Hermetismo y Francmasonería

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El Simbolismo Hermético - Hermetismo Y Francmasonería
EL SIMBOLISMO
HERMÉTICO
Y SU RELACIÓN CON LA ALQUIMIA
Y LA FRANCMASONERÍA
1910
Oswald Wirth
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El Simbolismo Hermético - Hermetismo Y Francmasonería
HERMETISMO Y FRANCMASONERÍA
Como continuación de nuestro estudio sobre el cuadro alquímico de la iglesia
de San Mauricio de Reims, es oportuno referirnos a un libro alemán, cuyo autor,
Wilhelm Höhler, trata de demostrar que la francmasonería se relaciona
estrechamente con la alquimia, o, más exactamente, con la filosofía hermética. El
trabajo al cual nos referimos fue publicado por Weiss y Hameier, en Ludwigshafen,
en 1905, con el título de Hermetische Philosophie und Freimaurerei. En realidad no
es más que una selección de textos atinadamente elegidos entre los alquimistas más
conocidos, como Basilio Valentín, Miguel Maier (Sendivogius), el abate Juan
Tritemo, Raimundo Lulio, Rogerio Bacon, Arnaldo de Villeneuve, Juan
d’Espagnet, Roberto Fludd y otros menos conocidos, como Benedictus Figulus,
Egidius Gutmann, J. Stellatus, Alex von Suchten, Mylius, Janus Lacinius, Tanck,
Leonhardt Thurneiser, etc. Estas citas nos han dado material para los capítulos
siguientes: El Universo y el Hombre ― Astrología ― Teosofía ― Magia ―
Cábala ― Alquimia, este último dividido en subcapítulos: Significado de la palabra
Alquimia ― Los aspirantes ― La tradición ― Símbolos ― La materia ― Los
trabajos ― Colores, fuego, instrumentos ― Oro potable ― Christus lapis.
El F Höhler no ha querido dirigirse más que a los francmasones. Por lo
tanto deja a sus lectores el cuidado de establecer las aproximaciones entre los textos
alquímicos que él reproduce y las enseñanzas masónicas que deben serle familiares.
Este método puede dejar perplejos a los espíritus perezosos, que jamás se han
preocupado de buscar el sentido de todos los enigmas que propone la
francmasonería. Por el contrario, el método responde a la exigencia de los
pensadores, que, no temiendo el trabajo de reflexionar, prefieren que se les den los
elementos de un problema, y no una solución formulada más o menos
dogmáticamente. En el dominio del simbolismo no es necesario precisar
demasiado, ya que los símbolos iniciáticos corresponden a concepciones poco
aprehensibles por naturaleza, y que en modo alguno son reductibles a las
definiciones escolásticas.
En último análisis, éstas no conducen más que a las palabras, entidades
enteramente falaces, con las que saben jugar los sofistas. La palabra es,
esencialmente, el instrumento de la paradoja. Toda tesis es defendible por la
argumentación, que puede demostrar el pro tan triunfalmente como el contra.
Porque, lejos de referirse a realidades efectivas, concebidas en sí mismas, toda
dialéctica sólo pone en causa las imágenes verbales, fantasmas de nuestro espíritu,
que se deja deslumbrar por esta falsa moneda corriente del pensamiento.
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No es sorprendente, en estas condiciones, que dos filósofos opuestos se
hayan dividido la intelectualidad de los siglos pasados. Un lado tomaba como punto
de partida la lógica de Aristóteles y pretendía llegar a la verdad procediendo por
razonamientos rigurosos, basados en premisas supuestas incontestables. Era la
filosofía oriental, la que se enseñaba públicamente en las escuelas, de ahí su
nombre de Escolástica.
Como antagonista tenía una filosofía que, más o menos, fue siempre oculta,
porque se rodeaba de misterio y representaba sus enseñanzas bajo el velo de
enigmas, de alegorías o de símbolos. A través de Platón y de Pitágoras pretendía
remontarse hasta los hierofantes egipcios, y hasta el fundador mismo de la ciencia,
Hermes Trismegistos, o sea Tres veces Grande, por quien la ciencia fue llamada
Hermética.
Esta segunda filosofía se distinguía por pretender hacer abstracción de las
Palabras, por absorberse en la contemplación de las cosas, tomadas en sí mismas,
en su propia esencia. El discípulo de Hermes era silencioso: no argumentaba jamás
y no buscaba convencer a nadie. Encerrado en sí mismo, reflexionaba
profundamente y terminaba por penetrar así en los secretos de la naturaleza.
