanto, ¿quién es el sacerdote? Es el defensor de la verdad, se sitúa junto a
los ángeles, glorifica con los arcángeles, hace subir sobre el altar de lo alto las víctimas de los sacrificios,
comparte el sacerdocio de Cristo, restaura la criatura, restablece [en ella] la imagen [de Dios], la recrea
para el mundo de lo alto, y, para decir lo más grande que hay en Él, es divinizado y diviniza (ibíd. 73).
3º.) El amor y el servicio a los demás, la proclamación del gran precepto, cuyo cumplimiento nos
manifiesta discípulos de Jesucristo, el mandato del amor. Los apóstoles discutían quien era el mayor entre
ellos, Jesús le respondió: El que quiera ser grande entro ustedes, deberá amar y servir a los demás. Porque
ni aún el Hijo del Hombre vino para que le sirvan, sino para amar y servir, y dar su vida como rescato por
todos (Cfr. Mc.10:43.45). De ahí que los que recibimos el Cuerpo de Cristo tenemos obligación de
amarnos: “les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros... como yo los he amado”. San
Juan Crisóstomo al respecto dice: “has gustado la Sangre del Señor y no reconoces a tu hermano.
Deshonras esta mesa, no juzgando digno de compartir tu alimento al que ha sido juzgado digno de
participar en esta mesa. Dios te ha liberado de todos los pecados y te ha invitado a ella. Y tú, aún así, no te
has hecho más misericordioso”40.
VIERNES SANTO
Los frutos de la cruz
Hoy es el primer día del Triduo Pascual, que inauguramos con la Eucaristía vespertina de ayer. De
esa gran unidad que forman la muerte y la resurrección de Jesús y que llamamos «Pascua», hoy
celebramos de modo intenso el primer acto, la «Pascha Crucifixionis». Aunque este recuerdo de la muerte
está ya hoy lleno de esperanza y victoria. A su vez, la fiesta de la Resurrección, a partir de la V igilia
Pascual, seguirá teniendo presente el paso por la muerte: «Cristo, nuestra Pascua, fue inmolado», diremos
en el prefacio pascual.
Los frutos de la Cruz no se hicieron esperar. Uno de los ladrones, después de reconocer sus
pecados, se dirige a Jesús: “Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu reino”. Le habla con la confianza
que le otorga el ser compañero de suplicio. Seguramente habría oído hablar antes de Cristo, de su vida, de
sus milagros. Ahora ha coincidido con Él en los momentos en que parece estar oculta su divinidad. Pero
ha visto su comportamiento desde que emprendieron la marcha hacia el Calvario: su silencio que
impresiona, su mirar lleno de compasión ante las gentes, su majestad grande en medio de tanto cansancio
y de tanto dolor. Estas palabras que ahora pronuncia no son improvisadas: expresan el resultado final de
un proceso que se inició en su interior desde el momento en que se unió a Jesús. Para convertirse en
discípulo de Cristo no ha necesitado de ningún milagro; le ha bastado contemplar de cerca el sufrimiento
del Señor. Escuchó el Señor emocionado, entre tantos insultos, aquella voz que le reconocía como Dios.
Debió producir alegría en su corazón, después de tanto sufrimiento. Yo te aseguro, le dijo, que hoy mismo
estarás conmigo en el Paraíso.
La eficacia de la Pasión no tiene fin. Ha llenado el mundo de paz, de gracia, de perdón, de
felicidad en las almas, de salvación. Aquella Redención que Cristo realizó una vez, se aplica a cada
hombre, con la cooperación de su libertad. Cada uno de nosotros puede decir en verdad: “el Hijo de Dios
me amó y se entregó por mí”. No ya por “nosotros”, de modo genérico, sino por mí, como si fuese único.
Se actualiza la Redención salvadora de Cristo cada vez que en el altar se celebra la Santa Misa.
“Jesucristo quiso someterse por amor, con plena conciencia, entera libertad y corazón sensible (...).
Nadie ha muerto como Jesucristo, porque era la misma vida. Nadie ha expiado el pecado como Él, porque
40 S. JUAN CRISÓSTOMO hom. in Co 27, 4.
243
era la misma pureza”. Nosotros estamos recibiendo ahora copiosamente los frutos de aquel amor de Jesús
en la Cruz. Sólo nuestro “no querer” puede hacer baldía la Pasión de Cristo.
Muy cerca de Jesús está su Madre, con otras santas mujeres. También está allí Juan, el más joven
de los Apóstoles. Jesús, viendo a su Madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, dijo a su madre:
“Mujer, he ahí a tu hijo. Luego dijo al discípulo: He ahí a tu madre. Y desde aquel momento el discípulo
la recibió en su casa”. Jesús, después de darse a sí mismo en la última Cena, nos da ahora lo que más
quiere en la tierra, lo más precioso que le queda. Le han despojado de todo. Y Él nos da a María como
Madre nuestra.
Este gesto tiene un doble sentido. Por una parte se preocupa de la Virgen, cumpliendo con toda
fidelidad el cuarto Mandamiento del Decálogo. Por otra, declara que Ella es nuestra Madre. “La Santísima
Virgen avanzó también en la peregrinación de la fe, y mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la
Cruz, junto a la cual, no sin designio divino, se mantuvo de pie” (Jn 19, 25), sufriendo profundamente con
su Unigénito y asociándose con entrañas de madre a su sacrificio, consintiendo amorosamente en la
inmolación de la Víctima que Ella misma había engendrado; y, finalmente, fue dada por el mismo Cristo
Jesús, agonizante en la Cruz, como madre al discípulo, en quien todos estamos representados.
Con María, nuestra Madre, nos será más fácil, y por eso le cantamos con el himno litúrgico: “¡Oh
dulce fuente de amor!, hazme sentir tu dolor para que llore contigo. Hazme contigo llorar y dolerme de
veras de sus penas mientras vivo; porque deseo acompañar en la cruz, donde le veo, tu corazón
compasivo. Haz que me enamore su cruz y que en ella viva y more...”
LA VIGILIA PASCUAL
El domingo, día del Señor
En esta noche el Señor resucitó e inauguró para nosotros en su carne, la vida en que no hay muerte.
Cuando aquellas mujeres que lo amaban vinieron a su sepulcro, en su busca, supieron por los ángeles que
había ya resucitado durante la noche. El Mesías, prenda de nuestra resurrección, ¡Ha Resucitado! Esta será
para nosotros una ley eterna hasta el fin del mundo. Por tanto, es paso de Cristo de este mundo al Padre;
de la muerte a la vida; de la derrota y el fracaso a la victoria definitiva. Es el paso del cristiano de la
muerte del pecado a la vida de Dios; de las tinieblas a la luz; de la esclavitud a la libertad; de la condición
de siervo a la del Hijo. Por esto llamamos a Cristo, «nuestra Pascua»: «Cristo, nuestra Pascua, se inmoló
(1 Co 5,7). Él fue para nosotros el paso único y el puente definitivo para pasar nosotros al Padre.
¡Ha Resucitado! Es lo que celebramos esta noche. Y la liturgia se vuelca en ello con toda la
exuberancia de signos: fuego, luz, agua, Palabras, cantos, flores. Todo es vida. Todo proclama la
resurrección de Jesús. Todo, esta noche es un grito de fiesta. Todo se puede resumir en una palabra
significativa, que se canta con toda el alma.- ¡ALELUYA! Del hebreo Hallelú-Yah, significa: alaben, con
sentido de júbilo, y Yah, que es abreviación de Yahvé (el Señor). Significa: ¡Alaben al Señor! La Iglesia
en su culto la ha usado desde el principio, como aparece en el Apocalipsis (19,4). En la liturgia el Aleluya
es manifestación del culto cristiano que prorrumpe en la solemnidad de la Pascua y se repite en la
cincuentena pascual.
La palabra «vigilia», aquí tiene un sentido propio: «una noche en vela». La Vigilia Pascual supone
que «pasamos en vela la noche en que el Señor resucitó»: es la madre de todas las vigilias. Es la
Solemnidad de las Solemnidades, la noche primordial de todo el año. Más importante que la Navidad, que
también tiene su celebración nocturna. La Pascua de Resurrección es la primera de todas las solemnidades
cristianas, y la raíz y el fundamento de todas ellas. Estamos en la cumbre de la Historia d e la Salvación y
en el centro y corazón de toda la liturgia cristiana. Cristo ha resucitado, según las Escrituras (1 Co 15,4).
Este es el núcleo central de la predicación apostólica, del kerigma primitivo (Hch 2, 24-32; 3, 5; 4, 10, 33,
34; Lc 24,46). Y el fundamento de la fe cristiana (1 Co 15,1 7). La Resurrección de Jesús, tal como Pedro
la proclama ante los primeros gentiles convertidos (Hch 10,36-43), es el «acontecimiento-síntesis», que
abarca e ilumina la totalidad del Misterio de Cristo. La resurrección de Cristo inaugura el tiempo de la
244
«nueva-creación» en el mundo (Rm 1,4; 2 Co 13,4; Flp 2,9-10), y en nosotros (Rm 6,4; Co 5,1 7; 1 P 1,34).
Pascua es la fiesta de la alegría, del triunfo, de la vida: en contraste con las tristezas de los días
pasados, el recordar y revivir la tragedia del Calvario y el escándalo de la Cruz, hoy nos llena de alegría de
la primavera cristiana en la que nacemos a una nueva existencia, a una nueva vida (Rm 6,4). Pascua es la
fiesta de la luz. Este cirio cuya luz nos ilumina, es el símbolo de Cristo, luz de los hombres y del mundo
(Jn 1,4.9; 8,12). Ese lucero encendido en la noche de Pascua «no volverá a conocer ocaso» (Pregón
pascual). Pascua es la fiesta de la libertad: La humanidad estaba encadenada a los pies del peo r de los
amos, era esclava del pecado (Rm 6,17-18), pero ahora por la Resurrección de Cristo, «libres del pecado y
siervos de Dios, tienen por fruto la santificación y por fin, la vida eterna» (Rm 6,22).
El día del Señor. «La Iglesia, desde la tradición apostólica que tiene su origen en el mismo día de
la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que se llama con razón ‘día
del Señor’ o domingo»41. Aquí es donde toda la comunidad de los fieles encuentra al Señor resucitado
que los invita a su banquete (Cfr. Jn 21,12; Lc 24,30): El día del Señor, el día de la resurrección, el día de
los cristianos, es nuestro día. Por eso es llamado día del Señor: porque es en este día cuando el Señor
subió victorioso junto al Padre42.
El domingo es el día por excelencia de la asamblea litúrgica, en que los fieles “deben reunirse para,
escuchando la Palabra de Dios y participando en la eucaristía, recordar la pasión, la resurrección y la
gloria del Señor Jesús y dar gracias a Dios, que los ‘hizo renacer a la esperanza viva por la resurrección de
Jesucristo de entre los muertos”43. Cuando meditamos, oh Cristo, las maravillas que fueron realizadas en
este día del domingo de tu santa resurrección, decimos: Bendito es el día del domingo, porque en é l tuvo
comienzo la Creación... la salvación del mundo... la renovación del género humano... en él el Cielo y la
Tierra se regocijaron y el universo entero quedó lleno de Luz. Bendito es el día del domingo, porque en él
fueron abiertas las puertas del paraíso para que Adán y todos los desterrados entraran en él sin temor” 44.
Domingo de la resurrección del Señor
…vio y creyó
Este domingo es el tercer día del Triduo Pascual, que ha tenido en la Vigilia su punto culminante y, a la
vez, el primer día de la Cincuentena Pascual, las siete semanas de celebración de la Pascua, que concluirá
con Pentecostés, el nombre griego del "día quincuagésimo".
Pascua es el día que hizo el Señor, el día grande, la solemnidad de las solemnidades, el día rey, el día
primero, día sin noche, tiempo sin tiempo, edad definitiva, primavera de primaveras... pasión inusitada. La
Resurrección es la verdad fundamental del cristianismo y el motivo y garantía de nuestra esperanza.
Pedro y el otro discípulo, con un testimonio muy personal, confiesan que hasta entonces no habían
entendido el sentido de la muerte y de la resurrección del Señor. Ahora, al encontrar la tumba vacía tal
como las mujeres les han anunciado, es cuando llegan a la fe; es decir, cuando no lo ven es cuando creen.
El Señor ha realizado el "paso" de Muerte a Vida. Ellos también realizan el "paso" por la fe. Ya no se
quedan bloqueados en el escándalo del Viernes Santo, sino que descubren como Dios les abre un
horizonte de vida insospechado, y la vida que habían compartido con Jesús ahora toma un nuevo sentido:
nosotros somos testigos de todo lo que hizo... dice Pedro en la primera lectura. Han quedado
verdaderamente transformados por la Pascua del Señor. También ellos han realizado el "paso" a la fe y
pasan a ser hombres nuevos.
Ahora se tornan "misioneros" de esta Buena Nueva: ¡El Señor ha resucitado! El libro de los Hechos de los
Apóstoles es el libro de la misión, del anuncio de la resurrección, de la vida nueva de los hombres
nuevos que forman la Iglesia. Es el libro de los testigos. También hoy debemos seguir escribiendo páginas
41 SC 106
42 Cfr. S. JERÓNIMO, pasch
43 SC 106
44 Fangith, Oficio Siriaco de Antioquía, Vol. 6, 1º. parte del verano, p. 193, 2
245
de este libro con la acción evangelizadora y misionera de la Iglesia que encuentra su fuente en la
Resurrección del Señor que celebramos y que da sentido a nuestra vida.
Creer en la resurrección de Cristo nos lleva a creer que ya ahora vivimos esta nueva vida, resucitada,
gracias al Bautismo que hemos recibido. Por él nos ha llegado la fuerza de la resurrección, nos han llegado
los bienes de arriba. La Pascua nos invita a renovar nuestro Bautismo.
“El primer día de la semana” fue María Magdalena al sepulcro. Todos los evangelios nos presentan la
resurrección el “primer día de la semana”. En la tarde del “primer día de la semana” los discípulos de
Emaús reconocen a Jesucristo resucitado en la "fracción del pan". Y el "primer día de la semana" se reúne
la comunidad cristiana para escuchar la palabra del Resucitado y hacer la fracción del pan, la Eucaristía.
De ahí la importancia de la celebración de la Eucaristía del domingo. No es una ley, no es
un mandamiento. Es una necesidad para el cristiano. Tenemos necesidad de encontrarnos, reunirnos,
somos la comunidad de Cristo Resucitado. Y tenemos necesidad de escuchar su Palabra, su "Buena
Noticia gozosa". Esa Palabra que se hace Pan, "carne para la vida del mundo". Y esa Palabra es luz y
alimento para que a lo largo de la semana intentemos hacer las obras que el Padre quiere, en favor de
nuestros hermanos los hombres. Obras concretas, como Jesús hizo.
Sal 117/POEMA: Este es el día en que actuó el Señor, que sea un día de gozo y de alegría. Este es
el día en que, vencida la muerte, Cristo sale vivo y victorioso del sepulcro. Este es el día que lava las
culpas y devuelve la inocencia, el día que destierra los temores y hace renacer la esperanza, el dí a que
pone fin al odio y fomenta la concordia, el día en que actuó el Señor, que sea un día de gozo y de alegría.
Hoy, Señor, cantamos tu victoria, celebramos tu misericordia y tu ternura, admiramos tu poder y tu
grandeza, proclamamos tu bondad y tu providencia. Que sea para nosotros el gran día, que saltemos de
gozo y de alegría, que no se aparte nunca de nuestra memoria y que sea el comienzo de una vida de
esperanza, de amor y de justicia.
246
TIEMPO PASCUAL
Durante el tiempo de pascua no celebramos sólo la resurrección de Cristo, la cabeza, sino también
la de sus miembros, que comparten su misterio. Por eso el bautismo tiene tan gran relieve en la liturgia.
Por la fe y el bautismo somos introducidos en el misterio pascual de la pasión, muerte y resurrección del
Señor. La exhortación de san Pablo que se lee en la vigilia pascual resuena a lo largo de toda esta época:
Los que por el bautismo fuimos incorporados a Cristo, fuimos incorporados a su muerte. Por el
bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, así como Cristo fue despertado de entre los
muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva (Rom 6,3-11).
No basta con recordar el misterio, debemos mostrarlo también con nuestras vidas. Resucitados con
Cristo, nuestras vidas han de manifestar el cambio que ha tenido lugar. Debemos buscar "las cosas de
arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios" (Col 3,1). Esto significa compartir la libertad de los
hijos de Dios en Jesucristo. Consideraremos estas gracias de la pascua en el próximo capítulo.
La conmemoración litúrgica de la resurrección está en el corazón del tiempo pascual. Sin
embargo, ésta no agota todo el contenido de este período. Pertenecen también a este tiempo los gloriosos
misterios de la ascensión y Pentecostés. Sin ellos, la celebración del misterio pascual quedaría incompleta.
Parece ser que en los primeros tiempos cristianos, antes de que el año litúrgico comenzara a
adquirir forma en el siglo IV, la ascensión y Pentecostés no se celebraban como fiestas aparte. Pero
estaban incluidas en la comprensión global de la pascua que tenía la Iglesia entonces. Se conmemoraban
implícitamente dentro de los cincuenta días y eran tratadas como partes integrantes de la solemni dad
pascual. Por eso no es extraño que se refiriesen a todo el período pascual como "la solemnidad del
Espíritu".
El padre Robert Cabié, en un estudio exhaustivo de Pentecostés en los primeros siglos, observa que
la Iglesia primitiva, en su celebración de lo que ahora llamamos tiempo pascual, conmemoraba todo el
misterio de la redención. Esto incluía la resurrección, las manifestaciones del Señor resucitado, su
ascensión a los cielos, la venida del Espíritu Santo, la presencia de Cristo en su Iglesia y la e xpectación de
su vuelta gloriosa.
A la luz de lo que sabemos de la cristiandad primitiva, el período de Pentecostés celebraba el
misterio cristiano en su totalidad, de la misma forma que el domingo, día del Señor, celebraba todo el
misterio pascual. El domingo semanal y el "gran domingo" introducen ambos al cuerpo de Cristo en la
gloria adquirida por la cabeza.
La experiencia de la Iglesia primitiva puede enriquecer nuestra comprensión del tiempo pascual.
La conciencia viva de la presencia de Cristo en su Iglesia era parte importante de esta expresión. Dicha
presencia continúa poniéndose de relieve en la liturgia y se simboliza en el cirio pascual que permanece en
el presbiterio. Los Hechos de los Apóstoles nos recuerdan los cuarenta días que median entre pa scua y la
247
ascensión como el tiempo en que el Señor resucitado está con sus discípulos. Como en tiempos pasados, la
Iglesia conmemora hoy esta presencia histórica, al mismo tiempo que celebra la presencia de Cristo aquí y
ahora en el misterio de la liturgia. Durante el tiempo pascual, la Iglesia, esposa de Cristo, se alegra por
haberse reunido de nuevo con su esposo (cf Lc 5,34-35).
248
PRIMERA SEMANA
Lunes
Salmo 15
El salmo 15 es un cántico luminoso, con espíritu místico, como sugiere ya la profesión de fe puesta
al inicio: “Mi Señor eres tú; no hay dicha para mí fuera de ti” (v. 2). Así pues, Dios es considerado como
el único bien. El alma encuentra su felicidad en vivir en compañía de Dios, porque Él es la fuente única de
todo bien.
La idea central del poema es la de la confianza ciega en Dios. El salmista se acoge a la protección
divina como única fuente de felicidad. Por eso lo proclama como Señor único, pues sólo en Él encuentra
su dicha.
Este sentimiento de seguridad bajo la protección de Dios hace que el justo experimente gran
alegría y que con Él descanse sereno, y pueda hacer frente a todos los peligros. Movido de esta confianza,
el salmista espera que su Dios no le dejará ir a la región subterránea donde están los difuntos. Espera que
su Dios protector le libre del peligro de muerte, de ver la fosa, la muerte.
El salmo 15, en el lunes de la octava de la resurrección, nos evoca de una manera muy intensa,
como lo indica ya san Pedro el día de Pentecostés (cf. Hch 2,25-28), el recuerdo de Jesús resucitado, el
plenamente fiel al Padre, el que no siguió dioses extraños ni cedió cuando se trataba del amor al Padre.
Por eso, el Padre no dejó a su fiel conocer la corrupción del sepulcro, sino que le enseñó el sendero de la
vida y le sació de gozo en su presencia.
Que este salmo, pues, nos afiance en nuestra fidelidad bautismal ante cualquier tentación, y, en
este lunes después del domingo de resurrección, nos recuerde a Jesús resucitado de entre los muertos,
dándonos la esperanza de que también nosotros, como él seremos saciados de gozo en la presencia de
Dios. Que, con esta esperanza, nuestra carne descanse serena.
Protégenos, Señor Jesús, que nos refugiamos en ti, y lleva a plenitud en nosotros tu designio de
vida y de salvación; concédenos que, iluminados con el gozo de tu resurrección, encontremos, un día, en
tu presencia, con todos los santos, la alegría perpetua, por los siglos de los siglos.
Martes
Salmo 32
“Nuestra alma espera en el Señor”. “En Señor está nuestra esperanza”. En el cristianismo la
esperanza es algo absolutamente esencial. Lo que esperamos es la revelación de la gloria de Cristo, que
implica la revelación de la gloria del cristiano en la resurrección de los muertos (Jn 17, 24). “Porque se ha
manifestado la gracia salutífera de Dios a todos los hombres, enseñándonos a negar la impiedad y los
deseos del mundo, para que vivamos sobria, justa y piadosamente en este siglo, con la bienaventurada
esperanza en la venida gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro, Cristo Jesús, que se entregó por nosotros
para rescatarnos de toda iniquidad y adquirirse un pueblo propio, celador de obras buenas” (Tit. 2, 11-14; I
Tim. 4, 10; T,t. 3, 7; Hebr. 6, 18-19- 7 19; I Pet. 1, 3, 13). La esperanza del cristiano se dirige, por tanto, a
la existencia celestial (Col. 1, 5), a la vida eterna (Ti 3. 7).
La Esperanza se dirige también a la protección de Dios en esta vida terrena. San Agustín dice, que
mientras nos hallamos en este mundo, no nos perjudicará el caminar aquí abajo, siempre que procuremos
tener el corazón en lo alto. Al fijar nuestra esperanza en lo alto, hemos como clavado el ancla en lugar
sólido, para resistir cualquier clase de olas de este mundo, no por nosotros mismos, sino por aquel en quien
está clavada nuestra ancla, nuestra esperanza, puesto que quien nos dio la esperanza no nos engañará y a
cambio de la esperanza nos dará la realidad. Pues, como dice el Apóstol, la esperanza que se ve no es
esperanza. En efecto, lo que uno ve, ¿cómo lo espera? Si esperamos lo que no vemos, por la paciencia lo
esperamos (Rom 8,24-25).
Miércoles
249
Salmo 104
“Cantemos al Señor con alegría”. Con nuestra Señora de la Soledad nos alegramos por la
resurrección de Jesús, primicia de los que resucitaremos. Con el Salmo 104 hemos cantado al Señor, que
ha sido fiel a sus promesas, haciendo maravillas con su pueblo al nombre de Jesús: “Dad gracias al Señor,
invocad su nombre, dad a conocer sus hazañas a los pueblos, cantadle al son de instrumentos, hablad de
sus maravillas”.
Jesús resucitado se hace presente en medio de nosotros y nos dice: “Les he dicho estas cosas para
que mi alegría esté dentro de ustedes, y su alegría sea completa. (Jn 15,11)... ustedes están ahora tristes,
pero yo les veré otra vez y su corazón se alegrará, y nadie les quitará ya su alegría. (Jn 16,22).
El cristiano debe estar en el gozo y la alegría, porque ha descubierto que Dios le ama. Y con eso
basta. Todo lo demás sobra, y aún estorba. Dios me ha dado su amistad, su benevolencia, su vida. Esto es
magnífico, impresionante: “Cantemos al Señor con alegría”. Los santos son el ejemplo de hombres y
mujeres, que se encontraron con Jesús resucitado, y supieron vivir alegres.
“Cantemos al Señor con alegría”: alegría por su asistencia, alegría de cantar salmos e himnos,
alegría de recordar la pasión y resurrección de Cristo: proclamar el Aleluya es cosa buena y gozosa, llena
de alegría, de placer y de suavidad, porque ya nos anuncia nuestra vida futura.
Jueves
Salmo 8
“¡Qué admirable, Señor, es tu poder!”. “Señor, dueño nuestro, ¡qué admirable es tu nombre en toda
la tierra!”. El salmista contempla las maravillas de la creación: el cielo estrellado, el reflejo plateado de la
luna, los animales al servicio del hombre, y las bocas de los tiernos infantes que, pendientes de los pechos de
sus madres, proclaman la grandeza y providencia del Creador. Es como un comentario poético a la obra de
la creación.
