El intelectual, el ensayo, y el pensamiento en la España actual JAVIER TUSELL* en el corto espacio disponible en un artículo de dar TRATAR cuenta del estado actual de la evolución del pensamiento español en sus diversas áreas sería sencillamente una tarea imposible que, caso de ser intentada, concluiría, además, o bien en la pretensión petulante de tratar de materias de las que objetivamente no se tiene un conocimiento suficiente, con el inconveniente complementario de provocar agravios comparativos, o en una listas largas pero puramente descriptivas y de, por lo menos, dudosa utilidad. Sería, por si fuera poco, una empresa casi imposible encontrar rasgos de identidad o de simple semejanza entre campos de las ciencias humanas y sociales tan diferentes. Por eso el autor de estas páginas ha elegido una tarea más simple pero de la que piensa que no por ello es superflua. Se trata de averiguar hasta qué punto ha cambiado en los últimos tiempos la relación entre lo que llamamos habitualmente «intelectual», sin mayores precisiones de momento, y la sociedad. ¿SIGUE EXISTIENDO EL INTELECTUAL EN ESPAÑA? * Barcelona, 1945. Catedrático de Historia Contemporánea. La primera duda que asalta al autor de estas páginas es si realmente se puede decir en el momento actual que el intelectual sigue existiendo en nuestro país y, en general, en la cultura occidental. Los tiempos son, cada vez más, de especialización y parece, por tanto, como si fuera una frivolidad salirse del estrecho marco de una dedicación científica capaz de producir tan solo monografías. Cabe preguntarse si no estaremos llegando a un momento en que se dé una situación semejante a la de los países anglosajones. En ellos, como se sabe, a quienes desempeñan una función profesoral en el medio universitario no se les atribuye una especial relevancia en la vida social o pública; la inmensa mayoría de quienes desempeñan tales tareas permanece en el anonimato respecto de sus posiciones en esos terrenos. Es cierto que existen también personalidades cuya función es semejante pero su influencia es incomparablemente menor y su relación con el mundo universitario no es tan directa: viven de su pluma gracias a la existencia de un mercado amplio y pujante. Incluso en Francia, hogar predilecto del «iñ- telectual», la especialización ha barrido la posible existencia de polémicas como las que en otro tiempo se dieron, por ejemplo entre Sartre y Camus. Por citar el campo que más conozco, diré que en el campo de la Historia hay personas como Emmanuel Le Roy Ladurie o Annie Kriegel que, teniendo un campo científico acotado, lo trascienden a la hora de tomar una postura pública de interés social, pero hay muchos otros casos en que la relevancia conseguida en un terreno concreto de las ciencias sociales no se traduce más allá de ella (el caso, por ejemplo, de Georges Duby). La verdad es que siempre ha sido así pero, al mismo tiempo, en los momentos presentes da la sensación de que este tipo de posturas son más frecuentes. Uno se pregunta si el último «intelectual», en el sentido que habitualmente se suele atribuir a este término, no desapareció con la figura de Raymond Aron. Si trasladamos el foco de nuestra atención desde otras latitudes a España el juicio que puede hacerse es parcialmente distinto. En España sigue existiendo un tipo humano que tiene un puesto profesional normalmente en la enseñanza universitaria, y que dedica a ella parte de su tarea de reflexión y de elaboración escrita, pero que se desdobla finalmente consiguiendo una presencia pública más relevante a través de la prensa. En el terreno científico de su especialidad logra su prestigio y respetabilidad pero llega a ser conocido, no por sus libros más sesudos o lejanos a las preocupaciones de a pie, sino por su habitual presencia en la prensa. Esta, como en tiempo de Ortega, sigue siendo «la plazuela intelectual» en la que se debaten las grandes cuestiones de la vida pública nacional. Eso supone que a menudo alcanza un plus de densidad que no es tan frecuente en el resto de las sociedades semejantes a la nuestra. De ello deriva también el papel trascendente que muy a menudo se atribuye al intelectual: su opinión sobre los más diversos aspectos resulta requerida con frecuencia; se espera de él que la adopte y él mismo se siente obligado a hacerlo porque es perfectamente consciente de que la difusión de lo que piensa la va a lograr por el artículo en la prensa, por la intervención en televisión o en radio, porque el libro no sirve en España más que de pedestal para poder luego ser leído u oído en esos medios. A la altura de una década después de la transición española