Se convertía entonces en el confidente de Isis y entraba en la comunión de
los verdaderos iniciados: la Gnosis le revelaba los principios de las antiguas
ciencias sagradas que, en consecuencia, tomaron cuerpo bajo la forma de
Astrología, de Alquimia, de Magia y de Cábala.
Estas ciencias, actualmente consideradas como muertas, se aplican todas a un
mismo objeto: el discernimiento de las leyes ocultas que rigen el universo. Se
diferencian de la Física, ciencia oficial de la naturaleza, por su carácter a la vez
misterioso y más trascendente; así, constituyen todas en su conjunto una especie de
Hiper-Física, llamada con más frecuencia Filosofía Hermética.
Lo que distingue además a esta filosofía es que no se contenta con ser
puramente especulativa. En efecto, siempre ha perseguido un fin práctico, tenía en
cuenta un resultado efectivo, su ambición suprema era lo que se dio en llamar la
realización de la Gran Obra.
Aquí se impone una comparación con la Francmasonería, que parece ser una
transfiguración moderna del antiguo Hermetismo. El simbolismo masónico
constituye en efecto una extraña mezcla de tradiciones tomadas de las antiguas
ciencias iniciáticas. Toma en cuenta el valor cabalístico de los nombres sagrados y
rige el ceremonial según los principios mismos de la Magia; por otra parte, dispone
del Sol, la Luna y las Estrellas, tal como lo desea la Astrología. Pero es la Alquimia
filosófica, tal como la concebían los Rosacruces del siglo XVII, la que presenta las
analogías más sorprendentes con la Masonería. Hay, de una y otra parte, identidad
de esoterismo, los mismos dominios iniciáticos se traducen por alegorías tomadas,
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las unas a la metalúrgica, y las otras al arte de construir. La Francmasonería no es,
desde este punto de vista, más que una transposición de la Alquimia.
Un lector prevenido encuentra numerosas pruebas en los textos citados por
F Höhler. Creemos, sin embargo, que él procedió con demasiada discreción y,
para dar un paso adelante en el asunto, abordaremos, en las páginas que siguen,
francamente la cuestión.
Para restringir este estudio no nos ocuparemos más que del ritualismo de la
Masonería clásica, llamada de San Juan, que no tiene más que tres grados. Esto nos
permitirá, del punto de vista alquímico, hacer abstracción de los símbolos
considerados en sí mismos, para dedicarnos exclusivamente a las operaciones
sucesivas que llevan a la realización de la Gran Obra.
Al no hacerse nada con nada, el punto de partida de la obra filosófica es el
descubrimiento y la elección del sujeto. La materia a considerar, dicen los
alquimistas, es muy común y podemos encontrarla en cualquier parte; lo único
necesario es saberla distinguir y en esto reside toda la dificultad. Hacemos
continuamente la experiencia de la Masonería, pues a veces emprendemos
experiencias profanas que deberíamos haber rechazado de antemano, si hubiéramos
sido lo bastante perspicaces.
Toda madera no es buena para hacer un Mercurio. La Obra sólo puede tener
éxito cuando se ha logrado encontrar un sujeto conveniente. Por eso la Masonería
multiplica las investigaciones antes de admitir un candidato a las pruebas.
Se inician en primer término por la limpieza de los metales. La
Alquimia recomienda, una vez discernida la materia propicia, una
vez minuciosamente examinada y reconocida, limpiarla
exteriormente, para librarla de todo cuerpo extraño que pudiera
adherirse accidentalmente a la superficie. En suma: la materia
debe ser reducida a sí misma.
Y es de manera análoga que el recipiente es llamado a despojarse de todo lo
que posee artificialmente: él también debe quedar estrictamente reducido a sí
mismo.
En este estado de inocencia primitiva, de candor filosófico reencontrado, el
sujeto es encerrado en un espacio reducido, donde no penetra ninguna luz exterior.
Es el Gabinete de Reflexión, que corresponde al recinto del alquimista, a su Huevo
Filosófico herméticamente cerrado. El profano encuentra allí la tumba tenebrosa,
donde voluntariamente, debe morir a su existencia pasada. Descomponiendo las
capas que se oponen a la libre expansión del germen de la individualidad, esta
muerte simbólica es preludio del nacimiento del ser nuevo, que será el Iniciado.
Este nace de la putrefacción, representada por el color negro de los alquimistas.
