IMPACTO AMBIENTAL DE LA ACTIVIDAD AGRARIA

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REGULACIONES MEDIOAMBIENTALES DE LA
ACTIVIDAD AGRARIA EN LA UNION EUROPEA
Juan Romero González.
Cátedra de Geografía Humana
Universitat de València.
Inicio estas páginas con dos imágenes proporcionadas por los
medios de comunicación por entender que son la mejor forma de sintetizar
los diferentes estadios que presenta en Europa la relación entre agricultura
y medio ambiente. Viviendo en Inglaterra a comienzos de los noventa, me
sorprendió el anuncio de una campaña de la Federación de Amigos de la
Tierra que decía: “La contaminación agraria está matando los ríos. Si
observa contaminación agraria llame al teléfono de la Autoridad Nacional
de Ríos o a la Unidad de Control de Contaminación Agraria de la
Federación de Amigos de la Tierra”. Casi diez años después, el 23 y el 24
de diciembre de 1999, la edición regional de El País en la Comunidad
Valenciana informaba que, en el marjal de Pego-Oliva, uno de los mayores
humedales de España,
los agricultores, apoyados por el alcalde
conservador del municipio alicantino de Pego, tras varios años de
inclumplimientos de leyes y reglamentos, están desobedeciendo un auto
judicial que prohibe proseguir con los bombeos de agua sistemáticos; han
roto los precintos de las bombas de agua que habían sido colocados por
orden judicial y, con rótuos de “propiedad privada”, han cerrado los
caminos del marjal con cadenas para que nadie “ de fuera” pueda transitar
por ellos.
Entre estas dos noticias, separadas por una década, hay mucho más
que dos meras referencias. Es todo un mundo el que las separa, y la mejor
muestra que he encontrado para introducir la idea de que la construcción
social que en cada país acompaña al término medioambiente, depende del
proceso histórico y del contexto sociocultural y político en cada caso. Esta
idea va a presidir el recorrido sobre los procesos que explican las
relaciones, casi siempre conflictivas, entre actividad agraria y medio
ambiente, cargadas de un profundo significado político y portadoras de
valores muy diferentes para los distintos actores que residen en los
espacios rurales de la Unión Europea.
El final de la década de los ochenta y el comienzo de la década de
los noventa, marca sin duda un cambio - otros hablan de ruptura- con el
modelo productivista en la mayor parte de los paises de la UE, en especial
en los países del norte de Europa. Cambio que algunos sitúan
simbólicamente en el desarrollo del Reglamento 2078/92 -si bien es
conocido que ello obedeció a cuestiones de tipo presupuestario y
comercial- y que en realidad es fruto del cambio social ocurrido en el
espacio rural europeo a lo largo de las tres ultimas décadas.
Se trata más bien de un cambio social, fruto del proceso de
urbanización, unido al proceso de modernización y especialización de la
agricultura, que ha transformado profundamente su paisaje sociocultural.
Han aparecido nuevos actores con percepciones y opiniones muy
diferentes de las mantenidas tradicionalmente por los agricultores acerca
del impacto de la actividad agropecuaria sobre el medio natural. De igual
modo, han surgido también nuevos empresarios agrarios con sus propias
opiniones sobre el significado de medio ambiente rural.
Nuevos actores que, si en un principio son vistos por la comunidad
agraria como algo separado -”los otros”, “los de fuera”-, disponen de
medios y de relaciones suficientes como para hacer oír sus opiniones e
incluso conseguir imponerlas en términos políticos. Nuevos actores,
pertenecientes a una clase social distinta, en muchos casos, con otros
valores que suponen una alteración de las prioridades tradicionalmente
asignadas a la comunidad agraria.
Parte del espacio rural europeo se ha ido convirtiendo
progresivamente en el “territorio de las clases medias” (Lowe et al.,
1997:154). Esto es particularmente visible en las regiones fuertemente
urbanizadas con alta densidad demográfica del norte de Europa. Unas
clases medias que ya no sitúan el aumento de la producción de alimentos
como prioridad, sino que aprecian más otros valores “postmateriales”
(Inglehart, 1990:59-101) que se han visto acompañados desde ámbitos
institucionales con medidas “post-productivistas”, por la necesidad de
reducir excedentes y controlar el gasto público. Sus prioridades son ahora,
calidad y belleza paisajísticas, tranquilidad, contacto con la naturaleza,
calidad de alimentos y seguridad para su salud. Todo ello desde una
construcción social de lo rural, en ocasiones idealizada e idílica, que
simboliza todos aquellos elementos que no encuentran en la ciudad y que
pretenden que mantenga “el campo” para poder disfrutarlo cuando
periódicamente lo visitan.
Son estas clases medias, a través de sus relaciones con los medios
de comunicación, las que han ocupado un papel relevante en estos
procesos desde comienzos de la década de los ochenta, y han hecho
posible que la imagen de los agricultores haya ido pasando,
progresivamente, de ser los responsables de garantizar la alimentación y
de ser los auténticos conservadores de la naturaleza y del paisaje, a
convertirse en agentes contaminantes a niveles equiparables a cualquier
actividad industrial. La modernización y especialización agropecuarias y
algunas crisis ecológicas relacionadas con la salud de las poblaciones han
contribuido de forma decisiva a modelar este perfil del agricultor como
contaminador.
Parece que, al menos en los países del norte de Europa, se ha llegado
al final de la “excepción agraria” (Lowe et al. 1997:77), al final de los
privilegios legales para la agricultura y la ganadería respecto a otras
actividades productivas contaminantes, tradicionalmente relacionadas con
la ciudad. Incluso en algunos países, como Francia, en los que la tradición
histórica había identificado a los agricultores con el “alma del país”,
símbolo de la identidad nacional, garante de las tradiciones (a la vez que
firme aliado político frente al electorado obrero de la ciudad), (Hervieu,
1997), la actividad agropecuaria ha dejado de tener tratamiento
excepcional aunque todavía disfrute de gran influencia política.
Incluso han llegado a criminalizarse determinadas prácticas, fruto de
la aplicación, también en la agricultura, del principio “quien contamina
paga”. Por vez primera se ha sentado a la profesión agraria en el banquillo
de los acusados, y no precisamente de forma simbólica.
Desde la parte opuesta, hay otra forma de enfocarlo. A la
comunidad agraria se le había asignado desde la Segunda Guerra Mundial,
el papel estratégico de garantizar la seguridad alimentaria de la población.
Y los agricultores europeos respondieron al desafío con éxito. Con tanto
éxito que muchas producciones fueron excedentarias y el sistema de
subvenciones era insostenible en términos presupuestarios. Además, el
incremento de la productividad y el proceso de especialización exigido, se
produjo gracias a la adopción generalizada de nuevas técnicas y productos
químicos y fitosanitarios impuestos por el sistema tecnológico industrial y
sin que el agricultor tuviera otra elección para garantizar la supervivencia
de su explotación en condiciones de competir.
El paradigma productivista suponía que una explotación moderna
era aquella que producía más para el mercado al menor coste. Muchos
agricultores, -ahora convertidos en empresarios-, se dedicaron a ello y, vía
endeudamiento, modernizaron y ampliaron la dimensión económica de sus
explotaciones. Los que “fracasaron” tuvieron que abandonar la explotación
a lo largo de un proceso de ajuste estructural, que muchos teóricos
vaticinaban como inevitable y muchos expertos como imprescindible.
Pero nadie había tenido en cuenta las consecuencias medioambientales -la
naturaleza no había sido incluida en el análisis económico- ni las
consecuencias sobre la salud de las personas. Los agricultores se ven a sí
mismos como víctimas de un proceso que en ningún momento han
controlado.
A la misma comunidad agraria se le exige ahora que produzca
menos alimentos y, a cambio de compensaciones económicas, que
produzca paisaje para el consumo masivo y que se convierta en su
guardián. Y lo que es más importante, está cambiando el sentido profundo
que para los agricultores tiene el desarrollo de su actividad. Ahora, su
trabajo, su forma de llevar la explotación, es cuestionado, cuando no es
condenado, por otros actores que residen en la misma comunidad rural, por
habitantes de la ciudad (grupos ecologistas, periodistas, científicos...), y
por representantes del ámbito institucional con el que siempre habían
tenido una relación exclusiva y, en muchos casos, excluyente.
Muchos agricultores perciben la nueva situación como una agresión
externa. En la mayoría, ha generado sensación de inseguridad y
desconcierto. Una crisis de identidad y de legitimidad social. Porque, en
muy pocos años, la opinión pública de muchos países ha cambiado
radicalmente de opinión sobre lo que había pensado de los agricultores
durante siglos. Der ser el grupo social legitimado para mantener el paisaje
y los recursos naturales, ya que el conjunto de la sociedad les había hecho
depositarios exclusivos de esa tarea histórica, son ahora señalados como
uno de los agentes más contaminadores.
Otros muchos se resisten a ser considerados como nuevos
guardianes del paisaje. Se produce una situación ambigua, porque frente a
su propia consideración como ciudadanos de segunda, a la vez consideran
que su trabajo -producir alimentos- es fundamental para el conjunto de la
sociedad. Una mezcla de orgullo y complejo frente al mundo de la ciudad.
De infravaloración y sobrevaloración. Les resulta difícil de entender el
nuevo contexto post-productivista y se resisten a asumir el nuevo papel, al
mismo tiempo que, precisamente, el hambre es el problema fundamental
del planeta. Por una mera cuestión de dignidad no se resignan a ser
considerados como subsidiarios, mucho menos como subsidiados y, en
absoluto, como asistidos.
Sólo una minoría, por lo general más jóven, con mejor formación y
que forma parte de redes sociales más amplias dentro de la propia
comunidad y fuera de ella, suele mostrarse más favorable a incorporar otra
lógica productiva si obtiene determinadas garantías de seguridad, de
“certidumbre” (Mormont, 1996 b).
Muchas de las razones arriba expuestas explican por qué el nuevo
discurso ha encontrado serias resistencias desde el denominado “bloque
agrario” (Mormont, 1988:9), incluso allí donde parece más claro el cambio
de la opinión pública exigiendo control sobre la contaminación de origen
agrícola y ganadera.
El bloque agrario ha sido políticamente hegemónico en toda Europa
occidental hasta, prácticamente, el final de la década de los ochenta. Los
representantes de los intereses agrarios han sido los únicos interlocutores
para la mayoría de los gobiernos, a la hora de tomar decisiones
relacionadas con el espacio rural. La mayoría de los ministros de
agricultura, tradicionalmente, han tenido su procedencia de los influyentes
sindicatos y organizaciones agrarias. El discurso ideológico sobre el que se
han inspirado las políticas agrarias y, en muchos casos, rurales ha sido el
discurso de estas organizaciones. El razonamiento anterior, en buena
medida, es válido en clave de pasado para los países del norte de Europa,
pero debe ser leído en clave de presente para el caso de los países del sur.
Llegados a este punto, a la vista de las políticas desplegadas en la
década de los noventa, cabría preguntarse dónde ha dejado de ser
realmente hegemónico el peso de ese bloque agrario integrado por
representantes en los parlamentos, altos funcionarios de diversas
administraciones públicas -desde Bruselas hasta miembros electos de
corporaciones municipales-, sindicatos agrarios, confederaciones de
empresarios y Cámaras de Comercio, representantes de la indusria y el
comercio privados y miembros de la comunidad científica.
La primera idea central que aquí proponemos es que durante la
década de los noventa, presionados por una opinión pública cada vez más
sensibilizada con las cuestiones medioambientales y con hábitos
alimentarios saludables, y que ha contado además con un creciente apoyo
mediático, lo que algunos autores han definido como “giro o inflexión
medioambiental”, en realidad, ha consistido en muchos casos, en
concesiones bien delimitadas por el bloque agrario. Diversas formas de
simbólicas cesiones tácticas. Y que, allí donde esto ha ocurrido, no ha
supuesto cambio estructural alguno, ni ha implicado reducción en los
niveles de producción.
Excepción hecha de algunos países del norte de Europa y para
algunas cuestiones específicas, no se perciben grandes avances en el
desarrollo de una agricultura sostenible, porque el grueso de las medidas
agroambientales siguen afectando, básicamente,a la periferia del sistema
productivo y a las zonas menos productivas de las explotaciones. En
ocasiones -las menos- no ha sido por falta de voluntad política, sino
porque todos reconocen que se trata de una cuestión muy compleja a la
hora de arbritrar soluciones. La contaminación difusa que provocan miles
de pequeñas unidades productivas en las regiones de agricultura y
ganadería intensivas es siempre más dificil de solucionar que la que
provienen de otras fuentes de contaminación industrial.
