¡Autor, autor!

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¡AUTOR, AUTOR!
La gente está convencida de que los escritores viven en un estado continuo de
frenesí, que nos sobrecoge durante horas la inspiración y creamos nuestras novelas en
largas sesiones nocturnas en las que parecemos poseídos por un espíritu que nos dicta
las palabras, que bebemos incansablemente para impulsar nuestros relatos, que cada
frase surge sin esfuerzo, cada párrafo se despliega de inmediato con toda naturalidad,
que sólo hay que seguir el camino que la propia trama indica.
—Esos escritores sólo existen en las malas novelas —he explicado cien veces, en
cada fiesta en la que me han preguntado qué se siente cuando la inspiración te ha
poseído—. A mí la vez que más tiempo me ha durado la inspiración fue diez minutos.
En realidad escribir es una actividad casi mecánica, monótona y dolorosa, en la
que nos fajamos con las palabras para que expresen nuestras ideas, sufrimos para que un
párrafo se desenrolle sin quebrarse, trabajamos según horarios disciplinados a los que
sólo falta una máquina de fichar, y avanzamos con lentitud por la trama, abriéndonos
paso a machetazos entre el follaje para crear un débil camino, titubeante, que nos
conduzca a donde deseamos.
Y sin embargo yo llevaba ya cuatro días en trance delante del ordenador sin parar
de teclear: ciento dieciséis páginas escritas en un esfuerzo descomunal. Sólo para
dormir y comer me había levantado; en la cama me surgían nuevas escenas y daba
vueltas pensando en frases de la novela, hasta que sólo el agotamiento hacía que me
desmayara, más que dormirme. Para mí no existía más que esa novela mágica que se
había apoderado de mí. Comía en diez minutos, los ojos febriles, medio ido, sin hacer
caso a mi mujer, antes de volver al ordenador. Verónica me miraba asustada: nunca me
había visto así, como si yo no fuera yo mismo.
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—Estoy escribiendo la mejor novela de mi vida –le dije—. Se escribe sola, nunca
había sentido nada así, tan... arrebatador. Es magia, como si estuviera poseído…
—Estoy deseando leerla –contestó ella. No existen mujeres más maravillosas que
las mujeres de los escritores, que soportan estoicamente todas las rarezas propias del
oficio; también ellas aman la Literatura, puede que más que los propios autores—.
Cuéntame cosas de ella. ¿De qué trata?
Pero yo ya me había levantado, sobrecogido de nuevo por una fuerza interior, y
tecleaba como un sonámbulo de nuevo. Seguí haciéndolo durante al menos una hora,
construyendo una intensa escena dramática que estrangulaba mi garganta, hasta que
empecé a notar que el empuje se estaba agotando, que mi energía se debilitaba. Fue
como quedarse sin gasolina repentinamente: el petardeo del motor al acabar un párrafo,
los segundos de angustia en los que no se me ocurría nada, y luego el silencio, el vacío,
los hombros al fin flojos, agotado. Esperé a que se reanudara el flujo, pero en veinte
minutos no lo hizo. Tenía ciento treinta páginas escritas. Las imprimí, cogí el fajo
caliente de páginas, tan caliente como si hubieran salido de un volcán. No sabía por qué,
tenía ganas de llorar, me sentía vacío como un saco. Leí las primeras páginas y me costó
reconocerlas como mías. Había una fuerza extraña en ellas, nacida del delirio, que
resultaba difícil de definir, como si estuviera escrita con la mano izquierda en vez de
con la derecha. Era mi estilo, sí, pero deformado. Me pareció que estaban bien, aunque
era perturbador enfrentarse a ellas casi como un extraño. Pensé que tal vez necesitaba
una segunda opinión para valorar su calidad, así que las llevé al salón.
—Voy a tomarme un descanso —le dije a Verónica, dándole el montón de
hojas—. ¿Quieres leerlo? Me gustaría saber qué opinas de la novela.
