Motín de Esquilache es la denominación de la revuelta que tuvo lugar en Madrid en marzo de 1766, siendo rey Carlos III. La movilización popular fue masiva (un documento contemporáneo cita la cifra de treinta mil participantes -posiblemente una exageración para una población de ciento cincuenta mil habitantes-), y llegó a considerarse amenazada la seguridad del propio rey. No obstante, a pesar de su espectacularidad y su extensión o coincidencia de revueltas por causas semejantes en otros lugares de España, la más evidente consecuencia política del motín se limitó a un cambio de gobierno que incluía el destierro del marqués de Esquilache, el principal ministro del rey, al que los amotinados culpaban de la carestía del pan. Su condición de italiano contribuyó de forma importante a ese rechazo. Las iniciales medidas de apaciguamiento y el especial cuidado que a partir de entonces se puso en el abasto de Madrid fueron suficientes para garantizar el orden social en los años siguientes. El motín de Esquilache fue una revuelta de carácter social con reivindicaciones políticas y económicas expresadas de forma bastante ingenua; pero en ningún caso se manifestó ningún sentimiento popular contra el poder real o contra los privilegios de la nobleza española (ni mucho menos del clero). Más allá de las ofendida dignidad nacional ante el bando de capas y sombreros y la condición extranjera del ministro, la causa material del descontento era la subida de los precios de los alimentos de primera necesidad, que produjo una verdadera situación de hambre entre las capas populares, y que se atribuía a las medidas de reforma económica promovidas por Esquilache. El pan, elemento fundamental en la dieta, había duplicado su precio en cinco años. Siguiendo las clásicas pautas de los motines de subsistencia del Antiguo Régimen, la carestía del pan en todas esas crisis llegó a ser insoportable para los más humildes en la época del año en que justamente el trigo es más caro, antes de la cosecha y cuando se están agotando las reservas del año anterior, provocando un máximo de conflictividad coincidiendo con los meses de primavera. En esta ocasión, no fueron únicamente las malas cosechas las que estaban detrás de tal escalada de precios; sus efectos se intensificaron por la aplicación del decreto de 1765 (de supresión de la tasa de granos), que preveía la liberalización del comercio del trigo. Dada la inexistencia de un mercado interior ágil ni de dimensiones nacionales (por razones tanto geográficas como tecnológicas y de estructura económica y social), no se produjeron los benéficos efectos que el programa reformador ilustrado preveía del libre juego de la oferta y la demanda. Los acaparadores de trigo (empezando por nobleza y clero, que perciben la mayoría de sus rentas en especie) no tenían ningún incentivo para vender barato, esperando a que el precio subiera al máximo. Actuaron como pólvora la debilitación de las clases populares, pero sobre todo la percepción que tenían del abandono por parte de las autoridades de la misión que se les atribuía: garantizar el abasto barato de bienes de consumo. Como chispa actuó el bando de las capas, un precipitante más bien espontáneo, aunque sin duda se vio favorecido por intrigas socio-políticas de extraordinaria complejidad entre banderías nobiliarias, distintas partes del clero, en el contexto de la ampliación del regalismo, y redes clientelares de origen universitario. La xenofobia antiitaliana, como la antiflamenca de la Guerra de las Comunidades dos siglos antes, fue un elemento movilizador de primer orden. Publicado el decreto, la reacción popular fue sustituir los bandos por panfletos vejatorios contra el italiano, cuya redacción culta no podía atribuirse al vulgo iletrado. Esquilache, lejos de amedrentarse, ordenó a los soldados que ayudaran a las autoridades municipales en el cumplimiento de la orden, y las multas comienzan a producirse, con lo que el descontento crece, sucediéndose pequeños actos violentos. Los alguaciles acortaban en plena calle las capas de los díscolos y a veces trataban de cobrar las multas en su propio beneficio. Pero no fue hasta las cuatro de la tarde del Domingo de Ramos cuando se desencadenó el motín. En la plazuela de Antón Martín, un embozado con capa larga y chambergo se acercó provocadoramente al cuartelillo allí existente, llamado de Inválidos (también era lugar de mercado y repeso, donde los alguaciles habitualmente vigilaban el cumplimiento del bando de capas y sombreros, que preveía que unos sastres cortaran y cosieran las ropas que lo contravinieran). Un sorprendido oficial le dio el alto; tras un breve intercambio de recriminaciones, el embozado sacó de entre sus ropas una espada y avisó, silbando, a un grupo más numeroso que