historia general del arte - Asociación Amigos del Museo Nacional

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ASOCIACION AMIGOS DE MUSEO NACIONAL DE BELLAS ARTES
DE TURNER A EDGAR DEGAS
Lecturas complementarias Destinado al uso exclusivo de los alumnos de la Carrera Corta de
Historia General del Arte
Hughes, Robert A toda critica. Enfoques sobre arte y artistas Editorial Anagrama Madrid 1997. Artículos de
crítica publicados en medios gráficos norteamericanos con anterioridad
JOHN CONSTABLE
John Constable (1776-1837) continúa
siendo el gran ejemplo de lo inglés en el arte
inglés. En su trabajo, hasta Dios es inglés. ¿Qué
otra deidad hubiera podido crear aquellos campos
maduros, la suave brisa, el brillo del rocío sobre el
rostro de un mundo estático? Constable fue a la
percepción del paisaje en la pintura lo que
William Wordsworth fue en la poesía: tiró por la
ventana toda la fauna alegórica que lo había
infestado desde Milton y el rococó -ninfas, sátiros,
dríadas, pastores virgilianos y deidades de las
fuentes ovidianas - y sustituyó la Visión Natural
por la Falacia Patética.
Entre Constable y J. M. W. Tumer
defmieron los logros supremos de la pintura
paisajística en Europa durante la primera mitad
del siglo XIX, pero Constable era, por
temperamento, incapaz de alcanzar la siempre
cambiante retórica de Tumer para los efectos
sublimes. Su trabajo era más sobrio, más modesto,
no tan conspicuamente «inventivo».
Consideraba la pintura como <<una rama de la
filosofía natural de la cual mis pinturas no son
sino experimentos». Desde las miniaturas
isabelinas de Nicholas Hilliard y la poesía pastoril
de Rupert Brooke, la cultura inglesa ha mantenido
la constante de un profundo amor por los detalles
del paisaje. No es de extrañar, pues, que
Constable la siguiera fielmente y con lealtad. Sus
paisajes son los que los ingleses echan de menos
mientras esquivan camiones en los cruces
rodeados por carteles publicitarios y pasos
elevados. Es el conservadurismo escrito en hojas y
trigo
Constable siempre ha tenido seguidores en
América, pero la presente muestra de sesenta y
cuatro de sus pinturas y bocetos al óleo en el
Metropolitan Museum of Art de Nueva York, es
la primera que se realiza en los Estados Unidos en
los últimos treinta anos. Es, por necesidad, una
muestra modesta en comparación con la inmensa
exposición de Constable en la Tate Gallery, en
1976, pues muchos de sus cuadros más conocidos
no están aquí empezando por El carro de heno, el
paisaje más reproducido de la pintura inglesa -una
especie de Mona Lisa vegetativa -. Sin embargo,
ha sido preparada por el principal especialista en
Constable del mundo, Graham Reynolds, ex
conservador del Victoria and Albert Museum de
Londres, sirve como recordatorio para aquellos
que conocían a Constable y constituye una
deliciosa introducción para los que lo ven por
primera vez.
Paz, seguridad, el despreocupado goce de
la poco problemática naturaleza: éste es el motivo
central de la obra de Constable: Se podría suponer
que esto le habría dado la popularidad en vida,
pero los conocedores ingleses eran mucho más
receptivos a Turner, el romántico, de disposición
más
tolerante
y sentimientos
liberales.
Ultraconservador
que
suspiraba
por
el
reconocimiento institucional -no fue elegido para
la Royal Academy hasta la edad de cincuenta y
dos años, e incluso entonces tuvo que sufrir la
humillación de ver cómo su primera presentación
como miembro en la muestra anual era rechazada
por sus colegas -, Constable no tenía el don de
llevarse bien con sus clientes o compañeros
artistas. Era, a un tiempo, tímido, quisquilloso,
complaciente y sardónico. «¡Vaya, si esto no es
dibujo sino inspiración!», exclamó William
Blake, al ver uno de sus estudios de árboles. «No
me había dado cuenta», retrucó Constable,
«pretendía que fuera un dibujo.
Hay momentos, en su abundante
correspondencia, en que se perciben los cambios
de humor y la frágil jactancia del maníaco depresivo. No era un pintor sociable, algo que al
menos le salvó de ser un pintor de sociedad: le
desagradaba pintar personas, aunque pintó unos
cuantos retratos rutinarios de aristócratas rurales.