Tomó los folios y se puso a leerlos de inmediato, así que me fui a la habitación a
acostarme: me siento incómodo siempre que leen algo mío en mi presencia. Me tumbé y
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empecé a pensar en cómo iba a continuar la novela. No lo tenía claro. Generalmente
escribo con un plan prefijado: creo la estructura de la novela, hago un borrador de lo
que va a suceder y luego la escribo pacientemente, sabiendo en todo momento qué va a
suceder. Es casi como completar los espacios en blanco. Pero el rapto que me había
poseído había hecho saltar por los aires cualquier tipo de planificación. En cierto modo
era como si me enfrentara a un territorio nuevo que no sabía muy bien cómo explorar.
Si hubiera una estructura oculta, forjada por mi subconsciente, podría seguirla: una
especie de hilo de Ariadna que me sacara del laberinto. Pero si la había yo no era capaz
de desmadejarla, por el momento, porque la trama parecía desparramarse como una
extraña tela de araña. Me fije en las grietas del techo, que también parecían una tela de
araña caprichosa, extendiéndose sin un patrón aparente, caóticas y sin embargo
hipnotizadoras, y me quedé dormido.
Fue un sueño febril y angustioso del que desperté jadeando. Al abrir los ojos vi
que Verónica estaba sentada a mi lado, en la cama, observándome. Los restos del
escalofrío que me había despertado se fueron debilitando hasta que pensé que eran
imaginarios. Verónica apartó el legajo con la novela, que estaba en su regazo, y se
inclinó sobre mí. Me dio un beso apasionado y hambriento que contesté con torpeza,
aún aturdido por el sueño. A trompicones rasgó mi camisa y se colocó a horcajadas
sobre mí. Me hizo el amor de una manera primaria y ansiosa, como es el sexo entre
desconocidos que acaban de encontrarse. Luego, apoyada en mi pecho, Verónica me
besó con suavidad, apagado el fuego que la consumía. Susurró:
—Me encanta tu nueva novela. Es extraordinaria —se me erizó el vello pensando
que tal vez lo que acababa de pasar era la consecuencia de que le gustara mi novela; una
recompensa, por así decirlo—. El protagonista escritor es fabuloso, me parece el mejor
personaje que has hecho nunca. Me recuerda tanto a ti, a como eras antes…
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Si un escritor escribe sobre un escritor está escribiendo sobre él mismo, piensa
todo el mundo. No es verdad en la mayor parte de los casos, pero a veces sucede. El
escritor de mi novela tal vez era yo, un poco más estilizado. Más joven, sin duda, más
delgado y más ingenioso. Pero le preocupaban cosas distintas a mí. Él pretendía crear la
novela definitiva (era tan arrogante como lo fui yo de joven), creía en el Destino, en las
musas, no había cinismo en su mirada. Era un idealista, un ingenuo, y tal vez a Verónica
le gustara por eso, porque no era tan amargo como yo había llegado a serlo.
—No soy ese escritor —dije mientras me dejaba besar dulcemente—. Él no duda,
tiene una energía inagotable, no piensa, sólo deja que su novela le conduzca y se escriba
sola.
—Como tú escribiendo esta novela —contestó ella sonriendo, y tuve que
reconocer que así era—. Tengo ganas de que continúes escribiéndola, quiero saber qué
ocurre después. Quiero leerlo de inmediato, según lo vayas escribiendo.
Pensé que me iba a pedir que volviera al escritorio al instante para que no perdiera
el tiempo, pero se acercó a mis labios y cubrió cualquiera de mis posibles protestas con
un beso largo y húmedo, y luego, durante un buen rato, me demostró hasta qué punto le
habían gustado las ciento y pico páginas que había escrito.
Durante los siguientes días escribí a buena velocidad, aunque el rapto de
inspiración del principio no era ya tan poderoso. Las páginas, sin embargo, seguían
resultando fluidas, como si el gran esfuerzo estuviera hecho y sólo tuviera que
desenrollar una madeja. Aunque no sabía qué destino le esperaba a mi personaje escritor
y su búsqueda de la novela perfecta, la trama se desarrollaba sin complicaciones, de una
manera natural. Verónica entraba cada poco en el despacho y pedía leer lo último que
había escrito. Lo leía allí mismo, como si ni siquiera pudiera esperar a salir, y allí
mismo me decía qué pensaba de ello.
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—Este personaje tuyo es arrebatador. Parece una persona real, en serio, consigues
que parezca de verdad, como si estuviera a punto de salir de las páginas.
