Margarita de Valois, “Historia de una dama desdeñada por su marido”

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MARGARITA DE VALOIS, EL HEPTAMERÓN
NARRACIÓN XV 1
En la corte del Rey Francisco I había un hidalgo cuyo nombre,
aunque me es bien conocido, no quiero citar. Era pobre, pues apenas si
tenía quinientas libras de renta, pero tan apreciado por el rey, dadas las
virtudes de que estaba adornado, que llegó a desposar a una rica hembra
que bien hubiera podido contentar a un gran señor. Y como ella era muy
joven, rogó a una de las grandes damas de la corte que la tuviera bajo su
guarda, a lo que ella accedió gustosamente. Ahora bien, era este caballero
tan honesto y de tan buenas prendas que todas las damas de la corte le
prestaban sus atenciones; entre otras, había una, a la que amaba el rey, que
no era tan bella ni tan joven como su esposa. Y a causa del gran amor que
sentía por ella, paraba tan pocas mientes en su mujer que, con gran pena
por parte de ésta, en un año sólo se acostó una noche con ella. Y lo que era
más importante, nunca le hablaba ni le daba muestras de cariño. Y aunque
él disfrutaba de su dote, le destinaba tan pequeña parte que nunca estaba
vestida como su condición requería ni ella deseaba; por lo que la dama a
cuyo cargo estaba reprendía a menudo al caballero, diciéndole:
–Vuestra mujer es bella, rica y de buena casa, y vos tenéis en cuenta
lo que desde su infancia y adolescencia ha soportado hasta ahora; pero yo
siento mucho miedo de que cuando ella se vea de más edad y bella, ya que
entre su espejo y alguno que no os tenga aprecio le mostrarán su belleza,
tan poco estimada por vos, haga por despecho lo que nunca osaría pensar
si recibiera mejor trato de vos.
El caballero, que tenía puesto el corazón en otros sitios, se burló
mucho de ella y no por sus enseñanzas dejó de continuar la vida que
llevaba. Mas pasados dos o tres años, su mujer comenzó a convertirse en
una de las más bellas mujeres de Francia, y tanto que en la corte corrió
fama de que no tenía rival.
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Margarita de Valois, El heptamerón, Madrid, M. Pareja, 1978, pp. 126138.
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Y cuanto más digna se veía de ser amada, tanto más le fastidiaba
el nulo caso que su marido le hacía, de forma que se sintió tan disgustada
que, sin el consuelo de su señora, hubiera caído en la desesperación. Y
después de haber buscado por todos los medios a su alcance complacer a
su marido, pensó en su interior que era imposible que no la amara, dado el
gran amor que ella le profesaba, a no ser que él tuviera el entendimiento
ofuscado con algún otro capricho; así que investigó sutilmente y supo la
verdad: que estaba tan ocupado todas las noches en otra parte que olvidaba
su conciencia y su mujer. Y después que estuvo cierta de la vida que
llevaba, adquirió tal melancolía que no quería vestir de otra forma que de
negro ni asistir a ningún lugar donde se la tratara con aprecio, de lo que se
dio cuenta su señora e hizo todo lo que pudo por hacerle abandonar tal
opinión, sin que le fuera posible. Y, aunque su marido fue advertido, se
mostró más dispuesto a burlarse que a poner remedio.
Bien sabéis, señoras, que el fastidio desplaza a la alegría, y también
que con la alegría le pone fin. Y he aquí que un día llegó un gran señor,
pariente próximo de la señora de la dama y que la visitaba a menudo, el
cual, al escuchar la extraña forma de vivir de la dama sitió tanta piedad
que quiso intentar consolarla y, hablando con ella, la encontró tan bella y
virtuosa que deseó con mayor ahínco ser apreciado por ella que hablarle
de su marido, a no ser para mostrarle cuán pocas razones tenía ella para
amarlo. La dama, viéndose abandonada de quien tenía que amarla y, por
otra parte, amada y requerida de tan importante y apuesto príncipe, se
sintió muy feliz de ser de su agrado. Y, aunque mantuvo siempre el deseo
de conservar su honor, tenía gran placer en conversar con él y verse amada,
cosa de la que se sentía hambrienta. Esta amistad duró algún tiempo, hasta
que el rey se enteró de ello, y como tenía tanto cariño al hidalgo que no
quería soportar que nadie le proporcionara deshonor y disgusto, rogó al
príncipe que quisiera abandonar su ensueño y que, en caso contrario, se
sentiría mal dispuesto hacia él. El príncipe, que estimaba en más la gracia
del rey que a todas las damas del mundo, le prometió que, por amor a él,
abandonaría su empeño y que aquella noche iría a despedirse de ella. Lo
que hizo apenas aquélla se retiraba a su alojamiento, que el caballero
compartía alojado en una habitación situada arriba.
