AL AIRE DE TU VUELO - Universidad Marcelino Champagnat

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Al aire de tu vuelo — José Luis Vallejo
AL AIRE DE TU VUELO
José Luis Vallejo Marchite
1999 — España
EL HOMBRE SE LLAMABA MARCELINO
HIJO de las montañas,
pisó la luz con pies estremecidos
y fue una primavera
temprana de un paisaje conmovido.
Nació como agua limpia
y, convertido en río,
soñó con desbordarse por el mundo
hasta cubrirlo de fecundo limo.
Y el hombre se llamaba Marcelino.
Apacentó, sencillo, sus raíces
y descendió hasta el valle con su río,
agrupó sus ternuras
e hirió la dura ROCA con el pico.
Hendió el aire la furia de sus brazos,
coció su pan en el rescoldo vivo
de un hogar que hoy, después de tantos años,
permanece encendido.
Y el hombre se llamaba Marcelino.
Él pronunció palabras centelleantes
de amor hacia los niños,
y regresó al cansancio, cada día,
y a un sudor infinito.
Salió a sembrar a Dios un fatigado
amanecer sin lirios
y se llenó de luz la estancia humilde
de los Montagne y de temblor el trigo.
Y el hombre se llamaba Marcelino.
Por amor a los pobres
fue el andamio del llanto más genuino,
profeta de esperanza
si abría su alegría a otros caminos.
Se apoderó del canto de las aves
para hablar de María; el aire mismo
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se hizo saludo, al alba, entre sus labios;
entre sus manos, trino.
Y el hombre se llamaba Marcelino.
Legó a la Iglesia en heredad sus sueños
y se perdió, siguiendo su destino,
como el agua del Gier en lo más hondo
del valle, por un cielo encandecido
que hoy, 18 de abril, nos lo devuelve,
en la Roma inmortal, radiante, vivo,
encumbrado a la gloria.
Y el hombre se llamaba Marcelino.
MAYO EN ROSEY
¡AQUELLA luz de Mayo
polvorienta, sangrante! ¡Aquella luz
de atardecer! ¿Las rosas
de Rosey?
¡Jardines levantados
como una barricada
en el centro y afueras de París!
La noche se afianza en los cansados
castaños, en los robles
vencidos de los Montes de Pilat,
a lo lejos, erguidos
fantasmas de la guerra,
de la Revolución.
Los ojos, olvidados,
contemplan, desde dentro,
cómo fluye el cansancio,
río que nunca alcanza
su desembocadura,
por los miembros indómitos
y se ahonda en el cuerpo
como un sueño se ahonda en la memoria.
Parece que en Rosey
este mayo no hay rosas,
y crece la ansiedad
igual que una inminencia.
El verde se dilata
como suave caricia
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por los prados de Marlhes.
En Rosey, tras los muros,
se encienden las palabras
y lo suavizan todo:
¡Se llama Marcelino!
Y se ve cómo crecen
la sangre y el dolor y la alegría
cuando asoman las luces
del alba en el hogar de Champagnat.
Sopla una fresca brisa.
Un cielo azul se llena
de júbilos, de pájaros
que surgen de una niebla rezagada.
Los vagidos de un niño
desbordan las estancias
y buscan el amor
del aire, ahora más tibio,
del agua que serene
su diminuto cuerpo
y su infancia asustada.
El llanto anega a Francia
y se tiñen de sangre
sus caudalosos ríos.
El tiempo nos empuja
inexorablemente
a que salgamos fuera.
Pero algo nos incita
a olvidar el temor, a que volvamos
a invocar el pasado,
a recorrer los montes y los valles
por los que Marcelino
aprendió que la vida,
aunque tan breve a veces, es tan rica.
En el mayo de aquella primavera
vencida por la muerte,
herida por relámpagos de saña,
entre nimbos de pájaros, ¿quién sabe
de la Revolución?
En las planicies de Rosey los niños
no lo saben. Sí ven,
con ojos inocentes,
cómo se guillotinan los trigales,
la hierba de los prados
y las mismas afueras
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de su felicidad.
Y crecer es sinónimo
de estar vivo un instante,
de escapar de la muerte
que acecha por detrás de cada sueño.
EN LAS MANOS DE DIOS
¡OH el vértigo del tiempo!
¡Y cómo nos empuja
la luz! Y nos volvemos
con extrañada indiferencia y vemos
que las cosas no cambian,
que el hombre permanece
difícilmente en pie
en medio de la calle
que le es tan familiar,
que el agua se despeña
igual que una mirada,
que cada vez el júbilo
más y más se asemeja a la tristeza.
¡Se llama Marcelino!
Hace algún tiempo enmudeció el molino
de la hacienda. Rosey, bajo la lluvia,
queda aún al alcance de las manos
de un joven que ya sabe de la guerra,
pero que ama la paz
lo mismo que su sueño adolescente.
Nadie puede taparle los oídos
ni cerrarle los ojos en aquellos
paisajes siempre abiertos, bajo un cielo
azul que ansiosamente le interroga.
¿Quién descubrió tu sed?
¿Quién te enseñó a posar tus apenados
ojos sobre el dolor de tantos hombres
que la guerra arrebata
sin saber hasta dónde los arrastra?
