Evo Morales, de la defensa de la coca a la lucha contra el

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Evo Morales, de la defensa de la coca a la lucha
contra el neoliberalismo
EDMUNDO PAZ SOLDÁN
En noviembre del año pasado, tuve la oportunidad de
conversar con el intelectual mexicano Carlos Monsiváis. Nos
encontrábamos en Miami con motivo de la feria del libro de Miami;
todavía estaban frescos los sucesos de «la guerra del gas» que en
octubre habían provocado la caída de Gonzalo Sánchez de
Lozada en Bolivia. Monsiváis me contó que Evo Morales acababa
de visitar México y que el político boliviano había sido
efusivamente recibido por la prensa como uno de los principales
líderes del movimiento antiglobalización en el mundo. A Monsiváis,
un intelectual de la izquierda progresista, Morales no lo terminaba
de convencer. En una conferencia de prensa en el Distrito Federal,
Evo Morales había dicho que había que llevar al paredón a la
cultura occidental. ¿Cómo era posible tanto fundamentalismo
ideológico? ¿Acaso ese discurso de la izquierda más radical no se
había agotado allá por los setenta después de múltiples reveses
históricos?
Monsiváis tiene razón al hacer esas preguntas. Para
cualquiera que lo conoce de un pantallazo, Evo Morales se
presenta como un trasnochado populista más. Sin embargo, si eso
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Edmundo Paz Soldán nació en Cochabamba, Bolivia. Es profesor de literatura
en Cornell University (New York). El delirio de Türing (2003) y La materia del
deseo (2001) son sus dos últimas novelas.
fuera todo lo que Evo Morales tiene para ofrecer, su estrella se
hubiera desvanecido mucho tiempo atrás y nadie se atrevería a
afirmar que hoy es acaso uno de los cinco políticos más
importantes de América Latina. Hace rato que muchos políticos y
analistas en Bolivia se han dado cuenta de que Evo Morales es
más complejo de lo que parece.
Evo Morales nació en el departamento de Oruro en 1959. De
familia campesina aimara, pasó su infancia y su adolescencia en
una de las regiones más pobres del altiplano boliviano, arreando
llamas, trasquilando ovejas, ayudando a sus papás en el duro
trabajo del campo. La sequía hizo que muchas veces las
plantaciones de papa de su papá no produjeran cosecha alguna.
Evo Morales recuerda las veces que, de niño, correteaba a las
flotas que pasaban por el camino de tierra Oruro-Cochabamba, en
procura de las cáscaras de naranja que los pasajeros arrojaban
desde las ventanas. El niño que comía cáscaras de naranja era
también un buen futbolista, y a los 16 años ya había demostrado
sus dotes de líder como director técnico del equipo de fútbol de su
cantón y como organizador de campeonatos deportivos. Era
también trompetista de la Banda Imperial de Oruro.
La difícil subsistencia en el Altiplano hizo que, como
muchos campesinos de la región, los papás de Evo se plantearan
la posibilidad de emigrar a lugares más cálidos. Así, Evo Morales
no había cumplido los 20 años y ya vivía en Cochabamba, en el
Chapare tropical. El Chapare es un lugar turístico de exuberante
belleza, pero también es la zona cero de la hoja de coca en
Bolivia: la coca que se cosecha allí es, a la vez, uno de los
símbolos culturales más poderosos de la cultura andina y la
materia prima de la economía del narcotráfico. Hubo presidentes
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que trataron de publicitar esa distinción: «coca no es cocaína», era
el lema del gobierno de Jaime Paz Zamora a principios de los
noventa. Pero Estados Unidos ya había decidido que, en la
«guerra contra las drogas», era más fácil atacar la materia prima
para la producción de la cocaína que el consumo mismo de la
droga, y los gobiernos bolivianos, dependientes de la ayuda
exterior estadounidense, debieron, sumisos, empeñarse en
erradicar las plantaciones de coca del Chapare.
A partir de la aparición de Evo Morales en el escenario
político nacional, los planes de erradicación de los gobiernos
tuvieron que enfrentarse con un duro escollo. Morales inició su
carrera de dirigente sindical en 1981 como secretario de deportes
de un sindicato agrario cochabambino; en 1985 ya era secretario
general de una importante central campesina, y en 1991 se
convertía en líder de la Central Obrera de Cochabamba. Elegido
presidente del Consejo Andino de Productores de Coca en 1993, y
en 1994 líder de la Confederación de Productores de Coca del
trópico cochabambino, Morales se convirtió en un portavoz
combativo de los derechos de los productores de coca. Para
Morales, debía defenderse a ultranza el derecho de los
campesinos a cosechar la milenaria hoja andina, aunque se
supiera que buena parte de esa cosecha iba a dar al narcotráfico:
se trataba, por un lado, de una cuestión cultural —la coca como
símbolo de resistencia de los pueblos andinos—, y por otro, de
una cuestión económica: ¿cómo convencer a un campesino que
podía cosechar coca cuatro veces al año que se dedicara a plantar
plátanos o piñas? Nada rinde tanto como la coca. Para Morales,
no es problema del campesino si esa coca es usada con fines
benéficos y medicinales —para aliviar el hambre, para combatir
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problemas digestivos, como parte de la fórmula secreta de la
Coca-Cola— o con fines nocivos —para producir cocaína—.