Y así fue como, estando en la noche asomado a la ventana, vio
entrar al príncipe en la habitación de su mujer, que estaba debajo; y el
príncipe, aunque lo advirtió, no dejó de entrar. Y al decir adiós a aquella
cuyo amor no hacía más que comenzar, le alegró por toda razón el
mandato del rey. Después de lágrimas y quejas que duraron hasta una hora
pasada la medianoche, la dama le dijo como conclusión:
–Doy gracias a Dios, a quien place, señor, que vos mudéis de
opinión, que es tan pequeña y tan débil que podéis tomarla o dejarla por
mandato de los hombres. En cuanto a mí, no pedí permiso ni a mi señora
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ni a mi marido, ni a mí misma, porque el amor, ayudado de vuestra
galanura y honestidad, tuvo tal poder sobre mí que no he conocido otro
dios ni rey que él. Pero, como vuestro corazón no está henchido de
verdadero amor que el temor no pueda encontrar cabida en él, no podéis
ser un amigo fiel, y a uno infiel no lo quiero por amigo; y a pesar de amaros
fuertemente como decidiera amaros, caballero cuyo temor no merece la
sinceridad de mi amistad, me siento obligada a deciros adiós.
Y así marchó acongojado el príncipe, divisando todavía en la
ventana al marido, que lo viera entrar en la sala y salir. Así que al día
siguiente le contó el motivo por el que había ido a ver a su mujer y la orden
que el rey le diera, con lo que el caballero se sintió muy contento y
agradecido con el rey. Pero, al ver que su mujer embellecía día tras día y, a
cambio, él, envejecía y perdía su apostura, comenzó a cambiar de conducta
adoptando la que durante tanto tiempo hiciera representar a su mujer,
mostrándole, cariño más que de costumbre y estando más a menudo cerca
de ella. Pero ésta, cuanto más buscada se sentía por él, más le huía,
deseando devolverle parte de los enojos que había tenido ella cuando
padeciera su desamor. Y para no olvidar el placer que el amor había
comenzado a enseñarle, se dirigió a un caballero tan apuesto, tan buen
conversador y con tanta gracia, que era amado por todas las damas de la
corte. Y, dándole las quejas de la forma en que era tratada, lo incitó a
compadecerla, de modo que el galán no escatimó esfuerzos en intentar
consolarla. Y, ella, para recompensarse de la pérdida del príncipe que la
dejara, se dedicó a amar tanto a este caballero que olvidó su pasado enojo
y no pensó sino en continuar finalmente su amistad. Lo que supo hacer tan
bien que su señora nunca se apercibió, ya que, en su presencia, se guardaba
mucho de hablar de él; pero cuando quería decirle alguna cosa, se iba a ver
a algunas damas que vivían en la corte, entre las que había una de la cual
su marido se fingía estar enamorado. Ahora bien, una vez, después de
cenar, cuando ya oscurecía, la citada dama, sin reclamar nadie que la
acompañara, se separó de la reunión y entró en la habitación de las señoras,
donde encontró a aquel que amaba más que a sí misma, y sentándose cerca
de él, apoyada sobre una mesa, hablaron entre ellos mientras fingían leer
un libro.
Alguien que el marido pusiera al acecho fue a contarle dónde su
mujer había ido, y él, que era astuto, se encaminó allá lo más aprisa que
pudo, y al entrar en la habitación vio a su mujer leyendo el libro, pero él
fingió no ver nada y se dirigió en derechura al lado opuesto a charlar con
las damas. La pobre dama, al ver que su marido la había encontrado con
aquel de quien nunca hablara delante de él, se sintió tan trastornada que
perdió la razón, y al no poder pasar por encima de un banco, se deslizó por
debajo de la mesa y huyó como si su marido la persiguiera con la espada
desnuda, yendo a buscar a su señora, que se había retirado a sus
habitaciones. Cuando ésta la hubo desnudado, se acostó la dama de nuestra
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historia, pero una de las damas vino a decirle que su marido la buscaba. Le
respondió con franqueza que no iría; que él era tan extraño y austero que
tenía miedo de que le hiciera una mala jugada. Finalmente, con miedo a
lo peor, fue, sin que su marido le dijera una sola palabra hasta que
estuvieron sentados. Ella, que no sabía cómo disimular, se puso a llorar
calladamente. Y cuando le preguntaba por qué lloraba, le contestó que
tenía miedo de que se enojara con ella por haberla encontrado leyendo con
un caballero. Al instante le respondió el caballero que nunca le había
prohibido hablar con ningún hombre y que no había encontrado mal que
lo hiciera, pero sí que huyera ante él como si hubiera hecho algo merecedor
de reprensión, y que ya esta huida le daba pensar que amaba al caballero.