Marcelino apacienta sus corderos.
La escuela no será ya para él
un claro indicio de lo que es la vida.
Lo que importa es vivir, es dar sentido
a la existencia, ser
capaz de resumir la eternidad
en cada instante. El prado
se va llenando de una sombra incierta,
de un tintineo armónico,
de un silencio preciso
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donde posar la frente.
Es el momento de pensar qué somos,
adónde acuden nuestros secos labios
para saciar la sed que nos abrasa,
de qué hablamos, con quién,
qué hemos hecho de Dios,
fuego total de júbilo infinito.
Los montes son más altos,
más profundos los valles
si los ojos se olvidan de mirar
o no aciertan por falta de costumbre.
Tiene la vida extraños,
extrañísimos límites. A veces,
nos constriñen y ahogan. Otras veces,
saltamos los linderos.
Y es esa sensación liberadora
la que nos deja ser nosotros mismos
y nos permite hacer
lo que tantos y tantos no pudieron
más que soñar.
Tú eras, Marcelino,
un capataz de sueños,
pero Dios te esperaba, en un recodo
de tu existencia, Sueño
de otra vida más noble.
Se vencía el verano.
Podrías tú pensar
que no pasaba el tiempo,
y te eran familiares
el ritmo de la casa y de las estaciones.
Si hablamos de hombre a hombre,
dime hasta dónde sangra
tu corazón, qué hago
del mío si me sangra.
No es fácil desandar, cuando atardece,
los caminos de siempre
ni olvidar las montañas
de nieve sonrosado.
Cada mañana anuncia su misterio,
cada tarde su aval hacia la noche
que arropa de manera virginal
nuestro miedo reciente,
nuestro llanto inaudible
y la gota explosiva
de la desesperanza.
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Pero todo es abrazo
en la tierra que amas:
abrazo la ternura
del heno florecido,
abrazo ese tapiz que a cada instante
destejen las praderas,
abrazo la salmodia
del viento entre los pinos y los robles,
abrazo la palabra...
Porque tú has dicho sí
y has abrazado todo
dentro del corazón.
Y notas cómo el agua
furtivamente escapa
como si fuera un sueño,
pero te hace el regalo
de su canción más bella.
Por detrás de la vida,
el agua es el regalo
más hermoso de Dios.
Hoy quiero recordarte
el cielo de septiembre
y la mañana lenta
en que dijiste adiós a tantas cosas.
En tu rostro, un asomo de alegría,
de sonrisa incipiente
y una mezcla de angustia y soledad
que María Chirat, tu madre, siempre
guardó celosamente
como un secreto. Nadie
osó empañar el aire
con preguntas absurdas.
Y se escuchó el rumor
incipiente de un río...
A LA SOMBRA DE FOURVIÉRE
LYON es en tu vida
sorpresa permanente,
—tú lo sabes—, tristeza enrevesada.
Añoras, caminando,
tu paso de alegría
en las mañanas tibias
de Rosey, justamente
después de que la escarcha
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empezara a perder identidad
en los prados cercanos.
Pasan lentos los días
—¡oh místico Fourvière!—
como el Ródano, inmenso,
lamiendo la ciudad.
Alguien, con mano firme,
conduce las palabras y las horas
por laberintos de amistad, y aprendes
a velar la distancia
con gestos muy sencillos,
no con la voz, que sigue enamorada
de tu pequeño reino, de la niebla
insumisa, del aire sibilante
y de los praderíos,
sonrisa interminable.
En París nada importa,
ni siquiera la vida,
y todo se reduce a seguir vivo
mientras ruedan cabezas
bajo el ignominioso
Régimen del Terror.
Francia, a final del siglo,
hace daño a los ojos,
porque ya no soportan
el dolor de los hombres injuriados,
vencidos por el látigo,
que ya no esperan nada de esta tierra.
Y nos habita el ansia y un dudoso
cansancio casi inútil,
un ramalazo de desesperanza.
Ahoga tu voz, la tuya,
esa especial sonoridad del aire:
Señor, si Tú lo quieres,
yo seré sacerdote.
Recuerda, Marcelino,
las amenazas de los conjurados,
que las insidias crecen con la mies,
que son los niños las primeras víctimas
de la Revolución.
Búscalos, cuando vuelvas a Rosey,
con tus ojos inmensos
por los campos de trigo y amapolas
donde más sordamente duele el tiempo
y muéstrales el vuelo
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de las enredaderas
y la alegría de las golondrinas.
Y grítales que Dios es un misterio
como la propia vida,
jamás un acertijo o un enigma,
hasta que nos visite,
de nuevo, la confianza.
Mira, después, el río entre los álamos
como cuando eras niño
y dime qué ha cambiado en el entorno,
si es el mismo sendero
el que lleva a los nidos
de hoy y a los de antaño
y al molino harinero
de Juan Bautista Champagnat, tu padre.
Dime si el miedo de estar solo rompe,
cuando cae la tarde, ese vehículo
de toda perfección que es el sile cio;
por qué llevo esta duda
varada en lo más hondo
del corazón; qué hacer
si la muerte me pisa los talones
y ando sorbiendo el vino
de la melancolía.
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