Nunca la había visto tan apasionada con una obra mía. Verónica resplandecía de
felicidad y entusiasmo, parecía de nuevo enamorada de mí. Nos besábamos en todo
momento, me llevaba al dormitorio con cualquier excusa, me decía: Escribe más, por
favor. Y yo la complacía porque cada página escrita hacía que su piel brillara, que en
sus ojos bailara una sonrisa. Mientras yo tecleaba como un loco ella volvía a releer lo
que había escrito. Se había aprendido párrafos de memoria y de vez en cuando me los
repetía. Analizaba cada frase, pensaba durante horas en cada detalle de la novela.
—¿Por qué el escritor no tiene nombre?
—¿Tendría que tenerlo?
—Me gusta pensar en él con un nombre, lo haría más real para mí. ¿Por qué no
puede llamarse Sebastián, por ejemplo?
No sé por qué lo hice, pero la complací. Repasé la novela desde el principio y el
escritor dejó de llamarse "el escritor". Ya era Sebastián, o Sebastián el escritor. Ella
volvió a leerse la novela, apreciando nuevas cosas que yo ni sabía que existieran.
—Me gusta que Sebastián aparezca de la nada, como si fuera un fantasma o un
aventurero. Lo hace más misterioso y más interesante —me dijo un día en la cama. En
las tinieblas, sus ojos brillaban como dos bengalas verdes—. Permite que el lector le
construya un pasado a su gusto. Te sientes más cercana a él.
—Los escritores somos poco misteriosos. Y poco interesantes, en realidad —
dije—. Ya ves yo qué misterios tengo.
—Qué mal te vendes —contestó ella—. A lo mejor ganarías si fueras un poco más
misterioso, como tu personaje escritor.
—Bah, para qué quiero yo ser más interesante. Mientras lo sean mis personajes...
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Verónica se quedó callada. Un perro ladró fuera, en la calle, como poniendo los
puntos suspensivos a su silencio.
Al día siguiente me atasqué un poco en la descripción de una escena. Sebastián
trataba de escribir un capítulo de su novela perfecta, pero era incapaz de avanzar; tal vez
sufría un bloqueo de escritor. Me hizo gracia cómo nuestra situación, la del escritor
personaje y el escritor real, era en cierta forma paralela. Como no era capaz de
desenredar el bloqueo, repasé de nuevo la novela. A veces encuentras en lo escrito las
claves de lo que está por escribir, entiendes de nuevo a los personajes, recuerdas cosas
que al principio te parecían importantes y has dejado de lado mientras escribías.
En la página cuarenta me sorprendió un diálogo que no recordaba entre Sebastián
y una desconocida, en la calle. Era un encuentro perturbador: ella le seguía durante
algunas manzanas y le acababa abordando como una loca. Tras un intercambio de frases
le confesaba su amor desesperado. Sebastián se sentía atraído por ella, pero la dejaba
allí porque todas sus energías estaban centradas en crear la Novela Definitiva. No
recordaba qué tenía en la cabeza cuando escribí esa escena. ¿Quería que la desconocida
volviera a aparecer en algún momento, hacer que se liaran? Si Sebastián torcía su
camino y se acababa enamorando de la desconocida, entonces entraría en conflicto: su
deseo por ese mujer contra su deseo de escribir. Y no hay nada mejor que un conflicto
para lograr que un personaje evolucione.
Volví al teclado y traje de nuevo a escena a la desconocida. Angustiado por el
parón de su novela, Sebastián se refugia en la desconocida. Hacen el amor. Charlan. Se
conocen. Vuelven a hacer el amor. Pasan los días en un párrafo. Sebastián comprende
que está loco por ella, y sufre porque desde que está ella en su casa ha sido incapaz de
escribir una palabra más. La gloria le espera, a la vuelta de la esquina, pero el amor está
allí, a su lado, en la cama. Sebastián se debate entre los dos tipos de felicidad.
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—He leído lo último que has escrito —dijo Verónica aquella noche—. Me
encanta ese giro romántico que le has dado a la trama. De hecho he vuelto a leer toda la
novela, entera, y me doy cuenta de que toda la historia es en el fondo la búsqueda del
amor.
No lo era, pero dejé que hablara.
—Creo que al final él debería quedarse con ella —continuó diciendo Verónica—.
Sacrificar su carrera por ella.
