1 Los hombres de open door Apuntes sobre el rostro de la locura Marcelo Percia. 1. Una película de John Casavettes se llama igual que el programa de identikit que emplea Leandro Berra en sus experiencias estéticas, Faces. La fotografía del film presta especial atención a los rostros de los personajes en planos de proximidad. El director norteamericano sabe que un rostro, ocupando la pantalla completa, expresa la intensidad de una vida que nunca puede captarse del todo. 2. El identikit es un conjunto de signos ideados para reconstruir el rostro de un fugitivo que no pudo ser fotografiado. El programa Faces contiene una base de datos con casi cuatro mil características faciales codificadas por orden morfológico, además de herramientas y accesorios que permiten realizar con rapidez un retrato robot. Con la orientación de un especialista, combinado rasgos, se pueden crear caras parecidas a las evocadas. Leandro Berra realiza una experiencia estética sobre la composición imaginaria de la identidad humana. Confecciona, con ese programa de computadora, el rostro de alguien que está presente. Ayuda a que una persona haga su auto-identikit, sin mirarse en un espejo, acudiendo a su recuerdo, igual que si tuviera que indicar los rasgos de un extraño. Al final, imprime el resultado y lo pone junto a la fotografía en blanco y negro que él mismo toma del protagonista. 3. La presentación simultánea de la imagen del auto-identikit (intervenida esteticamente por Berra) en proximidad de la fotografía de uno mismo, pone a la vista que la identidad es un puente siempre interrumpido y exhibe un documento que muestra que el alma humana es una autenticidad imposible de documentar. Los retratos de Leandro Berra revelan que, aunque los signos capturados por sus imágenes tengan cierta continuidad referencial con el protagonista, nunca agotan el fluir inapresable del existir. 2 Las diferencias entre el personaje del auto-identikit y la figura del retrato fotográfico, facilitan la percepción de la subjetividad como espesura sugerida. El juego de comparaciones, en el que los espectadores de esta obra suelen caer cuando buscan parecidos entre la fotografía y el auto-identikit, es un intento de evitar, al entrever el hueco de la representación, la angustia que estos retratos provocan. Sabemos que un retrato es, a la vez, captura de un instante único y momento de evasión exitosa de infinitos matices de una existencia. En esa continuidad y discontinuidad entre representación y representación reside la vida. La representación no interesa cuando trata de convencer de que es registro exacto del modelo, sino cuando da a entender el abismo al que nos enfrenta, los misterios de una historia, sus pesadillas y felicidades, la opacidad de su destino, su narrativa siempre incompleta. 4. Una persona comienza por seleccionar el pelo. Elige la opción calvicies parciales. Las decisiones son formas de simpatía o antipatía con uno mismo. Se interroga: ¿Cómo es mi pelo? ¿Cómo me gustaría que sea? ¿Qué forma tiene mi cabeza? Se encuentra con preguntas que tal vez no se hizo nunca. La representación que tiene de sí está más cerca de la fantasía que de las categorías formales que ahora, el programa de identikit, le presenta. El rostro es eso que uno olvida, relevado por la mirada del otro o el testimonio de los espejos. Vuelve a elegir. Con cada decisión irrumpe algo que transporta excitación, nerviosismo, curiosidad. Espera ver aparecer su rostro. El retorno de una identidad que aquiete la incertidumbre, una imagen de sí que lo represente de un modo amable. La amabilidad del rostro como sosiego del alma. ¡Cuántos modelos de cejas! Prueba una, prueba otra, repite las pruebas. Por momentos, tiene la sensación de acertar. En cada decisión, apuesta a dar con su rasgo único, pero enseguida constata que ese hallazgo singular se le escurre entre tantas opciones que lo confunden, lo fatigan, lo frustran. ¿Cómo son mis ojos: estrechos, saltones, hundidos; negros o marrones? Necesito un espejo. El reflejo como prueba, como acto de fe. Ahora opta entre diferentes miradas, busca una expresión