Extracto del cuento La basura y yo, del libro Preámbulo para un suicida, de Alberto Acosta Brito. Fregué el contenedor de la esquina antes de botar la basura, lo pulí con un paño que tenía reservado para tal fin. Mi hermana que me vio desde la ventana de la casa me creyó loco. “¿Pero que hace ese?”, exclamó. Primitivo barría la calle cerca de mí. Hablé unas palabras con el contenedor. “Gracias”, le dije… “gracias por servirme”. El barrendero me sorprendió, una vez más, en ese trance. “Buenos días”, dijo, sin alarmarse. Jamás cuestionó mi extraña manía ni hacía comentarios al respecto. Era un hombre discreto, por ese motivo lo consideré mi amigo. Le contesté el saludo y le brindé café caliente, acabadito de colar, dije. Primitivo extendió la mano al momento para sujetar el termo que tenía delante. –No te lo tomes todo que faltan los compañeros del camión de recogida –dije. –El camión no va a pasar hoy, está roto. –¡No me digas! ¡No puede ser! –entré en pánico de imaginar que volvería a sufrir la pesadilla vivida en Nueva Gerona. Las piernas perdieron fuerzas obligándome a sentar en el contén. Primitivo, asustado al verme palidecer, fue en busca de ayuda. –¿Qué te pasó, mi hermano? Vamos, vamos al médico –dijo Isis al llegar. –No hace falta, ya estoy recuperado. –Dime, hermano ¿qué te hizo esa mujer que has venido así? –insinuó Isis, sentándose en el contén, y con gesto de lástima se dedicó a acariciarme las mejillas. –Con ella no tengo problema, fue con el señor de la basura. Por su culpa, el número cuatro me separó de la familia. Primitivo y mi hermana no entendían. Me creían loco, sus miradas los delataban. Sonreí con dolor, tomándola por la mano y ella insistió en su curiosidad. –¿Ustedes no se divorciaron? –No, lo triste es que nos queremos. Aquí no tengo donde vivir con ella, y de allá me botaron. –¿Quién te botó de la Isla, mi hermano? ¿Por qué no has contado lo que te sucedió? Primitivo se mantenía atento a la conversación absteniéndose de hacer preguntas. –El número cuatro, Isis, se aprovechó del altercado con el señor de la basura para expulsarme y prohibirme la entrada en el municipio. –¿Quién es ese extraño señor, el de la basura… y el otro tipo, el cuadrado?, ¿De verdad son tan poderosos cómo para sacarte de la Isla y no dejarte entrar? El problema me lo había reservado. Solo de pensar en el asunto se me hacía un nudo en la garganta. –Ven, hermanita, siéntate a mi lado, voy a explicarte. Fuimos rodeados por varios vecinos que llegaron a auxiliarme y se quedaron a escuchar mi historia. Después de casarme fui a vivir a casa de mi suegra. Los primeros meses estuve al margen de los asuntos domésticos. Me había concentrado en mi poesía. ¿Y el artista qué hace…? Decía mi suegra molesta, todos los días. Me vi obligado a asumir algunas obligaciones en la casa. Pasé a ser el responsable de la evacuación de los desperdicios domésticos. –Puedes irte tranquila, amor, no olvidaré botar la basura –le aseguré a mi esposa en la puerta de la casa. Ella iba a trabajar. Antes dejaría a nuestra hija en el círculo infantil. Siempre salía preocupada por la basura, temía un olvido mío. Mi responsabilidad me había sido impuesta por su madre que era de armas tomar. De ahí la preocupación. Quedé solo en casa con mis poemas. Después de trabajar un rato en la computadora y antes que me adormeciera por su encanto, salí con una bolsa de nylon llena de basura e intenté botarla. Al llegar a la esquina no vi tanque ni contenedor alguno, por un rato husmeé en los alrededores. –¿Dónde está el tanque? –pregunté a un vecino. –Sigue recto por esta calle y lo vas a ver al final –señaló con un dedo. Seguí la indicación. Caminé recto. Crucé una carretera que interceptaba la