—Aún no lo tengo decidido. Creo que voy a dejar que se vaya decidiendo solo.
De momento la novela va bien con este método de no planificar nada, sino esperar a que
se escriba. Que sea la propia novela la que decida si Sebastián ama más la Literatura,
con mayúscula, o a su amante.
Verónica se mordió los labios. Estaba guapa, de una manera frágil.
—¿Ella soy yo? —dijo al final, con un hilo de voz.
—¿Tú? —me sorprendí. Luego vi los paralelismos, claro. Sebastián en su
búsqueda de una novela perfecta podía ser yo, y la desconocida, por tanto, ella. Si
Sebastián prefería la Literatura para Verónica sería equivalente a que yo prefiriese mi
carrera a ella. Recordé que la desconocida, aún no tenía nombre, compartía algunos
rasgos físicos con Verónica: los ojos verdes, los lunares que atigraban su piel. Me
pregunté si Verónica me pediría que le diese su nombre—. En cierta manera... en cierta
manera, sí.
Sonrió satisfecha, casi ronroneando. Me dio un beso breve y luego se levantó,
dejándome solo en la habitación, pensando en qué iba a hacer con la novela. Literatura o
Amor. Tenía la sensación de que la novela sería más redonda, más profunda, si
Sebastián acababa abandonando a la desconocida y armado con nuevo fulgor proseguía
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su caza de la Novela Perfecta. Pero si cerraba así el argumento Verónica se sentiría
herida; abandonada. Sebastián se enfrentaba a las mismas alternativas que yo.
Me levanté y fui a la cocina a hacerme un café. Quería trabajar un par de horas
más en la novela, domar su estructura para que no se desviase. De alguna manera tenía
que volver a hacerme con el mando de la novela. Me llevé un buen susto cuando vi que
en la cocina estaba Verónica, abrazada al manuscrito.
—He vuelto a leer algunas cosas —dijo ensoñadoramente, como si estuviera
fumada. La tomé del brazo y la llevé hacia la cama, aún aferrada al manuscrito. Se
movía como una sonámbula, hablaba en mitad de su fiebre. La hice sentarse en el
colchón y le quité cuidadosamente el legajo —. Es tan bonita la historia... es muy
bonita.
Era como si estuviera ebria. Pensé que estaba borracha de Literatura, de tanto leer
la novela, su cerebro sorbido por ella como don Quijote por las novelas de caballerías.
—Te quiero —dijo, y empezó a besarme. Me resistí durante un par de minutos,
mientras ella iba ganando fuerzas, buscando mi boca con la suya hambrienta,
manoteándome para quitarme la ropa. Respondí a sus besos y empezamos a hacer el
amor. Ella tenía los ojos cerrados mientras se montaba encima de mí y me cabalgaba—.
Te quiero, te quiero, te quiero, te quiero. Te quiero, Sebastián.
Me quedé paralizado, debajo de Verónica. Ella lo notó; abrió los ojos, verdes y
enormes, brillantes, asustados. Comprendió lo que había dicho. Yo también lo
comprendí, de una manera siniestra lo entendí todo. Creí entenderlo.
—Lo siento, lo siento muchísimo —dijo, al borde del llanto, los ojos aún más
verdes por las lágrimas que asomaban, su cuerpo más pálido que de costumbre, cuerpo
de fantasma—. No sé qué me pasa, es... Sí lo sé, no quiero mentirte.
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Debajo de ella, yo no encontraba las palabras que pudieran consolarla, o las que
borraran de nuestras cabezas lo que había sucedido.
—Creo que me he enamorado, de él, de Sebastián —dijo Verónica—. Estoy
enamorada de él. Casi desde el primer día, fue un flechazo. Pensarás que estoy loca,
pero... Es tan real, es casi como si estuviera vivo. Leo tu libro y noto que es como si
cada palabra que dice Sebastián me la dijera a mí, como si él... Como si él también
estuviera enamorado de mí. No tú, él. Lo siento tanto...
Pensé, en efecto, que estaba trastornada, e intenté calmarla como pude.
—Tranquila, Verónica, tranquila, no pasa nada. Es sólo una fantasía, todo está
bien. Sólo un personaje, te has dejado llevar, eso es todo.
