Una guerra de cuatro siglos: La lucha de Buenos Aires por deshacerse de sus basuras por Ángel O. Prignano La ciudad de Buenos Aires debió soportar, desde su misma fundación por Juan de Garay en 1580, la desidia de sus pobladores que no se preocupaban por mantenerla limpia o en condiciones higiénicas medianamente aceptables. Primero fue el foso que rodeaba el primitivo fuerte, convertido en el primer vaciadero de basuras de la ciudad; luego las calles se vieron invadidas por desperdicios de toda clase, animales muertos y hasta cadáveres de negros esclavos. Las sucesivas autoridades libraban bandos y provisiones prohibiendo ensuciar calles y espacios abiertos, pero estas medidas eran desoídas convirtiéndose en letra muerta. De ahí sus constantes reiteraciones. Primeros intentos con carros recolectores Esta caótica situación quiso eliminarse con la instalación de un sistema más o menos organizado de recolección que se valiera de carros tirados por caballos o mulas. A comienzos del siglo XIX se tomaron medidas en dicho sentido y a partir del 28 de diciembre de 1803 fue puesto en práctica por el Cabildo bajo un sencillo reglamento con el que debían regirse los carreros y la población en general. El servicio se inició con seis carros que salían en cuadrillas de tres con el primero portando un cencerro para avisar de su presencia. Los vecinos debían juntar las basuras en cueros en las puertas de sus casas. Estos precarios y descartables recipientes pueden considerarse los primeros “tachos” de basura homologados oficialmente en nuestro medio. Una vez terminado su recorrido, cada uno de estos carros se trasladaba hasta el “Bajo de la Residencia ” (Paseo Colón y Humberto 1°) para volcar allí su maloliente carga. Los carros se guardaban en una barraca alquilada en lo que hoy es la porteñísima esquina de Corrientes y Esmeralda. Fue el primer Corralón de Limpieza de Buenos Aires. Promediando aquel siglo, este sistema de recolección era altamente deficiente y no alcanzaba a transportar todos los desperdicios que generaban los vecinos, artesanos, vendedores de frutas y alimentos, y también algunas pequeñas factorías. Ello provocaba la acumulación de inmundicias en las calles y en los muchos terrenos baldíos existentes en aquellos tiempos, pues todos ellos no encontraron mejor solución que volcarlas desaprensivamente en esos sitios para sacarse el problema de encima. Sin embargo, esta actitud se volvía en contra de ellos mismos al verse expuestos a las enfermedades por acción de los focos infecciosos que se generaban en esos basurales. El primer incinerador En 1856 quedó instalada la Municipalidad de Buenos Aires y rápidamente se dispuso a tomar medidas sobre el asunto. Luego de cotejar distintos modos de eliminar tales basurales, decidió que lo mejor y más rápido era valerse del fuego, por lo que trató de encontrar en la actividad privada al que propusiera algún modo práctico de llevar esa tarea adelante. Pero fue un funcionario de la propia corporación recién instalada quien encontró la solución. Domingo Cabello, encargado de los carros de limpieza, en 1858 ideó un sencillo y rudimentario aparato de hierro que podía ser transportado a cada uno de los numerosos depósitos de basuras al aire libre que se habían formado a lo largo y lo ancho del municipio. Su utilización intensiva logró eliminar dichos muladares con una rapidez asombrosa. Cuando se creyó haber encontrado la solución a dicho problema, este sencillo sistema fue abandonado sorpresivamente sin optarse por ningún otro, de manera que los baldíos volvieron a colmarse con desperdicios de toda clase para festín de perros callejeros, roedores y otras alimañas. De este modo, lo que ya se presumía superado regresó con mayor intensidad. Se contrata la quema de las basuras Como aún no se había aprobado el impuesto a la limpieza, que recién entró en vigencia en 1872, la Municipalidad debió encontrar una forma de procurarse los medios económicos para aplicarlos a la solución de este problema y a la limpieza pública en general. La crítica situación que volvió a presentarse en la ciudad no admitía más indecisiones. Fue así que la Comisión de Higiene firmó, el 1º de julio de 1861, un convenio con Francisco Bellville para que se hiciera cargo de las basuras que recogían los carros de limpieza. Este concesionario, el primero de una larga serie, pagaría 2.500 pesos mensuales por todo aquello que podía recuperar a su beneficio y se obligaba a quemar diariamente el resto de las basuras. La corporación