Julio Almeida Las ideas pedagógicas de Ortega Innumerables veces se ha destacado la excepcional labor pedagógica desarrollada por José Ortega y Gasset. Desde muy joven, Ortega es el educador de la nueva España, como escribe Husserl en 1934, y esto en toda la profundidad de los términos. Ello es sobradamente conocido, y hoy resulta evidente la deuda que España —y de paso la América de habla española— tiene contraída con el filósofo cuyo centenario celebramos. Yo quisiera, empero, referirme no a su decisiva colaboración en la palingenesia española, ya iniciada por la generación del 98, sino a las que podemos llamar sus ideas pedagógicas. El maestro Ortega apenas se ocupó temáticamente de la educación, pero cuando lo hace, en contadísimas ocasiones, arroja luz suficiente como para merecer nuestra atención. Prescindiendo de tantas alusiones que se hallan en sus Obras completas1 —que ya es prescindir-—, encuentro siete trabajos en donde Ortega nos habla de educación y/o de pedagogía. Son los siguientes: 1. 1910: «La pedagogía social como programa político», en Personas, obras, cosas, 1916,1, 503-521. 2. 1914: Prólogo a la Pedagogía general derivada del fin de la educación, de 3. 4. J. F. Herbart, VI, 265-291. 1920: «Ensayos filosóficos. Biología y Pedagogía», en El espectador, III, 1921,11,271-306. 1923: «Pedagogía y anacronismo», III, 131-133. 5. 1930: Misión de la Universidad, IV, 311-353. 6. 7. 1933: «Sobre el estudiar y el estudiante» (Primera lección de un curso), IV, 545-554. Primera lección de Unas lecciones de Metafísica, 1966, XII, 15-25. 1953: «Apuntes sobre una educación para el futuro», IX, 665-675. 1 En las Meditaciones del Quijote (1914), su primer libro, Ortega nos dice que el bosque magistral «practica la pedagogía de la alusión, única pedagogía delicada y profunda». Y agrega: «Quien quiera enseñarnos una verdad, que no nos la diga: simplemente que aluda a ella con un breve gesto...» (I, 335). Cuenta y Razón, n.° 14 Noviembre-Diciembre 1983 Los textos primero y último —éste fragmentario— son conferencias; un prólogo, un breve artículo, una lección sobre la falsedad del estudiar y dos ensayos: uno escolar y su famoso folleto sobre la Universidad: no mucho. Podríamos añadir a la lista el consejo que Ortega escribe en 1928 «Para los niños españoles» (IX, 437-438), para exhortarles a distinguir entre personas. Deshaciendo el orden cronológico, circunstancial como todo su pensamiento, intentaré organizarlos según el orden vital que quería su autor. 1. España, problema político-pedagógico Ortega sintió desde muy pronto el problema de la España de fines del siglo xix. Según nos dice después, durante la Restauración el fomento de la incompetencia es la raíz y el origen de todos los males; la omnímoda, horrible, densísima incompetencia sólo podía conducir al desastre de 1898. Esta fecha produce en la conciencia española una sacudida acaso sin precedentes en la historia moderna de nuestro país. La España real pugna por emerger entre los restos fantasmagóricos de la España oficial —como afirma en su famosa conferencia «Vieja y nueva política»—, y se empieza a sentir la profunda necesidad de la palingenesia renovadora, de la regeneración y europeización de España. Recogiendo la llama de Joaquín Costa, Ortega termina su conferencia sobre la pedagogía social diciendo: Regeneración es inseparable, de europeización; por eso apenas se sintió la emoción reconstructiva, la angustia, la vergüenza y el anhelo, se pensó la idea euro-peizadora. Regeneración es el deseo; europeización es el medio de satisfacerlo. Verdaderamente se vio claro que España era el problema y Europa la solución. Ortega tiene muy claro el asunto. «El problema español es un problema educativo» (1908). No cabe duda: se trata de restablecer a una España sin pulso, de vertebrar y vitalizar al gran cuerpo desmoralizado que es la nación española, diríamos cartesianamente. El mismo año simplifica: «Europa = ciencia; todo lo demás le es común con el resto del planeta.» Y todos hablan de la educación del pueblo, más de la mitad analfabeto. Se ha hablado, y por fortuna se habla cada vez más, de educación: sólo a la insolencia irresponsable de alguno que quiera oficiar de necio representativo es lícita la duda sobre si puede correr un día más sin que iniciemos una magna acción pedagógica que restaure los últimos tejidos espirituales de nuestra raza 2. Individuo y sociedad Ortega se interesó desde su juventud por la sociología, que por entonces llegaba a una primera madurez (Simmel, Weber, Durkheim); en reali2 «Asamblea para el progreso de las ciencias», 1908,1,102-103. dad se interesaba por casi todo, como acredita su obra. La ciencia social le atrae especialmente, pero es desde su propia filosofía desde donde llega a la evidencia de que el hombre está hecho de sustancia social e histórica. Así el español. Hablando sobre «La pedagogía social como programa político», plantea sin rodeos el problema español. Franceses, ingleses y alemanes viven en ambientes sociales constituidos y en buen funcionamiento. Pero Entre nosotros el caso es muy diverso: el español que pretenda huir de las preocupaciones nacionales será hecho prisionero de ellas diez veces al día, y acabará por comprender que para un hombre nacido entre el Bidasoa y Gibraltar es España el problema primero, plenario y perentorio. Ortega comenta la Pedagogía social de Paul Natorp, que fue profesor suyo en Marburgo. Y para que nadie dude acerca de la naturaleza del problema, insiste una y otra vez. «Este problema es, como digo, el de transformar la realidad social circundante.» Y unas líneas más abajo: «Necesitamos transformar a España: hacer de ella otra cosa distinta de lo que hoy es.» Esta transformación es doble: del individuo y de la sociedad española, ambos estrictamente inseparables, insalvable el uno sin la otra. Recordemos su fórmula: «Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo.» Ortega sabía muy bien que la salvación del hombre español pasaba por la salvación de la sórdida circunstancia hispana. Náufrago en su propio personalismo, el español necesita la disciplina de las cosas circunstantes. Ya lo pidió en 1908: «Salvémonos en las cosas, sometámosnos