La voz a Marías debida MIGUEL ESCUDERO * M uerto ya el gran Julián Marías —pero no desaparecido, porque su obra le hace maestro por los siglos de los siglos—, la pregunta “¿Qué va a pasar?” anda fuera de lugar. Está de más preguntarse qué va a ser de su legado, de nuestra herencia; es una pregunta formulada desde fuera. Desde dentro sólo podemos decirnos: “¿Qué vamos a hacer?”. A la hora de responder no seamos arrogantes, ni demasiado modestos; no seamos fantasmas, ni seamos pusilánimes. En reiteradas ocasiones el filósofo alción afirmó que nunca había escrito para profesores, menos aún para críticos. Su objetivo, tanto desde la tribuna de los periódicos como desde sus libros y cursos de conferencias, eran lo que él denominaba “intelectuales marginales”, personas que aunque no escriban o lleguen a publicar, leen mucho y enriquecen sus vidas y las de los que les rodean con el uso de la razón, de la imaginación, de la sensibilidad. Por otro lado, su estimación por personas concretas no dependía de la capacidad de “rendimiento” que tuvieran, él se encontraba en los antípodas de una mentalidad “utilitaria”. Es más, Marías estimaba extraordinariamente la capacidad para tener buenos amigos, y refería como un rasgo muy característico suyo: “La resistencia a dejar escapar las posibles amistades que me parecen valiosas y atractivas. Es muy frecuente que por falta de imaginación, por timidez o por simple pereza, no se desarrollen, o se extingan apenas iniciadas, relaciones personales que podrían ser ingredientes de profunda significación en la vida”. La obra intelectual se revierte en diálogo amistoso y cordial. Lo que importa hacer debe estar destinado a perdurar, esto supone además de un talento preciso, reflexión, exigencia y entrega. La inapreciable comodidad de estar entre amigos. A propósito de su íntimo amigo puertorriqueño Jaime Benítez, dice Marías en sus memorias que: “Hay cierto número de amigos con los cuales se tiene la impresión de hacer pie, sin resbalar nunca; con ellos se está en claro, sin equívocos, con la seguridad de * Profesor Titular de Matemática Aplicada de la Universidad Politécnica de Barcelona. ser siempre bien entendido”. También quiso dejar constancia explícita de su muy poca inclinación a “borrar” de su circunstancia humana a las personas que alguna vez había querido. Quienes con cierta frecuencia hemos asistido a las multitudinarias conferencias de Julián Marías (una serie de públicos parciales), llevamos dentro una experiencia profunda e intensa. Sin pretensiones descabelladas, nos pudimos sentir en aquellos momentos, del todo y para siempre, herederos y destinatarios de su excelencia como persona y como sabio afable, sencillo e inteligente. Fuimos enseñados y estimulados por él a vivir en estado de alerta, preguntándonos con curiosidad, jovialidad y esperanza lo mejor que en cada momento podemos y debemos hacer —instalados en un plano personal— e intentar llevarlo a cabo. Más que lo que hayamos conseguido en la vida importa lo que hayamos deseado y pretendido de veras; el ánimo y el esfuerzo más que el éxito (justo lo contrario de la creencia vigente). Julián Marías enseñó a desarrollar una vida humana, en donde la razón vital es la vida misma en su función de entender (por eso, al constituirse viviendo, la filosofía de Ortega y Marías no es definitiva). No nos corresponde satisfacer una disciplina abstracta sino atender a nuestra vida concreta, sin miedo y con pasión por la verdad. Nuestra eficacia consiste sencillamente en vivir persiguiendo la plena conciencia de nuestras circunstancias, siempre cambiantes, vivir con disposición amorosa y procurando así entender. Este vernos así supone vernos como una realidad que incluye irrealidad, alguien que está por hacerse en el porvenir y que ha de hacerlo mediante trayectorias nuevas o retomadas. Nuestra tarea es pues proseguir un asunto personal con visión responsable, no confundirnos en un trabajo intelectual que no aspire al placer intelectual de entender y ponerse en claro, esto es, optar por seguir una vida intelectual. No importa que sea modesta, a veces ésta es la condición para que exista. En esa armonía nuestra realidad tomará abrigo y manifestaremos la propia intimidad (el único tesoro verdadero, en palabras de Ortega). La soledad y el espíritu de convivencia acertarán a ir cogidos de la mano. Marías refería de sus maestros universitarios que eran exigentes y que “no nos elogiaban en presencia”. Creo que es bueno prescindir de la