municipal, por su parte, se reservaba las cenizas resultantes a los fines que más le conviniera. Este primer contrato fue por seis años, aunque luego se extendió por más tiempo. Así dio comienzo lo que con el correr del tiempo se convirtió en un gran negocio. En un principio, estos “empresarios” hicieron el trabajo en lugares muy próximos a las edificaciones urbanas, sobre terrenos baldíos que ocupaban para esos menesteres. Pero lo hacían mal, pues su afán estaba en la separación de los elementos y materiales que podían darle ganancias y no en la incineración de lo demás. De allí que los muladares no desaparecieran y continuaran amenazando la salud de la población. Al quedar habilitada la Quema en el sudoeste de la ciudad, esta actividad fue trasladada a ese lugar. La enorme riqueza de la basura porteña, constituida por principalmente por metales, botellas, vidrios, huesos, trapos, cartón, papel, etc., cuya venta o industrialización era factible, rindió enormes ganancias a los concesionarios que se sucedieron en el tiempo. Ellos también obtuvieron importantes beneficios con las materias grasas que extraían hirviendo huesos, carnes y animales muertos en grandes tachos. Nuevo vaciadero y sitio de la Quema Los sucesivos contratistas que tuvieron a su cargo la incineración de las basuras -como ha quedado dicho- realizaban muy deficientemente su trabajo. Definitivamente, la presencia de aquellos muladares donde intentaban la incineración no podía tolerarse más, por lo que se adoptaron diversas medidas para hacerlos desaparecer. Así, los propietarios de baldíos fueron obligados a tapiarlos o edificar en ellos; otros “huecos” fueron urbanizados y devinieron en bellos paseos públicos que han llegado hasta nuestros días. Tales los casos del "hueco de los sauces" y el "de las cabecitas", por sólo nombrar dos, convertidos en las plazas Garay y Vicente López, respectivamente. Se tornó necesario, entonces, contar con un lugar despoblado y apartado de la ciudad para depositar los desechos que producía el municipio, por lo que se decidió habilitar un lugar en los suburbios, hacia el suroeste. Estas tierras eran de muy bajas cotas de nivel y escaso valor comercial, razones fundamentales que decidieron su elección. Así se fue ocupando una extensa zona, en esos años propiedad de José Gregorio Lezama y de los herederos de Simón Pereira, que podríamos delimitar entre el antiguo camino conocido sucesivamente como "de las cina-cinas", "al Paso de Burgos" y "al Puente Alsina" (hoy Amancio Alcorta), las estribaciones de los "Altos de la Convalecencia " (inmediaciones de la Av. Vélez Sarsfield), el Riachuelo y el límite del municipio en aquellos años (actual Av. Sáenz), aproximadamente. Estas tierras hoy están en jurisdicción de los barrios de Parque de los Patricios y Nueva Pompeya. Con el tiempo, en un sector de este campo se establecieron numerosas familias e individuos que hallaron en el basural el modo de ganarse la vida. Ellos conformaron el Pueblo de las ranas . A un costado del Riachuelo se alzaron rápidamente enormes montículos de basuras hurgados por un enjambre de hombres, mujeres y niños que diariamente esperaban las chatas municipales o las zorras ferroviarias para recuperar todo aquello que pudieran usar, vender... o comer. Hacia 1871, unos pocos trabajadores trataban de cubrir dichos montículos con tierra para evitar que las fermentaciones contaminaran el aire. Ante tal circunstancia, la autoridad municipal terminó por convencerse de que la calcinación era el mejor modo de eliminar la basura allí acumulada. Y así lo comenzaron a hacer los concesionarios que tenían a su cargo destruirlas por contrato, según ha quedado dicho anteriormente. La dimensión del servicio de limpieza pública que se cumplía en aquellos años queda demostrada por la magnitud de los gastos que insumía su operación: 4.900.106 pesos en 1871. Era el rubro municipal que mayores montos requería, seguido del Alumbrado con dos millones. Sin embargo, la eliminación de las basuras seguía sin ser resuelta y se estaba convirtiendo en un gigantesco problema de difícil solución. La Quema La forma irregular y primitiva en que, hasta fines de la década de 1860, los distintos concesionarios intentaron destruir las basuras del municipio, jamás logró eliminar el gran volumen que se fue amontonando en aquellos descampados del sudoeste porteño. Así lo demostraban las innumerables actuaciones de la Comisión de Higiene o los parte del inspector de la limpieza Felipe Riolfo, que en 1869 