durante un siglo, cuando menos, a la severa e inequívoca disciplina de las cosas.» Setenta y cinco años después, los españoles vamos aceptando, de grado o por fuerza, esa severa disciplina, pero aún queda mucho por hacer en ese sentido; hay sin duda demasiado personalismo en la vida pública española, un personalismo caliginoso y pueril —o senil, no sé— que estorba todo proyecto colectivo. Recogiendo ideas de Platón, Pestalozzi y Natorp, Ortega señala que la escuela y el maestro son sólo un momento de la educación: «La casa y la plaza pública son los verdaderos establecimientos pedagógicos.» Hemos de someternos a la ley anónima de la comunidad, la única ley dulce; y grita de nuevo: ¡Salvémonos en las cosas! Como cabe suponer, Ortega preconiza la escuela laica (del griego laos, pueblo, aclara); y adelantándose muchos decenios, escribe estas palabras lúcidas: Claro está que, para mí, escuela laica es la instituida por el Estado. Contradiría cuanto he dicho, admitir la libertad de enseñanza que hoy tan aguerridamente toman como bandera los anarquistas conservadores apenas el Estado trata de inmiscuirse en la enseñanza ya privada. Ortega ha puesto el dedo en la llaga. Y como suele, empieza a aclarar las cosas. Escuela pública y escuela privada El filósofo quiere una escuela laica, popular, pública; una educación por y para la sociedad; una educación, por tanto, que niega a la familia competencia en esta materia. No compete, pues, a la familia ese presunto derecho de educar a los hijos; la sociedad es la única educadora, como es la sociedad único fin de la educación; así, se repite en las aplicaciones legislativas concretas la idea fundamental de la pedagogía social: la correlación entre individuo y sociedad. Estas palabras hablan con una claridad y una lógica que siguen brillando, pese a tantas logomaquias que se siguen expectorando anacrónicamente para defender muy dudosos y turbios intereses privados. Porque ¿qué significan realmente las escuelas pública y privada? ¿Qué se oculta detrás de esas denominaciones? No se trata aquí de dar la razón a Ortega (que la tiene muy sobrada), pero sí conviene recordar que Natorp, Durk-heim y Dewey (coetáneos entre sí, de la generación anterior a Ortega) reclaman derechos escolares análogos en Alemania, Francia y Estados Unidos. ¿Para qué insistir aquí en los efectos de aquella acción educadora? Joaquín Costa fue desescuchado. Oigamos con los ojos a Ortega: La instrucción pública de los países europeos —no ya sólo de España— perpetúa en su organización un crimen de lesa humanidad; la escuela es dos escuelas: la escuela de los ricos y la escuela de los pobres. Los pobres no lo son meramente en hacienda: son también pobres de espíritu. Llegará un tiempo —por ignominia todavía no ha llegado— en que no habrá que estudiar a los hombres clasificados dentro de las categorías de pobre y rico, como se clasifican las animálculas en vertebradas e invertebradas. Pero es aún peor que hoy los hombres se dividan también en cultos e incultos; es decir, en hombres y subhombres. Y apunta —en 1910, no lo olvidemos—: «Estimo que los partidos obreros se olvidan un poco de la escuela única.» Así es, en efecto. Sin haber llegado a esta escuela ejemplar, nadie habla de ella. Por lo pronto, a comienzos de siglo sólo había escuela para unos pocos; pero esos pocos, además, se hacinaban en las escasísimas escuelas existentes: los más campaban por sus respetos y engrosaban las bien nutridas filas de analfabetos. Pero hoy, cuando casi todos los niños españoles disponen de asiento escolar, hay que preguntarse no ya cuántos sobran en cada aula —para dar una educación de calidad, la impertinente cantilena de estos tiempos—, sino, repito, ¿qué significan de hecho las dos escuelas? Como aquí tratamos de las ideas de Ortega, no es cosa de entrar a fondo en la polémica actual. Me permito, sin embargo, apuntar que las escuelas privadas españolas —religiosas en su mayor parte— me parecen un simple abuso del derecho reconocido en el artículo 27 de la Constitución. Este artículo está bien redactado, pero se puede interpretar torcidamente, cómo no. Dice el párrafo 6 del mismo: «Se reconoce a las personas físicas y jurídicas la libertad de creación de centros docentes, dentro del respeto a los principios constitucionales.» Ahora bien, ¿es constitucional hacer uso de esa libertad para crear centros docentes donde se niega la entrada a niños de clases sociales inferiores? ¿Es constitucional el apartamiento y la preselección de los niños en dos escuelas separadas? En mi opinión, el artículo 14 de la Constitución no casa con la vergonzosa realidad que hoy ofrece la educación básica española3. Básica, bueno, pero de general nada; lo he afirmado otras veces. «General» significa, según el Diccionario de la Academia, «común y esencial a todos los individuos que constituyen un todo, o a muchos objetos, aunque sean de naturaleza diferente». Pero la más ligera inspección de las escuelas públicas y privadas de España muestra con toda evidencia cuan falsa resulta la palabra «educación general básica», porque no hay comunidad o generalidad alguna, o sólo muy aproximadamente. Si no queremos enfangamos con las palabras, hemos de convenir que la escuela privada constituye más que un abuso, un uso; un vergonzoso uso establecido al amparo de la incuria de un Estado que aún contaba por millones a los niños sin escuela. La escuela privada es una escuela especial de ricos —o al menos de clases acomodadas-—:. Por lo mismo, debe decirse que la escuela pública tampoco es propiamente tal. Multitud de escuelas públicas (ayer estatales y anteayer nacionales; qué feria de adjetivos confundentes) están ahí como escuelas de pobres (Ortega, 1910), como asilo o guardería de pequeños que malamente pueden pensar en el bachillerato. Con frecuencia lamentable, los rectores de escuelas privadas se reservan religiosamente el derecho de admisión de niños difíciles, los cuales desembocan inexorablemente en la (muy mal llamada) escuela pública; y ésta resulta de hecho una escuela especial donde se da cita la pobreza del barrio, una escuela ad usum plebes donde brillan por su ausencia los niños de las clases medias. Hasta tal punto ocurre esto, que a menudo los maestros mandan a sus propios hijos a una escuela privada, subrayando así la indigencia de la escuela que regentan. Y el círculo vicioso queda perfectamente cerrado. Yo no sé cómo pueden los poderes públicos garantizar el derecho de todos a la educación «mediante una programación general de la enseñanza» (art. 27.5). Eso es sumamente difícil en ciertas y determinadas escuelas públicas, cuyos alumnos están cuidadosamente seleccionados al revés. Y ya como anécdota sombría están las resistencias que ofrecen las escuelas privadas a la supervisión, control y gestión del Estado. Si Durkheim levantara la cabeza, se moriría probablemente del susto. 