LOS LAI DE MARIA DE FRANCIA EL LAI DE LANVAL Cuando llegaron las fiestas de Pentecostés, Arturo celebró sus cortes en Carduel y, tan liberal como magnífico, repartió a manos llenas los beneficios y los presentes entre todos aquellos que le rodeaban. Un solo caballero se vio privado de la generosidad real; era Lanval, caballero bretón que había servido bien a Arturo y a quien, sin embargo, el rey afectaba desdeñar y tener en olvido desde hacía algún tiempo. Lanval era hijo de rey y difícilmente podríais encontrar un caballero más hermoso y más noble que él, pero como no recibía nada del rey y nada le pedía, falto de recursos, se vio reducido a tal necesidad que hubo de abandonar la corte de su soberano. Partió, pues, sin despedirse de nadie y sin saber siquiera hacia dónde se dirigía. De esta manera erró a la ventura durante más de medio día. Por fin encontró una verde y amena ribera y descendió hasta ella para dejar pastar y reposar a su caballo. Él también quiso descansar, se tendió en la hierba y con el rostro apoyado en la mano contemplaba correr las aguas, lleno de tristeza y pensando continuamente en su desdichada suerte. Un ruido súbito que oyó cerca le hizo volver la cabeza. Vio dos doncellas de resplandeciente belleza y vestidas ricamente. Las dos jóvenes se aproximaron a Lanval y después de haberle saludado graciosa y amablemente le rogaron en nombre de su señora que las acompañara a una tienda que se alzaba no muy lejos de allí. Lanval, desconcertado, siguió a las jóvenes sin acordarse de su caballo. Encontró un pabellón de seda, rematado por un águila de oro. Dentro, sobre un lecho también de oro estaba la mujer más bella que ojos humanos podían siquiera soñar. Flor de lis y rosa recién brotada parecía a un tiempo. Un manto doble de armiño y púrpura de Alejandría cubría sus espaldas, y como el calor había hecho que entreabriese un poco los pliegues, el ojo atónito podía contemplar una piel más blanca que el armiño que la cubría. El caballero estaba tan impresionado que no podía ni avanzar ni hablar. Ella lo llamó: 1 —Lanval, sois vos a quien vengo a buscar. Os amo y pronto os daré tales pruebas de mi amor que vuestra suerte será digna de envidia por parte de ese Arturo que os desdeña y por parte de todos los reyes de la tierra. Estas dulces palabras sacaron al caballero de su éxtasis y como un rayo inflamaron súbitamente su corazón. Respondió a la dama que si él lograba la enorme felicidad de obtener su amor, jamás le ordenaría una cosa que él no cumpliera, y aseguró que sólo deseaba ya en la vida no separarse jamás de ella. Las doncellas entraron en aquel momento llevando magníficos vestidos; Lanval se revistió con ellos y parecía mil veces más hermoso aún. Pronto se sirvió la comida. El hada, pues tal lo era la hermosísima joven, hizo que Lanval se sentase en el lecho a su lado, las doncellas servían ellas mismas; todos los platos eran exquisitos, pero entre plato y plato había algo que placía aún más al caballero y eran los dulces besos de su amiga, la tierna presión de sus brazos rodeándole estrechamente. Después de la comida, el caballero obtuvo de su dama la prueba definitiva de amor. Y, en fin, Lanval estaba en un grado tal de felicidad que hubiera querido pasar toda su vida en aquel delicioso pabellón. Pero cuando la tarde caía y se aproximaba la noche, el hada le dijo: —No puedo reteneros más tiempo conmigo. Levantaos, volved a la corte y demostrad allí una magnificencia digna de mí. Cualquier gasto que os guste hacer, realizadlo, pues no os faltará oro. Si alguna vez vuestro amor me desea (y me precio de que eso no será sino en lugares en donde vuestra amiga pueda aparecer sin enrojecer) os permito que me llaméis, y al momento, invisible para todos los demás, me ofreceré a vuestros oíos. Pero sobre todo os encargo que nadie pueda ni sospechar vuestra felicidad. Exijo el secreto absoluto, y os anuncio que desde el