a la democracia, la figura del intelectual sigue gozando de una particular respetabilidad; hay muchos aspectos de la vida española que demuestran incuria o despreocupación por la cultura pero esta es, sin embargo, objeto de respetuosa veneración. Por supuesto esto no impide que en muchas ocasiones los destinatarios de esta veneración disten mucho de ser ejemplares en ningún sentido. Quizá con respecto a otras etapas del pasado español la diferencia fundamental es, en el momento presente, la decadencia del ensayo. Este ha sido un género cultivado con dedicación y entusiasmo por figuras insignes de las letras españolas. En cierta manera es explicable que esta decadencia se haya producido precisamente por la indicada especialización del intelectual, que no se daba, por ejemplo, a comienzos de siglo y que, sin embargo, constituye una característica, muy marcada ya, de la generación de la primera guerra mundial. Desde PRESENCIA DEL INTELECTUAL EN LA PRENSA DECADENCIA DEL ENSAYO entonces el avance de la especialización no ha hecho sino arrinconar este género. REFLEXIONES SOBRE LA ESENCIA DE ESPAÑA Hay, no obstante, un aspecto de este ensayismo español que ha perdurado hasta el momento presente. Me refieren a un cierto ensimismamiento en la reflexión sobre el ser nacional, sobre sus características distintivas y la evolución disimilar de nuestro mundo respecto a otras naciones de idéntica cultura. Ahora quizá no se plantea España como problema o se extraen consecuencias actuales de la lucha entre tres religiones en tiempos medievales pero este tipo de reflexión sigue teniendo una especialísima vigencia. La organización del Estado en regiones autónomas no sólo no ha detenido esta reflexión sino que la ha hecho más insistente y lo mismo puede decirse de la peculiaridad de la transición española a la democracia o nuestra entrada en Europa, a la que con tantos títulos hemos pertenecido desde nuestros mismos orígenes. Cercanos al año dos mil parece como si todavía encontráramos motivos para reflexionar sobre nuestra supuesta esencia. Quizá nuestra presencia al lado de otras culturas europeas haya excitado esta especie de deporte nacional: a título de ejemplo, en el catálogo de una reciente exposición en París se hacen determinadas consideraciones acerca del carácter romántico, barroco y realista de nuestra pintura, que se toman como regla general para toda su Historia. El peligro de este ensayismo siempre será la generalización abusiva o la interpretación que de un dato aislado infiere en demasía. Uno tiene la sensación de que es un deporte nacional difícil de evitar y que, al mismo tiempo, puede tener unos resultados positivos, sobre- todo teniendo en cuenta acontecimientos como el quinto centenario del descubrimiento de América. CARENCI A DE MAESTROS Cabe, sin embargo, preguntarse si a base de remitirnos a discusiones sobre el remoto pasado español y su esencia o a interpretaciones de nuestro ser no olvidaremos el más inmediato hilo del pasado inmediato. Se pueden encontrar todas las razones que se quieran, entre las cuales probablemente la mayor sea el propio ritmo agitado de nuestra historia y la vertiginosa rotación de sus clases dirigentes, también en el terreno político. El hecho que merece ser recordado es que el mundo intelectual español da, con demasiada frecuencia, la sensación de carecer de maestros.' Dicha así, esta frase puede parecer desmesurada: hay, en efecto, maestros en cada uno de los saberes y los hay también en un sentido más amplio que han servido de orientación intelectual y ética a las nuevas generaciones. Se tiene, sin-embargo, la sensación frecuente de que la cultura española peca de insuficiencia de radicalismo, en definitiva, de no guardar atención a sus raíces más inmediatas, aunque exista esa obsesión por el pasado. Muchos de los maestros han realizado una obra solitaria quizá porque algunos de los más valiosos de ellos se vieron impedidos de hacer esa tarea de docencia que para ellos hubiera sido un aliciente y para los receptores un norte. A veces, no obstante, los maestros son reinventados demasiado tardíamente. En un ambiente 'intelectual como el nuestro que a menudo peca de «juvenilismo», no son infrecuentes los casos de tardía exaltación de quienes, en efecto, jugaron un papel decisivo en el pasado, pero que, por la falta de reconocimiento en el momento oportuno, han visto romperse el hilo conductor que los ligaba a las generaciones más recientes. Todo ello incide en una general anomia de la cultura española y, en especial de aquellos medios que más arriba han sido definidos, en una acepción muy precisa, como «intelectuales». Uno de