3 El artículo 14 dice así: «Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra : condición o circunstancia personal o social.» Aire público y aire pedagógico Pedagogos de salón consideran con frecuencia que la educación que se imparte en los centros docentes depende principalmente de la programación general de la enseñanza y de la calidad del maestro. Naturalmente, son variables a tener en cuenta; pero hay que considerar también otros condicionamientos, adversos muchas veces (que pueden desmoralizar y aun expulsar a maestros bien predispuestos), otras circunstancias no menos importantes que la sociología de la educación ha descubierto a lo largo del siglo xx. Así, por ejemplo, la extracción social de los escolares. Porque ya hemos visto en qué consiste la publicidad de la escuela pública: en una imprudente selección inversa. Y los resultados —performance, Leistungen-— son bajos, inevitablemente bajos. (Por eso, hablar como ahora se hace de fracaso escolar me parece una muy cruel forma de hipocresía que no resiste el menor análisis.) Por otra parte, ya empezamos todos a entrever algo que Ortega vio con toda agudeza en 1930: que la escuela no, tiene ni puede tener fuerza creadora histórica para cambiar las naciones. Dicho en la jerga sociológica, la escuela es variable dependiente de la sociedad, y no al revés. En una página magistral, Ortega deshace viejos prejuicios. Razonamiento erróneo de los mejores: la vida inglesa ha sido, aún es, una maravilla; luego las instituciones inglesas de segunda enseñanza tienen que ser ejemplares, porque de ellas ha salido aquella vida. La ciencia alemana es un prodigio; luego la Universidad alemana es una institución modelo, puesto que engendra aquélla. Imitemos las instituciones secundarías inglesas y la enseñanza superior alemana... Esto nace de un error fundamental que es preciso arrancar de las cabezas, y consiste en suponer que las naciones son grandes porque su escuela —elemental, secundaria o superior— es buena. Esto es un residuo de la beatería «idealista» del siglo pasado. Atribuye a la escuela una fuerza creadora histórica que no tiene ni puede tener... Ciertamente, cuando una nación es grande, es buena también su escuela. No hay nación grande si su escuela no es buena. Pero lo mismo debe decirse de su religión, de su política, de su economía y de mil cosas más. La fortaleza de una nación se produce íntegramente. Si un pueblo es políticamente vil, es vano esperar nada de la escuela más perfecta... Principio de educación: la escuela, como institución normal de un país, depende mucho más del aire público en que íntegramente flota que del aire pedagógico artificialmente producido dentro de sus muros. Sólo cuando hay ecuación entre la presión de uno y otro aire la escuela es buena 4. Como vemos, Ortega invierte los términos y la relación de causalidad. Lo primero es la nación, la vitalidad de un pueblo; después viene la escuela como institución social y mecanismo de transmisión; la escuela y todo lo demás. Que en la escuela influye más el aire público que el aire pedagógico se ve muy bien cuando se comparan las enseñanzas estatal y privada. Probablemente ninguna de estas dos escuelas es propia y última4 Misión de la Universidad, IV, 315-316. mente pública: ambas son parciales, de una clase o de otra, pero quizá privadas en definitiva. ¿Por qué esa resistencia nuestra a lo estrictamente público? ¿Es que tenemos menos sensibilidad para la cosa pública y cuanto ello significa de respeto a la norma objetiva? Lo cierto es que la familia hispana —pobre, rica o intermedia— se dirige a la escuela con una actitud arrogante y prepotente que no se suele ver en otras naciones europeas. Que el fenómeno remita —no estoy seguro— no quita gravedad a un personalismo que, a pesar de sus gracias y ventajas, suele resultar desgraciado e inconveniente. Por consiguiente, más que la escuela como institución, a Ortega le preocupa la salud nacional, la vitalidad de España. Esto nos lleva al quid de su pensamiento pedagógico. 2. Pedagogía de secreciones internas Ya en 1910, Ortega (nombrado dos años antes profesor de Psicología, Lógica y Etica en la Escuela Superior del Magisterio de Madrid) define la educación como la acción de sacar una cosa de otra. Por la educación obtenemos de un individuo imperfecto un hombre cuyo pe cho resplandece en irradiaciones virtuosas. Nativamente aquel individuo no era bondadoso, ni sabio, ni enérgico; mas ante los ojos de su maestro flotaba la ima gen vigorosa de un tipo superior de humana criatura, y empleando la técnica pe dagógica ha conseguido inyectar este hombre ideal en el aparato nervioso de aquel hombre de carne. ¡Tal es la divina operación educativa, merced a la cual la idea, el verbo, se hace carne! ; • , Clara y hermosa forma de explicar en qué consiste la educación. Como en el viejo y entrañable mito griego, el maestro viene a ser como una especie de moderno Pigmalión cuya huella en el alma infantil resultará indeleble. Unos años después, Bernard Shaw llevó al teatro este mito, que cuidadosas y oportunas investigaciones posteriores han confirmado con bastante precisión s. La tarea del maestro tiene su importancia, en bien o en mal. Ello depende de la orientación o preparación que la sociedad le proporcione y (sigamos con el mito) de lo que se espere de él. . Pero la definición anterior es una formalidad. Quiere decirse que podemos convertir a los niños en lo que imaginemos y nos propongamos (piénsese, salvando las distancias, en el conductismo de un