Este himno es una celebración del hombre, una criatura insignificante comparada con la inmensidad
del universo, una “caña” frágil. Y, sin embargo, se trata de una “caña pensante” que puede comprender la
creación, en cuanto señor de todo lo creado, “coronado” por Dios mismo (Cfr. Sal 8,6). “Señor, dueño
nuestro, ¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra!” (vv. 2 y 10).
Cristo es el hombre perfecto, “coronado de gloria y honor por haber padecido la muerte, pues por la
gracia de Dios experimentó la muerte para bien de todos” (Hb 2,9). Reina sobre el universo con el dominio
de paz y de amor que prepara el nuevo mundo, los nuevos cielos y la nueva tierra (cf. 2 Pe 3,13). Más aún,
su autoridad regia -como sugiere el autor de la carta a los Hebreos aplicándole el salmo 8- se ejerce a través
de la entrega suprema de sí en la muerte “para bien de todos”.
Cristo no es un soberano que exige que le sirvan, sino que sirve y se consagra a los demás: “El Hijo
del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos” (Mc 10,45).
De este modo, recapitula en sí “lo que está en los cielos y lo que está en la tierra” (Ef 1,10). Desde esta
perspectiva cristológica, el salmo 8 revela toda la fuerza de su mensaje y de su esperanza, invitándonos a
ejercer nuestra soberanía sobre la creación no con el dominio, sino con el amor.
Señor, dueño nuestro, tú que creaste al hombre y lo coronaste de gloria y dignidad, para que cantara
tu nombre admirable en toda la tierra, haz que, contemplando el cielo y las estrellas, reflexionemos sobre tus
obras y vislumbremos tu eterno poder y tu divinidad; que no seamos necios y, en vez de tributarte la
alabanza y las gracias que mereces, cambiemos tu gloria inmortal por las imágenes mortales, obra de
nuestras manos. Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor.
Viernes
Salmo 117, 24
“Te damos gracias al Señor porque eres bueno, porque es eterna tu misericordia”. Este salmo es un
himno de acción de gracias por una victoria sobre los enemigos de Israel. Se le da gracias a Dios por su
250
misericordia: la palabra misericordia designa la fidelidad generosa de Dios para con su pueblo aliado y
amigo. Esta fidelidad la cantan tres clases de personas: todo Israel, la “casa de Aarón”, es decir, los
sacerdotes, y “los que temen a Dios”.
En cualquier caso, se eleva un himno de acción de gracias (cf. vv. 5-18), que contiene un mensaje
esencial: incluso cuando nos embarga la angustia, debemos mantener enarbolada la antorcha de la confianza,
porque la mano poderosa del Señor lleva a sus fieles a la victoria sobre el mal y a la salvación.
Este salmo se propone al cristiano en la entrada de Jesús en Jerusalén, celebrada en la liturgia del
domingo de Ramos. Cristo es aclamado como “hijo de David” (Mt 21,9) por la muchedumbre que “había
llegado para la fiesta (...). Tomaron ramas de palmera y salieron a su encuentro gritando: “Hosanna, Bendito
el que viene en nombre del Señor, el Rey de Israel” (Jn 12,12-13). En esa celebración festiva que, sin
embargo, prepara a la hora de la pasión y muerte de Jesús, se realiza y comprende en sentido pleno también
el símbolo de la piedra angular, propuesto al inicio, adquiriendo un valor glorioso y pascual.
El salmo 117 estimula a los cristianos a reconocer en el evento pascual de Jesús “el día en que actuó
el Señor”, en el que “la piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular”. Así pues, con el
salmo podemos cantar llenos de gratitud: “el Señor es mi fuerza y mi energía, él es mi salvación” (v. 14).
“Este es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo” (v. 24).
Sábado
Salmo 117
“Escuchen: hay cantos de victoria en las tiendas de los justos: La diestra del Señor es poderosa, la
diestra del Señor es excelsa, la diestra del Señor es poderosa”.
Este salmo es un salmo dominical y pascual. A nosotros, recitado en la octava de pascua, debe
invitarnos a una oración contemplativa del triunfo pascual y a la acción de gracias por el mismo. El salmo
nos evoca la voz del Señor en la lucha de su pasión: “Todos los pueblos me rodeaban, cerrando el cerco; me
rodeaban como avispas y empujaban para derribarme, pero acudí con lágrimas y súplicas al Padre (Hb 5,7),
y el Señor, si bien me castigó en la cruz, cargando sobre mí el pecado del mundo, no me entregó a la muerte
definitiva, y me escuchó.
Por eso, el domingo resuena en todas las comunidades cristianas con cantos de victoria y acción de
gracias. Escuchen, hay cantos de victoria: “La diestra del Señor es poderosa”. No he de morir, viviré;
porque el Señor, cual vencedor, sube al templo, a su gloria, a dar gracias al Padre -abridme las puertas del
triunfo, ordenad una procesión con ramos, que la piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra
angular-; y,
Señor, tú que nos has dado en el domingo un día de gozo exultante, porque en él Cristo Jesús, la
piedra que desecharon los arquitectos, ha venido a ser la piedra angular del edificio espiritual, concede a
nuestras asambleas cristianas celebrar cada domingo, con cantos de victoria, el triunfo singular de tu Hijo
resucitado. Que vive y reina por los siglos de los siglos.
SEGUNDA SEMANA
Lunes
Salmo 2
“Dichosos los que se refugian en el Señor”. Cristo resucitado, sentado a la derecha del Padre, lleva a
plenitud el significado del salmo 2. Todo se lo ha dado el Padre. Su herencia: las naciones; su posesión: los
confines de la tierra. Él intercede por nosotros como Pontífice supremo de nuestra fe. Es el Mediador y
presenta al Padre nuestra oración. Por esto, son “dichosos los que se refugian en el Señor”.
En efecto, Dios ha constituido a su Hijo en Señor y Mesías de todo lo creado. ¿Podrá alguien
oponerse al Plan de salvación de Dios? Dios nos ha unido a su propio Hijo como se unen la Cabeza y los
demás miembros del cuerpo. Dios Nos ha constituido en la prolongación de la encarnación de su Hijo, para
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que, a través de las historia, la Iglesia sea la responsable de hacer que la salvación llegue a todas las
naciones, hasta el último rincón de la tierra.
La Iglesia vive en medio de tribulaciones y persecuciones dando testimonio de su Señor, muerto y
resucitado para que seamos perdonados de nuestros pecados y tengamos vida nueva. Su Señor le ha
prometido a su Iglesia que los poderes del infierno no prevalecerán sobre ella. ¿Podrá alguien oponerse al
Plan de Dios sobre nosotros? Por eso vivamos confiados en el Señor, pues Él hará que su Iglesia reine, junto
con su Hijo, eternamente.
La anunciación del Señor
En el prefacio de la misa de hoy leemos esto: Llegada la plenitud de los tiempos, Dios envió su
mensaje a la tierra y la Virgen creyó el anuncio del ángel: que Cristo, encarnado en su seno por obra del
Espíritu Santo, iba a hacerse hombre por salvar a los hombres. Sí, ya sé que es un texto muy denso, pero
resume bien el sentido de la solemnidad de hoy, a nueve meses de la Navidad. Aquí aparecen todos los
personajes que encontraremos en las lecturas de hoy:
Dios Padre, que envía su mensaje a la tierra, o –por decirlo con las palabras del profeta
Isaías- que nos envía una señal. Es el Dios cuya voluntad quiere cumplir Cristo al llegar a
este mundo. Así se expresa en la carta a los hebreos y en el salmo 39: Aquí estoy, oh Dios,
para hacer tu voluntad.
Cristo, que es el Emmanuel (Isaías) y se llamará Jesús, Hijo del Altísimo, Hijo de Dios
(Lucas), el mismo que, al llegar a este mundo, dijo: Tú no quieres sacrificios ni ofrendas,
pero me has preparado un cuerpo.
El Espíritu Santo, que hace germinar a Jesús en el seno de María: El Espíritu Santo vendrá
sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra.
María, en quien, según la fe de la Iglesia se ha cumplido la profecía de Isaías: La Virgen está
encinta y da a luz un hijo. Es esta virgen la que –según el relato de Lucas- estaba desposada
con José y, al recibir de Dios la vocación de ser madre de Jesús, respondió: Aquí está la
esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra.
El ángel Gabriel, que actúa como mensajero de Dios y que comunica a María las noticias
más hermosas que jamás se han anunciado: El Señor está contigo; concebirás en tu vientre y
darás a luz un hijo; la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra.
Martes
Salmo 92
“El Señor reina, vestido de majestad”. ¡El Señor reina! Ha triunfado de la muerte y es el Señor del
mundo y de la historia. Y reinará para siempre, porque su trono es eterno.
El cristiano camina hacia la consumación de ese reinado y por eso, no obstante las dificultades, la
persecución, la Iglesia unida en oración grita esperanzada: ¡El Señor reina! Así lo proclamamos nosotros con
el Salmo 92: “El Señor reina, vestido de majestad, el Señor vestido y ceñido de poder. Así está firme el orbe
y no vacila. Tu trono está firme desde siempre y tú eres eterno”.
La Palabra de Dios, sus mandatos y enseñanzas, son para nosotros el camino que nos santifica y nos
ayuda a manifestarnos como hijos suyos. Quien no ame como Cristo nos ha amado no puede decir que en
verdad cree en Dios y que se deja conducir por Él.
La revelación de Dios a nosotros nos está dando a conocer cuál es el Camino que hemos de seguir
para lograr algún día encontrarnos y estar definitivamente con el Señor. Y el Camino es Cristo; tomar
nuestra cruz de cada día y seguir sus huellas significará que estamos encaminándonos con seguridad a la
posesión de los bienes definitivos. Si realmente creemos en Dios no despreciemos sus mandatos ni a Aquel
que es nuestro único Camino, Verdad y Vida.
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Miércoles
Salmo 33
El salmo 33, que hemos escuchado, se trata de un himno de alabanza. Este tipo de salmos se
caracteriza por la alabanza a Dios y por destacar uno o varios aspectos de su presencia y actividad en el
mundo. El clima, por tanto, es de alegría y celebración.
En este salmo encontramos dos rasgos determinantes de Dios: él es el Creador y el Señor de la
historia. No es sólo el Dios de Israel, sino el de toda la humanidad: “Él ama la justicia y el derecho, y su
bondad llena la tierra” (v. 5). Este salmo nos presenta al Dios que desea la justicia y el derecho en todo el
mundo, y no sólo en Israel. Podemos, entonces, afirmar que nos encontramos ante el Señor, el Dios amigo y
aliado de toda la humanidad. Y quiere, junto con todos los seres humanos, construir un mundo de justicia.
Desea que todo el mundo lo tema y que experimente su misericordia y su bondad. Este Dios tiene un plan
para toda la humanidad y quiere que este plan se lleve a cabo.
El Nuevo Testamento ve a Jesús como la Palabra creadora del Padre (Jn 1,1-18) y como rey
universal. La pasión según san Juan lo presenta como rey de todo el mundo, un rey que entrega su vida para
que la humanidad pueda vivir en plenitud. La misma actividad de Jesús no se limitó al pueblo judío, sino que
se abrió a otras razas y culturas, hasta el punto de que Jesús encuentra más fe fuera que dentro de Israel (Lc
7, 9).
Jueves
Salmo 33, 2.9.17-18.19-20
Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha. El Señor está cerca de los que sufren. Así nos lo dice el
Salmo 33: “Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca. Gusten y vean qué
bueno es el Señor, dichoso el que se acoge a Él”.
Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva. A pesar de que nos veamos
perseguidos por los malvados debemos saber que el Señor Jesús vino a buscar y a salvar todo lo que se había
perdido.
El Señor nos ha enviado a buscar a la oveja perdida y a llamarla a la conversión, pues Dios, rico en
misericordia, está siempre dispuesto a perdonar a todo aquel que le busca con un corazón humilde y sincero.
Si Dios vela de nosotros y nos libra de la mano de nuestros enemigos, velemos por los demás, muchas veces
atrapados en las redes de la maldad y, con el Poder que hemos recibido de lo Alto, busquemos por todos los
medios librarlos de sus cadenas.
Sólo entonces nos estaremos identificando con Cristo, pues su Espíritu estará guiando nuestras obras
y actitudes y todos podrán hacer la prueba y experimentar el amor que Dios nos tiene sin reservas ni medida.
Viernes
Salmo 26
La primera parte del salmo 26, que hemos escuchado hoy, es una oración de esperanza para cuando
fallan todas las esperanzas: que se multipliquen los enemigos, que crezcan las pruebas y las dificultades, “si
Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?” (Rm 8,31).
La vida del creyente con frecuencia se encuentra sometida a tensiones y contestaciones; a veces
también a un rechazo e incluso a la persecución. El comportamiento del justo molesta, porque los
prepotentes y los perversos lo sienten como un reproche. Lo reconocen claramente los malvados descritos en
el libro de la Sabiduría: el justo «es un reproche de nuestros criterios; su sola presencia nos es insufrible;
lleva una vida distinta de todos y sus caminos son extraños» (Sb 2,14-15).
El fiel es consciente de que la coherencia crea aislamiento y provoca incluso desprecio y hostilidad
en una sociedad que a menudo busca a toda costa el beneficio personal, el éxito exterior, la riqueza o el goce
desenfrenado. Sin embargo, no está solo y su corazón conserva una sorprendente paz interior, porque, como
dice la espléndida “antífona” inicial del salmo, “el Señor es mi luz y mi salvación (...); es la defensa de mi
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vida” (Sal 26,1). Continuamente repite: “¿A quién temeré? (...) ¿Quién me hará temblar? (...) Mi corazón no
tiembla. (...) Me siento tranquilo” (vv. 1-3).
Casi nos parece estar escuchando la voz de san Pablo, el cual proclama: “Si Dios está con nosotros,
¿quién contra nosotros?” (Rm 8,31). Pero la serenidad interior, la fortaleza de espíritu y la paz son un don
que se obtiene refugiándose en el templo, es decir, recurriendo a la oración personal y comunitaria.
Señor Dios, luz y salvación de los que en ti esperan, tú que no abandonaste a tu Hijo amado cuando
le asaltaron los malvados para devorar su carne, sino que lo escondiste en tu tienda y lo alzaste sobre la roca
en el día de la resurrección, no abandones a tus siervos que buscan tu rostro y haz que también nosotros
podamos levantar la cabeza sobre los enemigos que nos cercan y lleguemos a gozar un día de tu dicha en el
país de la vida, por los siglos de los siglos.
Sábado
Salmo 32
“El Señor cuida de aquellos que le temen”. “Sincera es la Palabra del Señor y todas sus acciones son
leales”. Temer a Dios en la Biblia no significa tenerle miedo, sino tener esa actitud de sumisión religiosa y
respeto humilde a Él, propia de quien le considera Dios y único Señor.
El hombre con conciencia de pecado sólo habría de temer a Dios. Pero la actividad del Padre y de
Cristo está muy lejos de condenar, es la de quitar todo miedo, no con palabras, sino con obras. Este es el
claro sentido de estos versos. Subrayan la actividad salvadora de Dios.
No hay que temer a los que pueden matar el cuerpo, pero no pueden ejercer el menor influjo en la
vida eterna. A Dios hay que temer, a Dios, que puede precipitar en el infierno, que después de esta vida ha
de decidir sobre la salvación y la perdición. Más hay que temer a Dios que a los hombres; dicho en otras
palabras, tengamos una actitud de sumisión religiosa y respeto humilde a Él, propia de quien le considera
Dios y único Señor.
“El Señor cuida de aquellos que le temen”. Dios mira a los discípulos y no los olvida. Dios se cuida
de lo más pequeño e imperceptible. Se cuida de los pájaros del campo y de los cabellos de la cabeza. Todo le
interesa. Si Dios se cuida de estas pequeñeces, mucho más se cuidará de los discípulos de Jesús. La
confianza en la amorosa providencia de Dios da valor para soportar hasta lo más difícil, porque también esto
entra en el plan de la amorosa solicitud de Dios.
El principio de la sabiduría, de la dicha es temor de Dios, es decir, seguir todos sus caminos, amarle,
servir al Señor nuestro Dios con todo tu corazón y con toda tu alma, guardar los mandamientos del Señor; en
fin, temer a Dios, amarle, servirle, ser fiel a su Voluntad... ¡es fuente de felicidad!
TERCERA SEMANA
Lunes
Salmo 118
El título de este salmo canta las Excelencias de la ley de Dios. En cada uno de los ocho versos de la
estrofa se menciona la ley divina designada con una palabra distinta: Ley, mandamientos, juicios, estatutos,
etc. El salmo canta a las excelencias de la Ley divina, respondiendo a los escépticos que vivían al margen de
ella. La Ley es el reflejo de la voluntad divina, y por eso debe ser objeto de constante meditación.
El autor del salmo 118 es un piadoso israelita, enamorado de la ley de Dios, que sufre las burlas de
un ambiente de indiferencia religiosa que desprecia su proceder y prefiere dedicarse a los propios intereses
antes que meditar la ley de Dios y poner en ella su esperanza.
El ambiente de indiferencia religiosa no fue privativo de muchos hijos de Israel, sumergidos entre
pueblos que les aventajaban culturalmente casi siempre. También hoy la Iglesia cristiana, sumergida en
culturas y técnicas muy adelantadas, puede tener la tentación de hacer de ellas su dios y olvidar el
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Evangelio, la ley de Dios. Por ello, la oración del joven israelita autor del salmo es muy apta para empezar
nuestra jornada cristiana: Aunque se acerquen, Señor, mis inicuos perseguidores, que quisieran apartarme de
tu ley, prometiéndome otras felicidades, yo me adelanto a la aurora, esperando tus palabras.
Nuestros ojos, Señor, se adelantan a la aurora meditando tu promesa; danos vida con tus
mandamientos, pues, sumergidos en las dificultades de la vida, sin tu ayuda desfalleceríamos ante nuestros
inicuos perseguidores. Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor.
Martes
Salmo 30
Este salmo 30 se canta el Viernes Santo, ya que Jesús en la cruz, tomó de él, su "última palabra"
antes de morir: "En tus manos, Señor, encomiendo mi Espíritu" (Lucas 23,46). Pero todo el salmo se aplica
perfectamente a Jesús crucificado. Para hacer esta aplicación personal, Jesús no tuvo necesidad de forzar el
sentido.
“En tus manos encomiendo mi espíritu”. Estas palabras del salmo afloraron espontáneamente en sus
labios... Antes de entrar en el “sueño de la muerte”. Y la Iglesia en el oficio de “Completas”, nos sugiere
repetir cada tarde, antes de acostarnos: ponernos en las manos del Padre.
Habiendo puesto este salmo “en labios” de Jesús, hay que ponerlo “en nuestros propios labios”,
repetirlo por cuenta nuestra, y para el mundo de hoy. ¡Hay tantos enfermos, en los hogares y en los
hospitales! ¡Tantos perseguidos, tantos despreciados, tantas personas consideradas como “cosas”! ¡Tantos
aislados, abandonados!
Nos hemos de sentir felices al decir estas palabras: “En tus manos encomiendo mi espíritu”. Se nos
quita un peso de encima, descansamos y sonreímos en medio de un mundo difícil, porque nuestro espíritu
está en las manos de Dios. ¡Benditas manos! ¿Y cómo hemos de volver a dudar, a preocuparnos, a
acongojarnos pensando en nuestra vida y en nuestro futuro, cuando sabemos que estamos en las manos de
Dios?
Toda nuestra vida ha de ser puesta en las manos de Dios. Hoy y siempre le podemos decir: Tú
conoces el tiempo y la medida, tú sabes mis fuerzas y mi falta de fuerzas, mis deseos y mis limitaciones, mis
sueños y mis realidades. Todo eso está en tu mano, y tú me amas y quieres siempre lo mejor para mí. Esa es
mi alegría y mi descanso.
Miércoles
Salmo 65
“Aclamad al Señor, tierra entera: alegrémonos con Dios”, por la acción redentora de Cristo, que con
su resurrección despliega su poder salvador en nuestra vida: recibamos y proclamemos esta salvación en
nuestra vida y en la comunidad eclesial de creyentes. Que toda la tierra aclame al Señor que obra maravillas:
“Aclama al Señor, tierra entera, toquen en honor de su nombre, canten himnos a su gloria…”
¿Cómo no admirar las obras maravillosas que ha hecho en favor nuestro? Contemplemos a su Hijo,
hecho uno de nosotros y clavado en una cruz para el perdón de nuestros pecados y para que en Él tengamos
vida, y vida eterna.
Dios nos ama; y su amor por nosotros es sin medida. Quien se acoja a Él y abra su corazón al Don de
su Salvación experimentará al Dios misericordioso, bondadoso y lleno de ternura para con todos los suyos.
A pesar de que nuestros enemigos se levanten en contra nuestra, el Señor hará que atravesemos
nuestro propio mar Rojo para caminar hacia la libertad, y que atravesemos nuestro propio Jordán para entrar
en la posesión de la Tierra Prometida cabe a Dios.
En nuestro diario caminar, demos testimonio de la vida nueva que Dios nos ha concedido; no
podemos instalarnos en nuestros logros; siempre será necesario ir más allá, pues nunca será suficiente como
para decir que hemos llegado a la perfección a la que Dios nos ha llamado.
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Jueves
Salmo 65, 8-9.16-17.20
“Aclama al Señor, tierra entera”
No es extraño que el salmo responsorial de hoy sea misionero: “aclama al Señor, tierra entera.
Bendecid, pueblos, a nuestro Dios”: estamos llamados a testimoniar lo que Dios ha hecho con nosotros: nos
ha devuelto la vida. Por esto el salmo invita a todos los pueblos a que bendigamos al Dios que tan
portentosamente nos ha salvado.
Quien ha recibido los beneficios de Dios; quien ha sido perdonado de sus pecados, aun cuando estos
hayan sido demasiado graves; quien ha sido hecho hijo de Dios participando de su misma Vida y de su
mismo Espíritu, no puede quedarse mudo ante un mundo dominado por todos aquello males de los cuales
uno ha sido librado, de un modo totalmente gratuito, por la bondad y misericordia de Dios.
Aquel mandato de Cristo al antes endemoniado: Ve a los tuyos, a los de tu casa, y cuéntales lo
misericordioso que ha sido Dios para contigo, debe también ser cumplido por nosotros, que hemos sido
objeto de su amor y de su misericordia.
Alabemos al Señor agradecidos por todo lo que de Él hemos recibido; y proclamemos ante el mundo
entero lo que Él hizo por nosotros, pues, siendo pecadores, nos envió a su propio Hijo, el cual entregó su
vida para que fuésemos perdonados y hechos hijos de Dios.
Así vemos cómo Dios ha cumplido sus promesas de salvación para con cada uno de nosotros.
Acudamos al Señor y dejemos que su salvación se haga realidad en nosotros, pues Él nos ama sin medida y
sin distinción de personas. Entonces, no sólo nuestras palabras, sino nuestra vida misma, se convertirá en un
anuncio eficaz de la Buena Nueva de salvación que Dios quiere que llegue a todos y hasta el último rincón
de la tierra.
Viernes
Salmo 116
Este es el salmo más breve. En el original hebreo está compuesto sólo por diecisiete palabras, nueve
de las cuales son las particularmente importantes. Se trata de una pequeña doxología, es decir, un canto
esencial de alabanza, que idealmente podría servir de conclusión de oraciones más amplias, como himnos.
Así ha sucedido a veces en la liturgia, como acontece con nuestro “Gloria al Padre”, con el que suele
concluirse el rezo de todos los salmos.
El breve himno comienza, como acontece a menudo en este tipo de salmos, con una invitación a la
alabanza, que no sólo se dirige a Israel, sino a todos los pueblos de la tierra. Un Aleluya debe brotar de los
corazones de todos los justos que buscan y aman a Dios con corazón sincero.
“Alabad al Señor, todas las naciones, aclamadlo, todos los pueblos”: es el aleluya de todos los
pueblos. El salmista, en nombre del pueblo, invita a todas las naciones a asociarse a las alabanzas a Dios por
haber mostrado su piedad y fidelidad hacia su pueblo.
El poeta considera las voces de todos los pueblos como un gigantesco orfeón que entona el aleluya
en honor del Dios único, especialmente vinculado a los destinos de Israel como centro de la historia. La
piedad y la fidelidad de Dios para con su pueblo son una prenda de benevolencia para todas las naciones, ya
que Israel constituye como las primicias de todos los pueblos en los planes salvadores del Dios único.
Señor Dios, a quien alaban todas las naciones y aclaman todos los pueblos, te pedimos humildemente
que tu fidelidad para con nosotros dure por siempre y tu misericordia alcance todas las naciones. Te lo
pedimos por Jesucristo nuestro Señor.
