La promesa

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LA PROMESA
3º Premio XV CONCURSO DE RELATO BREVE "VILLA DE BINEFAR" 2011
Autor: Javier Castrillo Salvador
La pintura reflectante se esparcía bajo las oscilaciones de la brocha en
aquel punto del viaducto. Damián no tenía prisa. Los focos de su Mercedes
la hacían brillar aún en la amanecida y él pensaba que también la Luna
debía llevar puesta algo de pintura de ésa.
El alba iniciaba su rito mágico de color y los picos más altos no eran sino
tizones afilados abrasando el blanco de las nubes.
Parecía mentira, después de veinticuatro años y era igual la mañana a la de
aquel día, cuando Damián decidió, como ahora, que era la hora de partir.
Se alejó unos metros de la zona y esbozó un asentimiento, aparentando
satisfacción con su obra. Después, se acercó de nuevo hasta la barandilla,
sacó medio cuerpo hacia el vació y se dijo en voz alta: “Sí señor, justo
donde marcó el paisano”.
Los reflejos oscilantes del paisaje sobre el agua le producían un leve
mareo, una especie de duermevela que lo arrastró en volandas hacia otros
tiempos. Podía verse dentro su habitación, pegado a la puerta, callado,
oyendo, como tantas veces, a sus padres discutir por él.
- Déjale que se lo piense, Vito. ¿no ves que aún es un crío, que no está hecho?
- Que me avergüenzo de él te digo. Nos ha mentido. ¿De qué han servido todos
estos años de sacrificio para que el niño estudiara una carrera? La gente lo
rumia en el pueblo, me preguntan a mala leche por el arquitecto: que si ya
trabaja; que por qué se ha quedado en Biago con tantos estudios…¡Maldita la
hora en que nació!
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Las palabras de su padre retumbaban entre las sienes de Damián y el llanto de
su madre lo llevaría pegado a la garganta tanto tiempo…Fue entonces cuando
tomó la decisión, cuando se hizo la promesa –empuja más el orgullo que el
deber-: Desaparecería de Biago y no regresaría ni sabrían nada de él hasta que
pudiera devolver a sus padres la honra que durante estos últimos años de
bohemia les había ido robando del alma.
No se despidió de nadie. Cogió de la caja donde su madre guardaba los
ahorrillos lo justo para mantenerse una semana y, antes de romper la alborada,
marchó caminando hacia La Villa, donde a primera hora cogería el autobús
hasta la capital. Se iban a enterar todos de quién era Damián Anciles.
Sumido en estos recuerdos, había prendido un Camel corto sin darse
cuenta. El cigarrillo crepitaba, consumiéndose ayudado por la casi
inapreciable brisa y las profundas caladas. El rosicler del cielo prometía
una buena jornada. Venus mantenía aún su hegemonía en poniente,
poderoso.
Se recordaba con claridad pidiendo trabajo por las obras públicas, a los patrones
riojanos, en los puertos andaluces, hasta llegar dando tumbos a Barcelona,
donde sobró tiempo de aprender catalán sin engordar la cartera: De un andamio
a un túnel; de una cocina al muelle.
La dureza de la vida le había hecho un hombre, como diría su madre, pero no el
hombre que él se había inventado para permitirse volver. En días de flaqueza
menguaban las razones para mantener aquel absurdo autoexilio: “Han pasado
tres años y ya sé oficio…Seguro que Padre sabrá perdonarme”. Pero poco
tardaban en regresar a su cabeza las palabras nunca olvidadas y con ellas la
negación de todo regreso en aquellas condiciones.
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En éstas y otras tribulaciones andaba Damián cuando conoció a Jaume. El
tabaco los juntó en la Plaza Real. Ambos fumaban rubio corto de contrabando y
la tabaquera del quiosquillo verde siempre portaba canela fina de la zona franca.
Jaume llenaba de cartones un fardo militar cuando se percató de la atónita
mirada con que Damián seguía la operación. “Es que en Suiza de esto no hay.
Allí el tabaco es bastante malo y mucho más caro”, explicó.
Casi se quemó los labios apurando la pava. “Hoy sí que lo dejo”, volvió a
decirse en voz alta con cierta socarronería. Sin cambiar de postura, soltó la
colilla, que tardó unos segundos en llegar al agua. Con un leve chapoteo,
el pequeño impacto cambió de sitio las nubes que reposaban sobre la,
ahora, mansa superficie.
Favor le hizo el destino con ponerle en su camino a aquel extraño. Damián tuvo
un buen presentimiento y se ofreció a ayudarle con el fardo: “Es que me libré de
la mili por excedente de cupo y nunca he cargado un petate”. Se presentaron y
Jaume le comentó que estaba haciendo las últimas compras porque se le
acababan sus vacaciones y en tres días debería volver al país trasalpino. Se
mostraba contrariado. El Jefe de Recursos Humanos le había dado los papales
de trabajo por si algún amigo quería ir con él a ganarse la vida en Suiza “Pero
los pocos que me quedan –apostillaba- tienen ya parentela y no quieren saber
nada de lejanías…Y eso que allí se ganan buenas pelas”.