Hace más de una década que Mormont ya señaló algunas
dificultades políticas para superar el divorcio entre agricultura y
naturaleza. Hoy siguen vigentes: a) la gran dispersión espacial de la
actividad de una multitud de empresas independientes; b) la gran
diversidad de situaciones regionales, tanto agrícolas como de medio
natural; c) la fuerte organización de la práctica agraria y el peso político
del bloque agrario; d) el predominio de las preocupaciones de gestión de la
producción agraria (tanto en Bruselas como en cada estado miembro),
hasta el punto que cabría preguntarse sobre la contradicción que supone
mantener, a la vez, privilegios para la intensificación agrícola y
reglamentaciones agroambientales, y e) los problemas derivados de los
tiempos, en la medida en que los tiempos de amortización de inversiones,
de impactos ecológicos y de la política (y de los mercados), no son
homogéneos (Mormont, 1988:9)
Es cierto que, a nivel normativo, se ha producido una incorporación
generalizada de retórica agroambiental. Pero, en unos casos, las normas no
se han acompañado del imprescindible “dispositivo institucional”
(Mormont, 1996 b), y en otros, leyes y reglamentos no se han dotado
presupuestariamente de manera adecuada. La experiencia demuestra que
en la parcela destinada a producir para el mercado, es muy difícil que un
agricultor se convenza de que contribuye al bien común introduciendo
técnicas y métodos de producción más respetuosos con el medio ambiente.
Es decir, medidas concretas, aceptables para el agricultor o el ganadero,
que no les suponga reducción de ingresos, que sean percibidas por ellos
como positivas, que generen entre los diferentes actores de la comunidad
rural una predisposición a la coperación entre ellos y con los
representantes de las administraciones públicas o de otras entidades.
Esto no significa que no se haya avanzado, pero el diálogo entre
agricultura y medio ambiente es difícil y, en muchos casos, tenso. Cada
uno de estos avances se ha producido con el inevitable conflicto de
intereses entre los diferentes actores. Conflictos entre los representantes
políticos y técnicos de los ministerios de Agricultura y Medio Ambiente cada uno con sus respectivos lobbies detrás- ; entre representantes de las
administraciones públicas y los agricultores; entre agricultores y
ecologistas; entre cazadores y/o agricultores y ecologistas; entre residentes
de origen urbano y agricultores; entre planificadores regionales y
ayuntamientos con representación mayoritaria de agricultores; entre
ayuntamientos con representación mayoritaria de nuevos residentes y
miembros de la comunidad agraria; entre representantes de los
consumidores y agricultores...
Avances que han tenido lugar, o no, en función de los diferentes
contextos económicos, sociales y culturales. Cada país -o cada región- es
heredero de su propio proceso histórico. Eso explica su grado de
urbanización, nivel de renta, grado de atraso económico, nivel de
formación, tradición cultural, cultura democrática o tradición científica. Es
imposible separar el debate medioambiental de cada contexto sociopolítico. Por ello, la segunda idea central que aquí avanzamos es que,
cuanto más intenso ha sido el proceso de cambio social en el espacio rural
de un país -o una región-, más ha avanzado el discurso agroambiental,
siendo esto más importante que el proceso de modernización que la
agricultura haya experimentado, si bien esta cuestión también influye. La
modernización agraria sería así condición necesaria, pero no suficiente, en
la construcción social del debate agroambiental.
En función de los diferentes contextos socio-políticos se han
desplegado diferentes regulaciones y mecanismos institucionales. Muchos
países han elaborado medidas agroambientales con presupuestos propios y
otros no. La mayoría han desarrollado, ya en la década de los noventa, las
normas generales elaboradas por Bruselas, adaptándolas en cada caso a sus
características específicas. En algunos casos, los gobiernos han utilizado
todo tipo de maniobras dilatorias, sencillamente, para no aplicar
determinadas directivas o reglamentos (el ejemplo de la Directiva Nitratos
es paradigmático); en otros, han sido aplicadas de forma tan parcial que
han quedado completamente desvirtuadas; algunas otras medidas ya fueron
concebidas de facto como simple mecanismo de mantenimiento de rentas
aunque fueran revestidas de la necesaria retórica medioambiental.
Excepción hecha del último grupo de medidas, horizontales y
uniformes, consideradas por los agricultores como subvenciones y, en
general, bien acogidas por la profesión, el resto han sido aplicadas o no en
función del grado de madurez manifestado por las respectivas opiniones
públicas respecto a la contaminación de origen agrario y, en segundo lugar,
del nivel de resistencia ofrecido por los agricultores -siempre mejor
organizados y de forma más cohesionada que el resto de actores- y por el
conjunto del bloque agrario. En general, como veremos, los agricultores
han estado poco dispuestos a incorporar medidas -suelen considerarlas
poco realistas- que supusieran cambios en el modelo productivista.
Esto explica el mayor grado de desarrollo de medidas
agroambientales en los países del norte de Europa, donde ha avanzado más
claramente la idea de que la actividad agraria es una de las principales
fuentes de contaminanción, que en el sur, donde el discurso predominante
sigue siendo claramente productivista y “desarrollista”. En este caso, las
reglamentaciones agroambientales se perciben y se asumen muchas veces
como una obligación procedente de Bruselas que lleva implícita
contraprestación económica.
Se produce así una gran diferencia, en función de los países, entre
la auténtica gravedad de los problemas ambientales, provocados por la
actividad agrícola y ganadera, y la percepción que de los mismos tiene el
conjunto de sus respectivas poblaciones. Las políticas públicas suelen estar
más directamente relacionadas con la percepción que, de forma
mayoritaria, tenga la opinión pública y con la presión que ésta ejerza, que
con la gravedad real del problema. Rara vez se han desplegado iniciativas
públicas si previamente no han contado con suficiente consenso social
entre los diversos actores implicados y en amplias capas de la población.
Aún en estos casos, el bloque agrario ha resistido con éxito
obligando, en procesos subsiguientes de negociación, a dilatar plazos de
aplicación, a reducir superficies previmente incluidas en una medida de
protección, o a dejar parcialmente sin aplicación una norma. Y cuando en
ocasiones un gobierno ha querido seguir adelante, pese a todo, se han
provocado conflictos abiertos con la comunidad agraria con serias
repercusiones políticas.
Muchos se preguntan cómo es posible que un porcentaje tan
pequeño de la población de un país -a veces no superan el 3% de la
población activa- conserve un poder político tan considerable. Sólo la
historia de cada país nos ayuda a entenderlo. De igual forma que la
pequeña historia de las dos últimas décadas nos ha proporcionado ya
información esencial para el futuro de la regulación en agricultura: a) los
reglamentos no resuelven por sí mismos los problemas; en ocasiones
pueden incluso provocar efectos contrarios (Osi, 1992); b) las medidas de
carácter general suelen resultar poco eficaces en cada ámbito local o
regional, marco adecuado por excelencia para la búsqueda de soluciones
equilibradas; c) si las políticas públicas no cuentan con la cooperación o
cuando menos con la comprensión de la comunidad agraria, no hay avance
posible, aunque se cuente con el apoyo del resto de actores implicados, y
d) los cambios estructurales son muy lentos.
Tal vez por ello en algunos países se ha avanzado, también en
agricultura, tratando de que los mecanismos institucionales se adecúen lo
mejor posible al principio de subsidiariedad, de cercanía. Pese a las
diferencias de estructuras políticas, predominan las propuestas de gestión
locales o de agrupación de municipios. En todo caso de tipo zonal. Los
poderes públicos persiguen la búsqueda de equilibrios con la implicación
en comités de seguimiento de los diferentes actores que constituyen la
comunidad rural. En torno a acciones agroambientales consensuadas,
voluntariamente asumidas por los agricultores, previa compensación
económica, suelen concretarse compromisos plurianuales que pueden
afectar al conjunto de la explotación o, más generalmente, a algunas
parcelas.
En las páginas que siguen nos referimos no tanto a la descripción de
algunos de los problemas más importantes causados por la actividad
agrícola o por el abandono de la misma, como a algunas de las diferentes
políticas públicas desplegadas en el conjunto de países comunitarios, el
contexto político en que se producen y las diferentes estrategias de los
actores implicados.
En todo caso, de acuerdo con la clasificación establecida por
Jollivet, conviene precisar que aquí nos referimos, exclusivamente, a
políticas públicas relacionadas con los problemas ambientales relacionados
con la actividad agrícola y ganadera (contaminación de aguas superficiales
y subterráneas, de suelos y atmosférica, banalización y degradación de
paisajes, agotamiento y salinización de acuíferos, erosión...). No se
incluyen referencias a los problemas medioambientales derivados de
actividades no agrícolas en el espacio rural, ni tampoco las consecuencias
derivadas de actividades que tienen lugar fuera del espacio rural pero que
afectan al mismo (Jollivet, 1997:13).
Tampoco incorporamos aquí descripciones o valoraciones de las
primeras medidas acometidas por todos los países, de creación de parques
nacionales y regionales, espacios naturales y lugares de especial interés
paisajístico o científico.
El término agroambiental no se utiliza aquí para referirnos
exclusivamente al desarrollo de las medidas incluidas en los reglamentos
comunitarios de 1985, 1992 y adaptaciones de 1996, sino al conjunto de
políticas públicas, incluidas iniciativas regionales.
2. REGULACIONES AGROAMBIENTALES EN LA UNION
EUROPEA.
Desde las dificultades políticas antes señaladas, en gran medida
comunes a todos los países, cada uno ha abordado la cuestión desde
itinerarios históricos distintos y, en consecuencia, en contextos políticos,
económicos, sociales, culturales y científicos muy diferentes. Esto explica
que encontremos diversas construcciones sociopolíticas de lo rural y de las
relaciones entre agricultura y medio ambiente, que otorgan a esta relación
un lugar diferente en las prioridades de los debates de cada país -o región“a través de significados sucesivos que le dan los actores sociales, a su vez
diferentes, en el tiempo” (Jollivet, 1997:359).
Ni siquiera resulta aconsejable hacer una simple agrupación de
países a partir de sencillas aproximaciones (del tipo Norte-Sur) que
podrían resultar tentadoras pero que no ayudan demasiado. Eso obligaría a
ignorar las diferencias, incluso las divergencias, en la construcción social
de lo rural entre países del sur como Portugal y Grecia, o entre el Reino
Unido , Holanda o Alemania (VVAA, 1992; Jollivet, 1997).
No obstante, y haciendo esta salvedad, avanzamos aquí
interpretaciones, más que descripciones, de algunas de las medidas
legislativas, reglamentarias y administrativas adoptadas por diferentes
países comunitarios durante los últimos quince años, a partir de una
agrupación que no tiene otro objeto que el de no sobrepasar una extensión
razonable del trabajo.
Proponemos una aproximación a partir de los diferentes niveles
existentes tanto en la construcción social como en el grado de desarrollo de
los mecanismos institucionales. Hacemos un primer balance de los casos
holandés y británico, por entender que son los países en los que más se ha
avanzado en políticas y en regulaciones de la actividad agrícola y
ganadera. Haremos después una valoración de algunas medidas adoptadas
por Alemania y Bélgica, países que disponen de estructura política federal.
El caso francés merece, a nuestro juicio, consideración aparte. Finalmente,
agrupamos los ejemplos de Irlanda, Portugal, Grecia Italia y España.
2.1. La contaminación agrícola como problema de los
ciudadanos (Holanda ).
Holanda es uno de los primeros países en los que la opinión
pública señaló a la agricultura y la ganadería como fuentes de
contaminación severa. Desde mediados de los ochenta, pero contando con
producción científica desde hace veinticinco años, diferentes estudios ya
ponen claramente de relieve, de forma sistemática, los graves problemas
ambientales provocados por la agricultura más intensiva
y más
“industrial” de Europa, y cómo la imagen del agricultor protector de la
naturaleza ya había sido destruida (Glasbergen, 1992:31-36; Frouws,
1997:251).
Dos ideas señaladas por Frouws quisiera destacar aquí. La primera
es que desde mediados de los ochenta, las investigaciones -en las que el
centro de Wageningen ocupa un lugar preeminente- intentan y logran que
la opinión pública nacional tome verdadera conciencia del problema y
alcanzar un amplio consenso político.
La cuestión agroambiental consigue así institucionalizarse en el
apartado de poder y mantenerse en la agenda política, reforzándose
claramente la posición del Ministerio de Medio Ambiente frente al de
Agricultura a lo largo de los noventa , tanto en el plano sociopolítico,
como en el referido a necesidades de expertos. Es así hasta el punto de que
el volumen de reglamentaciones agroambientales permite hablar de un
verdadero “intervencionismo medioambiental” (Frouws; Van Tatenhove,
1993:221; Frouws, 1997:248-251.
En el proceso destaca la evolución que va desde la posición
hegemónica, en la década de los setenta, del bloque de poder agrícola en
un contexto productivista, hasta la pérdida de influencia del corporatismo
agrícola, durante la década de los ochenta, (no sin oponer muy seria
resistencia) y la erosión definitiva de su influencia política en los noventa
(Frouws; Van Tatenhove, 1993:221-236; Frouws, 1997:244).