calle por donde caminaba. Pero por mucho que me alejaba no veía tanque alguno. Un tanque de basura no puede estar tan lejos, murmuré. Busqué donde orientarme. Vi una escuela no muy lejos de la ruta. –Muchacho ¿dónde está el tanque? –Puro, todavía te falta un poquito –dijo un deportista que trotaba en los alrededores de la escuela– dobla en la esquina y sigue hasta la entrada del reparto Saigón, cuando llegues a su entronque camina calle arriba, el tanque lo tendrás frente a ti. Así lo hice. Cuando llegué al entronque me detuve a reflexionar: Por eso mi suegra quiere quitarse el problema de la basura. ¡Claro! Mejor manda al que no es familia antes que a su hijo ¡Qué se reviente el agregado! Lo voy a hacer hoy porque se lo prometí a mi esposa. Y doblé calle arriba hasta llegar a la falda de una loma, donde había un inmenso tanque de agua, mucho más grande que otros dos tanques de agua vistos por el camino, pero el que buscaba no estaba. A un costado intenté dejar la bolsa y un inspector salido de la nada lo impidió aplicándome un decreto ley por arrojar basura en la vía pública. –¡Vaya multa la que recibí! –El círculo permanecía compacto, Isis y los vecinos escuchaban con asombro. Con la bolsa de desperdicios regresé a la casa, mi esposa estaba por llegar, por lo que la oculté debajo de la cama. –Mi vida, ¿botaste la basura? –fueron sus primeras palabras. –Sí. –¡Qué extraño! El carretón de la basura viene por ahí, y nunca pasa dos veces. –¿Cómo que el carretón? –dije asombrado. –Sí, el carretón de la basura lo dejé atrás cuando venía. Yo no sé dónde la habrás botado, pero por no oír a mi madre pelear, no me interesa lo que hiciste con la bolsa. Había caminado casi diez kilómetros por gusto. No tuve valor de sincerarme, suele ser desagradable hacer el papel de ridículo. Opté por callar y esperar el carretón del siguiente día. Al llegar mi suegra en lo primero que recabó fue en la basura y al ver no verla se mantuvo relajada el resto del día. Pasamos una noche de feliz convivencia. Amaneció y la rutina volvió a nosotros. Mi esposa se despidió con un beso, y mostrándome otra bolsa llena de desperdicios dijo: –Amor, acuérdate de tu misión, de ella depende nuestra tranquilidad. Estuve pendiente todo el día del carretón, cada vez que sentía los cascos de algún caballo sobre el asfalto o el crujir de un coche, bajaba las escaleras con las dos bolsas de basura. Al llegar la tarde y mi esposa, las piernas me pesaban. –¿Te sientes mal? –dijo al verme acostado. –No, estoy cansado. –¿Escribiste mucho? Respondí con una sonrisa irónica, después le conté lo difícil que se hacía identificar el carretón de la basura. De pronto se escuchó el sonar de una campana. –Oye, mi amor, ese es el carretón, siempre toca un cencerro, y corre, que está cerca y no espera mucho. Corrí escaleras abajo, deteniéndome en el borde de la calle, ahí esperé un buen rato hasta que oí gritar: –Sube, amor, que fue una falsa alarma, él pasa primero por la calle de atrás. El carretón pasó por la calle de atrás, por la de los costados y por varias más, siempre sonando los metales. Bajé tantas veces como sonó la campana. Cuando le tocó el turno a mi infortunada calle, bajé una vez más. El carretón recogía la basura de los edificios de la cuadra que colinda, pero no tuve fuerzas para llegar allí. Al concluir la recogida en aquel lugar, el carretón dio media vuelta, pero antes el carretonero hizo una seña con la mano indicándome que estaba lleno, que lo esperara. Parado en el borde de la calle comí esa noche, el carretón no regresó. Nos pusimos de acuerdo y escondimos la basura dentro del cuarto para poder tener otra noche de buena convivencia. Al día siguiente, con más experiencia en el asunto