Num025 010

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Pedro Ruiz Pérez
Borges, hacedor de ficciones.
Una guía del laberinto.
«A menudo me preguntan cuál es mi mensaje; la respuesta obvia es que
no tengo ninguno. No soy un pensador ni un moralista, sino simplemente un
hombre de letras que transforma sus propias perplejidades y las de ese sistema de perplejidades alque llamamos filosofía, en formas de literatura».
La perplejidad como punto de partida
de la obra borgiana
Superadas sus facetas ultraísta y de poeta de arrabal porteño, creador de una
mitología de cuchilleros y compadritos, nos encontramos ante una autodefmición
de Borges, cargada con toda la ironía que impregna su obra y que, abandonando
las páginas de sus libros, alcanza al propio autor. El mismo se somete también, así,
a su incesante proceso de fabulación, convirtiéndose en pieza clave de su mundo
de ficción, o de su ficcionalización del mundo, un juego de fingimiento que nos ha
enseñado en numerosas ocasiones la cara oculta de la realidad.
En el laberinto que dibuja la obra borgiana, esta confesión de su carácter de
hombre de letras, más allá de su aparente obviedad, señala uno de sus componentes esenciales, la materia de que este laberinto está hecho, en una palabra, su carácter libresco. El universo de Borges se define como una literatura que tiene a la
propia literatura como principal asunto, como su eje central. Como el mismo Borges declara, toda su experiencia es una experiencia leída, no vivida, extraída de las
páginas de los libros. Su carácter de lector empedernido era el que le llevaba a afirmar que se enorgullecía más de las páginas leídas que de las escritas.
La filosofía, argumento de tantos de sus cuentos, motivo de innumerables poemas y tema de una gran parte de sus ensayos, es la otra cara de la preocupación
borgiana, pero sometida al mismo filtro que la convierte en experiencia de lector,
en obra literaria, en una de las formas más hermosas de la ficción.
Cuenta y Razón. núm. 25
Diciembre 1986
Junto a ellas, literatura y filosofía, tropezamos con la génesis, con el fermento
inicial de la obra borgiana, la palabra repetida en la cita inicial: la perplejidad. La
obra de Borges encuentra como motor y causa fundamental la duda, el desconcierto ante la visión de un mundo caótico, en el que el escritor se mueve intentando
hallar la clave, movido por «una irreprimible voluntad de orden».1 Ante este
mundo desordenado de la realidad exterior, Borges reacciona, no con la evasión,
como en una lectura superficial pudiera parecer y como ciertos críticos han afirmado trivialmente, sino con un arraigado compromiso interior con su propio anhelo de crear un cosmos organizado y humano, en el que sea posible, utópicamente
posible, habitar con seguridad.
Para ello, siguiendo la línea del pensamiento idealista de Berkeley, refuta la
existencia de la realidad exterior, la niega y se vale de la literatura, como aparente
suplantación de lo real. Pero su objetivo no es usar la literatura como un espejo del
mundo, sino convertirla en un elemento más, unido al mundo, un elemento que se
impone sobre la realidad para darle un orden humano, para adecuar el universo a
las medidas de la mente del hombre, eliminando las terribles y corruptoras ideas
de infinito y eternidad. Si éstas resultan válidas para el dios que sueña este mundo,
no lo son para los hombres que pueblan este sueño, aterrados ante la magnitud de
tales conceptos.
La inicial perplejidad ante la realidad se reproduce en la escritura borgiana a la
hora de constituir su universo literario, encontrándose con la paradoja esencial de
su creación: la literatura ha llegado a su agotamiento. No se limita esta negación a
la literatura realista, que ha de enfrentarse con que la ley de causalidad, su base
primordial, no es aplicable en el caos con que la realidad se ofrece a lo largo de un
convulsionado siglo XX, sacudido por guerras mundiales y estéticas revolucionarias. Los síntomas de la extenuación alcanzan a toda la literatura, cuya historia reduce Borges a la de unas pocas metáforas fundamentales, mantenidas en una continua y cíclica reiteración.
Es entonces cuando Borges, el ávido lector Borges, cuya única experiencia reside en las páginas de su biblioteca, recurre a la literatura, a esa creación que se consume a sí misma, para hacer de uno y otro elemento, el arte literario y su agotamiento, el asunto de su propia obra. La literatura anterior, sobre todo anglosajona,
la filosofía y la teología son las fuentes a las que acude, buscando, no su valor de
certeza, no una respuesta a sus interrogantes, sino unos valores estéticos y unos
cauces formales para expresar esos interrogantes.
El idealismo
Dos son los filósofos que gozan de la especial predilección de Borges: Berkeley
y Schopenhauer. En ellos hallará algunas de sus más gratas experiencias estéticas,
pero también las concepciones filosóficas más cercanas a su propia visión del uni1
Paul de Man, «Un maestro moderno: Jorge Luis Borges», incluido en Jorge Luis Borges, ed. Jaime
Alazraki, Madrid, Taurus, 1976.
verso. Sin oposición con su escepticismo radical -que le llevó en política a militar
en las filas conservadoras-, el idealismo es el prisma filosófico a partir del cual se
puede explicar con mayor claridad la obra de Borges y donde mejor se puede inscribir la mayoría de sus más reiteradas constantes.
Desde esta perspectiva el mundo se aparece como un libro a descifrar, como
algo privado de realidad intrínseca y reducido a pura apariencia. Por ello, todos
los juegos con la realidad son posibles en la obra de Borges. El sueño y la vigilia se
confunden, sin saber cuál de los dos es más real. La vigilia, que a veces adquiere la
configuración de la pesadilla, puede ser el producto onírico de nuestros sueños, en
los que quizá se halla la verdadera realidad. Al igual que para el pensador barroco,
el mundo es concebido como el sueño de un dios, que mueve dentro de él a sus
personajes, como muñecos dominados por las cadenas del destino, que es espantoso, no por desconocido, sino por ser inalterable, incluso para la divinidad. Porque
el dios que sueña el mundo de Borges no es un Dios Creador, sino un dios espectador. Al margen de la historia, la divinidad es la gran conciencia necesaria para la
existencia del universo. Pero, frente a la teología cristiana, no es la creación divina
la que da origen y garantiza esta existencia, sino que ésta se mantiene por la gran
mente que contempla todas las cosas y les da por ello entidad. Como afirmó Berkeley, esse est percipi, y, en este sentido, todos somos los personajes del sueño de un
dios.