La segunda idea, que hace de Holanda un caso diferente respecto a
la construcción social que acompaña a la cuestión rural y agroambiental, es
que, en este caso, la preocupación de la población no guarda relación con
la herencia histórica, ni con la tradición paisajística, sino que se inscribe en
una demanda general de calidad agroambiental de suelo, agua, aire, energía
y residuos (Frouws, 1997: 255).
La regulación, paralela a los muy severos problemas de
contaminación agraria, de suelos, aguas y atmósfera, ha sido intensa en el
caso holandés desde finales de los ochenta. Por esta razón pueden
extraerse interesantes conclusiones.
Según indica Frouws, parece que el cambio político más relevante
hay que situarlo en 1989 con la transformación del Ministerio de
Agricultura y Pesca, en Ministerio de Agricultura, Gestión de la Naturaleza
y Pesca. Varios autores señalan que fue mucho más que un mero cambio de
nombre. Supuso un cambio en sus relaciones privilegiadas con el sector
agrario y, en consecuencia, una pérdida de peso político de la influyente
Cámara Agraria y de los sindicatos. Las relaciones con otros grupos con
intereses no agrarios, con representantes en el Parlamento y especialmente
con el Ministerio de Medio Ambiente, se reforzaron. El otro elemento de
cambio viene significado por la aprobación en 1989 del Plan Nacional de
Política Ambiental , con la implicación de varios ministerios. Todo ello
supuso un cambio en la “privilegiada posición institucional de la política
agraria”.
Pero no conviene pasar por alto un dato esencial: este proceso fue el
resultado de una “continua y creciente presión pública y política” que tiene
su origen en los setenta y a la que no fue ajena la contribución de la
comunidad científica. Los efectos de la contaminación agrícola, sobre todo
la relacionada con vertidos de granjas de cerdos, con el sobretratamiento
de suelos con abono químico y orgánico y con el uso masivo de fitocidas,
eran tan intensos que las políticas públicas agroambientales comenzaron a
instrumentarse desde finales de la década de los ochenta (Vid. recuadro 1).
Del conjunto de medidas enumeradas puede decirse que el objetivo
político es el de caminar hacia un cambio, aunque lento, más que
garantizar el mantenimiento de determinadas situaciones. Esta cuestión es
importante porque contrasta con la finalidad política de la mayoría de
medidas agroambientales desplegadas en otros países comunitarios.
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Recuadro 1. Medidas agroambientales en Holanda
En el Memorandum de Estructura Agraria (Structuurnota Landbouw), el gobierno holandés se
proponía reducir significativamente en un periodo de diez años el uso de pesticidas (50%), las emisiones
de amoníaco(70%), el uso de energía de invernaderos (50%) y la cantidad de abono orgánico esparcido en
la tierra (entre el 15% y el 20%).
Las medidas legislativas más importantes han sido las relacionadas con la contaminación de
suelos, de acuíferos y atmosférica. La reducción de los niveles de abonado (químico y orgánico) y los
controles de emisión de amoníaco, han sido objeto de diversas normas desde la segunda mitad de los
ochenta (leyes de fertilizantes , protección de suelos, de residuos de granjas, de reducción de
acidificación) (Glasbergen, 1992:37). Otras medidas aplicadas y que afectan de forma general , son las
guías de abonado más correcto (métodos de inyección a determinada profundidad del suelo de estiércol),
de tratamiento de residuos o sistemas experimentales de ventilación de granjas. A estas iniciativas hay que
añadir los programas integrales llevados a cabo en regiones de ganadería intensiva con problemas muy
graves de contaminación (valle de Gelderse y región de Peel) (Frouws, Van Tatenhove, 1993:233).
Uno de los proyectos inicialmente más ambiciosos fue el Plan Plurianual de Protección de
Cultivos de 1991 (Meerjaren Plan Gewasbescherming). Se proponía una reducción drástica de emisiones
de componentes activos a suelos y aguas subterráneas, atmósfera y aguas superficiales (Frouws, Van
Tatenhove, 1993:229). Inicialmente tenía caracter voluntario, pero si no se alcanzaban los objetivos
pasaba a ser obligatorio. Preveía, sistemas de control, vigilancia y, en su caso, sancionadores. No
incorporaba subvenciones, sino que transfería el coste a los agricultores y no estaba concebido como una
mera cuestión de adopción de una técnica o innovación, sino como un lento proceso de aprendizaje y un
cambio de mentalidad. Una iniciativa interesante incorporada al plan era la creación de un servicio de
análisis de residuos de pesticidas en la propia cooperativa, además de los servicios de laboratorios
nacionales. La respuesta de los agricultores ha sido desigual, aunque relativamente bien aceptada (Röling,
1999:263-274).
El actual proyecto MINAS de reducción de nitratos en aguas subterráneas (Mineral Accounting
System), obliga a establecer a los titulares de explotaciones ganaderas detallados balances de cantidades
máximas por Ha de residuos orgánicos que pueden esparcirse. Establece sanciones económicas si se
excede el nivel máximo establecido por Ha (Neeteson, 1999:5-15).
Para otros ejemplos de países nórdicos, con problemas en parte similares al caso holandés, vid.
Dubgaard, 1990; Baldock, 1992;Bager, Proost, 1997 ).
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La cuestión que queremos destacar ahora es la reacción de los
agricultores y el proceso de búsqueda de soluciones concertadas que
admnistraciones de diferente orientación ideológica han ensayado en cada
caso.
Bager y Proost, en un reciente trabajo de campo sobre Holanda y
Dinamarca, han avanzado algunas conclusiones acerca de tres cuestiones
básicas: a) el impacto real de las medidas agroambientales en esos países;
b) los factores que influyen en la reacción de los agricultores ante las
medidas, y c) los posibles cambios en la mentalidad productivista que no
vengan directamente condicionados por regulaciones obligatorias o
incentivos económicos coyunturales.
Opinan que la combinación de regulaciones obligatorias, persuasión
moral y medidas de innovación revela un proceso de cambio positivo.
Señalan una modesta reducción en el uso de fertilizantes químicos durante
la década de los noventa, -aunque insuficiente para alcanzar los objetivos
inicialmente propuestos en los planes-, y una reducción significativa en la
utilización de pesticidas, si bien el impacto ambiental es de dudosa eficacia
(Bager, Proost, 1997:81-83).
Otros países vecinos emprendieron iniciativas similares. El
programa de reducción de los niveles de nitratos iniciado en Dinamarca
hace más de una década (Dubgaard, 1990) ha conseguido contener la
preocupante situación de los ochenta, si bien todavía por debajo de los
objetivos propuestos. Por su parte, el gobierno holandés está considerando
la posibilidad de aumentar las cuantías de las sanciones a los ganaderos
(sobre todo a las granjas de cerdos) porque algunos prefieren pagar la
sanción y seguir contaminando, cuando no consiguen envir los efluentes a
Bélgica, e incluso instalar las granjas en otras regiones europeas más
permisivas.
Estas regulaciones han contado con la firme resistencia organizada
del bloque agrario. Durante los años ochenta incluso, la posición
prevalente del ministerio de Agricultura, frente al de Salud y Medio
Ambiente, hizo posible que los agricultores contaran inicialmente con un
periodo de adaptación transitoria de quince años con restricciones mínimas
en el uso de abono orgánico. La creación del nuevo ministerio de Medio
Ambiente y el aumento de su influencia política, y la dimensión alarmante
alcanzada por la contaminación, permitieron en los noventa la introducción
de regulaciones más estrictas. Similar reacción se produjo en el inicio de
desarrollo de los planes regionales de Gelderse (Frouws, van Tatenhove,
1993:230-234).
En todos los casos, el lobby agrícola reaccionó denunciando -incluso
con sus propios informes de “contra-expertos” científicos- que la
agricultura no es la única fuente de contaminación y solicitando
aplicaciones flexibles de las reglamentaciones y financiación adecuada
para compensar supuestas reducciones de productividad que varios autores
cuestionan.
Frente a la estrategia del lobby agrícola, se ha ido imponiendo
progresivamente la estrategia del gobierno a través del ministerio de Medio
Ambiente. Desde las iniciales propuestas “defensivas”, pasando por
soluciones “técnicas” y las medidas basadas en la autorregulación de las
organizaciones agrarias, hasta las más recientes medidas obligatorias,
inspiradas en la defensa de métodos más respetuosos con la práctica de una
agricultura sostenibe.
La adopción de las medidas es desigual y está lejos de responder a
criterios de racionalidad colectiva o de mero cálculo económico. Las vías
por las que los agricultores deciden incorporarse a la adopción voluntaria
de regulaciones, obedece a motivaciones muy diferentes. En todo caso,
muchos están concienciados acerca del papel contaminante de la
agricultura, pero son contrarios a la forma en la que las medidas se
introducen. La reacción de hostilidad ha ido creciendo a lo largo de la
primera década de los noventa.
Los estudios de campo sobre la comunidad agraria muestran que los
avances logrados en la reducción del uso de fertilizantes , pese a no haber
alcanzado los objetivos previstos, se han conseguido mediante la
aplicación combinada de regulaciones obligatorias y voluntarias. (Bager,
Proost, 1997:85-93).
Prueba evidente de que el nivel de regulación, control y sanción de
determinadas prácticas agrarias y tratamiento de residuos orgánicos es más
riguroso que en el resto de países, lo demuestra el hecho de que los países
vecinos, especialmente las regiones valona y flamenca, han tenido que
establecer dispositivos para evitar que los residuos de Holanda fueran
derivados por más tiempo.
Se introducen aquí estas dos últimas cuestiones de fondo, sobre las
que más adelante volveremos, que presiden todo el debate. La primera está
relacionada con la opinión mayoritariamente sostenida de que, aún
reconociendo la necesidad de regulaciones obligatorias, las medidas
voluntarias basadas en mecanismos de participación y complementadas
con programas de divulgación y formación han demostrado, a la larga,
mayor eficacia. La segunda tiene que ver con el debate sobre la validez de
introducir medidas que afecten parcialmente a una explotación o a unas
regiones sí y a otras no. La experiencia demuestra que para conseguir
avances efectivos en materia agroambiental, las medidas no pueden afectar
únicamente a parcelas de una explotación o a unas regiones sí y a otras no,
porque se corre el riesgo de que las reducciones y limitaciones conseguidas
en una parte sean compensadas con incrementos en otra y el deterioro
global aumente.
2.2. La conservación del paisaje cultural como objetivo
ciudadano. Gran Bretaña.
Desde una construcción social de lo rural completamente distinta, en
la que el concepto de paisaje y los valores culturales y sociales que la
sociedad urbana atribuye al espacio rural, prevalecen sobre los de
explotación o utilización (Buller, 1997:145-146), el Reino Unido, y más
concretamente Inglaterra, ha sido pionero en la Unión Europea en la puesta
en marcha de un amplio abanico de medidas agroambientales. Algunas son
específicas y otras han sido desplegadas al amparo de las medidas
agroambientales comunitarias.
Desde contextos históricos y socioculturales distintos, existen
elementos comunes con el ejemplo holandés: a) el profundo cambio social
y determinadas crisis ecológicas, han roto definitivamente la tradicional
relación existente entre la comunidad agraria y el resto de la sociedad civil,
y b) el ministerio de Medio Ambiente es ahora la administración
dominante en el espacio rural británico (Buller, 1997:146), aunque la
profesión agraria conserva una influencia política importante (Facchini,
1999:6).
Las medidas agroambientales británicas ponen más el acento en
reglamentaciones referidas a la conservación del paisaje. Esto se explica
por el proceso de apropiación ideológica y cultural del espacio rural por
una clase media urbana muy influyente en la concepción de las políticas
públicas de protección desde comienzos del sigloXX. Cosa distinta es,
como veremos, el apartado referido al bloque de reglamentaciones
relacionadas con la posible introducción de restricciones en zonas de
agricultura o ganadería intensivas.
Haremos aquí un balance de los tres grandes dispositivos
agroambientales británicos: protección del paisaje, control de residuos
procedentes de las granjas y reducción de compuestos nitrogenados y
fertilizantes, relacionándolas, en cada caso, con la actitud de los
agricultores.
Parte del actual dispositivo agroambiental es anterior a las
disposiciones comunitarias que, con carácter general, establece el
reglamento 2078/92 con el precedente del artículo 19 del reglamento
797/85.
En 1987, el gobierno británico creaba las seis primeras ESA
(Environmentaly Sensitive Area) en Inglaterra y Gales. Un cambio
importante en la política agroambiental con cuatro objetivos básicos:
reducir excedentes y gasto, responder a una fuerte demanda social en favor
de prácticas agrarias más respetuosas con el medio ambiente, apoyar
económicamente a las regiones agrarias con dificultades y cambiar la
imágen de un ministerio de Agricultura para recuperar el terreno político
perdido (Buller, 1999:56).