Watson, que lanzaba poco después su famoso grito). Es hora ya de preguntarse por los fines pedagógicos del propio Ortega. ¿Qué idea pedagógica tiene el filósofo en su mente? ¿Qué se debe hacer en las escuelas? Son las cuestiones que considera en sus «Ensayos filosóficos. Biología y Pedagogía». Ortega está de acuerdo con Antonio Zozaya —cuyas ideas pedagógicas discute— en Véase, por ejemplo, Rosenthal y Jacobson, Pigmalión en la escuela, Madrid, 1980. que la escuela debe preparar para la vida. Pero hay que precisar para qué clase de vida. Y distingue tres clases de actividad espiritual. La civilización, con su conjunto de técnicas, constituye una estructura mecanizada y secundaria; se ha de aprender, sí, pero como se aprende a montar en bicicleta. En segundo lugar están las ¿unciones culturales del pensar científico, de la moralidad y de la creación artística; todo lo cual son especificaciones de la vitalidad psíquica, y valen en el orden psíquico lo que el andar en el corpóreo. Finalmente están los ímpetus originarios de la mente, tales como «el coraje y la curiosidad, el amor y el odio, la agilidad intelectual, el afán de gozar y triunfar, la confianza en sí y en el mundo, la imaginación, la memoria». Ortega estima que enseñar técnicas de uno u otro signo está muy bien, como hay que educar la moralidad y el civismo; pero antes hay que vivir, hay que tener entusiasmo, voluntad y energía. Porque ése era el problema español, según vimos. Lo repitió una y otra vez. Por ejemplo, lo declaró taxativamente en «Vieja y nueva política»: «Lo único importante [es] el aumento y fomento de la vitalidad de España»; porque «la raza se halla como exánime..., sólo le quedan como unos hilillos de vitalidad histórica»; y concluye: «Nuestro problema es mucho más grande, mucho más hondo; no es vivir con orden, es vivir primero.» De ahí que a Ortega le aterre la proposición de Zozaya de leer el periódico en la escuela. El, que sabía tan bien lo que el periódico tiene de superficie y fugacidad, no puede aceptar semejante ligereza. Y así como la ameba, indi-f erenciada en su estructura, se hace un falso pie para moverse, un pseu-ílópodo que desaparece terminada la misión de desplazamiento, así cree Ortega que la escuela debe educar la energía y la vitalidad primarias. La escuela «tiene que asegurar y fomentar esa vida primaria y espontánea del espíritu, que es idéntica hoy y hace diez mil años». A mi juicio, pues, no es lo más urgente educar para la vida ya hecha, sino para la vida creadora. Cuidemos primero de fortalecer la vida viviente, la natura natu-rans, y luego, si hay solaz, atenderemos a la cultura y a la civilización, a la vida mecánica, a la natura naturata. A continuación se refiere Ortega a investigaciones biológicas y médicas con el fin de elucidar su pensamiento pedagógico. La biología de la segunda mitad del siglo xix -—vía Darwin o vía Lamarck— había considerado la vida como una adaptación al medio. Pero esta idea de mecánica adaptación empieza a invertirse con la nueva doctrina de las secreciones internas (Ma-rañón, 1915) y otros descubrimientos acerca de la autorregulación de la vida fisiológica. «Frente a las funciones de adaptación y funcionamiento de los órganos —escribe Ortega—:, representan las funciones de regulación un orden más profundo de la vitalidad, y están mucho más cerca que aquéllas de lo que he llamado vitalidad primaria.» Deseo, imaginación, mitos Paralelamente, en la vitalidad psíquica hay funciones como la percepción, la memoria y la conciencia moral que vierten hacia fuera, confinan con el medio y son regidas y condicionadas por él. Pero hay estratos más profundos de la vitalidad, hay un subsuelo psíquico de donde surgen aquellas funciones: «Esa trastierra espiritual, esa fauna psíquica inadaptada, es mucho más rica, enérgica y abundante que la prudente y útil.» Así, el deseo. Mientras el querer quiere la realidad de algo y, por tanto, los medios que lo realizan, el mero deseo es un apetito primario que puede permitirse el lujo de desear lo inalcanzable e imposible. Ahora bien, de esos deseos primarios brota la voluntad. «El deseo nutre el querer, lo excita, gravita constantemente sobre él, moviéndolo a ampliarse, a ensayar una vez y otra la realización de lo que ayer era imposible. El deseo es, pues, una función interna.» Fijémonos en el niño. Los niños ignoran que unas cosas son posibles y otras no, observa Ortega; no distinguen entre deseo y querer. Su deliciosa confusión les permite así jugar a policías y ladrones o a mil cosas distintas. Según Ortega, hemos de fomentar esos apetitos primarios, que constituyen la fuente de la futura voluntad y de la vida psíquica adulta. De ahí su profunda repulsa frente a la idea de educar para la vida hecha, de ahí su rechazo de la pedagogía de adaptación y de la lectura del periódico. He aquí el párrafo que nos interesa. Una pedagogía de adaptación tenderá, movida por su miope utilitarismo, a podar en el niño y el adolescente toda la fronda del deseo, dejando sólo aqueÜos apetitos que el maestro juzga practicables. Con ello vendrá a hacerse cada vez más angosto el círculo de la voluntad y menos briosos los ímpetus de ensayo. Una pedagogía de secreciones internas cuidará, por el contrario, de fomentar los apetitos, formando un abundante stock de ellos en el alma juvenil. No es posible entrar en el detalle de todas las ideas de su fértil ensayo; por ejemplo, su idea de la vida ascendente y decadente. Veamos, finalmente, el procedimiento adecuado para estimular esas hormonas espirituales. Como se trata, ante todo, de asegurar la salud vital, supuesto de toda ulterior salud, Ortega cree que se han de cultivar los sentimientos. ¿Cómo? Mediante los mitos. «Para mí, los hechos deben ser el final de la educación: primero, mitos; sobre todo, mitos. Los hechos no provocan sentimientos.» En la escuela actual creo que se han desterrado los mitos (y no por razones meramente escolares, claro es). Tal vez por eso contemplamos con frecuencia el aterrador espectáculo de muchachos apagados, sin vivacidad, imaginación ni gusto por la vida. Si no me equivoco, un practicismo mal entendido ha llevado a padres y maestros a la estúpida creencia de