necesidad de ser ensalzado por un adorado maestro o mentor, suele ser una necesidad debilitante. Si merecemos una aprobación ya nos lo dirán otros, si merecemos una reprobación confiemos en que nos haga algún gesto para hacérnoslo saber y acaso aceptar. No se me ocurre mejor educación para la plenitud. El filósofo alción cuenta en sus memorias que comunicaba a sus compañeros de aula esta idea: “No hay que criarse para clásico. Clásico se resulta si Dios quiere —por lo general no quiere—: hay que hacer las cosas lo mejor posible y no preocuparse de más”. Dejémonos de delirios de grandezas. Este hay que hacer las cosas lo mejor posible y no preocuparse de más es una de sus claves y no deberíamos olvidarla nunca. Los “impresionados” por Julián Marías también se pueden reconocer entre sí. Se puede producir con cierta facilidad un campo magnético poderoso, formado e integrado en el tiempo por lo que él llamaba “afinidades electivas”. Nos sabemos, en ese conjunto, partícipes concretos de sus escritos y de sus palabras, y conscientes a la vez del valor que tiene una enérgica tendencia a ver las cosas desde cada uno de nosotros, con independencia y personalidad, con insobornable libertad. De nuevo, en Una vida presente se puede leer: “No permití que mi vida se contaminara de lo que otros querían hacer de ella. He tenido clara conciencia de que mi vida puede ser muy poca cosa, acaso sin gran interés, pero que tiene que ser mía: gestos, palabras, opiniones, ideas. Si no, las cosas no valen nada”. En esas estamos. Valentía, sencillez, dignidad, apacible entereza. Si toda esa actitud calase en un número suficiente de personas, ¿cuáles no serían las consecuencias de orden personal y social? Una pequeña, pero siempre abierta, comunidad de personas con su continuidad y coherencia no debe claudicar ante su irrevocable e irreparable orfandad. Reajustando cada uno su dolor, debemos vivir entre los demás sin producirles extrañeza y asombro con nuestra añoranza incurable. Consideremos que las personas podemos ser mejor de lo que realmente somos, promovamos a nuestro alrededor estímulos hacia lo alto. La condición es incrementar, decididamente y con coraje, el tiempo que empleamos en pensar sobre las otras personas, próximas o no. Marías era sabedor de lo que es la semilla de una revolución sentimental, y la promovía sordo al silencio. Hablando de su Unamuno, decía hace más de quince años: “¿No habrá dejado herederos? ¿No habrá nadie que pueda tomar su palabra allí donde la dejó? La reacción vasca a las cosas que he dicho me hace imaginar cuál sería si alguien vasco hablase verazmente y desde dentro, hiciese la gran llamada capaz de disipar los trampantojos”. Unamuno no generó una “pequeña comunidad” como ha producido Marías —y cuyo futuro depende de nosotros—, pero su excepcional fuerza personal al pronunciarse en público sobre asuntos de su propio país no deja de echarse en falta. A pesar de sus contradicciones, fue un ejemplo de apasionamiento, claridad, sinceridad e independencia; características que todas juntas desagradan a todos los poderes. A pesar de las ausencias, sin embargo, no cedamos a la melancolía ni al lamento, menos aún al desconsuelo. Si el malestar que éste produce es soportado con decoro y entereza, puede trocarse en un insólito despliegue de energía otoñal citándose los resortes más profundos de una vida humana con todas sus arcanas posibilidades de conocimiento y de vivencia. Valga decir que Julián Marías creía que la fuerza del pueblo judío radicaba en su capacidad de desconsuelo. Hagamos lo que esté en nuestras manos —y que éstas sean sensatas y generosas— o en nuestros pies. Con motivo de una visita a la Giralda, Marías escribió: “Yo he tenido siempre una marcada inclinación a subir a todas las torres accesibles”. Todo menos apatía y pasividad. Por mí que no quede. Marías, que se definió como escritor español y profesor americano, gozó muy en especial de la inverosímil cordialidad de los públicos argentinos, y también muy en particular de los universitarios norteamericanos. Padeció en cambio el encono de las fuerzas que viven en la hostilidad sistemática, antiliberales cuya actividad consiste en cortar los puentes para el arreglo y la convivencia. Él siguió, impertérrito, su solitaria ruta personal de sensibilidad y compromiso. Instaurada la dictadura franquista (aficionada a una retórica españolista y que, irónicamente, insistió en descalificar casi todo lo valioso que ha producido España, y en