Esta figura, que curiosamente goza de amplia aceptación entre los
diferentes actores implicados, incluidos los agricultores, actualmente
afecta a 3,5 millones de Ha en 43 áreas diferentes. Es dentro de estos
espacios, bien delimitados por la administración, donde se establecen
contratos con los agricultores para la protección de la naturaleza y para el
mantenimiento de paisajes rurales (aproximadamente un millón de Ha está
actualmente bajo contrato).
El desarrollo del reglamento 2078/92 no ha modificado la
concepción de esta medida ni la especificidad de la agenda agroambiental
británica, más atenta al contexto nacional que a las iniciativas de Bruselas,
pero sí ha servido para incorporar diez nuevas figuras, cofinanciadas o no
por Bruselas. (Vid. recuadro 2).
La mayoría responden al esquema ya conocido: carácter zonal y
contratos voluntarios con adaptación a cada contexto local, con
compromiso por parte de los agricultores de realizar determinadas
prácticas de protección o mantenimiento de paisajes durante un número de
años, a cambio de primas o compensaciones económicas.
Sobre el balance, necesariamente referido a las dos medidas ESA y
Countryside Stewardship) que absorben el 80% del -modesto- presupuesto
total agroambiental, parece existir amplia coincidencia: a) las medidas han
sido ampliamente aceptadas por los agricultores porque son sencillas,
suponen mínimas modificaciones de sus prácticas tradicionales y los
agricultores que se deciden tienen la seguridad de que la producción se
mantiene intacta; b) los agricultores que no han firmado contratos ven en
estas figuras pérdida de autonomía y de independencia (muchos incluso
han intensificado su producción); c) gozan de más aceptación en regiones
con dificultades, lo que significa que la mayor parte de las zonas de
agricultura y ganadería intensivas han quedado excluidas; d) los
agricultores más favorables a la adopción de las medidas suelen ser los de
más edad (algunos entienden la ayuda como una especie de pre-jubilación)
y los menos dinámicos; e) muchas veces incluyen en los cuadernos de
obligaciones las peores parcelas de la explotación y siguen manteniendo incluso intensificando abonado y tratamientos- los niveles de producción
en las parcelas no incluidas, para compensar una eventual reducción en las
parcelas no contratadas; f) pese a todo, la mayor parte de los participantes
han reducido la utilización de fertilizantes que compensan con el
incremento sustancial de la compra de forraje, y g) la reducción de la carga
de ganado por Ha es muy poco significativa (Whitby, Walsh, 1996:175182;Buller, 1996:171-174; Buller, 1999:51-61).
Pero el mayor impacto medioambiental es el que se produce en la
áreas de cultivo y ganadería intensivas que reciben el 96% del total de
subvenciones comunitarias y gubernamentales. Los niveles de
contaminación provocados por pesticidas, abonos nitrogenados y vertidos
incontrolados de efluentes de granjas, son tan severos como en cualquier
otro país de su entorno (Skinner et al. 1997:111-128). El gran número de
trabajos disponibles sobre esta cuestión en el contexto de creciente toma de
conciencia de la opinión pública británica, hace innecesario reproducirlos
de nuevo aquí.
Únicamente llamamos la atención sobre las principales conclusiones
de recientes estudios de casos e investigaciones referidas al contexto
político, a la actitud de los agricultores y al impacto real de las normas en
la reducción de los niveles de contaminación.
Entre los objetivos de la política agrícola británica no se incluye, por
ahora, la aplicación de medidas dirigidas a reducir significativamente los
niveles de inputs. Las políticas que generan mayor beneficio ambiental
cuentan con financiación escasa o nula. El ejemplo más claro está en el
hecho de la no aplicación por el gobierno británico de la primera parte del
artículo 2.1 (a) del regamento 2078/92, referido precisamente a este tema,
o en el desinterés por la agricultura biológica. “Los avances en términos de
calidad agroambiental no son siempre evidentes” afirma Buller (1999:58).
Parece que también en el Reino Unido las medidas agroambientales
afectan básicamente a la periferia del sistema productivo agrario.
Es dudoso, por tanto, que de forma general se haya producido una
pérdida real de influencia política del bloque agrario. Algunos autores ven
incluso en el desarrollo de las ESA “una respuesta del NFU (Sindicato
Nacional Agrario) al poder de los no agricultores en las zonas rurales
británicas” (Facchini, 1999:5).
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Recuadro 2 .Medidas agroambientales británicas
Además de las ESA, el gobierno británico ha desarrollado desde 1991 las siguientes medidas:
Countryside Stewardship ( gestión del espacio rural) (Inglaterra); Habitat Scheme (hábitats naturales
sensibles) (Inglaterra, Escocia, Irlanda del Norte); Organic Aid Scheme (agricultura biológica) (Reino
Unido); Countryside Acces Scheme (acceso público a tierras particulares (Reino Unido); Moorland
Scheme (protección de landas por sobrepastoreo (Reino Unido); Nitrate Sensitive Areas (zonas sensibles a
contaminación por nitratos) (Inglaterra); Tir Cymen (medida experimental de tipos de hábitat y pasajes)
(Gales) y Farm Conservation Grants Scheme (conservación de paisaje) (Vid, Buller, 1999:57-59).
Salvo en la ESA y Countryside Stewardship ( que absorben el 80% del presupuesto y afectan al
13% de la SAU total), el resto ha registrado un nivel de participación muy discreto.
Además de estas medidas agroambientales, el Reino Unido dispone de otras figuras cuyo
objetivo es proteger y mantener hábitats o lugares de especial interés (Zonas de Interés Científico
Particular, Zonas de Protección Especial ) gestionadas a través de diversas instituciones públicas,
semipúblicas o privadas.
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La parte en la que se ha avanzado con claridad ha sido en la
aplicación de medidas de protección del medio natural y del paisaje, es
decir en aquellas zonas -y parcelas- en las que no se ha encontrado
resistencia política de la comunidad agraria. Los agricultores mantienen el
monopolio de la gestión del espacio rural y obtienen fuentes de ingreso
complementarias por realizar unas prácticas que no suponen cambios
sustanciales, al privilegiar la continuidad sobre el cambio (Buller, 1999:5960). Prácticas que solamente absorben el 4% del presupuesto de la PAC en
el Reino Unido porque el resto sigue destinado a cereales y ganadería,
precisamente actividades con mayor impacto ambiental.
El otro campo en el que se han producido avances ha sido en el
control de efluentes ganaderos. Aquí es donde más claramente puede
percibirse el final de la “excepción agraria” en el Reino Unido (Baldock,
1992:53-56; Lowe et al. 1997:42). Los ganaderos se han situado
políticamente a la defensiva frente a una opinión pública, que de forma
abrumadora, les señala como la mayor fuente de contaminación de ríos,
lagos y acuíferos. La hegemonía y la iniciativa políticas han pasado a los
otros actores (organizaciones ecologistas, residentes no agrícolas,
comunidad científica, medios de comunicación, funcionarios del ministerio
de Medio Ambiente y miembros del Parlamento).
En un excelente trabajo de Lowe, Clark, Seymour y Ward (Lowe et
al. 1997), se analiza la evolución de la política medioambiental británica
en materia de contaminación de aguas por residuos ganaderos, a partir de
un exhaustivo trabajo de campo llevado a cabo en el condado de Devon.
Por su extraordinario interés general incorporamos aquí la síntesis de un
proceso cargado de significado político, del que no pueden hacerse
extrapolaciones a otros países, pero sin duda arroja mucha luz acerca de
por dónde pueden discurrir los acontecimientos cuando se trata de
introducir medidas que afectan a la agricultura y la ganadería intensivas.
La contaminación del agua es la cuestión que ha concitado mayor interés y
movilización en la opinión pública de todos los países comunitarios,
durante la década de los noventa. Por esa razón es el mejor escenario para
analizar la posición política de los diferentes actores y la secuencia de los
hechos es, a nuestro juicio, modélica.
Adelanto tres cuestiones que me parecen relevantes: a) las normas
gubernamentales vienen precedidas del debate social, son consecuencia de
la presión social y política. Por esa razón, al desplegarse en un contexto
intelectual y social propicio, son más efectivas y generan menos conflicto
con la comunidad agraria; b) en ocasiones, la misma norma, vigente
durante años, pero inaplicada, sirve para desarrollar iniciativas
medioambientales, sencillamente porque el contexto sociopolítico ha
cambiado, y c) la llamada “excepción agraria” se mantiene durante muchos
años, fruto de una negociación política en la que el bloque agrario es
hegemónico, pero en un momento dado se anula como consecuencia de
una presión política en la que el lobby agrario ya es minoritario. En la
primera etapa (hasta comienzos de los ochenta) la contaminación de las
aguas era una cuestión políticamente indiferente y, desde mediados de los
ochenta, pasó a convertirse en una cuestión políticamente muy relevante
(Seymour et al. 1992). La síntesis ayuda a entender qué ocurrió entre esas
dos fechas relativamente cercanas.
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Recuadro 3. El contexto sociopolítico de la regulación británica en materia de contaminación de aguas. El
fin de la “excepción agraria”.
1. La “excepción agraria” fruto de la negociación política. La ley de Control de la Contaminacón
de 1974 (Control Pollution Act) no regulaba en la práctica la contaminación de origen agrario. La parte de
la ley referida a contaminación del agua no entró en vigor hasta julio de 1984 porque el bloque agrario
negoció un acuerdo que “específicamente eximía a los agricultores de la negociación” (Lowe et al. 1997:
57).
En 1984, el Ministerio de Agricultura seguía manteniendo claramente el peso político y la
relación privilegiada con el sector agrario. Desde esa posición, mantiene el control del proceso y la
inciativa política basada, únicamente, en medidas autorreguladoras. Prepara un borrador de Código de
Buenas Prácticas Agrarias, finalmente publicado en enero de 1985.
2. Proyecto de privatización del agua e Informe de la Comisión de Medio Ambiente del
Parlamento. Desde esas fechas, y sobre todo desde 1986, la contaminación del agua por residuos de las
granjas emerge como problema políticamente relevante. Hay tres cuestiones que lo explican: a) la
imposición de cuotas lecheras (1984); b) el gran debate público producido por el anuncio de los planes del
gobierno de privatización del agua, ya que la idea inicial era transferirlo todo al sector privado, incluidas
las competencias reguladoras; c) la investigación sobre contaminación fluvial de la Comisión de Medio
Ambiente del Parlamento, cuyo informe fue publicado en 1986, fue un hecho clave en el proceso de
politización de la cuestión. Junto a ello fue igualmente influyente el informe de los caos de contaminción
porresiduos de granjas en Inglaterra y Gales publicado por la Autoridad Nacional de Ríos (National
Rivers Authority). “Estas dos publicaciones cambiaron la percepción del problema de los residuos
orgánicos de las granjas”.
También fue relevante la publicación conjunta, en 1986, del primer informe sobre contaminación
del agua por residuos de granjas, entre el Ministerio de Agricultura y la Watter Authority Association. A
partir de ese momento, esta segunda institución asumió el papel de liderar el control estadístico del
control de vertidos ganaderos(Lowe et al. op cit.: 57-67).
3. El conflicto político interministerial. Los informes periódicos, en los que quedaba clara la
responsabilidad de la ganadería intensiva en la contaminación , fueron de gran utilidad para los intereses
de otros grupos de presión: industriales y, sobre todo, conservacionistas del espacio rural. El Nature
Conservancy Council, el Natural Environment Research Council y el Council for the Protection of Rural
England, junto a más de 60 organizaciones presentaron a la Comisión de Medio Ambiente del Parlamento,
durante 1987, pruebas de que los residuos de las granjas eran una de las mayores fuentes de
contaminación.
La reacción de los ministros y los altos funcionarios del Ministerio de Agricultura no se hizo
esperar. En su intento de “ situar las estadísticas en su justa perspectiva”, el Ministerio de Agricultura
estimaba en su informe de 1987 que los casos de contaminación eran provocados por menos de un 1% de
la comunidad agraria y representaban la sexta parte de los casos de contaminación respecto a los que
procedían de otras fuentes. Por su parte, el Sindicato Nacional Agrario (NFU) no reconocía como válido
el sistema de medida de la contaminación por no considerarlo “objetivo”.
El mismo año, la Autoridad de Ríos del Sudoeste (SWWA) informaba, en su informe basado en
un estudio de campo, que de las 30.000 granjas de Devon y Corwall, entre 5.000 y 10.000 contaminaban.
Y el Ministerio de Medio Ambiente, primero en comparecer ante la Comisión Parlamentaria en 1987,
identificaba entre las dos causas principales en el deterioro de la calidad del agua en los ríos, la
contaminación agraria (Lowe,1997, op.cit.: 71-74).