momento en que faltaseis a él, perderíais mi amor y no volveríais a verme jamás. Después de estas palabras le abrazó tiernamente y le dijo adiós. El caballo aguardaba a la puerta del pabellón. Lanval partió asombrado de tal manera que no podía creer que aquello no fuese un sueño, y de tiempo en tiempo miraba para atrás como si quisiera convencerse de que no había sido engañado por una alucinación. De retorno a Carduel colmó de presentes a los que le habían servido, rescató prisioneros, pagó el equipo de caballeros pobres, hizo dones a peregrinos y cruzadas, y a pesar de todo esto su bolsa siempre se encontraba llena. Pero lo que más agradaba a su corazón era que, fuese de día o de noche, cuando el amor le hacía desear la presencia de su amada, ésta aparecía para colmar sus anhelos. Pero ¡ay! que tanta felicidad fue turbada por la desgracia. Y sucedió de esta manera: 2 El día de San Juan muchos caballeros se encontraban en el palacio. Después de comer descendieron al jardín para pasear. La reina, que amaba secretamente a Lanval, viendo a éste entre los caballeros, dijo a las damas, como por casualidad que también podían descender al jardín. Se reunieron con los caballeros y entre risas y alegría se organizó un baile. Solamente Lanval se sentía hastiado y se retiró para pensar en su amiga. Ginebra, que desde hacía mucho tiempo buscaba la ocasión de encontrar solo al caballero, lo llamó y le habló en estos términos. —Lanval, siempre os he estimado altamente, y mi corazón se inclina hacia vos porque os amo. Decid, ¿no deseáis mi cariño? El caballero amaba ya, según sabemos y era demasiado leal para faltar a quien había recibido su fe. En fin, después de tiernas e insistentes solicitaciones, la reina, furiosa por la frialdad de Lanval le hizo un reproche tan terrible, que el caballero indignado le declaró que tenía una amiga, y una amiga tan bella que cualquiera de sus doncellas era más bella que Ginebra. Esta respuesta humillante acabó de enfurecer a Ginebra. Se retiró a sus habitaciones y echándose en el lecho, rompió a sollozar, lamentando su desgracia y declarando que no saldría sino cuando el rey su esposo la hubiera vengado de la humillación que acababa de recibir. El rey estaba de caza. Por la tarde cuando volvió, la reina se echó a sus pies, y le demandó venganza de un insolente que no solamente había osado requerirla de amores, sino que como ella hubiera rehusado, la había llenado de injurias, diciéndole que tenía una amante cuyas sirvientas valían más que la misma Ginebra. El llanto de su esposa hizo que Arturo lleno de cólera jurase que haría quemar o ahorcar al culpable y ordenó a tres de sus barones que fueran a detenerlo. Lanval había regresado a su alojamiento triste y apenado. Aunque no hubiera nombrado a su enamorada, había, sin embargo, hablado de su felicidad y temía que el hada se vengara de su imprudencia. Apenas entró en su habitación, para salir de su impaciencia, llamó a su amiga, pero por primera vez ella dejó de presentarse. Se lamentó y lloró arrepintiéndose de su imprudencia, pero todo fue inútil, el hada no apareció. Llegaron los barones y lo encontraron llorando, y cuando le comunicaron la terrible acusación que pesaba sobre él, la desesperación le hizo permanecer indiferente ante el destino que le esperaba y los acompañó sin pronunciar palabra. Cuando apareció delante del monarca, éste le reprochó amargamente su felonía. Lanval hizo encendidas protestas de su inocencia, pero confesó ingenuamente la grosería que se le había escapado en medio de su cólera, y se sometió al juicio de la corte. Se nombraron, por consiguiente, jueces elegidos entre los pares. Estos le designaron un día 3 para comparecer y le exigieron que mientras tanto presentase un fiador o se constituyese en prisión. Como el acusado no tenía parientes en Inglaterra, y no contaba tampoco con sus amigos, se dirigió hacia la prisión, pero