A Damián le hacían lo ojos chirivitas y, aunque no se conocían de nada, no dudó
en proponerse como compañero de viaje: “Necesito el dinero, no te defraudaré”.
Jaume le escrutó vacilante, desconfiando ante tanta decisión, pero la idea de
tener cerca a alguien que fumara su misma marca acabó por hacerlo asentir sin
titubeos: “Cuenta con ello”.
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Jaume le explicó a grandes rasgos en qué consistiría su trabajo y, más o menos,
las condiciones económicas del mismo. Le pidió el dinero para el billete “Debes
confiar en mí” y le dijo la fecha y hora a la que habrían de encontrarse en la
cafetería de la Estación de Sants.
Nadie falló a la cita y el día previsto subieron los dos a aquel Expreso verde que
los llevaría (Barcelona-Lyon-Ginebra-Lausanne-Biel-Lyss-Aärberg) hasta la
Verzinkerey, una galvanizadora de los años 50 donde pasaría el resto de su
voluntario destierro. Por el camino, mientras daban cuenta de una empanada
gallega a la catalana -que la patrona había regalado a Damián en
agradecimiento a los años de pensión religiosamente pagada- Jaume no dejaba
de contar los parabienes de la tierra helvética: las tiendas de segunda mano, las
cervezas, la limpieza, los lagos y, sobre todo, los francos suizos, juez y parte de
la nueva historia que se abría para Damián.
El ventilador de refrigeración del Mercedes zumbó a lo lejos. Lo había
dejado al ralentí mientras blanqueaba aquel trozo de hormigón y era
normal que se hubiera calentado.
Aquello lo sacó de su letargo. Se incorporó de la baranda, metió las manos
en los bolsos y comenzó a caminar en dirección a los halógenos.
Un Mercedes, volvería con un Mercedes flamante al pueblo. Tener uno siempre
había sido el sueño incumplido de su padre. Sí señor, cruzaría por toda la calle
Mayor antes de ir a casa. Iba a pasar bien despacio, arrastrando a la gente hasta
aparcar junto al 11 de la Calle Bielda.
Entraría al hogar cargado de maletas. Dejaría que su madre descubriese uno a
uno todos los regalos que había ido comprando a lo largo de tantos años.
Levantaría con mirada segura el pundonor de Vito. Les enseñaría después el
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coche “¿Quiere conducir usted, Padre? como éste no lo tiene cualquier
arquitecto” escupiría con sorna plantando cara a los presentes. “Llévenos hasta
el Parador, Padre, les invito a comer”.
Damián recuperó el orgullo en tierra extraña. Desde su primera paga supo que lo
podría conseguir, que podría volver.
Veintidós años entre turcos, yugoslavos, polacos, rumanos, italianos y griegos,
quince de los cuales con Jaume. Habían llegado a ser más que buenos amigos.
Se querían y respetaban, aunque, a petición de Damián, no hablaron nunca de
su pasado. Una mala maniobra acabó con “el catalán”, como allí era conocido,
en el fondo de un baño de ácido. Nada pudo recuperarse de su cuerpo, no hubo
necesidad de repatriarlo.
Con el resto de los emigrantes españoles mantenía una relación cordial. Le
llamaban “Indio” porque, desde su llegada, estuvo años sin cortarse el pelo ni
afeitarse, lo que le obligó a llevar una cinta en la cabeza para despejar la melena
de la cara. Él nunca les dijo de dónde provenía. “Vengo del dolor, pero voy a
curarme”, comentó a su llegada y ya no hubo más preguntas sobre el tema. Le
tenían aprecio porque era un buen trabajador y un buen compañero, pero, sobre
todo, porque había tirado al pulso a Germain, un francés fanfarrón y corpulento
que cada sábado por la noche retaba, medio borracho, a los presentes en el barcomedor. Todos disfrutaron en silencio de los juramentos que soltaba el gabacho
cuando Damián soltó su mano después de mantenerla varios segundos con los
nudillos clavados contra la mesa del duelo. El franchute no volvió a aparecer por
allí.
Damián se ocupó de mantener vivas las flores cuyas semillas traía su amigo
cada año de las vacaciones españolas junto al saco de tabaco pagado a medias.
Fue la herencia que nadie le discutió de su hermano del alma. En todo aquel
tiempo nunca cogió vacaciones ni quiso saber nada de España, exceptuando los
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partidos internacionales que ponían en la tele y los cartones que encargaba a
todos sus compañeros para seguir surtido sin problemas. La España que había
dejado no le interesaba. Él tenía otra metida en la cabeza: la soñada, la sudada,
la del retorno, y era la única en la que quería pensar.