Por lo que le prohibió que no se le ocurriera nunca hablar con ningún
hombre, ni en público ni en privado, asegurándole que la primera vez que
lo hiciera la mataría sin compasión alguna. Lo que ella aceptó de buen
grado, pensando para sus adentros no ser tan tonta otra vez.
Y como cuanto más prohibidas son las cosas, más se desean, la
infeliz mujer olvidó en seguida las amenazas de su marido y así, aquella
misma noche, como volviera a acostarse en otra habitación con otras
doncellas y sus dueñas, envió a decir y rogar al caballero que la viera
aquella noche. Pero el marido, que estaba tan atormentado por los celos
que no podía dormir en toda la noche, cogió su capa y en unión de un
ayuda de cámara, habiendo oído decir que el otro iría por la noche, fue a
llamar a la puerta del aposento de su mujer. Ésta, que tampoco podía
dormir, se levantó sola y tomando sus borceguíes y su manto, que tenía
junto a ella, y viendo que las tres o cuatro mujeres que con ella había
estaban dormidas, salió de su habitación y fue derecha a la puerta, a la que
oyó llamar, y al preguntar ¿quién es? oyó responder el nombre del que
amaba; pero, para asegurarse, abrió una pequeña mirilla, diciendo:
–Si sois quien decís, entregadme vuestra mano, que yo sabré
conocerla.
Y cuando tocó la mano de su marido, lo reconoció y cerrando
vivamente la mirilla se puso a gritar:
–¡Ah, señor, es vuestra mano!
El marido lleno de ira contestó:
–Sí, es la mano que cumplirá la promesa que os hice; conque no
faltéis cuando yo os ordene venir.
Y diciendo estas palabras marchó a sus aposentos, volviendo ella
más muerta que viva y diciendo en voz alta a las mujeres:
–Levantaos, amigas mías; habéis dormido demasiado para mi gusto,
que procurando engañaros, me engañé yo la primera. Después de decir
esto, cayó desvanecida en medio de la habitación. Las infelices mujeres se
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levantaron a voz en grito, tan asustadas al ver a su señora caída en tierra y
como muerta y al oír los propósitos que había tenido, que no supieron qué
hacer como no fuera correr en busca de los medios que pudieran hacerla
volver en sí. Y cuando pudo hablar, les dijo:
–Vedme, amigas mías, cómo soy en el día de hoy la mujer más
desgraciada de la tierra.
Y les contó su aventura, rogándoles que quisieran socorrerla, ya que
daba su vida por perdida. Y cuando intentaban reconfortarla, llegó el
ayuda de cámara de su marido, a través del cual aquél le ordenaba que
fuera inmediatamente junto a él. Ella, abrazando a dos de sus mujeres,
comenzó a llorar y gritar, rogándoles que no la dejaran ir de ninguna
forma, porque estaba segura de morir. Pero el ayuda de cámara le aseguró
que no y que ponía en prenda su vida de que nada le sucedería a ella, quien,
al ver que no encontraba motivo de resistencia, se arrojó en brazos del
servidor, diciéndole:
–Amigo mío, puesto que es preciso, llevad este desgraciado cuerpo
a la muerte.