desfigurar el sentido real de lo que exaltaba con su fanatismo armado), optó por el propósito firme de salvar la continuidad de la cultura española. Sabía que nunca es hora de hacer ver, mucho menos en aquel período desolador, sino de “hacer, hacer, hacer”, de acuerdo con la consigna de Ortega. Ambos tenían claro que las peores destrucciones son las internas, las consentidas. Había que preparar el terreno para tenerlo en las mejores condiciones antes de que el propio Marías pudiera escribir sobre la España real lo siguiente: “Y la libertad empezó a germinar y brotar, como brota la hierba en los tejados y en las junturas de las losas de piedra”. Recordemos una vez más la célebre frase orteguiana: “Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo”. Julián Marías entendía que sobre todo, él tenía que esforzarse “día tras día por salvar la continuidad de la cultura española, por salvar los más restos posibles del naufragio”, no se pueden nunca echar por la borda nuestras mejores instalaciones vitales. De esa rica herencia todavía la mayoría de los españoles lo ignora casi todo, viven de espaldas a su valor. ¡Cuántas manías las de Marías, hablando siempre de España!, dicen algunos. Una exclamación a la que sólo se puede responder animando a la lectura del honrado pensador. Entre los maravillosos versos que su amigo juvenil Salvador Espriu escribió, está éste: “Ningú no ha comprés el que jo volia que de mi es salvés”. De eso se trata, de aprovechar y no desperdiciar algunas de nuestras mejores posibilidades como viejos herederos, por de pronto en lo que respecta a la lengua de Cervantes. Veía la continuidad de esa cultura creadora ni más ni menos que como el único bien que no era fácil de destruir “a menos que nos aviniéramos a ello, por inconsistencia, utilitarismo o simple cobardía”. Por eso “había que mantener viva en la conciencia de los españoles lo que merecía permanecer en ella”, mostrar una España que pudiera ser suya. Una adhesión firme pero no exclusivista (y por tanto no nacionalista), basada en su elevación hacia sí misma, su integración original en Europa y Occidente, su función inspiradora y coordinadora de plaza mayor del mundo hispánico. El empeño era recuperarla de aquellos falsificadores y superar las ingentes pérdidas sufridas, en otras palabras: abrirla y dilatar su horizonte, una tarea sin límites políticos. Darle una grandeza “posible y digna en el siglo XX, y que no consiste en dilatarse a expensas de los demás, sino con ellos y para ellos”. Piénsese que él también escribió que: “Somos indios, negros o mulatos, porque indios, negros y mulatos hablan español como lengua propia. Y ellos son ‘occidentales’, porque occidental es su lengua, la suya y no sólo la nuestra”. Marías deploraba la red superficial de informaciones que recubre Europa y que sirve “para enmascarar el desconocimiento de lo más hondo”. De demasiadas cosas valiosas se dictamina que no hay que acercarse a ellas. ¿Por qué ese afán, por qué obedecer? La vida internacional, diagnosticaba nuestro pensador, puede resultar un tejido de errores inexplicables a causa de la ausencia del amor en la interpretación. Y esa aproximación empática y desinteresada es una condición primaria e inexcusable para entender un país que no es el propio, y repárese en que una sociedad consiste en una multiplicidad de planos y niveles. Así dirá el propio Julián Marías que: “Únicamente el conocimiento profundo del propio país permite ver lo que de verdad son los otros, descubrir las diferencias y el fondo común humano. De ahí procede la habitual superficialidad de todos los cosmopolitismos”. Como un remedio contra tal tentación vio y sintió a Soria, la calladamente abandonada Soria, una vivencia para él entrañable de simplicidad y de belleza escondida, una reserva de gentes y parajes de sin igual valor. En determinados momentos y lugares, al lado de ciertas personas, podemos aglutinar lo mejor de nosotros. Así, podrá preguntarse: “¿No es cierto que en algunas ocasiones desde cierta fecha empezamos a vivir con una intensidad desconocida, que nuestra vida es más vida y el mundo tiene mayor realidad?” O bien, describirá su bienestar al renunciar a una vida alienada: “Teníamos un mínimo de ‘imposiciones’, y esto quiere decir que adheríamos, casi sin excepción, al contenido de nuestros días y nuestras horas. Esto era un factor decisivo de felicidad, por debajo de las dificultades, los contratiempos, incluso los dolores. La vida fluía por un cauce que le era