En su incertidumbre emocional y su miedo al
cambio, se asemejaba sobremanera a los
conservadores de base. No idealizab~ la
estabilidad sino que la idolatraba y, como
resultado, toda su visión de la Inglaterra rural
presenta la Arcadia con un nuevo atavío. Al
contemplar sus pinturas del valle Dedham del río
Stour, jamás se podría imaginar que estas plácidas
tierras tuvieran, en las décadas de 1820 y 1830, un
aspecto tan diferente para el escritor y reformista
William Cobbett, y que estuvieran pobladas de
pirómanos, gamberros, jueces de horca y cuchillo,
y grupos de brutales guardias rurales.
El cuadro más arcadiano de esta exposición
es Wivenhoe Parh, Essex, 1816, que es casi la
última palabra acerca del Edén - como propiedad. Los prados esmaltados y las enormes
vacas, el relajado zigzag los planos que guían la
mirada hacia la villa rosada, los cisnes, y los de
pescadores navegando sobre una serena
superficie de agua, salpicada de luz plateada,
constituyen el epítome del paisaje civilizado.
Como en los mejores trabajos de Jacob van
Ruisdael, el holandés del siglo XVII al que
Constable consideraba un maestro de la visión
«natural», Wivenhoe Parh es al mismo tiempo real
e ideal, es un poderoso (aunque un tanto apagado)
instrumento de la fantasía así como también una
reproducción exacta de la finca familiar del
general Rebow.
Constable era un pintor de sustancia, no de
fantasía; pero la imaginación surge a través de la
sustancia. Sus primeros recuerdos de infancia, los
elementos de su código genético de pintor, se
referían todos al peso, el sonido y la sensación de
las cosas que le rodeaban como hijo de un
acomodado propietario de un molino de agua en
SuffoIk, sobre el río Stour. «El sonido del agua
que escapaba de las albercas los sauces, los
antiguos márgenes, los postes cubiertos de
musgos y las paredes de ladrillo. Me encantan
todas estas cosas», le escribió a un amigo, «me la
convirtieron en pintor (y estoy agradecido por
ello). A menudo las había imaginado en cuadros,
antes siquiera de que hubiera tocado jamás un
lápiz.»
No es de extrañar, entonces, que en un
pintor con un gusto tan pronunciado por lo
específico existiera una discusión constante entre
los estereotipos y las cosas que veía. Constable
amaba a sus maestros Claude Lorrain, Ruisdael,
Gaspar Poussin. Algunas de sus pinturas más
deliciosas, como El trigal, 1826, se basan en el
uso claudiano de árboles oscuros que enmarcan
una vista central de espacio brillante, y esto puede
convertidas en algo demasiado
bonito para el espectador moderno. El propio
Constable comentó que El trigal <<tiene una
espectacularidad visual que excede un poco a lo
que acostumbro». Pero lo más importante de la
naturaleza, como Benjamin West le había
señalado a Constable, era el cambio. Las sombras,
la niebla, las nubes, la humedad del rocío sobre la
hierba, las hojas secas del atardecer: nada formaba
parte de un esquema fijo. Constable se convenció
de que debía superar el estatismo que
las convenciones y el idealismo producen en el
arte; su proyecto fue entonces, como él mismo
dijo, «atrapar las más abruptas y fugaces
apariciones del claroscuro en la... duradera y
sobria existencia de la Naturaleza».
De ahí los centenares de estudios de nubes,
cielos y chubascos, los cambios de luz en los
prados de Hampstead, las interminables
particularizaciones (que nunca pretendió exhibir
como cuadros acabados) de pequeñas divisiones
del tiempo, donde no hay dos iguales. Y también
de ahí, y sobre todo lo demás, la calidad de la
obra madura de Constable, que resulta tan
moderna, una predicción del impresionismo: el
empaste. En los últimos años aplicaba la pintura
con una espátula, apilándola en tonos cada vez
más claros, hasta llegar al blanco puro, en un
esfuerzo por reproducir la luminosidad quebrada
que veía en la naturaleza. Hay momentos en los
que uno siente que el sujeto debería ser
desenterrado de la masa de pigmento, pero las
ventajas expresivas eran algunas voces enormes.
Nunca tan evidente como en Hadleigh
Castle, 1829. Constable transmitió su visión del
castillo (que se alza sobre el estuario del
Támesis), la presión de la melancolía: pintó de
memoria la costa desolada en el momento en que
acababa de sufrir la pérdida de su amada esposa, María, víctima de la tuberculosis. La pintura es
costrosa, capa sobre capa, como si fuera cemento;
hasta las hierbas y las malvas de primer plano
parecen fosiliza~as, y la torre rota -más alta en la
pintura que en la realidad - tiene un aire de
desgracia osiánica. Pero entonces la mirada se
escapa hacia el horizonte, brillante, con una
difuminada luz blanca, como una promesa de
resurrección. Toda la pintura es tan in tensa como
cualquier obra .de Tumer: «La grandiosidad de la
melancolía», como dijo el mismo Constable, la
propia esencia del romanticismo, y también una
de las imágenes claves de la imaginación inglesa.