con la que pueda identificarse. Encuentra unos ojos que funcionan o parecen funcionar como suyos. La ilusión contamina las formas. La figura que aparece tiene consigo un aire familiar, pero mucho más joven. Piensa: Los labios del programa parecen vulvas sueltas. Dice: 3 Cuanto más opciones, más difícil elegir. Admite que se desconoce, que se olvida de sí, que se escurre en su propia memoria como si permaneciera escondido o invisible. Con las arrugas de la frente, de los ojos, los pliegues del rictus de la boca o del mentón, acepta molesto someterse a las marcas de los años. El tiempo que siempre nos transcurre como si fuéramos otros. El auto-identikit es una experiencia con la propia alteridad, la propia extrañeza. Es difícil sentirse conforme con el resultado: la figura producida mira con su misterio, interpela, se presenta, a la vez, como ajena y familiar. Uno no puede aferrarse a ese extraño ni desconocerlo. Incluso hay quienes experimentan un sentimiento de odio o reproche por lo que han hecho con sus rostros. A veces se establece una sórdida competencia con el intruso que pretende adueñarse del rostro, ubicarse en el centro de la representación, usurpar una identidad. Pero, ¿qué es la identidad? Después de estos retratos, es la vivencia de lo fugitivo, de lo que se escapa, de lo que se tiene la ilusión de capturar en un rostro. El auto-identikit no dice una imperfección (idea que alberga la expectativa de lo perfectible), expresa la inadecuación ontológica de la representación de sí. No se trata de una limitación o distorsión del instrumento que la fotografía evitaría, sino de uno torsión existencial: la torcedura figurativa del ideal grandioso de la captura de sí. La imagen aparecida tras el proceso no importa como retrato policial que persigue la representación del ausente, sino como fantasma de la ausencia del que está presente. El procedimiento empleado por Leandro Berra posibilita que cada participante experimente una ensayística del rostro. El alojamiento de sí mismo como aproximación. La identidad como instante de proximidad y como distancia insuperable. 5. Berra sabe que la meditación sugestiva sobre la identidad no surge de la representación lograda, sino de su imposibilidad. La perturbadora sensación de la representación fracasada es un atractivo de sus obras. Algo que expuso en muestras anteriores en las que trabajaba la paradoja de la identidad confrontando figuras talladas en madera junto a fotografías invertidas de esas mismas esculturas. 4 6. La relación entre arte y locura tiene algunas historias. Goya pintó escenas de locos desnudos atados con cadenas que conmueven por la brutalidad del encierro y los malos tratos a los que eran sometidos. Años después, a comienzos del siglo XIX, Theodore Géricault realizó diez retratos (de los que se conservan cinco) de personas internadas en el hospicio de La Salpétriere. Géricault, tal vez, sea el primero en detenerse a mirar en esos rostros el misterio de la vida y, a través de sus retratos, contar esas historias sin caer en el lugar común de la locura estigmatizada. Sus pinturas no están contaminadas por diagnósticos psiquiátricos ni por el imaginario de la enfermedad mental que suele asignar a los insanos rasgos amenazantes y grotescos. Géricault pinta a esas personas, retrata la humanidad de esos rostros, realiza una recepción amable de lo extraño en esos semejantes, practica su hospitalidad callada con esas existencias desconocidas. Sin embargo, los títulos que recibieron sus obras indican cómo la cultura contemporánea necesita identificar y separar las imágenes de la locura, impedir que pasen la frontera impuesta entre normalidad y anormalidad. Aún no se puede reconocer que el rostro del loco, si no está deformado por los químicos, el encierro, la pobreza y el miedo, es un rostro como el de todos. Uno de sus retratos, primero recibió el nombre de Asesino loco, luego pasó a llamarse El Cleptómano y, al final, se catalogó como El obseso del robo. Lo mismo sucedió con el que se encuentra en el Museo de Lyon: al principio lo titularon La hiena de La Salpétriere y hoy se lo conoce como La obsesa de la envidia. La política de los títulos volvió a encerrar, en las celdas de los nombres, subjetividades que Géricault intentó liberar en sus pinturas. 