que los mitos, los cuentos y las canciones populares no sirven para nada. Pero «el mito es la hormona psíquica», enseña Ortega; y defiende las imágenes de Hércules y Ulises, que a su juicio serán eternamente escolares. Presentad al niño la imagen de Hércules echándose al hombro el toro de Creta, o a Ulises sonriendo desde la marina mientras el Cíclope aulla de dolor con el asta astuta clavada en la frente; en la fontana vital del niño se producirá un estremecimiento, y de él brotará a poco una fluida oleada de cálida, irreal materia, que inundará el volumen entero de su alma. Es el entusiasmo, ardiente ráfaga íntima que cruza nuestro paisaje psíquico con todo el dinamismo exaltador de una primavera momentánea. Así de claro. ¿No resulta empobrecedor el canijo prurito de practicis-mo que aqueja hoy a nuestras escuelas primaria y secundaria? Gonzalo Torrente Ballester, profesor y maestro, insistía recientemente en la inexcusable necesidad de cultivar la imaginación en la escuela «para que el día de mañana no tengamos que importar patentes» (cito de memoria). Torrente señala la necesidad de fabular y de contar cuentos a los niños para fomentar la imaginación, condición necesaria de toda invención. Ortega y Torrente dicen más. El filósofo estimaba que los españoles son mucho más pobres en deseos que en riqueza. «Debilidad en la secreción psíquica interna del deseo trae consigo mengua de vitalidad e ineptitud para la cultura y la civilización, que son, a la postre, no más que el reboso y la sobra de aquélla.» Y Torrente dice hoy algo tal vez no muy distinto: que los países con técnica avanzada son los países con novela, porque, en definitiva, ambas cosas—-inventarse una máquina o escribir una novela—- proceden de la misma fuente imaginativa; cuando Cervantes inventa la novela moderna —prosigue el escritor gallego—, España se encuentra en el más alto nivel técnico de la época. La tesis de Torrente puede discutirse, mas no ahora, como es natural. 3. Un consejo para los niños españoles Decía que Ortega jamás se olvidó de su circunstancia española. En el periódico, en la cátedra, en el Parlamento y en sus libros su obra fue un permanente servicio a España. Por eso; cuando en cierta ocasión le piden unas palabras para un libro de lectura escolar, el filósofo da un útil e inteligente consejo. En una breve nota «Para los niños españoles» (1928), Ortega les dice en el lenguaje más llano posible que el porvenir de España depende de ellos y de que aprendan una cosa que parece muy sencilla: distinguir entre personas. Según él, eso es lo que en mayor grado faltaba a nuestros padres y nuestros abuelos. Igual que Antonio Machado procuraba distinguir las voces de los ecos, Ortega exhorta a los niños a distinguir. «Porque los españoles que ahora forman nuestra sociedad no saben distinguir entre hombres y, acaso de buena fe, creen que son inteligentes los que son más necios, que son buenos los que son más farsantes.» Este es el diagnóstico orteguiano dé hace más de medio siglo. ¿Podría mantenerse hoy? Creo que sí, y no sería difícil demostrarlo. Ortega precisa: igual que hay enfermos de la visión que ven grises los objetos azules, así nos acontece hoy a nosotros: Padecemos una perversión del juicio sobre personas. ' Y recomienda cuatro reglas o criterios para alcanzar la exquisita sensibilidad necesaria para distinguir entre el valer verdadero y el falso: no hacer nunca caso de lo que la gente opina; en consecuencia, no dejarse contagiar, convencerse; pensar que lo más valioso, por eso mismo, choca con lo habitual y es más difícil de comprender; y finalmente, en caso de lucha, sospechar que la razón acompaña a los menos, no a los más. Todo esto es coherente con su teoría social de la vida humana. Ortega, que por entonces escribía La rebilión de las masas, estaba convencido de que la sociedad es jerárquica, toda sociedad. Pero, en el caso de España^ había advertido una especie de animadversión contra los mejores, á su entender ausentes debido al triunfo del más chabacano aburguesamiento 6. Ortega luchó toda su vida contra la imperante chabacanería española y quiso poner al país en forma. La verdad es que lo consiguió en buena medida. Convengamos, en fin, con el filósofo y con el poeta, y parémonos a distinguir las voces de los ecos de los grillos que cantan, no sólo a la luz de la luna. 4. Principio de la economía en la enseñanza De un tiempo a esta parte, la enseñanza nos ocupa y nos preocupa como nunca antes había sucedido. Ortega habla en 1930 de la Misión de la Universidad, pero se refiere —ya lo vimos en parte—-a los tres niveles docentes; tal, por ejemplo, su teoría del aire público. Pero ¿por qué nuestra preocupación por la enseñanza? Lo plantea en pocas palabras. El hombre se ocupa y preocupa de enseñanza por una razón tan simple como seca y tan seca como lamentable; para vivir con firmeza, desahogo y corrección hace falta saber una cantidad enorme de cosas, y el niño, el joven, tienen una capacidad limitadísima de aprender. Esta es la razón. Si la niñez y la juventud durasen cada una cien años, o el niño y el joven poseyesen memoria, inteligencia y atención en dosis prácticamente ilimitada, no existiría la actividad docente. Ars longa, vita brevis, aprendimos con los primeros latines. Por ahí va Ortega a fundamentar la necesidad de enseñar no lo que es deseable, sino lo que el alumno medio puede aprender. Los saberes de las distintas disciplinas han crecido tanto en los últimos tiempos que los jóvenes tienen grandes dificultades de asimilación. De ahí la erupción de la actividad pedagógica, que aparece a mediados del siglo xvm no por casualidad, sino justamente porque en esa fecha grana la primera cosecha de la cultura 6 Véase España invertebrada, 1922, especialmente la segunda parte: «La ausencia de los mejores». En un rincón de su obra, Ortega manifiesta que las pesadumbres o males peculiares del hombre son tres: la bellaquería, la estupidez y el aburrimiento. Y continúa: «Tal vez hubiera que agregar, sobre todo en España, un cuarto gravamen: la chabacanería.» «En el P. E. Ñ. Club de Madrid», 1935, VI, 233. moderna. Desde entonces crecen los saberes y crece paralelamente la actividad pedagógica, ésta detrás de aquéllos. En épocas primitivas, por el contrario, apenas hay enseñanza y problema pedagógico, porque los escasos saberes son fácilmente asimilados por la sobrante capacidad humana; hasta tal punto es así, observa Ortega, que «la función de enseñar consiste —•£quién lo diría?