propio”. Buscando volver a casa, podemos preguntarnos por el Alma Mater. Las cualidades de la genuina vida universitaria, como son el nivel intelectual, la capacidad creadora, el espíritu de libertad y una convivencia cordial sin distinciones se han ido desplazando de lugar, no son frecuentes en los mundos académicos. Sin embargo, son cualidades irrenunciables y necesarias para quien quiera un vivir intelectual. Debemos cultivar ese jardín. ¿Pero dónde, en qué ámbito público podemos hacer crecer esos frutos? Todo en la vida es inseguro y sentimos cerca el descorazonamiento. Marías, tan devoto de Julián Besteiro y tan amigo de Adolfo Suárez, ha mencionado una conversación con el que fuera joven presidente de nuestra democracia. Unas concretas discrepancias de orden político fueron debatidas a solas por ellos dos: “Lo que encontré más valioso era que fuese posible hablar con tanta sinceridad y sin ocultamientos ni halagos con el hombre que tenía en sus manos la responsabilidad del gobierno de España; que estuviese dispuesto a escuchar con atención los argumentos de una persona que no tenía la menor importancia política, y que los tomara en serio. Que, sobre todo, una conversación franca y libre pudiese conducir a poner en claro algunos asuntos, a rectificar opiniones previas, a robustecer la confianza de unas personas en otras”. Siempre concordia y afabilidad aunque no haya pleno acuerdo. Soledades juntas, como en el cine. En otro contexto ha escrito que: “El adjetivo ‘incondicional’ no es propio de la política, frente a la cual se debe estar siempre alerta y en actitud crítica, porque corre el riesgo de degenerar, corromperse, de convertirse en algo indeseable bajo una máscara plausible”. Podemos ahora nosotros preguntarnos si es propio de otra actividad que no sea la política el ser incondicional. Yo creo que no, tampoco debemos pretender ser incondicionales de las personas que apreciamos o estimamos, atrevámonos a discrepar con cortesía y lucidez, a llamar a las cosas por su nombre yendo al centro de los problemas, siempre con afán de verdad y de alegría, la única actitud alentadora. La consigna de los “impresionados” por Marías resultaría ser intensificar y diversificar las formas de convivencia; hacer explícita, hasta donde fuera posible, una vida, la de cada cual, orientada a comprender la realidad humana. Tenemos no sólo la experiencia viva, presente, de Julián Marías; tenemos sus libros para disfrutarlos pensando y discurriendo nuestros quehaceres. Y él mostró de forma explícita la conexión entre una vida personal y el nacimiento de una obra intelectual que emergía de ella y de una tradición de pensamiento. Nosotros no vamos a sentir un excesivo respeto al maestro, ni vamos a tener miedo a alejarnos de un guión marcado por una ortodoxia sin títulos para ello. Marías no dejó de subrayar que “la transmisión de una filosofía es siempre un contagio, y supone una reconstrucción de ella desde otros supuestos, desde otro nivel y, sobre todo, hacia otra cosa.”. Por tanto no debemos buscar repetirlo, ni fijarnos solamente en calcar un repertorio de fórmulas, evitemos todo escolasticismo; en otras palabras, seamos libres para buscar la verdad con naturalidad, capacidad de comunicación y atractivo personal, sin afán por rivalizar con nadie (una actividad, por otro lado, estéril además de interminable). Con esa disposición seremos originales e innovadores, cada uno aportará su insustituible punto de vista para la orquesta, con veracidad, sin ambigüedad, entusiasmo, vitalidad, esperanza, simpatía, pulcritud y generosidad. Y todo ello combinando audacia con humildad. Julián Marías decía que Ortega era como el Sol, luminoso y cálido. Yo creo que se podía decir lo mismo de él. Se esmeró en completar a Ortega consigo mismo y darle sus propias posibilidades, pero ancladas en la hondura de los tiempos, éstas siempre son sorprendentes e inesperadas. De su maestro y amigo decía: “Lo sentía tan próximo, que lo encontraba inverosímil. He tenido siempre la impresión de haber estado hablando con Ortega la tarde anterior. No puedo leer una página suya sin oír su voz, con las inflexiones bien conocidas, adecuadas a cada frase”. A muchos de nosotros, nos pasará algo de esto. Y de ello quiero dejar constancia en este artículo, de cuyas palabras me gustaría que se pudiera decir lo que una vez escribió Miguel de Unamuno: “Esto que lees aquí, te lo estás diciendo tú a ti mismo y es tan tuyo como mío. Y si no es así es que ni lo lees.