Los conceptos de “formalismo” y “antiformalismo” en teoría del Derecho

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ÁMBITO JURÍDICO
Los conceptos de “formalismo” y “antiformalismo” en
teoría del Derecho
Si examinamos aún más la oposición estructural entre “formalismo” y “antiformalismo”,
podría decirse que se trata de un continuo entre dos polos teóricos e intelectuales del
Derecho. Todo sistema jurídico contemporáneo es una mezcla compleja entre ellos
Nota a los lectores: Por generosidad de la dirección de Ámbito Jurídico, se me ha
permitido escribir un artículo académico en las páginas del periódico. Entiendo la actividad
académica como un ejercicio de argumentación paciente, detallado y, en la medida de lo
posible, riguroso. El Dr. Tamayo Jaramillo me pide aclaraciones sobre una porción muy
extensa de la teoría del Derecho y no puedo darlas a cabalidad dentro del formato
del “artículo de opinión”. Sirva esto como excusa a los lectores, cuya paciencia a
continuación pongo a prueba.
Apreciado Doctor Tamayo Jaramillo:
Le agradezco inmensamente la atención que de nuevo presta a mi obra. En la columna de
esta semana me pide que disuelva una posible confusión que usted detecta en mis libros
entre “nuevo derecho”, “antiformalismo” y lo que usted prefiere denominar la
“interpretación razonable”. Con su venia, quisiera proceder de la siguiente manera: en
primer lugar, y en beneficio del lector, voy a tratar de reconstruir la objeción que usted me
hace; luego trataré de responderle y, ojalá, aclarar el punto de manera suficiente.
Empecemos, pues, con su objeción: según usted, yo confundo en mis obras los
conceptos de “nuevo derecho”, “antiformalismo” e “interpretación razonable”. Mi confusión
radicaría en lo siguiente: según su lectura de mis obras, los conceptos de “nuevo derecho”
y “antiformalismo” los utilizo para designar una escuela de teoría del Derecho según la
cual los jueces deben fallar los casos según su corazonada o intuición subjetivas, incluso
si ello implica desconocer normas válidas vigentes. Esta tesis, además, estaría
tomándose los corazones de jóvenes estudiantes de Derecho con serio y evidente peligro
para el Estado de derecho y la democracia. Dado que usted está en desacuerdo con esta
posición (y sus desastrosas consecuencias), no acepta ser calificado como miembro del
“nuevo derecho” y tampoco como “antiformalista”. Del otro lado, sin embargo, existe una
“interpretación razonable” de la ley, según la cual los textos legales, sin ser nunca
desconocidos, pueden ser interpretados razonablemente. Usted es un jurista que aboga
por la interpretación razonable, pero que aborrece la jurisprudencia del capricho del nuevo
derecho y del antiformalismo.
Punto de partida
He tratado de ser fiel a sus argumentos en la reconstrucción de su objeción. Hecho esto,
paso a responderle. Déjeme comenzar con lo siguiente: su lectura de mis obras parte, en
general, de una suposición que me parece errónea. Desde Hume, al menos, resulta
fundamental distinguir entre hechos y valores. Permítame el siguiente ejemplo. Es preciso
distinguir entre tres tipos de afirmaciones: (1) una cosa es decir que los jueces fallan, de
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hecho, según sus caprichos personales; (2) otra cosa es decir, por ejemplo, que los
jueces Hutcheson y Frank en EE UU sostuvieron en escritos académicos de los años
treinta que las decisiones judiciales eran determinadas mucho más fuertemente por
estímulos sociológicos y sicológicos que por premisas normativas; (3) finalmente, otra
cosa es afirmar que todos los jueces deberían fallar los casos según sus opiniones
políticas personales.