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El ritual masónico establece que, entre los objetos encerrados en la cámara
de reflexiones, debe haber dos recipientes conteniendo el uno Sal y, el otro Azufre.
¿Por qué?. Era imposible contestar sin dirigirse a la teoría de los tres principios
alquímicos: Azufre, Mercurio y Sal.
El Azufre Q corresponde en efecto a la energía expansiva que parte del
centro de todo ser (Columna J rojo, iniciativa individual). Su acción se opone a la
de Mercurio  que penetra en todas las cosas por una influencia que proviene del
exterior (columna B
blanca, receptividad, sensibilidad). Estas dos fuerzas
antagónicas se equilibran en la Sal G principio de cristalización, que representa la
parte estable del ser, aquella donde la condensación se efectúa en la zona donde las
emanaciones sulfurosas escapan a la comprensión mercurial ambiental.
Por sumarias que sean estas indicaciones no justifican menos la práctica
ritual en lo concerniente a la Sal y el Azufre. La exclusión de Mercurio se impone
en efecto, porque el Recipendario de realizar el aislamiento total. Para llegar a
conocerse, según el principio socrático Gnw qi seauton es necesario que haga
abstracción de todo lo que le es exterior, a fin de absorberse en sí mismo y de
encontrarse finalmente en presencia del centro de su individualidad.
Esta operación corresponde a la prueba de la Tierra, representada
poéticamente por un descenso a los Infiernos, a la cual hace alusión la palabra
VITRIOLO, cuyas letras forman las iniciales de una fórmula muy querida para los
alquimistas: VISITRA INTERIORA TERRAE RECTIFICANDO INVENIES
OCCULTUM LAPIDEM. Visita el interior de la Tierra (las tinieblas infernales, el
Scheol de los judíos, el Aral de los caldeos) y, rectificando (por medio de
purificaciones integrales y reiteradas) encontrarás la Piedra Escondida.
Esta piedra es un símbolo esencialmente masónico, y es probable que los
alquimistas hayan tomado este emblema de los Iniciados constructores.
En efecto, normalmente una piedra no está en su lugar en un simbolismo de
metalurgistas; por el contrario, es natural que sea limpiada y cuidadosamente
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tallada y pulida por los masones. Por otra parte, éstos tienen muchos menos
misterios en relación a su Piedra que los hermetistas. Por esto declaran sin ambages
que su Piedra bruta es el mismo Iniciado en su primer estado. Este se adiestra en
tanto que Aprendiz, a fin de tener merecimientos para llegar a ser Compañero, por
el solo hecho de su transformación en Piedra cúbica. Rectangulada rigurosamente,
esta Piedra posee, al menos en potencia, todas las virtudes de la famosa Piedra
filosofal. Pero es menester poseer el Arte integralmente, ser Obrero perfecto o
Maestro, para realizar las transmutaciones.
Naturalmente, éstas no se aplican a la producción de tesoros de un valor
puramente convencional. Se trata aquí de realizaciones mucho más preciosas que
las que pueden tentar a los codiciosos.
Dejado a sí mismo, privado de toda ayuda, el sujeto encerrado en el Huevo
filosófico no demora en ser presa de la tristeza. Languidece: sus fuerzas lo
abandonan, y empieza la descomposición. Bajo la influencia de ésta, lo sutil se
desprende de lo espeso. Es la primera fase de la prueba del Aire. Después de
descender hasta el centro del mundo, donde están las raíces de toda individualidad,
el espíritu asciende: se eleva, aligerado del caput mortuum que está ennegrecido en
el fondo del vaso hermético. Este residuo está representado por las vestimentas, de
las cuales ha debido librarse el recipiendario para salir de su in pace. Ahora podrá
abrirse un camino en medio de la oscuridad, sin dejarse asustar por los obstáculos
que se multiplican. Las alturas atraen: huyendo del infierno, él quiere ganar el cielo
y se empecina en subir la pendiente abrupta de la montaña ideal, cuya cumbre debe
resplandecer de luz.
Su ascenso se ve interrumpido por una terrible tormenta, que estalla
bruscamente. Estalla el trueno y el torbellino de un huracán envuelve al temerario,
que, precipitado a través de los aires, es arrastrado hasta su punto de partida.
