G. BOCACCIO, EL DECAMERÓN 1 CUENTO OCTAVO Cuando Lauretta dejó de hablar, y previo el mandato de la reina, Filomena comenzó su historia en estos términos: Así como en nosotras, amables compañeras, es elogiada la piedad, así también la crueldad es vengada rígidamente por la divina justicia. Y para demostrároslo de un modo absoluto, voy a referiros una historia no menos llena de compasión que de complacencia. En Rávena, antiquísima ciudad de la Romaña, hubo en otro tiempo unos nobles y ricos caballeros, y entre ellos un joven llamado Nastagio degli Onesti, quien, a la muerte de su padre y de un tío suyo, heredó una considerable fortuna. Este joven, que estaba ya en edad de casarse, se enamoró de una doncella, hija de micer Paolo Traversari, descendiente de una familia más noble que la suya, con esperanza de conseguir su amor, haciendo cuanto estuvo en su mano para serle agradable; pero sus muchos afanes, atenciones y obsequios no sólo no parecían hacer mella en el ánimo de la mujer, sino que aumentaban sus desdenes; tan ruda, dura y esquiva se le mostraba la joven amada, tal vez orgullosa por su nobleza o por su singular hermosura. Tan difícil le era a Nastagio soportar ese desdén, que varias veces, después de haberse lamentado en vano el dolor le inspiró el propósito de matarse. Pero más adelante juzgó que aquel acto serviría para halagar la vanidad de aquella mujer e hizo todo lo posible por olvidarla, o sólo pensar en ella para aborrecerla. Ésa era su resolución. Sin embargo, al querer ponerla en práctica, cuanto más parecía que le faltaba la esperanza, tanto más se encendía el fuego de su pasión. Perseverando, pues, en su amor y en sus considerables dispendios, sus amigos y parientes observaron que estaba gastando inútilmente su salud y su caudal, por cuyo motivo le rogaron en repetidas 1 Giovanni Boccaccio, El Decamerón, México, Cátedra-Rei, 1982, pp. 451 a 457. 1 ocasiones que se marchara de Rávena y se fuese a vivir durante algún tiempo a otro lugar cualquiera; haciéndolo así, menguarían sus gastos y pondría término a su pasión. No pocas veces se burló Nastagio de estos consejos; pero al fin, quizá para acabar con tanta insistencia, decidió realizar el viaje, e hizo aparatosos preparativos, como si hubiera de partir para Francia, España u otro país lejano. Cuando todo estuvo dispuesto, montó a caballo y en compañía de unos amigos salió de Rávena, hacia un lugar llamado Chiassi, que sólo distaba unas tres millas. Allí hizo levantar su tienda de campaña, y rogó a sus compañeros que volvieran a Rávena, pues deseaba quedarse completamente solo con sus criados. Acampado en aquel lugar, Nastagio empezó a darse la vida más agradable que jamás se diera, invitando a fiestas y banquetes, ora a unos, ora a otros, gastando más que nunca. Y sucedió que un hermoso día de principios de mayo —un viernes—, recordó la crueldad de la mujer a quien amaba, y mandando a sus criados que lo dejaran a solas, porque quería meditar mejor a su gusto, paso a paso y cavilando llegó, sin notarlo, a un pinar. Era ya más de mediodía cuando, habiendo penetrado hasta más de la mitad del bosque sin acordarse de comer ni de otra cosa alguna, oyó de pronto el fuerte llanto y los lastimeros quejidos de una mujer; por lo cual, interrumpido su dulce pensamiento, levantó curioso la cabeza para ver qué sucedía, y sorprendiose al ver que el pinar le rodeaba por todas partes; además, mirando ante sí, vio venir por un estrecho sendero del bosque a una hermosísima joven que corría hacia él, desnuda, con los cabellos en desorden y herida por las ramas y los zarzales; lloraba desesperadamente y a grandes voces pedía auxilio; a ambos lados de ella corrían dos fieros mastines que la mordían sin compasión. Poco después vio a un hombre