Respecto de la afirmación (1), debo confesarle que no tengo idea. Es una cuestión de
hecho que debe ser comprobada empíricamente. Mis obras no son de Sociología del
Derecho y no he investigado el tema. Usted, en cambio, ha sostenido en varias de sus
columnas que los jueces de la Corte Constitucional fallan precisamente así. Es una
afirmación grave. Sería estupendo que, fundamentado en su capacidad de determinar
este punto, igualmente nos dijera si piensa algo similar de los jueces de la Corte Suprema
de Justicia y del Consejo de Estado. Yo me declaro ignorante en este punto.
Respecto de la afirmación (2), déjeme confesarle que de esa sí tengo conocimiento
independiente: es cierta. Lo sé con toda seguridad porque he leído los ensayos de estos
autores y porque creo que la afirmación (2) es un resumen correcto, aunque quizá
apresurado, de su tesis central. Respecto de la afirmación (3) le insisto lo que afirmé en
mi carta pasada: no conozco a nadie que haga esa afirmación. Y “nadie” incluye, por
supuesto al “nuevo derecho”, al “antiformalismo” y a mis opiniones. Ni siquiera los jueces
Hutcheson y Frank sostenían que los jueces debían fallar según su personalidad o
inclinaciones individuales. Ellos sostenían que los fallos judiciales, de hecho, se basaban
retóricamente en normas jurídicas, pero que, en realidad, esta era tan solo una fachada
que encubría el hecho sociológico y sicológico básico según el cual las personas
responden a las estructuras e inclinaciones profundas de su personalidad y no a la fuerza
normativa del Derecho. Esta tesis, evidentemente, solo es posible después de aceptar la
tesis freudiana que revolucionó la visión clásica de los procesos mentales. El juez Frank,
de hecho, buscaba mostrar, siguiendo a Freud, que las decisiones judiciales respondían
más al control del inconsciente que de facultades mentales bajo control consciente.
Llamemos a esta tesis de Frank, si le parece, la tesis del “escepticismo frente a las
normas”. En el Derecho hay datos que a veces sugieren, sin poder probar
concluyentemente debido a cuestiones de multicausalidad, que el escepticismo frente a
las normas puede ser, al menos a veces, correcto: piense, por ejemplo, en el hecho
estadístico según el cual, en EE UU, ser de raza negra incrementa de manera muy
importante las posibilidades de ser condenado a pena de muerte frente a acusados de
raza blanca situados en idéntica situación; o piense en Colombia, la eterna discusión
sobre los límites entre la jurisdicción ordinaria y la penal militar en la evaluación y condena
de los mismos hechos. Si los jueces no respondieran a los determinantes sociológicos y
sicológicos de su vida, historia y valores, y solamente lo hicieran en cumplimiento de
normas objetivas y unívocas, ¿cuál es la razón que nos ha llevado a que los colombianos
hayamos tenido esta discusión política y jurídica?
Las dos primeras aclaraciones fundamentales que quiero hacer se derivan de la distinción
entre hecho y valor: en primer lugar, creo que es completamente indudable que mis obras
(tanto El derecho de los jueces como Teoría impura del Derecho) son libros que están
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orientados a hacer mayoritariamente afirmaciones del tipo (2) y no del tipo (1) ó (3). Se
trata de libros de historia intelectual, de periodización iusteórica y de exploración de
mentalidades. Los libros que hacen afirmaciones del tipo (1) son libros de sociología
jurídica o judicial; los libros que hacen afirmaciones del tipo (3) son libros de teoría
normativa del Derecho. Mis libros son mayoritariamente de teoría descriptiva del
Derecho, es decir, libros que buscan describir el decurso de las ideas y de la
conciencia jurídica en Colombia; no son libros que busquen prescribir o
normativizar las formas como los jóvenes juristas colombianos deban aproximarse
al Derecho. Estoy seguro de que en ellos hay muchas afirmaciones del tipo (1) y (3), pero
creo que son obras que ciertamente apuntan a hacer discursos en los que largamente
dominan afirmaciones del tipo (2). Así, por ejemplo, mis libros afirman que en los últimos
años en Colombia la actividad jurídica y judicial ha sido impactada por el “modelo de los
principios” y que “el modelo de las reglas” ha sido criticado desde una perspectiva
constitucional. He afirmado que este movimiento intelectual responde a cambios masivos
en el derecho occidental de la segunda posguerra y explica adecuadamente, por ejemplo,
la actividad de los jueces norteamericanos y alemanes desde los años cincuenta y la de
los jueces colombianos, israelitas, surafricanos, surcoreanos, húngaros y bolivianos (entre
varios otros ejemplos posibles) desde los años ochenta y noventa. Si me permite una
fantasía personal, Dr. Tamayo, le diría que mi sueño consiste en que los lectores de mis
obras “entiendan” mejor la estructura e historia intelectual del derecho colombiano y no
que ahora ya sí “sepan” cómo decidir casos.
