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LA TEORÍA DE LOS RECURSOS DE PODER:
UNA REVISIÓN CRÍTICA
Inés Campillo
[email protected]
Jorge Sola
[email protected]
Resumen
La teoría de los recursos de poder (TRP) ha sido hasta hace poco el enfoque teórico más influyente en los estudios sobre el desarrollo y consolidación de los Estados de bienestar de posguerra. Su idea básica es que los diferentes equilibrios de poder de clase explican las diversas formas que ha tomado el Estado de bienestar. Sin embargo, este enfoque apenas ha tenido eco
fuera de este campo de estudio, pese a que conectaba con una tradición que vinculaba clase y
política y aspiraba a contribuir a los debates teóricos sobre el poder. Además, cada vez más
autores han cuestionado que este conserve su capacidad explicativa para dar cuenta del devenir
de los Estados de bienestar “postindustriales”. Esta ponencia se propone (1) analizar los conceptos y mecanismos que componen el núcleo de la TRP, así como su “contexto de descubrimiento”, (2) revisar las principales críticas que ha recibido –en particular, las críticas feministas,
institucionalistas y marxistas–, y cómo se han incorporado, y (3) defender la conveniencia de
conservar este programa de investigación, reformulando alguno de sus aspectos, como punto de
partida para abordar algunos fenómenos recientes.
Palabras clave
Recursos de poder, clase, Estado del Bienestar, desmercantilización, género, institucionalismo.
Introducción
El Estado de bienestar ocupa un lugar central en las sociedades occidentales contemporáneas,
pero pueden observarse importantes variaciones en la forma que adopta en cada una de ellas.
¿Por qué en algunos países el Estado de bienestar está más desarrollado que en otros? ¿A qué se
debe que las políticas sociales sean generosas y universalistas en unos y cicateras y selectivas en
otros? ¿Qué explica la variedad de formas de regular el mercado de trabajo entre ellos? Éstas y
otras preguntas semejantes han acaparado la atención de un buen número de investigadores
sociales en las últimas cuatro décadas, conformando una agenda investigadora que ha producido
notables avances en nuestro conocimiento del origen, el funcionamiento y los cambios del Estado de bienestar.
Entre las diversas teorías explicativas que se han propuesto para dar cuenta de la variabilidad en
el desarrollo y la estructura de los diferentes Estados de bienestar, la más destacada probablemente sea la teoría de los recursos de poder (TRP de aquí en adelante). Ya sea por el predominio
1
que ejerció hace tres décadas o porque ha sido el blanco de los ataques y debates posteriores, la
TRP ocupa un lugar central reconocido incluso por sus críticos (Pierson, 2000) y constituye el
centro de lo que a veces se ha llamado la “segunda generación” de estudios del Estado de bienestar (Hort & Therborn 2012). Junto a esta razón teórico-sustantiva, hay otras dos razones, una
metodológico-formal y otra político-práctica, que justifican una revisión crítica de la TRP.
La razón metodológico-formal es que la TRP constituye un programa de investigación –en un
sentido laxo de la idea original de Lakatos (1978)– y su desarrollo nos ofrece un ejemplo de
cómo pueden construirse y evolucionar las teorías que guían la investigación social. Desde su
inicio, la TRP ha combinado la formulación de un conjunto coherente de preguntas teóricosustantivas con la búsqueda empírica de respuestas por medio de diversas metodologías, que
incluían los análisis estadísticos y las narraciones históricas en perspectiva comparada. Por más
que en algunos desarrollos recientes haya tendido a un cierto “empirismo abstracto” basado en
la simple correlación de variables, la intención inicial de sus precursores era tan ambiciosa como contribuir al estudio el poder en la sociedad capitalista (Korpi 1983). Y de hecho, los
hallazgos de la TPR permiten replantear el debate sobre algunas controversias, como la naturaleza del Estado bajo el capitalismo o los efectos de sus políticas sobre la desigualdad y la pobreza,
de forma que puedan dirimirse atendiendo a la prueba empírica. En su desarrollo como programa de investigación, la TRP ha visto confirmadas algunas de sus predicciones, pero también ha
tenido que hacer frente a diversas anomalías, a las que prestaremos atención.