La metafísica de la obra borgiana se dirige a despertar al lector de ese sueño. En
poemas corno «Ajedrez» o «El Golem», o en el cuento «Las ruinas circulares», por
citar sólo algunos de los textos más conocidos, el mundo se concibe como una infinita cadena de jugadores que mueven eternamente las piezas de su tablero o crean
personajes para su sueño:
«Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una
apariencia, que otro estaba soñándolo», narra en «Las ruinas circulares»;
«Dios mueve al jugador y éste, la pieza
¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonía?»,
se interroga en «Ajedrez», mientras el rabino de Praga llega a comprender que, al
igual que él creó el Golem, él es una creación de Dios. Y con la pregunta de Borges
sobre qué hay detrás de Dios queda abierta la puerta del escepticismo. Negada la
realidad del objeto y la de su creador, el ser se reduce a la nada. Pero esta negación se
convierte en Borges en una afirmación, pues la nada representa también una forma
de ser, la más perfecta. Borges evita así que su escepticismo conduzca a un nihilismo
sin salida, y lo hace desembocar en el panteísmo, en una suerte de «panteísmo negativo», en el que todos los miembros de la cadena de soñadores propuesta en su obra
se igualan en su nada esencial, sin distinguir al soñador del soñado.
El panteísmo borgiano se refleja tanto en la idea del microcosmos, tal como la
recoge en «El Aleph» o «El Zahir», por ejemplo, como en su concreción inevitable
en la escala humana, la afirmación de que un hombre es todos los hombres. Esta
idea se plasma en la esencial similitud en la historia de todos los hombres, conden-
sada en un único momento -aquél en que cada hombre encuentra su destino-, y
toma cuerpo en la obra borgiana en textos como la «Biografía de Tadeo Isidoro
Cruz» o en «El Evangelio según San Mateo». Pero, al margen del nivel textual, la
idea queda también reflejada en la identificación del lector y el autor y de éste con
el Espíritu creador, en el que se anulan todas las individualidades, más allá del
tiempo y de la historia. Vinculada con estas ideas aparece, naturalmente, la concepción cíclica del tiempo, uno de los rasgos más característicos del pensamiento y
la obra de este autor y también uno de sus pilares fundamentales.
Tras todas estas formulaciones podemos encontrar la definición de León Bloy:
«La historia es un inmenso texto litúrgico, donde las iotas y la puntuación no valen menos que los capítulos o los versículos enteros, pero la importancia de unos y
de otros es indeterminada, y está profundamente escondida». Pero también, incardinando la frase del pensador francés, subyace la propia visión borgiana del mundo, como un caos cuyo sentido se escapa a la razón del hombre, y que el autor trata
de superar en la ambivalencia. Este rasgo, de la misma raíz que el humorismo cervantino, constituye, como señala Zunilda Gertel,2 la paradoja esencial de su arte.
Conectando con el pensamiento idealista, Borges siente el carácter contradictorio y caótico de la realidad, que le descubre su naturaleza aparencial. Trascendiendo ésta, su literatura intenta imponer un orden, pues el desorden pierde este
carácter a partir de la repetición. La reiteración de los elementos supone un principio ordenador que permite superar el caos. De ahí la constante vuelta a los mismos temas, la fijación en un delimitado número de ideas, que Borges fatiga volviendo constantemente sobre ellas, hasta crear con esta repetición un ritmo cíclico, que constituye una representación del orden universal. Con ello la obra alcanza su plenitud, cumpliendo la afirmación de su autor sobre el agotamiento de la literatura. Vuelta sobre sí misma, su obra se autoconsume hasta cumplir sus objetivos, cerrando coherentemente su universo literario.
El tiempo, la eternidad, la memoria,
la muerte
La ordenación del mundo, la explicación del universo, implica una metafísica.
Para Borges, la parte más importante de la metafísica es la que se ocupa del problema del tiempo. Como afirma en el prólogo a la edición de sus conferencias en Belgrano,3 se trata del problema esencial de la metafísica. El tiempo es la gran cuestión borgiana, la que ocupa mayor cantidad de páginas en toda su producción, tanto
lírica como ensayística y narrativa. En ella el tiempo no se plantea en la forma de
un angustioso problema vital. Así ocurría en una personalidad barroca como
Quevedo, una de las aficiones más constantes del poco moralista autor argentino,
junto con su antigongorismo militante. Pero Borges no es el hombre destrozado
por la inevitabilidad del fluir temporal en su marcha hacia la muerte. No es un
2
Zunilda Gertel, Borges y su retorno a la poesía, New York, Las Américas, 1967.
Borges oral, Barcelona, Bruguera, 1980.
3
sentidor del tiempo, sino un pensador metafísico, un amante de los problemas intelectuales. Y el tiempo se le presenta como el gran problema de toda la filosofía.
En el tratamiento de este tema Borges sigue también las doctrinas idealistas,
fundamentalmente las ideas de Berkeley, como el propio autor afirma en «Nueva
refutación del tiempo». En estas páginas Borges cumple lo anunciado en el título.
Siguiendo los esquemas del idealismo de Berkeley, niega la realidad de la existencia del tiempo, considerado como una pura forma mental, sin objetividad fuera de
la conciencia del sujeto. Asimismo, junto con la del tiempo, se refuta la idea del espacio: no existe el espacio absoluto, el espacio no tiene realidad fuera de la conciencia del sujeto que observa. Si ser es ser percibido, el tiempo y el espacio -que es
una de las formas del tiempo, según Borges afirma en «La penúltima versión de la
realidad»- «no puede existir más que en la mente que los perciba», es decir, no son
más que puras ilusiones subjetivas.
En su ensayo «Nueva refutación del tiempo», escrito en 1947 e incluido en
Otras inquisiciones (1952), Borges lleva a su culminación la línea de pensamiento
idealista comenzada por Berkeley y continuada por Hume: si el primero negó la
existencia de la materia fuera de las impresiones de los sentidos, y el segundo negó
que hubiera un sujeto detrás de la percepción de los sentidos, Borges concluye que,
«negados la materia y el espíritu, que son continuidades, negado también el espacio, no sé con qué derecho retendremos esa continuidad que es el tiempo. Fuera de
cada percepción (actual o conjetural) no existe la materia; fuera de cada estado
mental no existe el espíritu; tampoco el tiempo existirá fuera de cada instante presente». Así, ésta es la única realidad temporal: el presente, el instante que se vive
antes de convertirse en pasado. Este, lo mismo que el futuro, no tiene existencia alguna, el pasado porque ya fue y el futuro porque aún no es. La formulación la
toma de El mundo como voluntad y representación, obra de uno de sus autores
preferidos, Schopenhauer:
«La forma de aparición de la voluntad es sólo el presente, no el pasado ni
el porvenir: éstos no existen más que para el concepto y por el encadenamiento de la conciencia, sometida al principio de razón. Nadie ha vivido en
el pasado, nadie vivirá en el futuro; el presente es la forma de toda vida».'''