7. Alguna vez, también, fotografías de enfermos mentales fueron utilizadas por la psiquiatría. Recuerdo el test de Szondi, una prueba ideada por un médico húngaro obsesionado por la incidencia de instintos patológicos en el destino de la gente. A diferencia de otros tests proyectivos que se proponían deducir fuentes ocultas de nuestros actos a través de láminas de manchas o de escenas dibujadas, Szondi eligió investigar con fotografías de enfermos mentales. Buscaba activar impulsos latentes en zonas sombrías 5 del alma. Szondi pensaba que los insanos eran criaturas con una sobredosis instintiva inmanejable. Ideó una prueba que detectaba tendencias instintivas ocultas y que servía para pronosticar el destino de la gente. Agrupaba cuarenta y ocho fotografías en seis series de ocho imágenes cada una. Cada serie contenía figuras representativas de un factor instintivo. Eran imágenes seleccionadas entre miles de enfermos mentales: hermafroditas, asesinos sádicos, epilépticos genuinos, histéricos, esquizofrénicos catatónicos, esquizofrénicos paranoicos, depresivos melancólicos y maniáticos. Los retratos eran extraídos de libros de psiquiatría de principios del siglo veinte. Szondi exhibía cada serie de fotografías al evaluado, pidiéndole que las mire y que elija la que le parecía más simpática. Las imágenes actuaban, según Szondi, como un despertador de pesadillas instintivas. Al rato, pedía otra, también, simpática y, más tarde, dos antipáticas, así con cada serie. Analizando las elecciones realizadas, el psiquiatra húngaro predecía algo del futuro de esas personas y recomendaba caminos para sortear la mala influencia de sus instintos más profundos. 8. Leandro Berra, que evita los estereotipos de Goya, retoma el espíritu de los retratos de Géricault. La experiencia de auto-identikit, que realiza con pacientes internados en un hospital psiquiátrico, puede pensarse como un ejercicio de la mirada, de la memoria, de autocomposición. Su obra no ensaya gestos compasivos ni pretende servir, como en la quimera de Szondi, como instrumento de psicodiagnóstico ni como evaluación de la imagen que cada uno tiene de sí. Berra ofrece la posibilidad reconfortante de una experiencia de demora en los propios pliegues del rostro como travesía del recuerdo. Sus retratos no son un testimonio del dolor y del abandono, no aspiran a curar ni a convertirse en pruebas de evaluación psicológicas. Sus retratos forman parte de una instalación estética que provoca en los espectadores otros modos de pensar. 9. Hace dos años, en el mes de febrero de 2006, Berra realizó una intervención a partir del procedimiento de auto-identikit en el hospital público Domingo Cabred, ubicado a setenta kilómetros de la ciudad de Buenos Aires, en el que viven mil hombres que sufren enfermedades designadas con el nombre de psicosis. Domingo Cabred crea, a fines del siglo XIX, en un campo extenso y rico, una colonia, en la que hace construir más de diez casas palaciegas de estilo 6 inglés, como residencias comunitarias para enfermos mentales. Propone un lugar que no sea de encierro, basado en el trabajo productivo de pacientes que reciban por sus tareas un salario. Proyecta actividades de cuidado y cultivo de la tierra, de producción de lácteos, de crianza de aves, de construcción y reparación de edificios, de carpintería y otras artesanías. El sueño de Cabred, sin embargo, forma parte de la pesadilla en la que se transformó la utopía moderna: el hospital, que hoy lleva su nombre, rodeado de un gran cerco, tiene vigilancia policial en la puerta y el pueblo cercano, que creció con el asentamiento de muchas familias que trabajan en la Colonia, se llama ahora Open Door. 10. La experiencia se realizó en el Pabellón Cuatro, una casona de dos plantas, en la que viven sesenta personas, con el acuerdo del que equipo terapéutico que trabajaba en el hospital.1 La instalación, que duró cinco días, desde la mañana