moreno, que montaba un corcel negro. El rostro del jinete estaba encendido en cólera; en la mano empuñaba un estoque, y corría tras la desgraciada joven, amenazándola de muerte con groseros insultos. Esta lamentable escena causó sorpresa, horror y piedad, a un mismo tiempo, en el ánimo de Nastagio. Compadecido de aquella pobre mujer, su primer impulso fue librarla de tanta angustia; pero como estaba desarmado, arrancó la rama de un árbol y salió al encuentro de los mastines y del cruel jinete. Éste, que vio su intento, le gritó desde lejos: —No te mezcles en esto, Nastagio; déjanos a los perros y a mí dar su merecido a esa malvada mujer. Y mientras así decía el jinete, los perros hicieron presa en los costados de la joven, la tiraron al suelo, y el perseguidor descabalgó en seguida. 2 Nastagio se acercó a él y le dijo: —No sé quién eres, aunque tú al parecer me conoces; pero debo decirte que es una villanía en un caballero armado querer matar a una mujer desnuda e indefensa y acorralarla con los perros, como si se tratara de una bestia salvaje. Ten por seguro que la defenderé como pueda. El desconocido contestó: —Nastagio, soy de tu misma tierra y eras muy niño cuando yo, a quien llamaron micer Guido degli Anastagi, estaba más locamente enamorado de esta mujer de lo que tú puedas estarlo de la de los Traversari; su orgullo y su crueldad llevaron tan lejos mi desventura, que un día me di muerte con este estoque que ves en mi mano, y ahora estoy desesperado, condenado a las penas eternas. Poco tiempo después de mi muerte, de lo que esta mujer se alegró no poco, expiró también; y por su pecaminosa crueldad y la alegría con que correspondió a mis tormentos, fue igualmente condenada al infierno. Cuando llegó a los avernos, a ambos se nos impuso esta pena: a ella huir ante mí; y a mí, que tanto la amé en vida, perseguirla, no como amante, sino como mortal enemigo; y cuantas veces la alcanzo, otras tantas veces la mato con este estoque con que me di muerte, le arranco el corazón, ese corazón duro y orgulloso que nunca amó ni sintió piedad, y lo echo a estos perros, como tú mismo verás. Pocos instantes después, según quiere la divina Justicia, esta mujer resucita, prosigue su dolorosa fuga, persiguiéndola de nuevo los perros y yo; cada viernes, a esta hora, la alcanzo aquí, y, como verás, la destrozo. No creas que los demás días descansamos pues la acoso en otros lugares donde ella pensó y obró cruelmente contra mí. Y habiéndome convertido de amante suyo en verdugo, he de perseguirla de esta manera durante tantos años como meses duró su crueldad. Déjame, pues, ejecutar los designios de la divina Justicia; no quieras oponerte a lo que no podrías evitar. Nastagio quedó horrorizado; y, con el cabello erizado, dio unos pasos atrás, contemplando a la infeliz joven, esperando, lleno de pavor, lo que iba a suceder. Después de lo que acabara de decir el caballero, estoque en mano cayó, cual perro rabioso, sobre la mujer, la cual, de rodillas y sujeta por los dientes de los mastines le pedía misericordia. Guido le clavó el estoque en el pecho, atravesándola de parte a parte. Apenas la joven sintió el fiero golpe, cayó boca abajo, sin cesar de llorar y lamentarse. El caballero, echando mano a un cuchillo, sacole los riñones, las entrañas y el corazón, y los echó a los hambrientos mastines, que instantáneamente los devoraron. Al poco rato, y como si nada hubiese acaecido, la mujer se puso en pie súbitamente y volvió a emprender la carrera hacia el lado del mar, siempre perseguida por los perros; el caballero, montando de nuevo en su corcel y empuñando su estoque, la siguió tan velozmente, que no tardó Nastagio en perderlos de vista. 