Noches de guardia. María Vanessa García Marrero − ¡Ah, no! ¡Hija, no! Que ya me cuesta Dios y ayuda descolgar el móvil desde que no hay botones ni teclado. Eva sonrió a su compañera de turno, Ana, y le tomó el teléfono de las manos para echarle un vistazo. Eran las tres de la mañana, la planta dormía plácidamente y Ana acababa de sacar la aguja de ganchillo para ponerse a hacer unos calcetines a su nieto recién nacido. Era enfermera, de las que llevaban casi toda la vida atendiendo a los pacientes en el servicio de cardiología, y aunque la mayoría de sus compañeras veteranas habían colgado los zuecos de colores para trasladarse a la tranquilidad de un centro de salud sin turnos de noche, ella siempre decía que el día que se retirara lo haría allí mismo, entre electrocardiogramas y cateterismos. Contaba ya con sesenta y dos años en las arrugas que le surcaban el rostro, amable y sencillo, de los de abuela entrañable que pasaba las tardes cuidando a los nietos en el parque. Aquellos patucos de color azul eran los cuartos que le veía confeccionar Eva desde que eran compañeras de guardia, ya que sus hijas se habían puesto todas de acuerdo para hacerla abuela en poco menos de dos años. − Si es muy sencillo de manejar. Espera que te explico -le comentó ella, mostrándole la pantalla del móvil. − ¿Sabes lo que me costó entender que ese signo del teléfono en la parte de arriba era un mensaje del “guasam”? Mis hijas son las que se han empeñado en ponerme eso del “internete” en el móvil. Y ahora casi no sé ni descolgar cuando me llaman. ¡Para mandarme fotos de los niños! ¿Y por qué no me las dan para ponerlas en un marco de toda la vida? − Porque ahora ya eso no se usa, y se almacenan las fotos en la memoria del móvil. Mira, aquí tienes las fotos, en este cuadradito de aquí -le dijo Eva, pulsándolo para desplegar las carpetas-. ¡Qué nietos tan guapos tienes! Este se parece todito a ti, Ana. A la enfermera se le caía la baba con sus nietos, pero por suerte siempre había alguien a su lado para hacerle el gesto de recogérsela con una servilleta. Lo cierto era que se iban acumulando fotografías en su teléfono y casi nunca lograba verlas. Agradecía la ayuda de sus compañeras en esos momentos de tranquilidad en la planta, cuando no sonaba ni una sola alarma de bombas de perfusión, timbres pidiendo un chato, o la llegada de algún ingreso desde urgencias. Su hija le había dado la fecha del bautizo de su último nieto, y la pobre no había podido elegir peor día para hacerlo pasar por la pila bautismal y hacerlo llorar con el agua bendita. El examen de las oposiciones de enfermería era esa misma tarde. Llevaba una semana buscando una compañera que pudiera hacerle el cambio de turno, ya que le tocaba trabajar en el hospital. La supervisora le había dicho que por necesidades del servicio no podía darle el día libre, ya que más del sesenta por ciento de la plantilla de la unidad de cardiología se examinaba aquel mismo día. Todas le habían dicho lo mismo. Que no podían... − Eso lo solucionamos en un momento -le había contestado Eva, muy resuelta. Ella era una de las que tenía que presentarse al examen, por lo que aunque le hubiera hecho el cambio a su compañera de mil amores no había podido firmarlo-. Te metemos en el grupo de whatsapp de la planta y ya verás como en un momento encontramos a alguna que pueda hacerte la tarde. − Eso del grupo... ¿de qué va? -preguntó, mientras seguía haciendo calceta. Estaba segura de haber terminado para cuando tuviera que ponerse a administrar la medicación de las seis de la mañana. − Estamos todas las enfermeras dentro -le explicó Eva. Es como hablar con una de tus hijas, pero con todas a la vez. Tú escribes un mensaje y lo reciben todas las que están en el grupo, y luego todas pueden responderte. − ¡Estás tú buena! ¡Cómo que yo voy a ser capaz de leer los mensajes de tanta gente cuando no soy capaz de escribirle un hola a mi hija