Desde el punto de vista del esencialismo cultural y del más salvaje
neoliberalismo, la postura de Evo Morales tiene sentido.
En la década del noventa, Morales se convirtió en una
espina clavada en el corazón del poder. En 1997, año en que el ex
dictador Hugo Bánzer volvía a la presidencia, participó en las
elecciones como candidato de Izquierda Unida (IU) y fue elegido
diputado nacional con la votación más alta de todos los candidatos
(61,8%). Con ello, le llegaba la inmunidad parlamentaria y la
posiblidad de enfrentarse de manera más temeraria al poder.
Bánzer, muy dispuesto a hacer olvidar su pasado dictatorial, había
concebido un plan tan ambicioso que ni siquiera Estados Unidos
se atrevía a pedir «coca cero» o erradicación total. Si Bánzer
lograba sacar a Bolivia del circuito del narcotráfico, quizás la
historia lo recordaría más por esa victoria moral que por sus años
como gran integrante de la hermandad del Plan Cóndor en los
setenta. Estados Unidos, deseoso de al menos una victoria en su
«guerra contra la droga», se dedicó de lleno a apoyar lo que se
llamaría Plan Dignidad.
Durante el gobierno de Bánzer, la figura de Evo Morales no
paró de crecer. Morales dejó la IU y formó en 1999 su propio
partido político, el MAS (Movimiento Al Socialismo); lideró marchas
de los cocaleros a la ciudad de La Paz, y organizó tres fuertes
bloqueos campesinos en el Chapare que demostraron de manera
contundente su poder de convocatoria. Eran los años en que otros
líderes indígenas como el aimara Felipe Quispe aparecían en el
escenario político, y en los que la dura recesión había llevado al
cuestionamiento del modelo neoliberal, instalado en el país a partir
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del gobierno de Paz Estenssoro en 1985. La «guerra del agua» en
abril de 2000, en la que Evo Morales participó junto a otros
dirigentes como Óscar Olivera, terminó con la expulsión de
Cochabamba de una transnacional (Aguas del Tunari, integrada
por compañías como la Bechtel) y fue vista como la primera gran
victoria de las fuerzas antiglobalización contra el modelo
neoliberal. Los medios de prensa internacionales comenzaron a
fijarse en Morales. Poco después, el gobierno libio de Gaddafi le
daría su premio más prestigioso, dotado de 48 mil dólares.
Morales no fue el líder más destacado durante los sucesos
de la «guerra del agua». Quizás lo más importante para él en su
carrera de dirigente sindical fue que desde estos sucesos no sería
definido a partir de un único tema (la defensa de la hoja de la
coca). Mientras otros líderes indígenas se mostraban incapaces de
expandir su poder local o regional de convocatoria, Evo Morales
había logrado traducir su plataforma en el espinoso tema de la
coca en un líderazgo nacional. La defensa de la coca era ahora
parte
de
un
paquete
antiimperialista,
antineoliberal
y
antiglobalizador.
Morales ha sido fuertemente resistido por la élite, la
embajada estadounidense y los partidos tradicionales. Se lo ha
acusado, sin pruebas, de terrorista, de ser financiado por el
narcotráfico. Esa resistencia, en vez de anularlo, no ha hecho más
que convertirlo en el gran referente de la oposición. A principios de
2002, unos enfrentamientos entre militares y cocaleros en la
provincia Sacaba (en Cochabamba) fueron el pretexto perfecto
para que el Congreso lo acusara de incitar a la violencia y lo
desaforara. Sin su inmunidad parlamentaria, tanto la embajada de
los Estados Unidos como el gobierno pensaban que Morales
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dejaría de ser un problema para el Plan Dignidad. Todo lo
contrario: el desafuero animó a Morales a presentarse como
candidato presidencial en las elecciones de junio de 2002. Dos
meses antes de las elecciones, Morales contaba con el 4% de
apoyo según los sondeos de opinión; ese era el techo lógico para
un partido de raigambre indigenista: en las elecciones de 1997, IU
había obtenido el 3,6% de la votación nacional (y cuatro
diputaciones). Los líderes de los partidos tradicionales —Sánchez
de Lozada, Paz Zamora— lo subestimaron y se negaron a debatir
con él. Al estilo populista de Perón, que usó «Perón o Braden»
como lema de una campaña presidencial —Braden era el apellido
del embajador estadounidense— Morales dijo que no le interesaba
debatir con los otros candidatos sino con el «dueño del circo», el
embajador de los Estados Unidos.