Sábado
Salmo 115
Este salmo 116, que hemos rezado, es una composición eucarística o de acción de gracias con dos
partes: a) liberación de un inminente peligro de muerte como consecuencia de una enfermedad (vv. l-9) b)
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himno de acción de gracias por el beneficio obtenido (vv. 10-19). El título de este salmo es Acción de
gracias por haber sido preservado de la muerte. El salmista da gracias a Dios porque le ha librado de un
peligro próximo de muerte: nuestra máxima acción de gracias es la celebración del sacrificio eucarístico.
San Basilio Magno, comenta el salmo 115, enumerando los dones que hemos recibido de Dios a lo
largo de la vida, retomando la pregunta “‘¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?, expresa:
Alzaré el cáliz de la salvación’. El salmista ha comprendido los numerosísimos dones recibidos de Dios: del
no ser ha sido llevado al ser, ha sido plasmado de la tierra y dotado de razón...; luego ha conocido la
economía de la salvación en favor del género humano, reconociendo que el Señor se ha entregado a sí
mismo en redención en lugar de todos nosotros, y, buscando entre todas las cosas que le pertenecen, no sabe
cuál don será digno del Señor. ‘¿Cómo pagaré al Señor?’. No con sacrificios ni con holocaustos..., sino con
toda mi vida. Por eso, dice: “Alzaré el cáliz de la salvación”, llamando cáliz al sufrimiento en la lucha
espiritual, al resistir al pecado hasta la muerte. Esto, por lo demás, es lo que nos enseñó nuestro Salvador en
el Evangelio: “Padre, si es posible, pase de mí este cáliz”; y de nuevo a los discípulos, “¿Podéis beber el
cáliz que yo he de beber?”, significando claramente la muerte que aceptaba para la salvación del mundo”
(PG XXX, 109), transformando así el mundo del pecado en un mundo redimido, en un mundo de acción de
gracias por la vida que nos ha dado el Señor.
Padre admirable, Dios nuestro, que, con la muerte y la resurrección de tu Hijo Jesucristo, nos has
llenado de esperanza, haz que nuestra existencia sea una continua acción de gracias, para que todos los
hombres puedan llegar a conocerte y glorificarte, hasta alcanzar la plenitud de tu amor y de tu vida. Por
Jesucristo nuestro Señor.
CUARTA SEMANA
Lunes
Salmo 41 y 42
Deseo del Señor y ansias de contemplar el templo es el tema de los salmos de hoy. Una cierva
sedienta, con la garganta seca, lanza su lamento ante el desierto árido, anhelando las frescas aguas de un
arroyo. Con esta célebre imagen comienza el salmo 41. En ella podemos ver casi el símbolo de la profunda
espiritualidad de esta composición, auténtica joya de fe y poesía. En realidad, según los estudiosos del
Salterio, nuestro salmo se debe unir estrechamente al sucesivo, el 42, del que se separó cuando los salmos
fueron ordenados para formar el libro de oración del pueblo de Dios. En efecto, ambos salmos, además de
estar unidos por su tema y su desarrollo, contienen la misma antífona: “¿Por qué te acongojas, alma mía?,
¿por qué te me turbas? Espera en Dios, que volverás a alabarlo: Salud de mi rostro, Dios mío” (Sal 41,6.12;
42,5). Este llamamiento, repetido dos veces en nuestro salmo, y una tercera vez en el salmo sucesivo, es una
invitación que el orante se hace a sí mismo a evitar la melancolía por medio de la confianza en Dios, que con
seguridad se manifestará de nuevo como Salvador.
La imagen de la cierva sedienta es el símbolo del orante que tiende con todo su ser, cuerpo y espíritu,
hacia el Señor, al que siente lejano pero a la vez necesario: “Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo” (Sal
41,3). Por eso, podemos decir que el alma y el cuerpo del orante están implicados en el deseo primario,
espontáneo, sustancial de Dios (Cfr. Sal 62,2). No es de extrañar que una larga tradición describa la oración
como “respiración”: es originaria, necesaria, fundamental como el aliento vital.
Orígenes, gran autor cristiano del siglo III, explicaba que la búsqueda de Dios por parte del hombre
es una empresa que nunca termina, porque siempre son posibles y necesarios nuevos progresos. En una de
sus homilías sobre el libro de los Números, escribe: “Los que recorren el camino de la búsqueda de la
sabiduría de Dios no construyen casas estables, sino tiendas de campaña, porque realizan un viaje continuo,
progresando siempre, y cuanto más progresan tanto más se abre ante ellos el camino, proyectándose un
horizonte que se pierde en la inmensidad”45.
Frente a estos labios secos que gritan, frente a esta alma atormentada, frente a este rostro que está a
punto de ser arrollado por un mar de fango, ¿podrá Dios quedar en silencio? Ciertamente, no. Por eso, el
45 Homilía XVII in Números, GCS VII, 159-160
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orante se anima de nuevo a la esperanza (cf. vv. 6 y 12). El tercer acto, que se halla en el salmo sucesivo, el
42, será una confiada invocación dirigida a Dios (Cfr. Sal 42, 1-4) y usará expresiones alegres y llenas de
gratitud: “Me acercaré al altar de Dios, al Dios de mi alegría, de mi júbilo”.
Martes
Salmo 86
El canto a Jerusalén, ciudad de la paz y madre universal, que acabamos de escuchar, por desgracia
está en contraste con la experiencia histórica que la ciudad vive. Pero la oración tiene como finalidad
sembrar confianza e infundir esperanza.
El salmo 86 literalmente canta la gloria de Jerusalén y su maternidad universal. Dios ha colocado en
la ciudad santa su morada y la ama con predilección: El Señor prefiere las puertas de Sión a todas las
moradas de Jacob. Por eso, aunque humanamente Jerusalén sea exigua e insignificante a los ojos del mundo,
llegará a ser la madre de todos los pueblos; incluso los más poderosos y terribles enemigos de Israel: Egipto
y Babilonia, desearán llegar a ser sus hijos: Contaré a Egipto y a Babilonia entre mis fieles.
Cantar con acentos tan entusiastas la gloria de una ciudad pequeña y sin prestigio, desconocida por
las grandes potencias del mundo y frecuentemente pisoteada por los pueblos enemigos, significa por parte
del pueblo creyente, fe y confianza en las promesas de Dios.
Para nosotros, hijos de la nueva Jerusalén, este salmo debe servirnos para cantar la gloria de nuestra
madre la Iglesia. Con adhesión firme a la palabra de Cristo, que tanto amó a su Iglesia que “se entregó a sí
mismo por ella, purificándola con el baño del agua, para colocarla ante sí gloriosa, sin mancha ni arruga” (Ef
5,25-27). El Señor prefiere las puertas de Sión a todas las moradas de Jacob; el amor de Cristo a su Iglesia
es el fundamento de nuestra esperanza de que, al fin de los tiempos, ella será madre de todos los hombres,
aun de aquellos que ahora aparecen como sus enemigos: Contaré a Egipto y a Babilonia entre mis fieles.
Señor Jesús, tú que lloraste sobre la Jerusalén de la tierra, que había de ser destruida a causa de su
infidelidad, y fundaste la nueva Jerusalén, madre de todos los creyentes, haz que los cristianos nos gloriemos
siempre de ser hijos de la Iglesia, tu esposa amada, y que todos los hombres puedan ser contados un día
entre los hijos de la Jerusalén del cielo. Tú, que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Miércoles
Salmo 66
El salmo 66, que hemos proclamado, parece que fue compuesto como acción de gracias con motivo
de la cosecha. El salmista sabe elevarse de las bendiciones temporales otorgadas a Israel a la bendición
universal sobre todas las gentes, como fue predicho a Abraham (Gn 12,3): todos los pueblos deben alegrarse
y felicitarse por el gobierno justo de Dios sobre todo el universo. Estas alabanzas que ahora dirige a Yahvé
el pueblo escogido, deben repetirse por gentes de todas las naciones: “que te alaben, Señor, todos los
pueblos”.
Todas las gentes deben sentirse felices y exultantes, porque es el propio Dios quien lleva las riendas
del gobierno en el mundo, y, en consecuencia, sus decisiones tienen que llevar el sello de la equidad y de la
justicia. Ello debe dar seguridad a sus fieles que se conforman a las exigencias de su Ley. Por eso se invita a
todos los pueblos a unirse en alabanza del Dios omnipotente y justo, que gobierna el mundo conforme a sus
designios salvadores.
La benevolencia divina se ha manifestado concretamente en la abundancia de los frutos de la tierra.
El salmista, agradecido por los beneficios recibidos, vuelve a implorar la bendición divina para su pueblo.
Todos los habitantes de la tierra, desde sus más remotos confines, deben reconocer reverencialmente este
poder superior de Dios, que gobierna el mundo con equidad (v. 8).
Oh Dios, que te alaben los pueblos, porque tú los has bendecido en tu Hijo con toda suerte de
bendiciones espirituales y celestiales; que todas las naciones conozcan tus caminos, que todos los pueblos
sepan que nos ha bendecido el Señor nuestro Dios y por ello las naciones canten de alegría, ahora y por los
siglos de los siglos.
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Jueves
Salmo 88
El salmo 88 fue elegido para servir de respuesta a esta lectura: “Sellé una alianza con mi elegido
jurando a David mi siervo: Te fundaré un linaje perpetuo edificaré tu trono para todas las edades”.
Toda la tradición, desde la generación apostólica, han visto en David rey el gran tipo de Cristo. Él es
verdaderamente el primogénito del Padre, su trono es eterno, vence a los enemigos y extiende su poder a
todo el mundo; él es el Ungido que recibe una descendencia perpetua.
La paradoja es que el Padre permitió a su Hijo pasar por la afrenta y la derrota, lo hizo entrar en la
zona de la cólera divina, en la dimensión contada del tiempo humano; sostuvo a sus enemigos y lo dejó bajar
hasta la muerte.
¿Dónde quedaba la misericordia y la fidelidad del Padre? Todos los títulos y todos los poderes se los
da el Padre a su Hijo, de modo nuevo y definitivo, en la resurrección. A esta luz resplandecen más el poder
cósmico y el poder histórico de Dios; se ve que la ira y el castigo eran limitados; a esta luz comprendemos
finalmente y cantamos en un himno cristiano “la misericordia y la fidelidad de Dios”.
Viernes
Salmo 2
El salmo proclamado es un salmo real, así llamado porque tiene como protagonista la persona del
rey. En este salmo, al rey se le llama Mesías, es decir, Ungido (v. 2), de hecho se le ungía con aceite (7). El
rey, visto como Hijo de Dios, recibe de él poder sobre las naciones para gobernarlas con cetro de hierro y
quebrarlas como vasijas de arcilla.
Este salmo 2 es muy citados en el Nuevo Testamento refiriéndose a Jesús como el Mesías y el Hijo
de Dios (Mc 1, 1; 8, 29; 15, 39). Para Jesús el poder regio es sinónimo de servicio a la vida, y una vida para
todos (Jn 10, 10). El objetivo central de las palabras y las acciones de Jesús es el Reino. Pero el reino de
Dios no consiste en la dominación de los débiles a manos de los fuertes, sino en ponerse al servicio de la
vida. Jesús, por tanto, quebró la espina dorsal de la ideología monárquica presente en el salmo 2, dando una
nueva
dimensión al poder. De este modo desautorizó para siempre los imperialismos. No olvidemos que murió a
manos de quienes detentaban el poder.
Somos signos de Cristo, de Jesús que entrega su vida por nosotros, nosotros reinemos con Él,
amando y sirviendo.
Sábado
Salmo 97
El salmo 97 de hoy es Canto de alabanza a Dios después de la victoria. Una victoria del pueblo sirve
de ocasión al poeta para dirigir a las naciones todas, una invitación para que vengan a cantar a Dios,
reconociendo su poderío y su fidelidad a las promesas hechas a su pueblo.
Visto este salmo desde la perspectiva del Antiguo Testamento, proclama que Dios salva a su pueblo
y que todas las naciones, al contemplarlo, se admiran. En cambio, visto desde el Nuevo Testamento, Dios
realiza la salvación en Cristo, hijo de Israel; todas las naciones lo contemplan y son invitadas a beneficiarse
de esa salvación, ya que el Evangelio “es fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree: del judío
primeramente y también del griego”, es decir del pagano (Rm 1,16). Ahora “todos los confines de la tierra”
no sólo “han contemplado la salvación de nuestro Dios” (Sal 97,3), sino que la han recibido.
El salmo nos hace contemplar la victoria final de Dios sobre el poder del mal y la salvación que
conseguirá Israel para todos los pueblos: El Señor da a conocer su victoria.
La resurrección de Cristo nos impulsa a nosotros a cantar, pues, la victoria de nuestro Dios,
manifestada en la Pascua de Jesucristo. Que los hombres, que con tanta frecuencia viven faltos de esperanza,
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comprendan que también a ellos el Señor les revela su justicia, para que los confines de la tierra contemplen,
como nosotros, la victoria de nuestro Dios.
Señor Dios, autor de maravillas, te bendecimos y te damos gracias, porque nos has dado a conocer la
victoria de tu Hijo; recibe nuestro cántico nuevo y haz que aclamemos a Cristo, tu Hijo, como Rey y Señor,
ahora y por los siglos de los siglos.
QUINTA SEMANA
Lunes
Salmo 113 B
En el salmo 113 B se suplica el auxilio divino para que sea glorificado Dios entre los pueblos, ya
que, si deja abandonado a su pueblo, los gentiles creerán que el Dios de Israel no existe. Se le pide a Yahvé
la pronta y decisiva asistencia para salir de una situación comprometida de postración nacional.
En la humillación de su pueblo está comprometida la honra del nombre de Dios, pues a los ojos de
los gentiles resulta impotente para ayudarlo y salvarlo de la enconada hostilidad de sus enemigos. Por eso, el
salmista insiste en que por la gloria de su nombre intervenga con urgencia, y también atendiendo a su
tradicional bondad y lealtad para con Israel, tantas veces demostradas al salvarlo de las situaciones de
peligro. Dios no puede faltar a su palabra y a sus promesas de auxilio.
Quien confía en Dios se abre a Él como un niño y en Dios deposita su vida. Dios es fiel para
plenificar una vida puesta en sus manos. ¡Qué valentía, constancia y libertad genera una confianza así!
Nosotros confiamos en el Señor, que es nuestro auxilio y escudo.
Señor, nuestras acciones motivan la pregunta insidiosa de los hombres: «¿Dónde está su Dios?», pero
tu nombre supera toda obra humana y es digno por sí mismo de ser glorificado. Sólo en ti confiamos, porque
no eres hechura humana, sino el Dios creador de todo y podrás confundir a través de tu Iglesia a los
incrédulos.
Martes
Salmo 144
Este salmo acróstico, o sea, constituido por versos cuyas letras iniciales forman un vocablo o una
frase, o comienzan sucesivamente por una letra del alfabeto, es un grandioso himno a los atributos divinos,
manifestados en las obras portentosas en favor de los hombres. La mano pródiga de Dios está siempre
abierta a las necesidades de los hombres, amparando particularmente a los humildes y desvalidos.
El salmista comienza declarando su deseo de expresar sus alabanzas a su Dios, que es Rey de todo lo
creado. Nadie es digno de alabanza más que él. En su ansia de perpetuar estas alabanzas, apela a las
generaciones para que ellas se encarguen, a través de los siglos, de anunciar las grandezas de Yahvé. Sus
atributos como Rey se resumen en el esplendor, la majestad y la gloria. Además, en sus relaciones con los
hombres se ha mostrado siempre indulgente y misericordioso, tardo a la ira, pero condescendiente y
compasivo con el pecador. Sus obras pregonan su bondad; y son los devotos o fieles los que saben apreciar
las grandes gestas en favor de los hombres.
El salmista nos invita a alabar y bendecir al Señor y su “nombre”, es decir, su persona viva y santa,
que actúa y salva en el mundo y en la historia; más aún, invitando a todas las criaturas marcadas por el don
de la vida a asociarse a la alabanza orante del fiel: “Todo viviente bendiga su santo nombre, por siempre
jamás” (v. 21).
Por medio de Cristo nuestra alabanza se remonta al Padre, a quien glorificamos en la Iglesia y en
Cristo Jesús por todas las generaciones y todos los tiempos. La alabanza de la gloria divina es la gran
dimensión del espíritu cristiano, hasta que caiga en el éxtasis total de la pura alabanza. Entonces será
presente el futuro que ahora formulamos: “Alabaré tu nombre por siempre jamás” (v. 2).
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Miércoles
Salmo 121
La Biblia de Jerusalén da a este salmo el título de Saludo a Jerusalén. Deteniéndose ante las puertas
de la ciudad santa, los peregrinos le dirigen un saludo: Shalôm, “paz”. El amor a la santa Sión es uno de los
rasgos característicos de la piedad judía. Jerusalén, sólidamente restaurada (Ne 2,17), es el símbolo de la
unidad del pueblo elegido y figura de la unidad de la Iglesia. La ciudad santa es signo visible de los
beneficios divinos y prenda de las promesas mesiánicas. El poeta, lleno de entusiasmo al contemplar la
Jerusalén restaurada, pide para ella toda suerte de bendiciones. En nombre de los peregrinos entona un
himno de alabanza a la ciudad santa, cuyo mayor timbre de gloria es la presencia de Yahvé en su santuario.
Ahora Jerusalén es la Iglesia, pero es Iglesia peregrina, de camino hacia la “ciudad de Dios viviente, la
Jerusalén celestial” (Hb 12,22).
El Papa san Gregorio nos explica lo que significa el Salmo en concreto para la práctica de nuestra
vida. Nos dice que debemos ser en la Iglesia de hoy una verdadera Jerusalén, es decir, un lugar de paz,
“soportándonos los unos a los otros” tal como somos; “soportándonos mutuamente” con la gozosa certeza de
que el Señor nos “soporta” a todos. Así crece la Iglesia como una verdadera Jerusalén, un lugar de paz.
Te damos gracias, Señor Jesucristo, por la alegría que nos has dado en tu ciudad de Jerusalén: tu
santa resurrección y la efusión de tu Espíritu; que, al reunirnos el Domingo con nuestros hermanos y
compañeros en la asamblea eucarística, sintamos nuevamente el gozo de tu presencia de Resucitado, que nos
desea la paz, como hiciste en el primer domingo con tus discípulos, tú que fuiste muerto y ahora vives, por
los siglos de los siglos.
Jueves
Salmo 95
El anuncio de las maravillas que ha hecho Dios tiene una proyección universal. Está destinado a
todos los pueblos. A todos tiene que llegar ese anuncio. De ahí la vocación misionera del cristiano: contar a
todas las naciones las maravillas del Señor. Por eso usamos el Salmo 95 para clamar: “Canten al Señor un
cántico nuevo, canten al Señor toda la tierra”.
Todos somos llamados e invitados a celebrar la soberanía y la grandeza de Dios. Él nos ama a todos,
sin distinción de razas ni culturas. Él nos ha creado porque nos quiere con Él, junto con su Hijo, participando
de su Vida y de su Gloria eternas. Por eso alabemos y bendigamos al Señor y proclamemos sus maravillas a
todos los pueblos, para que todos conozcan el amor que Él nos ofrece y para que, reconociéndolo ellos
también como su Dios y Padre, junto con nosotros alcancen los bienes eternos, de los que el Señor quiere
hacernos partícipes. A Él sea dado todo honor y toda gloria, ahora y por siempre.
Señor Dios todopoderoso, concede a tu Iglesia, que canta en honor de tu Hijo un cántico nuevo,
celebrando su resurrección, alegrarse también un día con el cielo y la tierra, y vitorear delante de Cristo,
cuando llegue, en su última venida, a regir el orbe con justicia y con fidelidad. Te lo pedimos por el mismo
Jesucristo nuestro Señor
Viernes
Salmo 56
El salmo 56 es la oración de un perseguido: el salmista se ve echado entre leones devoradores de
hombres, con una fosa ante sus pies para que caiga en ella. Pero, a pesar de tanto peligro, se siente seguro,
en paz, e incluso es tanta la seguridad que tiene del auxilio de Dios, que se ve ya librado y entona un canto
de acción de gracias: Mi corazón está firme; voy a cantar y a tocar.
Este salmo puede ser el telón de fondo de nuestra oración, sobre todo por la mañana, hora de la
resurrección de Cristo. Estamos, es cierto, rodeados de peligros y dificultades; nuestro enemigo, el diablo,
ronda buscando a quien devorar, pero nuestra esperanza tiene su firme fundamento en la contemplación del
Señor resucitado. También él fue tentado, también él vio una red tendida a sus pasos, pero cayeron en ella
261
sus enemigos, la muerte y el pecado, mientras él experimentó cómo Dios Padre, desde el cielo, le envió la
salvación, arrancándolo del sepulcro.
Acrecentemos nuestra esperanza: de todas nuestras angustias nos librará el Señor (2 Tm 3,11) y
despertemos la aurora de este nuevo día dando gracias a Dios, que nos ha hecho renacer a una nueva
esperanza por medio de la resurrección de Jesucristo de entre los muertos (cf. 1 Pe 1,3).
En la tradición cristiana el salmo 56 se ha transformado en canto del despertar a la luz y a la alegría
pascual, que se irradia en el fiel eliminando el miedo a la muerte y abriendo el horizonte de la gloria
celestial.
Sábado
Salmo 99
El salmo 99 nos invita al gozo y a la alegría. Cristo, victorioso vencedor de la muerte, es nuestro
pastor, y nosotros, sus ovejas, caminamos, tras él y como él, hacia la resurrección. Aclamemos, pues, al
Señor con alegría, y que esta hora, en la que Cristo entró en su gloria, aumente nuestra esperanza de que
también nosotros, ovejas de su rebaño, entraremos un día por sus puertas con acción de gracias, bendiciendo
su nombre.
El salmo 99 es un canto procesional de acción de gracias a Dios que ha elegido a Israel y lo guía con
cuidado amoroso como a ovejas de su rebaño.
Pero Israel -la Iglesia- es un pueblo sacerdotal, es luz de los gentiles; por ello no puede contentarse
con cantar ella sola a Dios. Toda la tierra, todos los hombres, deben sumarse a esta alabanza: Aclama al
Señor, tierra entera. Nosotros caminamos también procesionalmente siguiendo a Cristo, que ha pasado ya
de este mundo al Padre, y nos dirigimos hacia el verdadero atrio de Dios, el reino donde Cristo victorioso
está sentado a la derecha del Padre. Que la alegría y el canto sea pues el distintivo de los que creemos en el
reinado que, ya en este mundo, es objeto de nuestra esperanza y de nuestros anhelos.
Cristo Jesús, Señor nuestro, porque tú nos has hecho, nosotros somos tu pueblo y ovejas de tu
rebaño; y, porque sabemos que tu fidelidad dura por todas las edades, nosotros queremos servirte con
alegría, dándote gracias y bendiciendo tu nombre ahora y por los siglos de los siglos.
SEXTA SEMANA
Lunes
Salmo 149
“El Señor ama a su pueblo y adorna con la victoria a los humildes”. El contenido del anuncio
cristiano, para el que Dios abre el corazón del hombre, es la victoria de Jesucristo sobre sus enemigos,
especialmente sobre la muerte.
Por esto, Entonemos un canto nuevo al Señor. Los cantos de maldad, de pecado, de injusticia, de
egoísmo, de infidelidades, que más que una alabanza son una ofensa al Señor, deben quedar atrás, superados
por la Victoria de Cristo, de la que participamos quienes creemos en Él.
Sólo así, quien lleve una vida en una constante conversión, podrá hacer que su alabanza al Señor en
la reunión litúrgica sea grata a Él, pues vendremos con un corazón sincero y sin hipocresías. A partir de esa
presencia del Señor en nosotros; a partir de ser fortalecidos por el Señor en las acciones litúrgicas, podremos
volver a nuestros hogares para llenarlos de alegría y regocijo, pues no llegaremos con la levadura del pecado
y de la muerte, sino de la vida, de la paz y del amor que Dios infunde en nuestros corazones.
El salmo es una alabanza al Señor de la nueva creación, a Cristo resucitado: “Ha resucitado del
sepulcro nuestro Redentor; cantemos un himno al Señor, nuestro Dios”: Festejemos su gloria con toda
nuestra vida, y cantemos jubilosos en filas al resucitado con nuestras obras.
262
Martes
Salmo 137
Eucaristía de todo corazón: La experiencia de la gracia de Dios, de su benevolencia, de su
generosidad superabundante, de su infinita capacidad de perdón, de su amor sin fronteras e insondable, de su
encanto, genera en la comunidad religiosa la acción de gracias más sincera, una Eucaristía «de todo
corazón». Eucaristía es entonces la existencia misma de la fraternidad religiosa, reflejo de la benevolencia,
generosidad, perdón reconciliador, amor, encanto de Dios.
En nuestra desgracia, el Dios de la gracia nos ha escuchado: nos envió al «lleno de gracia y de
verdad», Jesús. El Hijo, siendo Dios, se fijó en el humilde y se humilló a sí mismo para juzgar con su
existencia toda soberbia; asumió en su propia carne nuestras desgracias, para compadecerse de nosotros,
para que recobráramos la vida que por el pecado habíamos perdido; y en su muerte nos comunicó el Espíritu,
que acrecienta el valor en nuestra alma.