Time, 1983
EL ROMANTICISMO ALEMÁN
La exposición «Maestros alemanes del
siglo XIX», que ahora se puede ver en el
Metropolitan Museum of Art de Nueva York, ha
llegado con un retraso de treinta y cinco años a
Manhattan, pero, en este caso, mejor tarde que
nunca. Jamás una muestra de tanta envergadura
del arte alemán había sido presentada ante el
público americano. Desde las visiones y metáforas
esotéricas de pintores como Philipp Otto Runge y
Caspar David Friedrich en las primeras décadas
del siglo XIX, a las vigorosas manchas de Lovis
Corinth a finales del mismo, hay un total de ciento
cincuenta trabajos de treinta artistas, que vienen a
llenar el hueco en nuestro conocimiento de los
actuales patrones de la cultura europea. El hecho
es, para decirlo de una manera sencilla, que el arte
alemán fue ignorado por el gusto americano en lo
que al siglo XIX se refiere, un gusto formado y
dominado por París, desde el impresionismo en
adelante. Hace diez años, ningún curso de arte en
América hubiera sostenido que Friedrich era un
pintor de importancia comparable a Géricault, o
que el trabajo de Wilhelm Leibl o Hans Thoma
podían ser algo más que una bien hecha pero
provinciana respuesta a Gustave Courbet. No
siempre ha sido así; en el siglo pasado, Munich
influyó a los artistas americanos tanto o más que
París. Hay muchos paralelismos, cuando no
concordancias exactas, entre los anhelos
expresados en el arte romántico alemán y el
sentimiento de inmanencia panteísta, Dios sobre
el Hudson, que corría por la pintura naturalista
americana a mediados del siglo XIX. Pero a partir
de la Segunda Guerra Mundial, por razones
obvias, los posibles vínculos se rompieron y
olvidaron -especialmente por parte de aquellos
ciegos eruditos que sostuvieron la idea de que el
nazismo podía ser rastreado, a través de una muy
grosera libre asociación, hasta el trasendentalismo
germánico -. Por lo tanto, esta muestra, pese a
toda su variedad y carácter extraordinario, no
puede ayudar a instruir a su audiencia. Su alcance
es analizado a fondo y documentadamente en el
catálogo preparado por Gert Schiffy Stephan
Wactzoldt.
«Se puede dar una definición bastante
acertada de sus aspiraciones», escribe Schiff en su
ensayo del catálogo acerca de los pintores de
principios del siglo XIX como Friedrich, Runge y
Carl Gustav Caros, «si se afirma que "anhelo" era
la primera y casi la última palabra del
romanticismo alemán.» Estos pintores eran
hombres de una seriedad excepcional, su sentido
de misión rozaba el sacerdocio y veían el arte
como un poderoso instrumento del discurso
filosófico. Como dice Schiff, un aforismo del
escritor Friedrich von Schlegel parece resumir sus
esperanzas: «Sólo puede ser artista aquel que
tenga una religión propia, una visión original del
infinito.»
¿Dónde se manifiesta este infinito? En la
naturaleza; y todas las mitologías individuales
deberán derivar de una filosofía de la natura, a
través de la contemplación del universo. Se ve a
Dios a través de sus obras, una difusa y vasta
presencia detrás del telón de los hechos naturales.
Así una de las imágenes maestras de la
contemplación romántica fue Salida de la luna
sobre el mar, 1822, de Friedrich, donde tres
figuras sobre una roca, recortadas en una soledad
tan absoluta (aunque no tan ostentosa) como las
de Manfredo, Childe Harold o el joven Werther,
contemplan inmóviles el lento despliegue de la luz
sobre la superficie oscura y violácea del mar y el
cielo. Como la mayoría de las pinturas de
Friedrich, está llena de alegorías -la luna
representa a Cristo, los barcos sirven como
emblemas del viaje de la vida, etc.-, pero la
reciente recuperación de la reputación de
Friedrich tiene que ver con su sorprendente
relación con artistas más modernos: con Edward
Munch y, en particular, con Mark Rothko, cuyos
«paisajes»
rectangulares
y
pesimismo
trascendental parecen ahora preservar, con
sorprenqente intensidad, el deseo romántico de
«visión original del infinito».