por la mañana! − Yo te escribo el mensaje, tranquila, y vamos viendo lo que contestan. Eva añadió al grupo “Enfermeras con corazón” a Ana en un momento, y desde su móvil escribió un corto mensaje para todas las compañeras. − A ver qué te parece. “Hola, chicas. Necesito vuestra ayuda. El maldito día del examen es el bautizo de mi nieto y necesito cambiar el turno de la tarde. ¿Alguna puede hacerlo?” − Casi todas han dicho que no... Me voy a tener que poner “muy malita” ese día bromeó Ana, sabiendo que haría una enorme faena a la supervisora de guardia si ese día le daba por ponerse con una gastroenteritis de lo más extraña. − ¿Cuántas son “casi todas”? − Lourdes, Victoria, Juani y Fefilla. La enfermera suspiró aliviada. En el grupo de “Enfermeras con corazón” había treinta y seis enfermeras, treinta y cinco hasta hacía cinco minutos. − Le doy a enviar, ¿vale? A ver qué nos dicen. − ¿Y quién va a contestar a esta hora, mujer? -se burló Ana, siguiendo con las puntadas de sus patucos azules. Se había puesto las gafas en la punta de la nariz y se veían en precario equilibrio cada vez que se apartaba el flequillo de delante de los ojos. − Es sábado. Seguro que hay más de una despierta -respondió, cogiendo el mando del televisor y pulsando el botón rojo, mientras alzaba una plegaria silenciosa esperando encontrar algo que mereciera la pena. Quince canales zapeando más tarde se desengañó. A esa hora sólo había programas de adivinación, y alguno que otro donde se jugaba a completar la palabra C_SA, con la pista de que era un lugar donde se dormía y que había que pagarla con una hipoteca. La mitad de la gente que había llamado habían respondido “COSA”, por lo que le quedaba bastante claro que se acercaba el día del juicio final. “Nos merecemos la extinción” − Llama a una de esas que te echan las cartas y pregúntale cómo he de montármelo para no venir a trabajar esa tarde. Tal vez tenga la respuesta y nosotras estamos aquí como tontas mandando mensajes a enfermeras durmientes. − ¿Y no prefieres que llame al programa de “La Palabra Oculta” y diga que la palabra que se paga con una hipoteca es una “CESA”?- se río ella-. Pues que sepas que han contestado cinco, desconfiada -respondió, desbloqueando la pantalla de su móvil. − ¡Cinco! ¿La gente no duerme? − Bea dice que no puede, que se examina... − Dile a esa muchacha que deje los apuntes a un lado y se vaya a la cama ahora mismo. A las tres de la mañana el cerebro no da para retener nada. − Y Lucía dice que la supervisora le ha pedido que esté disponible porque necesita cubrir a varias enfermeras en otra planta. − ¿Qué hace Lucía despierta? Hazme el favor y escribe esto: “A dormir, golfa. Que desde que te has separado no pasas un fin de semana en tu cama” − Díselo tú, espera que te pongo a funcionar la grabadora. Y ahí se puso a gritarle Ana a la pantalla del móvil, llamando golfa a su compañera de planta, como si por hablar más alto le fuera a llegar mejor la información a la susodicha. Cuando terminó de despotricar y de decirle que los hombres de hoy en día no servían para nada y que mejor se comprara un perro, se recostó en el sillón, riéndose a carcajada limpia. − ¡Va a estar divertido esto del grupo de “guasam”. − ¿Quieres que te instale una aplicación para cuadrar los turnos de la plata? Es muy sencilla de usar y te suenan alarmas... − Ya tengo bastantes alarmas con las de las habitaciones de los pacientes, jovencita. No me metas ni una cosa más en ese móvil, que un día lo tiro a la basura. Y diciendo eso sacó de su bolsillo el típico calendario que repartían todos los años los chicos de los sindicatos, relleno a bolígrafo rojo. No estaba sindicada con nadie, pero siempre conseguía que uno le hiciera el regalo, alegando que “a su edad debía tener más respeto por las canas de las enfermeras que habían dejado más sudor en esa planta que él en el gimnasio” Era imposible negarle una sonrisa a Ana...