Acción de gracias es nuestra comunidad cuando, siguiendo los pasos de Jesús, atiende a los
humildes, se encarna en las situaciones desgraciadas, compadece el dolor humano y por amor está dispuesta
a perder su vida para que otros la recobren. Acción de gracias es nuestra comunidad cuando expande su
radio de acción e invita proféticamente a todos los poderosos a escuchar la Palabra y a cantar la gracia del
Señor, esperando que un día la obra de sus manos, toda la creación, complete la gran canción de acción de
gracias universal.
Damos gracias a tu nombre, Señor, porque nos has comunicado tu misericordia y tu lealtad en Jesús,
el lleno de gracia; acepta, Padre, nuestro canto y acrecienta el valor en nuestra alma. Te lo pedimos por
Jesucristo, nuestro Señor.
Miércoles
Salmo 148
“Alaben al Señor en el cielo, alaben al Señor en lo alto; (…) Alaben el nombre del Señor”.
La alabanza es el lenguaje del cielo. Aprendámoslo en la tierra para ir ensayando la eternidad.
La alabanza es la oración que lo acepta todo. Alabemos al Señor por sus obras sin pretender
enmendarlas.
La alabanza es la oración que hace contacto. No se escapa en petición o queja, sino que hace oración
de la realidad.
La alabanza es la oración del momento presente. Ni perdón de pasado ni preocupación de futuro.
La alabanza es la oración del grupo. El coro de voces mixtas ante el altar de Dios.
La alabanza es oración de alegría. No puedo decir «¡Alabad al Señor!» con cara larga.
La alabanza es oración de amor. Me alegro al cantar alabanzas, porque amo a la persona a quien
festejo.
La alabanza es obediencia. Mi estado de criatura hecho música y canto.
La alabanza es poder. Los muros de Jericó se desmoronan al sonido de las trompetas de la liturgia en
manos de sacerdotes.
La alabanza es adoración. Alabar a Dios es tratar a Dios como Dios en la majestad de su gloria.
Jueves
Salmo 97
Con el Salmo 97 cantamos al Señor: “Canten al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas;
su diestra le ha dado la victoria, su santo brazo. El Señor da a conocer su victoria…”.
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Nosotros, que hemos recibido la plenitud de la revelación, estamos en óptimas condiciones para
entender tales maravillas: se trata de la victoria de Cristo, autor de nuestra Redención, manifestada en su
Misterio Pascual: nunca se oyó cosa semejante. Su diestra le ha dado la victoria: es decir, para salvarnos por
medio de su Muerte y Resurrección, el Señor no necesitó ayuda extraña.
Y esas maravillas de las que habla el salmo -comenta Jerónimo- responden a aquellas otras del
Antiguo Testamento. De un modo semejante a como Eliseo (4 Re 4: 34 ss) se contrajo al postrarse sobre el
cadáver del hijo de la viuda -ojos sobre ojos, manos sobre manos,...- para resucitarle, así también el Señor ha
asumido la forma de hombre y se ha contraído para constituirnos en hijos de la Resurrección.
También el salmo de hoy es un buen ejemplo para un ejercicio de admiración y de alabanza frente a
las maravillas de Dios, que culminan en el centro de la fe cristiana, la vida y la obra de Cristo Jesús, Rey de
la paz y Rey del universo.
Viernes
Salmo 46 2-3.4-5.6-7
Este salmo aclama a Dios como rey universal; parece oírse en él el eco de una gran victoria: Dios nos
somete los pueblos y nos sojuzga las naciones. Posiblemente, este texto es un himno litúrgico para la
entronización del arca después de una procesión litúrgica -Dios asciende entre aclamaciones- o bien un canto
para alguna de las fiestas reales en que el pueblo aclama a su Señor, bajo la figura del monarca.
Nosotros con este canto aclamamos a Cristo resucitado, en la hora misma de su resurrección. El
Señor sube a la derecha del Padre, y a nosotros nos ha escogido como su heredad. Su triunfo es, pues,
nuestro triunfo e incluso la victoria de toda la humanidad, porque fue “por nosotros los hombres y por
nuestra salvación que «subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre”. Por ello, no sólo la Iglesia, sino
incluso todos los pueblos deben batir palmas y aclamar a Dios con gritos de júbilo.
El salmo 46 tiene un puesto privilegiado en la liturgia de la Ascensión del Señor. Por medio de él, la
Iglesia celebra el triunfo de Cristo al fin de su vida mortal y su entrada solemne en el Cielo, después de
haber conquistado para nosotros la Tierra Prometida. El salmo, pues, nos ayuda a asistir al momento
culminante de la Pascua del Señor Resucitado, a su entronización y glorificación.
Ellas muestran hasta qué punto la debilidad se ha convertido en fortaleza, la mortalidad en eternidad
y los ultrajes en gloria. Mientras se elevaba en su naturaleza humana, comenzó, sin embargo, a estar
inefablemente más cercano en su Divinidad pues, gracias a la fe, ya no era preciso sentir la necesidad de
palpar la sustancia corpórea de Cristo.
Sábado
Salmo 46, 2-3.8-9.10
“Aclamen a Dios con gritos de júbilo, porque Dios es el rey del mundo”. La liturgia cristiana ha
aplicado este salmo a la Ascensión del Señor. Partiendo de su escondimiento, cumplió su peregrinación,
hasta ser exaltado y sentarse en el trono del cielo; desde allí afirma su dominio sobre todos los pueblos,
uniendo a gentiles con los hijos de Abrahán y preparando su reino definitivo.
Asistimos a la entronización y glorificación del Señor Resucitado, que se va produciendo y
manifestando en el ininterrumpido proceso de nuestra historia. Confesamos que Jesús, nacido como los
hombres, “de mujer”, y muerto como los esclavos, “en cruz”, está a la derecha del Padre en el cielo, es decir,
en el núcleo de todo lo que existe, dándole consistencia.
Testigos de esta presencia transformadora, intentemos contagiar una experiencia capaz de cambiar de
signo el derrotismo, la desesperanza y la angustia vital de nuestros hermanos.-Con este salmo celebramos al Verbo Creador para concluir con una visión de Cristo Resucitado,
coronado de gloria y dignidad (v. 6), segundo Adán. En la Creación actúa ciertamente el amor, pero
sobresale el poder. En la restauración -segunda creación- brilla, por encima de todo, el amor. De esta forma
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el salmo dispone a la celebración ya cercana del Domingo, día en que se inició la creación y alcanzó su cenit
la historia de la salvación.
SÉPTIMA SEMANA
Lunes
Salmo 67, 2-7
“Los justos se alegran, gozan en la presencia de Dios, rebosando de alegría”. La confianza auténtica
siempre experimenta a Dios como amor, a pesar de que en ocasiones sea difícil intuir el recorrido de su
acción. Queda claro que “el Señor guarda a los sencillos» (versículo 6). Por tanto, en la miseria y en el
abandono, se puede contar con él, «padre de los huérfanos y tutor de las viudas” (Salmo 67,6).
Si se violan los derechos de los pobres, no se cumple sólo un acto políticamente injusto y
moralmente inicuo. Para la Biblia se perpetra también un acto contra Dios, un delito religioso, pues el Señor
es el tutor y el defensor de los oprimidos, de las viudas, de los huérfanos (Cfr. Salmo 67, 6), es decir, de
quienes no tienen protectores humanos.
El Dios de los “pobres”, el que ha escrito en su tarjeta de visita: “Padre de los huérfanos y defensor
de las viudas”, pone todo su poder al servicio de quienes ama con predilección, para disipar a sus enemigos,
“como la cera se derrite al fuego”; en cambio, desde su templo santo, a huérfanos y a viudas da su auxilio”.
Martes
Salmo 67, 10-11.20-21 Reyes de la tierra cantad al Señor
Dios ha sido nuestra fortaleza, nuestro poderoso protector, nuestro amparo, nuestro auxilio. Dios
jamás nos ha abandonado en nuestros sufrimientos, en nuestras pobrezas y enfermedades. Como Padre lleno
de amor por sus Hijos Él nos ha colmado de sus favores.
Más aún, viéndonos desorientados como ovejas sin Pastor, envió a su propio Hijo para que quienes
creamos en Él, en Él tengamos el perdón de nuestros pecados y la vida eterna. Esos bienes y esa herencia es
lo que el Señor ha preparado para los pobres, que somos nosotros. Por eso sea Él bendito ahora y por
siempre, pues nos lleva sobre sus alas para salvarnos y librarnos de la muerte.
“Nuestro Dios es un Dios que salva”. En concreto Dios – que ha obrado la salvación por Cristo y el
don del Espíritu – entrega su salvación por medio de la predicación: por la palabra. De forma que, en
concreto es la palabra la que salva. El acontecimiento salvífico actual es la irrupción de la palabra divina que
da la salvación.
Esta palabra divina que salva es proclamada por la Iglesia, es el don de la Iglesia, y la acción
poderosa del poder salvador de Dios en Ella. Jesús es el Dios que salva, que ama y que da vida.
Miércoles
Salmo 67, 29-30.33-36
“Reyes de la tierra, canten a Dios (…) Denle gloria al Señor”, para proclamar “sus maravillas”. El
gesto central ante la Ascensión de nuestro Redentor a la derecha del Padre, ha de ser un canto de adoración,
alabanza y bendición.
Nos alegramos al ver a nuestro rey victorioso y esperamos, que ha llegado a su plenitud, que al final
del camino de nuestra vida, contemplaremos “cara a cara, la hermosura infinita” de la gloria de Dios. Cada
vez que comulgamos con el cuerpo y la sangre de Jesús recibimos el alimento para nuestro camino de ahora,
pero también la prenda -en anticipo- de la comunión plena en la tierra de Dios que es el cielo, entonces le
daremos plenamente gloria a nuestro Dios.
265
El Señor quiere que nosotros seamos suyos, y que lo glorifiquemos con una vida intachable. Algún
día vendrá, lleno de gloria. Entonces habrá terminado el año de gracia, y el Señor aparecerá como juez de
todas las naciones. Pero quienes le hayamos vivido y perseverado fieles hasta el final no tendremos ningún
temor, pues permaneceremos de pie en su presencia. Por eso, ya desde ahora, dejemos que la Gloria del
Señor resplandezca sobre el rostro de su Iglesia porque nuestras buenas obras manifiesten que, en verdad,
Dios permanece en nosotros y nosotros en Él.
Jueves
Salmo 15
“Protégeme, Dios mío, pues tú eres mi refugio”. Es un salmo de confianza absoluta en el Señor que
hace justicia, a pesar de estar viviendo una situación dramática y de que su vida corra peligro.
“El Señor es la parte que me ha tocado en herencia”. El salmo 15 desarrolla el símbolo de la
“heredad”. En efecto, se habla de “lote de mi heredad, copa, suerte”. Estas palabras se usaban para describir
el don de la tierra prometida al pueblo de Israel. Ahora bien, sabemos que la única tribu que no había
recibido un lote de tierra era la de los levitas, porque el Señor mismo constituía su heredad. El salmista
declara precisamente: “El señor es el lote de mi heredad. (...) Me encanta mi heredad” (Sal 15,5-6). Así pues,
da la impresión de que es un sacerdote que proclama la alegría de estar totalmente consagrado al servicio de
Dios.
San Agustín comenta: “El salmista no dice: ‘Oh Dios, dame una heredad. ¿Qué me darás como
heredad?’, sino que dice: ‘Todo lo que tú puedes darme fuera de ti, carece de valor. Sé tú mismo mi heredad.
A ti es a quien amo’. (...) Esperar a Dios de Dios, ser colmado de Dios por Dios. Él te basta, fuera de él nada
te puede bastar” (Sermón 334, 3: PL 38, 1469).
Quien ha encontrado en la vida cristiana con la experiencia del encuentro con Jesús, no sufre ningún
tipo de desencanto. Porque no nace su experiencia de la huida, sino del amor de Dios, en el que encuentra su
protección y su refugio. El Señor fue y sigue siendo el refugio de nuestra vida, el lote de nuestra herencia,
lote hermoso y encantador. En Él está la suerte de nuestro porvenir y de nuestra liberación.
Nuestra vida en el Espíritu Santo es fuente de felicidad, de gozo interior, de serenidad. Es como
caminar por el sendero de la vida, que conduce a un encuentro más pleno y definitivo con el Padre.
Tú, Dios nuestro, eres nuestro bien, la parte de nuestra heredad y nuestra copa. Nos ha tocado el lote
hermoso de servirte en los asuntos del Señor, y nos encanta nuestra heredad. Instrúyenos en todo momento
para que permanezcamos fieles en tu servicio y no busquemos la propia satisfacción adorando a los dioses y
señores de la tierra. Te lo pedimos, Padre, por Jesucristo nuestro Señor.
Viernes
Salmo 102
“Bendice al Señor, alma mía, y no olvides sus beneficios…” El salmo 102 se ha condensado todas
las vibraciones de la ternura humana, transferidas esta vez a los espacios divinos. Desde el versículo primero
entra el salmista en el escenario, conmovido por la benevolencia divina y levantando en alto el estandarte de
la gratitud; salta desde el fondo de sí mismo, dirigiendo a sí mismo la palabra, expresándose en singular que,
gramaticalmente, denota un grado intenso de intimidad, utilizando la expresión “alma mía” y concluyendo
enseguida “con todo mi ser”.
En el versículo segundo continúa todavía en el mismo modo personal, dialogando consigo mismo,
conminándose con un –“no olvides sus beneficios”. E inmediatamente, -y siempre recordándose a sí mismodespliega una visión panorámica ante la pantalla de su mente: el Señor perdona las culpas, sana las
enfermedades y te ha librado de las garras de la muerte (v. 3-4). No sólo eso: y aquí el salmista se deja
arrastrar por una impetuosa corriente, llena de inspiración: “te colma de gracia y ternura, sacia de bienes
todos tus anhelos y como un águila se renueva tu juventud” (v. 4-5).
266
Lo primero que el salmista agradece a Dios es el perdón de sus pecados, el perdón generoso de Dios.
Este perdón lo suelen cantar con frecuencia los salmos: “Dichoso el que está absuelto de su culpa, a quien le
han sepultado su pecado”.
Cada uno de nosotros, como personas particulares y como Iglesia, tenemos todavía más motivos que
el poeta-salmista que compuso este Salmo para bendecir a Dios por su cercanía y su amor.
Cada vez que celebramos la Eucaristía (= bendición, acción de gracias) estamos ejercitando esta
actitud de admiración y alabanza a la que el salmo 102 nos invita. Cada vez que celebramos el sacramento
de la Reconciliación experimentamos el perdón de Dios y la alegría de una nueva vida: la juventud del
águila que remonta de nuevo el vuelo.
Sábado
Salmo 10
“El Señor verá a los justos con complacencia”. Frente a todas las medidas de prudencia humana está
la fe en un Ser superior, que está por encima de todos los hombres, pues tiene en los cielos su trono (v. 3).
Desde allí contempla la marcha de los acontecimientos entre los hombres. Su palacio es santo, porque se
halla lejos de toda contaminación terrenal.
El salmista destaca esta trascendencia y superioridad de Dios sobre los hombres para dar a entender a
sus interlocutores lo pequeños que son sus enemigos al lado de Él. Sus maquinaciones no se ocultan al que
desde la atalaya celeste contempla a los hombres. Yahvé está allí entronizado no sólo como Rey de la
creación, sino como Juez de la historia humana; por eso sus pupilas escudriñan a los hijos de los hombres.
Pero prueba al justo y al impío, para aquilatar el grado de virtud y de malicia en cada uno de ellos. Su
providencia se mueve a impulsos de las exigencias de la justicia y la equidad, y, por tanto, no abandonará al
justo que sufre ni dejará de castigar al que injustamente ataca al virtuoso. Por exigencias de su justicia odia
la violencia (v. 5).
Dios ama la justicia, y por eso, algún día, los rectos contemplarán su faz o rostro de Dios, que
equivale a servirle, a asistir a su culto en el santuario o a participar de su benevolencia y protección.
Innumerables justos, a lo largo de la historia, han sido los justos, en los que la mirada de Dios se ha
complacido, y lo contemplan eternamente. Muchas narraciones describen la confianza de los mártires
cristianos ante los tormentos y su firmeza, que les daba fuerzas para resistir la prueba.
En los Hechos de Euplo, diácono de Catania, que murió hacia el año 304 bajo el emperador
Diocleciano, el mártir irrumpe espontáneamente en esta serie de plegarias: “¡Gracias, oh Cristo!, protégeme,
porque sufro por ti... Adoro al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo. Adoro a la santísima Trinidad... ¡Gracias,
oh Cristo! ¡Ven en mi ayuda, oh Cristo! Por ti sufro, oh Cristo... Es grande tu gloria, oh Señor, en los siervos
que te has dignado llamar a ti... Te doy gracias, Señor Jesucristo, porque tu fuerza me ha consolado; no has
permitido que mi alma pereciera con los malvados, y me has concedido la gracia de tu nombre…” (A.
Hamman, Preghiere dei primi cristiani, Milán 1955, pp. 72-73).
267
268
TIEMPO ORDINARIO
Después de Pentecostés sigue el Segundo tiempo ordinario del Año, que termina con la fiesta de
Cristo Rey.
El eje del Año es la Pascua. Los tiempos fuertes son el Adviento y la Cuaresma.
Durante el Adviento, Navidad y Epifanía se revive la espera gozosa del Mesías en la Encarnación.
Hay una preocupación para la venida del Señor al final de los tiempos: ‘Vino, viene y volverá’.
En la Cuaresma, se revive la marcha de Israel por el desierto y la subida de Jesús a Jerusalén. Se vive
el Misterio de la Muerte y Resurrección de Cristo: ‘Conversión y Meditación de la palabra de Dios’.
En el Tiempo Pascual se vive la Pascua, Ascensión y Pentecostés en 50 días. Se celebra el gran
domingo: ‘Ha muerto, vive, ¡Ven Señor Jesús!’.
En los tiempos ordinarios, la Iglesia sigue contruyendo el Reino de Cristo movida por el Espíritu y
alimentada por la palabra: ‘El Espíritu hace de la Iglesia el Cuerpo de Cristo, hoy’
Segundo tiempo ordinario: Después de Pentecostés sigue el Segundo tiempo ordinario del año
litúrgico que termina con la fiesta de Cristo Rey. En los tiempos ordinarios, la Iglesia sigue construyendo el
Reino de Cristo movida por el Espíritu y alimentada por la Palabra: “El Espíritu hace de la Iglesia el cuerpo
de Cristo, hoy”.
Cabe destacar que el eje del Año litúrgico es la Pascua, mientras que los considerados tiempos
fuertes son el Adviento y la Cuaresma. Durante el Adviento, Navidad y Epifanía se revive la espera gozosa
del Mesías en la Encarnación. Hay una preparación para la venida del Señor al final de los tiempos: “Vino,
viene y volverá”.
En la Cuaresma, se revive la marcha de Israel por el desierto y la subida de Jesús a Jerusalén. Se vive
el misterio de la Muerte y Resurrección de Cristo: “Conversión y meditación de la palabra de Dios”.
Las fiestas que cambian año con año, son las siguientes: Miércoles de Ceniza, Semana Santa, La Ascensión
del Señor, Pentecostés y la Fiesta de Cristo Rey.
Existen fiestas litúrgicas que nunca cambian de fecha, como por ejemplo: Navidad, Epifanía,
Candelaria, Fiesta de san Pedro y san Pablo, La Asunción de la Virgen y la Fiesta de todos los santos.
El domingo siguiente al 6 enero se celebra la Epifanía. Al día siguiente comenzamos con el llamado
Tiempo Ordinario que tiene una duración de 5 a 9 semanas. Con el Miércoles de Ceniza inicia el tiempo de
Cuaresma (40 días). Del Jueves Santo a Sábado Santo conmemoramos la Vigilia Pascual que es el centro del
Año Litúrgico. En tanto, con el domingo de Resurrección comienza el tiempo de Pascua que dura 50 días. Al
siguiente domingo se celebra la fiesta de Pentecostés o Venida del Espíritu Santo. Con ella, damos inicio a
un segundo Tiempo Ordinario (21 a 25 semanas) y precisamente el último domingo ordinario se conmemora
la fiesta de “Cristo Rey”, con la cual concluye el año litúrgico.
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En el Primer y Segundo tiempo ordinario del Año litúrgico, no se celebra ningún aspecto concreto
del misterio de Cristo. En ambos tiempos se profundizan los distintos momentos históricos de la vida de
Cristo para adentrarnos en la historia de la Salvación.
SEMANA SEXTA
Lunes
Salmo 118
“Obedezco tus palabras… instrúyeme en tus leyes…” Este salmo es una alabanza a la Ley y a la
Palabra divina, que es manifestación del misterio de Dios y una guía moral para la existencia del fiel. El
salmista está seguro de que el Señor escuchará a quien ha pasado la noche orando, esperando y meditando en
la Palabra divina.
“Mi ley es Cristo”, decía Pablo. Nuestra ley, nuestro mandamiento es Cristo. Su seguimiento, nuestra
norma. El Evangelio es para nosotros una interpelación constante al seguimiento.
Los mandamientos no son más que una derivación del amor en su doble vertiente: a Dios y al
prójimo. Si amamos a Dios, a Cristo, guardaremos sus mandamientos. Así llevaremos con honra el nombre
de amigos que Cristo nos da. Esta amistad demostrada termina, por necesidad, en la vida prometida a quien
guarda los mandamientos. El amor y cercanía de Dios al hombre es lo que celebramos con nuestro salmo de
este día.
Señor Dios nuestro, al llegar la plenitud de los tiempos enviaste a tu Hijo para llevar la Ley a su
cumplimiento; Él nos dio el mandamiento del amor. Concédenos guardar tus leyes y cumplir tus decretos
para que no deshonremos el nombre de amigos que Cristo nos concedió. Te lo pedimos por el mismo
Jesucristo nuestro Señor.
Martes
Salmo 93
“Señor, Dichoso el hombre a quien tú educas, al que enseñas tu ley”. Dios nos va educando a lo largo
de toda nuestra vida. Él nos educa y enseña a cumplir sus mandamientos. Si nos dejamos instruir por Él y le
somos fieles, entonces vendrá a nosotros y hará en nosotros su morada. Y entonces, teniendo a Dios, jamás
vacilaremos, pues Él saldrá en defensa nuestra, ya que Él no rechaza a los suyos ni los deja desamparados.
A Jesús Dios lo libró de sus enemigos, no porque acabara con ellos haciendo que murieran, sino
porque a Él lo resucitó y lo libró así de la muerte, que era el último enemigo a vencer. Desde entonces
sabemos que no debemos temer a los que matan el cuerpo, sino más bien a quien puede arrojar al fuego
eterno tanto al cuerpo como al alma.
Enséñame a través de tu presencia, de tu palabra, de tu gracia. Hazme ver las cosas como tú las ves;
hazme valorar lo que tú valoras y rechazar lo que tú rechazas. Hazme confiar en tu providencia y creer en la
bondad de los hombres aun cuando me hagan daño o me desprecien. Hazme tener fe en tu acción entre los
hombres para que encuentre alegría en la esperanza de la venida del Reino.
Enséñame, Señor, enséñame día a día; haz que me entienda mejor a mi mismo, a la vida y a ti.
Enciende en mi mente la luz de tu entender para que guíe mis pasos a lo largo del camino que lleva a ti.
Miércoles
Salmo 14, 2-5
“¿Quién puede habitar en tu monte santo, Señor?”. Este salmo se titula El huésped de Dios. Es una
síntesis de moral. ¿Quién es grato al Señor? En esta bellísima composición encontramos el código moral del
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fiel que aspira a vivir en intimidad con Dios en el santuario de Jerusalén. Sólo el hombre íntegro, justo y fiel
puede tener acceso a la corte del Dios de Israel.
Nada contaminado puede entrar en relación con Yahvé, que vive en una atmósfera de santidad y
pureza. Para acercarse a Él es preciso “santificarse” con ritos especiales de purificación y, sobre todo, tener
ciertas cualidades morales excepcionales.
Para poder acercarse dignamente y ser huésped del santuario se debe llevar una vida en conformidad
con las prescripciones divinas, obrando con justicia y rectitud, lo que implica sinceridad en las relaciones
con el prójimo, ausencia de engaño y abstención de todo lo que pueda causar daño o injuria al prójimo. Se
enumeran diez condiciones para la integridad de la vida moral en su manifestación de palabra y obra.
Los compromisos enumerados por el salmista, que podrán constituir la base de un examen de
conciencia personal cuando nos preparemos para confesar nuestras culpas a fin de ser admitidos a la
comunión con el Señor en la celebración litúrgica.