informaba que "del total de basuras que se lleva diariamente al Vaciadero (léase Quema) no se llega a quemar la cuarta parte" . Entonces se terminaron tales concesiones y la autoridad tomó el toro por las astas. La solución, una vez más, no la trajeron los empresarios, contratistas ni licitadores. Fue Ángel Borches, Inspector General de Limpieza nombrado en octubre de 1871, a quien le correspondería tal honor. Comenzó su tarea a mediados de septiembre del año siguiente utilizando hornallas "a cielo abierto". El trabajo de sus hombres fue tan eficaz que, en poco más de tres meses, fueron consumidas por el fuego todas las existencias y diariamente las que volcaban los carros recolectores. Al 31 de diciembre de 1872 se calcinaron alrededor de 108 mil toneladas acumuladas durante los últimos dos años. Al año siguiente pudieron aprovecharse las cenizas resultantes de esta operación para la nivelación de caminos y terrenos bajos. Con ellas fueron cegados algunos pantanos de La Boca y Barracas y treinta carradas se volcaron en el paseo de Palermo. Todo el perímetro de aquel campo -unas 85 varas de frente por 150 de fondofue alambrado y posteriormente arado con el propósito de hacer un plantío con árboles frutales y algunos eucaliptos. El tren de las basuras Al mismo tiempo que se tomaba la decisión de habilitar aquella quema al aire libre en el sudoeste de la ciudad, fue resuelto el traslado del Matadero del Sur ubicado en la confluencia de las actuales avenidas Caseros y Amancio Alcorta, parte de cuyo predio hoy ocupa la plaza España, a la meseta donde luego se formaría el Parque de los Patricios. Paralelamente, un decreto provincial dictado el 21 de septiembre de 1865 aprobó la traza de un ramal ferroviario que, desprendiéndose de su línea principal, debería pasar por dichos futuros mataderos. En realidad, el tendido de estas vías estaba estructurado dentro de un proyecto mucho más ambicioso que deseaba llevarlas hasta el puerto de La Boca para facilitar el transporte de mercaderías. Uno de los tantos individuos que hurgaban la basura en los tachos antes de que pasara el recolector municipal. Los animaba la intención de recuperar todo lo que después podían vender a su propio beneficio. La recolección de residuos se realizó, en distintas épocas, bien entrada la noche o al amanecer. El basurero recogía los desperdicios de los recipientes domiciliarios en su propio tacho para luego volcarlos en el carro. En esta fotografía, el “matungo” parece supervisar la tarea. En 1869, el directorio del Ferrocarril del Oeste elevó a consideración del Ministerio de Hacienda de la provincia un presupuesto de 760 mil pesos para realizar las obras necesarias y poner en funcionamiento este servicio de las basuras. Teniendo en cuenta la nomenclatura actual y partiendo de la Estación Central (Once de Septiembre), los rieles se desprendían de la línea troncal a la altura de la calle Agüero para atravesar en diagonal la manzana de Agüero, Bartolomé Mitre, las vías principales y Sánchez de Bustamante. Por ésta cruzaban Rivadavia para tomar Sánchez de Loria hasta Carlos Calvo, donde torcían por Oruro hasta la avenida Chiclana. El curioso trazado de la calle Oruro se debe, precisamente, al tendido de estas vías. En Chiclana y Deán Funes, epicentro de una gran depresión natural del terreno, debió construirse un viaducto que, en poco tiempo fue conocido como "Puente Colorado", seguramente por el color con que se lo había pintado. Desde este punto, las vías tomaban Deán Funes y su continuación, Zavaleta, hasta llegar a orillas del Riachuelo. Allí se ubicó la estación del mismo nombre que, posteriormente, fue denominada "Ingeniero Brian". Habilitación de un embarcadero de basuras La decisión de construir este línea carguera creó la necesidad de contar con un embarcadero donde depositar transitoriamente las basuras hasta tanto fueran reencaminadas a su destino final. Este lugar de transferencia, donde acudirían los carros a volcar su diaria recolección, debía estar al comienzo de su recorrido, tener las características topográficas ideales para tales fines y contar con la infraestructura adecuada para transbordar las basuras a los vagones de carga. Una vez aprobada la traza del futuro ramal, en octubre de 1868 la Sección de Higiene Municipal aconsejó la compra de un terreno perteneciente a la familia Sillitoe comprendido entre las actuales Sánchez de Loria, Rivadavia, Esparza e Hipólito Yrigoyen. Allí fue construido el muelle de carga y los empedrados perimetrales necesarios