El Derecho sin supremacía constitucional: la “Ley de los ÁMBITO JURÍDICO

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ÁMBITO JURÍDICO
El Derecho sin supremacía constitucional: la “Ley de los
Caballos” de 1888
“… con el cáustico nombre, la prensa liberal se mofaba (…) de la necesidad y
proporcionalidad de las herramientas concedidas al Presidente para combatir a los
enemigos del orden público”
Este año se celebra, además del bicentenario de la Independencia, el centenario del Acto
Legislativo 3 promulgado el 31 de Octubre de 1910 por el presidente Carlos E. Restrepo.
Esta no fue una reforma cualquiera a la Constitución de 1886: sus 70 artículos
modificaron el régimen político colombiano de forma muy honda y permanente. Podría
decirse que el arreglo político-constitucional de 1886 era insostenible y que la primera
modificación profunda que sufrió se hizo en 1910. Vale la pena recordar por qué.
La gobernabilidad del país se vio radicalmente amenazada por la división de los partidos
políticos en la Guerra de los Mil Días (1899-1902) y por la separación del departamento
de Panamá (1903). Pero el país ya venía sufriendo de síntomas permanentes de
desconfianza institucional: el movimiento de la Regeneración y la Constitución de 1886
reaccionaron al sistema federalista establecido en la Constitución de 1863. Ya desde
1875 y en su calidad de candidato presidencial, Núñez tenía claro que “era preciso
reformar el sistema político vigente para que el país superara el desorden y la violencia, y
esto requería un sistema político en el que el Estado fuera vigoroso”.
Para acentuar el deber de obediencia a la ley y eliminar potenciales fuentes de disenso
político, la Constitución de 1886 fue complementada mediante el artículo 6º de la Ley 153
de 1887, que ordenaba lo siguiente: “una disposición expresa de ley posterior á la
Constitución se reputa constitucional, y se aplicará aun cuando parezca contraria á la
Constitución”.
Con esta norma se buscaba reducir la posibilidad de desobediencia a la ley basada en
objeciones de naturaleza constitucional. La norma, de otro lado, tan solo decía lo que en
todo caso era moneda corriente en la cultura jurídica de la época: el principio de legalidad
reinaba campante con poca probabilidad de discusión constitucional. El argumento, por
supuesto, era profusamente utilizado en la arena política y alimentaba con frecuencia la
retórica de rebeldes y opositores. Pero, de hecho, el argumento de inconstitucionalidad no
tenía forma de ser ejercido institucionalmente por parte de la oposición. Desde el poder,
pues, se veía como un argumento profundamente desestabilizador de la necesaria
autoridad del Estado central; desde la oposición, en cambio, lucía como un derecho
natural, pero no positivo, contra toda forma de tiranía y despotismo.
Dentro de este marco general, la situación de orden público se agravó en el país. A poco
andar la Regeneración, en el año de 1888, se consideró necesario reforzar las facultades
de represión penal concedidas al Estado. Para ello se expidió la Ley 61 de ese año, una
norma penal en blanco que habría de ocupar un lugar prominente en la historia jurídica
nacional. En ella se estableció, en realidad, un sistema de justicia penal directamente
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administrado por el Ejecutivo y sin control judicial de ningún tipo. En esta norma, de
escuetos cinco artículos, se ordenaba lo siguiente:
“Artículo 1º: Facúltase al Presidente de la República: 1) Para prevenir y reprimir
administrativamente los delitos y culpas contra el Estado que afecten el orden público,
pudiendo imponer, según el caso, las penas de confinamiento, expulsión del territorio,
prisión o pérdida de derechos políticos por el tiempo que crea necesario. 2) Para prevenir
y reprimir con iguales penas las conspiraciones contra el orden público y los atentados
contra la propiedad pública o privada, que envuelvan a su juicio, amenaza de perturbación
del orden o mira de infundir terror entre los ciudadanos. 3) Para borrar del Escalafón á los
militares que, por su conducta, se hagan indignos de la confianza del Gobierno á juicio de
aquel magistrado”.
“Artículo 2º: El Presidente de la República ejercerá el derecho de inspección y vigilancia
sobre las acciones científicas e institutos docentes; y queda autorizado para suspender,
por el tiempo que juzgue conveniente, toda Sociedad ó Establecimiento que bajo pretexto
científico o doctrinal sea foco de propaganda revolucionaria ó de enseñanzas
subversivas”.
[…].
“Artículo 4º: Las penas que se apliquen de conformidad con esta Ley no inhiben á los
penados de la responsabilidad que les corresponda ante las autoridades judiciales
conforme al Código Penal”.
La norma, cuya extraordinaria severidad huelga comentar, solo contenía dos irrisorias
garantías: las providencias (cuya naturaleza judicial era innegable) que adoptara el
Presidente conforme a la ley tendrían que ser aprobadas por su propio Consejo de
Ministros (art. 3º); de la misma manera se disponía que la ley solo tendría vigencia hasta
la promulgación de una “ley sobre alta policía nacional” (art. 5º), lo cual no había ocurrido
para el año de 1898, cuando fue finalmente derogada. Esta norma, por supuesto, se
convertiría en el símbolo de la opresión penal conservadora en contra de los rebeldes
liberales en cuya prensa empezó a ser irónicamente denominada “la Ley de los Caballos”.
La expedición de esta norma de excepción se justificó oficialmente en el robo y posterior
matanza de unos caballos en el entonces departamento del Cauca; con el cáustico
nombre, la prensa liberal se mofaba tanto de la gravedad y seriedad del motivo invocado,
así como de la necesidad y proporcionalidad de las herramientas concedidas al
Presidente para combatir a los enemigos del orden público.
La ley, a pesar de su evidente contenido represivo, era incuestionable desde el punto de
vista constitucional. Si se le lee con atención, la ley violaba el principio de legalidad del
delito y de la pena, ignoraba la separación de poderes y limitaba las libertades de
asociación, prensa, expresión y opinión. Y, en efecto, bajo su autoridad, el Gobierno inició
una represión significativa que terminaría con la exacerbación de las rivalidades políticas
en la Guerra de los Mil Días. En suma, la inconstitucionalidad de la ley era patente desde
el punto de vista de una interpretación de garantía de los derechos. La “Ley de los
Caballos” se convertiría, si se me permite el retruécano, en el “caballito de batalla” que
llevaría, primero en 1902 y luego en 1910, a establecer el control judicial de la
constitucionalidad de las leyes. Pero ello será tema de la próxima columna.
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