3 Este espectáculo horrible le tuvo durante largo rato entre compadecido y asustado. Poco después se le ocurrió que aquello podía servir a sus planes, puesto que se repetía todos los viernes. Por lo cual, después que hubo señalado el sitio, volvió a reunirse con su servidumbre. Luego mandó llamar a sus familiares y amigos, y les dijo: —Vosotros me habéis instado muchas veces a que renuncie al amor de la hija de micer Paolo y ponga término a los locos gastos que hice por su causa, sin ser correspondido; pues bien, estoy dispuesto a seguir vuestros consejos, si queréis hacerme el favor que voy a pediros, y es que el próximo viernes traigáis a comer conmigo en este lugar a micer Paolo Traversari con su esposa, su hija y a todas las señoras de su familia. Ese día comprenderéis el motivo de mi invitación. Como la condición exigida por Nastagio pareciera razonable, sus amigos le prometieron complacerle, y regresando a Rávena invitaron a las personas por él indicadas, aunque hubo alguna dificultad por parte de la joven que amaba, que al fin decidió acudir con los demás. Nastagio hizo colocar una magnífica mesa en el pinar, en el mismo sitio donde había presenciado la horrible escena, y cuando sus invitados hubieron tomado asiento, colocó a la joven frente al lugar preciso donde Guido había despedazado a la mujer cruel y donde el espantoso hecho debía repetirse. Después de haberse servido el último plato, empezaron a oírse los desesperados gritos de la mujer perseguida; todos preguntaron qué era aquello, y como nadie podía dar una explicación, muchos se levantaron de la mesa para ver qué ocurría. Pronto divisaron a la angustiada joven, perseguida por los mastines y el caballero del puñal, que no tardaron en hallarse junto al asustado grupo. Muchas fueron las injurias dirigidas contra el despiadado jinete que azuzaba a los perros; algunos se adelantaron para socorrer a la doncella; pero Guido degli Anastagi, después de haberles dicho las mismas palabras que a Nastagio dijera, no sólo les hizo retroceder sino que los dejó atónitos de terror y sorpresa. Acto seguido hizo lo mismo que el viernes anterior, con lo cual las damas de la comitiva —entre las que se contaban algunas amigas de la joven muerta y que aún recordaban el amor del caballero y su triste fin— comenzaron a llorar con tanta amargura como si aquel horrible suplicio les fuera infligido a ellas mismas. Cuando la escena llegó a su término y sus protagonistas reemprendieron la huida y la persecución, entabláronse variados comentarios entre los invitados, pero a nadie produjo tanta impresión y temor como a la dama que cruelmente había rechazado el amor de Nastagio, la cual había oído y visto claramente todo, comprendiendo que aquello le tocaba de cerca más que a nadie. Recordó la cruel insensibilidad 4 con que había tratado hasta entonces al hombre que la adoraba, y parecíale ya huir de Nastagio degli Onesti y de los mastines que hincaban los dientes en sus carnes. Tan grande fue su temor que, para evitar que lo visto se repitiera en ella, su odio se convirtió en amor, y al anochecer envió a una criada de toda su confianza a rogar a Nastagio en su nombre que fuese a visitarla a su casa, porque estaba dispuesta a hacer cuanto él deseara. Nastagio respondió que esto era muy de su agrado, pero que, habiendo sido siempre honestas sus intenciones sólo podía aceptar haciéndola su esposa; y la joven, que sabía que el obstáculo sólo partía de ella, contestó que lo aceptaba. Ella misma fue a comunicarlo a sus padres, que consintieron de buen grado. La boda se celebró el domingo siguiente. Vivieron felices muchos años, y no fue éste el único bien digno de notar en esta historia, puesto que tanto miedo les causó a las damas esquivas de Rávena, que en adelante fueron más complacientes y sensibles de lo que hasta entonces habían sido. 5