Y, al instante, semidesvanecida de tristeza, fue transportada por el
ayuda de cámara a los aposentos de su señor, dejándola a los pies de aquél,
donde ella exclamó:
–Señor, os ruego que tengáis piedad de mí y os juro por la fe que
debo a Dios que os diré toda la verdad. Su señor barbotó como hombre
desesperado:
–¡Por Dios que me la diréis!,
y expulsó fuera a todas sus gentes. Y como tenía a su mujer por muy
devota, pensó que no sería perjura si juraba sobre la cruz, de modo que
reclamó una muy bella que había comprado, y cuando estuvieron solos le
hizo jurar sobre ella que respondería la verdad a lo que preguntara. Pero
ella, que ya había superado sus primeras aprensiones del temor a morir,
cobró valor, decidiéndose a no ocultarle nada, antes de morir, y también a
no decir cosa alguna que ocasionara sufrimientos al caballero a quien
amaba. Y después de oír las preguntas que le hizo, respondió:
–Señor, no quiero ni justificarme ni hacer de menos ante vos el amor
que he profesado al caballero del que sospecháis; y aunque vos no lo
podréis creer dada la experiencia que hoy habéis tenido, deseo explicaros
bien lo que dio ocasión a este sentimiento. Sabed, señor, que nunca mujer
amó a su esposo como yo a vos; porque desde que os desposé hasta hoy,
jamás entró en mi corazón otro amor que el vuestro. Sabéis que, siendo
todavía niña, mis padres me quisieron casar con un personaje de más
abolengo que vos, pero nunca consiguieron que accediera después de
haberos hablado, y así, contra su opinión, me mantuve firme hasta teneros,
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sin reparar ni en las consideraciones que me hacían mis padres. Y no
podéis ignorar el trato que hasta ahora obtuve de vos, y por como me habéis
amado y estimado tuve tantos enojos y sinsabores que sin la ayuda de mi
señora, a la cual me confiasteis, yo hubiese enloquecido. Pero, en fin,
viéndome estimada como muy bella por todos, excepto vos, comencé a
sentir tan vivamente el agravio que me hacíais que el amor que os tenía se
convirtió en odio y el deseo de complaceros en el de la venganza. Y, en mi
desesperación, me halló un príncipe que, por obedecer más a su rey que al
amor, me abandonó en el momento en que comenzaba a sentir el consuelo
de mis tormentos en un amor honesto. Y, después de aquel, encontré éste
que no tuvo apenas que rogarme, ya que su galanura, su virtud y su
honestidad bien merecen ser buscadas y apreciadas por toda mujer de claro
entendimiento. A mi requisitoria, y no a la suya, me amó con tanta
honestidad que nunca en su vida me pidió cosa alguna contra el honor. Y
aunque el poco amor que os profeso daba ocasión a no guardaros fe ni
lealtad, el amor que tengo a Dios y a mi honor me han guardado hasta aquí
de haber hecho cosa alguna por la que tuviera necesidad de confesión o
temiera avergonzarme. No os quiero negar que, tan a menudo como me
era posible, me iba a charlar con él en una recámara fingiendo que iba a
rezar mis oraciones, ya que en este asunto nunca me confié a hombre o
mujer para manejarlo. Tampoco quiero negar, estando en lugar tan privado
y fuera de toda sospecha, haberle besado con tan limpio corazón como
nunca hice con vos. Pero jamás pediré gracia a Dios si entre nosotros dos
hubo nunca otra licencia, ni si me presionó nunca para llegar a más, ni si
mi corazón tuvo deseo de ello porque me sentía tan contenta con sólo verle
que me parecía que no había en el mundo mayor placer. Y vos, señor, que
sois el único culpable de mi desgracia, ¿queréis tomar venganza por algo
en lo que durante tanto tiempo me habéis dado ejemplo, con la diferencia
que el que vos me dabais era sin honor y sin conciencia? Porque vos y yo
sabemos bien que aquella que amáis no se contenta con lo que Dios y la
razón mandan. Y si bien es cierto que la ley de los hombres acusa de
deshonor a las mujeres que aman a otros hombres, también lo es que la ley
de Dios no excusa a los hombres que aman. Y sería menester poner en la
balanza vuestra ofensa y la mía, siendo vos hombre sabio y experimentado
y de edad suficiente para conocer y saber evitar el mal, y yo joven y sin
experiencia alguna de la fuerza y la potencia del amor. Vos tenéis una mujer
que os quiere, estima y ama más que a su propia vida, y yo tengo un marido
que me huye, que me odia y desprecia más que a una camarera; vos amáis
a una mujer de más edad y menos bella que yo, y yo amo a un caballero
más joven que vos, más apuesto y más amable. Vos amáis a la mujer de
uno de los mejores amigos que tenéis en este mundo, ofendiendo tanto a la
amistad como al respeto que debéis a los dos; y yo amo a un caballero que
no está ligado a nada, a no ser el amor que me tiene. Ahora, juzgad, señor,
sin parcialidad, quién de los dos es el más digno de castigo o de excusa, si
vos y yo. Pienso que no será varón sabio ni prudente quien os dé la razón,
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visto que soy joven e ignorante, despreciada y condenada por vos, y amada
del caballero más apuesto de Francia, al que amo por la desesperación que
me causa no poder nunca ser amada de vos.