los motivos por los que existe esa anomia (es decir, esa carencia de reglas) es precisamente el hecho de que no existen, en el grado que debieran, los magisterios aceptados comúnmente o las circunstancias han roto un hilo de continuidad que debiera haber existido, pero sin duda hay otros. Es perfectamente concebible una situación en la que exista una fuerte fragmentación ideológica pero que por encima de ella prevalezca el criterio de la calidad: la aspereza del debate entre Sartre y Camus no impidió que se trataran de igual a igual. Y no se crea que esto obedece a factores etnocéntricos: en otro tiempo Ortega supo mantener el respeto admirativo por un Unamuno, del que tan a menudo discrepó. Hoy, por supuesto, el criterio de calidad no prevalece, como si quisiéramos remitir al futuro la decisión acerca de la valía respectiva de cuanto apreciamos en el presente. ¿Es esta una situación impuesta desde fuera? En parte sí: ya que los intelectuales cumplen buena parte de su misión a través de las páginas de la prensa, muchas iveces se les agrupa por el procedimiento de identificarlos con el órgano que les sirve de medio de expresión. La identificación no es, sin embargo, tan sólo externa. En realidad si en el medio intelectual español existen «tribus» en buena medida eso deriva de la afición que tiene por practicar el «odium theologicum». Si uno pasa revista a algunas de las polémicas más sonadas en los últimos meses descubre que no tienen tan sólo un fundamento ideológico sino que este sirve de pretexto o tapadera para lo que no pasa de ser una contienda tribal. Hay todavía un estadio peor, que es el de ignorarse mutuamente; por ese procedimiento no existe la menor posibilidad de que se imponga un criterio de calidad porque a lo sumo uno lo ejerce respecto de los próximos tan sólo y aun al hacerlo puede acabar provocando la aparición de nuevas tribus. Como es lógico, esa situación deja averiada la posibilidad de que el intelectual como grupo colectivo ejerza en nuestro país una función crítica y, sobre todo, una tarea constructiva. Aun se puede decir que ha habido en los últimos tiempos un factor conducente a esta anomia. Las administraciones autonómicas necesitan justificar su propia existencia por el procedimiento de proporcionar los signos de identidad de su cultura propia, aun en el dudoso caso de que esta exista. Un procedimiento socorrido consiste en aumentar la talla de una determinada figura del pasado agigantándola muy por encima de su realidad objetiva: me parece que es eso lo que está sucediendo, por ejemplo, con Blas Infante. Pero esa tarea no se limita al pasado sino que incide también sobre el presente: la regionalización de los galardones a los méritos culturales y el mismo hecho de'su multiplicación contribuyen poderosamente a la situación anómica indicada. Sólo en último lugar se puede hablar de anomia por introducción de un criterio político. La verdad es que en España la politización del mundo intelectual nunca ha sido tan EL CRITERIO DE CALIDAD NO PREVALECE FACTORES QUE CONDUCEN A LA ANOMIA marcada como en otras latitudes y, además, en todo caso, el período de duración de la misma ha sido relativamente corto; en el momento actual más bien lo que caracteriza la situación española es, como veremos, una ausencia de preocupación en los medios intelectuales por estas cuestiones. Quizá ha habido en el inmediato pasado un fenómeno que no es exactamente igual: el de que los administradores públicos en materia cultural al premiar a una determinada obra o un personaje excepcionalmente distinguido han pretendido enroscarse parasitariamente sobre su prestigio. Pero a estas alturas, entre otros motivos por la amplitud de las distinciones honoríficas, prácticamente ya no hay figura que haya sido preterida en el pasado y a la que no se hayan reconocido sus méritos abusando quizá no poco de «descubrimientos» de mediterráneos falsos. El hecho mueve a reflexión porque hay todavía alguna personalidad que precisamente por haber sabido ir contra la corriente mayoritaria en el presente y en el pasado no ha recibido este tipo de galardones. He.ahí, en definitiva, otra prueba de la tan citada anemia. Es frecuente encontrarse con quienes han visto reconocidos sus méritos por sus homólogos o merced a una cierta capacidad de evitar la polémica sobre su persona o su obra. Quizá el prototipo de intelectual menos galardonado ha sido el capaz de enfrentarse a las modas o al ambiente de un momento, aquel que ha tenido una línea perfectamente fija e inamovible desde la que ha contemplado a cuantos transcurrían de izquierda a derecha o viceversa. Este tipo de intelectual suele ser