Es ésta una imagen de la circulación que se establece en el vaso cerrado del
alquimista, recipiente al cual corresponde la Logia, cubierta por lo general. El
recipiente, sometido a las pruebas, reproduce a su manera el desdoblamiento del
sujeto alquímico, cuya emanación volátil se desprende a medida que se eleva, hasta
que el frío de las alturas la condensa. De aquí surge una lluvia que lava el residuo
pútrido, cuya ablución progresiva aparece en la Alquimia con el nombre de
purificación por el agua, que él mismo realiza, en la masonería, después de
abandonar la tumba funeraria en la cual ha debido morir simbólicamente. Si no
puede evitarse cierta confusión al respecto, esto se debe a que las operaciones de la
Gran Obra se realizan todas en el mismo vaso, mientras que las distintas fases de la
iniciación masónica se desarrollan en una serie de locales apropiados. Esta
divergencia es insignificante desde el punto de vista esotérico, pero es menester
tenerla en cuenta cuando se establecen relaciones entre los símbolos usados por
unos y otros.
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Alternativamente evaporada por la acción del fuego, después condensada por
el frío, el Agua atraviesa incesantemente la parte terrosa del sujeto, al cual los
lavados repetidos hacen pasar insensiblemente del negro al gris y finalmente al
blanco, no sin antes hacerle adquirir, en un momento dado, toda la gama de
brillantes matices de la cola del pavo real.
Cuando alcanza el blanco, la materia purificada es muy preciosa. Es el
símbolo del sabio que sabe resistir a todos los impulsos. Pero es muy importante no
contentarse con las virtudes negativas únicamente; queda por soportar la prueba del
Fuego.
Para el alquimista se trata de la calcinación del sujeto, que es expuesto a un
calor tan intenso que todo en él se quema, a pesar de que la destrucción sólo
alcanza a la parte de él que debe ser destruida.
Desde el punto de vista iniciático, esta parte está formada por los gérmenes
de pasiones mezquinas, los indicios de estrecho egoísmo, los residuos de bajeza o
de corrupción. La Sal queda completamente purificada: su transparencia es
perfecta, pues ya ninguna sustancia extraña se mezcla a los cristales. Mientras el
Recipiendario no alcanza el estado correspondiente, no lo alcanza la luz masónica.
Es necesario, pues, que se concluya el ciclo de sus purificaciones para que la venda
simbólica le caiga de los ojos, pues la claridad no puede penetrar en él si no se
vuelve permeable a su irradiación. Todas las pruebas de primer grado toman en
cuenta esta permeabilización de las envolturas terrestres o salinas, que aíslan al
centro del fuego interno, fuente del ardor sulfuroso o individual. Liberar la luz
interior, exaltarla, para quebrar la costra que la oculta y tiende a sofocarla, tal es el
programa de la Obra Simple o de la Medicina de Primer Orden, o sea del grado de
Aprendiz.
Este grado se limita a hacernos ver la Luz exterior o universal. Nos pone
sencillamente en relación con esta fuente de iluminación en que debemos, como
Compañeros, inspirarnos en la Gnosis, con todas sus prerrogativas iniciáticas.
Trayendo hacia nosotros y saturándonos de esa Luz ambiente, que Paracelso llamó
sideral o astral, obtendremos el color rojo de la Obra, el cual es un signo de
realización de la Piedra perfecta, que llamamos cúbica.
La Piedra filosofal es una Sal G perfectamente purificada, que coagula al
Mercurio a fin de fijarlo en un Azufre Q extremadamente activo.
Esta fórmula sintética resume la Gran Obra en tres operaciones que son la
purificación de la Sal G, la coagulación del Mercurio  y la fijación del Azufre Q.
Hemos indicado aquí las fases de la primera de las operaciones, que en
masonería se vinculan con el grado de Aprendiz. Nos queda por demostrar la forma
en que la Obra prepara para el grado de Compañero, y cómo termina con la
Maestría. Este último grado nos aparece como la coronación de la jerarquía
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iniciática, lo que parece negar todo valor a los grados llamados superiores, que
muchas veces han sido representados como agregados inútiles y perniciosos.
De pasada, conviene poner a este respecto las cosas en su sitio.
La totalidad del esoterismo masónico se concentra en los tres grados que
llaman de San Juan, si sabemos comprenderlos en toda su amplitud. Por desgracia,
son estos grados demasiado profundos, y por lo tanto, no están al alcance de las
inteligencias medias. Por lo tanto, fue en atención a los espíritus mediocres que los
grados se multiplicaron durante el curso del siglo XVIII. Extrayendo el contenido
esotérico condensado en los tres primeros grados, ha habido un esfuerzo por que se
comprendiera, empleando nuevas formas y recurriendo a alegorías variadas, los
fundamentos de la doctrina, olvidando las imágenes que se refieren propiamente al
arte de la construcción. Es así que se ha pretendido que los grados elevados eran
caballerescos, templarios, alquímicos, cabalísticos, etc., en una palabra: todo menos
masónicos.