estaba prevenido, y al que se juntaron espontáneamente muchos transeúntes. Los agentes del orden se vieron obligados a huir, permitiendo al grupo de revoltosos asaltar el cuartelillo y apoderarse de sables y fusiles. Comenzaron a marchar por la calle de Atocha, donde se les fueron sumando cada vez más personas, quizá unas dos mil. Sus gritos eran: ¡Viva el Rey! ¡Viva España! ¡Muera Esquilache! Llegados a la plazuela del Ángel, los amotinados se encontraron con un enigmático personaje, dentro de una berlina de dos mulas, que se detuvo ante ellos el tiempo suficiente para animarles (les dijo: Vosotros seguid la liebre, que ella se cansará) y darles un escrito titulado Estatutos del cuerpo erigido por el amor español en defensa de la patria para quitar y sacudir la opresión de los que intentaban violar sus dominios, que además de justificar la revuelta y señalar como objetivo a Esquilache, contenía instrucciones que detallaban el modo en que habían de comportarse los amotinados, incluso en el caso de ser apresados. El tumulto continuó por la Plaza Mayor, donde se congregó una verdadera multitud. En la Puerta de Guadalajara detuvieron el carruaje del duque de Medinaceli, caballerizo mayor, que acababa de dejar al rey en el cercano Palacio, tras volver precipitadamente de su cacería en la Casa de Campo al tener noticia del alboroto. Al ser abordado, el duque se comprometió a transmitir al rey su descontento y peticiones. Efectivamente, fue a Palacio a informar, y al poco tiempo volvió acompañado del Duque de Arcos, confiando ambos en que su buena fama entre el pueblo les haría receptivos a sus razones y depondrían su actitud. Los amotinados ignoraron tales consejos y comenzaron un recorrido por las calles de la ciudad en el que, además de obligar a desapuntar el sombrero a todos los que lo llevaban de tres picos (o sea, deshacer las puntadas que lo mantenían conforme al bando), fueron destrozando cuantos faroles encontraron a su paso (se les denominaba popularmente esquilaches, porque su existencia provenía de una orden de Esquilache de obligado cumplimiento para los vecinos, que eran quienes los debían mantener a su costa, lo que produjo el encarecimiento del aceite y las velas de sebo, haciendo que los más pobres vivieran a oscuras en sus casas mientras las calles estaban iluminadas). Al llegar a la casa de Esquilache la asaltaron, matando a cuchilladas a un servidor que trató de ofrecer resistencia. El ministro no estaba allí (había huido a San Fernando de Henares) con lo que, tras vaciar la despensa, optaron por dirigirse a las casas de otros dos ministros italianos: Grimaldi y Sabatini. El día terminó con la quema de un retrato de Esquilache en la Plaza Mayor. El Lunes Santo (24 de marzo) se extendió la noticia de que Esquilache se encontraba en Palacio junto al rey, y una muchedumbre, en la que había un significativo número de mujeres y niños, se fue congregando a sus puertas, en el Arco de la Armería. A diferencia de la guardia española que no hizo el menor asomo de defenderse, la guardia valona, un cuerpo militar compuesto por extranjeros y muy mal visto por los madrileños, se mantuvo firme frente a la masa de manifestantes; terminando por abrir fuego y matar a una mujer. Los amotinados, aún más enardecidos, coreaban consignas contra Esquilache y contra los valones; en el forcejeo cuerpo a cuerpo con los guardias valones aumentaron las bajas entre los amotinados, pero éstos consiguieron atrapar y matar a diez de los guardias, uno en ese mismo lugar y otros que fueron sorprendidos en otros puntos de la ciudad; cuyos cadáveres mutilados fueron arrastrados por las calles, quemando dos de ellos. La temeridad de los amotinados, y el hecho de que los heridos rehusaran ser oídos en confesión, fueron interpretados posteriormente como una prueba de que habían sido aleccionados por clérigos que les habían convencido de la santidad de su causa, y de que no debían temer por la salvación de sus almas. También parecían estar convencidos de que los heridos o presos y sus familias serían apoyados económicamente. En ese momento, un fraile franciscano llegó a la zona pretendiendo calmar los ánimos; aunque lo que consiguió fue actuar como mediador y recibir una lista de exigencias redactada allí mismo por uno en traje de clérigo. Escoltado por las tropas, se abrió paso entre la multitud hasta Palacio, donde fue recibido por el propio rey, que leyó él mismo el documento: 1.Que se destierre de los dominios españoles al marqués de Esquilache y a toda su familia. 2.Que no haya sino ministros españoles en el Gobierno. 3.Que se extinga la Guardia Valona. 4.Que bajen los precios de los comestibles. 5.Que sean suprimidas las Juntas de Abastos. 6.Que se retiren inmediatamente todas las tropas a sus respectivos cuarteles. 