No conoció más mujeres que las que se dejaban querer a cambio de unos
francos en las limpias cafeterías de citas de Berna. Todos sus sentimientos se
concentraban en la hora de reencontrarse con los suyos.
Dio las largas. Al fondo, una mancha fosforescente destacaba sobre el
tono sucio del cemento, haciendo diana perfecta mirando desde el asiento
de conductor a través de la cruz del embellecedor delantero. Damián bajó
las ventanillas y soltó el embrague con rapidez. Las ruedas chirriaron.
El día que le dieron el finiquito apareció con su flamante Mercedes a la entrada
los barracones que habían sido su hogar todo aquel tiempo eterno; subió a los
hijos pequeños de Giussepe, el cantinero que le fiara comida y cerveza hasta su
primera nómina, y se puso a derrapar por la explanada de gravilla del almacén
exterior. Los chavales reían histéricamente entre la emoción y el miedo. Damián
era completamente feliz, un estado que casi no lograba recordar. Su momento
había llegado. Con él, una cuenta bien cargada y otra cuenta por saldar.
Desde allí hasta Irún, sólo paró para repostar gasolina y estirar un poco las
piernas. Aparcó en el centro, se acercó a una tasca y pidió un clarete, en
español, voceando. El pecho, de la emoción, se le encogió de tal forma que
creyó tenerlo pegado a la espalda. Durmió plácidamente en El Igueldo, en
Donostia, arrullado por el rumor del mar. Era otro de esos sueños que siempre
tuvo y nunca creyó poder hacer realidad.
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Se levantó a la par que el Sol con el propósito de llegar a sus montañas antes
del mediodía. Por el camino, nada parecía haber cambiado demasiado: Mejores
carreteras, alguna circunvalación, casas nuevas… pero los mismos paisajes
que guardaba grabados en la memoria.
Al coronar el Alto de Briones se detuvo en una especie de mirador improvisado
en la cuneta. Al fondo, enhiesta, se alzaba su sierra mordiendo el horizonte.
Lloró todo lo que un hombre puede, solo en medio del silencio.
La prisa le consumía en este último tramo. Las imágenes quedaban atrás al
instante y cada curva prometía ser la última antes de vislumbrar Biago. En La
Villa cogió el cruce a la izquierda y encarriló la recta que lo llevaría
definitivamente con los suyos… Pero la carretera se desvió de repente, subiendo
por la ladera del viejo monte. A medida que el valle iba quedando bajo sus ojos,
Damián palidecía sin dar crédito a lo que estaba viendo. No era un espejismo,
era agua. Agua por todos lados y Biago por ninguna. Su pueblo yacía ahogado
en el fondo de un pantano más de la cuenca.
Un crujido de metales se mezcló con el canto lejano del gallo. El Mercedes
blanco de Damián hacía tirabuzones en el aire tras romper el débil petril de
barrotes en el punto marcado. Entró verticalmente en el embalse, justo en
el lugar donde minutos antes chapoteara la colilla. Volvió a la superficie
como rebotado y, en pocos segundos, desapareció dejando una estela de
burbujas. El paisaje quedó mudo de nuevo en un instante.
Horas más tarde, la Guardia Civil investigaba en el lugar de los hechos. Un
vecino del Biago Nuevo conversaba con un sargento cincuentón, que
tomaba notas en una pequeña libreta de escuela.
“Sí señor –afirmaba-… apareció ayer al mediodía…en ese coche. Lo sé
porque no se ven muchos así por estos lares. Paró en la plaza y estuvo
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haciendo muchas preguntas, interesándose sobre todo por la familia de
Victorino Anciles. Se le dijo la verdad, que hacía más de ocho años que los
dos habían fallecido; que de neumonía ella y de cáncer él a los pocos
meses; que nadie reclamó sus restos cuando embalsaron y que ahí abajo
seguían. Yo mismo me acerqué con él hasta aquí para indicarle a qué altura
del puente se encontraba el antiguo cementerio. Sabe usted, los Anciles
tenían un hijo, pero desapareció de repente hace muchos años y, con el
tiempo, lo dieron por muerto. No me atrevo a decirle, hace tanto, pero ese
hombre se daba un aire al viejo Vito…Pero no puede ser, no tiene
explicación”.
La dragadora mantenía suspendido el destrozado Mercedes, que chorreaba
por doquier. Dentro, sujeto por el cinto, se podía distinguir a Damián.
Parecía, más que muerto, dormido. Mostraba ese gesto de relajación y
placidez, esa satisfacción de quien, contra los avatares de este mundo, ha
logrado al fin cumplir su promesa.
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