Refutados el mundo de la memoria y el mundo de la esperanza y el temor, el
fluir temporal se reduce al inasible presente, imposible de captar y de definir metafísicamente, pura frontera entre dos irrealidades, el pasado y el futuro.
Para reflejar y aumentar esta idea de irrealidad, Borges utiliza un recurso, sobre
todo en sus cuentos, que ha caracterizado su obra. Se trata de la negación del tiempo absoluto postulado por la física de Newton, del rechazo de una única serie de
tiempo, proponiendo la existencia de series de tiempos paralelos. Como afirma el
propio Borges en «El tiempo»,5 esta idea «nos daría un mundo más vasto, un mundo mucho más extraño que el actual. La idea de que no hay un tiempo».
4
Cita
5
incluida por Borges en su ensayo «El tiempo circular».
Conferencia incluida en su citado volumen Borges oral.
Dentro de la problemática temporal hay una obsesión especialmente acuciante
para Borges: la eternidad y el concepto de infinitud. Ante estas ideas Borges se
aparta de la actitud que formulara ya Tomás de Aquino -«Intellectus naturaliter
desiderat esse semper»- y que en nuestra literatura representa en su forma más
agónica Miguel de Unamuno. Borges no quiere perdurar. Rechaza los conceptos
de infinito y eternidad como un error: en vez de una liberación, la eternidad es una
cárcel, porque no tiene salida. Por otro lado, la idea de infinito es una aberración,
una categoría inhumana, propia de Dios, ante la que Borges sólo puede sentir espanto. Si el tiempo es una prisión que el autor trata de hacer estallar negándole
realidad y presentando series paralelas de tiempos1 diversos; si reduce el fluir temporal al mínimo instante presente, la idea de eternidad es un horror que tampoco está
dispuesto a aceptar.
Su refutación la lleva a cabo en el ensayo «Historia de la eternidad». En él recorre las doctrinas filosóficas que han aceptado e impulsado esta idea. Su habitual
acercamiento a la validez estética de estas teorías no le priva de toda la fuerza de su
ironía, con la que las desmonta una a una, mostrando su falacia y reduciéndolas a
meros juegos estéticos o de divertimento intelectual. Al final de este ensayo Borges
incluye su personal idea de la eternidad: un especial momento de éxtasis en el que
se percibe «la diferencia e inseparabilidad de un| momento de su aparente ayer y
otro de su aparente hoy», con lo que se desintegra totalmente la idea del tiempo
sucesivo.
Esto nos lleva a indagar la especial naturaleza de la concepción borgiana del
tiempo. Hay una idea que le resulta especialmente atractiva, como confiesa al
principio de su ensayo «El tiempo circular», que, junto con «La doctrina de los ciclos»,6 configura el pensamiento borgiano sobre el tema: «yo suelo regresar eternamente al Eterno Regreso». A semejanza de la refutación que hace de la idea de
eternidad, en estos dos artículos Borges pasa revista a las diferentes formulaciones
históricas que ha tenido esta doctrina, refutándolas y negándoles validez. Sin embargo, hay una diferencia en el tratamiento de ambas ideas. Como el propio Borges confiesa, el valor estético de la teoría de los ciclos le obliga a volver repetidamente sobre ella, tanto en sus ensayos como en sus cuentos. Frente al concepto de
eternidad o el de inmortalidad, al que sólo dedica su relato «El inmortal», Borges
trata reiteradamente el tema de la repetición de la historia, no para manifestar su
horror ante él -como hace en «El inmortal» con la idea de eternidad-, sino para
ofrecer una concepción temporal válida frente a la idea del tiempo lineal.
Sin embargo, no todo en la postura borgiana ante el tiempo es puro interés estético o intelectual ante el atractivo del problema Entre sus tersas y pulidas páginas dedicadas al tema, entre ironías que, a veces, pueden llegar a rozar con un cierto
cinismo, es posible encontrar momentos de verdadera vibración personal ante el
problema del tiempo. La perfecta construcción Racional elaborada por el pensador
se ve sacudida peligrosamente en sus cimientos por la emoción humana que a
Borges se le escapa por pequeñas grietas de su compacto armazón intelectual. Así,
6
Ambos ensayos están incluidos en el volumen Historia de la eternidad.
hay que recordar el párrafo que cierra uno de sus más característicos ensayos,
«Nueva refutación del tiempo»; en él, tras la erudita argumentación racional que
constituye el cuerpo central de esta obrita, Borges calla su cerebro y deja hablar su
corazón:
«Negar la sucesión temporal, negar el yo, negar el universo astronómico,
son desesperaciones aparentes y consuelos secretos. Nuestro destino (a diferencia del infierno de Swedenborg y del infierno de la mitología tibetana) no
es espantoso por irreal; es espantoso porque es irreversible y de hierro. El
tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el rio; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un
fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente,
es real; yo, desgraciadamente, soy Borges».
En relación con el transcurso del tiempo se plantea para Borges uno de los temas fundamentales de su estética: la relación dialéctica entre el olvido y la memoria, como generadores de la obra literaria. En muchas páginas de sus obras es posible encontrar la tensión existente entre la memoria, como deformadora de la realidad, y el olvido, como poder catártico y conservador de los rasgos esenciales de lo
real. El olvido aparece íntimamente ligado a la idea de eternidad, como la memoria lo está a la idea del tiempo. Entre la memoria y el olvido se establece una estrecha relación, en la que el elemento negativo de la dualidad es la memoria, que tiene
un carácter trivial y solamente «permite una reconstrucción fragmentada e incompleta de lo que fue real alguna vez. Sólo se limita a sumar, recuperando secuencias de la vida de un ser que ya no está, palabras, acontecimientos, fechas».7
El olvido, por el contrario, es un factor liberador y de depuración, que actúa separando la apariencia de la realidad, despojando a ésta de todos sus rasgos accesorios
y reduciéndola a su verdadera imagen, «revelada con imparcialidad mediante un
objeto cotidiano, o en la línea de un verso. De esta manera, adquiere un poder profundo, pues su labor de preservación se interna en las recónditas fuentes de la existencia, mucho más allá del subconsciente».8 De este modo la cotidianeidad alcanza
la categoría de la trascendencia, los hechos más rutinarios se cargan inexorablemente de significado cuando el olvido opera sobre ellos. La realidad inmediata encuentra en ellos su cauce de expresión en un «realismo mágico», esa tópica, pero
certera etiqueta con que se ha clasificado a Borges entre un grupo más o menos reconocido de narradores sudamericanos. Los mecanismos de funcionamiento del
olvido vienen mareados por una dialéctica de conservación y destrucción, en la
que se halla estrechamente vinculado con la labor de la memoria:
«La tarea del olvido -puntualiza M.a Adela Renard- se da de una manera silenciosa v en estrecho vínculo con la memoria que, más tarde, en un preciso instante, ha de sacar a la luí todas las partículas o fragmentos de un
7
M.a Adela Renard. «Introducción» al volumen antológico Bort>es. Poesías. Buenos Aires. Kape-lusz.