—¡No lo entiendes! —gritó ella, separándose de mí— ¡Estoy enamorada! ¡Él es
todo lo que siempre he querido en un hombre, es lo que buscaba en ti! ¡Lo quiero a él!
Se hizo un ovillo en la cama y lloró durante un largo rato sin que yo pudiera parar
sus sollozos. Cualquier frase me parecía inapropiada. En el fondo me sentía algo
culpable; culpable por no haberle dedicado toda la atención que merecía y culpable por
haber creado a Sebastián, un personaje tan complejo, tan atractivo, que mi mujer se
había enamorado de él. Al ver su cuerpo temblar sin consuelo pensé que si en mi mano
había estado la razón de su enamoramiento, también estaría en mi mano acabar con él.
Verónica se quedó finalmente dormida y aproveché el momento para ir al despacho y
ponerme a escribir. Cambié algunas cosas, pero sobre todo hice que Sebastián empezara
a obsesionarse con su novela sin terminar. Debía acabarla, a cualquier precio, incluso si
este era tan alto como renunciar a la desconocida. Insinué que la desconocida no era la
única mujer en su vida. Escribí que Sebastián pensaba abandonarla. Convertí a
Sebastián en un cerdo. Me acosté a las cinco de la mañana, junto a Verónica.
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Cuando desperté Verónica estaba frente a mí. En su cara pude ver con claridad
que ya había leído lo que había escrito durante la madrugada.
—Eres un imbécil —dijo fríamente—. Y un crío. ¿Crees que así voy a dejar de
estar enamorada de Sebastián? Lo nuestro es mucho más importante y valioso que tus
torpezas, lo nuestro es real.
Era ridículo, pero sus palabras hicieron que estuviera celoso de Sebastián. Era
ridículo, pero logró que odiase a mi personaje. Era ridículo, pero hizo que perdiera el
control:
—¿Cómo puedes decir que es real? ¿Te has enamorado de un personaje? Él sólo
siente lo que yo le digo que sienta, lo has malinterpretado todo. Tú no eres la
Desconocida, podría hacer que él saliera del armario ahora mismo, o que la
Desconocida se llamara Laura.
—¿No te has dado cuenta? Él no está bajo tu control —contestó con el brillo
peligroso que se ve en los ojos de los fanáticos—. ¿Crees que soy tan tonta? Tiene vida
propia, hemos vivido cosas maravillosas que no estaban escritas por ti. ¿Qué crees que
hacía volviendo a leer una y otra vez lo que escribías? Me encontraba con él, nos
amábamos, hablábamos. No tienes ningún control sobre esa novela, cambia sin tu
autorización. He vuelto cientos de veces sobre el texto y estaba cambiado. ¡Era distinto
a lo que había leído, había evolucionado! ¡Estaba vivo!
—Era yo quien lo cambiaba, no seas absurda, todos reescribimos mientras
avanzamos...
—¡Mentira! ¡Mentira! ¡Ni siquiera te acuerdas de lo que dices que cambiabas! —
intenté frenarla con un gesto exasperado, pero ella ya estaba lanzada, más enloquecida
aún. No me dejaba hablar— No necesitamos tu permiso para hablar, hemos hecho cosas
juntos que tú no sabes, me ha dicho que está enamorado de mí, de mí, Verónica, no de
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una Desconocida. Él está vivo, más vivo que tú, me lo ha dicho, me lo dijo anoche, me
hizo el amor en esta misma cama mientras tú perdías el tiempo escribiendo la basura
que he leído esta mañana, todas esas mentiras burdas y asquerosas.
—Verónica, realmente creo... Deberías calmarte, dices incoherencias. Es sólo un
personaje, por el amor de Dios.
—Tú eres el personaje —dijo ella, mascando cada palabra como si las estuviera
pronunciando en cursiva, con odio—, tú eres el personaje y él el escritor. Tú y yo somos
personajes nacidos de la mente de Sebastián. Sólo que se ha enamorado de mí, y yo de
él, y hemos encontrado la manera de estar juntos.
—¿Pero qué dices, Verónica, estás loca? Piensa en las tonterías que dices: tú y yo
personajes, Sebastián un escritor.