La muestra colma ese deseo en todas sus
facetas. Se manifiesta espectacularmente en el
obsesionado y lírico misticismo de Runge, un
pintor que es tal vez el equivalente más cercano a
William Blake que haya producido Alemania. En
Runge, el mundo es concebido con extremo
detalle, en lo general y en lo particular, como una
especie de máquina metafísica, un generador de
significados intrínsecos acerca de la vida del
universo: el nacimiento, la muerte, la renovación,
la metamorfosis. Su ambición Gamás satisfecha)
les religiosos: Las fases del día. Serían instalados
en una capilla especial, y Runge tenía la esperanza
de que serían el núcleo de un nuevo culto
religioso. Los estudios que han sobrevivido, por
ejemplo La mañana, 1803, son muy difíciles de
descifrar como doctrina. Sin embargo, ese mundo
azul de pimpollos -los amarillos y lilas de Runge
son los antepasados del Art Noveau -, de genios y
de extraños y pálidos querubines, es presentado
con tanta convicción panteísta que alcanza la
fuerza del arte religioso. El impulso espiritualista
duró hasta bien entrado el siglo XIX. Su último
gran portavoz fue Arnold Bocklin, suizo de
nacimiento pero incluido en nuestra muestra por
adopción. El cuadro de Bocklin (La isla de los
Muertos) 1880, tiene motivos de sobra para
subsistir tiene motivos de sobra para subsistir;
puede ser teatral, pero el espectáculo del monje
vestido de blanco, transportado en silencia por la
barcaza fúnebre hacia una cortina de cipreses
inmerso en una luz quebrada V sobrenatural,
permanece como una de las imágenes canónicas
de la muerte en el arte.
La imagen y el mito de Italia preside esta
muestra, como corresponde a cualquier hecho de
la cultura alemana del siglo XIX. Las razones son
muchas, pero todas surgen de la misma raíz: Italia
ofreció a los artistas alemanes una disciplina
sensual, como lo había hecho siglos antes con su
héroe nacional, Alberto Durero. El lujo vivía en la
naturaleza, el rigor en la cultura. «La tierra donde
florecían los limoneros» de Goethe proveyó a los
entusiastas del norte de una reserva inagotable de
prototipos y temas, fragmentos marmóreos del
pasado romano y lecciones pintadas del
Renacimiento.
Ningún admirador, francés o inglés, de lo
antiguo puede superar el embelesado discurso de
Johann Winckelmann ante el Apolo de Belvedere,
y sería difícil encontrar otra pintura del siglo XIX
que muestre más adoración por el Cinquecento
romano que La virgen sabia y la virgen necia de
Peter Cornelius. Con su palidez de fresco, el estilo
lineal, los contornos duros a la Signorelli y las
abundantes referencias a Rafael, es el tipo de
pintura que sólo puede ser realizada por un
hombre orgulloso de sus fuentes.
Estas pinturas nos recuerdan que no hay una
definición
sencilla
del
romanticismo,
especialmente en Alemania. Los radiantes iconos
con su estricta entrega religiosa, realizados por
los artistas alemanes en Roma después de 1810 Cornelius, Johann Overbeck, Franz Pforr y
Julius Schnorr von Carolsfeld -, son un producto
de la tendencia romántica hacia el espiritualismo
fundamentalista similar al de Friedrich, pero
enfocado de otro modo, a través de un canal
doctrinario. La fe, que no la filosofía; estos
nazarenos -como los italianos llamaron a los
idealistas alemanes de cabellos largos en la
colonia de artistas de Roma - creían que su
misión era recuperar la abierta y ardiente
«catolicidad» apostólica de la vieja Alemania.
Serían la reencarnación de los agremiados del
medievo, una fantasía que atraviesa la historia
del arte alemán y, dicho sea de paso, que dio al
Bauhaus gran parte de su ímpetu. Como reacción
ante la «moderna» Alemania, a la que veían
vacía de espiritualidad, intentaron que el arte
volviera a la «primitiva» vitalidad del
Renacimiento, a la pureza de la visión que
atribuían a toda la pintura presecular, orientada
hacia la Biblia. De hecho, sus mejores trabajos que una vez resultaron curiosos para el gusto
dictado por Francia - parecen haber conseguido
una peculiar dignidad con los años. A su manera,
extraña y pedante, es algo más que el pío
pastiche de Botticelli o Rafael.
Tiene la integridad de la convicción absoluta,
aunque las esperanzas y supuestos morales que
hay detrás--como ocurrió con mucho del tejido
espiritual que formó el propio Romanticismo parecen perdidas, un asunto de arqueología
cultural, tan remoto corno la luna sobre el mar
plano de Friedrich.
Revista Time 1981
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