— en ocultar». Recetas mágicas y ritos secretos se transmiten, envueltos en el misterio, a unos pocos y se ocultan a la mayoría. Ortega considera que las instituciones docentes deben partir del principio de que el niño y el joven son discípulos, aprendices; por tanto, no pueden aprender todo lo que habría que enseñarles. Este es el principio de la economía en la enseñanza. La Universidad se ha convertido en un bosque tropical de enseñanzas, y hay que proceder a una poda inexorable. En la organización de la enseñanza superior, en la construcción de la Universidad, hay que partir del estudiante, no del saber ni del profesor. La Universidad tiene que ser la proyección institucional del estudiante, cuyas dos dimensiones esenciales son: una, lo que él es: escasez de su facultad adquisitiva de saber; otra, lo que él necesita saber para vivir. Hay que partir del estudiante medio, porque la institución universitaria es de los estudiantes. Ortega advierte contra el absurdo de considerar el edificio como casa del profesor que recibe en ella a los discípulos; es justo lo contrario: «Los inmediatos dueños de la casa son los estudiantes, completados en cuerpo institucional con el claustro de profesores.» Sin embargo, y por desgracia, suele olvidarse esta evidencia, que los profesores estamos para los estudiantes, no al revés. Si se pensara así, las cosas andarían un poco mejor, tanto en la Universidad como en la escuela. (Si se pensara así no se editaría probablemente un folleto informativo de un centro universitario donde se cuentan las aulas, los profesores, el personal administrativo y subalterno, plan de estudios, etc., sin decir ni una palabra de los 1 300 estudiantes.) Seleccionemos, aconseja Ortega: primero, quedándonos sólo con lo que se considere estrictamente necesario para la vida del estudiante; pero en segundo lugar esto tiene que reducirse aún a lo que de hecho puede el estudiante aprender con holgura y plenitud. De lo contrario, falsificaremos más todavía la tarea de enseñar y aprender. Autenticidad y.falsedad del estudiar Leyendo a Ortega se encuentra uno frecuentemente con el planteamiento del gran problema de la autenticidad. La vida humana tiene que ser auténtica: uno tiene que realizar su vocación, su destino, su proyecto o programa vital; por lo menos lo ha de procurar. Pero la vida también se puede falsificar; el hombre puede falsificarse sin llegar a ser él mismo. Lo repitió muchas veces, y dio ejemplo con su vida. Su constante preocu- pación por la autenticidad le lleva a sugerir la posibilidad de que estudiar sea algo falso. En 1933, Ortega comienza la primera lección de un curso «Sobre el estudiar y el estudiante» disparando a quemarropa: «Vamos a estudiar Metafísica, y eso que vamos a hacer es, por lo pronto, una falsedad.» La cosa es estupefaciente, como él mismo solía decir, pero tiene su parte de verdad. No es falsa la Metafísica, sino el hecho de que nos pongamos a estudiarla. Porque el estudiante, en el mejor de los casos, siente una necesidad vaga de saber y de instruirse, pero como se trata de una necesidad externa y mediata y tiene que comportarse como si fuese suya, se le invita a una ficción, a una falsedad. El estudiante se encuentra con la ciencia ya hecha, «como una serranía que se levanta ante él y le cierra su camino vital». Salvo excepciones —las excepciones de los estudiantes que investigarían y harían la ciencia de todos modos—, la inmensa mayoría estudia porque la ciencia está ya ahí. «Al colocar al hombre en la situación de estudiante se le obliga a hacer algo falso, a fingir que siente una necesidad que no siente.» Sería encantador, dice Ortega, que el estudiante tuviera curiosidad por saber esto y lo otro, pero lo normal es lo contrario. «Ser estudiante es verse el hombre obligado a interesarse directamente por lo que no le interesa, o a lo sumo le interesa sólo vaga, genérica o indirectamente.» Hubo en el pasado unos hombres creadores que dedicaron su vida a hacer la ciencia por íntima y auténtica necesidad; pero la del estudiante medio suele ser una necesidad artificial. Estudiar es, pues, algo constitutivamente contradictorio y falso. El estudiante es una falsificación del hombre. Porque el hombre es propiamente sólo lo que es auténticamente por íntima e inexorable necesidad. El hombre puede ser hombre de ciencia, hombre de negocios, político, religioso, etc.; son modos distintos, igualmente auténticos, de ser hombre. Pero el hombre por sí mismo nunca sería estudiante, como tampoco sería contribuyente. El hombre tiene que pagar contribuciones y tiene que estudiar, pero no es estudiante ni' contribuyente. Ser estudiante es algo forzoso y artificial. De ahí la tragedia constitutiva de la pedagogía, añade Ortega. De esa cruel paradoja debe partir la reforma de la educación. Y de ahí —de la constitutiva falsedad del estudiar— deduce Ortega la frecuente falsedad que se advierte en la enseñanza. Porque la actividad misma, el hacer que la pedagogía regula y que llamamos estudiar, es en sí mismo algo humanamente falso, acontece lo que no suele subrayarse tanto como debiera, a saber: que en ningún orden de la vida sea tan constante y habitual y tolerado lo falso como en la enseñanza. Nada más cierto. Los que andamos en la docencia sabemos bien cuánta falsedad se cobija en los centros de enseñanza y cuan naturalmente se acepta lo menos aceptable. Evidentemente, hay grados. Desde la Universidad que conocieron Menéndez Pelayo y Ganivet, pongamos por caso, hasta el nivel alcanzado en algunas Facultades antes de la guerra civil, las diferencias son enormes. Pero en algunas cosas, en determinados centros, nos hemos quedado muy atrás. Quiero decir que la falsedad e irrealidad han aumentado hasta límites inconcebibles. Creo, por ejemplo, que los programas —de los tres niveles— suelen ser desmesurados e indomina-bles por el estudiante medio; además, no hay tiempo para