1977, p. 44. 8Ibidem.
hombre que se ha ido, o de un hecho pretérito. En este proceso hay dos acti
tudes fundamentales: de conservación una, que reúne todos los elementos
dispersos, y de recreación la otra, que revi ve aquello que encierra el subcons
ciente»?
'
En este sentido, el olvido conecta con el infinito, opera contra la gloria y borra
lo negativo, por su valor catártico. En cuanto al tiempo, tiene la capacidad de negarlo, pues propicia la autonomía de cada instante, sin modificar el pasado, incorporando un minucioso presente y, de forma paralela, la idea del eterno retorno.
Por último, posee una característica de importancia cardinal para Borges: es un
fiel aliado de la muerte.
Topamos así con la desembocadura del río del tiempo. La muerte. Desprovista
de su carácter aterrador, ésta adquiere un valor particular. Como señalamos al tratar el tema de la inmortalidad, Borges no quería pervivir eternamente, deseaba la
muerte, pues, según sus propias palabras, no quería ser Borges por siempre. Para
él, la muerte no se presenta como una negación, sino como la verdadera revelación
de la identidad del tiempo. Supone la liberación :de la vida sujeta a la temporalidad, así como la imposibilidad de lo eterno, de lo infinito y su aterradora naturaleza. La muerte es la que limita la vida a coordenadas humanas, frente a la inhumanidad que supone la posibilidad de una existencia sin final. De otro lado, la muerte
significa una iluminación, la revelación última que da sentido a una vida, constituyendo, al mismo tiempo que su clave, la salida del laberinto. Por ello, en su poema «Elogio de la sombra», Borges concluye ante la cercanía de la muerte: «pronto
sabré quién soy». La certeza de la mortalidad y la del conocimiento que ella conlleva es lo que aleja la desesperación en el peregrinar por el laberinto de la vida.
Ello llevaba a Borges a esperar la muerte no con resignación, sino con alegría. La
muerte significa un cesar de ser, ser nada, esto esj el modo más perfecto de ser en
plenitud. La muerte representa la liberación del mundo aparencial, porque ella no
es ilusoria y falsa como la vida.
Como lo prueba la enorme tradición de esta imagen, el paralelismo de la muerte
con el sueño resulta obligado. Como en la muerte, en el sueño gozamos de eternidad. En los sueños coinciden el pasado inmediato y el inmediato porvenir. Frente
al tiempo sucesivo que impone la vigilia, el sueño rompe las ataduras temporales
y crea una nueva dimensión, lo mismo que ocurre con la muerte respecto de la
vida. La nueva dimensión de eternidad no es la que Borges negara, de un tiempo
sin final, sino la idea de raíz escolástica de la posesión total, simultánea y perfecta
en un instante de todos los instantes del devenir temporal. La satisfacción de esta
idea se refleja en las palabras finales del ensayo «El tiempo y J. W. Dunne», recogido en Oirás inquisiciones:
\
«.Dunne asegura que en la muerte aprenderemos el manejo feliz de la
eternidad. Recobraremos todos los instantes de nuestra vida y los combinaremos como nos plazca. Dios y nuestros amigos y Shakespeare colaborarán
9
Idem,p.46.
con nosotros. Ante una tesis tan espléndida, cualquier falacia cometida por el
autor resulta baladí».
¡Qué lejano del agónico deseo unamuniano de inmortalidad personal! En Borges el anhelo cías ferviente es la anulación total de la conciencia personal. No morir significa para Borges no retornar, no vivir. No es una desesperación existencial,
ni ningún tipo de nihilismo lo que le lleva a codiciar la muerte, sino el horror a ser
siempre Borges. La hipótesis de la reencarnación no le causa pavor, siempre que
no vuelva a reencarnarse en Borges, siempre que su conciencia personal se desintegre. La eternidad es un atributo divino, y la humanidad borgiana sólo siente ante
ella el horror de la abominación.
El concepto de literatura
Al analizar su faceta metafísica nos hemos referido a lo que Borges llama su
«escepticismo esencial», hemos contemplado sus afanes por encontrar una clave
que permita ordenar el caos que es el mundo, y hemos visto también cómo ninguna doctrina era capaz de satisfacer plenamente esta voluntad. Ante la imposibilidad de encontrar una verdad y un valor positivo entre las teorías filosóficas y teológicas que pretenden justificar el mundo, la actitud de Borges es la de sumirse en
una irrealidad que es, al mismo tiempo, la realidad de su arte.
La literatura, construcción especular, es primariamente un reflejo de la cultura. A esta actitud, especialmente acentuada en el autor de «La biblioteca de Babel», no es ajena su personal experiencia de lector. Borges ha declarado siempre,
en sus escritos e, incluso, en su labor docente, su carácter de lector hedonista, que
necesita del placer estético en cada página para continuar la lectura de una obra.
Desde esta vivencia, la literatura y su propio agotamiento se convierten en los materiales básicos con los que opera la creación borgiana, insistente en la reducción
de la historia de la literatura a la de las diversas entonaciones de unas pocas metáforas, siempre las mismas.
La universalidad de la obra de Borges y su trascendencia en las letras del siglo
XX tiene en este factor un pilar básico. Por encima de argumentos o modas literarias la obra de Borges se sustenta en su esencial literariedad, si, al margen del sentido estricto que a este término le dieron los formalistas rusos, entendemos por este
concepto el de la capacidad de la literatura para tomarse a sí misma como tema,
para hacer literatura sobre la propia literatura. Siguiendo los pasos de Cervantes,
Borges descubre esta especificidad del arte literario y la pone de manifiesto explícitamente en uno de los ensayos de Discusión, titulado precisamente «La supersticiosa ética del lector»:
«Ignoro si la música sabe desesperar de la música y si el mármol del
mármol, pero la literatura es un arte que sabe profetizar aquel tiempo en que
habrá enmudecido y enamorarse de su propia disolución y cortejar su fin».
En su realización, la obra borgiana representa precisamente ese autocortejo de
la literatura ante su fin, autocortejo que, paradójicamente, impide su fin.
Al lado de este plantemiento consciente e intelectual, en el prólogo a Elogio cíe
la sombra, Borges vuelve a afirmar el carácter misterioso de la poesía y su concepto
de la inspiración: «La poesía no es menos misteriosa que otros elementos del
orbe. Tal o cual verso afortunado no puede envanecernos, porque es obra del Azar
o del Espíritu; sólo los errores son nuestros». La literatura equivale, así, a una actividad onírica, en la que la consciencia del autor únicamente es responsable de las
limitaciones de la obra, pues ésta es fruto de una fuerza superior que guía al poeta.