Los tres primeros compromisos son de índole general y expresan una opción ética: seguir el camino
de la integridad moral, de la práctica de la justicia y, por último, de la sinceridad perfecta al hablar (Cfr. Sal
14,2).
Siguen tres deberes que podríamos definir de relación con el prójimo: eliminar la calumnia de
nuestra lengua, evitar toda acción que pueda causar daño a nuestro hermano, no difamar a los que viven a
nuestro lado cada día (Cfr. v. 3).
Viene luego la exigencia de una clara toma de posición en el ámbito social: considerar despreciable
al impío y honrar a los que temen al Señor.
Por último, se enumeran los últimos tres preceptos para examinar la conciencia: ser fieles a la palabra
dada, al juramento, incluso en el caso de que se sigan consecuencias negativas para nosotros; no prestar
dinero con usura, delito que también en nuestros días es una infame realidad, capaz de estrangular la vida de
muchas personas; y, por último, evitar cualquier tipo de corrupción en la vida pública, otro compromiso que
es preciso practicar con rigor también en nuestro tiempo (cf. v. 5).
Seguir este camino de decisiones morales auténticas significa estar preparados para el encuentro con
el Señor. También Jesús, en el Sermón de la montaña, propondrá su propia “liturgia de ingreso” esencial:
“Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo contra ti,
deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y
presentas tu ofrenda” (Mt 5,23-24).
Jueves
Salmo 33, 2-3.4-5.6-7
Dichoso el hombre que confía en el Señor, pues jamás será decepcionado. Maldito el hombre que
confía en el hombre, pues en el día de la prueba se encontrará desamparado como cardo en el desierto.
Hagamos la prueba, confiemos en el Señor y saltaremos de gusto, pues el Señor jamás abandona a
quienes han puesto en Él su esperanza. Puestos en manos de Dios Él velará por nosotros; Él nos librará de
nuestros enemigos y de nuestras angustias; y Él escuchará nuestros clamores y les dará respuesta pronta.
Dios es nuestro Padre y nos contempla como a sus hijos amados.
“Nada les falta a los que le temen, los ricos empobrecen y pasan hambre, los que buscan al Señor no
carecen de nada”. Sus oídos están siempre atentos a las peticiones y a las súplicas de sus fieles. Cuando uno
clama a Dios, lo escucha y lo atiende, le libra de sus angustias, porque el Señor está cerca de los atribulados,
de los abatidos y perseguidos, y él les devuelve la vida y la esperanza. El salmista insiste en la confianza, en
la idea de la pronta intervención de Dios. El justo está bajo las alas protectoras del Señor y nada le puede
afectar.
Viernes
Salmo 111
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El salmo 111, nos dice que quien cumple los mandamientos se le prometen tres formas de dicha:
numerosa posteridad, prosperidad en los negocios materiales, inmunidad contra los ataques de la desgracia,
de los malvados, de la mala fortuna...
Los rasgos que definen al hombre justo en las páginas de la Biblia y en los versos de este salmo son
“El justo teme al Señor, ama de corazón sus mandatos, es clemente y compasivo, reparte limosna a los
pobres, su caridad es constante”. La búsqueda de la perfección, la santidad está al alcance, y la justicia se
encuentra en casa. Amor a los mandatos del Señor y compasión para ayudar al pobre.
Muchas son las bendiciones que Dios acumula sobre la cabeza del justo: “Su linaje será poderoso en
la tierra, en su casa habrá riquezas y abundancia; jamás vacilará, no temerá las malas noticias, su recuerdo
será perpetuo”. También son bendiciones sencillas para el hombre sencillo. Prosperidad en su casa y
seguridad en su vida. Las bendiciones de la tierra como anticipo de las del cielo. El justo sabe que la mano
de Dios le protege en esta vida, y espera, en confianza y sencillez, que le siga protegiendo para siempre.
“¡Dichoso quien teme al Señor!”.
Señor, Tú que eres el Amor, haz que nos asemejemos a Ti. Señor, Tú que eres luz, da a nuestras
vidas el brillo de un día sencillo y vivido en el amor. Señor, Tú que eres Santo, haz que busquemos la
perfección en las cosas grandes y pequeñas de nuestro día.
Sábado
Salmo 11, 2-3.4-5.7-8
El salmista expresa su absoluta confianza en el Señor que hace justicia, a pesar de estar
viviendo una situación dramática y de que su vida corra peligro. En esta segunda parte del salmo 11, que
hemos escuchado, el justo se dedica a exponer las razones por las que ha depositado una confianza total en
el Señor: éste es el juez que hace justicia, que ama al justo y odia a los que aman la violencia. Es un precioso
retrato de Dios y de sus acciones en favor de la justicia.
La violencia de los malvados, los atentados, la corrupción no asustan ni paralizan al justo. Este
confía en el Dios juez, que lo ve todo (4) y que hace justicia, poniendo fin a todas las injusticias que
engendran violencia, impunidad y una corrupción cada vez mayor.
Dios lo ve todo y a todos, nada escapa a su mirada penetrante (4). Esta mirada conoce al ser humano
por dentro, de modo que las decisiones que toma como juez no son parciales. Odia a los que aman la
violencia (5) y dicta sentencia: una lluvia de brasas y azufre, a la que se añade un violento huracán,
constituyen la herencia de los malvados e injustos (6).
Que el Dios de la Alianza, el Dios del amor, nos impulse a la confianza, pues, Él es el aliado del
justo y del pueblo en la lucha por una sociedad renovada, el compañero que sostiene y defiende la causa
de la justicia.
SEMANA SÉPTIMA
Lunes
Salmo 18, 8.9.10.15
“Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón”. La Ley del Señor es perfecta, pues no ha
sido elaborada y promulgada por personas humanas, falibles como nosotros. Dios sabe cuáles son los
caminos que nos conducen a un encuentro personal con Él, para recibir su perdón, su amor y su salvación.
Por eso en la Ley del Señor encontramos reflejada la Sabiduría de Dios y sus preceptos se convierten para
nosotros en luz que ilumina nuestro camino.
Cumplir confiada y amorosamente la Ley del Señor nos hace ser un signo de su Amor y de su
Sabiduría para todos los pueblos. Sin embargo, llegada la plenitud de los tiempos, Aquel que es la Sabiduría
272
eterna, engendrada por el Padre Dios antes de todos los tiempos, se hizo uno de nosotros y se convirtió en el
único Camino, en el único Nombre bajo el cual podemos alcanzar la salvación, la unión plena con Dios, no
como siervos sino como hijos suyos.
Reavivemos nuestra fe en Cristo para que, a través del tiempo, nosotros seamos un signo de esa
Sabiduría de Dios para cuantos nos traten.
Martes
Salmo 54
“¡Quién me diera alas de paloma para volar y descansar! Desde luego que no necesitamos alas como
aves para ir a buscar a Dios, sino ponernos en soledad y mirarle dentro de sí y no extrañarnos de tan buen
huésped; sino con gran humildad hablarle como a padre, pedirle como a padre, contarle nuestros trabajos,
pedirle remedio para ellos, entendiendo que no somos dignos de ser sus hijos, pero, sin embargo, sabiendo
que él nos ama.
“Confía tu suerte al Señor, y él te sostendrá: nunca permitirá que el justo perezca”. Para no caer en la
impaciencia y el pesimismo, que bloquean nuestra vida, tendremos que decirnos a nosotros mismos lo de
Ben Sira: “Confía en Dios, que él te ayudará, espera en él y te allanará el camino”. Y lo del salmo: “Confía
en el Señor y haz el bien, porque el Señor ama la justicia y no abandona a sus fieles. Encomienda tu camino
al Señor y él actuará”.
Hay momentos de oscuridad, sí, pero a la noche siempre le sigue la aurora. Hay crisis, pero los
túneles llegan a su final y aparece la luz. Hay Viernes Santo, y es trágico, pero desemboca en el Domingo de
la resurrección. Confiemos en Dios. Eso iluminará de sabiduría nuestra jornada.
Miércoles
Salmo 48
El salmo 48 es un poema de sabiduría sobre la vanidad de las riquezas y la brevedad de la vida. En el
contexto del salmo, rico viene a ser sinónimo de impío, y pobre equivalente a justo. Se trata de una de las
tentaciones constantes de la humanidad: aferrándose al dinero, al que se considera dotado de una fuerza
invencible, los hombres se engañan creyendo que pueden «comprar también la muerte», alejándola de sí.
Ha pasado ya un nuevo día de nuestra vida, y como él terminará también nuestro vivir en la tierra.
¿Por qué, pues, temer tanto ante males que sólo duran un instante? ¿Por qué habré de temer los días
aciagos?, se pregunta el salmista; y ¿por qué esperar tanto de nosotros mismos y desesperar ante nuestros
fracasos, si nadie puede salvarse a sí mimo?
Pero la sabiduría a que nos exhorta el salmista no es una sabiduría sólo negativa. Los días aciagos
terminarán, como termina la vida terrena de los sabios y de los ignorantes y como desaparecerán un día las
riquezas y todos los planes de los hombres satisfechos y confiados en sí mismos. Pero hay una salvación que
no desaparecerá -que el salmista sólo entrevé, pero que nosotros conocemos ya totalmente por la revelación
de Jesucristo-, porque, si bien es verdad que el hombre de por sí es como un animal que perece, que irá a
reunirse en el sepulcro con sus antepasados, este mismo hombre será salvado por Dios de las garras del
Abismo y el Señor le llevará consigo. Ésta es la esperanza cristiana, capaz de superar todo pesimismo
humano.
Consecuencia de esta doctrina es que no se debe tener envidia del que prospera en esta vida, pues sus
riquezas no le servirán para después de la muerte, y más bien acelerarán el fin del que las posee si no vive
según la ley divina (v. 18). Jesús dirigirá a sus oyentes esta pregunta inquietante: “¿Qué puede dar el
hombre a cambio de su vida?” (Mt 16,26). Ningún cambio es posible, porque la vida es don de Dios, que
“tiene en su mano el alma de todo ser viviente y el soplo de toda carne de hombre” (Jb 12,10).
Señor Dios, fuente y origen de toda sabiduría, haz que nuestra boca hable sabiamente y que sean
sensatas nuestras reflexiones: que, iluminados por tu palabra, no temamos los días aciagos ni envidiemos al
hombre que se enriquece y aumenta el fasto de su casa; que nuestra paz sea saber que tú nos salvas, nos
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sacas de las garras del Abismo y nos llevas contigo para que contigo vivamos, por los siglos de los siglos.
Amén.
Jueves
Salmo 18
El salmo nos hace profundizar en esta clave: “La ley del Señor es perfecta y es descanso del
alma;…tus palabras, Señor, son espíritu y vida... los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón”. La
Ley del Señor es perfecta, pues no ha sido promulgada por personas humanas, sino por el mismo Dios para
mostrarnos el camino que nos conduzca a Él.
Efectivamente, los preceptos del Decálogo establecen los fundamentos de la vocación del hombre,
formado a imagen de Dios. Prohíben lo que es contrario al amor de Dios y del prójimo y prescriben lo que le
es esencial. Esa Ley ha cumplido su misión llevándonos hasta Cristo, plenitud de la Ley, pues Él se ha
convertido en el único Camino que nos conduce al Padre.
Así, mediante la Sangre de Cristo se sella, entre Dios y la humanidad, la nueva y definitiva alianza:
Dios es nuestro Padre y nosotros somos sus hijos en Cristo Jesús. La Ley constituye, pues, la primera etapa
en el camino del Reino. Dios así, nos invita a la conversión y a la fe en Él mediante un camino de amor fiel,
cargando nuestra propia cruz, tras las huellas de Cristo, pasando por la muerte para llegar a la Gloria, que
Dios ha reservado para los que le vivan fieles.
Por eso vivamos en todo fieles a la voluntad de Dios; busquemos al Señor y hagamos de Él nuestro
refugio y salvación, hasta que Él sea todo en nosotros.
Viernes
Salmo 102
“El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia”. El salmo 102 habla del
amor misericordioso de Dios que perdona y ama como un padre a sus hijos.
¡La misericordia!, no hay otra palabra que mejor defina a Dios; ella expresa admirablemente los
rasgos fundamentales del rostro divino. Es, además, hija predilecta del amor y hermana de la sabiduría; nace
y vive entre el perdón y la ternura.
Todas las experiencias vividas por Israel a lo largo de los siglos, y por el salmista a lo largo de sus
años, están expresadas en esa fórmula que parece el artículo fundamental de la fe de Israel: “El Señor es
compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia” (v. 8).
Israel -y el salmista- que ha convivido largos tiempos con el Señor, con todas las alternativas y
altibajos de una prolongada convivencia, sabe por experiencia que el ser humano es oscilante, capaz de
deserción y de fidelidad pero que el Señor se mantiene inmutable en su fidelidad, no se cansa de perdonar,
comprende siempre porque sabe de qué barro estamos constituidos.
Para El perdonar es comprender, y comprender es saber: sabe que el hombre muchas veces hace lo
que no quiere y deja de hacer aquello que le gustaría hacer, que vive permanentemente en aquella
encrucijada entre la razón que ve claro el camino a seguir y los impulsos que lo arrastran por rumbos
contrarios.
Pero Dios "perdona, cura, rescata, colma de gracia, sacia de bienes, hace justicia, defiende,
enseña...",...el Señor es compasivo y misericordioso.
Sábado
Salmo 140
El salmista se siente acechado por dos graves peligros: el de sus malas inclinaciones y el de las
solicitaciones malignas de los enemigos de la ley de Dios, que le ponen tropiezos para caer y no seguir el
camino de la virtud. Por eso suplica que su oración sea agradable a Dios como el incienso del sacrificio
vespertino, y su elevación de manos (signo deprecativo) le sea acepta como ofrenda de la tarde.
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Tiene miedo a prevaricar de palabra, y por eso suplica que guarde sus labios cuidadosamente como
solícito centinela. No quiere adoptar el lenguaje de los impíos, que no saben valorar las exigencias de la ley
divina. Por otra parte, desconfía de sus propias inclinaciones, que se dejan llevar por lo más fácil, por la
pendiente del camino que conduce al mal.
De ningún modo quiere tomar parte en las francachelas de los impíos, en las que “comen el pan de la
maldad y beben el vino de la violencia” (Prov. 4,17). La vida licenciosa de los impíos es algo que repugna a
la sensibilidad religiosa de las almas selectas.
El mal nos envuelve como una fuerza anónima e incontrolable; llama a nuestras puertas de los modos
más insospechados. Cada uno de nosotros, nuestra comunidad, siente la amenaza de algo que le incita a la
infidelidad, al olvido de Dios, a la increencia.
Jesús mismo y su comunidad experimentaron la tentación y se sobrepusieron a ella con la oración, el
ayuno, la coherencia de vida. Nosotros, siguiendo sus pasos, elevamos nuestra súplica hacia el Dominador
del mundo para que nos dé fortaleza en la lucha; le pedimos que seamos capaces de dominar la lengua y el
corazón; que nos comunique su Espíritu para contrarrestar el influjo del pecado, del mal que intenta
contagiar, como cáncer, nuestra vocación y nuestra convivencia comunitaria.
Interpretemos al rezar este salmo aquella petición del Padrenuestro: “No nos dejes caer en la
tentación”. Suba nuestra oración hacia ti, Padre nuestro, como incienso en tu presencia: No permitas que
nuestro corazón se incline a la maldad cuando nos aceche el Maligno, antes asístenos con tu ayuda
protectora, ya que Tú eres refugio seguro para el indefenso. Guárdanos, Padre nuestro, en el momento de la
tentación, como guardaste a Jesús, tu Hijo amado, que vive y reina contigo por los siglos de los siglos.
Amén.
OCTAVA SEMANA
Lunes
Salmo 110
Este salmo se titula: Grandeza de las obras de Dios. Es un himno que canta los portentos realizados
por Dios en favor de su pueblo, portentos que han de ser constantemente recordados y agradecidos por sus
fieles, permaneciendo fieles a la alianza con Él y, en consecuencia, cumpliendo sus preceptos. “En el salmo
110 se agradece la bondad de Dios manifestada continuamente en sus obras. El temor de Dios o sentido filial
de su presencia, es la fuente de esa sabiduría cristiana que intuye en todo y en todos un mensaje de Dios
Amor”.
Todas las obras de Dios se caracterizan por su justicia y su verdad (v. 7), pues son la manifestación
de sus atributos esenciales; por eso, sus preceptos merecen confianza, pues están como sellados, sin que
puedan engañar a nadie ni ser ellos mismos defectibles.
El Salmo nos invita al final a descubrir las muchas cosas buenas que el Señor nos da cada día.
Nosotros vemos más fácilmente los aspectos negativos de nuestra vida. El Salmo nos invita a ver también
las cosas positivas, los numerosos dones que recibimos, para sentir así la gratitud, porque sólo un corazón
agradecido puede celebrar dignamente la gran liturgia de la gratitud, la Eucaristía.
Podemos decir, pues, que este salmo, que ya para Israel era un himno de renovación de la alianza, es
para nosotros como una nueva eucaristía vespertina que nos recuerda cómo el Señor ha hecho maravillas
memorables para con nosotros. En compañía de los rectos, pues, en la asamblea, recordando cómo la obra
de Dios es esplendor y belleza, demos gracias al Señor de todo corazón.
Dios de ternura y de amor, gloria de la Iglesia y gozo de todos los santos, danos la primicia de la
sabiduría que es tu temor y haz que sepamos admirar el esplendor y belleza de tu obra, para que, en
compañía de los rectos, en la asamblea, celebremos en la eucaristía, el memorial de tus maravillas,
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ofreciendo, por medio de ella, nuestro sacrificio de alabanza, y encontremos en este alimento que tú das a tus
fieles la prenda de nuestra esperanza. Te lo pedimos, Padre, por Jesucristo nuestro Señor.
Martes
Salmo 97
El salmo 97 es un himno al Señor rey del universo y de la historia (Cfr. v 6). Se define como “cántico
nuevo” (v 1), que en el lenguaje bíblico significa un canto perfecto, pleno, solemne, acompañado con música
de fiesta.
El salmo comienza con la proclamación de la intervención divina dentro de la historia de Israel (Cfr.
v 1-3). En el salmo encontramos las palabras “diestra” y “santo brazo”, que remiten al éxodo, a la liberación
de la esclavitud de Egipto (Cfr. v 1). La mano de Dios no ha sido ni es demasiado corta para salvar (Is 50,2).
En otro tiempo Israel fue salvado de Egipto por la mano poderosa de Dios, por su brazo extendido.
El brazo que nos salva es Jesús, salvado a su vez por la diestra del Altísimo. El brazo de Cristo, como
el de Dios, es todopoderoso, es salvador. Ese poder ha sido confiado a la Iglesia para que por medio de la
imposición de las manos siga rescatando, salvando a los hombres de la cautividad del pecado. Dios nos ha
conquistado el corazón a través de la humilde y poderosa benevolencia de su Hijo.
Somos testigos diarios de la victoria de nuestro Dios sobre el mal corazón, sobre los malos deseos,
sobre las mismas catástrofes aparentemente sin sentido. Hombres y mujeres de todas las razas son testigos
del Reino. Y por esto, entusiasmados, invitamos a toda la tierra a gritar, vitorear, aplaudir a este maravilloso
Dios-con-nosotros, que un día manifestará con todo su esplendor la fuerza que ahora únicamente nos
anticipa.
Dios y Señor poderoso, Jesús ha sido tu brazo derecho por el que nos has salvado; ha sido tu mano
con la cual nos has curado de nuestros males y nos has bendecido en nuestras desgracias; que sigamos
contemplando tu presencia salvadora en los sacramentos de la Iglesia. Te lo pedimos por el mismo Jesucristo
nuestro Señor.
Miércoles
Salmo 147
El salmo 147 nos propone un canto de acción de gracias por la paz y la prosperidad de Jerusalén, y,
sobre todo, por haberle dado el Señor la Ley por la que se distingue de todas las naciones, y que es prueba de
la predilección divina por Israel. “Glorifica al Señor, Jerusalén; alaba a tu Dios, Sión”.
En realidad, la Biblia es el tesoro del pueblo elegido, al que debe acudir con amor y adhesión fiel. Es
lo que dice Moisés a los judíos en el Deuteronomio: “¿Cuál es la gran nación cuyos preceptos y normas sean
tan justos como toda esta Ley que yo os expongo hoy?” (Dt 4,8).
Del mismo modo que hay dos acciones gloriosas de Dios, la creación y la historia, así existen dos
revelaciones: una inscrita en la naturaleza misma y abierta a todos; y la otra dada al pueblo elegido, que la
deberá testimoniar y comunicar a la humanidad entera, y que se halla contenida en la sagrada Escritura.
Aunque son dos revelaciones distintas, Dios es único, como es única su Palabra. Todo ha sido hecho por
medio de la Palabra -dirá el Prólogo del evangelio de san Juan- y sin ella no se ha hecho nada de cuanto
existe. Sin embargo, la Palabra también se hizo “carne”, es decir, entró en la historia y puso su morada entre
nosotros (cf. Jn 1,3.14).
A nosotros todo este poder de Dios nos aporta confianza y alegría: Alaba a tu Dios, Sión, que con su
palabra te alienta y con el pan de la eucaristía te anuncia su decreto de que te resucitará; glorifica al Señor,
Jerusalén, porque envía su mensaje a la tierra y te sacia con flor de harina.
Oh Dios todopoderoso, dueño de la naturaleza y señor de la historia, tú que tienes poder para poner
paz en nuestras fronteras y poder para mandar la nieve, el hielo, el frío y la escarcha, concede la paz a tus
hijos y sácialos con la flor de harina, para que se sientan seguros y esperanzados y vivan, con mayor entrega,
consagrados a tu alabanza. Por Jesucristo nuestro Señor.
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Jueves
Salmo 99
El salmo 99 que se acaba de proclamar es, ante todo la exhortación apremiante a la oración, descrita
claramente en dimensión litúrgica. Basta enumerar los verbos en imperativo que marcan el ritmo del salmo y
a los que se unen indicaciones de orden cultual: “Aclamen..., sirvan al Señor con alegría, entren en su
presencia con vítores. Sepan que el Señor es Dios... Entren por sus puertas con acción de gracias, por sus
atrios con himnos, dándole gracias y bendiciendo su nombre” (vv. 2-4). Se trata de una serie de invitaciones
no sólo a entrar en el área sagrada del templo a través de puertas y atrios (Cfr. Sal 14,1; 23,3.7-10), sino
también a aclamar a Dios con alegría.
Es una especie de hilo constante de alabanza que no se rompe jamás, expresándose en una profesión
continua de fe y amor. Es una alabanza que desde la tierra sube a Dios, pero que, al mismo tiempo, sostiene
el ánimo del creyente.
Toda la tierra, todos los hombres, deben sumarse a esta alabanza: Aclama al Señor, tierra entera.
Nosotros caminamos también procesionalmente siguiendo a Cristo, que ha pasado ya de este mundo al
Padre, y nos dirigimos hacia el verdadero atrio de Dios, el reino donde Cristo victorioso está sentado a la
derecha del Padre. Que la alegría y el canto sea pues el distintivo de los que creemos en el reinado que, ya en
este mundo, es objeto de nuestra esperanza y de nuestros anhelos.
En realidad, nuestro salmo se centra en lo esencial: que el Señor es bueno, que nosotros somos
hechura de Dios: su pueblo y ovejas de su rebaño. La finalidad no era tan sólo que los hijos y los hijos de los
hijos conozcan, sino que también «sepan»: que la fe llegue a la hondura cordial donde se «saborean» los
gozos íntimos. Pablo nos transmite lo que a su vez recibió de la comunidad o del Señor. La muerteresurrección del Señor, el inestimable gesto de la última Cena va pasando de corazón a corazón a través de
las generaciones. Son dos actos referentes a la Palabra de la vida. Contemplados, vistos y oídos por los
primeros, han llegado hasta nosotros, para que nosotros estemos en comunión con el Padre y con su Hijo,
Jesucristo. Así «sabemos» que Él es superbueno, que nosotros somos suyos, que somos su pueblo. ¡Qué
gozosa tradición que colma nuestro deleite! No la frenemos. Transmitámosla para que nuestro gozo sea
completo.
Somos tuyos, Señor, porque tú eres nuestro Dios y tú nos has hecho; concédenos servirte siempre
con alegría y bendecir tu nombre, hasta que, terminada nuestra peregrinación terrena, entremos en tu
presencia con vítores, confesando que tu misericordia ha sido eterna. Por Jesucristo nuestro Señor.
Viernes
Salmo Sal 149, 1-4
El salmo 149 tiene como título “Alegría de los santos” y como sentencia una frase de Hesiquio: “Los
hijos de la iglesia, nuevo pueblo de Dios, se alegran por su Rey, Cristo, el Señor”.
