Poesía épica: Milton

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El Paraíso perdido
Canto XII [fragmento]
—Basta: desde hoy, ¡oh Dios omnipotente!,
mi oficio será amarte,
mi única ocupación la de adorarte
y de observar tu ley exactamente.
¡Sé mi padre, mi guía y mi consuelo!
Tú con tierno desvelo
nos miras; nuestras súplicas previenes;
a tus divinos ojos igualas
todos tus hijos; haces que los bienes
al cabo siempre triunfen de los males;
cuando quieres, en fuerza la flaqueza
transformas, y conviertes en grandeza
la pequeñez, en ciencia la ignorancia,
y en sólida firmeza la inconstancia.
Tu ejemplo me ha enseñado
que en este mundo todo hombre es soldado;
que sean cuales fueren del dudoso
combate el fin y el premio que le espera,
su obligación primera
es la de pelear siempre valeroso
en los asaltos de esta desgraciada
vida, de tempestades agitada.
Haz, pues, que en tu ley santa viva y muera.
Así, por conclusión. Miguel responde:
—Temer a Dios, amarle y admirarle,
es todo lo que a ti te corresponde
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y en lo que pende tu sabiduría.
Aun cuando el cielo examinar pudieras,
y a fuerza de estudiarle,
siendo tu ingenio igual a tu porfía,
estrella por estrella conocieras;
aunque el vasto y profundo mar midieses,
y cuanto en su escondido seno cría,
o subiendo a la altura
del aire, sus espacios recorrieses,
explicases sus raros meteoros,
o fuesen tuyos todos los tesoros
y cetros de los reyes, ¿por ventura
fueras en realidad más poderoso,
más sabio o más dichoso?
De tu felicidad la rica herencia
no adquirirás con una vana ciencia:
En tu conducta sola se afianza,
y no consiste sino en las virtudes.
Ten una fe la más constante y viva,
una firme esperanza,
acompañadas de la llama activa
del santo amor, que aun las solicitudes
terrenas purifique, adorne, anime,
y a Dios, tu sola bienaventuranza,
al punto el vuelo elevarás sublime
con el deseo, en tanto que realmente
para siempre segura
la goces más allá del firmamento.
"Mas llega la hora de que de esta altura
bajemos: en los aires ya impaciente
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está el celeste campo en movimiento,
y la espada que al frente fuego lanza
de que nos retiremos sin tardanza
hace señal. Despierta ahora a tu esposa: .
alegres sueños, mientras ha dormido,
la paz ha vuelto a su ánimo afligido,
y con resignación su dolorosa
pena sabrá sufrir: dale tú parte
de cuanto se ha dignado revelarte
el Cielo; graba la feliz historia
del destino del hombre en su memoria;
dile que de una Virgen el fecundo
seno, el divino Redentor del mundo
dará a luz. Hasta el término apartado
de vuestra mortal vida,
fidelidad guardaos mutuamente;
pues una misma suerte os ha juntado,
vivid, llorad la culpa cometida,
consolaos y amaos tiernamente.
La dicha encontraréis al fin del duro
destierro: tolerad, pues, lo presente,
y fijad la esperanza en lo futuro.
Dice, y del monte bajan al instante.
A despertar su esposa presuroso
Adán corre delante;
pero ya de sus ojos el reposo
lejos huido había,
y al ver la alegre prisa que traía,
que le confirme un sueño suyo espera,
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y se adelanta a hablar de esta manera:
—¡Amado esposo! Nuestro eterno Dueño
a veces nos instruye aun en el sueño
Desde que de mis ojos afligidos
se apoderó y de todos mis sentidos,
en él se me ha mostrado nuestra suerte.
Ven, pues, que pronta estoy a obedecerte,
y a seguirte fielmente a todas partes.
Contigo, ni la fuerza ni las artes
de Satanás recelo.
¡Conque ya es nuestro el mundo y aun el Cielo
conseguido el perdón de mi pecado!
¡Triste de mí! Por sola mi flaqueza
te perdiste; por ella, al doloroso
destierro te ves ahora. condenado
del Edén venturoso,
de una vida infeliz a la dureza.
Con todo, en medio de los males crueles
que mi corazón tanto desconsuelan,
e un Dios piadoso las promesas fieles,
¡con qué dulce esperanza le consuelan!
El Salvador del mundo, ¡oh, qué alegría!,
de nuestra raza nacerá algún día.
No le responde Adán, porque ha perdido
la voz, del nuevo gozo enternecido;
mas, ya habiendo bajado la colina,
los alcanza Miguel, y la divina
guardia, en el aire líquido estribando,
sus puestos repartida va ocupando.
Cual sobre una laguna algún ligero
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vapor, entre las sombras rutilante,
dejando un solo rastro pasajero,
sigue de noche al rústico viandante
que hacia su techo vuelve apresurado,
de la labor del campo fatigado;
tal cada ángel de lejos aparece
y, cortando los aires, resplandece.
Entre ellos brilla la terrible espada
que en las celestes aguas fue templada,
como el astro fatal cuya extendida
cola surca los cielos encendida;
de su rastro temido, reluciente,
el mal influjo todo el orbe siente:
la atmósfera inflamada
se llena de mortíferos vapores,
cuyo fuego no igualan los ardores
del ecuador, en la África abrasada.
A Adán, de la triste Eva en compañía,
de la mano Miguel al muro guía
del Oriente: a su puerta alta los deja.
El vuelo toma, rápido se aleja,
y se pierde de vista por el viento.
Quedados solos ya los dos esposos,
a mirar tristemente a los hermosos
vergeles vuelven, que hasta aquel momento
disfrutaron, y dan la última ojeada,
de dolor llenos, a su patria amada.
Mas, mientras se detienen dulcemente,
reparan a la parte del Oriente
brillar por todas partes, no distantes,
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espadas, lanzas, armas fulminantes,
que el aire cual meteoros encienden;
que es ya hora de salir tristes comprenden
de su querido Edén, y sollozando,
su suelo delicioso abandonando,
ya fuera de las puertas, la dulzura
de la esperanza viene a su amargura
a dar consuelo. Ya tienen delante
a su elección patente el orbe entero:
Animosos, con paso más ligero
se adelantan, por Dios mismos guiados.
Su bondad suma alienta, y su constante
protección a los dos desventurados
guarda de riesgos y les da consuelo.
Vueltos, con todo, al venturoso suelo,
de él se despiden aun, con dolorosos
gemidos; pero al cabo, encaminados
por la extensión inmensa, y apoyados
uno en otro, se alejan silenciosos.
J. Milton
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