de la basura, dediqué la mañana a descansar. Por la tarde fue menester esperar el carretón, pero no pasó. Teníamos en el cuarto varias bolsas de nylon llenas de desperdicios dentro de un saco. Esa noche casi no pudimos dormir, los ratones habían descubierto el basurero particular y se pusieron a merodear debajo de la cama. Temíamos por nuestra hija, y nosotros, así que me mantuve la vigilia. Por la mañana, esperé estar solo para sacar el saco de abajo de la cama y salir con él al hombro. Al llegar a la intercepción fui detenido por un patrullero. –Ciudadano, ¿usted no es de la zona? –No. –¿Y qué hace aquí y con ese saco tan temprano al hombro? Identifíquese y ponga el saco en el suelo. Tiré el saco al suelo, y entregué mi carné de identidad. Mientras uno de los policías verificaba por la microondas del carro mis antecedentes penales, el otro cacheaba el cuerpo. Acto seguido revisaron el saco. –La primera basurita que vea regada por la zona lo salgo a buscar ¿está claro? –advirtió amenazante el jefe del carro al ver su contenido. Respondí moviendo mi cabeza afirmativamente. Mi intención eran dejarlo en cualquier lugar, pero el encuentro con la policía hizo que desistiera. Regresé con el saco a cuesta y esperé la tarde sentado sobre él. La espalda la recosté en la cerca de la casa de abajo, allí dormité por ratos, hasta que sentí las campanadas del carretón. Al incorporarme ya era tarde, lo tenía a unos veinte metros pasado del frente de la casa. El señor de la basura al no ver a nadie parado en el borde de la calle, como era costumbre, apuró la marcha del caballo y siguió su rumbo, por mucho que grité no hizo caso. Sentado sobre el saco fui sorprendió por mi suegra, que llegó más temprano que de costumbre. Al enterarse de lo que contenía, exclamó: –¡Cojones! ¡Por eso es la ratonera que hay dentro de la casa! La replica fue aún más grosera y entablamos una terrible discusión, a la que se sumó mi esposa que también llegaba. –No seas injusta, mami, que él no tiene culpa, y respeta para que te respeten. –¿Que respete? Lo que tiene que hacer es no comer tanta mierda y dejar a un lado los poemitas. ¡Qué se ponga pa’ esto! –Oiga, suegra, escribir es mi trabajo, no le permito... –La que permite o deja de permitir en mi casa soy yo ¡Y hasta que no te deshagas de esa basura no entras más! –sentenció la dueña que dio la espalda y subió al apartamento. Con el saco al hombro nos fuimos a sentar, debajo de una mata de mango cerca de la casa, disipamos la angustia jugando con nuestra hija. Comimos pan con croquetas. Al llegar la noche a duras penas logré que mi esposa fuera a dormir para su casa, nuestra hija fue el elemento persuasivo. Pasé esa noche junto al saco de basura, sentado en la intersección de la calle. No tenía dinero para alquilarme en ningún sitio, ni familia, ni vecino, ni tan siquiera un amigo en toda la Isla que pudiera cobijarme. Sentía la vigilancia de los inspectores, el acoso de la policía, el rechazado de la familia de mi esposa. No tuve otra alternativa que elaborar un plan magistral para deshacerme de los desperdicios domésticos. Me quedé dormido. Desperté cercado de un gran número de bolsas llenas de basura, una de ellas provino de la casa de mi suegra, pude reconocerla porque llevaba escrito mi nombre y apellidos, en ella había llegado la última pacotilla recibida de España. Nuevamente el patrullero pasó temprano y esta vez además del saco, fui sorprendido rodeado de bolsas repletas de desperdicios. –Ciudadano, ¿usted no pensará hacer un vertedero ilegal aquí? –dijo el jefe del carro, que se detuvo a mi lado. Eran los mismos policías del día anterior ¿Quiere que le ponga una multa? 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