Nuestro rey y Señor no sólo es la causa de nuestra alegría, sino el modelo perfecto de la alegría. La
alegría de poder vivir en la paz de Dios, en el gozo de Dios. Su alegría es ver la acogida de la Palabra. Por
eso se queja de que hay pocos labradores para la mucha mies. Su alegría es la alegría de la conversión, y
contemplar la generosidad de aquella viuda. Alegría porque los pequeños tienen acceso a los misterios de
Dios.
La alegría de Jesús es una alegría misteriosa, inefable.
Su vida está acosada de persecución, angustia y calumnia, pero Él vive una alegría que nadie podrá
arrebatarle: “El Padre me conoce, y yo conozco al Padre”. Esa es la fuente de su gozo.
En la medida que uno es conquistado por Jesús, es conquistado por la alegría. Cuando los discípulos
de Emaús comentaban su encuentro con Jesús, decían: “¿No ardían nuestros corazones dentro de nosotros
mientras en el camino nos hablaba y nos declaraba las Escrituras?” (Lc 24,32)
277
No sólo les ardían los corazones por lo que Cristo les contaba, sino por el gozo de estar descubriendo
la historia del Mesías. Y como ellos no creían aún, de pura alegría y admiración les dijo: “¿Tenéis algo de
comer?” (Lc 24,41). En la aparición a los once, el encuentro con Cristo resucitado fue una explosión de
alegría. Era demasiado grande aquella visión. También Pedro en el lago, después de la Resurrección cuando
Juan dijo “es el Maestro”, saltó en paños menores por la alegría. Jesús es la alegría. La alegría sustancial,
eterna, infinita.
Al contemplar la alegría de Cristo y, lleno de Él nuestro corazón, vayamos a nuestro mundo cantando
“Ya no temo Señor la tristeza, Cristo está conmigo, ya no temo la tristeza”.
Sábado
Salmo 12
El Señor ha hecho maravillas con nosotros. Dios ha hecho maravillas en el corazón y en el actuar de
los limitados seres humanos, todo lo que somos y tenemos es obra de Dios; de nosotros sólo es lo limitado,
de Dios bien todo lo bueno.
Cada ser humano es una maravilla de Dios, es la creatura más perfecta, lo ha colmado de gracia y
bendición, lo ha colmado de toda clase de bienes materiales y espirituales… Es el único ser que Dios ama
por sí mismo.
Estamos rodeados por los dones de Dios: dones de la creación, del campo, de las tierras, de las
entrañas de la tierra, del agua, de la vida, de la salud... Todos son dones de Dios. Pero hay un don más
profundo, que es el don de la Iglesia, y este don empieza con nuestro Señor Jesucristo. Dios, nuestro
Creador, nuestro Padre, nos ha dado a su Hijo, a su Hijo hecho hombre, para que comparta nuestra vida y
nuestra condición humana. Jesucristo vivió en la tierra y su predicación fue una iluminación continua
y universal de todos los problemas y las oscuridades de nuestra existencia humana. Nos habló de Dios Padre,
nos habló del corazón de los hombres, nos habló de los criterios y de las normas con las cuales nos tenemos
que respetar y estimar y ayudar y querer en este mundo. Nos habló de la gran esperanza que tiene que
sostener nuestras actividades en todas las circunstancias.
La Eucaristía es don infinito de amor; bajo los signos del pan y del vino reconocemos y adoramos el
sacrifico único y perfecto de Cristo, ofrecido por nuestra salvación y por la de toda la humanidad. La
Eucaristía es realmente “el misterio que resume todas las maravillas que Dios realizó por nuestra salvación”
(Cfr. santo Tomás de Aquino, De sacr. Euch., cap.1)
Señor, Tú que te has dignado redimirnos y has querido hacernos hijos tuyos; míranos siempre con
amor de Padre y haz que cuantos creemos en Cristo tu Hijo, alcancemos la libertad verdadera y la herencia
eterna.
SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS
Viernes de la 3ª semana después de Pentecostés
Dios Padre nos ha concedido en el Corazón de su Hijo, tesoros inagotables de amor, de
misericordia y de cariño. Dios nos ama, San Pablo nos dice que el Padre, ni a su propio Hijo perdonó, sino
que le entregó a la muerte por todos nosotros, como prueba suprema de su amor.
El amor del Padre hace que su Hijo tome nuestra carne, es decir, nuestra condición humana, menos el
pecado. El amor se nos revela en la Encarnación, en ese andar redentor de Jesucristo por nuestra tierra, hasta
el sacrificio supremo de la Cruz. Y, en la Cruz, se manifiesta con un nuevo signo: uno de los soldados abrió
a Jesús el costado con una lanza, y al instante salió sangre y agua. Agua y sangre de Jesús que nos hablan de
una entrega realizada hasta el último extremo, por amor.
Hoy es un día en el que hemos de abrir nuestro corazón al Corazón de Jesús, y decidirnos por
trabajar para que el corazón de Jesús, su amor, viva y reine en el corazón de cada cristiano: Jesús desea estar
con cada uno, y trabajo nuestro es provocar que todo hombre o mujer tenga el deseo del amor de Jesús.
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Parece que el corazón humano ha caído en un desgano del amor de Jesús: los corazones dejan al
manantial de aguas vivas para hacerse cisternas agrietadas que el agua no retienen: están ciegos, con mucho
egoísmo, metidos en materialismo y el consumismo egoísta; y se cierran al amor del Sagrado Corazón de
Jesús.
¿Qué hacer ante esta realidad? conocer y amar el Corazón de Jesús; siendo personas de oración, que
nos lleve a la acción. Es una buena decisión de los Obispos mexicanos de renovar la consagración de
México al sagrado Corazón de Jesús. Esto nos pide reiniciar el camino al que nos invita san Pablo: que
Cristo habite por la fe en sus corazones; y que arraigados y cimentados en la caridad, podáis comprender con
todos los santos, cuál sea la anchura y la grandeza, la altura y la profundidad del misterio del amor de Dios.
Tengamos presente toda la riqueza que se encierra en el Sagrado Corazón de Jesús: cuando hablamos
de corazón humano nos referimos a los sentimientos, a toda la persona que quiere, que ama y trata a los
demás. Al corazón pertenecen la alegría: Así, contagiados del amor de Jesús, nuestro corazón en su corazón,
se ha de alegrar en su socorro; arrepentirse como cera que se derrite dentro de nuestro pecho; nuestro
corazón en su Corazón, se ha de alegrar cantando un cántico nuevo; teniendo un corazón bien dispuesto. Así
no caben la duda y ni el temor: no se turbe su corazón, crean en mí, nos dice.
Al recomendar la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, se nos está recomendando dirigirnos
íntegramente con todo nuestro ser, a Jesús. Así se concreta la verdadera devoción al Corazón de Jesús: en
conocer a Dios y conocernos a nosotros mismos, y en mirar a Jesús y acudir a El, para ser dignos portadores
de la grandeza del hombre que llevamos de cristianos.
Cuando nos hagamos verdaderos devotos del sagrado Corazón nuestra manera de ser cambiará.
Tendremos siempre hambre de Jesús: de su Palabra, su persona y su vida, para amarlo e imitarlo. Ésta es la
voluntad de Jesús: “si alguno tiene sed, venga a mí y beba”. Nos ofrece su Corazón, para que encontremos
allí nuestro descanso y nuestra fortaleza. Si aceptamos su llamada, comprobaremos que sus palabras son
verdaderas, y aumentará nuestra hambre y nuestra sed de Él, hasta desear que establezca en nuestro corazón
como lugar de su reposo.
María, reina de la paz, porque tuviste fe y creíste que se cumpliría el anuncio del Ángel,
ayúdanos a crecer en la fe, a ser firmes en la esperanza, a profundizar en el Amor.
NOVENA SEMANA
Lunes
Salmo 90
El salmo proclamado se trata de una bella oración de la tarde, que prepara a “reposar bajo la sombra
protectora del Todopoderoso”... La vida moderna es trepidante, agobiadora. Muchas personas se quejan de
no tener tiempo para orar a lo largo de su jornada. Debemos hacer de “la tarde” un “tiempo de relax”. Pero
esto, no es algo automático: hace falta quererlo y preverlo, teniendo por ejemplo en la mesa de noche un
libro espiritual, que nos recuerde oportunamente que debemos “culminar” nuestra jornada mediante algunos
minutos de plenitud interior, con Dios.
Este salmo 90 será particularmente útil para prepararnos a un sueño realmente reparador: pedimos a
Dios la tranquilidad, la calma, la esperanza. Cuánta gente, por el contrario, envenena sus noches con
preocupaciones y angustias, que turbarán su inconsciente, y su reposo. Qué útiles resultan estas frases de
confianza: “Digo al Señor: Tú eres mi refugio, mi fortaleza, mi Dios en quien confío... Su fidelidad es una
armadura y un escudo... No tiene nada que temer... Descansa a la sombra del Altísimo... La desgracia no
puede alcanzarte... Dios te protege”...
En esta misma línea podemos decir que el salmo 90, al final, es un desahogo al sentir la
caducidad del hombre, la brevedad de la vida, es súplica para que ese tramo corto de existencia se llene de
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sentido: A quien se acoge a mí yo lo defenderé y colmaré de honores; lo haré disfrutar de larga vida y haré
que pueda ver mi salvación. Nos podemos quedar con el corazón lleno d confianza en Dios y lleno de
confianza en Él: “Tú eres mi Dios y en ti confío”.
Martes
Salmo 89
Este salmo se titula: Fragilidad del hombre. El poeta lamenta la brevedad y miseria de la vida y pide
a Dios luz para por ella conocer la grandeza divina, ante la cual somos un día que ya pasó: nada. En ninguna
parte el hombre de la Biblia se expresa sobre la precariedad humana con acentos tan vehementes como en el
salmo 90. El salmista nos entrega su propia visión sobre la vida y la muerte, sobre lo eterno y lo transitorio,
con una extraña mezcla de lamentación y ternura.
Nuestra existencia tiene la fragilidad de la hierba que brota al alba; inmediatamente oye el silbido de
la hoz, que la reduce a un montón de heno. Muy pronto la lozanía de la vida deja paso a la aridez de la
muerte (cf. Sal 89,5-6; Is 40,6-7; Jb 14,1-2; Sal 102,14-16).
La gran lección: el Señor nos enseña a “contar nuestros días” para que, aceptándolos con sano
realismo, “adquiramos un corazón sensato” (v. 12). Pero el orante pide a Dios algo más: que su gracia
sostenga y alegre nuestros días, tan frágiles y marcados por la prueba; que nos haga gustar el sabor de la
esperanza, aunque la ola del tiempo parezca arrastrarnos. Sólo la gracia del Señor puede dar consistencia y
perennidad a nuestras acciones diarias: “Baje a nosotros la bondad del Señor, nuestro Dios; haz prosperar la
obra de nuestras manos, ¡prospere la obra de nuestras manos!” (v. 17).
Con la oración pedimos a Dios que un rayo de la eternidad penetre en nuestra breve vida y en nuestro
obrar. Con la presencia de la gracia divina en nosotros, una luz brillará en el fluir de los días, la miseria se
transformará en gloria y lo que parece sin sentido cobrará significado.
Dios y Señor del tiempo y de la eternidad, antes de que retornemos al polvo del que fuimos
formados, tu paciencia nos concede días y años, para que adquiramos un corazón sensato: que baje a
nosotros tu bondad y haga, durante este día, prósperas las obras de nuestras manos, para que se manifiesten
al mundo tu bondad y tu gloria. Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor.
Miércoles
Salmo 122
Este pequeño poema es emotivo por la sinceridad y vivacidad de los sentimientos que le animan:
sentimientos de dependencia absoluta, pero filialmente confiada ante a Dios; sentimiento de pena por el
desprecio y las injurias de los hombres, y deseo ardiente de ser al fin liberado. El poeta se siente frente a
Dios como un esclavo sin defensa, esperándolo todo de su señor.
El salmista, como hemos escuchado, utiliza la imagen del esclavo y de la esclava, que están
pendientes de su señor a la espera de una decisión liberadora. Como los esclavos dependen en todo de sus
señores y están pendientes de sus órdenes e insinuaciones, esperando de ellos que subvengan a sus
necesidades más elementales, así el piadoso lo espera todo de la justicia divina.
El justo espera que la mirada de Dios se revele en toda su ternura y bondad, como se lee en la antigua
bendición sacerdotal del libro de los Números: “Ilumine el Señor su rostro sobre ti y te sea propicio; el Señor
te muestre su rostro y te conceda la paz” (Nm 6,25-26).
3. La segunda parte del Salmo, caracterizada por la invocación: «Misericordia, Dios mío,
misericordia» (Sal 122,3), muestra cuán importante es la mirada amorosa de Dios. Está en continuidad con
el final de la primera parte, donde se reafirma la confianza «en el Señor, Dios nuestro, esperando su
misericordia» (v. 2).
Los fieles necesitan una intervención de Dios, porque se encuentran en una situación lamentable de
desprecio y burlas por parte de gente prepotente. El salmista utiliza aquí la imagen de la saciedad: “Estamos
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saciados de desprecios; nuestra alma está saciada del sarcasmo de los satisfechos, del desprecio de los
orgullosos” (vv. 3-4).
Ahora demos la palabra a san Ambrosio, que pondera poéticamente la obra que Dios realiza a favor
nuestro en Jesús, nuestro Salvador: “Cristo lo es todo para nosotros. Si quieres curar una herida, él es
médico; si tienes sed, es fuente; si estás oprimido por la iniquidad, es justicia; si necesitas ayuda, es fuerza;
si temes la muerte, es vida; si deseas el cielo, es camino; si huyes de las tinieblas, es luz; si buscas alimento,
es comida”46. También nosotros elevamos nuestra mirada y esperamos un gesto de benevolencia del Señor.
Jueves
Salmo 24
“Descúbrenos, Señor, tus caminos, guíanos con la verdad de tu doctrina. El camino es una imagen
frecuentísima para expresar la relación del hombre con Dios.
El Antiguo Testamento describe los designios de Dios como caminos: “Los caminos de Dios no son
nuestros caminos”: en el conocimiento y la obediencia del hombre a Dios va descubriendo sus huellas, sus
caminos. Para los cristianos, Jesús es el camino por excelencia al Padre, y, según el Libro de los Hechos, el
cristianismo se llegó a conocer como “el camino”.
No es extraño que los santos se hayan servido del símbolo del camino para designar y describir la
relación del hombre con Dios. Así, el término Camino significa que la relación con Dios no se consigue en
un momento aislado, que requiere un proceso continuado en el que hay pasos y etapas; en el que caben
progresos, estancamientos y retrocesos. “Camino”, también significa que se trata de un recorrido que hacer,
de unos pasos que dar. Que el conocimiento de Dios no consiste en saber sobre él; en conocer los pasos que
hay que dar, sino en darlos efectivamente. Los caminos de Dios son sus caminos hacia nosotros, y los que
nosotros recorremos siempre tienen algo de vuelta, de respuesta, de retorno.
Jesús es nuestro camino, caminar con Jesús resucitado, hemos de sentirnos seguros y no tener miedo
porque hará que nuestra sed de Dios sea luz y verdad, que nos guiará hasta el Monte del Señor. Es un
camino que requiere estar dispuestos, en todo momento, a querer entender lo que Dios nos pide. Estar
dispuestos, en todo momento, a no apartar jamás de nuestro corazón a Jesucristo y mantener siempre viva en
nuestro corazón la fe del Dios que da la vida.
Viernes
Salmo 118
“Quienes aman tus leyes, de inmensa pa disfrutan”. La ley es la voluntad de Dios que se revela para
ordenar la vida religiosa del hombre, su convivencia con Dios y con el prójimo: por eso es amable y perfecta
e inagotable la ley.
El salmista está continuamente hablando a Dios en segunda persona: la ley no es un orden objetivo
impersonal sino a una realidad muy personal. La ley es parte de la alianza, y parte de la revelación divina; es
voluntad de Dios hecha palabra para enseñar y guiar al hombre.
El salmista compara a la Ley con la lámpara o luz que le alumbra en el camino de la vida. Por eso
toma la resolución jurada de observar los mandamientos o decretos de la justicia divina. Pues la vida
humana está en continuo peligro, como gráficamente expresa la imagen mi alma está siempre en la palma de
la mano, o sea en un hilo, en peligro, entre lazos de enemigos. Pero su confianza está puesta en la ley de
Dios, a la que aprecia como una herencia: los preceptos de Yahvé constituyen la heredad o porción selecta
que le ha caído en suerte, y en ella está su regocijo y alegría, que le consuela en su lamento. Por eso se
propone con todo empeño cumplir cabalmente todas sus leyes.
Los cristianos no estamos en régimen de ley, sino en régimen de gracia; no vivimos por el
cumplimiento de unos mandatos, sino por la fe en Cristo. Ahora bien, el salmo nos da un par de puntos de
apoyo para realizar la trasposición cristiana:
46 La virginidad, 99: SALMO XIV, 2, Milán-Roma 1989, p. 81.
281
Ante todo, el tono intensamente personal: es decir, la ley como presencia de Dios, como
convivencia con Dios; Cristo, que es la Palabra, es la verdad y el camino, porque nos revela
la voluntad de Dios. Por Cristo personalizamos la ley.
En segundo lugar el salmo expresa una piedad personal honda, sin formalismo ni legalismo
(en la totalidad del salmo, quince veces suena la palabra corazón); por eso puede alimentar
una piedad entrañable.
Finalmente, las muchas súplicas dicen que ese amor del hombre a la ley y el cumplimiento de la
voluntad divina son también don de Dios, obra de Dios, gracia.
Sábado
Salmo 70
El tema de la vejez. Nunca como en nuestro mundo moderno la vejez ha sido una prueba terrible.
Cuanto más el hombre moderno logra curar las enfermedades, más siente el fracaso de no poder curarse de
la muerte. Cuanto más confort y bienestar proporcionan las técnicas y la ciencia, se hace más duro tener que
abandonar esta vida. Nunca como hoy, el anciano ha estado tan aislado: nuestros abuelos vivían casi siempre
en familia, con sus hijos... hay que experimentar el terrible sentimiento del abandono, esta impresión
humanamente dramática de haber cumplido su tiempo, como un viejo utensilio ya fuera de uso... hay que
afrontar lúcidamente esta cruel vivencia en que una cierta vida ha terminado, y que, aquel tiempo es
irreversible... para comulgar con la esperanza del salmista: sí, para el verdadero creyente, las leyes
biológicas y psicológicas de la vejez no influyen en quien espera la comunicación de la vida divina. ¡Nuestra
nueva juventud, está ante nosotros, en Dios! ¡Allí está la alegría!
El deseo de vivir. Todo este salmo protesta contra la pérdida de vitalidad, aun en nombre mismo de
la eternidad del amor: ya que Dios nos creó porque El nos ama (¡Desde el vientre de nuestra madre!), ¿cómo
podría El abandonarnos? La resurrección de los muertos, la Resurrección de Jesucristo, está prevista desde
toda la eternidad, y hace parte del proyecto inicial del creador. No acusemos jamás a Dios de haber hecho un
hombre mortal. Su único proyecto, es el de un ¡hombre resucitado!
SEMANA DÉCIMA
Lunes
Salmo 120
La Biblia de Jerusalén da a este salmo el título de El guardián de Israel. Este salmo, que recuerda a
los fieles que Dios los protege, era propio de los peregrinos que subían a Jerusalén por caminos difíciles.
Conviene igualmente a los cristianos en camino hacia la Jerusalén celestial.
El peregrino levanta sus ojos para contemplar en el horizonte las siluetas lejanas de los montes que
rodean la ciudad santa. En uno de ellos, la colina de Sión, descansa el trono de Dios. Justamente, desde el
santuario de Jerusalén provendrá el auxilio o socorro a los piadosos que se confían a su Dios, que es nada
menos que el Hacedor de cielos y tierra. Esta explicitación del salmista tiene por objeto sembrar confianza
en sus devotos, que podrían dudar antes de exponerse a los peligros de una dura peregrinación. El Creador,
con su omnipotencia, les garantiza su protección.
Una segunda voz concreta más esta idea de protección: Yahvé será tan solícito de sus siervos y
devotos, que no permitirá que resbalen sus pies. Yahvé no es un centinela que fácilmente se duerme en su
puesto de vigilancia, sino que estará constantemente en su puesto de guardia velando por los intereses de sus
devotos. El salmista repite con énfasis: no duerme; no duerme ni reposa, para sembrar confianza entre los
piadosos peregrinos que se acercan a la ciudad santa. La caravana de los peregrinos puede estar segura a la
sombra del guardián de Israel, que es el que plasmó los cielos y la tierra (v. 2).
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Dios de nuestro destierro, Tú quisiste que tu Hijo Jesús compartiera nuestra condición de peregrinos
y extranjeros y que se convirtiera para nosotros en el camino hacia ti; danos fuerza para superar los
obstáculos que surgen en nuestro peregrinar y acrecienta en nosotros el ansia de ir hacia ti. Te lo pedimos,
Padre, por el mismo Jesucristo nuestro Señor.
Martes
Salmo 4
El salmista está inmenso en una situación de tensión social, no se desespera ni busca seguridad en
otros medios, pone su confianza en Dios e invita a los demás a hacer lo mismo.
Se trata de la oración de alguien que ha visto su honor ultrajado. Los responsables de tal ultraje son acusados
de idolatría, descrita con las expresiones de “amar la falsedad” y “buscar el engaño”. Falsedad y engaño son
sinónimos de ídolos. Por lo tanto aquí tenemos un conflicto entre quien permanece fiel al Dios verdadero y
quienes se dejan seducir y arrastras por los “falsos dioses” o ídolos. El ultraje del que nos habla el salmista
no consiste solo en palabras sino en “aprieto y angustia”, lo que nos lleva a pensar en una persecución.
El Salmista ha sido fiel en la persecución gracias a la asistencia y ayuda de Dios que ha hecho “maravillas
en su favor”, escuchando el clamor de su oración.
Este salmo nos invita a confiar en el Señor, aún en medio de la persecución y nos recuerda que
nosotros hemos de ser luz, sal y fermento en medio de la masa y, precisamente porque en esa masa hay
muchos elementos adversos y contrarios al Amor de Dios, hemos de fortalecer nuestra fe y nuestra
esperanza en el Señor para poder seguir dando testimonio de la Verdad, que es Cristo, en medio de este
mundo, de nuestros ambientes, de nuestra familia, de nosotros mismos.
Quizá sea esta una de las más urgentes necesidades, por no decir la más urgente, de la comunidad
cristiana, recuperar, reforzar, afianzar esa fe y confianza inquebrantables en Dios, que es Padre, que es
Amor, que es Misericordia, y que aunque las circunstancias nos griten lo contrario, nunca abandona a sus
fieles y a aquellos que lo buscan con sincero corazón.
Miércoles
Salmo 97
El salmo 97 se trata de un himno al Señor, rey del universo y de la historia (v 6). Es definido como
un “cántico nuevo” (v. 1), que en el lenguaje bíblico significa un cántico perfecto, rebosante, solemne,
acompañado por música festiva. En este Salmo, el apóstol Pablo reconoció con profunda alegría una
profecía de la obra del misterio de Cristo. Pablo se sirvió del versículo 2 para expresar el tema de su gran
carta a los Romanos: en el Evangelio “la justicia de Dios se ha revelado” (Cfr. Rom 1, 17), “se ha
manifestado” (Cfr. Rom 3, 21).
El salmo 97 tiene un claro significado mesiánico y escatológico; nos hace contemplar la victoria final
de Dios sobre el poder del mal y la salvación que conseguirá Israel para todos los pueblos: El Señor da a
conocer su victoria.
En esta primera hora del día, hora de la resurrección, cantemos, pues, la victoria de nuestro Dios,
manifestada en la Pascua de Jesucristo. Y que, ante esta maravilla, toda nuestra vida sea un cántico nuevo,
proclamado ante los confines de la tierra. Que los hombres, que con tanta frecuencia viven faltos de
esperanza, comprendan que también a ellos el Señor les revela su justicia, para que los confines de la tierra
contemplen, como nosotros, la victoria de nuestro Dios.
Padre lleno de amor, que te acordaste de tu misericordia y tu fidelidad en favor de la casa de Israel,
haciendo maravillas y dándole la salvación, haz que sepamos vitorearte y tocar en tu honor, y revela también
a las naciones tu justicia, para que también los confines de la tierra te aclamen como Rey y Señor. Por
Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Jueves
Salmo 64
283
El salmo 64 es un himno a Dios por su misericordia en el templo, por su poder creador, por sus dones
de los campos. El salmista tiene muy buenos motivos para dar gracias a Dios: el perdón, la cercanía divina,
el señorío de Dios sobre lo creado, su intervención en la historia y la prodigalidad de una buena cosecha,
todo esto viene de Dios y remite a Dios.
La acción de gracias es hija de un espíritu bien nacido. Dar gracias a Dios por haberle escuchado,
alabarle por revelarse a los pequeños, bendecirle por hacer crecer el pan, el vino y el aceite, y proclamar “la
acción de gracias” sobre el pan y el vino son actos que dimensionan la amorosa gratitud de Jesús para con su
Padre.