Para representar esta idea, Borges emplea la imagen elaborada por Platón. Entre
otras páginas, la afirmación aparece en «El escritor argentino y la tradición», recogido en el volumen Discusión: «Platón dijo que los poetas son amanuenses de un
dios, que los anima contra su voluntad, contra sus propósitos, como el imán anima
a una serie de anillos de hierro». La imagen clásica de la musa es sustituida por la
más primitiva del furor divino que posee el poeta, pero elevándola por medio de
las doctrinas del idealismo. Dios (o el Espíritu) es quien dirige la creación poética.
El mundo es un libro en el que Dios escribe y el poeta sólo es su instrumento. De
ahí que para Borges toda la literatura sea la creación de un sólo libro, y todos los
autores sean el mismo autor. La historia de la literatura, a través de la escritura y
reescritura de ese libro, es la historia del Espíritu, como afirmaba Valery, en tanto
que fuente de la que procede esta obra infinita. He aquí la base de la concepción
borgiana de la obra literaria como un palimpsesto, como un texto sobre un texto
anterior, del que continuamente aparecen las huellas en la superficie del segundo
texto.
Paralelamente a su propia consideración de mero instrumento, e instrumento
falible, en las manos de Dios, como redactor del libro del universo, se muestra su
conciencia de la necesidad del lector para la realización completa del poema, del
hecho literario. Si en la moderna teoría de la literatura es general esta consideración de la obra como hecho estético que necesita para su total cumplimiento la
participación de, al menos, dos elementos, el escritor y el lector, en Borges esta
idea está plenamente arraigada y llevada hasta su último extremo. Para nuestro
autor, el poema es sólo un objeto; el hecho estético comienza cuando el lector se
reconoce en él o cuando se le opone, transformándolo. El escritor y el lector son
igualmente esenciales, ya que ambos cierran el círculo en la participación del fenómeno poético y constituyen la unidad. El lector, al recrear en la lectura el hecho
poético, es tan creador como el poeta que produjo el texto.
Concebido el hecho estético como una revelación que no se produce, Borges
rechaza el concepto del arte como expresión. Lejos queda la teoría de la obra de
arte como hecho mental y como intuición-expresión única, de la culminación de
la poética borgiana. Para su autor la creación es un acto de inteligencia y voluntad,
y el valor de la poesía está, como afirma en el prólogo a la edición de su Obra poética de 1964, en «el comercio del poema con el lector, no en la serie de símbolos
que registran las páginas de un libro». Si bien es cierto que la obra literaria procede
de intuiciones, la expresión que fluye de ésta nunca puede ser un acto completamente intuitivo e indivisible. En esa revelación inminente que es el hecho estético,
la participación de los dos elementos de la comunicación es tan esencialmente la
misma, que escritor y lector se identifican. En el momento en que el receptor se
enfrenta al poema y lo recrea a partir de sí mismo, éste se convierte en uno sólo
con el escritor. Así queda de manifiesto en el citado ensayo «Nueva refutación del
tiempo»:
«¿Los fervorosos que se entregan a una línea de Shakespeare no son literalmente Shakespeare?»
El panteísmo borgiano cobra así una nueva formulación. En ella la antigua
doctrina filosófica y su vinculación con los componentes idealistas de la disolución del concepto de autor en el del Espíritu creador se expresan, a través de la autonomía de la obra y el valor del acto de la lectura, en términos situados en línea
con algunas de las más innovadoras teorías y métodos de análisis literario y de estética de la recepción, más allá de la estricta concepción del texto como discurso
expresivo o como estructura inmanente:
«La obra que perdura es siempre capaz de una infinita y plástica ambigüedad, es todo para todos, como el Apóstol; es un espejo que declara los rasgos del lector y es también un mapa del mundo. Ello debe ocurrir, además,
de un modo evanescente y modesto, casi a despecho del autor; éste debe aparecer ignorante de todo simbolismo».
«Realismo mágico» y marginación de la novela
La conciencia de la irrealidad del mundo aparencial, que se manifiesta, entre
otros rasgos, en la negación de la individualidad del creador y en su indistinción
del lector, así como la formulación de esta conciencia por medio de las doctrinas
idealistas, alcanza en el terreno literario su consecuencia lógica en el rechazo del
«realismo» que caracteriza a la novela como componente esencial de su universo
literario. La explicitación de esta actitud la podemos encontrar en «El arte narrativo
y la magia», ensayo recogido en Discusión, en el que manifiesta que «el problema
central de la novelística es la causalidad», pero -añade-, pretender reflejar en la
novela «una concatenación de motivos que se proponen no diferir de los del
mundo real» es, cuando menos, absurdo, dada la imposibilidad de conocer los designios del Espíritu y las oscuras fuerzas que rigen el azar y el destino. Lo que se
pretende cosmos es un caos del que se desconocen sus leyes y su ordenamiento.
Por tanto, si se acepta el principio de la causalidad, debe llevarse hasta sus últimos
extremos, ya que la ignorancia del orden universal impide colocar con certeza un
límite en este esquema causal. No sólo debe aceptarse una necesaria relación de
causalidad entre un balazo y un muerto, sino que también se puede establecer una
conexión «entre un muerto y una maltratada efigie de cera». La superstición y la
magia sólo son «la coronación o pesadilla de lo causal, no su contradicción».
Por todo ello, Borges concluye su ensayo manifestando su toma de postura en favor de la magia como único proceso causal, válido por ser capaz de descubrir nuevas
parcelas de la realidad, por no reducirla a clichés fijados de manera absoluta:
«He distinguido dos procesos causales: el natural, que es el resultado incesante de incontrolables e ínfimas operaciones; el mágico, donde profetizan los
pormenores, Indico y limitado. En la novela, pienso que la única posible honradez está en el segundo. Quede el primero para la simulación psicológica».
Con ello, Borges pone las bases teóricas del llamado «realismo mágico», casillero
literario en el que se tiende a situar la obra borgiana, no con excesiva repugnancia
por parte de su autor, quien, sin embargo, rechaza el concepto y las obras del «realismo fantástico», que distingue claramente del «realismo mágico», considerando al
primero como un conjunto de malas copias de su propia obra.