Pero la TPR también posee un interés político-práctico. Por usar una metáfora de Walter Korpi,
su propósito es comprender el iceberg de poder que se esconde bajo la superficie de las políticas
públicas y explicar la conexión de éstas con la estructura y el cambio social. En este sentido, el
estudio del Estado de bienestar desde la perspectiva de la TRP no sólo resulta informativo a la
hora de diseñar políticas públicas, sino que puede convertirse en una valiosa brújula para buscar
alternativas institucionales más justas e igualitarias. En un tiempo de crisis que parece haber
traído de vuelta el poder, la clase y el conflicto a las ciencias sociales y que ha renovado el interés por la desigualdad, quizá podamos encontrar inspiración en un programa de investigación
que estuvo guiado por estas mismas cuestiones.
El objetivo de este artículo, por tanto, es hacer una presentación de la TRP, analizar su desarrollo
como programa de investigación en respuesta a las críticas que ha recibido, y discutir su interés
para la investigación futura del Estado de bienestar y de otros campos colindantes.1 La estructura del artículo es la siguiente. En el primer apartado, se presentan los orígenes históricos de la
TRP. En el segundo apartado, se exponen las ideas clave de la TRP, especificando la conceptualización y operacionalización de sus variables independiente y dependiente. A continuación, se
abordan tres grupos de críticas a la TRP (a las que nos referiremos como críticas “feministas”,
“institucionalistas” y “marxistas”), y se examina el modo en que han sido respondidas o integradas por este programa de investigación. En el tercer apartado, se examinan las críticas que
recibió desde el feminismo por su desatención al género, así como la reformulación de la TRP a
la que dieron lugar. En el cuarto apartado se abordan las críticas institucionalistas, basadas fundamentalmente en el enfoque de la dependencia de la trayectoria, según las cuales los Estados
de bienestar postindustriales serían más bien objetos inmóviles. En cuarto lugar, examinamos
las diferentes críticas a la TRP que enfatizan los límites estructurales que impone el capitalismo a
la política democrática y se discute la situación en la que dejan a la TRP. Por último, exponemos
unas conclusiones sobre las potencialidades y limitaciones de la TRP para la investigación futura.
1
Por razones de espacio, nuestra argumentación adolece de ciertas limitaciones y excluye algunos temas que, por su
interés, merece la pena mencionar en esta nota al pie: por un lado, restringimos nuestro análisis al estudio del Estado
de bienestar en los países desarrollados (Europa, América del Norte y Australia); por el otro, no abordamos su
relación con la etnia o la inmigración, un aspecto crucial (y que, en cierto modo, se sigue de nuestra consideración del
género), pero que es tan contextual que resulta difícil de abordar teóricamente en estas pocas páginas.
2
2. Los orígenes históricos de la teoría de los recursos de poder
La TRP apareció a finales de los años setenta y principios de los ochenta sobre un transfondo
teórico y político particular. Por esa razón, resulta conveniente atender a su “contexto de descubrimiento”. En las tres décadas anteriores se había desarrollado, en todas las democracias occidentales, lo que conocemos como el Estado de bienestar. Las obras fundacionales de este enfoque2 se proponían dar cuenta de este desarrollo, pero se publican en unos años críticos en los
que se solapan los últimos esfuerzos por profundizar en el Estado de bienestar con los primeros
intentos de desmantelarlo.
En el nacimiento de la TRP convergen dos controversias paralelas. En el nivel teórico, la TRP es
una respuesta a las dos teorías dominantes del Estado: el pluralismo y el marxismo (digamos
que “ortodoxo”). En oposición a ambos, la TRP rechaza que el poder estatal responda a las negociaciones de un pluralidad dispersa de actores o sea simplemente un aparato que defienda los
intereses de los capitalistas. Por el contrario, el Estado (y sus políticas) son la cristalización de
la “lucha democrática de clases” (Korpi 1983) y, por esa razón, es sensible al poder de la clase
trabajadora encarnado en la fuerza de sus partidos y sindicatos. Esta controversia se hacía eco
de una disputa paralela en el nivel político y tenía un referente histórico concreto: la socialdemocracia escandinava se presentaba como una tercera vía entre el capitalismo y el comunismo,
e incluso como un experimento exitoso de “transición al socialismo” (Stephens 1979).