4. El Informe Torridge. La SWWA, tras comprobar el rápido deterioro en la calidad de las aguas
fluviales, encargó una investigación sobre la degradación ambiental del río Torridge, que atraviesa una
región que soporta una presión ganadera muy elevada. Quedó claro que las granjas de producción de
leche eran la mayor causa de deterioro ambiental que debía acometerse. Sirvíó a su vez para que la
SWWA informara en la comisión parlamentaria sobre la inadecuación de las bases en las que se
fundamentaba el control medioambiental. Aún así el representante del Ministerio de Agricultura
argumentaba en la misma comisión respecto al Informe Torridge, que “no estaban claras las causas
precisas del deterioro” (Lowe et al. op. cit.:71-76).
5. Desafiando la “excepción agraria”. La corriente de opinión mayoritaria estaba claramente
contra el excepcional estatus legal otorgado a la agricultura en la Ley de Control de Contaminación de
1974. Sólo el Ministerio de Agricultura y el Sindicato Nacional Agrario reiteraban la tradicional
justificación para la exención agraria, amparándose en la propuestas autorreguladoras de un ineficaz
Código de Buenas Prácticas Agrarias.
Pero la prevalencia política del Ministerio de Medio Ambiente, fruto de una presión creciente de
la opinión pública y de organizaciones de defensa de la naturaleza entre las que destacó la campaña
organizada por la Federación de Amigos de la Tierra, sirvió para dar paso a una situación completamente
distinta. El primer signo fue la aplicación con carácter preventivo del mismo Código . “Irónicamente, lo
que inicialmente había sido un intento de salvaguardar a los agricultores, era ahora interpretado, en
circunstancias diferentes, como una salvaguarda medioambiental”. Pero, evidentemente, sólo con un
código prolijo y difícil de interpretar y de adquirir por los agricultores, poco se podía hacer. La comisión
parlametaria concluyó que era una idea aceptable pero no era práctica.
6. Una nueva red de regulación. El informe de la comisión parlamentaria (mayo de 1987)
concluía con una serie de importantes recomendaciones: revisar el Código de Prácticas Agrarias,
introducir regulaciones para facilitar, vía subvención, la construcción y el mantenimiento de depósitos de
residuos ganaderos. El informe fue publicado por el Ministerio de Medio Ambiente en julio de 1998 y, en
noviembre, el gobierno tomó dos decisiones importantes: a) privatizar el agua, pero reteniendo las
funciones de regulación en el sector público; b) aprobar nuevas medidas de regulación, de control, de
invstigación, de subvención, así como un nuevo programa de orientación medioambiental , y c) delimitar
competencias de manera que el control y la regulación de la contaminación quedó atribuida a la nueva
NRA (dependiente del Ministerio de Medio Ambiente) por la Watter Act de 1989 y todo lo referido a
subvenciones al Ministerio de Agricultura.
En febrero de 1989 entró en vigor el nuevo Programa Subvencionado de Explotaciones
Ganaderas y de Conservación (Farm and Conservation Grant Scheme). El programa establecía
subvenciones de hasta el 50% de la inversión para depósitos de almacenamiento de residuos de las
granjas, previo infome favorable de la NRA. Este organismo introdujo nuevas regulaciones en 1991
especificando las características técnicas para estos depósitos. La nueva Ley de Protección
Medioambiental de 1990 (Environmental Protection Act estableció aumentos muy importantes de las
sanciones por vertidos incontrolados. También se reorganizó el Ministerio de Agricultura, acentuando el
perfil preventivo de la contaminación y fue aprobado un nuevo Código de Buenas Prácticas Agrarias
(julio de 1991), más facilmente comprensible por los agricultores (Lowe, op. cit.:77-84).
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En menos de una década, se había producido un gran cambio social
y político, en lo referido al control de la calidad de las aguas. Era evidente
que la identificación de los agricultores como agentes contaminadores
incrementó la presión social en favor de mayores controles y en contra del
trato excepcional y de los privilegios legales.
La tesis es que el problema de la contaminación emergió de forma
colateral como consecuencia del gran debate nacional en torno a la
privatización del agua llevada a cabo por el gobierno Thatcher (Lowe et
al., op.cit.:87). Este fue el elemento central que determinó en el Reino
Unido el vuelco en la opinión pública. Sea como fuere, lo cierto es que
1989 marca un punto de inflexión en la construcción de un nuevo
“discurso moral” (Lowe et al. op. cit.: 191 y ss.), de otra legitimidad. El
ministerio de Medio Ambiente gana la batalla política gracias a la presión
social que hace posible un cambio profundo en la opinión pública. En este
cambio participaron centenares de asociaciones conservacionistas, otros
actores residentes en las comunidad rural, comunidad científica, medios de
comunicación, expertos medioambientales, funcionarios del ministerio de
Medio Ambiente y miembros del parlamento.
2.3. Regulación agroambienal en un contexto sociopolítico de
predominio del corporatismo agrario. Francia.
Francia se sitúa a medio camino entre el Norte y el Sur. Ha aplicado
diferentes medidas agroambientales adaptando algunas propuestas
comunitarias derivadas de los reglamento de 1985 y 1992 y ha puesto en
marcha otras iniciativas públicas específicas.
Dos características destacan sobre el conjunto. La primera es el
intencionado retraso demostrado por el gobierno en la aplicación efectiva
de las medidas. Las reticencias y la dilación del Ministerio de Agricultura,
no son más que la manifestación de la resistencia organizada del poderoso
lobby agrario francés. La segunda es la “regionalización desde arriba”,
dentro del marco común al resto de países: carácter zonal, voluntariedad,
orientación hacia zonas de especial interés o hacia espacios de agricultura
extensiva con dificultades. Se ha abierto así, desde una estructura políticoadministrativa muy “vertical” y “burocrática” controlada por el Ministerio
de Agricultura, la posibilidad de introducir diferentes mecanismos
específicos de gestión a escala local, negociados entre la pluralidad de
actores existentes, sobre la base de consensos sociales establecidos a partir
de conocimientos heterogéneos producidos en esa escala (Alphndéry,
Bourliaud, 1996:14-15 y 29).
Dos programas agroambientales son los que han concentrado la
mayor parte de esfuerzos y recursos económicos: el programa de prime à
l´herbe y las Operaciones Locales Agroambientales. A estos cabe añadir, a
mucha distancia, el programa de protección de las aguas.
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Recuadro 4. Regulaciones agroambientales en Francia.
Para conocer en detalle los resultados de diversas medidas agroambientales véanse especialmente
los excelentes números monográficos de Études Rurales 1996, num. 141-142) y Économie Rurale (1999,
numeros 249 y 252). En esta nota sintetizamos únicamente algunas de las contribuciones para que el
lector disponga de información que haga más cómoda la lectura del texto.
Al amparo del artículo 19 del regamente 797/85, Francia inició tímidamente el mecanismo
agroambiental con la creación, en 1989, de cuatro zonas seleccionadas a partir de dos criterios básicos: a)
constituían “biotopos sensibles” que representaban ecosistemas distintos, y b) estaban situadas en zonas
donde los actores locales se sentían muy concienciados por las cuestiones ecológicas y disponían de redes
externas. Se inciaba así la primera fase de la creación de versión francesa de las Environmentaly Sensitive
Areas británicas.
En la segunda fase, iniciada en 1991, el Ministerio de Agricultura generalizó a todo el territorio
la aplicación del art. 19, a partir de las OGAF (Operations Groupés d´Amenagement Foncier), con cuatro
objetivos: a) reducción de contaminación agraria por prácticas intensivas; b) adaptación de los sistemas de
explotación en zonas de biotopos raros y sensibles; c) prevención de la dèprise agraria, y d) prevención de
incendios en la zona mediterránea.
El reglamento 2078/92, que suprimía el art. 19, dió paso en 1993 a las Acciones Locales
Agroambientales (OLAE), cuyo precedente fueron las OGAF. Acciones de tipo zonal, de carácter
voluntario, cuyo desarrollo fue encomendado a unos Comités Regionales Agroambientales (CRAE)
presididos por la autoridad política regional. Estos comités, de perfil marcadamente institucional, están
integrados por representantes del Mninisterio de Agricultura, Ministerio de Medio Ambiente, del
delegado regional de CNASEA, de los colectivos territoriales y empresas públicas más representativas, de
representantes de las organizaciones profesionales agrarias, así como de organizaciones de defensa de la
naturaleza designados por el prefecto. Cada Operación Local, una vez aprobada, cuenta con un comité de
dirección integrado por representantes de los diferentes actores, presupuesto propio, un cuaderno de
obligaciones y delimitación zonal.
El mismo reglamento permitió la puesta en marcha desde 1993 de dos medidas más específicas
para Francia: a) la prime à l´herbe (subvención a sistemas de ganadería extensivos mediante contratos por
cinco años), y b) los planes de desarrollo duradero (PDD) (programas no financiados por Bruselas hasta
1998 y concebidos por el Ministerio de Agricultura como instrumentos de ordenación del territorio). Estos
programas afectan al total de la explotación y está definido en el documento de presentación del
Ministerio de Agricultura como “ la búsqueda de un sistema de explotación coherente que contribuya a
que el capital técnico, económico, ecológico y social del que el agricultor es el gestor , no sea dilapidado,
siendo retribuido por ello. Esta definición-prosigue la circular ministerial- de duración, corresponde a una
versión moderna del concepto de `gestión de buen padre de familia´, teniendo en cuenta las funciones que
la sociedad reconoce hoy a los agricultores y que ellos aseguran conjuntamente: productores, gestores del
medio ambiente y actores del mundo rural” (Alphandéry, Bourliaud, 1196: 27-38; Couvreur at al. 1999:610; Facchini, 1999: 3-8).
A partir de 1998, el mecanismo agroambiental propuesto por Francia a Bruselas incorporó
algunas modificacioes en sus prioridades, entre las que destacan: la reconducción del programa de prime à
l´herbe, mayor apoyo a la agricultura biológica, la inclusión de los PDD en el esquema general de
cofinanciación y la posible creación de una nueva figura, el contrato territorial de explotación (CTT),
previsto en la nueva ley de orientación agraria (Couvreur et al., 1999: 10).
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Cada país tiene su propia historia a la hora de explicar el proceso de
toma de conciencia colectiva de los problemas agroambientales y de la
construcción de la imagen de los agricultores. En el caso de Francia, pese a
que algunas crisis ecológicas y hechos relevantes (crisis del agua en los
noventa, caso Perrier, informe de la Unión de Consumidores sobre la
deficiente calidad del agua (Berlan, Kalaora, 1992), hicieron posible que
hasta se visualizara un importante enfrentamiento político entre el
Ministerio de gricultura y el secretario de Estado de Medio Ambiente,
Brice Lalonde, no puede decirse que se haya producido un cambio en la
hegemonía política del bloque agrario.
La ofensiva de Lalonde, cuando en 1990 denunciaba que la
contaminación de origen agrícola era el “auténtico punto negro” del
deterioro medioambiental y reclamaba el final de la “excepción” para la
agricultura, era reflejo de la lenta pero inevitable incorporación de esta
cuestión a la agenda política y de un cierto cambio de opinión -minoritariosobre el papel de los agricultores.
Ello obligó al lobby agrario a tener más en cuenta a los otros actores
rurales, pero siempre ocupando posiciones subordinadas y subalternas.
Desde el Ministerio de Agricultura se ha controlado políticamente el
proceso de desarrollo de aquellas medidas agroambientales que menos
conflicto hayan podido generar a unos agricultores, gestores de las mismas,
considerados auténticos “padres de la gran familia francesa”, como recoge
el delicioso texto ministerial recogido por Alphandéry e incorporado en la
nota anterior.
En su reciente trabajo, Facchini sintetiza perfectamente el caso
francés: la “falta de interés” y los retrasos en la aplicación de las medidas
se deben a una “estrategia definida por parte de la administración y sus
grupos de apoyo”. El retraso francés en establecer los mecanismos
institucionales sería básicamente “resultado de una fuerte resistencia de la
profesión agraria” (Facchini, 1999:4), fruto de la posición política ocupada
por los agricultores entre los actores rurales y de la diferente posición que
ocupa la contaminación agraria en la sociedad francesa, en contraste con la
situación antes descrita de Holanda o el Reino Unido.
Las superficies, el presupuesto y el número de agricultores
comprometidos por las dos grandes medidas agroambientales, son
calificados acertadamente como “relativamente marginales” (Billaud,
Pinton, 1999:65). En efecto, la prime à l´herbe registró, entre 1993 y 1997,
en torno a 100.000 contratos y los programas regionales en torno a 38.000,
desde 1991. En términos presupuestarios representaban, en 1995, el 2,8% y
e 0,2% respectivamente del conjunto de las ayudas directas percibidas por
los agricultores franceses (Couvreur at al. 1999:7).