Si no fuera necesario considerar a la masonería nada más que desde el punto
de vista abstracto o teórico, estos críticos severos, que han protestado contra la
“embriaguez de las altas cumbres”, tendrían mucha razón. Pero hay que tomar en
cuenta las contingencias, y mostrarse indulgente con lo que trata de ayudar a la
debilidad humana. La mayor parte de los adeptos del Arte Real se contentan con
recibir los grados simbólicos; pero, como no llegan a asimilarlos, nunca los poseen
efectivamente. Ellos están en posesión de un tesoro, pero ignorar el valor del
mismo y no le sacan partido. Ahora bien, los grados elevados no tienen otra misión
fuera de hacer comprender esotéricamente los tres grados fundamentales de la
francmasonería.
No tienen la pretensión de revelar secretos nuevos, extraños a la masonería
simbólica: toda su ambición se limita, al contrario, a comprender bien a ésta, a
valorizarla en el espíritu de sus adeptos, a convencerlos de la importancia del
Aprendizaje, para que se conviertan en Compañeros de verdad, que puedan aspirar
a la verdadera Maestría. Este último grado corresponde necesariamente a un ideal
que se nos propone, al cual debemos tender, aunque su realización no está a nuestro
alcance. Nuestro Templo no se podrá terminar nunca, y nadie puede aspirar a que
resucite plenamente en él el auténtico y eterno Hiram.
Volvamos ahora a las operaciones de la Gran Obra.
Hemos visto que la purificación integral de la Sal r es realizada por el masón
en el curso de su Aprendizaje. Terminada esta purificación, empieza la
Camaradería. Entonces se manifiesta el color rojo, que es el que el ritual atribuye a
las tinturas de la cámara de los Compañeros. El adepto del 2do. grado debe
exteriorizar, efectivamente, su ardor sulfuroso F, su Fuego interior, constructivo y
realizador, al cual alude la columna J., activa, roja y masculina. Como es lógico, el
Aprendiz recibe su salario junto a esta columna, a la cual llega después de cumplir
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su aprendizaje. Para vencer en sus pruebas, ha tenido que desarrollar una actividad
constante, a fin de rechazar las influencias exteriores que tendían a dominarle. La
prueba del Fuego entraña la exaltación del Azufre F, cuyo ardor penetra en el
Recipiente, a fin de constituir finalmente en él una atmósfera ígnea. En estas
condiciones, el rojo conviene sin duda al mismo Aprendiz, y aún más a la columna
J., a la cual debe acercarse para ser recibido como Compañero. Pero la Logia del
primer grado debe estar cubierta de azul, pues representa al Universo en su
inmensidad ilimitada.
En cuanto a la Cámara del Compañero, techada de rojo, representa un
dominio mucho más restringido: la esfera de acción de nuestra individualidad
medida por la extensión de nuestra radiación sulfurosa.
Esta radiación engendra una especie de medio refringente, que refracta la luz
difusa ambiente para concentrarla en el centro espiritual del sujeto. Este es el
mecanismo de la iluminación, del cual se benefician los que han visto brillar la
Estrella Resplandeciente.
La Iniciación se convierte en la vestal de este Fuego interior, Principio de
toda individualidad. Sabe mantenerlo mientras éste yace bajo las cenizas; después
aprende a alimentarlo en forma apropiada y lo atiza finalmente para que venza los
obstáculos que lo rodean y que pretenden reducirlo al aislamiento. En efecto, es
importante que el Hijo se ponga en relación con el Padre, que el Interior F
comunique con el Exterior, es decir, que el individuo entre en comunión con la
Colectividad de la cual proviene.
Librados únicamente a nuestros recursos personales, sólo podemos obrar
sobre nosotros mismos. Asimismo, esto es lo que se nos pide en nuestra condición
de Aprendices. Pero una vez que nuestra Piedra bruta está desbastada, tallada y
pulida de acuerdo con las reglas, ya no tenemos que ocuparnos de nuestra
personalidad que, desde el punto de vista de la purificación de la Sal r, es ya lo que
debe ser.
Pero en cuanto está perfeccionado el instrumento de acción, debemos actuar
sobre lo que nos es exterior e iniciar así el trabajo propiamente dicho, al cual nos
dedicamos como Obreros o Compañeros.