En este sentido, la formulación inicial de la TRP tenía una importante dimensión política, que
puede observarse en otras de las denominaciones que ha recibido3. No sólo porque enfatizara el
poder explicativo de los factores políticos, sino porque contenía un compromiso político explícito con el proyecto igualitario socialdemócrata. De hecho, esos primeros trabajos incluían una
discusión de los obstáculos a los que se enfrentaba la socialdemocracia escandinava y de los
proyectos de democracia económica, como el famoso Plan Meidner, con los que se intentaba
superarlos4. Por este motivo, hubo quien señaló, con razón, que la TRP adolecía de un cierto
“suecocentrismo” (Shalev 1983). O dicho de otro modo, se centraba en un caso empírico bastante específico e inducía de él ciertas conclusiones teóricas. La cuestión, como veremos, es si
más allá de este singular contexto espacio-temporal, el programa de investigación de la TRP
sigue siendo provechoso (o si hay que modificar alguno de sus componentes para que lo sea).
3. La teoría de los recursos de poder como programa de investigación
La TRP enfatizaba los factores políticos ignorados por las explicaciones predominantes del Estado de bienestar, que independientemente de sus afinidades ideológicas compartían un enfoque
funcionalista. Estos enfoques explicaban el desarrollo del Estado de bienestar porque resultaba
funcional a la sociedades industriales modernas o a la reproducción del capitalismo. Así, para
los autores asociados a la “lógica de la industrialización”, el Estado de bienestar respondía básicamente al “crecimiento económico y sus efectos demográficos y burocráticos” (Wilensky
1975xiii), independientemente del signo político de los gobiernos. Para los autores asociados al
“marxismo estructuralista”, sin embargo, el Estado de bienestar vendría a asegurar la reproducción a largo plazo del capitalismo gracias a su autonomía relativa respecto la clase capitalista,
2
The working class in welfare capitalism: work, unions, and politics in Sweden (1979) y The democratic class
struggle (1983) de Walter Korpi, The transition from capitalism to socialism (1979) de John Stephens o Politics
against markets (1985) de Gosta Esping-Andersen.
3
Como, por ejemplo, “modelo socialdemócrata” (Shalev 1983), “enfoque del poder de la clase trabajadora” (Weir &
Skopol 1985) o “teoría de la lucha de clases democrática” (Korpi 1983). Quizás merece la pena aclarar que la teoría
de los recursos de poder no es lo mismo que la teoría de la movilización de recursos en el campo de los movimientos
sociales y que, hasta donde nosotros sabemos, no ha habido ningún diálogo entre ambas.
4
Nota Plan Meidner.
3
movida fundamentalmente por sus intereses a corto plazo (Gough, 1982). La TRP puede considerarse una respuesta a ambas visiones funcionalista del Estado de bienestar.
El núcleo central de este programa de investigación puede resumirse en esta proposición: la
distribución de los recursos de poder entre los actores de clase es la principal causa del desarrollo de los Estados de bienestar y de sus variaciones. O, dicho de otro modo, cuanto mayores
sean los recursos de poder de la clase trabajadora, más generoso e igualitario será el Estado de
bienestar. La clave no era sólo su énfasis en el conflicto de clase, sino su insistencia en que la
distribución de poder entre clases variaba de unas sociedades a otra, en oposición a muchos de
los enfoques pluralistas y marxistas que “asumían que [era] estable aunque discreparan en si era
relativamente igualitaria o extremadamente desigual” (Korpi 1998).
La innovación de la TRP consistió no sólo en proponer una nueva variable independiente para
dar cuenta del desarrollo del Estado de bienestar, sino también en reconceptualizar la variable
dependiente del que había que dar cuenta. La variable independiente eran los recursos de poder
de clase5. Esos recursos pueden ser de muy distinto tipo y poseen diferentes dimensiones (alcance, ámbito, centralidad, concentrabilidad, convertibilidad, y coste de uso y movilización).