para el atraque de las chatas recolectoras y la labor de los peones encargados de transbordar su nauseabundo contenido. Al poco tiempo, este embarcadero de basuras tomó el nombre de "Vaciadero", pues era el lugar donde las chatas recolectoras vaciaban su contenido. Fue natural, entonces, que el sitio donde se las incineraba fuera denominado "Quema". Vaciadero y Quema estarían unidos por las vías del legendario "Tren de las Basuras" durante los 16 años en que cumplió este servicio. La basura viaja en ferrocarril Cuando el tendido de rieles y la construcción de viaductos y alcantarillas fueron concluidos, este ferrocarril carguero quedó habilitado con el doble propósito de llevar los residuos desde el Vaciadero hasta la Quema y acarrear el carbón que consumían las locomotoras y otros materiales traídos por las barcazas que atracaban en el Riachuelo. El transporte de carnes, tarea incompatible con los otros usos de este ramal, no se hizo sino muy espaciadamente. El contrato entre la Municipalidad y el Ferrocarril de Oeste fue firmado en 1869 por un monto mensual de 21 mil pesos, aunque en los años posteriores este canon se incrementó varias veces. Antes de su inauguración y cuando apenas había cesado la gran epidemia de fiebre amarilla que azotó a Buenos Aires en 1871, el Concejo Municipal consideró oportuno prolongarlo cinco o seis leguas. La idea era llevarlas fuera del municipio "y dejar que los cerdos devoren los desperdicios" con el propósito de disminuir los volúmenes a incinerar. Pero la iniciativa no prosperó debido a los altos costos de la obra. Por consiguiente, nunca llegó más allá del sitio de la Quema junto al Riachuelo. El ramal Estación Central-Riachuelo fue inaugurado oficialmente dos años después, concretamente el 30 de mayo de 1873, oportunidad en que se engancharon dos coches de pasajeros para uso de la comitiva que encabezó el ex Presidente Bartolomé Mitre. El acarreo de basuras, mientras tanto, había comenzado el año anterior a razón de tres viajes diarios, el primero saliendo del Vaciadero a las 9:30 horas y el último a las 15:30. Ellos fueron suficientes para conducir la recolección del día durante todo ese año. Fin del Vaciadero y último viaje del Tren de las Basuras Durante la primera mitad de la década de 1880, el Vaciadero de Rivadavia y Sánchez de Loria recibía diariamente un promedio de 230 toneladas de basuras. El cúmulo de trabajo y la discontinuidad del mismo hacían que los vagones cargados permanecieran allí estacionados por largo tiempo, a la vista de todos, esperando ser arrastrados hasta el sitio de la Quema. Durante esa misma época se fue generalizando el ingreso de intrusos que, burlando la escasa vigilancia existente, se apropiaban de los materiales útiles para comercializarlos a su beneficio. Esto, sumado a las quejas de los vecinos que pedían su traslado o clausura definitiva, motivó una ordenanza en este último sentido sancionada por el Concejo Deliberante en 1886. Pero no pudo cumplirse debido a la falta de buenos caminos para que las chatas municipales pudieran llevar las basuras a la Quema. Un decreto del Intendente Antonio F. Crespo promulgado el 27 de junio de 1888 intentó desactivarlo, aunque sin éxito porque continuaban las mismas causas que lo habían impedido dos años antes. Su sucesor, el Intendente Guillermo A. Cramwell, impulsó finalmente los trabajos necesarios para que aquellos caminos se hicieran transitables y ejecutar de una buena vez la tan ansiada clausura. Así se llegó al 10 de diciembre de 1888, último día en que se admitieron desperdicios en el Vaciadero. Durante los casi doce meses de aquel año, 187 carros y 584 caballos conducidos por 217 hombres realizaron 129.468 viajes hasta ese lugar. De este modo, alrededor de 125 mil toneladas fueron reencaminadas al sitio de la Quema a través del tren de las basuras. Por otra parte, la zona de su recorrido fue creciendo en edificaciones e hizo poco decorosa su presencia. Además causaba múltiples inconvenientes al tránsito público por los numerosos pasos a nivel que tenía. Y lo peor era que, al estar obligado a circular con carga máxima, las basuras sobrepasaban sus vagones y dejaba caer parte de ellas en todo su trayecto. Si a esto le agregamos lo costoso de su operación, tenemos los motivos principales para que la Municipalidad pensara en prescindir de sus servicios y dejar que las chatas recolectoras se encargaron de esta tarea. El “Tren de las basuras”, entonces, terminó por convertirse en una pesada carga para el