Pero lo que realizaríamos en nuestra condición de tales sería insignificante:
debemos poseer el secreto de apelar a fuerzas que son exteriores a nosotros. ¿En
dónde absorber estas fuerzas misteriosas?. ¿No será en la Columna B., cuyo
nombre significa: En él está la fuerza?. Elevada ante el norte, frente a la luna, de la
cual refleja la blancura suave y femenina, esta columna corresponde al Mercurio de
los alquimistas, principio de esa esencia vivificante que penetra en los seres para
animar continuamente en ellos el ardor central F.
Cuando este ardor se exterioriza con violencia, como lo exige la rubefacción
de la materia (prueba del Fuego), surge en el centro un vacío relativo que, obrando
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como un imán, ejerce una atracción sobre el Acero de los Sabios F. Esta sustancia,
cuyo ideograma combina el Azufre con el Alumbre 9, o el Fuego con el Antimonio,
corresponde al manto llameante que envuelve al Iniciado cuando es purificado por
el Fuego. Es la atmósfera etérea o el nimbo ígneo, que sirve de receptáculo a las
virtudes superiores. Los adeptos han visto en él “la clave de toda la obra filosófica,
el milagro del mundo, que Dios ha marcado con su sello”. Y añaden que es la mina
de oro filosófica, un espíritu primordialmente puro, un fuego infernal y secreto,
muy volátil en su género, asimilable a la quintaesencia de las cosas del Universo.
Este Fuego exteriorizado o celestial es uno de los dos aspectos actuales, o
efectivamente activos, de la Gran Obra; el otro es el Fuego central, que se exalta
hasta el punto de ser atractivo para el primero, como un imán. Se establece
entonces una circulación, por la cual los dos agentes se reducen a uno solo, que es
el Fuego filosófico, del cual se habla en la Mesa de Esmeralda, cuando allí leemos:
“El (el agente hermético por excelencia) sube de la Tierra al Cielo y después baja
del Cielo a la Tierra, y recibe la fuerza de las cosas de arriba y de abajo. Tendrás
así la gloria del universo entero; de este modo, toda oscuridad te abandonará. En
esto reside la fuerza bruta de toda fuerza que habrá de vencer todas las cosas sutiles
y habrá de penetrar toda cosa sólida”.
El Fuego filosófico es mantenido por el Azufre rojo de
los Sabios, cuya imagen es el Fénix que renace
continuamente de sus cenizas. Si este pájaro fabuloso, de
plumaje escarlata, era consagrado al Sol, es porque
representaba el principio de la fijeza individual. Además,
desde el punto de vista iniciático, simboliza en forma más
especial, la inmutabilidad adquirida por el adepto, cuya
iniciativa individual se ejerce en perfecto acuerdo con la
impulsión que todo constructor recibe del poder regulador
de la construcción universal, dicho de otro modo, del gran
Arquitecto del Universo.
Para el Compañero que tiene la ambición de saber trabajar, se trata de
transformar al Fénix. Si no lo logra, no será nunca más que un obrero mediocre, y
es justamente por esto que se dirá de él: “no es un Fénix”.
Por otra parte, trabajar no quiere decir agitarse mucho, gastando brutalmente
las fuerzas, como los cíclopes, cuya falta de discernimiento está simbolizada por el
ojo único que les atribuye la mitología. El Iniciado trabaja con inteligencia,
iluminado por esa comprensión que le permite asimilarse a la Gnosis. En esto no ha
de ser siempre activo (como el cíclope) pues para entender es necesario volverse
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pasivo o receptivo desde el punto de vista intelectual. La condición indispensable
de toda acción fecunda es la combinación acertada de la actividad y la pasividad.
Es por esta razón que el Compañero debe poseer profundamente la teoría de
las dos columnas, mientras que el Aprendiz sólo tiene que conocer la suya, cuyo
nombre deletrea penosamente.
El Iniciado, que en cierto sentido se vuelve andrógino, porque en él se unen
la energía viril con la sensibilidad femenina, se representa en alquimia con el Rebis
(de resbina, la cosa doble). Esta sustancia, a la vez masculina y femenina, es un
Mercurio  animado por su Azufre F y transformado por ello en Azoe , es decir,
en esa Quintaesencia de los elementos (quintaesencia, simbolizada por la Estrella
Resplandeciente.