hasta la hora del almuerzo, ocupó el salón principal en el que se hacen asambleas clínicas y que también se utiliza como comedor o lugar en el que los pacientes se sientan a conversar, tomar mate, realizar transacciones prohibidas, fumar, mirar televisión, descansar. La actividad comenzó con una asamblea en la que se explicó el objetivo de la intervención, la presencia de Leandro Berra y la de cuatro jóvenes estudiantes de cine2. Luego de acordar, entre todos, la realización de la experiencia en la que estaban invitados a participar quienes tuvieran ganas, se eligió un rincón en el que se colocó un escritorio, allí Berra instaló su computadora portatil y dos sillas enfrentadas a una cámara fija que registró los diálogos suscitados durante la realización de cada auto-identikit. En otro espacio, otra silla delante de una pantalla blanca indicaba el sitio en el que se tomaban las fotografías de los participantes. Ocurrían muchas cosas en simultaneidad: algunos pacientes esperaban impacientes su turno para participar, otros se acercaban a mirar con curiosidad por detrás de la persona que estaba haciendo su retrato, algunos palpaban sus caras con las manos tratando de recordar sus rostros, otros hacían comentarios; esas conversaciones, a veces, se atendían como incidentes clínicos inesperados. Recuerdo que una persona, mientras 1 La experiencia fue posible gracias a la sensibilidad de Margarita Beaufay que, en ese momento, era responsable de la atención psiquiátrica en el Pabellón. 2 Victoria Barca, Federico Jefferies, Camilo Soratti y Florencia Percia. 7 espiaba el trabajo de un compañero, me dijo que él fue un día a la peluquería y que el peluquero lo dejó pelado; después, cuando se fue a su casa, encontró que todos estaban pelados igual que él y que, entonces, tuvo miedo de que lo confundieran con cualquiera (contado en un tono de gran conspiración). Mencioné que estar pelado también quería decir estar sin un peso. A lo que agregó, pensativo, que para salir de allí necesitaría conseguir un trabajo. Recuerdo, también, que los estudiantes de cine realizaron breves entrevistas en las que los pacientes relataban a la cámara historias sobre rostros: uno contó cómo se le ponían los ojos en los ataques de epilepsia, otro recordó la mirada de su abuela, otro la forma de la cara de su hija cuando nació, otro que la jefa de enfermeras tenía mirada de diablo. Recuerdo que después de cada sesión de trabajo, al día siguiente, se traían los retratos (el auto-identikit y la fotografía) de los participantes y se acordaba colgarlos en la sala o que se entregaba a cada participante una versión reducida de los retratos, en tamaño carnet, a la manera de un documento de identidad. Recuerdo que un participante hizo el identikit de su hermana en lugar del suyo y no quiso ser fotografiado y que otro, alucinado, sólo eligió un par de ojos en un rostro sin definir, decía que eran los ojos de su hermano, un chico que hacía pocos meses, en un hecho confuso, había asesinado la policía. Se colgaron también esas imágenes. El último día, con todos los retratos colgados, la sala parecía una galería de arte. En la asamblea de cierre, alguien -señalando los retratos de un compañero- exclamó en broma: ¡Buscado! Otro comentó que algunos parecían retratos de muñecos o personas muertas porque tenían la mirada ausente, una enfermera -que se negó a colgar sus imágenes- dijo que ella no quería ser un mono más del circo, un paciente se justificó diciendo que, si hubieran querido hacer el suyo, seguro que se rompía la máquina, otro explicó, indicando su rostro, que él tenía una cicatriz más abajo pero que esa marca era un secreto, otro concluyó, en broma, que tenían que estar así, todos colgados, porque en el pabellón no existían espejos, otro preguntó si podía servirle como tarjeta de presentación para conseguir una novia. Había quienes estaban contentos y quienes acompañaban en silencio. Al final todos aplaudieron con ganas. Los retratos permanecieron colgados durante muchos meses en el gran salón: un paciente pidió el suyo cuando salió para visitar a su familia, otro para guardarlo en algún lugar, otro para hacerle un regalo a su hijo. 11. La intervención estética de composición de los propios identikit fue proyectada como instalación que ayudara a pensar la cuestión de la identidad en las psicosis. 