Ferrocarril del Oeste, que ya no contó con la renta que le proporcionaba el transporte de residuos. Sin embargo siguió activo por unos años más, pues venía transportando pasajeros entre las estaciones Once, Muelle, Calle Puente Alsina y Riachuelo desde un tiempo atrás. El valor de los boletos era de tres y cinco pesos moneda corriente, según fueran de ida o de ida y vuelta, para viajar entre cualquiera de los puntos de su itinerario. Aunque siguió funcionando por algunos años más conduciendo escasos pasajeros y carbón para sus locomotoras, ya se vislumbraba el día del levantamiento de sus vías. Así, el 14 de septiembre de 1895 la empresa propietaria informó de su desactivación definitiva. Ese mismo día, el Ferrocarril del Oeste inauguraba otro ramal carguero en su reemplazo. Se desprendía de su línea troncal en las inmediaciones de la actual estación Villa Luro y llegaba al mismo punto terminal del anterior, a orillas del Riachuelo. Hoy por allí corren -de sur a norte- la calle Iriarte, la avenida Perito Moreno y la autopista de igual nombre. Decidido a terminar con la Quema y desarrollar un método científico para la destrucción de las basuras, el intendente Adolfo J. Bullrich nombró una Comisión Especial mediante un decreto que firmó el 26 de enero de 1899. Quedó integrada por el Dr. Antonio F. Piñero, el Ing. Carlos Echagüe y el químico Dr. Francisco P. Lavalle, quienes se abocaron a analizar exhaustivamente la composición, densidad, peso y volumen de los desperdicios locales. Por esos años, cada porteño generaba 950 gramos de basura al día. Al mismo tiempo estudiaron los diversos procedimientos que se estaban utilizando en algunas ciudades del mundo. Concluyeron en que la incineración completa era el mejor método aplicable para la eliminación de los desperdicios y el saneamiento del sitio de la Quema. La idea generadora de todos estos estudios era la habilitación de una “Gran Usina” en el mismo sitio de la Quema. Usinas e incineradores Luego de realizarse los ensayos prácticos de los dos hornos que la comisión consideró superiores a todos los estudiados, recomendó la elección del sistema Baker de origen inglés para aquel proyecto. Así, en 1910 se concluyó la construcción de 72 celdas en el antiguo sitio de la Quema, próximo a la avenida Amancio Alcorta y Zavaleta. Cabe preguntarse si la puesta en marcha de estos hornos provisionales –como fueron denominados- acabaron de una vez por todas con los basurales a cielo abierto. Nada de eso; Buenos Aires seguía consintiéndolos y los tenía perfectamente localizados. Obreros municipales atendiendo la extracción de cenizas y escorias resultantes de la cremación de basuras en la Usina de Flores. Nótese las largas varillas de hierro que debían utilizar para remover tales materiales en los sectores menos accesibles de los depósitos en que se acumulaban. Abajo, la playa de maniobras de las zorras decauville situada frente a los citados depósitos. Allí se cumplía el operativo de carga en el convoy cenicero. Un programa para la aplicación de nuevas tecnologías fue puesto en consideración en la década de 1920. De él surgió la construcción de las Usinas Incineradoras de Chacarita, Flores y Nueva Pompeya. La de Chacarita fue equipada con los ya conocidos hornos Baker y quedó inaugurada el 6 de abril de 1926 en Rodney 299. La de Flores capitalizó la experiencia obtenida en la anterior y fue construida con modificaciones sustanciales que atendieron principalmente lo relacionado con la manipulación de la basura, tema crítico en la de Chacarita. Fue inaugurada oficialmente eL 19 de abril de 1928 en San Pedrito 1489. La de Nueva Pompeya fue construida sobre un diseño del ingeniero Enrique Espina en Zavaleta y Amancio Alcorta, a pocos pasos de los hornos provisionales. Quedó habilitada en 1929 con nuevas facilidades técnicas con respecto a las dos anteriores. El mencionado profesional introdujo innovaciones en los hogares y la chimenea, e ideó un sistema de alejamiento de cenizas y escorias a través de zorras o vagonetas “decauville” que rodaban sobre rieles desmontables. Los incineradores domiciliarios fueron impuestos a través de una ordenanza sancionada el 7 de diciembre de 1908. En la década de 1970, Buenos Aires tenía entre 16.400 y 17.400 incineradores que servían a 1,4 millones de habitantes. Así llegamos al 30 de diciembre de 1976, fecha en que se dictó la ordenanza que prohibió la instalación o puesta en marcha de incineradores domiciliarios, comerciales e institucionales. Dicha norma exigió su