No es el orgullo de autor el que surge en esta actitud, en contraposición con las
ideas anteriormente reseñadas, sino el urgente requerimiento de Borges de la necesidad del escritor de incorporar su propio destino, de integrarse en la tradición sin caer
en el plagio:
«Borges-precisa Zunilda Gertel-10 reclama la autenticidad del autor. La
fidelidad a sus principios como condición esencial de la obra literaria. Para
afirmarlo, desarrolla el concepto de la individualidad del poeta, que, aunque
parezca contradictorio con respecto a su idea de pluralidad y universalidad del
autor (...), contribuye, paradójicamente, a explicarla. Para él, "toda la literatura
es autobiográfica", no en el sentido de que equivalga literalmente a la vida
real del autor, sino a la revelación de un destino. Este no necesita ser su vida
común, pero sí la que siente y vive en tanto que es autor».
Individualidad y pluralidad, paradoja y aparente contradicción, nuevo quiebro
borgiano: el destino de todos los escritores es fundamentalmente uno y el mismo,
pero cada autor ha de encontrar y vivir el suyo y asumirlo, incluso, de manera trágica, como hiciera el erudito protagonista de «El Sur».
Consideración del lenguaje y estilo
Como en numerosas ocasiones ha declarado el propio Borges, su destino es de
naturaleza lingüística, tanto por lo que se refiere al idioma castellano, verdadera patria del autor, como por su propio oficio de escritor. Asumida su vinculación a una
lengua y su valor de instrumento comunicativo, su relación con estos términos matiza la plena aceptación con una relación conflictiva y dialéctica, surgida de una insatisfacción inicial.
La insatisfacción borgiana ante el lenguaje no nace, evidentemente, de una dificultad para dominar esta herramienta del pensamiento, pero tampoco brota del
choque con unas limitaciones expresivas que el poeta siente agudamente ante la inefabilidad de su experiencia poética. Más profundamente que de estas variaciones del
problema esencial de la lengua literaria, la conciencia de la naturaleza inane del lenguaje surge de forma más radical de la dimensión metafísica del universo creativo de
10
Zunilda Gertel. ob. cit, pp. 62-63.
Borges y, más concretamente, del problema básico de su pensamiento: el tiempo.
Afirma Borges en «Nueva refutación del tiempo»: «Todo lenguaje es de índole sucesiva; no es hábil para razonar lo eterno, lo intemporal». Es la propia naturaleza del
lenguaje, su carácter de linealidad, lo que determina su incapacidad para convertirse
en el instrumento que refleje ese instante en que se funde el presente con el pasado,
anulando el tiempo sucesivo y llegando al estado más cercano a la eternidad al que
puede acercarse la naturaleza humana.
En otra vertiente de su ordenado cosmos intelectual, Borges articula una concepción del universo como un libro, como un símbolo. Si el lenguaje pretende reflejar el
universo, la relación habitual entre significante y significado, según la definiera
Saussure como característica primaria del lenguaje referencial, queda completamente subvertida y abolidos sus postulados iniciales. Se abre con ello un nuevo sistema de relaciones, un nuevo sistema de valores y, por tanto, un nuevo sistema significativo. Si el universo no es real, la palabra no es expresión de una realidad, sino
signo de un signo. De ahí la esencialidad simbólica de un lenguaje que se crea a partir de la conciencia de su vacuidad. El lenguaje queda articulado como un sistema de
signos de un sistema de símbolos, en el que la realidad del universo queda al margen,
y debe, por consiguiente, crear su propia realidad a partir de su arbitrariedad esencial y sus referencias internas. Pero esta realidad ha de ser, exclusivamente, una realidad literaria.
La filosofía le enseña a Borges a dudar de las palabras y, a la inversa, la desconfianza en el lenguaje -que es, o pretende ser, una ordenación del mundo- le hace
descreer de la metafísica y de la posibilidad de encontrar un orden en el universo.
Cualquier idioma es un conjunto caótico de símbolos, inútil para la comprensión
cabal del universo. Esta es la concepción que domina la primera etapa de la producción borgiana, donde domina el deseo exacerbado de lograr la individualidad a partir del rechazo de las formas arquetípicas. Sin embargo, si en un principio enfatizó la
visión negativa del lenguaje, pronto reconoció, una vez superados los límites del
movimiento ultraísta, que no sería posible al pensamiento sin la simplificación que
las palabras y los conceptos genéricos, que rechazara en «Historia de la eternidad»,
imponen, alcanzando una distinta concepción del lenguaje como instrumento necesario, aunque imperfecto, para esquematizar y ordenar el cosmos.
Así, a partir de El Aleph (1949), en su obra narrativa, y Otras inquisiciones
(1952), en su producción ensayística, comienza el predominio de una visión del
hombre y del universo donde las individualidades se borran en la unidad y la totalidad, junto a una visión de la literatura en la que la búsqueda de la originalidad y el
particularismo, tan presente en su faceta temprana de poeta del arrabal porteño, se
sustituye por la del logro de formas eternas, que «puedan ser todo para todos», como
confiesa en el «Epílogo» a Otras inquisiciones. Estas formas eternas son conceptos
generales sólo aislables mediante el lenguaje, que cobra una nueva dimensión en la
obra borgiana. Ya no era el instrumento inútil, sino el único instrumento disponible
que el escritor puede y debe usar, por lo que su labor fundamental será la de hacerlo
cada vez más adecuado y flexible, más capaz de cumplir los fines a que está destinado.
Para conseguir este objetivo, Borges procede a una depuración del lenguaje, que
se convierte en una ascesis de estilo. El proceso se centra, en primer lugar, en el rechazo de la cantidad como factor enriquecedor del vocabulario. Repetidas veces
Borges ha manifestado su desacuerdo con la actitud mantenida por la Real Academia en la confección de su Diccionario, donde acumula una ingente cantidad de palabras inútiles por desconocidas, por hallarse fuera de uso o por ser muy específicas
o propias exclusivamente de un oficio. Frente a esta tendencia, Borges persigue
conscientemente una reducción de su léxico a través de la elección de un determinado y reducido número de palabras, que basta para elaborar toda su obra.
A partir de esa reducción se opera la segunda etapa del proceso, que consiste en
lograr el máximo aprovechamiento de todos los valores de la palabra -fónico, semántico, connotativo...-, sobre todo buscando y sacando a la luz el sentido etimológico de los términos, oculto en muchas ocasiones por el uso descuidado del lenguaje.
El uso personal y consciente -hasta convertirlos en rasgos de estilo propios-de verbos como «fatigare, «prodigar», «regin», «anhelar», «demorar», «soñar», «tejer»,
«destejer» o «multiplicar», hace que éstos adquieran nuevos sentidos en su frecuente
reiteración. Tampoco faltan ejemplos más concretos de la potenciación del valor
polisémico de los vocablos mediante la recuperación de sus significados etimológicos y su participación en el nivel connotativo de la expresión. Así, en los endecasílabos del «Poema de los dones» encontramos:
«arduos como los arduos manuscritos
que perecieron en Alejandría»,
donde un verso repite la misma palabra, con su significado más habitual en primer
lugar, y con un significado etimológico pleno de valor connotativo seguidamente;
o en el verso de «El reloj de arena» -también incluido en El hacedor-:
«Arena que resbala y que declina»,
en el que el verbo «declinar» recupera su valor etimológico de «caída física», trasladando el sentido crepuscular del tiempo que huye al material encargado de medirlo. No son necesarios más ejemplos para ilustrar cómo la búsqueda de Borges se
orienta, en lugar de hacia una riqueza cuantitativa, hacia una concentración del
valor de los términos del lenguaje, hacia una riqueza de intensidad, que es el valor
de la poesía.