Genealogía conceptual
Aclarado este punto preliminar, puedo pasar ahora a la sustancia de su objeción.
Recuerde el lector, por favor, la reconstrucción de la objeción que hice al comienzo de
este texto. El Dr. Tamayo distingue entre “interpretación razonable”, que acepta, y
“antiformalismo” y “nuevo derecho”, que rechaza. Examinemos el punto cuidadosamente.
Se me ocurre que el lugar adecuado para empezar es tratar de hacer una genealogía de
estas expresiones. De todas ellas, creo que la más antigua es la distinción
“formalismo”/“antiformalismo”. Juristas europeos y norteamericanos de finales del siglo
XIX y comienzos del XX empezaron a criticar las formas dominantes de entender y
practicar el Derecho que eran comunes a ambos lados del Atlántico durante el siglo XIX.
Autores franceses, como Saleilles, Gény y Bonecasse, empezaron a hablar
peyorativamente de la “exégesis” y del “método tradicional”. En EE UU, el juez Holmes y
Roscoe Pound empezaron a hablar abiertamente en contra del “formalismo jurídico”. La
expresión “antiformalismo” jurídico es utilizada en mis obras como un término amplio y
abstracto mediante el cual identifico, como si se tratara de un apellido de familia común,
todos los esfuerzos de estos autores por criticar al “formalismo” o al “método tradicional”.
Pero mi utilización del término no es para nada novedosa: se trata de moneda común en
discusiones de teoría del Derecho, por lo menos, desde la década de los setenta. Es más:
la expresión “antiformalismo” hizo carrera a partir del trabajo de Morton White, quien en
1949 escribió un muy importante libro titulado Social thought in America: the revolt against
formalism. En él, White quiere mostrar cómo se da una revuelta intelectual en EE UU
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contra varias manifestaciones culturales de “formalismo” y que tienen un punto común en
el pragmatismo de John Dewey. En Historia, por ejemplo, surge la “nueva historia”; en
Pedagogía, los bien conocidos esfuerzos de la “nueva escuela”; en Derecho, y por
aceptación del mismo Dewey en su seminal texto de 1924, Logical method and law, surge
“la necesidad social e intelectual [de que el Derecho sea infiltrado] por una lógica más
experimental y flexible”. Esta reacción antiformalista en Derecho recibió con el tiempo
varios nombres, aunque el apellido común seguía estando presente: se le empezó a
llamar, así, método experimental, jurisprudencia sociológica, jurisprudencia finalista,
jurisprudencia de intereses o, incluso, libre investigación científica.