De entre los muchos dones que de la merced divina hemos recibido, le alabamos y bendecimos por el
pan del cielo, sustentador de la vida verdadera y anticipo del pan que se sirve en el Reino consumado.
Perseveramos en “la acción de gracias”. Agradecemos a nuestro buen Padre el pan eucarístico.
Adoremos el misterio santo de Dios, que fertiliza nuestra tierra y llena de júbilo la creación entera.
Adoremos el misterio santo de Dios, que seguimos a Jesús en el modo de vida histórico que asumió;
adorémoslo en nuestra vida personal y familiar de todos los días, en la misión que nos ha encomendado a
cada uno de nosotros... “¡Oh Dios, tú mereces un himno!”.
Viernes
Salmo 26
“Oye, señor, mi voz y mis clamores”, hemos suplicado en la respuesta del salmo. Junto con el
salmista, muchos hombres de todos los tiempos han oído y siguen oyendo una invitación profunda y
desconocida: “Busquen mi rostro”. Es el deseo eterno del hombre que, como Moisés, quiere fijar su mirada
en la de Dios aun sabiendo que es “incomprensible” y que ningún hombre puede verlo sin morir (Ex 33,20).
Sólo cuando Dios acercó su rostro a los hombres, éstos le vieron, lo contemplaron y sus manos lo
tocaron. Ahora, abierto el camino hacia el santuario, el cristiano podrá satisfacer su anhelante inquietud del
“nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que repose en ti”: si ahora vemos como en
un espejo y de forma confusa, después veremos cara a cara.
La Palabra del Padre, aquella misma que inició nuestra vocación, sigue resonando insistentemente en
nuestro corazón: “Busquen mi rostro”. La oscuridad no puede durar eternamente; Dios Padre no puede
abandonar a sus hijos, ni permitir que nos perdamos en los laberintos diabólicos de la existencia; no nos
puede entregar definitivamente al poder de las tinieblas. Jesús, después de aquella tribulación fue escuchado,
hijo y todo como era. Se convirtió en luz, vida, camino, destino del hombre.
Oh Dios, que has puesto en nuestro corazón el desasosegado deseo de buscarte, no escondas tu rostro
a quienes manifestaste tu gloria en el rostro de Cristo; antes ten piedad de nosotros y respóndenos para que
viéndote ahora fugazmente, podamos contemplarte un día cara a cara cuando Tú sacies el deseo de nuestro
corazón. Por Jesucristo nuestro Señor.
Sábado
Salmo 15
“El Señor es el lote de mi heredad y mi copa; mi suerte está en tu mano: me ha tocado un lote
hermoso,
me encanta mi heredad”.
Sustancialmente, la idea central del poema es la de la confianza ciega en Dios. El salmista se acoge a
la protección divina como única fuente de felicidad. Por eso lo proclama como Señor único, pues sólo en Él
encuentra su dicha. Llevado de esta su vinculación a Dios, sólo le interesan los que están en buenas
relaciones con Él, como los santos; en éstos tiene su complacencia, y son en realidad, a su estimación, los
verdaderos príncipes y señores de la tierra.
El salmista expresa la alegría de sentirse privilegiado al poder tener como heredad suya al propio
Dios, el cual garantiza su lote, es decir, su íntimo bienestar y felicidad. Realmente ha sido afortunado en la
284
distribución, pues las cuerdas cayeron para él en parajes amenos (v. 6). Él ha sido afortunado, pues su
parcela cayó en la parte más feraz del terreno.
Este sentimiento de seguridad bajo la protección de Yahvé hace que el justo se entregue a transportes
de alegría que penetran todo su ser: el corazón, las entrañas y la carne. Esta triplicidad de términos resalta
enfáticamente la gran alegría que embarga al salmista al sentirse bajo la protección divina. Con Él descansa
sereno, porque podrá hacer frente a todos los peligros.
El salmista expresa su esperanza de librarse de la muerte por intervención divina, que le
enseñará el sendero de la vida (v. 11); es decir, le permitirá vivir en plenitud junto a Él, saciándole de gozo
en su presencia y de alegría a su diestra. En sus ansias de felicidad, el salmista aspira a convivir para
siempre con su Dios.
Señor, Dios nuestro, que, en tus inescrutables designios, diste a tu Hijo en heredad la copa de una
muerte amarguísima, pero no dejaste a tu fiel conocer la corrupción, sino que le enseñaste el sendero de la
vida, haz que también nosotros busquemos solamente en ti nuestra heredad y podamos por ello gozar, en el
día de la resurrección universal, de alegría perpetua a tu derecha. Te lo pedimos, Padre, por Jesucristo
nuestro Señor.
SEMANA UNDÉCIMA
Lunes
Salmo 5
El salmo proclamado es una súplica individual de alguien que está atravesando una experiencia
difícil, tensa, de conflicto y dirige su oración angustiada a Dios. La situación parece ser grave, razón por la
que esta persona le da órdenes a Dios: “Señor, escucha mis palabras, atiende a mis gemidos, haz caso de mis
gritos de auxilio, Rey mío y Dios mío”. El salmista es un levita injustamente acusado que, en su aflicción,
acude por la mañana al templo y presenta a Dios su súplica confiada.
Este salmo, puesto en labios de un cristiano y recitado por la Iglesia al empezar el día, es una
invitación a que, llenos de esperanza, pongamos en manos de Dios todas las preocupaciones del día que
empieza: “Señor, tú no eres un Dios que ame la maldad; yo deseo durante este día caminar por tus sendas,
pero, tú lo sabes, tengo enemigos que dificultarán mi propósito: mi debilidad, mi inconstancia, el ambiente.
Atiéndeme, pues, ante tanta dificultad, te expongo mi causa, y me quedo aguardando en paz, seguro de que
tu ayuda no me va a faltar. Guíame, Señor, durante toda la jornada con tu justicia, alláname tu camino, tú
que, porque detestas a los malhechores, deseas que todos seamos justos en tu presencia.
Este salmo cabe muy bien en nuestro corazón en momentos en que sentimos necesidad de elevar
nuestro clamor contra la corrupción, la mentira que engendra tanta muerte a nuestro alrededor, las calumnias
que arrasan a los que defienden a los inocentes, con la violencia del poder y de las estructuras; cuando
tenemos la sensación de que los justos se encuentran paralizados; cuando nos sentimos perseguidos,
excluidos; podemos rezarlo en nombre de cuantos son acusados injustamente; en solidaridad con los que no
tienen abogados que les defiendan: “Señor, escucha mis palabras, atiende a mis gemidos, haz caso de mis
gritos de auxilio, Rey mío y Dios mío”.
Martes
Salmo 50
Hemos escuchado tres de las primeras estrofas del Miserere, una de las oraciones más célebres del
Salterio, el más intenso y repetido salmo penitencial, el canto del pecado y del perdón, la más profunda
meditación sobre la culpa y la gracia.
El hombre, ante Dios, tiene que reconocer su propio pecado e invocar la misericordia; entonces Dios
le da su amor y su gracia, lo hace justo, que es lo mismo que decir: Dios lo salva cuando el hombre le grita
285
de todo corazón a Dios: “Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa;
lava del todo mi delito, limpia mi pecado”.
Podemos rezar hoy el salmo 50 asumiendo, como Iglesia, los pecados de la comunidad cristiana de
todos los tiempos e incluso los de la humanidad entera. Recordemos que somos en el mundo el cuerpo de
Cristo y que también el Señor quiso hacerse él mismo pecado, para destruir en su cuerpo el pecado del
hombre. En comunión con la iglesia pecadora y con toda la humanidad, imploremos, en este viernes de la
muerte del Señor, el perdón de nuestros propios pecados y asumamos en nuestra oración, como lo hizo el
Señor en su pasión, los pecados de todo el mundo, suplicando el perdón de Dios.
Por tu inmensa compasión, borra, Señor, nuestras culpas y limpia nuestros pecados; que tu inmensa
misericordia nos levante, pues nuestro pecado nos aplasta; no desprecies, Señor, nuestro corazón
quebrantado y humillado, haz más bien brillar sobre nosotros el poder de tu Trinidad: que nos levante Dios
Padre, que nos renueve Dios Hijo, que nos guarde Dios Espíritu Santo. Por Jesucristo nuestro Señor.
Miércoles
Salmo 30
“¡Qué grande es tu bondad, Señor! Tú la reservas para los que te temen, y la concedes a los que a ti
se acogen,…”. Ante la bondad de Dios, no podemos menos que exclamar y exhortarnos mutuamente:
“amemos al señor todos sus fieles”.
Debemos reconocer que Dios es bueno y que nosotros no lo somos, comparados con la bondad
infinita que es Dios. Hay una distancia infinita entre la bondad de Dios y la humanidad caída. Nadie es
bueno sino sólo Dios (Lucas 18:19). Dios es absolutamente bueno. El hombre es sólo relativamente bueno
en la medida en que nos conformamos a la bondad de Dios. Somos malos en la medida en que nos
desviamos de la bondad de Dios.
El Señor es la fuente de toda cosa buena que disfrutamos, necesitamos buscarlo no solo por las
buenas cosas que El nos da, sino porque El mismo es el bien final. Así lo expresó el rey David en su oración:
Señor, Tú eres mi Señor; no tengo otro bien que Tú (Salmo 16:2).
Como niños que crecen imitando a sus padres, debemos imitar la bondad de Dios. Ama a tus
enemigos nos dijo el Mesías, y haz el bien, y presta, sin esperar nada a cambio; y tu recompensa será grande,
y serán hijos del Altísimo; porque El mismo es bondadoso con todos, buenos y malos (Lucas 6:35).
¡Cuán grande es tu bondad, que has guardado para los que te temen! (Sal. 31:19). El salmista, que
veía cómo la bondad de Dios se derramaba sobre justos e injustos, ve aún más grande la bondad de Dios
para con los que le obedecen. Nosotros que somos su pueblo, hemos de agradecer el sol, la lluvia, el fruto de
la tierra,... pero más, las bendiciones que son nuestras en Cristo.
Jueves
Salmo 96
El Salmo 96, que hemos escuchado, comienza con una solemne proclamación: “El Señor reina, la
tierra goza, se alegran las islas innumerables” y se puede definir una celebración del Rey divino, Señor del
cosmos y de la historia. Así pues, podríamos decir que nos encontramos en presencia de un salmo “pascual”.
Sabemos la importancia que tenía en la predicación de Jesús el anuncio del reino de Dios. No sólo es
el reconocimiento de la dependencia del ser creado con respecto al Creador; también es la convicción de que
dentro de la historia se insertan un proyecto, un designio, una trama de armonías y de bienes queridos por
Dios. Todo ello se realizó plenamente en la Pascua de la muerte y la resurrección de Jesús.
El reino de Dios es fuente de paz y de serenidad, y destruye el imperio de las tinieblas. Una
comunidad judía contemporánea de Jesús cantaba: “La impiedad retrocede ante la justicia, como las tinieblas
retroceden ante la luz; la impiedad se disipará para siempre, y la justicia, como el sol, se manifestará
principio de orden del mundo” (Libro de los misterios de Qumrân: 1 Q 27, I, 5-7).
286
Además de encontrar, en el salmo 96, el rostro del Señor rey, también vemos el rostro del fiel. Está
descrito con siete rasgos, signo de perfección y plenitud. Los que esperan la venida del gran Rey divino
aborrecen el mal, aman al Señor, son los fieles (cf. v. 10), caminan por la senda de la justicia, son rectos de
corazón (cf. v. 11), se alegran ante las obras de Dios y dan gracias al santo nombre del Señor (cf. v. 12).
Pidamos al Señor que estos rasgos espirituales brillen también en nuestro rostro.
Viernes
Salmo 131
“El Señor ha jurado a David una promesa que no retractará” (v. 11). Esta solemne promesa, en su
esencia, es la misma que el profeta Natán había hecho, en nombre de Dios, al mismo David; se refiere a la
descendencia davídica futura, destinada a reinar establemente (cf. 2 S 7,8-16).
Con todo, el juramento divino implica el esfuerzo humano, hasta el punto de que está condicionado
por un “si”: “Si tus hijos guardan mi alianza” (Sal 131,12). A la promesa y al don de Dios debe responder la
adhesión fiel y activa del hombre, en un diálogo que implica dos libertades: la divina y la humana.
Dios bendecirá las cosechas, preocupándose de los pobres para que puedan saciar su hambre (cf. v.
15); extenderá su manto protector sobre los sacerdotes, ofreciéndoles su salvación; hará que todos los fieles
vivan con alegría y confianza (cf. v. 16).
La bendición más intensa se reserva una vez más para David y su descendencia: “Haré germinar el
vigor de David, enciendo una lámpara para mi ungido. A sus enemigos los vestiré de ignominia, sobre él
brillará mi diadema” (vv. 17-18).
Con este salmo podemos evocar al verdadero y definitivo Hijo de David, Cristo el Señor, y sus
desvelos por la gloria del Padre. Dios prometió a María que su Hijo se sentaría sobre el trono de David, su
padre; que recuerde, pues, su promesa y que, en atención al Hijo de David, bendiga la nueva Sión, la Iglesia,
mansión de Dios por siempre, porque Dios ha deseado vivir en ella. En efecto, los Padres de la Iglesia
usaron esta segunda parte del salmo 131 para describir la encarnación del Verbo en el seno de la Virgen
María.
Señor, siempre fiel a tus promesas, tú que has puesto sobre el trono de David, como lo habías jurado,
a Jesús, tu Hijo y tu Mesías, y has hecho de su Iglesia tu mansión para siempre, levántate y ven a nosotros
como a tu morada y haz que tus sacerdotes y tus fieles guarden siempre tu alianza y sean fermento de
santidad en el mundo.
Sábado
Salmo 88
Este salmo 88, sólo en Jesucristo alcanza su pleno sentido, porque sólo Él puede decir a plenitud: Él
es el verdadero “Mesías”, el “Ungido” (en griego “Cristos”), consagrado por el Espíritu Santo. En realidad,
toda la tradición, desde la generación apostólica, han visto en David rey el gran tipo de Cristo.
Él es verdaderamente el primogénito del Padre, su trono es eterno, vence a los enemigos y extiende
su poder a todo el mundo; él es el Ungido que recibe una descendencia perpetua.
Todos los títulos y todos los poderes se los da el Padre a su Hijo, de modo nuevo y definitivo, en la
resurrección. A esta luz resplandecen más el poder cósmico y el poder histórico de Dios; se ve que la ira y el
castigo eran limitados; a esta luz comprendemos finalmente y cantamos: “proclamaré sin cesar la
misericordia del Señor”; ¡Cantaré eternamente el amor del Señor!
SEMANA DUODÉCIMA
Lunes
Salmo 59
287
El salmo busca iluminar el trágico final del reino del Norte, (Samaria), que se separó del Sur después
del reinado de Salomón. El año 721 antes de Cristo, después de tres años de asedio, el rey Salmanasar
conquista Samaria y deporta a sus habitantes a Asiria. El reino de Judá, el del Sur, va a quedar a salvo
todavía durante más de un siglo. El salmo nos da la clave para la interpretación religiosa de este triste final:
“Oh Dios, nos rechazaste, estabas airado... hiciste sufrir un desastre a tu pueblo... tú nos has rechazado y no
sales ya con nuestras tropas”.
Aprendamos la lección. La infidelidad, el pecado, la flojedad en nuestra alianza con Dios, nos llevan
a desastres más o menos calamitosos, a la ruina personal y a la comunitaria. La culpa no es de Dios, sino
nuestra. Si seguimos los caminos de Dios, tendremos vida; si preferimos los más cómodos de este mundo,
nosotros mismos nos estamos condenando a la esterilidad y al fracaso. Y no se podrá decir que no hayamos
tenido avisos. Los israelitas desoyeron a los profetas.
Nosotros tenemos a Cristo mismo y a la Iglesia que nos recuerda sus palabras: que el que edifica
sobre arena se expone a derrumbes estrepitosos. El salmo nos hace reconocer la culpa y pedir clemencia a
Dios: “que tu mano salvadora, Señor, nos responda... restáuranos... auxílianos contra el enemigo, que la
ayuda del hombre es inútil”.
Martes
Salmo 47, 2-4.10-11
El salmo que hemos proclamado es un canto en honor de Sión, “la ciudad del gran rey” (Sal 47,3),
entonces sede del templo del Señor y lugar de su presencia en medio de la humanidad. La fe cristiana lo
aplica ya a la “Jerusalén de arriba”, que es “nuestra madre” (Ga 4,26).
Desde este salmo, el cristiano se eleva a la contemplación de Cristo, el templo nuevo y vivo de Dios
(cf. Jn 2,21) y se dirige a la Jerusalén celestial, que ya no necesita un templo y una luz exterior, porque “el
Señor, el Dios todopoderoso, y el Cordero, es su santuario. (...) La ilumina la gloria de Dios, y su lámpara es
el Cordero” (Ap 21,22-23).
A esta relectura “espiritual” nos invita san Agustín, convencido de que en los libros de la Biblia “no
hay nada que se refiera sólo a la ciudad terrena, si todo lo que de ella se dice, o lo que ella realiza, simboliza
algo que por alegoría se puede referir también a la Jerusalén celestial” (La Ciudad de Dios, XVII, 3, 2).
De esa idea se hace eco san Paulino de Nola, que, precisamente comentando las palabras de nuestro
salmo, exhorta a orar para que “podamos llegar a ser piedras vivas en las murallas de la Jerusalén celestial y
libre” (Carta 28, 2 a Severo). Y contemplando la solidez y firmeza de esta ciudad, el mismo Padre de la
Iglesia prosigue:
“En efecto, el que habita esta ciudad se revela como Uno en tres personas. (...) Cristo ha sido
constituido no sólo cimiento de esa ciudad, sino también torre y puerta. (...) Así pues, si sobre él se apoya la
casa de nuestra alma y sobre él se eleva una construcción digna de tan gran cimiento, entonces la puerta de
entrada a su ciudad será para nosotros precisamente Aquel que nos guiará a lo largo de los siglos y nos
colocará en sus verdes praderas” (Carta 28, 2 a Severo).
Miércoles
Salmo 118
“Muéstranos, Señor, el camino de tus leyes”.
Parece increíble, pero Dios sabía que no era suficiente el habernos dado la luz de nuestra conciencia
y la ley natural.
Dios sabía que el hombre, al hacer uso de su libertad, iba a intentar violar aún estas leyes universales
e inmutables, con el riesgo de hacerse un daño irreparable.
Por esto, Él mismo se comunica con el hombre y le transmite “instructivos” exactos y precisos que
debe respetar para llegar a su fin último, a encontrar el “tesoro escondido” que es la felicidad plena y eterna
junto a Él.
288
Este instructivo lo conocemos con el nombre de Ley Divina Revelada y está plasmado en la Sagrada
Escritura. Dentro de ella están los Diez Mandamientos, el Mandamiento de Amor, las Bienaventuranzas y
todas las normas de comportamiento que nos dio Jesucristo con sus palabras y su ejemplo.
Si leemos el Evangelio, encontraremos en él cientos de consejos que te da Jesucristo:
Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón.
Al que te pida el manto, dale también la túnica.
Ama a tus enemigos y ora por los que te persiguen.
Todos estos consejos son caminos que Dios nos da para que realmente encontremos nuestro tesoro y
no nos quedemos perdidos a la mitad del camino. “Muéstranos, Señor, el camino de tus leyes”.
Jueves
Salmo 78
“Socórrenos, Dios, Salvador nuestro”. Podemos pensar desde esta respuesta al salmo en la necesidad
que tenemos del pan del espíritu y del pan del cuerpo. Hoy hagamos nuestra esta suplica y oremos a Dios
diciendo:
Ayúdanos a ser ejemplo de fe y amor a tus mandamientos.
Socórrenos en nuestra misión de transmitir la fe a nuestros hijos.
Abre su corazón para que crezca en ellos la semilla de la fe que recibieron en el bautismo.
Socórrenos, pues somos pecadores. Danos humildad para la conversión y valor para la penitencia.
Enséñanos a rezar por todos los hombres. Guíanos a la fuente de la verdadera vida.
Ayúdanos a caminar como peregrinos en el seno de la Iglesia.
Estimula en nosotros el hambre de la Eucaristía, pan del caminante, el Pan de Vida.
“Socórrenos, Dios, Salvador nuestro”.
Viernes
Salmo 136
“Tu recuerdo, Señor, es mi alegría”.
Para hacer del salmo 136 una oración personal de cada uno de nosotros, puede ayudarnos el
reconstruir las circunstancias que dieron origen a este bello poema. Israel se ha reunido para una liturgia
penitencial; en esta celebración se recuerda el tiempo del destierro babilónico y las humillaciones sufridas a
las orillas del Eufrates: Allí nuestros opresores, para divertirse, nos invitaban a cantar los cantares de Sión.
¡Hubiera sido un sacrilegio y una traición divertir al pueblo idólatra con los cantos sagrados! Sólo la añorada
Jerusalén puede ser objeto del amor y de los cantos del pueblo de Dios: Si me olvido de ti, Jerusalén, si no te
pongo en la cumbre de mis alegrías, que se me pegue la lengua al paladar.
Este poema nos trae así el recuerdo de Babilonia y de Jerusalén, personificación y símbolo de los dos
amores que están constantemente solicitando nuestro corazón: Junto a los canales de Babilonia, nos
invitaban a cantar: “Pongo a Jerusalén en la cumbre de mis alegrías”. He aquí las dos ciudades, de las que ya
hablan el Apocalipsis y san Pablo: Babilonia, la gran meretriz; Jerusalén del cielo, nuestra madre. Estos dos
amores han construido dos ciudades, nos dirá san Agustín, estos dos amores continúan su acción en cada una
de las épocas y en cada uno de nosotros y quieren captar sus adeptos; también hoy solicitan nuestra
respuesta.
Que el salmo 136 nos sirva, pues, para renovar nuestra renuncia bautismal a Satanás, a sus obras y a
sus seducciones, y para poner nuestro corazón en la Jerusalén del cielo: No cantaremos nuestros cantares en
tierra extranjera, sino que haremos de Jerusalén la cumbre de nuestras alegrías.
289
Sábado
Salmo 73
“No te olvides, Señor, de nosotros”. El Señor nunca se olvida de sus criaturas, menos de sus hijos.
Nosotros sí que nos podemos olvidar de Dios. Podemos, por tanto, cambiar la respuesta al salmo: Señor, no
permites que me olvide de ti.
Si Dios se olvidara del hombre ¿cómo podría este subsistir?, Dios está más cerca del hombre, que el
hombre mismo. Lo que pasa es que el hombre lo quiere encontrar donde no está. Hemos aprendido en el
catecismo que Dios está en el cielo, en la tierra y en todo lugar; y Jesús nos dice, que el que me ama
cumplirá mis mandamientos, mi Padre lo amará y vendremos a él, y lo tomaremos como morada nuestra.
En medio de los grandes avances tecnológicos el “hombre contemporáneo, fascinado por sus logros,
tiende a olvidar a su Creador y a considerarse como único dueño de su propio destino" llegando a vivir "un
vacío interior dramático, experimentado como ausencia de Dios”.
Pero esta tentación de suplantar a Dios no anula la aspiración al infinito que palpita en lo más íntimo
de nuestro ser. Todos buscamos, más allá de nuestros mezquinos egoísmos, los valores auténticos de la
libertad, de la equidad, de la solidaridad, que siguen despertando admiración y producen frutos de justicia y
de paz.
E el gran riesgo de olvidarse de Dios consiste en que la persona se encierra en sí misma, cae en el
egoísmo que le impide amar y comprometerse de manera seria y estable, lo cual destruye esos anhelos
universales de amor y libertad.
“No te olvides, Señor, de nosotros”. Señor, no permites que nos olvidemos de ti.
SEMANA DÉCIMA TERCERA
Lunes
Salmo 49
¿Por qué recitas mis preceptos y tienes siempre en la boca mi alianza, tú que detestas mi enseñanza y
te echas a la espalda mis mandamientos? Como toda religión, la religión de Israel, por bella que fuera en
teoría, era vivida por hombres pecadores. Pueblo escogido, pueblo de la Alianza con Dios.
Jesús no cesa de recordar, que la única práctica religiosa agradable a Dios es la interior: “Si al
momento de presentar tu ofrenda en el altar, recuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, ve primero a
reconciliarte con él” (Mateo 5,24). “Misericordia quiero, y no sacrificios” (Mateo 9,13).
La hipocresía religiosa es la peor de todas. El hombre de hoy, como los profetas de todos los
tiempos, como el salmista que escribió este salmo, es sensible a la sinceridad necesaria en los actos del
culto: “van a Misa, y no son mejores que los demás...”. “Recitan mis leyes y hacen sus oraciones, pero son
ladrones, adúlteros, difamadores...”, decía ya el salmo.