darlos con holgura y -plenitud. Hay departamentos universitarios capitaneados por cabezas idas, es decir, por profesores que no están, que no se dedican a su oficio. Pero hay más. Ahora florecen innumerables cursos y cursillos, cuya única justificación, con frecuencia, es la papeleta o certificado de asistencia; porque a veces, en efecto, ni siquiera se asiste a las supuestas lecciones; y ambas partes —-la que da el curso y la que lo recibe—- se retroalimentan y autojustifican en tácita o expresa connivencia: esto no sirve para nada -—se piensa aproximadamente—, salvo para continuar con los trampantojos del teatro de las maravillas. ¿Qué diría Ortega ante esta fabulosa proliferación de cursillos donde no se aprende ni se enseña nada, cursillos que muchos toman como simple vacación? Demasiado hacer que se hace, demasiado pseudohacer, demasiada y sospechosa hiperactividád7. Pedagogía y anacronismo . El interés de Ortega hacia la pedagogía le llevó al convencimiento de que ésta suele padecer un constitutivo anacronismo. La pedagogía es ciencia aplicada. «La pedagogía :-—dice— no es sino la aplicación a los problemas educativos de una manera de pensar y sentir sobre el mundo, digamos, de una filosofía.» No hay nada que objetar a semejante formulación. Pero en seguida observa Ortega que el pedagogo que escribe no suele ser el filósofo de su pedagogía, sino que la ha recibido de sus maestros. «En efecto, la pedagogía escrita en 1922 se nutre de la filosofía de 1890.» Esto por una parte. Mas por otra, hace falta tiempo para que las ideas del libro se hagan realidad en la escuela. Con lo cual «resulta que la doctrina de 1922 no empieza a ser vigente en las escuelas hasta 1940». Por consiguiente, la escuela vive siempre retrasada dos generaciones, según nuestro filósofo. Hoy podemos advertir sin dificultad que los niños educados bajo la férula franquista se hallan —nos hallamos— en plena 7 No hablo sólo, aunque sí principalmente, de España, Ortega se refiere, sin embargo, a la enseñanza en general. Obviamente, España tendría sus virtudes y vicios peculiares. Pero si se quiere un ejemplo de común denominador en lo que venimos considerando, diré que los maestros de escuela alemanes tienen un libro donde consignan lo que han hecho en clase durante la semana. Pues bien: en ocasiones les oí decir que. eUos lo llaman cariñosamente el «libro de cuentos», das Marchenhuch. Quien conozca la seriedad y pulcritud con que los alemanes hacen su trabajo comprenderá mejor hasta qué punto es constante y tolerado lo falso en el mundo de la enseñanza. democracia, régimen que nuestros maestros no pudieron imaginar. No es extraño que rechinen los rodamientos y las mil piececillas de la flamante maquinaria democrática, falta aún de rodaje suficiente. Y al final de sus «Apuntes sobre una educación para el futuro» (título de sus compiladores), Ortega insiste en ese retraso casi constitutivo de la pedagogía moderna. «Se olvida demasiado que la educación es preparar en el presente vidas futuras.» Recordemos nosotros, ya que él no lo hace (el manuscrito está lamentablemente incompleto), sus certeros pensamientos sobre las secreciones internas. No eduquemos, por tanto, para la vida hecha, y pensemos más en el futuro. Ahora que la pedagogía oficial tanto habla de creatividad, ahora que tanto se habla de cambio, conviene recordar que muchas cosas escolares siguen igual no ya que el año pasado, sino' que hace decenios. No sé si tenemos derecho a la impaciencia. Pero, evidentemente, hemos de hacer un gran esfuerzo por superar ese anacronismo crónico de la pedagogía; hemos de cambiar no poco nuestra aún. aborrecida escuela; también aquí sirve aquello de que sólo es buena a reinar la fantasía, como dijo Valle hace mucho tiempo. Por lo pronto, convendría que no ahormáramos a las almas infantiles y juveniles más de lo necesario; creo que el pedagogo debe intervenir menos y fomentar más unas capacidades latentes, que sólo aguardan el estímulo y el respeto adecuados 8. 5. Misión de la Universidad Ya hemos rozado la cuestión universitaria. Antes de preguntarse por la misión de la Universidad, recordemos que Ortega señalaba su dependencia del aire público. «Las enormes diferencias existentes entre las Universidades de los distintos países no son tanto diferencias universitarias como de los países.» Vimos también su principio de la economía en la enseñanza y la necesidad de partir del estudiante medio. Y por otra parte, la posible falsificación del estudiar y de la institución universitaria, porque así en la vida individual como en la colectiva, «el pecado original radica en eso: no ser auténticamente lo que se es». Con estos supuestos, ¿cuál es la misión o función de la Universidad? La sociedad necesita profesionales —médicos, profesores, jueces—, y ésta es una función de la Universidad, la formación de buenos profesionales. Pero para Ortega hay algo más importante: la enseñanza de la cultura actual, porque «no hay remedio: para andar con acierto en la selva 8 La hija de Ortega, Soledad, declaraba una vez en televisión que si ella tuviera que hacer un reproche a su padre —que no le hacía ninguno—, diría que no era intervencionista; no intervenía, solía dejar a los hijos en libertad para hacer lo que quisieran. Se comprende que Soledad echara de menos el juicio de su padre, que era un juicio egregio; pero pienso que su no intervencionismo era una prueba más de la sabiduría que muchos padres y maestros debieran aprender. El vicio opuesto es la sobreprotección, tan frecuente hoy día, que inhibe posibilidades y causa no pocas perturbaciones. de la vida hay que ser culto, hay que conocer su topografía, sus rutas o "métodos"; es decir, hay que tener una idea del espacio y del tiempo en que se vive, una cultura actual». En caso contrario, seguiremos cayendo en el profesionalizo y en el especializo. Sólo en tercer lugar se ha de ocupar la Universidad de la investigación científica. Para Ortega, por tanto, «la Universidad consiste, primero y por lo pronto, en la enseñanza superior que debe recibir el hombre medio». ¿Qué hacer con este hombre? Ante todo, un hombre culto; en su lenguaje, situarlo a la altura de los tiempos. Y esto significa