También es marginal la localización geográfica. Los contratos se han
celebrado preferentemente en las regiones montañosas y en las zonas de
mayor dificultad para la actividad agropecuaria. Dentro de las propias
zonas, el número de contratos es minoritario. Se orientan
fundamentalmente a recuperar y mantener paisajes y, en menor grado, a la
preservación de la biodiversidad natural.
El balance de las Operaciones Locales es desigual, y los resultados,
en general, poco significativos (Steyaer, 1999; Berthelot, 1999; Barbut,
1999; Billaud, 1996; Le Guen, Sigwalt, 1999). Muchas de las OLAE
estudiadas revelan que, donde no existen redes locales suficientemente
consolidadas, o no hay actores suficientes, son operaciones “desde arriba”
en las que el proceso de concertación queda suplantado por los
representantes institucionales. Se respetan los procedimientos, pero la
operación local es poco efectiva por la sobrerepresentación institucional en
los comités de seguimiento, en detrimento de la mayor experiencia práctica
que podrían aportar los agricultores de la zona. Algunos autores ven ahí la
explicación a la falta de corresponsabilidad de los agricultores en las
OLAE.
En otros casos, donde la posición política de los agricultores en la
red local esta afianzada, para poder alcanzar el consenso en el diseño de
operaciones locales, se aparcan cuestiones esenciales, como medidas para
reducir los niveles de nitratos o restricciones de superficies cultivadas en
zonas húmedas, con lo cual se reduce notablemente la efectividad de la
medida propuesta (Candau, 1999).
El conflicto entre agricultores y protectores en el delta del Ródano,
se ha saldado con el fracaso de las medidas agroambientales previstas para
zonas húmedas. El triunfo de las tesis de los propietarios agrícolas frente a
la posición de otros actores locales y de los ministerios de Agricultura y
Medio Ambiente, es un excelente ejemplo de lo que antes se decía (Picon,
1996).
Más desalentador ha sido el balance de las políticas de protección de
acuíferos afectados por la contaminación difusa de origen agrícola y
ganadero. En este campo, que compromete más directamente las prácticas
actuales en las zonas intensivas, el peso político del bloque agrario es,
todavía, incuestionable. Por esa razón, no se ha aplicado en Francia la
Directiva Nitratos, y en las escasas operaciones locales en las que se ha
intentado plantear esta cuestión , o bien el acuerdo ha sido imposible,
como en Aquitania (Candau, 1999:13), o sus resultados son tan poco
significativos y de resultado incierto, como en el Franco Condado (Barbut,
1999:29-30).
Eso no significa que la preocupación de la opinión pública francesa
sobre los efectos en la salud de la contaminación de acuíferos no haya
cesado de aumentar durante los últimos quince años. La seria denuncia
política del Secretario de Estado de Medio Ambiente, Lalonde, que data
ya de 1990, es buena muestra. Desde entonces la estrategia del Ministerio
de Agricultura y de los representantes de la profesión agraria ha consistido
en implicarse formalmente en algunos programas nacionales,
garantizándose previamente el control frente a otros actores, y en oponerse
políticamente a la aplicación real de la Directiva Nitratos y de cualquier
programa regional o local que se propusiera acometer seriamente esta
cuestión.
Es cierto que desde finales de la década de los ochenta se lanzaron
programas de divulgación del tipo Ferti-Mieux, Irrigue-Mieux y FourrageMieux por diversos institutos agronómicos, auspiciados por el Ministerio
de Aagricultura y con la colaboración de diversas asociaciones agrarias.
Posteriormente se aprobó el Programa de Control de la Contaminación de
Origen Agrario (POMPOA), publicado en octubre de 1993 conjuntamente
por los ministerios de Agricultura y Medio Ambiente y las organizaciones
de productores agrarios. Pero, desde 1994, la profesión agraria cuestiona
aspectos relacionados con la financiación e introduce todo tipo de
dilaciones para evitar la delimitación de “zonas vulnerables”. El decreto
del gobierno que, teóricamente, marca el inicio del proceso establecido en
la Directiva Nitratos de 1991, ha aparecido en marzo de 1996, vulnerando
el calendario comunitario. A partir de ese momento deben delimitarse las
zonas, previa negociación entre gobierno, agricultores y orgnismos de
cuenca hidrográfica...(Alphandéry, Bourliaud, op.cit.:38-40).
Resta una última referencia a los PDD. En un trabajo reciente,
Mormont, partiendo del análisis de los PDD en Lorena, estima que pueden
ser una propuesta interesante como nuevo mecanismo institucional de
desarrollo territorial. Incorpora una nueva técnica que, básicamente, trata
de innovar en materia de métodos de producción adaptados a situaciones
locales, en cuya definición se incluyen tanto propuestas de protección de
acuíferos y de paisajes, como estrategias de reconversión económica. En
cualquier caso, el autor aventura resultados “prometedores” y “eficaces”
únicamente si se cumplen determinadas condiciones (verdadera relación
negociada de exigencias medioambientales y agrícolas, definición de
proyectos colectivos...) que aún no es posible evaluar por lo reciente de la
medida (Mormont, 1996 b:34).
2.4. Regulación agroambiental en un marco de federalismo
cooperativo. Alemania y Bélgica.
El marco federal ha hecho posible que en Alemania y Bélgica, los
gobiernos regionales hayan puesto en marcha proyectos muy diferentes en
función de sus distintas características sociopolíticas, geográficas, de
orientación productiva y medioambientales. El elemento común es que los
gobiernos regionales, más allá de las grandes leyes federales, disponen de
competencias plenas en materia de política agraria y regulación
agroambiental. Este hecho explica que las prioridades políticas sean muy
distintas y que el grado de desarrollo de las medidas haya dependido
mucho del contexto sociopolítico en cada caso.
Refiriéndose a Bélgica, Mormont sitúa en el proceso de devolución
federal el principio de un importante desarrollo de mecanismos
institucionales agroambientales. “...El hecho de haber confiado a las
regiones las cuestiones de medioambiente y de ordenación, conduce a las
autoridades regionales, que han de legitimar su nuevo poder, a ser más
activas en materia de protección de la naturaleza (...). Las instancias que
tienen que ver con el medioambiente se estructuran de forma más eficaz
por el hecho de que la regionalización ha hecho posible reagrupar en ese
ministerio instituciones antes dispersas...” (Mormont, 1996 a:160).
Este es un punto de vista que, tal vez, confirme lo ocurrido en
Bélgica, pero puede ser, en parte, discutible en otros casos. En otros
países, los gobiernos regionales, en busca de su nueva legitimidad, tienden
a apoyarse en los sectores tradicionales de la agricultura si estos
representan el suelo electoral más seguro. Si atendemos al hecho de la
existencia de cuestiones relacionadas con la aplicación del principio de
subsidiariedad, a veces puede ser más aconsejable que el centro de
decisión política esté más lejos, precisamente para evitar la presión que
propicia la cercanía cuando se trata de aprobar prohibiciones o
restricciones. Hay dos ejemplos que suelen ser la mejor muestra: las
normas reguladoras del urbanismo y las normas que regulan las actividades
que generan fuerte impacto ambiental. Creo que el tema admite, cuando
menos, las dos lecturas.
Los diferentes gobiernos regionales han establecido sus prioridades
con resultados desiguales. En unos casos, han sido los residuos
procedentes de la ganadería intensiva, como en Flandes y algunos estados
alemanes del norte; en otros, la reducción de componentes nitrogenados y
fitosanitarios, como en Baden-Würtenberg; finalmente, en otros ha sido el
mantenimiento de rentas en zonas rurales desfavorecidas, como en
Schsleswig-Holstein. En ocasiones se trata de crear una nueva imagen del
agricultor como protector, para favorecer programas de turismo rural; en
otras, se trata de restaurar una imagen de agente contaminador. En todos
los casos, el agua potable ha estado en el centro de la preocupación
política, en un contexto de creciente toma de conciencia de la opinión
pública, desde mitad de la década de los ochenta. Antes de esa fecha el
tema no figuraba en la agenda política de estos países.
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Recuadro5. Medidas agroambientales en Alemania y Bélgica
A comienzos de la década de los noventa diferentes Länder disponían de normas
autorreguladoras, incentivadoras y obligatorias relacionadas con la contaminación de origen agrario. En
1985, el estado de Baden-Würtenberg introdujo la primera medida por la que se compensaba a los
agricultores por reducir aportes de fertilizantes en zonas vulnerables. La ley federal de 1989 sobre
Promoción de la Agricultura Familiar incluía diversas formas de labranza de acuerdo con niveles de
protección ambiental. Inportante fue la aprobación de las leyes federales de Gestión del Agua y de
Residuos de Origen Animal, que regulaban aportes de abonos nitrogenados, uso de pesticidas y residuos
ganaderos, para reducir niveles de contaminación de acuíferos.
Sólo los estados del norte desarrollaron regulaciones específicas a partir de estas leyes federales:
Baja Sajonia en 1983 y Norte Rin-Wesfalia, en 1984, incorporaron limitaciones a prácticas agrarias.
También datan de 1985 las primeras medidas extensificadoras en Schleswig-Holstein
(Extensivierungsförderung), al amparo de las medidas comunitarias. Otras medidas de divulgación y de
regulación voluntarias fueron establecidas entre agricultores y compañías suministradoras de agua
(Bruckmeier, Teherani-Krónner, 1992:66-81; Jones, 1990:9-16; Bruckmeier, 1997: 311-350).
En la región de Flandes el gobierno ha establecido un plan de acción de control de residuos de
origen animal (Mestaktieplan) de inspiración holandesa. La norma obliga a todos los titulares de
explotaciones a llevar un registro de cantidades y su destino; se vigila el transporte de residuos fuera de la
explotación que debe ser autorizado por la admnistración; obliga, igualmente, a cumplir unas normas de
cantidades máximas a esparcir en el terreno y establece una casi prohibición de cualquier nueva
instalación de cría intensiva de cerdos.
En la región Valona, aunque la presión sobre el medio es menor que en Flandes, la prioridad
política también es el agua. En los años ochenta ya se estableció un Comité de Nitratos con objeto de
divulgar códigos de prácticas agrarias y, más tarde, un comité similar para estudiar la contaminación por
productos fitosanitarios. Pero no fue hasta 1993 cuando el gobierno regional lanzó el Programa de Acción
Hesbaye (PAH) como experiencia piloto, durante el periodo 1993-1996. El objetivo era incorporar
voluntariamente a agricultores que redujeran los niveles de abonado y tratamiento en zonas de protección
de acuíferos.
Las iniciativas desarrolladas desde 1994 a partir del programa agroambiental comunitario
orientadas a protección de paisajes y de la biodiversidad, han interesado poco a los agricultores. Incluyen
cinco medidas horizontales (mantenimiento de setos, siega tardía, reducción de carga de ganado,
ampliación de bordes sin cultivar en parcelas y recuperación de razas amenazadas) y otras medidas
verticales (reducción de inputs en cereales y maíz, mantenimiento de vegetación durante el invierno,
conservación de zonas húmedas y siega muy tardía). En la región de Flandes existe igualmente un plan
regional de ordenación que incluye, vía contratos voluntarios, medidas protectoras de mantenimiento de
paisajes y de apoyo a la agricultura biológica (Mormont, 1996 a:162-165; Delvaux et al. 1999).
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El Land de Schleswig-Holstein inició en 1985, con financiación
íntegra del gobierno regional, un ambicioso programa voluntario de
retirada de tierras, previa compensación económica a los agricultores, en
un contexto más amplio de protección ambiental. Incluía nueve tipos de
contratos diferentes para protección de hábitats y reducción y control de
actividades agrarias. Pero en este caso, el objetivo político era el
mantenimiento de rentas en zonas desfavorecidas con explotaciones
familiares afectadas desde 1984 por la reducción de cuotas lecheras y
explotaciones agrarias con dificultades estructurales.
Las medidas han contado con razonable apoyo en una parte de la
profesión y en los sindicatos y se han mentenido con gobiernos de CDU y
de SPD, pero la resistencia ha sido importante en las zonas de predomínio
de gran propiedad cerealícola, porque las compensaciones, pese a ser
superiores a las ofrecidas por Bruselas, no eran suficientes para incitar a la
gran explotación. Desde los ochenta han mejorado algunos hábitats, pero
no se ha experimentado reducción alguna en la producción agraria -los
agricultores incluyen en el programa las tierras de peor calidad-. De hecho,
nunca fue éste un objetivo del gobierno (Jones, 1990:12-15).