7.Que sea conservado el uso de la capa larga y el sombrero redondo. 8.Que Su Majestad se digne salir a la vista de todos para que puedan escuchar por boca suya la palabra de cumplir y satisfacer las peticiones. La lista incluía amenazas gravísimas (si no se accede, treinta mil hombres harán astillas en dos horas el nuevo Palacio) y acababa con una advertencia: de no hacerlo así arderá Madrid entero. El rey, animado por el fraile (que le ofreció su propia vida en garantía si hay el menor desorden), parecía dispuesto a presentarse físicamente ante los amotinados, creyendo que con su mera presencia les calmaría; pero antes de tomar personalmente ningún tipo de decisión, convocó con urgencia una reunión de consejeros en su misma antecámara. La mayor parte de los consejeros militares (duque de Arcos, marqués de Priego -francés- y conde de Gazzola -italiano-) aconsejaron responder con máxima violencia para restablecer el orden, excepto el mariscal Francisco Rubio y el conde de Revillagigedo (que votaba el último por ser más anciano y reprochó que alguno de estos señores ha propugnado la fuerza porque no ha tenido el suelo español por cuna); los consejeros civiles eran claramente partidarios de que al pueblo se le de gusto en todo lo que pide, mayormente cuando todo lo que pide es justo, y culpaban de todo a Esquilache. El rey aceptó el criterio de este segundo grupo, y con mayor o menor convicción, salió acompañado de su confesor y el Duque de Fernán Núñez a un balcón que daba a la plaza de la Armería. Allí, entre la multitud, un calesero llamado Bernardo "el Malagueño" resumió a gritos las reivindicaciones: fuera Esquilache, fuera guardias valones... y que baje el pan. El rey asintió con gestos y pretendió retirarse, pero tuvo que volver a salir ante la insistencia de los congregados, que sólo se dieron por satisfechos cuando la guardia valona se replegó al interior de Palacio, momento en que se lanzaron sombreros e incluso algunos disparos al aire. Cuando la multitud se dispersó, la calma parecía reinar de nuevo en la ciudad. El Martes Santo amaneció tranquilo, con la confianza del pueblo en el cumplimiento de la palabra real. Enseguida se divulga la noticia de que Carlos III, que se había sentido muy afectado en su dignidad y estaba fuertemente asustado, había partido hacia el Palacio de Aranjuez llevando consigo a toda su familia. El miedo de las élites al pueblo era una constante del Antiguo Régimen. El miedo popular a la ausencia de la figura del monarca también lo era. Ambos miedos volverán a manifestarse de forma evidente en la jornada del 2 de mayo de 1808 que abría la Guerra de Independencia Española. La población se inquietó ante los rumores y el miedo de que esa marcha pudiera significar que el monarca tuviera la intención de doblegar a la ciudad utilizando al ejército. Aumentó la agitación en las calles y se produjeron desórdenes y saqueos peores que los de la jornada anterior. Fueron asaltados almacenes de comestibles, cárceles y cuarteles. Diego de Rojas, obispo de Cartagena y presidente del Consejo de Castilla, fue tomado prisionero en su propia casa y obligado a redactar una carta destinada al rey en la que se detallaba el estado de cosas; o al menos eso es lo que él sostuvo, puesto que la Pesquisa posterior le atribuyó alguna responsabilidad en el propio motín, y fue apartado de sus cargos políticos Carlos III, consciente ahora de la torpeza que supuso su marcha de la ciudad, hizo redactar una carta que el mismo que se recibió el dia siguiente a mediodía. El grupo organizado que había mandado la primera carta, ya había enviado otra, esta vez con el calesero Bernardo "el Malagueño", que se cruzó con la escrita por el rey. La carta del rey se hizo pregonar en las calles de Madrid. En ella, explicando su ausencia por una indisposición, ratificaba su promesa de respetar las peticiones populares (especialmente la bajada de todos los precios de alimentos, y más aún en el pan); pero advirtiendo que, al contrario de lo que indicaba una de las peticiones, no se presentaría ante su pueblo hasta que los ánimos se hubieran calmado. La reacción generalizada entre la multitud que escuchaba el pregón fue volver a sus casas lanzando vivas al rey. Las armas que habían sido capturadas por los amotinados fueron devueltas a sus depósitos. No obstante, siguieron apareciendo pasquines. Consecuencias Extensión del motín por España Las noticias del motín de Madrid provocaron una oleada de emulación en otras ciudades, como Cuenca, Zaragoza, Barcelona, Sevilla, Cádiz, Lorca, Cartagena, Elche, La Coruña, Oviedo, Santander y poblaciones de Vizcaya y Guipúzcoa; en las que, con muy distintas particularidades, por lo general se hacían peticiones de proteccionismo hacia el consumidor, el