a su juicio que «la función primaria y central de la Universidad es la enseñanza de las grandes disciplinas culturales». Estas grandes disciplinas son para él las siguientes: imagen física del mundo (Física); los temas fundamentales de la vida orgánica (Biología); el proceso histórico de la especie humana (Historia); la estructura y funcionamiento de la vida social (Sociología), y el plano del Universo (Filosofía). Y tras la cultura, la preparación profesional. Por los procedimientos más sobrios, inmediatos y eficaces, la Universidad enseñará al hombre medio a ser un buen médico, un buen juez, un buen profesor. ¿Y la investigación científica? Es lo más controvertido de su doctrina. Como el hombre medio no necesita ser científico, cree Ortega que la investigación «no pertenece de una manera inmediata y constitutiva a las funciones primarias de la Universidad ni tiene que ver sin más ni más con ellas». Separando la profesión de la ciencia, afirma que ésta no consiste en enseñar ni en aprender. Ciencia es propiamente investigación, «plantearse problemas, trabajar en resolverlos y llegar a una solución». Se puede ser un buen maestro sin ser investigador o científico; ha habido muchos. Ortega no quiere que la investigación predomine en la Universidad. «Ha sido desastrosa la tendencia que ha llevado el predominio de la "investigación" en la Universidad. Ella ha sido la causa de que se elimine lo principal: la cultura. Además, ha hecho que no se cultive intensamente el propósito de educar profesionales ad hoc». El pone el ejemplo de las Facultades de Medicina, donde nadie se ocupa de pensar qué es un buen médico; y yo creo que en las Facultades de Magisterio —y por las más variadas razones— ocurre hoy lo mismo: que no tenemos clara la figura que debe tener un buen maestro de primera enseñanza. Ortega aún insiste en la enseñanza de la cultura. La vida nos es disparada a quemarropa y es siempre urgente; no se puede vivir ad. kalendas graecas, no podemos esperar a que las ciencias expliquen científicamente el Universo. Esto quiere decir que necesitamos vías, caminos o métodos para andar por la selva de la vida; necesitamos evidencia, claridad e ilustración, Aufklárung. El hombre tiene que vivir a la altura de su tiempo; si no, «vive por debajo de lo que sería su auténtica vida, es decir, falsifica o estafa su propia vida, la desvive». Pues bien, Ortega piensa que hay que devolver a la Universidad su tarea de ilustración del hombre, y propone la creación de una Facultad de Cultura, que sería el núcleo de la Universidad y de la enseñanza superior. En esa Facultad se darían las disciplinas anteriormente mencionadas. Esto no se hizo, pero quizá hubiera valido la pena. Más agudas observaciones sobre la Universidad enseña Ortega. Por ejemplo, que el buen profesor debe poseer talento sintetizador e integra-dor, y que debe criarse y depurarse este tipo de talento; que no existe aún una metodología de la enseñanza superior, una pedagogía universitaria; que el supuesto radical para que exista la Universidad es una atmósfera cargada de entusiasmos y esfuerzos científicos; que la Universidad debe intervenir más en la vida pública, porque hoy no hay más poder espiritual que la prensa; que la Universidad es el intelecto que se hace institución. Conclusión Al cumplirse el centenario de su nacimiento, Ortega se nos aparece como el supremo pedagogo de la España del siglo xx. Por lo que concierne a sus ideas pedagógicas, debe decirse en primer lugar que él se propone desde muy joven contribuir a la regeneración y europeización de España para colocarla a la altura de los tiempos. Mas para Ortega, la escuela es algo secundario y derivado de la sociedad; variable dependiente, diríamos hoy. Lo importante es la moral ambiental, el aire público; la atmósfera pedagógica depende del aire general. Ahora bien, España tenía muy poca vitalidad a comienzos del siglo actual, y Ortega estima que lo primero es vivir, vivir con plenitud. Hay, pues, que educar no para la adaptación al medio, sino para la vida creadora. Para lo cual es menester una pedagogía de secreciones internas, es decir, una pedagogía que fomente los deseos infantiles y encienda la imaginación mediante mitos como los de Hércules y Ulises. Hemos de preparar no para la vida hecha, sino para la vida futura. Como la pedagogía, por definición, se nutre de filosofías ajenas y pretéritas, suele padecer un casi congénito anacronismo; y de ahí la tragedia peculiar de toda pedagogía: con ideas de ayer prepara hoy hombres para mañana. Una vieja perversión del juicio impide a los españoles distinguir entre personas, de modo que los mejores están preteridos y ausentes de la escena pública. Esto es sumamente grave. Ortega nos pide que sepamos distinguir entre personas, que no confundamos al tonto con el inteligente ni al bueno con el malo. Y ya en la arena más escolar, el filósofo se pronuncia por una escuela única y laica; la división en dos escuelas, de ricos y de pobres, le parece un crimen de lesa humanidad. Ortega, que no quiere farsa ninguna, aconseja que la enseñanza se organice partiendo del estudiante medio, única manera de enseñar y aprender con autenticidad y con rigor. Lo otro, partir de los escasos óptimos, es falsificar la docencia y fingir lo que no se puede hacer: en ningún ámbito, en efecto, se tolera tan habitualmente lo falso como en la enseñanza. En cuanto a la Universidad, Ortega estima que la misión o función primaria de la misma es hacer del hombre medio un hombre culto, entendiendo por cultura el conjunto de las ideas del tiempo; concretamente, las cinco disciplinas siguientes: Física, Biología, Historia, Sociología y Filosofía. En segundo lugar, la Universidad debe formar buenos profesionales: médicos, jueces, profesores, etc. Sólo después o además debe la Universidad ocuparse de la investigación, porque el hombre medio no necesita ser científico. La disparatada organización escolar española podría beneficiarse no poco de las ideas pedagógicas de Ortega, menos conocidas, me parece, de lo que cabría suponer. J. A.* * 1946. Profesor de Sociología de la Educación en la Universidad de Córdoba.
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