Poco a poco, Morales fue subiendo: diez días antes de las
elecciones, contaba con el 15% de la intención de voto. En esos
días cruciales, al embajador estadounidense Manuel Rocha —
apodado por la prensa como El Virrey— se le ocurrió recomendar
a los bolivianos que si querían seguir recibiendo la ayuda
económica de los Estados Unidos —150 millones de dólares— no
votaran por Evo. Por supuesto, esa recomendación produjo el
efecto contrario: Morales terminó segundo con el 22,5%, a 1,5%
de Sánchez de Lozada. Se había producido una gran revolución
en el sistema político boliviano; si en 1997 el Parlamento apenas
contaba con cuatro representantes indígenas —en un país con
alrededor del 60% de población indígena— en 2002 el 30% de los
congresistas eran de extracción indígena. Y no solo eso: desde
1985 la democracia boliviana había funcionado gracias a los
llamados «pactos de gobernabilidad», con los cuales se
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conformaban coaliciones de gobierno entre partidos de ideologías
opuestas (por ejemplo, el derechista ADN de Bánzer con el
socialdemócrata MIR de Paz Zamora). La estabilidad democrática
tuvo un precio: por un lado, el modelo neoliberal mantuvo su
hegemonía durante una década y media sin una verdadera
oposición; por otro, los partidos terminaron más interesados en el
«cuoteo» de los espacios de poder para dar trabajo a sus
miembros que en la defensa de sus ideas o en el intento de
ofrecer una visión nueva para el país. Con el MAS de Evo
Morales, el neoliberalismo tenía por primera vez una verdadera
oposición; Morales no estaba interesado en una coalición que le
permitiera formar parte del poder por el solo hecho de formar parte
del poder. A esto Morales lo llamó el «cerco interior»: el modelo ya
era resistido en las calles, ahora encontraría resistencia en el
Congreso.
Los politólogos dicen que hay dos clases de partidos en
Bolivia: los «sistémicos» y los «asistémicos». Los primeros son los
tradicionales, los que aceptan las reglas de juego democráticas (y,
digamos, la hegemonía del modelo neoliberal); los segundos son
partidos como el MAS, que están en contra del sistema político en
funcionamiento. Esta es una clasificación muy esquemática: el
gran hallazgo de Evo es que él y su partido son a la vez
«sistémicos» y «asistémicos». Morales a veces funciona como un
dirigente sindical de viejo cuño, y habla de su admiración por Mao
y Castro y sale a la calle a liderar a las masas que corean
consignas revolucionarias; otras veces, es un dirigente moderno
del partido político más importante del país, y se reúne con los
empresarios de Santa Cruz (el sector más recalcitrante a los
movimientos de cuño indigenista). Días antes de su caída,
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Sánchez de Lozada habló de una conspiración «narco-anarquista»
dedicada a derrocarlo, y señaló a Morales como uno de sus
líderes. Morales ni siquiera estaba en el país cuando se inició la
huelga nacional que sería el principio del fin del gobierno de
Sánchez de Lozada, y en principio tampoco quiso apoyarla. Hoy,
se ha convertido en el gran puntal del gobierno de Carlos Mesa:
mientras otros dirigentes indígenas llamaban a boicotear el
reciente referendo del gas, Morales lo apoyó con firmeza.
Evo Morales tiene un gran apoyo en el área rural y ha
logrado penetrar en un buen sector de las clases medias. Si bien
de vez en cuando utiliza el discurso extremo que Monsiváis
encontraba trasnochado y a ratos sueña con una utopía que
Vargas Llosa no dudaría en llamar «arcaica» (y pide, por ejemplo,
la nacionalización del gas), lo cierto es que esa retórica tiene sus
límites: con ella Morales ha conquistado al 20% de los votantes en
Bolivia, lo cual ha sido suficiente para lograr cambios radicales en
la sociedad pero no lo es para llegar a la presidencia. Morales
sabe que si quiere mantenerse como una alternativa viable debe
moderar su retórica y sus gestos, y eso es lo que está haciendo.
Sin que ello implique traicionar su proyecto político, el dirigente de
los cocaleros ha demostrado la suficiente flexibilidad como para
que se lo pueda considerar un serio aspirante a la presidencia en
las elecciones de 2007. Gracias a su crítica feroz el modelo
neoliberal se halla malherido y en cuidados intensivos. Algunos
dirán que es más fácil señalar errores que ofrecer una propuesta
nueva. Es cierto: Evo Morales todavía no ha logrado articular una
visión optimista y coherente para el futuro de Bolivia. Pero seguirlo
subestimando es un error que sus rivales políticos ya no cometen.
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desco / Revista Quehacer Nro. 149 / Jul. – Ago. 2004
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