Pero en el campo del Estado de bienestar y de las divisiones de clase, Korpi se concentraba en
aquellos con los que contaban capitalistas y trabajadores: los primeros disponían, en virtud de
su posesión y control de los medios de producción, de un enorme poder para influir en las decisiones y los conflictos distributivos; los segundos apenas contaban inicialmente con su fuerza de
trabajo (o capital humano), de modo que su único modo de obtener más recursos de poder era
por medio de la creación de “armas organizativas” como partidos políticos o sindicatos. O, como dice un dicho laborista británico, los empresarios tienen el poder en su bolsillo, los trabajadores en la unidad. En realidad, el poder los empresarios no sólo consiste en la posesión y el
control de los medios de producción, sino también en su capacidad para la acción colectiva por
medio de las asociaciones patronales surgidas como respuesta al desarrollo de los sindicatos.
Así pues, los recursos de poder de la clase trabajadora son básicamente los partidos de izquierdas y los sindicatos. En particular, a la hora de operacionalizar esta variable, la TRP se ha fijado,
por un lado, en el porcentaje de carteras y escaños ocupados por los partidos de izquierdas, y
por el otro, en el porcentaje de trabajadores afiliados a los sindicatos, así como en la estructura
de estos (centralizados o descentralizados).
Esta elección puede parecer discutible. Podría argumentarse, por ejemplo, que la actividad huelguística es un mejor indicador del poder de la clase trabajadora. Sin embargo, por más que la
huelga sea un recurso muy relevante que merece atención (Korpi & Shalev 1979), la elección
estaba justificada por el mecanismo causal postulado por la TRP. A juicio de Korpi (1983) el
éxito del movimiento obrero consistía precisamente en desplazar el conflicto de la esfera
económica a la esfera política, donde rige, aunque sea de forma imperfecta, el principio más
favorable de “una persona, un voto”, en lo que denominó la “lucha democrática de clases”6. De
hecho, se ha sostenido que en los países en los que el movimiento obrero es más fuerte y capaz
de lograr políticas favorables, los niveles de huelgas son menores (Cameron 1991). Es decir,
allá donde la clase trabajadora dispone canales “políticos” para defender sus intereses (fuerza
parlamentaria u organismos corporatistas tripartitos) ha de recurrir en menor medida a la huelga
y puede eludir sus altos costes.
La elección de la variable y el mecanismo causal subyacente guardan relación con la forma que
adoptó el conflicto social en la posguerra mundial: la correlación de fuerzas entre capitalistas y
trabajadores llegó a un impasse en el que ninguno de los actores tenía la fuerza suficiente para
imponerse al otro (Wright 2000). Una buena parte de los críticos marxistas denunciaron que el
5
Korpi define los recursos de poder como los “atributos que proporcionan a los actores la capacidad para sancionar o
premiar a otros actores” (1983: 23).
6
Este concepto también fue usado anteriormente por Lipset (1960), aunque tiene su origen en Anderson y Davidson
(1943).
4
compromiso de clase era en realidad una forma de cooptar y moderar a la clase obrera (Panitch
1981), pero quizá sea más apropiado considerarlo como un arreglo institucional ambivalente,
que encarnaba la distribución de poder en la sociedad, por más que los conflictos no se dieran
de forma manifiesta. Eso también explica el apoyo que brindaron a algunos de sus arreglos los
propios capitalistas.
Con el tiempo, la variable independiente se hizo algo más compleja: a la simple distribución de
poder entre empresarios y trabajadores se añadieron otros tres aspectos relativos a las fuerzas
políticas en liza. Primero, alguno autores señalaron que no podían meterse en el mismo saco a
los partidos liberales y democristianos, ya que sus proyectos y las políticas resultantes diferían
notablemente (Kersbergen 1995), de modo que la TRP incluyó la singularidad de la democracia
cristiana como una tercera fuerza junto al liberalismo y la izquierda. Segundo, el análisis histórico-comparado mostró que para maximizar sus recursos de poder –en particular, para llegar al
gobierno– los partidos socialdemócratas debían ser capaces de forjar alianzas estables con otros
actores de clase: primero, con los partidos agrícolas, y después, con la nueva clase media de
trabajadores de “cuello blanco” (Esping-Andersen 1985; Esping-Andersen & Friedland 1982).
