Victoria de Stefano Lluvia Editorial Candaya Candaya Narrativa 5 Lluvia Victoria de Stefano Prólogo de Ednodio Quintero ISBN 84-933546-9-4 186 págs. 15 € LA AUTORA Victoria de Stefano nació en Rímini (Italia) en 1940, pero vive en Venezuela desde 1946. En 1962 obtiene la licenciatura en Filosofía en la Universidad Central de Venezuela. Entre 1963 y 1967 con su marido, el también filósofo Pedro Duno, y sus dos hijos, conoce los avatares y peregrinajes del exilio. Vive en La Habana, Argel, Zurich, París, Barcelona. Más tarde, ya en los 70, reside también en el Chile de Allende. De vuelta a Caracas, trabaja como investigadora en el Instituto de Filosofía de la UCV, bajo la dirección del maestro García Bacca y da clases de Estética, Filosofía Contemporánea y Teoría del Arte y Estructuras Dramáticas en las Escuelas de Filosofía y de Arte de la Universidad Central de Venezuela. Victoria de Stefano ha escrito siete novelas: El desolvido (Ediciones Bárbara 1970; Mondadori 2006), La noche llama a la noche (Monte Ávila, 1985), El lugar del escritor (Alter Ego, Caracas 1992; Siglo XXI, México 1993), Cabo de vida (Planeta, 1994), Historias de la marcha a pie (Oscar Todtmann Editores, 1997; El otro, el mismo, 2005) (Premio Municipal de Novela, Finalista del Premio Rómulo Gallegos), Lluvia (Óscar Todtmann, 2002; Candaya, 2006) y Pedir demasiado (Bigotecca, 2004). De Historias de la marcha a pie dijo Enrique Vila-Matas: “Mientras terminaba el libro, pensé que un lector ideal de esta novela sería Peter Handke. Le imaginé magnetizado tras la lectura del libro de Victoria de Stefano”. Victoria de Stefano es además una prestigiosa pensadora, a la que le gusta alternar la ficción y el ensayo (“Nunca he podido escribir ficción sin escribir ensayo –dice en una entrevista de 1984–. Es una especie de compensación entre ficción e intelecto”). Entre sus libros de ensayo cabe destacar Sartre y el marxismo (1975), Poesía y modernidad, Baudelaire (1984, Premio Municipal de Ensayo) y una recopilación de ensayos bajo el título La refiguración del viaje (2005). Victoria de Stefano ha escrito además textos para libros de fotografía: Retromundo, Mi corazón al desnudo, Megalopolis de Paolo Gasparini, Espacios en el olvido de Luis Salmerón y Penthouse B, de Gerd Leufert. Aunque las novelas de Victoria de Stefano exploran la realidad social más dolorosa (la violencia guerrillera de los años 60 y la reflexión sobre la moral de la acción en El desolvido y La noche llama a la noche, el ocaso y degradación de una ciudad en Lluvia) o profundizan en los más recónditos territorios del yo (el desconcierto de la enfermedad en Historias de la marcha a pie, el dolor de la pérdida en Pedir demasiado), Victoria de Stefano considera que las suyas no son novelas testimoniales, sino “poesía en el sentido clásico del término, creación por medio de la voz”. Por eso, en las obras de Victoria de Stefano conviven la ficción con la metaficción y casi todas son, entre muchas otras cosas, una reflexión sobre el arte de narrar. LA OBRA: LLUVIA La lluvia que interrumpe el trabajo de Clarice (no disimulado alter ego de Victoria de Stefano, además de claro homenaje a Clarice Lispector y a la Clarice Daloway de Virginia Woolf) contagia a la escritora de su melancolía, la arrastra inevitablemente a la ventana, donde su reflejo se funde al de las gotas de agua, y le trae la imprevista visita de José, el jardinero. Es el afuera y el adentro que se acercan. En el lento transcurrir de esa mañana de lluvia, el encuentro entre José y Clarice se desarrolla como contrapunto entre el mundo interior (y sus diversos clímax de deseos y memorias compartidas) y el afuera, marcado por el mal tiempo. Los diálogos, las acciones y las reflexiones sobre el individuo y su entorno se suceden como si la realidad misma se deslizara desde la mirada de la escritora hacia la cómplice y confidente del lector. Este relato mínimo, pero de una intensidad conmovedora y deslumbrante, termina con la salida del sol y la partida de José. Y entonces comienza el diario de Clarice: haz y envés