El “antiformalismo”, como denominador común de la reacción de Gény y Holmes (por
poner dos ejemplos diversos), es una teoría compleja y polivalente que resulta muy difícil
resumir en los límites propios del presente escrito. Ruego al lector que quiera una
caracterización más completa que se remita al capítulo 4 de mi Teoría impura del
Derecho. Intentaré, sin embargo, una descripción general de una de sus corrientes: las
normas escritas del derecho vigente no controlan, ni deben controlar por sí solas las
decisiones de los jueces. No se trata de la misma tesis radical del “escepticismo frente a
las normas”, porque todos los autores que menciono aceptan que las reglas controlan
adecuadamente al menos una parte de la actividad judicial, pero ciertamente una parte
mucho menor de lo que pretendía el método jurídico tradicional o formalista. Hay muchos
casos en los que, primero, no hay norma jurídica aplicable; segundo, la norma es
ambigua; tercero, la norma es contradictoria con otra norma del sistema. Estos defectos,
afirman los antiformalistas, no son excepcionales. Todo lo contrario: se trata de
características constantes y frecuentes de los sistemas jurídicos complejos que tienen
sociedades como las nuestras desde el mismo fin del siglo XIX. Los antiformalistas
tempranos (que es el nombre que como grupo les doy en mis libros a estos autores)
pensaban que estos casos, sin embargo, eran resolubles con fundamento en criterios
razonables extraídos del mismo Derecho o por fuera del Derecho, pero que en todo caso
no eran simplemente derivables o deducibles de normas vigentes. Me es imposible pasar
a explicar ahora cuáles eran esos criterios razonables. Sin embargo puedo decir que se
trataba, en general, de una dirección cientificista y positivista que pensaba que las
ciencias sociales podían rellenar el déficit de racionalidad que se derivaba de la constante
cortedad de las normas en dirigir silogísticamente la actividad de los jueces. Termino por
decir que esta dirección jurisprudencial es la fuente directa de la doctrina del abuso del
derecho, la responsabilidad por riesgo, la teoría de la imprevisión, la idea de la propiedad
como función social, el concepto de servicio público administrativo y muchas otras ideas
centrales de la dogmática jurídica contemporánea. Desconocer esta teoría del Derecho es
ignorar el origen intelectual y cultural de estas importantes nociones jurídicas.
No hay distinción rígida
Existe, sin embargo, una complejidad importante: durante los mismos años que estoy
describiendo (circa 1900-1940), los autores del Derecho recurrieron masivamente a las
ciencias sociales para explicar el fenómeno jurídico. En este grupo cabe mencionar a
Ihering, Gény, Duiguit, Ehrlich, Holmes, Pound, Frank, etc. Los “antiformalistas”, como
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Gény, utilizaron las ciencias sociales para tomar decisiones en casos difíciles en los que
el derecho vigente no era suficiente. Muy cercanos a ellos, tanto en periodo histórico
como en dirección teórica y política general, los proponentes del “escepticismo frente a las
normas” utilizaron las ciencias sociales, no para complementar el Derecho, sino para
denunciar que el Derecho no era un sistema racional de deducciones normativas. Tan
cercanos eran estos movimientos que, con frecuencia, se les describió como dos alas o
ramas de una misma escuela. En EE UU, por ejemplo, se les denominó “realistas”,
aunque se diferenciaba usualmente entre aquellos como Kart Llewellyn, para quien el
Derecho seguía siendo controlable a través de las ciencias sociales, y aquellos otros
como Jerome Frank, para quienes el Derecho era incontrolable como precisamente lo
denunciaban los estudios de las mismas ciencias sociales. En América Latina hubo un
jurista que pronto se montó en esa ola antiformalista: se trata, precisamente, de Luis
Recasens Siches, que en su texto de 1956, Nueva filosofía de interpretación del Derecho”
trata de hacer una recepción masiva del pensamiento de estos juristas “antiformalistas”.