El caballero, oyendo tales términos llenos de verdad, dichos y
pronunciados por un rostro tan bello, con una gracia tan firme y audaz que
mostraba claramente su falta de temor a merecer el castigo, se sintió tan
sorprendido por el asombro que no supo qué responder, a no ser que el
honor del hombre y el de la mujer, no son en absoluto comparables. A pesar
de todo, como juraba que no hubo pecado entre el que amaba y ella, no se
decidió a castigarla; eso sí, ella no debía volver más allí y ni uno ni otro
deberían recordar cosas pasadas, lo que ella prometió y se fueron juntos a
acostar en buena armonía. Llegada la mañana, una anciana servidora, que
temía grandemente por la vida de su señora, acudió a su despertar y le
preguntó:
–Y bien, señora, ¿cómo va?
A lo que le respondió riendo:
–¿Cómo, amiga mía? No hay marido mejor que el mío, que ha
creído en mi juramento.
Así pasaron cinco o seis días. El caballero tomó de su cuenta el
vigilar a su mujer, de forma que de día y de noche estaba al acecho cerca
de ella; pero no supo hacerlo tan bien que ella no hablara en un lugar
oscuro y sospechoso con aquel que amaba. Sin embargo, llevó su asunto
tan secretamente que ni hombre ni mujer supieron la verdad.
Y ocurrió que un lacayo hizo correr el rumor de que había
encontrado a un caballero y a una dama en un establo situado debajo de
los aposentos de la señora de la dama de nuestra historia, con lo cual el
marido entró en sospechas y deliberó que el caballero debería morir,
reuniendo gran número de parientes y amigos para matarlo en cualquier
lugar que le pudieran encontrar. Pero el más importante de sus parientes
era tan amigo del caballero a quien buscaban que, en lugar de sorprenderlo,
le advirtió de lo que se trataba contra él; más éste, por otra parte, era tan
apreciado en la corte y estaba tan bien acompañado que no temía nada el
poder de su enemigo; y sucedió que no fue encontrado, pero él fue a una
iglesia en busca de la señora de aquella de quien estaba enamorado, la cual
no sabía nada de toda la historia pasada, ya que nadie la comentó delante
de ella.
El caballero le contó la adversión y mala voluntad del marido hada
él y que, a pesar de ser inocente, estaba resuelto a irse de viaje a cualquier
lugar lejano con el fin de acallar el rumor que comenzaba a crecer. La
princesa, señora de su amada se sintió muy sorprendida al escuchar tales
murmuraciones, asegurando que el marido padecía un gran error al tener
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sospechas de su mujer tan honesta, de la que ella no conoció nunca más
que virtud y honestidad. Sin embargo, dada la posición del marido y para
extinguir tan enojoso rumor, la princesa le aconsejó que se alejara por
algún tiempo, asegurándole que no creería ninguna de tales locuras y
sospechas. El caballero y la dama, que estaba junto a su señora, se sintieron
muy contentos de contar con la grada y buena opinión de la princesa, quien
aconsejó al caballero que antes de su partida debería hablar con el marido
y, siguiendo su consejo, lo encontró en una galería cercana a los aposentos
del rey, y con rostro muy grave (y haciéndole los honores que
correspondían a su posición) le dijo:
–Señor, toda mi vida fue mi deseo serviros, y por toda recompensa
he oído que anoche me buscabais para matarme. Os ruego, señor, que
consideréis que tenéis más autoridad y poder que yo; y que, no obstante,
soy tan hidalgo como vos y me sería enojoso dar mi vida por nada.
También os ruego que penséis que tenéis una mujer honesta y si alguno
dijera lo contrario le diré que miente como un bellaco. En cuanto a mí,
pienso que no hice nada por lo que hayáis de quererme mal. Si queréis,
seguiré siendo vuestro servidor; si no, ya lo soy del rey, lo cual es motivo
suficiente de contento.