modelo clásico de motín de subsistencia. No había ninguna coordinación entre ellas, ni hubo ninguna continuidad. Cambios políticos Muy a disgusto del monarca, Esquilache partió al destierro. El conde de Aranda, capitán general de Valencia, que con sus tropas desplazadas a Aranjuez había tranquilizado al amedrentado monarca, se convirtió en el hombre fuerte del nuevo gobierno, que posteriormente se identificaría con la etiqueta de partido aragonés desplazando a los italianos; no obstante, ministros italianos, como el genovés Grimaldi, siguieron ostentando cargos de la confianza real. Expulsión de los jesuitas La atribución a posteriori de la culpa no tardó en sustanciarse en la Pesquisa Secreta promovida desde finales de abril por Aranda y Campomanes. Tenía todo el sentido de la oportunidad de encontrar chivos expiatorios, lógicamente, entre los enemigos del partido que ocupaba ahora la confianza del soberano: el marqués de la Ensenada fue desterrado de la Corte; también fueron castigados Isidoro López (procurador general de la provincia de Castilla de la Compañía de Jesús) como inspirador del motín, y como sus cómplices, el abate Miguel Antonio de la Gándara, Lorenzo Hermoso de Mendoza y Luis Velázquez, marqués de Valdeflores. La Compañía de Jesús fue expulsada de todos los reinos de la Monarquía Hispánica al año siguiente, 1767. La expulsión de los jesuitas no fue exactamente un signo de anticlericalismo, pues la medida tuvo el acuerdo de la mayor parte del clero, tanto secular como regular (sus principales enemigos eran las otras órdenes religiosas). Vuelta al paternalismo en los abastos El abasto y el consumo alimentario en Madrid fueron, en lo sucesivo, vigilados especialmente a través de las instituciones tradicionales y sin los deseos vanos liberalizadoras de los decretos de libre comercio, respondiendo anticíclicamente a los periodos de escasez y carestía. La moda y el casticismo Suavemente, y con el consenso de la atemorizada sociedad madrileña, las capas y chambergos desaparecieron, curiosamente, para pasar a identificarse con la vestimenta del verdugo, a quien nadie quería recordar. El traje de las capas populares pasó a ser identificado con el de un personaje de sainete: el manolo, que los aristócratas imitaban por casticismo, como las diversiones populares (flamenco y toros); una promiscuidad estética que en otras cortes europeas hubiera sido inimaginable, y que, de hecho, funcionó como factor de cohesión y freno a los cambios sociales Para terminar con el trabajo escribo algunas reseñas de los videos del canal de historia relacionados con este tema: El bando de Esquilache: http://www.youtube.com/user/Cliphistoria#p/c/0277E17DD1AAE9B7/24/kE8mI3H9X hs En este video vemos como Esquilache firma el decreto que prohíbe las capas largas y los sombreros, obligando a que sean cortadas a más de una palma del suelo pero dejando claro que en el transcurso de esta medida no haya violencia. Esto vemos que no se cumple pues la gente ataca a los que llevan a cabo tal medida y porque será una de las causas que provoque el motín de Esquilache. Un ministro en peligro: http://www.youtube.com/user/Cliphistoria#p/c/0277E17DD1AAE9B7/25/gZCh8RJXL yg En este segundo video observamos una escena en la que unos cuantos amotinados van cantando lo de: “Seguid, seguid la liebre que ya se cansara…” cuando se encuentran con una persona vestida con tricornio al que le cortan las puntas para que sea redondo como el pueblo quiere. Aparte, para dejarle continuar su camino le obligan a decir: “muerte a Esquilache” a lo que se niega pues él es Esquilache aunque los amotinados no lo sepan. Posteriormente se sube al carruaje en el que se escucha una voz en off (posiblemente hace referencia a una carta del rey) que admite poder haberse equivocado al intentar que los españoles participen en el movimiento ilustrado pues como la misma voz dice: “puede que de tanto haber seguido la luz nos hayamos quedado ciegos siendo las primeras victimas de una era de oscuridad”. El motín de Esquilache (http://www.youtube.com/user/Cliphistoria#p/c/0277E17DD1AAE9B7/27/Nzt8kUbmN iM ) y Carlos III toma medidas (http://www.youtube.com/user/Cliphistoria#p/c/0277E17DD1AAE9B7/28/6mfOc5ivJ7 o ): Ambos videos son la historia arriba contada plasmada en movimiento. En el primero de los videos se ve al pueblo sublevado delante del Palacio real donde muere una mujer y matan a algunos de los hombres de la guardia Valona. En el siguiente video, continuación del primero, es el momento cuando Carlos III se reúne con su ministro Esquilache y le dice que hay que tomar medidas porque puede que esta sublevación no sea solo contra el propio Esquilache si no también contra la corona. Aun así no se ve ninguna decisión aunque sabemos cuales van a ser.