En ese texto utiliza la dicotomía entre “lo racional” y “lo razonable”, propio de la tópica
jurídica, para hacer una caracterización epistemológica general de estas corrientes. Es
preciso advertir, sin embargo, que en muchos de estos autores existían radicales
ambigüedades entre las dos direcciones del antiformalismo. En particular, Gény y
Recasens Siches oscilan frecuentemente entre la tesis “antiformalista” y el más fuerte
“escepticismo frente a las normas”. Le sorprenderá, por tanto, Dr. Tamayo, la siguiente
afirmación de Recasens al describir el propósito general de su propio texto: “En el campo
de la práctica, donde quiera que hubo jueces inteligentes, percatados de su misión y
conscientes de su responsabilidad, esos problemas [del formalismo] fueron resueltos
satisfactoriamente: se hizo justicia como se debía hacer, bien que para ello en apariencia
tuviese que retorcerse hábilmente la interpretación de la ley, o acudir a argucias de
apariencia lógica, con el fin de producir externamente la impresión de que el juez seguía
moviéndose estrictamente y con toda fidelidad dentro de los caminos de las reglas
positivas previamente formuladas. Así pues, aquel tipo de problemas fue resuelto en la
práctica del modo como en justicia debía resolverse; pero, en cambio, esto se hizo desde
el punto de vista teórico con conciencia turbia. Se obedeció a las exigencias de la justicia,
pero no se halló una justificación teórica para hacer lo que se hacía, que desde luego era
lo que se debía hacer. El juez tenía clara conciencia de lo que debía hacer, y lo hacía,
pero no lograba encontrar las razones teóricamente justificadas para apoyar su decisión, y
entonces trataba de disfrazar esta decisión con sutilezas pseudológicas para darle una
falsa apariencia de haber sido deducida por inferencia de los textos vigentes. Lo que
espero aportar con este libro es la aclaración que permita a los jueces valientes, cuando
se enfrentan con tales problemas, seguir haciendo lo que ya solían hacer, pero hacerlo a
la luz del día, sin subterfugios ni encubrimientos, justificadamente sobre razones que
pertenecen esencialmente a la índole del derecho positivo. Y con ello, a los jueces
timoratos, que no se atrevían a obedecer exigencias de justicia cuando estas parecían
tropezar con textos establecidos, se les ofrecerá facilidades para vencer esos temores
que sentían, y, consiguientemente, para cumplir con su deber”.
Como se ve en el texto que acabo de citar, y como puede apreciarse de una lectura
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completa de esta etapa del trabajo de Recasens Siches, es evidente que hay una radical
ambigüedad, también señalada en Gény, sobre el significado del “antiformalismo”. En este
párrafo es evidente que se mezclan las dos ramas o corrientes que describí más arriba y
que, por tanto, resulta completamente implausible su separación tan tajante entre
“antiformalismo” y la llamada “lógica de lo razonable”. Otro tanto sucede con Gény. Sus
propias palabras son dicientes: “De atenernos a las conclusiones del método tradicional,
toda cuestión jurídica debe resolverse mediante soluciones positivamente consagradas
por el legislador. De esta suerte se permanece forzosamente y para todo en la situación
en que nos encontrábamos en el momento mismo de aparecer la ley. Y cualquiera que
sea la evolución posterior de las situaciones o de las ideas, falta autorización para
traspasar el horizonte que el legislador descubrió en la época en que dictó la regla. Surge
posteriormente una cuestión nueva, fuera de los límites de este horizonte; se le procura
encajar con un cuadro abstracto y general suministrado por la ley misma o con elementos
tomados de ella. Acaso suceda que no hay coincidencia perfecta; no importa. Ya se sabe
que con cierta dosis de libertad de interpretación se pretende satisfacer todas las
exigencias. Pero no se hace esto sin agravio del sistema y colocarse en un terreno de
empirismo que, por encima de todo, rechaza; ¿qué hacer, ‘al llegar el momento, tarde o
temprano, en que este procedimiento es impotente, porque el texto resiste y es imposible
plegarlo, retorcerlo? Hay necesidad de aplicarlo o destruirlo’. La interpretación dice con
esto su última palabra y se ve obligada a reclamar el auxilio del legislador. Pero aparte de
las dificultades e inconvenientes que presentan las reformas legislativas de detalle, ¿no
es esto la derrota del método jurídico, la confesión de impotencia para satisfacer por sí
mismo las necesidades de la vida? Este, para mí, vicio esencial del sistema de
interpretación puramente legal y deductivo; esta falta de plasticidad que imprime el
derecho positivo, se agrava con otra deficiencia que nos dará motivos a críticas más
precisas. Bajo la apariencia de permanecer fiel a la ley y a su pensamiento, el método
tradicional da margen al subjetivismo más desordenado […]. De suerte que, con el
pretexto de respetar mejor la ley, se desnaturaliza su esencia; en los jurisconsultos que
pregonan la más escrupulosa veneración por el texto legal, se hallan a veces ideas
enteramente personales que atrevidamente imputan al legislador. Esta desnaturalización
de la ley, para mí no sería más que a medias un mal, si se confesase así y se practicase
abiertamente. Pero el principal peligro es la hipocresía que enmascara. La creencia de
que toda solución debe atrincherarse tras un texto limita necesariamente la libertad de
movimiento del intérprete de manera estéril y perniciosa…”.