Galván, aunque sobrino del rey, y los caballeros que estaban en el castillo, ofrecieron en fianza sus tierras y castillos y Lanval pudo regresar a su morada. Estaba tan profundamente afligido que los amigos que le acompañaban y que se proponían hacerle algún reproche sobre su indiscreción, se vieron obligados, por el contrario, a exhortar a que tuviera paciencia y recobrara el ánimo. Fue asimismo necesario que cada día viniesen a consolar al afligido Lanval, pues éste rehusaba comer y llamaba continuamente a la muerte. El día fijado por los jueces llegó por fin. Los barones se reunieron y los caballeros que habían salido fiadores de Lanval vinieron a representarlo; Arturo mismo quiso presidir la sesión. Instigado por su esposa, que se encontraba presente, él mismo animó a los jueces a que castigasen al felón. Se interrogó al acusado y después se le hizo salir para proceder a la votación" de la sentencia. Estos bravos guerreros tenían sin embargo, reparo en condenar a una muerte deshonrosa a un caballero tan noble, y además extranjero. Varios pensaron que la prisión sería bastante; otros, para intentar la salvación de Lanval, opinaron que debía instársele a que presentara a su amiga a fin de que se la pudiera comparar con la reina y ver si la afirmación de que se le había acusado era cierta. Pero desgraciadamente Lanval no podía hacerla aparecer y se procedió a dictar sentencia. Cuando los jueces estaban ya empezando a pronunciarla se vio de repente aparecer a dos jóvenes montadas en caballos grises. Y eran tan bellas que todos creyeron desde luego que una de ellas era la amiga de que tanto se había jactado Lanval. Las doncellas se presentaron delante del rey y le anunciaron la llegada de su señora, pidiéndole alojamiento para ella. Un instante más tarde aparecieron otras dos, de aspecto majestuoso, más bellas aún que las anteriores; venían vestidas con briales de oro y montadas en muías españolas. El monarca, a quien demandaron hospedaje para ellas y para su señora, fue a conducirlas por sí mismo, y después volvió a la sala del juicio, como si temiera que Lanval pudiera escapar a su venganza. De nuevo los jueces se levantaron para pronunciar la sentencia. Pero gritos de alegría y aclamaciones que oyeron los detuvieron de nuevo. Vieron entonces aparecer sobre un caballo más blanco que la nieve a una dama de belleza sobrenatural y divina. Llevaba un manto de púrpura gris, iba seguida de un lebrel y tenía un halcón en la mano. Hombres, mujeres, caballeros, burgueses y todos los que habitaban en las proximidades del castillo la habían seguido y alrededor de ella se oía un confuso murmullo de admiración y de elogios. 4 Los amigos de Lanval, no dudando que ella fuera la amiga del desdichado caballero, vinieron agitadamente a anunciarle la buena nueva. Lanval, sentado con el rostro entre las manos no pensaba sino en morir ya que había perdido toda felicidad. Bajó con sus amigos y cuando vio a la dama exclamó: — ¡Es ella! Es ella y ahora voy a morir contento porque la he vuelto a ver. El monarca con toda su corte recibió a la dama. Esta dijo: —Rey y barones, escuchadme. Arturo, yo he amado a uno de tus caballeros, este Lanval que tan bien te había servido y al que hube de recompensar pues tú nunca lo hiciste. Lanval me desobedeció y quise castigarlo dejándolo ir hasta las puertas de la muerte, pero me ha sido fiel y vengo a salvarlo y recompensarlo por su sacrificio. Y vosotros, barones, una vez que me habéis visto, pronunciad vuestra sentencia. Los jueces declararon que Lanval tenía razón. Entonces el hada partió con sus doncellas. Y cuando pasó por donde estaba Lanval, detuvo su caballo. Lanval saltó a la grupa del blanco corcel y salió con ella del palacio. Los bretones dicen que el hada llevó consigo a Lanval a una isla maravillosa llamada Avalon en donde viven felices. Nadie ha oído hablar de ellos desde entonces y yo no sé tampoco nada más. 5