de la novela que ha decidido escribir. En esta segunda parte, imágenes y aconteceres apuntan, más allá de la técnica narrativa, al íntimo y problemático convivir de la obra y la vida. Se trata, en última instancia, del sueño feliz de la escritura, que tanto lee como escribe y que en tanto escribe, lee el mundo. Sueño feliz de que lo real y la conciencia se colmen en las honduras fecundas de la palabra. Lluvia es la novela que puede ser, pero que todavía no es. Es la novela de la escritura, de la tensión y desazón de la escritura, y por eso es también la novela de la mirada, la rigurosa transcripción del itinerario de una mirada: la de Clarice, la escritora que todo lo registra celosamente, pues sabe que hasta lo más pequeño y volatil va a alimentar su mundo de ficción y pueder reconvertirse en la luminosa y escurridiza materia de una frase: la silueta desconcertante de las nubes, el robusto eucaliptus derribado por el embate inmisericorde de la lluvia, las arrugas de José tratando de grabar en la memoria las palabras del periódico, el temblor de la pluma y de la propia mano al escribir… Y por eso Lluvia es sobre todo el relato de una mirada hacia dentro, pues lo que realmente importa no son las cosas, sino las huellas que dejan las cosas, la condición de símbolo de los gestos mínimos. Pero la lluvia será también el acicate de la creación: Clarice se da cuenta de que en José –en la conversación que comparten y en sus recuerdos de individuo resistente- está el embrión de la historia que necesita escribir, que va a escribir mientras dura Lluvia. “Lluvia es una formidable escenificación del mundo del escritor: la puesta en escena, de su drama existencial. Arriba, en lo que se considera un plano superior, el lugar de la creación. Y abajo, a ras del suelo, el sitio donde se cuecen las habas. El estudio y la cocina. El altar donde la sacerdotisa se consagra a su culto y el espacio dedicado a las necesidades naturales. El espíritu que flota y el cuerpo que se asienta en el piso. Arte y naturaleza, que para Victoria de Stefano no son elementos contradictorios sino complementarios, pues con su ojo avizor, sentada en su silla de escriba y armada con los bártulos del oficio, tinta y papel, vigila la rica sopa condimentada y aliñada con vegetales frescos y especies fragantes que a fuego lento hierve en el caldero. La lluvia, mensajera del destino, resuena sobre el techo, imponiendo su presencia, que es la misma imprevisible de la naturaleza, y arrasando con cualquier pretensión de certeza. Vida y escritura, dos temas que son uno, han sido motivo de reflexión permanente para Victoria de Stefano, y en Lluvia encuentran su más esclarecedora y equilibrada consideración.” Ednodio Quintero: “Victoria bajo la lluvia” (Prólogo de Lluvia) Con Lluvia, De Stefano ha logrado un lenguaje, y probablemente esté cerrando un ciclo narrativo, que se ha caracterizado por la densidad y por la precisión y ha sido una respuesta inteligente y madura ante el masivo desgarramiento de la ficción contemporánea, su banalización. Este libro es también un documento, quizás el más incisivo después de lo que ha escrito la también venezolana Elisa Lerner aunque con mayor ironía y con una estrategia completamente diferente, de una ciudad que desaparece, y es la evidencia de la tragedia de los escritores que viven una existencia ambulante. Alicia Perdomo: “La lluvia de Victoria de Stefano”. (Librusa.com) DOS FRAGMENTOS DE LLUVIA Salir de la torre y bajar al mundo real de tanto en tanto, va recitando entre sí mientras contempla el cortejo de las hormigas en las baldosas. Arriba se aísla, se aparta de todo... Arriba, el ansia solitaria del espíritu volando más alto y más alto, como un cohete en su consecutiva línea recta hacia las dulces notas de la música de las esferas... Abajo, la voluntad socializadora, la feria tenaz de las rutinas, con su beber, comer, conversar, reírse, alegrarse, esperar por los amigos o dejar de esperar por ellos. Lava las tazas, las restriega con la esponja, enjuaga, vuelve a enjuagar. Viniendo por detrás, José