Creo que estas citas demuestran suficientemente que Gény y Recasens comparten
importantes ambigüedades propias de su época y que, por tanto, en ellos no existe una
demarcación tan clara entre las formas fuertes y débiles de “antiformalismo”. Esta
interpretación es también compartida, en general, por los profesores que participaron en
el reciente libro, François Gény: mythe et réalités. En mis obras también presento
suficiente evidencia de cómo la generación de juristas colombianos de los años 30, y
especialmente aquellos que conformaron la llamada “Corte de Oro”, también se movían
dentro de esta ambigüedad teórica. Téngase en consideración, por ejemplo, las
afirmaciones de Eduardo Zuleta Ángel (nada más y nada menos que presidente de la
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corte) cuando dice en un texto de 1936: “La codificación del Derecho Civil produjo en el
siglo pasado el fenómeno conocido con el nombre tan conocido como exacto de
fetichismo de la ley escrita...”.
Los argumentos y citas presentados (además del consenso actualmente existente entre
los principales analistas de la obra de Gény) demuestran concluyentemente que una
distinción rígida entre “lógica de lo razonable” (en Recasens Siches) y “el antiformalismo”
es histórica y conceptualmente falsa.
Una mezcla compleja
Si examinamos aún más la oposición estructural entre “formalismo” y “antiformalismo”,
podría decirse que se trata de un continuo entre dos polos teóricos e intelectuales del
Derecho.
Todo sistema jurídico contemporáneo, al menos en Occidente, es una mezcla compleja
entre formalismo y antiformalismo y toda sociedad busca un cierto equilibrio y balance
entre las técnicas, ventajas y desventajas de estas dos formas de entender las normas.
Un sistema jurídico se predica “formalista” en varios sentidos. Podría decirse, y en esto
sigo a Kennedy, que un sistema de normas puede caracterizarse por tener formalismos
procesales, transaccionales, administrativos o normativos.
En primer lugar, por ejemplo, un sistema es procesalmente formalista si un derecho
sustantivo depende en su existencia de reglas procesales. Así, por ejemplo, el sistema
procesal formulario del derecho romano era “formalista” y, por el contrario, todos los
sistemas procesales contemporáneos tienden a ser antiformalistas, con la posible
excepción de momentos de procedimentalismo rococó como los que se presentaron en
ciertas épocas del sistema inglés de writs o en episodios de la jurisprudencia colombiana
relativa a las acciones contencioso-administrativas o al recurso de casación y que hoy,
sabia y afortunadamente, están en franco retroceso legislativo y judicial. Ser formalista en
este sentido recuerda igualmente las estrecheces procesales de la acción por
responsabilidad aquiliana, hoy afortunadamente superadas.
En segundo lugar, un sistema jurídico puede ser formalista en el sentido en que requiere
la existencia de formalidades transaccionales o negociales explícitas para el
reconocimiento de derechos. En este sentido, por ejemplo, puede decirse que el derecho
civil tiende a ser más formalista frente a una cierta y creciente tendencia antiformalista del
derecho comercial. Existe igualmente una tendencia antiformalista cuando, por ejemplo, el
gobierno y la sociedad civil abogan por la eliminación de “costos de transacción” en la
forma de la “tramitología”. Quiero advertir, adicionalmente, que en este sentido (y varios
otros) el ejemplo más señero de antiformalismo contemporáneo es el análisis económico
del Derecho que es tan dominante hoy en día en temas como el derecho privado y la
responsabilidad civil extracontractual.