Lo mismo podríamos decir en el caso de los programas
agroambientales de la región valona. Las medidas, dentro del escaso
interés suscitado, han sido adoptadas por los agricultores que deben
modificar poco sus prácticas tradicionales (Delvaux, op.cit.:79). Se trata de
medidas incorporadas en la periferia del sistema productivo y entendidas
como complemento de rentas.
Otros gobiernos regionales han centrado su atención en la reducción
de la contaminación por residuos ganaderos. En este caso, el ejemplo de la
región de Flandes, descrito por Mormont, es particularmente revelador en
los planos político y territorial. El plan (Mestaktieplan) era realmente
restrictivo y se proponía una reducción en la contaminación atmosférica y
de acuíferos por nitratos. Tenía un gran significado político: “sentaba por
vez primera a los agricultores en el banquillo de los acusados” como
agentes contaminadores. La reacción de la profesión agraria contra el plan
inicial fue tal, que provocó la caída del gobierno y el proyecto tuvo que ser
posteriormente modificado.
Pese a todo, como los problemas de salud han sensibilizado a la
opinión pública, la regulación vigente es restrictiva para las granjas de cría
intensiva, lo que ha provocado un efecto colateral: una parte de la
producción porcina se ha localizado en la región valona que tiene
disposiciones menos restrictivas. A la misma región se han exportado
también, durante años, residuos ganaderos procedentes de Holanda por
idéntica razón.Esto ha obligado a introducir en la región Valona controles
estrictos de entrada de residuos de granjas procedentes de Flandes y de
Holanda (Mormont, 1996 a).
La contaminación de acuíferos es la cuestión que más preocupa a
todos los gobiernos regionales. Por eso también otros Länder, como el de
Baden-Würtenberg, han introducido programas de defensa de acuíferos.
Como en el caso de la región valona, los agricultores reciben
compensaciones por introducir prácticas agrarias más respetuosas en zonas
vulnerables.
En general, puede hablarse de una situación desigual. Pero la
cuestión se ha incorporado a la agenda política y existen mecanismos
institucionales fruto “...de la puesta en común de medidas, cada una de las
cuales es resultado de un compromiso consentido por redes específicas de
actores, sobre la bases de directivas emanadas de Bruselas y de prioridades
elaboradas a escala regional...” (Mormont, 1996 a: 163).
Hay un nivel más alto de presión de la opinión pública en aquellas
regiones donde las prácticas intensivas hacen aflorar cuestiones
relacionadas con la salud pública. Por esa razón, el agua es la cuestión
central. El conjunto de normas y regulaciones en este campo, que combina
medidas restrictivas con propuestas de cooperación-negociación, han
permitido avances en la política agroambiental, pero faltan evaluaciones
que proporcionen una visión de conjunto sobre los resultados durante la
década de los noventa. También falta saber cómo se han abordado los
graves problemas agroambientales de los Länder de la ex-RDA. Por
último, el resto de medidas agroambientales más relacionadas con paisajes,
hábitats y razas amenazadas, han sido básicamente aprovechadas como
“renta de situación” (Delvaux, op.cit.:79).
2.5 La regulación agroambiental como “obligación” de Bruselas.
Irlanda, Grecia, Italia, Portugal y España.
La regulación agroambiental en los países del Sur se encuentra
todavía muy poco desarrollada. Políticamente no es una cuestión relevante.
Prevalece la inercia profunda de la lógica productivista. Sólo en los
últimos años han aflorado algunas cuestiones relacionadas con el impacto
medioambiental de la actividad agrícola y ganadera. Pero si se compara
con el nivel de percepción del problema en el norte, puede afirmarse que
no es una cuestión que, de forma generalizada, preocupe al conjunto de la
población. Tampoco puede decirse que sea una cuestión que esté situada
en la agenda política de los gobiernos nacionales o regionales.
El contexto sigue siendo “agrarista”. Los agricultores y el conjunto
del bloque agrario siguen monopolizando el discurso y siguen siendo
depositarios de la confianza de la mayoría, como protectores y defensores
del espacio rural. Están socialmente legitimados. La figura del agricultor
no se cuestiona públicamente y tampoco sus prácticas. Las voces
autorizadas de la profesión y de sus representantes defienden las
posiciones intensificadoras clásicas apoyadas en un discurso “técnico”.
Los problemas medioambientales derivados de la actividad agraria se
atribuyen al complejo agroquímico y a las crecientes exigencias del
mercado urbano. El conflicto entre “productores” y “protectores” se reduce
en estos casos a un enfrentamiento entre campo y ciudad. Entre unos
agricultores que, con dificultades, siguen produciendo alimentos para
todos, y unas élites urbanas portadoras de un discurso preservacionista o
conservacionista que pretenden, vía regulaciones, “reorientar la jerarquía
de estatus existente en la sociedad” rural . Esta es una cuestión que queda
reflejada por cualquiera de los autores que han reflexionado sobre el tema
en los distintos países ( Tovey, 1996:186-190; Paniagua, Moyano, Diez,
1998:681).
El proceso histórico vuelve a estar en la base de la explicación. Si en
el Norte ha sido progresivo el proceso de apropiación territorial y cultural
del espacio rural por las clases medias urbanas, la situación en los países
del sur es muy distinta. Esto explica que se haya producido una creciente
separación entre lo agrario y lo rural, en el primer caso, y no en el segundo.
Beopoulos lo ha sintetizado bien: “...A cada país su rural, a cada sociedad
rural sus problemas de medioambiente, a cada situación medioambiental
sus representaciones y sus sensibilidades colectivas...” (Beopoulos,
Damianakos, 1997:177).
Diferentes contextos socioeconómicos, políticos y culturales entre el
norte y el sur, que pueden entenderse si atendemos a cuatro elementos: a)
distintos itinerarios históricos; b) el hecho de que en extensas regiones del
sur exista menor presión sobre el medio; c) la propia biografía de decenas
de millones de habitantes. Ahora residen en las ciudades, pero proceden
del campo y mantienen relación directa con su lugar de origen; d) el
proceso tardío de crisis de la agricultura tradicional, modernización,
especialización y ajuste estructural ha hecho que, en conjunto, los
problemas medioambientales relacionados con prácticas intensivas sean de
menor entidad que en el norte de Europa.
Los problemas medioambientales que atraen la atención ciudadana y
mediática están más relacionados con actividades contaminantes
localizadas en el espacio rural, pero que no tienen nada que ver con la
agricultura y la ganadería. Predomina la preocupación por la protección de
espacios naturales específicos, a partir de propuestas de corte
mayoritariamente biologicista. Se manifiesta inquietud por el impacto
ambiental producido por proyectos de grandes infraestructuras que
atraviesan paisajes o entornos bien conservados. Preocupan las
consecuencias producidas por la instalación de servicios o industrias
percibidas como altamente contaminantes o que generan efectos
indeseables (plantas de tratamiento de residuos urbanos, tóxicos o
peligrosos, centrales de producción de energía, tendidos eléctricos de alta
tensión, depuradoras, pérdidas de patrimonio natural o cultural provocados
por la urbanización...). Es decir, son cuestiones medioambientales que
tienen lugar en el espacio rural, pero la fuente de contaminación es
“externa”, no guarda relación con las prácticas agrarias o ganaderas.
No sólo no se cuestiona la figura del agricultor, sino que éste
monopoliza el discurso agrario y rural y el bloque agrario es políticamente
hegemónico. En algunos casos, a diferencia de lo que señalaba Mormont
para Bélgica, los gobiernos regionales han buscado su nueva legitimitad
apoyándose en los sectores agrarios tradicionales y en sus representantes.
Sólo en fechas recientes aparecen las primeras denuncias de
actividades agrarias o ganaderas señaladas como nocivas, normalmente
vinculadas a acontecimientos o crisis ecológicas relacionadas con la salud
alimentaria y la calidad del agua.
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Recuadro 6. Medidas agroambientales en los países del sur.
De forma resumida, podemos destacar aquí las principales
similitudes existentes entre los distintos países del sur, a las que hacen
referencia diferentes autores (Beopoulos, Damianakos, 1997:177-268;
Mansinho, Schmidt, 1997:278-302; Beopoulos, Skuras, 1997:263-268;
Tovey,1996:186-193; López Bermúdez, 1999; Hernández, 1999:53-68;
Paniagua, Moyano, Díez, 1998: 661-688; Paniagua et al. 1998 a: 315-326).
1. Un proceso histórico en el que ha destacado un discurso
“agrarista”, fuertemente apoyado por diferentes regímenes empeñados, por
una parte, en conseguir la modernización y especialización agrarias, y por
otra, en otorgar a lo rural una “calidad moral” frente a lo urbano. Una
buena parte de la población adulta de esos países comparte “una cierta
visión de los poblemas” (Mansinho, Schmidt 1997: 276-278) que guardan
relación con valores asentados en la memoria colectiva.
2. La agricultura no ha sido percibida hasta ahora como fuente de
contaminación y la preocupación fundamental de bloque agrario está
dominada por la aplicación de políticas socioestructurales, de precios y
mercados.
3. Aparece una clara división espacial entre zonas “frágiles”
sometidas a procesos de abandono, donde el problema medioambiental
más importante es la erosión acelerada, y las zonas de ganadería y
agricultura intensivas, donde los problemas más graves están relacionados
con la contaminación y sobreexplotación de acuíferos, con la banalización
y degradación de paisajes rurales y con el deterioro de ecosistemas de alto
interés, especialmente humedales, a causa de la excesiva presión sobre el
territorio. Esta división ha permitido a muchos autores y a responsables
públicos hablar de “las dos agriculturas” (Buller, Tovey, 199...) y de la
existencia de políticas públicas, a veces contradictorias desde el punto de
vista medioambiental. Existe, en general, una preocupación emergente
mayor por los problemas de desertificación (Conacher, Sala, 1998; UIMP,
1999 a), pese a que los graves efectos contaminantes en las áreas de
agricultura intensiva, son ya suficientemenete conocidos (Vera, Romero,
1994; Izcara, 1997; Rico, 1993; Varela, Navarrete, 1998; ITGE, 1998;
UIMP, 1999 b).
4. Los gobiernos han ignorado de facto las directivas y reglamentos
comunitarios, referidos a regulaciones agroambientales, destinados a
reducir la contaminacdión agrícola y ganadera. Algunos países ni siquiera
han sido capaces de desplegar el programa agroambiental destinado al
mantenimiento de sistemas tradicionales y no han podido percibir las
subvenciones comunitarias.
5. Las regulaciones comunitarias orientadas a reducir la
contaminación de origen agrícola y ganadero son vistas mayoritariamente
como una obligación o restricción impuesta por las autoridades de
Bruselas. Los gobiernos han acabado, finalmente, por elaborar normas y
reglamentaciones -en algún caso han sido instados por Bruselas bajo
amenaza de sanciones económicas-. Muchas de ellas ni siquiera se aplican,
porque “no se corresponden con sus prioridades” (Begopoulos,
Damianakos, 1997: 209), y porque la situación socioeconómica y política
real lo impide en la escala regional y local. Las únicas medidas
agroambientales, parcialmente desarrolladas, son las que tienen que ver
con mantenimiento de prácticas agrícolas extensivas tradicionales de
conservación de paisajes rurales. En este caso, las ayudas son
consideradas, tanto por los gobiernos, como por los beneficiarios, “como
subvenciones a la producción agraria y no como un programa de
protección del medio ambiente” (Manzinho, Schmidt, 1997:291). Muchos
gobiernos ni siquiera han hecho uso de los presupuestos destinados a tal
fin (Beopoulos, Skuras, 1997:265).
6. El elemento que me parece más importante es la ausencia de
mecanismos institucionales capaces de coordinar y desarrollar, de manera
eficaz, las escasas medidas agroambientales vigentes. Esta debilidad
organizativa institucional “provoca retrasos en la trasposición, mala
interpretación de las disposiciones, incapacidad en aplicar las directivas a
nivel local, incompetencia y falta de motivación por parte de los servicios
implicados”(Beopoulos, Damianakos, 1997:207).
7. Existen grandes discontinuidades y no hay proporción adecuada
entre la gravedad de los problemas y la aplicación real de políticas
públicas: los niveles de contaminación, la toma de conciencia por la
opinión pública, el desarrollo reglamentario, la capacidad institucional y la
eficacia de las medidas, son cuestiones que, por lo general, no guardan
relación. Los niveles de contaminación, sin alcanzar los de los países del
norte, son elevados y la profusión reglamentaria de iure es, a veces,
incluso excesiva, pero el concepto de mecanismo institucional capaz de
desarrollar políticas públicas de manera eficaz, “presupone la existencia de
construcciones sociales medioambientaes” ( Mormont, 1996b: 29). Su
ausencia explica por qué en los países del sur las reglamentaciones
agroambientales todavía no existen de facto, y los resultados de su
aplicación son escasos y poco eficaces. (El subrayado es mío).