reemplazo por un sistema de compactación de basuras en todo edificio de más de cuatro pisos y con más de veinticinco unidades de vivienda. Para el resto se admitió la utilización de bolsas de papel impermeables o baldes normalizados. La imposibilidad de aplicación de esta norma provocó posteriormente su muerte. La usinas de Flores y de Nueva Pompeya cesaron su actividad a fines de 1976; la de Chacarita unos meses antes. Poco tiempo después todas fueron demolidas y desaparecieron del paisaje porteño. En 1977 se reglamentó el uso de las bolsitas de plástico y en 1982 se dispuso que fueran depositadas en la vereda de domingos a viernes, después de la hora veinte. Es lo que hoy, con ligeras variantes, se encuentra vigente. Aparición de la ingeniería sanitaria La última solución que encontraría el Área Metropolitana de Buenos Aires al problema de la recolección, transporte y disposición final de los residuos sólidos fue un método de ingeniería sanitaria utilizado hasta la fecha: el relleno sanitario. A dichos fines se creó la empresa mixta Cinturón Ecológico Área Metropolitana Sociedad del Estado (CEAMSE) integrada por la Municipalidad porteña y la provincia de Buenos Aires. Imagen del convoy cenicero encargado de sacar las escorias y cenizas de las usinas de Nueva Pompeya y Flores para llevarlas a las zonas bajas e inundables del sudoeste de Buenos Aires. La Usina Incineradora de Flores en una fotografía de Horacio Cóppola tomada en 1936. Dos chatas recolectoras transitan la calle Lafuente. Se construyeron sendas Estaciones de Transferencia en Nueva Pompeya, Flores y Colegiales donde los desperdicios son compactados y recogidos por vehículos especiales que los conducen a los lugares de enterramiento. Los primeros trabajos en este sentido tuvieron lugar en Bancalari (provincia de Buenos Aires). Luego se tomaron otros sitios en González Catán y Villa Domínico. Este sistema de ingeniería sanitaria propicia la recuperación de zonas bajas y de poco valor inmobiliario. Prevé el cubrimiento interior de las cavas con películas de polietileno, donde se depositan sucesivas capas de desperdicios y tierra. Finalmente, la zona es objeto de trabajos de parquización. Pero este sistema viene siendo criticado por organizaciones ambientalistas y vecinales que no lo consideran seguro. Y ahora comienza otra historia. Conclusiones El aseo de calles, veredas, terrenos baldíos, viviendas unifamiliares y colectivas, corralones y establecimientos fabriles y comerciales siempre fue una gran preocupación para las sucesivas autoridades. Pero su accionar muchas veces no se compadeció con las exigencias de una ciudad en constante crecimiento y más de una vez adoptaron medidas contradictorias. Hacia finales del XIX, por ejemplo, la ciudad gastaba enormes sumas de dinero en la pavimentación de calles y llevaba adelante la construcción de las Obras de Salubridad mientras permitía la quema de las basuras al aire libre de un modo primitivo y antihigiénico en amplios sectores ribereños al Riachuelo. Y en 1925, a la vez que renovaba la flota de barredoras y chatas recolectoras hipomóviles por modernas unidades de tracción mecánica, no podía detener el avance de aquellos basurales sobre el Bajo Flores y algunos lugares de la costa del Río de la Plata , donde esos mismos vehículos y otros clandestinos volcaban su pestilente carga. Si bien la ineficacia oficial en estos temas intensificaron las quejas vecinales a través de las asociaciones de fomento, no era menos cierto que la desidia –tal vez introducida por los conquistadores- se había apoderado de los propios vecinos, siempre reacios a cumplir con las mínimas normas de higiene. De este modo se prohijó una perversa asociación entre autoridades ineficientes y ciudadanos desobedientes que posibilitó una ciudad desprolija, sucia y amenazada constantemente por las epidemias. Esta conducta fue –y lamentablemente lo sigue siendo- una constante en la historia de Buenos Aires, tanto en lo concerniente al comportamiento individual de sus habitantes como a la falta de respuestas adecuadas de los funcionarios públicos. De este modo se fue ingresando en un círculo vicioso del que todavía nos cuesta salir. De allí la importancia de la educación y el control de la gestión oficial. Educación para los industriales generadores de basura y para el vecino que se resiste a separar sus propios desperdicios y ayudar a mantener limpia la ciudad; control de las ONG’s sobre los entes de higiene urbana para que cumplan eficientemente su cometido.-