el que tiene una obra más cuajada y sugerente y el que en el momento de la plenitud vital no tiene no sólo que arrepentirse de nada, sino que sigue teniendo una obra granada. LA RECUPERACIÓN DEL PASADO La mención a la anomia ha dado ocasión para hablar también del fenómeno de la recuperación del pasado. Esta ha sido una característica de la cultura española en la última década que tiene razones obvias de carácter político. Hace cinco años se podía decir incluso que la cultura española era no sólo «de recuperación» sino también epigonal y de transición, como si el afán recuperador hubiera tenido como consecuencia el agostamiento de las posibilidades creativas propiamente dichas. Importa ahora advertir que esa tarea de recuperación está ya concluida. Por supuesto en el proceso ha habido injusticias, imprecisiones y flagrantes atentados contra la realidad del pasado pero todo ello era inevitable. Ahora ya no tiene sentido tratar de descubrir parcelas de nuestro pasado en sus diversos aspectos que nos hayan sido hurtadas al conocimiento. Todavía se siguen diciendo afirmaciones manifiestamente inexactas como las de considerar el inmediato pasado como un páramo cultural en el que no creció la hierba de la creación. La mejor prueba de que la etapa de la recuperación se puede considerar como concluida es el hecho de que ya ni siquiera es seriamente intentada. Podría pensarse que, si es así, la razón deriva de un cierto cosmopolitismo de la cultura nacional en el momento presente. Pero, esto, que sería, por supuesto, muy deseable, no se corresponde a la realidad. Hay una razón de peso que deriva de la peculiaridad del mercado cultural español. Es cierto que en España un libro «del que se habla» puede alcanzar una difusión aparentemente enorme pero la realidad de las cifras de circulación proporcionadas por las editoriales resulta mucho menos confortadora: de hecho bastan tan sólo tres o cuatro miles de ejemplares vendidos para figurar en las listas de libros más vendidos, tratándose de ensayo o pensamiento. Los verdaderos éxitos en esta materia no son los libros que lo obtienen de manera esplendorosa durante un período relativamente corto sino aquel tipo de libros que se vende menos espectacularmente pero durante más tiempo: parece como si en materias como el pensamiento o el ensayo resultara exigible un plus de valía garantizado para la adquisición. Para los intelectuales españoles, tan perennemente presentes en la prensa, la realidad de sus ventas de libros debía ser una constante invocación a la modestia. Es posible que lo sucedido en España haya sido que hemos pasado demasiado rápidamente de un nivel de consumo cultural raquítico a una cultura de la imagen que ha deglutido las posibilidades de ampliación del mercado del libro. Ahora bien, el problema más grave no es el de cantidad sino el de la calidad. Es preciso señalar que en España figuran en las listas de éxitos en el apartado de «no ficción» libros que no son ya de divulgación sino que desde el punto de vista del pensamiento son sencillamente deleznables: durante meses y meses ha ocupado la cabecera de las listas de éxito un extraño ejemplo de esoterismo pseudorreligioso de interés muy limitado y de valía objetiva más que discutibe. Por supuesto, siempre hay obras de calidad reconocida pero también los lectores parecen padecer de esa anomia que caracteriza a nuestra cultura: no es frecuente que la calidad coincida con los primerísimos puestos. En donde se transparenta una más patente diferencia con el resto de Europa es en la comparación con las mismas listas de éxitos, más allá de nuestras fronteras. En el momento presente en Francia hay, entre los diez títulos más vendidos, tres libros políticos relativos a otros tantos candidatos a la presidencia de la República, una biografía de Alma Mahler, un ensayo político importante y un libro que recoge largas conversaciones con el obispo de París; me parece que una situación semejante sería impensable en España, con independencia de que allí las ventas sean más nutridas. Pero el cosmopolitismo no se refiere sólo ni principalmente a las condiciones del mercado sino sobre todo a la identidad en las preocupaciones. A este respecto me parece que hay también notables diferencias en el caso español y el de otros países próximos. Me parece que es muy peculiar del caso español la ausencia de una reflexión propiamente política sobre los problemas nacionales al margen del libro que se pierde en pequeñas anécdotas de circunstancias. Lo que se entiende como «libro político» en España no es la defensa de una determinada tesis sobre la configuración de la vida pública del país