Cuidémonos, sin embargo, de caer en el formalismo contrario: “no voy a la Misa, por consiguiente
soy mejor que aquellos que van”. Hay que ver... Lo que es cierto es que todos somos pecadores, que
debemos ser muy humildes y guardarnos de toda presunción. Quienes van a la Misa son pecadores que
reconocen públicamente sus debilidades: “Yo confieso a Dios Todopoderoso, reconozco ante mis hermanos
que he pecado, de pensamiento, de palabra, por acción y omisión... Sí, he pecado verdaderamente...”. Con
esta confesión comienzan todas nuestras Misas.
Este salmo invita a hacer una “revisión de vida”: Dios en persona hace la exhortación... No para
condenar, como dice insistentemente Jesús, sino para hacernos reflexionar y salvarnos... Porque, pese a las
apariencias, el Dios que nos habla en este salmo es EL DIOS AMOR, que se puso “de lado de los pobres”,
en la persona de Jesucristo.
290
Martes
Salmo 5
El salmista, injustamente acusado, presenta su causa a Dios en el templo, pidiendo justicia. Las
imprecaciones contra los enemigos son una invocación a la justicia de Dios, que no puede amar la maldad.
Esta justicia de Dios, que rechaza al criminal y protege al inocente, es la confianza del que reza, y se difunde
a los demás.
Limando los rasgos que tiene el salmista de ensimismamiento, de rechazo interior, odio, a sus
enemigos, de deseos de venganza y aniquilamiento de aquellos a los que él considera “injustos,
malhechores, mentirosos, sanguinarios, traicioneros, el salmo es una trágica oración de angustia y de
confianza en la fuerza y asistencia del Señor. Un reconocimiento de la Justicia y Fidelidad de Dios por
encima de todas las tramas e intrigas de sus enemigos.
Ciertamente que Dios distingue entre el inocente y el culpable, ¡y esto es justicia! El salmista espera
sobre todo que Dios le muestre su rostro propicio y le conceda arrimo. La solidaridad personal entre el
salmista y “su Dios” le obliga a fiarse y confiarse plenamente en Dios, el único fiel a su palabra. La justicia
de Dios es fidelidad, misericordia, gracia..., que motivan la confianza. En los tiempos presentes, en los que
Dios ha manifestado su justicia (Rm 3,25) y su fidelidad está marcada por el sí rotundo de Cristo (2 Cor
1,20), los cristianos podemos -con mayor razón que el salmista- acogernos a Él con júbilo eterno porque su
favor nos rodea como un escudo.
Llenos de esperanza, pongamos en manos de Dios todas las preocupaciones de nuestra vida: “Señor,
tú no eres un Dios que ame la maldad; yo deseo durante toda mi vida caminar por tus sendas, pero, tú lo
sabes, tengo enemigos que dificultarán mi propósito: mi debilidad, mi inconstancia, el ambiente. Atiéndeme,
pues, ante tanta dificultad, te expongo mi causa, y me quedo aguardando en paz, seguro de que tu ayuda no
me va a faltar. Guíame, Señor, durante toda la vida con tu justicia, alláname tu camino, tú que, porque
detestas a los malhechores, deseas que todos seamos justos en tu presencia.
Miércoles
Salmo 49
Dios salva al que hace su voluntad; al que sigue buen camino Dios le hace ver su salvación. Como
hijos de Dios, nuestro programa de vida ha de ser hacer la volunta de Dios, Cristo es nuestro modelo: Él no
buscó otra cosa que hacer la voluntad de su padre; Él hizo de la voluntad de su Padre, su alimento: Él vivió
para hacer la voluntad de Dios.
Es necesario imitar a Jesús en nuestro trato y relación con nuestro Padre; necesitamos diariamente
escuchar a Jesús y seguirlo sin perder el ánimo ante las dificultades”. El cumplimiento de la voluntad de
Dios, expresada en los mandamientos, es el camino para ir al cielo, es el camino de la salvación.
San Pablo nos dice que “Dios, nuestro Salvador, quiere que todos los hombres se salven y lleguen al
conocimiento pleno de la verdad” (Ti 2,34). Hemos de hacer lo que hizo la Virgen María, quien dijo: “He
aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lucas 1,38).
Dios salva al que hace su voluntad, pongámonos ante nuestro padre Dios y digámosle: me pongo en
tus manos. Haz de mi lo que quieras. Sea lo que sea, te doy las gracias Estoy dispuesto a todo. Lo acepto
todo, con tal que tu plan vaya adelante en toda la humanidad y en mí. Ilumina mi vida con la luz de Jesús.
No vino a ser servido, vino a servir. Que mi vida sea como la de él: servir. Grano de trigo que muere en el
surco del mundo. Que sea así de verdad, Padre. Te confío mi vida. Te la doy con todo el amor de que soy
capaz. Me pongo en tus manos, sin reservas, con una confianza absoluta porque tú eres... mi Padre
(Foucauld).
Durante este día y toda nuestra vida recordemos ante Jesús todo lo que más nos cuesta en nuestra
vida de cristianos y digamos después de cada cosa: “Hágase tu voluntad”.
Jueves
Salmo 116
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El salmista, en nombre del pueblo, invita a todas las naciones a asociarse a las alabanzas a Yahvé por
haber mostrado su piedad y fidelidad hacia su pueblo. La proyección es netamente mesiánica, pues se da
acceso a todas las gentes a participar en el culto al Dios de Israel. El poeta considera las voces de todos los
pueblos como un gigantesco orfeón que entona el aleluya en honor del Dios único, especialmente vinculado
a los destinos de Israel como centro de la historia.
En palabras de un gran Padre de la Iglesia de Oriente, san Efrén el Sirio, que vivió en el siglo IV,
expresa el deseo de no dejar nunca de alabar a Dios, implicando también “a todos los que comprenden la
verdad” divina.
Es justo que el hombre reconozca tu divinidad; es justo que los seres celestiales alaben tu humanidad.
San Efrén confirma ese compromiso de alabanza incesante, y explica que su motivo es el amor y la
compasión divina hacia nosotros, precisamente como sugiere nuestro salmo: “Que en ti, Señor, mi boca
rompa el silencio con la alabanza. Que nuestras bocas expresen la alabanza; que nuestros labios la confiesen;
que tu alabanza vibre en nosotros (estrofa 2).
Que todo nuestro ser bendiga, pues, a Dios, cuya fidelidad a sus antiguas promesas de protección a
su pueblo ha sido firme, se ha manifestado a nosotros y dura por siempre.
Señor, Dios eterno y todopoderoso, que, para mostrar tu fidelidad, has ratificado las promesas hechas
a los patriarcas y, para manifestar tu misericordia, has querido también que los pueblos gentiles aclamaran tu
nombre; reúne en tu Iglesia a los hombres de todas las naciones y de todos los pueblos a fin de que, unidos
en un mismo espíritu, aclamen tu misericordia y tu fidelidad, ahora y por los siglos de los siglos.
Viernes
Salmo 118
Dichoso el que, con vida intachable, camina en la voluntad del Señor; dichoso el que guardando sus
preceptos, lo busca de todo corazón.
¡Qué hermoso es estrenar el día, salir a la calle y respirar el aire limpio! ¡Qué bueno comenzar la
mañana con sentimientos positivos! Sí, ya sabemos que abunda el aire contaminado y que los sentimientos
que nos poseen no son siempre limpios, pero es tan bello respirar el bien, poner los ojos en Jesús, comenzar
la mañana envueltos en la dicha. Así empieza el salmo: ¡Dichosos! Es una forma de esponjar el alma. Así
saludó el ángel a María. Así saluda Jesús a los pobres, a los que lloran, a los limpios de corazón y
convirtiendo lo que dan ganas de esconder a la mirada en bienaventuranza.
Deja que te envuelva la dicha de Dios. Que su saludo te esponje el alma. Recuerda que lo que te pide
Dios es siempre para tu bien y para el bien de la humanidad. Contempla tu vida como una oportunidad para
responder al amor de Dios en libertad.
Cuando los problemas de cada día nos desgasten los nervios y acaben con la paciencia y la poca
esperanza que nos queda, pongamos los ojos en Dios, y digamos con Teresa de Jesús: Nada te turbe nada te
espante, todo se pasa, Dios no se muda; la paciencia todo lo alcanza quien a Dios tiene nada le falta. Sólo
Dios basta.
Sábado
Salmo 84
“Escucharé las palabras del Señor”. Escuchemos lo que dice el Señor: “Dios anuncia la paz a su
pueblo y a sus amigos.” La salvación está ya cerca de sus fieles, y la gloria habitará en nuestra tierra. La
misericordia y la fidelidad se encuentran, la justicia y la paz se besan; la fidelidad brota de la tierra, y la
justicia mira desde el cielo. El Señor nos dará la lluvia, y nuestra tierra dará su fruto. La justicia marchará
ante él, la salvación seguirá sus pasos.
Escuchemos con María al Señor y realicemos el ministerio de la escucha con los que viven con
nosotros. Dejemos que nos habite la gloria del Señor, la emoción, la vida, el amor. Abrámonos al Espíritu
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para que nos enseñe a ser instrumento de paz, que donde haya odio nosotros pongamos amor, donde haya
discordia sembremos perdón, donde haya tristeza hagamos brotar la alegría.
La misericordia y la fidelidad se encuentran, la justicia y la paz se besan” y las manos de muchos
hombres y mujeres se entrelazan para construir un mundo mejor. Los pequeños detalles: el saludo, una
sonrisa, un gesto de perdón o de ayuda, una visita al enfermo, son la mejor palabra del Señor. “Si la piedra
dijera: una piedra no puede construir una casa, no habría casa. Si la gota dijera: una gota no puede formar un
río, no habría océano. Si el grano dijera: un grano no puede sembrar un campo, no habría cosecha. Si el ser
humano dijera: un gesto de amor no puede salvar a la humanidad, nunca habría justicia, ni paz, ni dignidad,
ni felicidad sobre la tierra”.
SEMANA DÉCIMA CUARTA
Lunes
Salmo 144
El Señor es “lento a la cólera y rico en piedad”. Estas palabras evocan la presentación que hizo Dios
de sí mismo en el Sinaí, cuando dijo: “El Señor, el Señor, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y
rico en amor y fidelidad” (Ex 34,6). Aquí tenemos una preparación de la profesión de fe en Dios que hace el
apóstol san Juan, cuando nos dice sencillamente que es Amor: “Deus caritas est”, “Dios es amor” (1 Jn
4,8.16).
Dios está implicado profundamente con nuestro mundo y camina en nuestra historia, se ha hecho uno
de nosotros para sembrar esperanza y gozo en las vidas de los hombres, porque es compasivo y
misericodioso, porque nos ama.
Por esto, “Te ensalzaré, Dios mío, mi rey; bendeciré tu nombre por siempre jamás… Que todas tus
criaturas te den gracias, Señor, que te bendigan tus fieles; que proclamen la gloria de tu reinado, que hablen
de tus hazañas...
Demos gracias al Señor para que brote en nosotros la esperanza. Abramos y vivamos las nuevas
actitudes del reino: la bondad, la gratitud, la ternura, la bendición, Seamos buenos y cariñosos con todos los
que encontramos en nuestro camino
“Este salmo -decía san Juan Crisóstomo- es digno de que le prestemos la mayor atención; es justo
que quien ha sido hecho hijo de Dios, que quien participa en su mesa espiritual glorifique a su Padre”. San
Juan Crisóstomo comprendió bien que este salmo habla de nuestro Padre, pues, en definitiva, canta el
misterio de nuestra adopción divina, los favores de aquel que es cariñoso con todas sus criaturas.
Te damos gracias, Señor, porque eres cariñoso con todas tus criaturas, porque has querido que no nos
falte ninguna clase de bienes celestiales; ayúdanos a ponderar siempre tus obras y a contar tus hazañas,
explicando a los hombres la gloria de tu reinado. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Martes
Salmo 113
El salmista es consciente del poder soberano de Yahvé, que está en el cielo y desde allí es el árbitro
supremo sobre todo lo creado, sin que nadie pueda resistir a su voluntad. Si Israel ahora está postrado, no es
porque le falte poder para levantarlo, sino porque en sus misteriosos designios así lo ha dispuesto. Frente a
Él nada pueden los ídolos de los otros pueblos, que son meros simulacros de plata y oro, obra de los mismos
hombres, y, como tales, no pueden asistir a sus fieles, pues no tienen vida. La descripción es sarcástica y
tiene sus antecedentes literarios en la literatura profética. Los que adoran estos simulacros son, por ello,
semejantes a ellos en estupidez e ignorancia. Les espera la ruina, pues confían en lo que no tiene vida ni
consistencia.
Después de esta despiadada crítica de los ídolos, el salmista expresa un deseo sarcástico: “Que sean
igual los que los hacen, cuantos confían en ellos” (v. 8). Es un deseo expresado de forma muy eficaz para
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producir un efecto de radical disuasión con respecto a la idolatría. Quien adora a los ídolos de la riqueza, del
poder y del éxito, pierde su dignidad de persona humana. El profeta Isaías decía: “¡Escultores de ídolos!
Todos ellos son vacuidad; de nada sirven sus obras más estimadas; sus testigos nada ven y nada saben, y por
eso quedarán abochornados” (Is 44,9).
La tentación de creer que hay dioses más poderosos que nuestro Dios no es una cosa ya superada;
también nuestro tiempo tiene sus divinidades, en las que no pocos ponen su confianza: el dinero, el poder,
los proyectos humanos, los ideales políticos, el progreso del mundo y de la ciencia, los planes propios. El
domingo es el día bautismal -muchos cristianos han recibido hoy el baño del nuevo nacimiento- y por ello
puede llevarnos fácilmente al recuerdo de nuestros compromisos bautismales. En las renuncias del bautismo,
“abandonamos los ídolos para servir al Dios vivo” (1 Ts 1,9). Que el salmo que ahora rezaremos renueve
nuestra fidelidad a los compromisos bautismales: Los ídolos del mundo son plata y oro, hechura de manos
humanas; Israel, confía en el Señor: sólo él es su auxilio y su escudo.
Señor Dios nuestro, siempre fiel en el amor, haz que tu Iglesia no confíe nunca en ídolos, hechura de
manos humanas, sino que ponga siempre en ti su esperanza y, anhelando el retorno de Jesús al fin de los
tiempos, bendiga tu nombre, ahora y por los siglos de los siglos.
Miércoles
Salmo 104
Recurramos al Señor y a su poder, busquemos continuamente su rostro. El hombre siempre, sabiendo
y no, ha tenido la necesidad de descubrir el rostro auténtico de Dios, revelado en Jesucristo. Y para que
merezcamos hallarlo y contemplarlo necesitamos limpiarnos toda suciedad de cuerpo o de espíritu, pues el
día de la resurrección, sólo subirán al cielo, los que hayan conservado la castidad del cuerpo, únicamente los
limpios de corazón podrán contemplar la gloria de la Divina Majestad.
Y en la medida en que vayamos descubriendo a Dios en nuestra vida, podremos llevar al hermano a
‘descubrir’ el rostro auténtico de Dios, que se ha revelado a nosotros en Jesucristo”. Y en la medida en que
descubra el hombre a Dios, le daremos en nuestra vida a Dios y al prójimo el lugar que le pertenece;
tomaremos mayor conciencia de un dato fundamental para la evangelización: donde Dios no ocupa el primer
lugar, donde no es reconocido y adorado como el Bien supremo, ahí la dignidad del hombre es puesta en
peligro.
Recurramos al Señor y a su poder, busquemos continuamente su rostro, pues “buscar a Cristo debe
ser un incesante anhelo de los creyentes, de los fieles y de sus pastores. La fe En Jesús proyecta al hombre,
en camino en el tiempo, hacia un Dios siempre nuevo en su infinitud.
El cristiano es contemporáneamente uno que busca y que encuentra. Es justamente esto aquello que
hace a la Iglesia joven, abierta al futuro, rica de esperanza por la entera humanidad.
Concluyamos con San Agustín, quien expresa que “la invitación a buscar siempre el rostro de Dios
vale para la eternidad. El descubrimiento del ‘rostro de Dios’ no se acaba jamás. Mientras “más entramos en
el esplendor del amor divino, más bello es progresar en la búsqueda”.
Jueves
Salmo 79
Este salmo es una lamentación pública ante una grave desgracia: una invasión militar. El pueblo
orante pide la restauración, que es volver a gozar de la benevolencia divina y de la prosperidad. Las
emociones expresadas son fundamentalmente dos: la amargura que se siente en el abandono, bajo la presión
enemiga, y la confianza en la protección divina: ven, Señor, a salvarnos.
Con este salmo podemos hoy pedir por los fieles y los pastores. También el nuevo Israel sucumbe
frecuentemente ante el enemigo, y le falta mucho para ser aquella vid frondosa que atrae las miradas de
quienes tienen hambre de Dios: Tú, Señor, elegiste a la Iglesia para que llevara fruto abundante, tú la
quisiste universal, quisiste que su sombra cubriera las montañas, que extendiera sus sarmientos hasta el
mar; y, fíjate, sus enemigos la están talando, su mensaje topa con dificultades, su Evangelio, con frecuencia,
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es adulterado; pon tus ojos sobre tu Iglesia, despierta tu poder y ven a salvarnos, que tu mano proteja a los
pastores, a nuestro obispo, el hombre que tú fortaleciste para guiar a tu Iglesia. Ven, Señor Jesús, y sálvanos.
También podemos aplicarlo a nuestra vida personal: ¡Oh Dios, restáuranos!, puede ser la petición de
cada uno y de nuestra comunidad. Dios puede hacer brotar también en nosotros el ideal comunitario y
misionero de los orígenes. Es preciso recordarle a Dios Padre su bondadosa presencia y eficacia de otros
tiempos. “¡Ven a visitar tu viña!” “¡Danos vida para que invoquemos tu nombre!” “¡Que brille tu rostro y
nos salve!”: ven, Señor, a salvarnos.
Viernes
Salmo 50
El salmo 150 muestra frases fuertes y dramáticas, que quieren mostrar con toda su seriedad y
gravedad el límite y la fragilidad de la criatura humana, su capacidad perversa de sembrar mal y violencia,
impureza y mentira. Sin embargo, el mensaje de estos versos, que hemos escuchado, es éste: Dios puede
“borrar, lavar y limpiar” la culpa confesada con corazón contrito (Cfr. Sal 50,2-3). Dice el Señor por boca de
Isaías: «Aunque fueran sus pecados como la grana, como la nieve blanquearán. Y aunque fueran rojos como
la púrpura, como la lana quedarán” (Is 1,18).
El hombre, ante Dios, tiene que reconocer su propia “injusticia” e invocar la misericordia; entonces
Dios le da su propia justicia, lo “justifica”, lo hace justo, que es lo mismo que salvarlo. Éste es el gran juicio
de Dios, juicio que comienza acusando, obligando al hombre a una especie de muerte o sacrificio espiritual,
para salvarlo desde esa profundidad. En el gran Juicio de Cristo, Dios quiere que su Hijo se haga solidario
del hombre, hasta la última consecuencia del pecado, que es la muerte. Pero el Padre salva a su Hijo,
demostrando la “justicia” de Jesucristo y convirtiéndolo en nuestra justicia. Este juicio de Cristo, que es
muerte y resurrección, se repite en el juicio de la penitencia cristiana, en la que morimos al pecado y vivimos
para Dios. ¿Cómo no cantar eternamente las misericordias del Señor que nos hace pasar de la muerte a la
vida?
Nosotros, pobres pecadores, ponemos nuestra confianza en ti, Padre santo. Haznos volver y nosotros
retornaremos, lávanos y quedaremos limpios como lana. Purifica a tu Iglesia con la sangre del Cordero para
que pueda presentarse sin mancha ni arruga a las bodas del Dios-con-nosotros, tu Hijo amado, que vive y
reina contigo por los siglos de los siglos.
Sábado
Salmo 92
Este salmo es un himno de alabanza al Señor rey del universo. Como un soberano, se halla sentado
en su trono de gloria, un trono indestructible y eterno (cf. v. 2). Su manto es el esplendor de la trascendencia,
y el cinturón de su vestido es la omnipotencia (cf. v. 1). Precisamente la soberanía omnipotente de Dios se
revela en el centro del Salmo, caracterizado por una imagen impresionante, la de las aguas caudalosas.
Los Padres de la Iglesia suelen comentar este salmo aplicándolo a Cristo: “Señor y Salvador”.
Orígenes, traducido por san Jerónimo al latín, afirma: “El Señor reina, vestido de esplendor. Es decir, el que
antes había temblado en la miseria de la carne, ahora resplandece en la majestad de la divinidad”.
El Dios soberano de todo, omnipotente e invencible, está siempre cerca de su pueblo, al que da sus
enseñanzas. Es una plegaria que engendra confianza y esperanza en los fieles, los cuales a menudo se sienten
agitados y temen ser arrollados por las tempestades de la historia y golpeados por fuerzas oscuras y
amenazadoras.
Un eco de este salmo puede verse en el Apocalipsis de san Juan, cuando el autor inspirado,
describiendo la gran asamblea celestial que celebra la derrota de la Babilonia opresora, afirma: “Oí el ruido
de muchedumbre inmensa como el ruido de grandes aguas y como el fragor de fuertes truenos. Y decían:
‘¡Aleluya!, porque reina el Señor, nuestro Dios, dueño de todo’” (Ap 19,6).
San Gregorio Nacianceno, en una de sus hermosas poesías expresa: “Tú (Padre) has creado el
universo, dando a cada cosa el puesto que le compete y manteniéndola en virtud de tu providencia... Tu
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Palabra es Dios-Hijo: en efecto, es consustancial al Padre, igual a él en honor. Él ha constituido
armoniosamente el universo, para reinar sobre todo. Y, abrazándolo todo, el Espíritu Santo, Dios, lo cuida y
protege todo. A ti, Trinidad viva, te proclamaré solo y único monarca, (...) fuerza inquebrantable que
gobierna los cielos, mirada inaccesible a la vista pero que contempla todo el universo y conoce todas las
profundidades secretas de la tierra hasta los abismos. Oh Padre, sé benigno conmigo: que encuentre
misericordia y gracia, porque a ti corresponde la gloria y la gracia por los siglos de los siglos” (Poesía 31).
SEMANA DÉCIMA QUINTA
Lunes
Salmo 49
“Dios salva al que cumple su voluntad”. Los hijos de Dios estamos llamados a vivir con Dios, y
entramos en comunión de vida y amor con él en la medida en que nos ajustamos a su santa voluntad. En
realidad, un buen hijo de Dios, es aquel que cumple la voluntad de su Padre, es decir, cumple con sus
mandamientos y obviamente cree en Él. No olvidemos que cuando se habla del Padre, también se habla del
Hijo y del Espíritu Santo. Para ser hecho hijos de Dios hay que aceptar a Jesús como Salvador y Señor y
cumplir con sus mandamientos, eso es recibirlo.
Cuando se cumple la voluntad de Dios, ello equivale a armonizar con El y a estar llenos de esperanza
divina y promesa eterna. Nuestra meta es salvar nuestra alma y tender a la perfección de la vida espiritual, es
decir, purificarnos de veras, progresar en todas las virtudes, llegar a la unión de amor con Dios, y por este
medio transformarnos cada vez más en El en este mundo, y en plenamente en la eternidad.
“Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos”. No basta pues, decir: ¡Señor, Señor!, para
ser admitido en el reino de los cielos; es necesario hacer la voluntad de nuestro Padre que está en los cielos.
“El que mantiene unida su voluntad a la de Dios, vive y se salva: el que de ella se aparta muere y se pierde”.
“Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes, ven y sígueme”. Es decir, cumple la voluntad de Dios cada
día más y mejor.
Jesús precisamente para esto bajó del cielo, para cumplir esa voluntad. Desde su entrada en el mundo
declara al Padre que ha puesto su voluntad en medio de su corazón para amarla, y en sus manos para
ejecutarla fielmente. Esta amorosa obediencia será su alimento, resumirá su vida oculta, inspirará su vida
pública hasta el punto de poder decir: “Yo hago siempre lo que agrada a mi Padre”.
Uniformar nuestra voluntad con la de Dios, -dice San Alfonso-, ése debe ser el fin de nuestras obras,
de todos nuestros deseos, de todas nuestras meditaciones, de nuestros ruegos”. Esta es nuestra dicha presente
y futura…
Martes
Salmo 47
“Dios es nuestro amparo y fortaleza, nuestro pronto auxilio en las tribulaciones.” Amparo abrigo,
defensor, defensa, protección. Dios es nuestro defensor y nuestra fuerza, nuestra pronta ayuda, nuestro
pronto socorro en la adversidad, en nuestra aflicción, en nuestra angustia, en nuestra calamidad, en el dolor,
en la miseria, escasez, en nuestras enfermedades, en nuestros sufrimientos. En todo tiempo Dios debe ser
nuestra confianza.
Jesús llama al Espíritu Santo 
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