8. La comunidad científica se encuentra en gran medida en la fase de
descripción de los procesos. Los grupos con tradición investigadora en
estas cuestiones son escasos, poco estructurados y sin tradición de trabajo
interdisciplinar. Todavía son más escasos aquellos grupos en los que no
predominen los puntos de vista “técnicos” (Paniagua et al. 1998 a:324).
Diversos autores subrayan la necesidad de superar la fase de descripción y
adentrarse en la de elaboración de “soluciones específicas”, con
participación de la comunidad en la escala local (Thomas, D.S.G., 1997), a
partir de indicadores válidos (López Bermúdez, 1999) y de estudios de
casos, con vocación interdisciplinar. Sólo de esa forma podrá invertirse la
actual situación, en la que es la propia administración pública la que
propone, transmitiendo así de forma unidireccional su fragmentación, su
segmentación y su propia agenda agroambiental, a una comunidad
científica sin suficiente “masa crítica” y sin “capacidad de liderazgo”
(Paniagua et al. 1998 a:324-325).
9. El resto de actores sociales, distintos a los agricultores y sus
representantes, pese a sus meritorios logros y esfuerzos en algunos casos
concretos, ocupan todavía una posición subalterna en los ámbitos de
decisión política y en la opinión pública de estos países.
Conclusiones
El campo de las regulaciones agroambientales es, por su
complejidad, uno de los ámbitos más idóneos para profundizar en el
debate sobre el proceso de convergencia real de las políticas públicas en el
nuevo contexto de transformación del Estado-Nación. El actual proceso de
devolución a los niveles regional y local y, a su vez, de cesión de soberanía
política desde los Estados-nación hacia el nivel supranacional de la UE,
obliga a hacer una primera consideración sobre el impacto de las medidas
comunitarias y sobre las respuestas sociales y políticas en estos niveles
local y regional. De esta cuestión, de indudable trascendencia política
(Buller, Hoggart, 1998), depende, a mi juicio, todo lo demás.
La primera conclusión que queremos subrayar, es que el contexto
económico, social, político y cultural en los niveles local y regional,
prevalece sobre las propuestas políticas uniformes y uniformizadoras,
procedentes de los niveles nacional y supranacional. El repaso de la
regulación agroambiental nos ha permitido constatar la gran distancia que
existe entre Bruselas y las realidades sociopolíticas en cada territorio. Se
cuestiona incluso la idoneidad en términos medioambientales de algunas
medidas -por ejemplo de abandono de tierras-, porque parecen “pensadas
desde el norte y para el norte”, sin tener en cuenta las consecuencias
negativas que pueden acarrear en medios más frágiles. No obstante, nadie
discute la ventaja que presenta el nuevo marco supranacional en el
establecimiento de nuevos mecanismos (institucionales, reglamentarios, de
investigación), que probablemente irán madurando en cada país, aunque
sea a ritmo diferente.
La gran diferencia existente entre los Estados-nación y, dentro de
ellos, entre las diferentes regiones o realidades comarcales, conduce a una
segunda conclusión: la puesta en marcha de regulaciones es politicamente
más importante -y mucho más difícil y complejo- que su formulación en
los niveles reglamentarios. La experiencia demuestra que es un error creer
que la elaboración de normas inicia realmente procesos de solución
efectiva de los problemas. En ocasiones, las normas pueden ser
irrelevantes e incluso pueden acarrear efectos contraproducentes. En todo
caso, queda claro que los procesos políticos complejos, que se ponen en
marcha con las regulaciones agroambientales, no se resuelven en el terreno
normativo o técnico, sino en el político.
El nuevo contexto institucional, presidido por el desarrollo del
principio de subsidiariedad, plantea el debate sobre la capacidad de
liderazgo de la UE en materia medioambiental, la discusión sobre la
búsqueda de nuevas legitimidades por los gobiernos regionales y el reto de
las crecientes dificultades de coordinación entre los distintos niveles
políticos. En el terreno de las legitimidades políticas, el nuevo marco
federal ha supuesto avances en la regulación ambiental en algunos países,
como Bélgica o Alemania, pero en otros casos, como el español, la
“cercanía” ha propiciado que algunos gobiernos regionales hayan buscado
sus apoyos políticos en los sectores tradicionales de la profesión agraria.
Más complejo es, si cabe, el problema de la coordinación. Esta
cuestión, particularmente grave en España,
abre numerosas
incertidumbres, porque muchas experiencias ponen en evidencia la
parálisis provocada por la existencia de diferentes niveles políticos con
competencia sobre el mismo tema. Se corre el riesgo de que con los niveles
crecientes de segmentacón, fragmentación y solapamiento institucionales,
la divergencia se imponga a la convergencia. En ese caso, tendrían razón
quienes afirman que instrumentar la vieja Política Agrícola Común era
sencillo, pero desarrollar la nueva Política Agroambiental Común -y
ambiental en general- es una tarea llena de interrogantes.
Como tercera conclusión destaca el hecho de que los procesos
políticos de puesta en marcha de reglamentaciones efectivas, deben basarse
en la participación de los diferentes actores sociales implicados, pero,
especialmente, deben contar con la confianza y la cooperación de los
agricultores. En las páginas anteriores se sostiene que no es posible
avanzar en la regulación agroambiental, si no se tiene en cuenta la
organización específica y el contexto cultural de la profesión agraria. Sin
compromiso de los agricultores, ninguna medida tendrá éxito. Por eso, es
preferible buscar espacios de consenso en los que sea posible la
participación de todos los actores en la elaboración consensuada de
medidas, aunque sea a costa de aplazar o aparcar cuestiones que puedan ser
más importantes (Osti, 1992; Lowe et al. 1997; Delvaux, et al. 1999;
Mormont, 1996 b).
A lo largo de la segunda mitad de los noventa, las experiencias han
demostrado que el escenario idóneo es al ámbito local o comarcal, y que la
relación personal, basada en la confianza y en la persuasión, entre
agricultores y responsables de la aplicación de las regulaciones y del
control de su aplicación, resulta muy eficaz (Ward, N.; Munton, R., 1992:
142; Lowe et al. 1997). De igual modo, países como Dinamarca u Holanda,
situados en la vanguardia de las regulaciones agroambientales, han
demostrado que las medidas de carácter voluntario evidencian mayor
eficacia de la que, en principio, se estimaba (Bager, Proost, 1997:79).
Como cuarta conclusión destaco la extraordinaria importancia de la
opinión pública y su percepción sobre los problemas de contaminación
agrícola y sobre la figura de los agricultores. Es el proceso de maduración
de una opinión pública mayoritaria en favor de regulaciones
agroambientales el que, a partir de itinerarios históricos concretos,
favorece la creación de mecanismos institucionales eficaces, en los que se
produce, además, una pérdida de hegemonía política del bloque agrario. En
ese caso, incluso cobran sentido y resultan eficaces viejas
reglamentaciones inaplicadas, como demuestra el caso británico. Con ello
quiero remarcar, de nuevo, que los contextos socio-políticos concretos son
más importantes que la influencia de los niveles supranacionales.
Como quinta y última conclusión, se impone un balance del
desarrollo de las medidas agroambientales, derivadas de la aplicación de
los reglamentos comunitarios de 1985 y 1992 y de otras medidas
nacionales asimiladas, entre las que sobresalen las ESA británicas y las
OLAE francesas.
Fundamentalmente desplegadas en los países del norte de Europa,
afectan a zonas de agricultura extensiva y zonas húmedas. Las palabras
clave, en todos los casos, son especies, hábitats, paisajes y turismo. Más
que suponer un “giro medioambiental” o una “ruptura” con el modelo
productivista, su mérito principal ha consistido en favorecer la posibilidad
de abrir nuevos espacios de consenso y crear nuevas metodologías de
resolución de conflictos entre todos los actores rurales de un territorio, con
el objetivo de diseñar acciones y gestionar políticas rurales y prácticas
agrícolas más respetuosas con el medio ambiente. “Más que una mutación
importante de las representaciones del oficio de agricultor, y a una
revolución de principios de la política agrícola, se asiste a una serie de
inflexiones propiciadas por la `puesta en escena´ a las que la cultura del
medio ambiente ha otorgado legitimidad” (Alphandéry, Bourliaud,
1996:12-13; Thannberger, 1999:39). Por ahora, es más un proceso
cualitativo que cuantitativo, a la vista de los pocos agricultores adheridos y
el escaso presupuesto comprometido. Se necesita más tiempo para la
consolidación de este nuevo mecanismo institucional, así como, para
evaluar sus resultados.
Diversos autores otorgan una importancia política fundamental a la
actitud individual de los agricultores, al apoyo que concedan a las políticas
agroambientales y a su capacidad de aceptar discutir sus prácticas con los
otros actores rurales, una importancia política fundamental (Battershill,
M.R.J.; Gilg,A., 1997: 226).Por esa razón, subrayan la necesidad de
realizar más investigaciones sobre esta cuestión clave. Otros reivindican,
acertadamente, la necesidad de desarrollar más investigaciones orientadas
a analizar las realidades locales desde el punto de vista diacrónico y
sincrónico (Alphandéry, Bourliaud, 1996:11-12)
La progresiva conversión del espacio rural de “primario” en
“terciario” (Jollivet, 1997:111), ha permitido, en algunos países, el
cuestionamiento del oficio de agricultor y de las prácticas agrícolas más
nocivas. En general, se han incrementado las propuestas de intervención
sobre espacios protegidos, cada vez considerados menos “santuarios”, para
dar paso a visiones más integradas. El nuevo marco institucional
comunitario ha hecho posible, en los países del norte de Europa, una
mayor implicación de diversos actores a escala local, si bien los
dispositivos específicos de gestión responden en cada caso a la historia, la
memoria colectiva y el proceso de cambio social de cada territorio. Por
eso, en espacios naturales o rurales parecidos, las respuestas son
diferentes; la gran diversidad de situaciones locales depende, en cada caso,
de la presencia o ausencia de actores distintos a los agricultores y de las
conexiones de cada uno a otros niveles; en definitiva, de la capacidad
política de cada uno.
Un rasgo común de la profesión agraria, ha sido la puesta en marcha
de nuevas estrategias que les permita dotarse de una nueva legitimidad
para continuar seguir siendo depositarios de la defensa del medio ambiente
rural. Pero cada vez les resulta más difícil, ante el creciente sentimiento
instalado en la sociedad, que les señala como principales responsables de
la contaminación (Alphandéry, Bourliaud, 1996:14; Billaud, Pinton,
1999:61).
La medidas agroambientales tienen más que ver con programas
enmascarados de mantenimiento de rentas en zonas desfavorecidas -así lo
perciben muchos agricultores beneficiados y lo entienden algunos
gobiernos- que con la verdadera dimensión mediombiental de los
problemas. La mayor parte de las iniciativas agroambientales, tal vez con
la excepción de Holanda y, en menor grado, del Reino Unido, Flandes, y
algunos Länder alemanes, se ha concentrado en los márgenes de la
agricultura productiva. Estas iniciativas se han orientado preferentemente a
fomentar el uso de prácticas tradicionales en zonas desfavorecidas y a
proteger o recuperar paisajes naturales o culturales, lugares de interés
especial, razas y especies amenazadas. Es más fácil alcanzar compromisos
y conseguir la aceptación de los agricultores en las áreas periféricas -sean
parcelas, bordes de explotaciones, o zonas más desfavorecidas de un
municipio-, que en las zonas de agricultura y ganadería intensivas.
Sin embargo, - y ésta es la gran contradicción a la que se enfrenta la
Política Agroambiental Común-, los grandes problemas medioambientales
se localizan precisamente en estas áreas intensivas, que representan el 30%
del territorio agrícola, proporcionan el 80% de la producción total y
absorben más del 95% de los presupuestos totales nacionales y
comunitarios.
La resistencia política de la comunidad agraria ha sido mucho mayor
cuando se han propuesto medidas reguladoras que incluían restricciones
severas o sanciones. El conflicto de intereses es, en esos casos y en todos
los países, más agudo y el lugar que ocupa cada actor en el terreno político
mucho más visible. En general, el bloque agrario, mejor organizado, ha
superado con mucho la capacidad política de organizaciones
medioambientales, la influencia de la comunidad científica e incluso, en no
pocas ocasiones, la posición de los responsables políticos de Medio
Ambiente. Sólo en algunos casos la profesión agraria ha perdido su
legitimidad social y su hegemonía política.
La contaminación del agua ha sido un elemento clave en los
procesos de toma de conciencia de las poblaciones, en muchos países
(Holanda, Reino Unido, Alemania, Bélgica, Dinamarca), y aunque todavía
no se ha convertido en una cuestión de relevancia política en los países del
Sur, la preocupación emergente por la calidad y la sobreexplotación de
acuíferos es una de las cuestiones que más van a contribuir, en un futuro
inmediato, a cambiar la actual imágen de los agricultores.
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