—Me lo contó él anoche. Que nos creó a los dos: un escritor que escribe una
novela perfecta que fascina a su mujer, y en la que aparece él como personaje. Un juego
de muñecas rusas. La idea era que tú ibas a sacrificar todo por la novela, incluyendo a tu
mujer, presa de una ambición desmedida, loca, pero las novelas tienen vida propia, no
pensó que se iba a enamorar de mí; no pensó que yo me iba a enamorar de él.
—Necesitas ayuda, Verónica.
—Lo explica todo. Siempre has dicho que los escritores que escriben del tirón
sólo están en las novelas, que en la realidad no existen... ¿Y cómo has escrito tú esta
novela? ¿Es que de pronto sí existe la inspiración, o las musas, o como quieras
llamarlo?
Sentí un peso brutal en el pecho. Estaba completamente desquiciada.
—Piénsalo. ¿Por qué crees que Sebastián tiene ese brillo y tú estás así, desvaído?
Tú también lo has notado —dijo con insistencia—, sabes que él está vivo. Piensa en
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cómo ha sido tu vida. Si tú eres el creador, ¿por qué no tienes nombre? Él se llama
Sebastián. ¿Cuál es tu nombre?
Era tan absurdo que no supe ni qué contestarle, indefenso ante sus tonterías.
—Me voy de esta casa —dijo finalmente—. Vamos a fugarnos juntos. Él nos
vigila, está oyendo esta conversación. Él se encargará de que no puedas impedirlo. He
sido feliz a tu lado, pero era porque no conocía a un hombre de verdad, sólo a
personajes como tú, planos, sin misterios, personajes sin más. No quiero hacerte daño,
tú puedes seguir aquí, pero yo me marcho.
Di un paso para impedirlo, pero fue más rápida: sacó una pistola del bolso y me
apuntó con ella. Como en una novela de espías, pensé.
—¿De dónde has sacado esa pistola?
No contestó. Fue retrocediendo hasta la puerta.
—Él te vigila, no hagas ninguna tontería.
Cerró tras de sí y oí correr el pestillo. Choqué contra la puerta mientras oía sus
pasos apagándose. Luché contra la puerta hasta que conseguí tirarla abajo. De Verónica
no había rastro. Del manuscrito tampoco. En su locura debía haber algo contagioso: en
lugar de llamar a la policía, o al hospital, busqué el archivo de la novela en el
ordenador; estaba. No tenía claro qué quería hacer, si vengarme o curarla. Pensé que si
eliminaba el personaje de Sebastián ella entraría en razón; resultaba absurdo pensarlo,
pero una vez metido en aquella lógica enfermiza creí que era lo más recomendable. Ella
se daría cuenta, bruscamente, de que Sebastián no era más que un personaje.
—Lo siento por ti, Sebastián —dije en voz alta, de una manera un poco
supersticiosa—. Eras un personaje espléndido.
Y de pronto vino el recuerdo de unas palabras que yo había escrito: esos escritores
sólo existen en las malas novelas. Y sin embargo yo llevaba ya cuatro días en trance
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delante del ordenador sin parar de teclear. No quería pensar, no quería, pero recordé lo
que me parecieron las primeras páginas: como si estuvieran escrita con la mano
izquierda en vez de con la derecha. El diálogo que no recordaba entre Sebastián y una
desconocida. Una desconocida que no era tal, porque aunque aún no tenía nombre
compartía algunos rasgos físicos con Verónica: los ojos verdes, los lunares que
atigraban su piel. Es tan real, es casi como si estuviera vivo, decía la voz de Verónica.
Empezó a dolerme la cabeza de repente, como si me clavaran una delgada y
larguísima aguja en un ojo. Me senté, débil, frágil como si estuviera hecho de vidrio. De
papel. Me pesaban las manos cuando señalé con el ratón el documento de la novela. Y
de pronto esa sensación de abismo, de estar corriendo una carrera frenética y
desesperada contra no sabía quién. Y esa angustia que me atenazaba, ese vacío que
crecía en el pecho como un agujero negro que devora estrellas. Tuve que vencer una
resistencia brutal para mover mi mano, pero logré apretar el botón de borrar.
Apareció un mensaje en el ordenador:
¿Desea usted borrar este archivo? Sí. No.
Reuniendo todas mis energías, fui a pulsar la tecla del sí, pero de repent
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