sino que se limita a ser una recopilación de artículos previamente escritos en los periódicos o una especie de artículo de revista ampliado en que prima la voluntad de ofrecer información, en su mayor parte de escasa trascendencia real sobre el deseo de modificar la realidad. Sería dudoso que en España hubieran figurado en la cabecera de éxitos libros como el de Alian Mine que ha estado en ellas en la vecina francesa durante nada menos que una veintena de semanas. La actitud liberal que tan in- LOS LIBROS MAS VENDIDOS DIFERENCIA CON EL RESTO DE EUROPA fluyente ha sido en Francia, en España ha tenido repercusiones sobre todo en los medios de la prensa pero mucho menos en el libro y en la reflexión. También una desmesurada influencia de la extrema derecha ha sido característica del caso español. En fin, mucho más podría decirse de la peculiaridad española en lo que respecta al ensayo y al pensamiento pero creo que bastará con recordar que cuando se escriben estas páginas en la lista de éxitos en «No ficción» aparece tan sólo un libro político (las memorias de Fraga), la Historia está limitada al anecdotario o el compendio o a un título cuyo éxito deriva de tratar de una temática que se ha dado también en una serie televisiva y los libros que tratan cuestiones actuales de debate en todo el mundo son traducciones (Finkielkraut, Kundera, Cioran...). Nuestra cultura será verdaderamente cosmopolita cuando traten también los autores españoles estas cuestiones y lo sepan hacer de una manera que obtengan éxito. LA RELACIÓN ENTRE EL INTELECTUAL Y LA POLÍTICA Queda una cuestión espinosa, que es la de la relación entre el intelectual y la política. En el inmediato pasado los medios culturales —los «intelectuales»— jugaron un papel de primerísima importancia en la defensa y la divulgación de los principios en los que se basa la racionalidad democrática. Ahora da la sensación de que en España esta politización precedente se ha desvanecido y es preciso, por tanto, preguntarse por las razones y por los límites de esta realidad. Para algunos se ha llegado a producir una crítica a la clase política de la democracia que bordea la oposición a esta última. A mí no me cabe la menor duda de que esta afirmación es excesiva e inoportuna. Sencillamente cuando se critica el comportamiento de la clase política no se está poniendo en cuestión al sistema sino precisamente practicando una de sus características. Sobre este particular me parece que no hay lugar a los temores: no hay casos de quienes estando a favor de una postura liberal y democrática se hayan desdicho de ella en los últimos tiempos. Lo que sí ha habido es una cierta sensación de irritación ante el comportamiento de nuestros dirigentes políticos que quizá estos han encontrado oportuno afirmar que se dirigían contra el sistema, pero sin que esta afirmación sea cierta. Por otro lado, el desvío respecto de las preocupaciones políticas se ha visto motivado también por un cierto hartazgo ante estas cuestiones (a fin de cuentas la política no es más que una parte de la vida) y por la propia ausencia de peligros respecto a la solidez de las instituciones. La búsqueda del «yo individual» que está produciendo un auge tan marcado y característico de la autobiografía y las memorias contribuye, sin duda, a esta situación. Probablemente, sin embargo, con ello distamos de estar en unas circunstancias ideales. El gusto del tiempo puede ser menos propicio al compromiso y este es un término en nombre del cual en el pasado se han cometido atentados a aquello que de más valía tiene un intelectual: el ejercicio de su propia inteligencia. Sin embargo, parece que la sociedad española necesita de una clase dirigente intelectual que, a partir de las ideas de libertad, responsabilidad y solidaridad, ejerza una función no tan sólo crítica sino también constructiva. Probablemente en ese parcial desvío de los intelectuales por la política hay un aspecto positivo como es el que deriva del encuentro de una cierta normalidad, útil para cumplir su misión. Pero ésta tiene en el momento presente dos tentaciones que a mí me parecen evidentes y pésimas. Quienes atribuyen al intelectual la condición de «eterno aguafiestas» (por lo tanto, la función exclusivamente crítica) no se dan cuenta de hasta qué punto de esta manera se puede concluir en la esterilidad cuando no en una extraña relación sádico-masoquista con el poder. Pero cuando el intelectual abandona incluso la idea de tener una responsabilidad pública está cayendo también en uno de sus peligros más sigulares, especialmente graves en el caso español: el de la «banalización» propia y la de la misma cultura.