Conviene observar que este astro siempre está colocado de
tal manera que recibe la doble irradiación del Sol masculino s y
de la Luna femenina; su luz tiene por lo tanto una naturaleza
bisexuada, andrógina o hermafrodita. Por otra parte, el Rebis
corresponde a la Materia preparada para la Obra definitiva, o
sea al Compañero que se ha hecho digno de elevarse hasta la
Maestría.
En este sentido, nada es más curioso que un pentáculo aparecido hacia 165960 en el tratado del Azoe que continúa las Doce claves de Filosofía del hermano
Basilio Valentín, religioso de la Orden de San Benito. Como puede juzgarse por la
copia que mostramos aquí del grabado en madera original, el Andrógino alquímico
aparece como triunfador del dragón de la vida elemental, o sea como Iniciado de
segundo grado, vencedor del cuaternario de los elementos. Una de sus cabezas está
gobernada por el Sol s (Razón) y la otra por la Luna  (Imaginación); entre ellas
se muestra la estrella de Mercurio  (Inteligencia, Comprensión, Gnosis). Marte 
y Venus  (Hierro y Cobre, metales duros) ejercen luego su influencia sobre el lado
derecho (actividad); el lado izquierdo (pasividad) recibe influencia de Júpiter  y
de Saturno  (Estaño y Plomo, metales blandos). Marte  (Energía, Movimiento,
Acción) está por otra parte en relación directa con el brazo derecho, que golpeando,
ejecuta el acto decidido, mientras que el brazo izquierdo, que tiene la misión de
retener la escuadra firmemente, y de mantener moralmente, se vincula a Júpiter 
(Conciencia, Respeto de sí mismo). En todo esto no habría más que hermetismo
puro si no fuera que para subrayar la dualidad unificada del Rebis, su
personificación tiene en la mano derecha un Compás (Verdad, Razón,
Intelectualidad) y en la izquierda una Escuadra (Equidad, Sentimiento, Moralidad).
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Uno se sorprende de encontrar estos emblemas típicos del arte real en un
opúsculo que pretende enseñar “la manera de hacer el oro oculto de los filósofos” y
cuyo autor vivía en una época muy anterior al renacimiento de la francmasonería
moderna.
El adepto no puede realizar el Rebis sin haber dominado las atracciones
elementales. Todo lo que en él hay de inferior, de brutal y de bajamente instintivo
debe ser domeñado antes de que le sea permitido llamar al Fuego del Cielo para
incorporárselo. En otras palabras, se trata de sobrepasar la animalidad para poner al
Hombre propiamente dicho en posesión de sí mismo. Ahora bien, el Pentagrama o
la Estrella Resplandeciente son justamente emblemas del Hombre librado de todo
lo que le impide ser Hombre únicamente, y plenamente Hombre.
Los cinco puntos de esta figura, llamada también Estrella del Microcosmos,
corresponden a los cuatro miembros y a la cabeza del hombre.
Y de la misma manera que los miembros ejecutan lo que la cabeza ordena, el
Pentagrama también es símbolo de la voluntad soberana, a la que nada puede
resistirse, siempre que sea inquebrantable, justa y desinteresada.
Para que la estrella de cinco puntas conserve esa
significación, es necesario que se la trace de manera que pueda
dibujarse dentro de ella una figura humana en posición
normal, con la cabeza en alto. Al revés, toma un sentido
diametralmente opuesto.
No es ya el Pentalfa luminoso o Estrella de los Magos,
emblema del genio humano y de la libertad, sino más bien el
oscuro astro de los instintos groseros, de los ardores lúbricos
que subyugan a los animales; se ve en ella el esquema de una
cabeza de macho cabrío.
Desde el punto de vista iniciático, poseer el Compañerazgo significa ya
poder realizar lo que el vulgo llama milagros. Provisto de la Regla y de la Palanca,
el Iniciado levanta el mundo, el mundo moral, naturalmente, que es por otra parte,
el único que importa levantar.
¿Qué hará el Maestro luego?. Se identificará con el Gran Arquitecto del
Universo, para actuar en El y por El. Evidentemente se trata de la mística pura,
estoy de acuerdo. Pero esto tiende a probar que la mística religiosa concuerda en
sus finalidades con la alta iniciación. Procediendo por los tres caminos sucesivos,
llamados purgativo, iluminativo y unitivo, la mística no es menos lógica que
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imponiendo sus modificaciones que, si estuvieran bien comprendidas, cumplirían la
misma finalidad que las pruebas iniciáticas. Mortificarse ― la palabra lo dice ―
significa morir para alguna cosa. Dos veces se nos impone la muerte en la
Masonería, una vez al principio de nuestra carrera, en el Gabinete de Reflexión,
después en el momento de la iniciación definitiva y completa en la Cámara del
Medio.