8 No es fácil decir algo sobre un hombre. Las personas internadas en un hospital psiquiátrico cargan con las lápidas de sus diagnósticos: esquizofrenia, paranoia, melancolía, trastorno bipolar, bebedor compulsivo. Identificaciones que se ofrecen como explicaciones empobrecidas de sus vidas. Interesó la confección del auto-identikit como ejercicio de aproximación perceptiva. No como búsqueda de un resultado sino como espacio de demora (duración e intensidad) en el que cada uno realizaba un trabajo de evocación de sí. La propuesta estética de Leandro Berra permitió sustraer a los pacientes del lugar de modelos pasivos. Ofreció una oportunidad de protagonismo y posibilitó algo infrecuente: el tratamiento de la identidad como cuestión estética en la que entran en juego vacilaciones, pliegues, sombras, marcas ficcionales. La construcción de espacios para la realización de diversos juegos compositivos, las diferentes propuestas evocativas, la exposición de los retratos ocupando las paredes del lugar, los comentarios sobre las obras, todo ese clima aportó condiciones para una excepcional experiencia de temporalización de la memoria, asunto primordial en la clínica de las psicosis. 12. ¿Qué dicen los rostros de esos hombres? Los locos de open door, ¿tienen cara de loco?, ¿repiten las máscaras del hospicio, los estereotipos del dolor, el sufrimiento, la miseria?, ¿tienen rasgos deformados por los efectos de la rigidez psicofarmacológica?, ¿llevan marcas saturadas por la adversidad? Los rostros que expone Berra no pertenecen a personas raras: son rostros que podemos ver en los trenes, en las calles, en los centros de compras, cuando salimos del cine, cerca de nuestras casas. Presencias en las que, sin embargo, se intuye la intensidad de una aflicción quizás imposible de expresar. Los locos de open door actuaron de un modo semejante a otros participantes de la experiencia que Leandro Berra realizó en otros ámbitos (con amigos, actores, artistas plásticos, vecinos, espectadores, familiares o él mismo), tal vez necesitando menos tiempo para cuidados narcisistas y nunca insatisfechos con los resultados. No se mostraban desilusionados por 9 no verse tal como les gustaría, ni manifestaban pena por no confirmar el ideal de sí. Expresaban júbilo cuando se encontraban en imágenes en las que la identidad era insinuada sin la arrogancia de una existencia capturada, sin los forzamientos de una supuesta fidelidad y sin las exigencias de un yo idealizado. Los hombres de open door aceptaban sus retratos con modestia, pero no porque se conformaban con poco, sino porque, al cabo, conocen que no conviene presumir de una identidad. Los hombres de open door retratados por Berra dicen el fantasma de la soledad: algunos miran de soslayo como evitando la exposición plena, otros miran desconfiados porque se saben perseguidos, otros se ofrecen con la esperanza de ser vistos en alguna parte por alguien, otros se muestran simpáticos porque advierte que toda representación estética es la astucia de una fuga posible, otros se muestran ajenos a su mirada. 13. Una cosa es la estetización de la locura, el abuso de la aflicción, su manipulación como objeto de consumo para almas piadosas y otra cosa es el acercamiento respetuoso en el que Leandro Berra tanteó la belleza, en medio de tanto dolor. Un acierto de esta obra fue percibir que las locuras encerradas son reservas emocionales de la humanidad, sitios en el que alegrías y desdichas se dejan ver con sus máscaras más delgadas, sus disfraces menos elaborados y sus intensidades (aún adormecidas por los fármacos) cercanas de la felicidad y la intemperie absoluta. El auto- identikit junto a la foto provoca perplejidad en el espectador. De pronto, uno se da cuenta que si el alma existe, esa singularidad indecible, no reside en ninguna de esas estampas, sino que vive, indecisa, entre una y otra.