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Con dolor, gratitud y esperanza
ANTONIO HERNÁNDEZ SONSECA *
N
unca quise imaginarme que un día tenía que viajar desde
Toledo a Madrid para presidir esta jornada de luto que
nos ha reunido.
Recuerdo los muchos viajes durante tantos años a los
cursos de don Julián o a visitarle en su casa. Me movía el
entusiasmo de un discípulo gozoso de reencontrarse con
su maestro. Nunca retorné con las manos vacías. Me
acompañaban las ilusiones renovadas de proseguir buscando caminos y
huellas de la verdad con la luz que he encontrado en este maestro de mi vida.
El cansancio, las madrugadas de cada jueves apenas me importaban. Merecía
la pena haber estado con don Julián. Me repetía que no le llamara con el don
delante de su nombre. Nunca le obedecí. El don representaba para mí un
regalo que la Providencia había querido poner en la trayectoria de mi biografía.
Y él me lo premió un día cuando me dijo :”Yo te conozco un poco. Te conoceré
mejor cuando conozca a tus padres”. Deseo cumplido un 27 de agosto, al día
siguiente de haber concluido esa obra genial que lleva por título Persona.
Yo no quería imaginarme el viaje de este día registrado en un mes de tristes
despedidas para esta buena familia: Marías-Franco.
En nombre propio, de los presentes y de Enrique, mis sentimientos de
condolencia y de aliento cristiano.
No descubro ningún secreto: don Julián no ha marchado con las manos vacías.
Largos meses de agitación, de esperanzas contra toda esperanza. El
desenlace, de forma inexorable, temíamos que llegara puntualmente.
*
Pensamientos escritos para leer en la Misa Corpore Insepulto celebrada en el Tanatorio de Tres Cantos
el día 16 de diciembre de 2006.
** Canónigo de la Catedral de Toledo. Profesor de Filosofía.
Ha marchado con la dignidad de una persona buena; con la fortaleza y la
esperanza de un cristiano; con las marcas de la cruz en su cuerpo; con los
“ojos abiertos” como el gustaba repetir.
Y sin faltarle la solicitud y el cariño de quienes formabais la circunstancia más
íntima de su mundo personal.
Lógico que esta fecha, también a las vísperas de la navidad como en el adiós
de Lolita, marque de lleno vuestra crónica familiar.
Es una ausencia física.
Pero jamás la destrucción de una persona que tanto ha significado y seguirá
significando para quienes hemos sido agraciados con el regalo de su amistad,
de su consejo, de su sabiduría y de su cariño.
Dios, la vida, nos hizo para el encuentro y el adiós.
Dios, la vida, nos hizo para recordarnos y para ser recordados.
Mientras vivamos, muchos podremos decirle: “Don Julián, tú no vas a morir”.
Y él desde la otra orilla, con Lolita, inseparable en la memoria de su alma y en
esa foto que él ponía a su lado siempre en su biblioteca, desde esa orilla, él va
a seguir marcando con los nombres propios de quienes tanto representábamos
para él.
Sin nosotros, él, en la otra orilla, no sería él mismo.
Yo no me imagino muerto a un ser querido. No me atrevo a decir como los
noticiarios “ha muerto...”. Se nos ha muerto.
Pero le recuerdo vivo y le recordaré vivo.
Él mismo, aunque viva en otra dimensión. Con esta perspectiva se escribieron
los evangelios. Se escriben desde el final. Pero en vez de regodearse en la
impotencia de sus últimas horas y el aparente fracaso de tantos esfuerzos,
vieron la cruz como la cima para valorar mejor en sus rasgos esenciales, sin las
limitaciones propias de la temporalidad, a esa persona a la que tanto debían.
Algunos comentarán: “no somos nadie”. ¡Mentira!
Don Julián sigue siendo él mismo ante nosotros y ante el Señor de la Vida.
Nunca dejará de ser él mismo.
Otros con pesimismo dirán: “la muerte nos aguarda como destino final”.
¡Mentira!
(Don Julián, lo sabemos, se había propuesto no mentir y calificaba la mentira
como una lacra de la condición humana.)
No somos hojas de otoño que al secarse acaban pudriéndose en el suelo.
Ni la vida se parece al frasco de perfume que al romperse sólo quedan añicos y
un aroma que desaparece pronto como si no hubiera existido.
Mejor se parece a la semilla que arroja el sembrador en el surco y que ocultas
bajo tierra esperan el fruto de una primavera.
Aunque mi razón y mis sentimientos heridos hoy no lo entiendan. Creo en esa
palabra de honor; en ese compromiso del Resucitado, el Señor de la Vida :
¡Vivirás!
Nuestro corazón quiere vivir y ansía vida, más vida. Jesús, el amigo de la Vida,
hoy nos ha recordado: “Aunque hayas muerto, vivirás”.
He escrito estas palabras, que no podía materialmente pronunciar, con dolor,
con gratitud y con esperanza cristiana.
Sabemos que cuando se escribe una carta de cariño, lo más importante es lo
que uno siente, lo que queda latente en el silencio.
Descanse en paz.
Y seguro que él desde la otra orilla nos sigue diciendo: “Seguid luchando
juntos, teniendo siempre a la Vida como esperanza y como meta”.
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