Esta segunda muerte corresponde al cumplimiento de la Gran Obra. Equivale
al sacrificio total de sí mismo, basado en la renuncia a todo deseo personal. Es la
extinción del Egoísmo radical, que provoca la caída adánica, ejerciendo sobre la
espiritualidad la Atracción original, para determinarla a que se incorpore a la
materia. El Yo estrecho, mezquino, se desvanece frente al Ser superior, impersonal,
que simboliza Hiram. El pecado mítico del Adán universal es así rescatado. Porque
no hay que equivocarse: el Arquitecto del Templo es para el Gran Arquitecto del
Universo lo que el Verbo encarnado, o Cristo, es para el Padre Eterno de la
concepción cristiana1.
La fijación del Azufre filosófico, llamado de otro modo Matriz, está
representado por el suplicio de Prometeo, encadenado al Cáucaso por haber robado
el Fuego del Cielo, y también por el Cristo Redentor, colgado de tres clavos al
cuaternario de las ramas de la cruz.
El Tarot no es menos explícito en este sentido. Su duodécima llave nos
ofrece, en efecto, la imagen de un Colgado que se balancea sonriente entre el cielo
y la tierra. Está unido por el pie izquierdo a un travesaño que sostienen dos árboles
sin ramas, que corresponde a las columnas J y B .
La Cabeza y los brazos forman un triángulo al revés, que se eleva sobre una
cruz formada por la pierna derecha plegada detrás de la izquierda, conjunto que
forma así el signo clásico de cumplimiento de la Gran Obra. Este extraño
condenado lleva dos bolsas, de donde escapan monedas de oro y plata. Son los
tesoros de su inteligencia, porque ese soñador que parece reducido a la impotencia,
porque sus manos están atadas, siembra de todos modos las ideas fecundas de las
cuales surgirá el porvenir.
Este es también el papel del Maestro, que, para dirigir útilmente el trabajo de
la construcción universal, debe entrar en una estrecha comunión de intención y de
voluntad con el Gran Arquitecto. Es aquí llamado a realizar el ideal místico del
Hombre-Dios, que está investido de soberano poder espiritual, en razón de su
desprendimiento de las cosas de abajo2. No siendo ya esclavo de nada, se convierte
en amo de todo y su voluntad sólo se ejerce en perfecto acuerdo con la voluntad
que rige el Universo.
El Dr. Lauer señala en este sentido las siguientes correspondencias: Hiram – Hermes – Logos –
Cristo – JHSVH; G.·. A.·. de la U.·. – Zeus/Pater – Demiurgo – Padre – JHVH.
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Y de su unión con las cosas de arriba, como lo indica el Colgado.
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Oswald Wirth
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El Simbolismo Hermético - Hermetismo Y Francmasonería
Colocado entre lo Abstracto y lo Concreto, entre la
Inteligencia creadora y la Creación objetiva, el Hombre
así concebido aparece como Mediador por excelencia o el
verdadero Demiurgo de las escuelas gnósticas. Pero en
este sentido, no bastará llevar la luz a su fuente
primordial, le es necesario todavía estar unido de manera
estrecha a los obreros que debe formar y dirigir. El
vínculo indispensable es aquí el de la simpatía. El
maestro debe hacerse amar, y no podrá tener éxito más
que amando él mismo con una generosidad que lo lleve
hasta la devoción absoluta, hasta el sacrificio de sí
mismo.
El Pelícano es desde este punto de vista el emblema de esa caridad, sin la
cual, en la iniciación, todo sería irremediablemente vano.
Los dones más brillantes de la inteligencia y de la voluntad no harán nunca
otra cosa que un falso mago del adepto que no haya cultivado las cualidades de su
corazón. En cuanto a la recompensa de aquel que por el sentimiento se ha elevado
tanto como por la ciencia, reside en la Escuadra de Salomón.
Los dos triángulos entrelazados forman la Estrella del
Macrocosmos o del Mundo en Grande. Simbolizan la unión del
Padre y de la Madre, de Dios y de la Naturaleza, del Espíritu único y
del Alma universal, del Fuego procreador y del Agua generadora. Es
el pentáculo por excelencia, el signo del poder al cual nada resiste, y
que poseeremos si alcanzamos efectivamente el grado de Maestro.
Oswald Wirth
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