Borges efectúa de esta manera lo que Rafael Conté1' denomina «ascesis de estilo», es decir, la forma de un estilo que se purifica, se limpia de todo lo superñuo,
hasta alcanzar una expresión tan aparentemente sencilla como eficaz. Su dicción
breve y recortada se caracteriza por la concisión y la precisión. La riqueza surge de
la contención, no del desbordamiento que caracteriza el barroquismo de tantos
narradores sudamericanos. No obstante, es posible afirmar que Borges posee un
estilo más profundamente barroco que el de estos autores, pues no es un simple recargamiento ornamental lo que lo ordena, sino el profundo contraste entre su pro1
' Rafael Conté, Lenguaje y violencia, Madrid, Al-Borak, 1972.
pía sencillez externa y su cuidada elaboración. El pulimento y la contención del
estilo se convierten en el eslabón que hace saltar la chispa que enciende el fuego de
la obra. Convertido el lenguaje en vehículo expresivo del barroco y vertiginoso
pensamiento del autor, la tensión que genera el encauzamiento de la desbordante
fantasía borgiana por el apretado canal que conforma su estilo se convierte en la
tensión principal que sustenta las páginas de este escritor.
La tendencia a la ascesis del estilo, acrisolándolo hasta hacerlo lo más conciso
y concentrado posible, se ve aumentada por la ceguera progresiva que se apodera
del autor, impidiéndole leer y escribir. Las consecuencias en la obra literaria de
esta fatalidad se hacen fácilmente apreciables: el estilo se condensa aún más, sus
periodos sintácticos se hacen más breves, reduciéndose también la extensión de
sus obras, tanto cuentos como poemas, ya que su producción ensayística a partir
de 1960 se ve sustituida por la publicación de sus conferencias, que prodigó hasta
su muerte. Otra consecuencia apreciable en su poesía es el retorno a los metros
clásicos, sujetos a reglas de ritmo y rima que favorecen su memorización, ya que la
ceguera le obligó a componer y corregir mentalmente, sin el apoyo material de la
escritura y la ayuda de borradores.
La concisión y precisión de su estilo se ven también reforzadas por la ya citada
actitud de rechazo del concepto croceano de expresión, que lleva a Borges por el
camino de rehuir la búsqueda de nuevos nombres para las cosas. El mismo confiesa haber perseguido en algún momento la expresión, para acabar afirmando:
«ahora sé que mis dioses no me concedieron más que la alusión o mención». Estas
dos palabras con que Borges, entre modesto e irónico, sustantiva y sintetiza su
creación como consecuencia de su «pobreza fundamental», significan justamente
la mayor riqueza de su obra, ya que de ellas surge el mágico juego borgiano que desentraña nuevas realidades dentro de antiguas ficciones y hace vivir a seres soñados o aludidos. La alusión y la mención sustentan también la esencial sugerencia
de su lírica, preocupada por ahondar en el misterio del hecho estético, motivo
siempre recurrente en la poética borgiana.
El establecimiento de la alusión como pilar fundamental del estilo borgiano
supone una separación de los iniciales planteamientos estéticos del escritor, encuadrados dentro del movimiento poético ultraísta. El abandono del ultraísmo supone también el paso de la metáfora al ritmo y al uso del símbolo como elementos
estructurantes de su poética. Después del furor por la metáfora que anima sus primeros libros de versos, en la línea del vanguardismo ultraísta, Borges comienza a
descreer paulatinamente de la validez de la creación de nuevas metáforas, ya que
después de tres mil años de creación literaria es imposible la renovación de las metáforas y hallazgos poéticos eternos. Esta postura se ve perfectamente reflejada en
sus ensayos «Las kenningar» (1933) y «La metáfora» (1936), ambos incluidos en
Historia de la eternidad, donde manifiesta su idea de que las metáforas eternas, las
basadas en una íntima y necesaria conexión entre dos conceptos, están ya establecidas desde La Iliada, y sólo queda la busca de nuevas formas de indicar esta conexión. Estas metáforas eternas -sueño/muerte, sueño/vida, río/tiempo/vida, etc.-
son las únicas que en la posterior obra borgiana tendrán una cierta entidad, dejando el lugar preponderante, como hemos señalado, al ritmo y al símbolo.
En el verso libre el ritmo se alarga, no por distribución acentual, sino por medio de la sintaxis, y sólo una secuencia de entonación es lo que lo distingue de la
prosa. Sin embargo, esto no significa el prosaísmo del verso borgiano, como e! mismo autor aclara:
«Aunque el verso libre no sea a veces otra cosa que un simulacro tipográfico, este simulacro sirve para indicar al lector de qué manera debe recibir las
palabras del poeta: como una exaltación, no como un razonamiento o la notificación de un hecho».
Del pensar metafórico, que conduce a motivos aislados, Borges confluye en el pensar mítico, donde la imagen actúa creando una tensión en el mundo poético. La
imagen fruto del pensar mítico se concreta en el frecuente uso de símbolos como
principio constante de su obra, símbolos que Borges recoge de la tradición, pero
que también son fruto de su propia creación personal. Si de la primera recoge imágenes como la del río, el sueño, el laberinto o el libro, Borges las somete, en constante reiteración, a un proceso de adaptación que no sólo le confiere nuevos y más
ricos significados, sino que, sobre todo, las ordena en el universo personal del autor, en el que junto con símbolos tan personales como la biblioteca, el tigre o el espejo, conforman un conjunto coherente que resume toda una cosmovisión, aunque sin encerrarse en significados unívocos, sino de gran valor dinámico, ya que
algunos temas se ven representados por más de un símbolo y, en general, un símbolo y su expresión lingüística suelen abarcar más de un tema.