El caballero destinatario del discurso le dijo que ciertamente había
tenido alguna sospecha de él, pero que lo tenía por hombre de bien y
deseaba más su amistad que su intimidad; y diciéndole adiós sombrero en
mano, lo abrazó como a su mayor amigo. Podréis imaginar lo que dirían
los que la noche antes habían recibido su comisión de matarlo, al ver tantos
signos de honor y de amistad; cada uno decía lo que le parecía. En tanto,
el caballero se marchó, pero como quiera que no estaba tan provisto de
dinero como de apostura, su dama le dio un anillo valorado en tres mil
escudos, el cual empeñó en mil quinientos. Y algún tiempo después que
hubo partido, el marido se dirigió a la a la princesa, señora de su mujer, y
le suplicó que le concediera permiso para ir a vivir algún tiempo con una
de sus hermanas. A la princesa le pareció muy extraño y le rogó le dijera el
motivo, diciéndole en parte pero no todo. Después que nuestra joven
esposa se despidiera de su señora y de toda la corte sin llorar ni dar
muestras de pena, fue donde su marido quería que fuese en compañía de
un caballero a quien se le dio el encargo expreso de guardarla
cuidadosamente y, sobre todo, que en el camino no tuviera ocasión de
hablar con aquel de quien conjuntamente se murmuraba. Ella, que sabía
este mandato, todos los días les daba motivos de sobresalto y se burlaba de
ellos y de su poco aviso. Y, un día cualquiera, al partir del alojamiento,
encontró un franciscano a caballo y, montada ella en su hacena, lo
entretuvo desde la comida a la cena, y cuando estuvo a cosa de una legua
de la posada le dijo:
–Padre, tomad estos dos escudos que os doy por los consuelos que
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me habéis prestado esta tarde, y como sé que no osaríais tocarlos, tomadlos
envueltos en un papel, y os ruego que apenas os separéis de mí, os vayáis
campo a través a galope tendido.
Y cuando estuvo muy lejos, dijo la dama en voz alta a sus gentes:
– Pensaréis que sois buenos servidores y muy celosos de guardarme
y, sin embargo, habéis permitido que aquel que tanto os han recomendado
haya hablado conmigo todo el día y le habéis dejado hacer; bien merecéis
que vuestro señor, que tanto fía en vosotros, os dé bastonazos en lugar de
vuestra soldada.
Cuando el caballero a quien estaba encomendada oyó estas frases,
le acometió tan gran furor que no pudo ni responder y, picando espuelas a
su caballo, y requiriendo a dos que fueran con él, tanto hizo, que alcanzó
al franciscano, que viéndoles venir en derechura a él, huyó como pudo,
mas como estaban mejor montados que él, el infeliz fue apresado. Y, sin
saber de qué, les pedía gracia a gritos; y como se quitara la capucha para
suplicarles más humildemente con la cabeza descubierta, pudieron ver que
no era el que buscaban, y que su señora se había burlado de ellos,
insistiendo todavía más a su regreso, al decir:
–¡Y que sea a tales gentes a quienes se confían mujeres a guardar!
Las dejan hablar sin saber a quién y después, dando fe a sus palabras,
quieren humillar a los servidores de Dios.
Y después de estas palabras, llegaron al lugar que su marido le
ordenara, donde sus cuñadas y el marido de una de ellas la tenían muy
sujeta. Durante este período, oyó su marido que el anillo estaba en prenda
por mil quinientos escudos, lo cual le enojó mucho. Más, para salvar el
honor de su mujer y para recobrarlo, le mandó decir que lo retirase y que
él pagaría los mil quinientos escudos. Ella, a quien no preocupaba el anillo,
ya que su amigo tenía el dinero, escribió a éste contándole cómo su marido
la obligaba a retirar el anillo; y pata que no pensara que ella lo hacía porque
disminuyera su voluntad, le envió un diamante que le había regalado su
señora, y que tenía en mayor estima que el anillo. El caballero le envió muy
gustoso el recibo del prestamista y se dio por contento en tener mil
quinientos escudos y un diamante, y de sentirse reafirmado en la gracia de
su amada, tanto más cuanto que viviendo el marido, no tendría medio de
comunicarse con ella, a no ser por carta. Y después que el marido murió,
fiándose en las promesas que ella le hiciera, la persiguió diligentemente en
matrimonio, pero encontró que la larga ausencia le había deparado un
compañero más amado que él, lo que le proporcionó tan gran pesar que,
huyendo de las damas, buscó los lugares aventurados, en los que encontró
toda la estima que un hombre joven como él podía hallar; y así terminó sus
días.
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