se acerca a la hornilla, levanta la nariz, expande las aletas. -¡Huele muy bien! No podía sino oler bien. Eran trozos de lomo de res con garbanzos, perejil, tomillo, salvia, albahaca, hojas de laurel... pimienta negra, pimienta blanca, clavos de olor y sal a discreción. Las papas, el apio verde, el ajo porro, las zanahorias y los nabos se le añadían al final. Una vieja receta de su difunta madre, con las variaciones del caso y de lo que después de tantos años ya no había quién pudiera precisar. ¿Llevaba un puñado de aceitunas? ¿Y aquel sabor dulzón se debía, como en los platos andaluces, a las uvas moscateles? Arriba... su hermosa y variada vida, arriba su gentil Ática y su Arcadia. Arriba, su Himeto y su Licabeto... Abajo, el festín de la vida que come la vida y regurgita la muerte. Abajo la tierra seca y gastada, la tierra exhausta, la tierra baldía... Abajo, los grandes fundamentos que sirven de apoyo a lo que asciende al tope de la aguja, al palo mayor, a la cofa, al castillo de proa, al extremo del faro, a las posiciones más extremas preñadas de significados simbólicos. Arriba su hermosa y variada vida... Al levantar la tapa su cabeza brinca empujada por el vaho del vapor que le da en la cara. Regula la llama y aspira. -¡Con tal de que sepa tan bien como huele! Ensarta los trozos, examina su color y su textura, les da vuelta, cata con la punta de la cuchara de madera la sazón de su jugo todavía aguado. Se imagina ser Miss Moore, Miss Dickinson, Miss Barret, Miss Emily Brontë, y un montón de mujeres presentes y pasadas cuidando de sus platos e intentando desmenuzar los versos que aún se resistían a integrarse en el poema. Los únicos entre los mil posibles, aquellos que sólo adquirirían sentido cuando estuvieran de toda conclusión concluidos. Mientras remueve, se imagina ser lo que siempre ha soñado ser, alguna de esas grandes y rectas y muy dotadas señoras y señoritas, tan humildes, tan altivas, tan rebeldes, tan enigmáticas, tan tristes, tan ardientes, tan nostálgicas, tan estoicas e implacables, que al menos una parte del día, con ese don tan particular para inventarse, fuesen donde fuesen, aun en los rincones más oscuros de la tierra, sus propios mundos creativos, lograban mantener un pie abajo y el otro afianzado arriba, llevando al abajo los métodos audaces y rigurosos del arriba, llevando de un lugar a otro todas aquellas fábulas y aquellas expectativas de que estaban llenas... acarreando a la casita del pináculo del árbol su participación casi mística en lo que de más facticio tenía la vida: el filo de un guijarro, un punto de cruz en la complicada trama del bordado, las estaciones que anunciaban algo, o que lo interrumpían. Era así como quería escribir sus libros, tan saliendo de un mundo para entrar en otro, tan como un monje benedictino yendo del trabajo manual al canto coral y al libro, tan estando a la altura del fervor de sus deseos. De su deseo de ser dos estando abajo y más de dos estando arriba... La cuestión era ésa: conseguir que el arriba y el abajo congeniaran, que fueran el uno para el otro su señuelo. (Págs. 36-38) 4 de julio: Mi padre nació en 1905 en un pequeño pueblo de montaña en el sur de Italia. En la primavera de 1910, más precisamente la noche del 18 de Mayo de 1910, cuando el anunciado paso del cometa Halley por la Tierra (en realidad fue la Tierra la que se introdujo en la cola del cometa) papá se sentó en el portal de su casa, donde habían dispuesto altares con palmatorias, reliquias, estatuas de santos, lámparas de aceite, junto a su madre, a su abuela, a sus tías abuelas y a todas las magdalenas de la familia, que eran muchas, en ropa de dormir, pantuflas y los cabellos sueltos, a rezar el rosario y a esperar a que a eso de las 3 y 20 de la madrugara el habitáculo del hombre se desintegrara o que estallando en llamas rodara por los espacios infinitos de retorno al caos. Ya en marzo de ese año habían comenzado los desastres presagiados por la influencia maléfica del cometa, el Etna había entrado en actividad, la lava corría través de una brecha de