En esta configuración dinámica del universo borgiano y su reflejo literario jue
ga un papel fundamental el sistema retórico, en el que se define con claridad una
serie de recursos de precisos valores estilísticos, tal como han sido puntualizados
por la crítica. Lugar destacado ocupan los epítetos, los «adjetivos-tic», los adjeti
vos metonímicos, la hipálage, la adjetivación bivalente, la sinécdoque, las cons
trucciones parentéticas, las fórmulas expresivas propias, las enumeraciones, las
reiteraciones y otras figuras, que han sido detenidamente analizadas en los estu
dios de María Adela Renard,12 Zunilda Gertel13 y, más recientemente, de Arturo
Echavarría,14 por citar sólo algunos de los más específicos, además de la sistemati
zación más completa del plano estilístico borgiano; llevada a cabo por Jaime Alazraki.15
Sin embargo, si hemos de optar por uno de los rasgos más caracterizadores de
la lengua literaria de Borges, hemos de destacar el uso del oxímoron, sobre todo
por su importancia estructural, que trasciende el puro nivel lingüístico, para constituirse en un reflejo fiel del pensamiento y la cosmovisión que subyace a la estructura superficial de la obra borgiana. Según la definición que ofrece el propio Borl2
María Adela Renard, ob. cit.
Zunilda Gertel, ob. cit.
Arturo Echavarría, Lengua y literatura de Borges, Barcelona, Ariel, 1983.
13
14
15
J. Alazraki, La prosa narrativa de Jorge Luis Borges, Madrid, Credos, 1974.
ges en su cuento «El Zahir», «en la figura que llamamos oxímoron, se aplica a una
palabra un epíteto que parece contradecirla; así los gnósticos hablaron de luz oscura; los alquimistas de un sol negro», y dicha figura, sobrepasando el valor de característica definitoria de su estilo, se constituye en principio estructurador fundamental de la obra borgiana. Si apuntábamos que la cosmovisión borgiana se basa
en la ambivalencia, la contradicción y la paradoja, nada mejor que el uso de esta figura puede expresar esta «visión bizca» de la realidad.
Jaime Alazraki ha estudiado el valor funcional del oxímoron en la obra de Borges en su artículo «Estructura oximoróhica en los ensayos de Borges»,16 en el que
destaca el modelo característico de los esquemas del ensayo borgiano, como una
construcción hecha de contrastes de sentido, de paradojas, una construcción puramente oximorónica. La disposición que presentan habitualmente los ensayos borgianos es la siguiente:
1) Presentación del tema;
2) teorías que presentan posibles soluciones al problema;
3) solución dada por el propio autor;
4) negaciones de 1) y 2);
5) conclusión.
Con este juego de paradojas en el que Borges introduce al lector, como en un laberinto de espejos, lo que lleva a cabo es una sutil remoción de todo valor trascendente de las teorías racionales, filosóficas o teológicas, reduciéndolas a su carácter
de maravilla, de creación estética.
Esta estructura del ensayo, de carácter oximorónico, que viene a romper las líneas generales de la lógica aristotélico-cartesiana occidental, significa un verdadero sabotaje de la cultura como invención racional que propone un ordenamiento
del mundo. El ensayo se constituye así en un verdadero acto de terrorismo intelectual, que viene a sacudir el letargo del autor, obligándole a buscar una apertura,
ampliando su mundo en busca de nuevas dimensiones de la realidad que lo alejen
de la castrante univocidad de las coordenadas lógicas de espacio y tiempo absolutos que rigen la vida humana. El oxímoron, como todos los demás elementos con
los que Borges construye su obra, no es nunca un mero juego, a pesar de las confesiones de su autor, sino que representa un útilísimo instrumento destinado a la
creación de un mundo que, como el de Tlón,17 pueda sobreponerse a la realidad,
creando nuevos caminos para su desenvolvimiento.
Coherencia de una obra
Esta disposición del uso de todos los elementos que le proporciona la tradición
literaria, ordenada a la consecución de un objetivo central, es lo que le proporciona a la obra borgiana su absoluta coherencia. Como en la visión panteísta que Borges mantiene, para la que cualquier punto del universo incluye todos los puntos,
l6
Recogido en el volumen dedicado al escritor argentino en la colección «El escritor y la crítica» de
la editorial
Taurus, editado por el propio Alazraki (Madrid, 1976).
17
Véase su narración «Tlón Uqbar, Orbis Tertius», incluida en Ficciones.
cualquier página producida por el argentino es un reflejo de toda su obra. El constante tejer y destejer los mismos temas, volviendo reiteradamente sobre los mismos elementos de su obra, ordena todos los hilos, sin dejar ningún cabo suelto, en
la compleja madeja que conforma la literatura borgiana. Constituida en un orbe
cerrado y coherente, en un sistema formalmente perfecto, todos y cada uno de sus
elementos encajan en él perfectamente, encontrando su lugar exacto, sin que sobre
ni falte ninguno.
De otra parte, la poética borgiana se integra sin solución de continuidad en el
quehacer det creador, con cuya faceta se mezclan las de teorizador y crítico sobre
una base de vasta erudición literaria. Esta actitud de reflexión sobre el fenómeno
de la creación ubica a Borges dentro de la moderna corriente -o en los orígenes de
la misma-, que concibe el ejercicio de la literatura como una disciplina totalizadora. Por ello, no es extraño que Borges se vuelque en el cultivo de varios géneros literarios, en los que continuamente trata los mismos temas, pero enfocándolos desde distintos prismas, el que impone cada género. Sin embargo, incluso en géneros
acusadamente dispares Borges consigue abstraer una unidad, fundiendo las naturalezas del poema, el ensayo y el cuento, los tres géneros cultivados por él.
Su primera poesía, centrada en la mitología del arrabal, fue derivando hacia
contenidos de índole filosófica y metafísica, con lo que dio paso, de forma natural,
al ensayo. Pero, dejando aparte los primeros libros -Inquisiciones (1925), El tamaño de mi esperanza (1926), El idioma de los argentinos (1928)-, repudiados
por el autor, el ensayo en Borges se configura como una creación con los rasgos del
relato: todo ensayo borgiano es una historia, una búsqueda, sin ningún sentido sistemático ni pedagógico. Por lo mismo, cuando Borges decidió escribir relatos, surgieron siempre narraciones apoyadas en lo literario-ensayístico.18 Las paradojas de
Borges comienzan, así, a acumularse. A partir de esos momentos, sus poemas se
tornarán narrativos, hasta convertirse en letras de tango, de milongas. Sus ensayos
los disfraza en forma de cuentos, sus relatos en forma de ensayos. Y todo ello se resuelve en las que confiesa sus obras predilectas, sus libros de miscelánea, que,
como El hacedor o Elogio de la sombra, concitan versos y prosas, meditaciones,
apólogos, poemas, relatos, refranes y citas, en una imagen cabal de una realidad
caótica en la que Borges encuentra el sentido de su obra introduciendo su orden
personal, su intelectual pasión por el orden.
P. R. P.*
* Departamento de Literatura Española. Universidad de Córdoba.
18
Baste citar «Fierre Menard, autor del Quijote», recogido en Ficciones.
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