En tercer lugar, un sistema jurídico es administrativamente formalista en el sentido en que
el ejercicio del poder estatal se condiciona a actos y límites formales como garantía
constitucional de la libertad. Es formalista, por tanto, la exigencia de orden judicial previa
para la realización de cualquier captura o allanamiento y es antiformalista, por ejemplo, la
eliminación en ciertos casos de este requisito previo. Así, por tanto, las normas de
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estados de excepción y en cierto sentido el nuevo Código de Procedimiento Penal han
exhibido una tendencia antiformalista en punto de requisitos previos de captura de
personas. Sospecho, Dr. Tamayo, que usted en esto también es antiformalista.
Finalmente, un sistema jurídico es formalista normativamente cuando prefiere, como
forma central de derecho, la expedición de “reglas” por encima de la expedición de
“principios”. Un sistema jurídico será antiformalista, si del otro lado, confía en el poder
normativo de los principios por encima del modelo de las reglas. El derecho colombiano
después de 1991 sufrió un giro antiformalista, muy similar al giro antiformalista que
había sufrido el mismo derecho colombiano en la década de 1930 y que describo en
mis obras. Estos giros consisten en lo siguiente: a veces una sociedad le dice a sus
jueces que apliquen principios o estándares generales y no reglas concretas de
tipificación específica. Así, por ejemplo, les ordena a sus jueces que evalúen la
responsabilidad según una comparación abstracta y principialista con el buen padre de
familia (Código Civil), que miren el peligro que representan para la sociedad y la víctima
antes de imponer la detención preventiva de acusado (Código de Procedimiento Penal) o
que, finalmente, inapliquen normas legales cuando vulneren de manera abierta y flagrante
derechos constitucionales fundamentales (Constitución Política). Por alguna razón que no
logro comprender todavía, me parece que usted, Dr. Tamayo, comparte perfectamente el
antiformalismo normativo de la ley, pero es reacio a aceptar el antiformalismo establecido
por la Constitución.
El balance entre formalismo y antiformalismo es complejo y ciertamente traspasa todas
las esferas sociales. En algún sentido, y pongo el ejemplo con enorme respeto, la crítica
del Jesús bíblico contra el judaísmo precristiano era una crítica desde un claro
antiformalismo normativo. El derecho judío tradicional es bien conocido por su asfixiante
formalismo. El cristianismo buscó reemplazarlo por una y única regla fundamental:
“Amaos los unos a los otros”. El cristianismo es un perfecto ejemplo de los dilemas que se
dan entre formalismo y antiformalismo normativo. Para muchos católicos, en clave
cristológica, su sistema normativo contiene una sola norma, el metaprincipio abstracto del
amor recíproco. Es un principio amplio, vital, abierto, pero, claro, radicalmente
indeterminado; para muchos otros cristianos, más anclados en una interpretación
veterotestamentaria, el sistema normativo es un decálogo de mandamientos. Diez normas
todavía son un sistema de principios, pero contienen una dirección algo más precisa que
la metanorma del amor irrestricto. Finalmente, para muchos otros cristianos, el sistema
normativo religioso es un sistema comprehensivo de normas en el que se contienen
regulaciones precisas y formales que incluyen hasta qué animales se pueden o no comer.
¿Cuál de estas configuraciones normativas lleva al cielo, Dr. Tamayo? Yo, en lo particular,
no lo sé. Si el supremo legislador, Dios, no ha resuelto decisivamente las perplejidades
que genera la confrontación entre formalismo y antiformalismo, no me sorprendería para
nada que los legisladores humanos tampoco lo hayan hecho. De mi parte, Dr. Tamayo,
seguiré investigando con la cabeza y el corazón lo más abiertos posibles…
Con un respetuoso saludo, Diego E. López.
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