más de dos kilómetros llevándose los pueblos de la ladera sur con sus viñedos, sus cultivos de mandarina, naranjas, higos y otros frutales, avanzando fluida y a una discreta velocidad hacia Catania. Por fin en la madrugada del 19 debió quedarse dormido en las piernas de su abuela. Nada pasó, nada vio del suceso más significativo de la época, solo la noche tachonada como nunca de estrellas. Fue la primera gran decepción de su vida. De que la visita del cometa debió ser un acontecimiento rodeado de considerables miedos irracionales y presagios apocalípticos hay infinidad de testimonios. En cambio, en Nueva York, Los Ángeles, Roma y otras grandes ciudades los restaurantes y otros locales permanecieron abiertos al público toda la noche, ofreciendo la algarabía de las grandes fiestas. En la ciudad de París llovió torrencialmente, por lo tanto fracasó el intento de ascender a la Torre Eiffel para ver al cometa en todo su esplendor. En Madrid la gente recorría festivamente las calles iluminadas. En el Alto de Guajara del pico del Teide, en Santa Cruz de Tenerife, a unos 3. 718 metros de altitud, una expedición científica bajo los auspicios de la Sociedad Internacional contra la Tuberculosis montó un telescopio solar para medir la cola del cometa. Dos años después el astrónomo francés Jean Mascart, que formó parte de la expedición., fascinado por la pureza de los cielos del Archipiélago canario y por sus excepcionales condiciones climáticas, publicó un libro sobre esa experiencia: Impresiones y observaciones de un viaje a Tenerife. Llamó a la isla el “Edén que se extiende hasta las olas del mar”. Entre la noche del 18 al 19 de mayo Kafka se trasladó a Munich para observar en compañía de Franz Blei y su familia la aproximación del cometa, pero como no hay ninguna referencia al fenómeno en sus diarios debemos suponer que no vio nada extraordinario. En cambio, en su diario del 14 de octubre de 1911, Musil, haciendo escarnio de las predicciones de los científicos, consignó que el cometa no apareció del modo en que debía aparecer. Y en una nota de los papeles póstumos hace referencia a un encuentro ocurrido en Roma “pocos días después del pasaje fallido del cometa Halley a través de la jurisdicción terrestre”. Según el testimonio recogido en un folleto de la Asociación Larense de Astronomía, ALDA, fundada en 1985, uno de los pocos testigos del evento, pues la mayoría de la gente no salió a la calle por temor a perecer envenenada por los gases de la cabellera del astro errante, específicamente por un compuesto orgánico consistente en un átomo de carbono y uno de nitrógeno llamado cianógeno, pero cuyo peligro real, por ser la cola bastante difusa, era algo menor (según un periódico de Los Ángeles) que el de la contaminación en la grandes ciudades industriales, incluso para el siglo que comenzaba, la noche del 18 al 19 se presentó de un color gris brillante, parecía que millones de minúsculas luciérnagas se habían escapado y flotaran en el cielo de Barquisimeto. Por estos y otros testimonios debemos deducir que el pasaje del cometa fue más espectacular en el hemisferio sur. Me llama la atención el que mi padre, Kafka y Musil en tres distintos lugares de Europa se hallaran a idénticas horas del mismo día bajo los efectos del interés que suscitaba la aparición del Halley. Me gustaría indicar esos tres puntos geográficos con chinchetas rojas en el mapa: un pequeño pueblo, en la soledad de las montañas del sur de Italia, dos grandes ciudades: Munich y Roma. Tres, cuatro, cinco chinchetas rojas, la cuarta para el Maestre José Manuel Estrada, en Barquisimeto, llamado el “Miracielos” por sus compañeros de juego, y una quinta para el abuelo de mi amigo G, quien vio el paso del cometa a lo largo de una noche sin fin en el centro-este de La Pampa, montado en una yegua rucia, paladeando el vino de una botella inacabable, entreverado de escalofríos, y sin saber muy bien a qué se debía esa brillantez extraordinaria, hasta que en la madrugada, después de una noche robada al sueño, llegó a General Acha. (Págs. 118-121)