Y, tercero, tan importante como coaligarse con otras fuerzas era que las contrarias no lo hicieran: como señaló Francis Castles (1978), una de las claves del éxito socialdemócrata en Escandinavia fue la división de las fuerzas conservadoras y burguesas.
En relación a la variable dependiente, la TRP también supuso una ruptura con los estudios precedentes en dos sentidos. En primer lugar, la conceptualización tradicional de los Estados de
bienestar había atendido básicamente a su dimensión cuantitativa, operacionalizándolos según
su nivel de gasto social como porcentaje del PIB (Wilensky 1975). Los defensores de la TPR, por
el contrario, desarrollaron una perspectiva cualitativa: lo importante no era (sólo) cuánto se
gastaba, sino cómo y con qué efectos; o, de otro modo, lo relevante no era el tamaño del Estado
de bienestar, sino en qué medida y de qué forma su estatus de ciudadanía –especialmente la
ciudadanía social– modificaba la distribución de renta y poder producida por el mercado –una
perspectiva más rica y profunda desde un punto de vista sociológico (Marshall 1998).
Inicialmente se prestó atención al “grado de igualdad/desigualdad en las condiciones básicas
entre los ciudadanos” (Korpi 1983185), medida por ejemplo en términos de redistribución de la
renta (Stephens 1979), pero fue Esping-Andersen el que ofreció un criterio que plasmaba mejor
el conflicto entre desigualdad de mercado e igualdad ciudadana: la desmercantilización7. La
desmercantilización designa “el grado en que [los derechos sociales] permiten a la gente llevar a
cabo sus estándares de vida independientemente del mercado” y “refuerza al trabajador y debilita la autoridad absoluta del empresario” (Esping-Andersen 19903 y 22). El estudio de los Estados de bienestar debía atender, pues, al grado en que éstos contrapesaban el despotismo del
mercado y reequilibraban las relaciones de poder entre clases sociales. La forma de operacionalizar la desmercantilización era midiendo la generosidad y el acceso a una serie de prestaciones
(por enfermedad, desempleo y vejez, en el caso de Esping-Andersen).
El segundo sentido en el que la TRP reconceptualizó la variable dependiente fue ampliando su
alcance: los estudios tradicionales del bienestar se habían ocupado de estudiar únicamente a los
Estados, pero éstos no eran la única institución proveedora de bienestar en la sociedad, sino que
había que atender también al papel de los mercados y las familias y a las relaciones entre las
tres. De este modo, Esping-Andersen sostuvo que las variaciones en los Estados del bienestar
sólo serían apropiadamente captadas a través de un estudio comparativo de lo que llamó los
“regímenes del bienestar”, noción que hace referencia a “los ordenamientos cualitativamente
diferentes entre Estado, mercado y familia” (Esping-Andersen, 1993: 47) en la provisión del
bienestar.
7
El término, cuya aplicación se ha ampliado posteriormente (Vail 2010), fue acuñado por Claus Offe y está inspirado
en la obra de Karl Polanyi (1989)
5
Inspirándose en Titmuss8 (1981), Esping-Andersen construyó su famosa tipología de regímenes
de bienestar, que distinguía entre tres “mundos” en función de su grado de desmercantilización9.
El “mundo liberal”, propio de Estados Unidos y Reino Unido, era el menos desmercantilizador:
tenía un bajo nivel de gasto social, sus servicios y transferencias eran modestas, estaban dirigidas a la población con escasos recursos, y estos debían ser comprobados para poder acceder a
ellas, con el posible efecto estigmatizador. El “mundo democristiano”10, propio del centro de
Europa (siendo Francia un caso sui generis), se caracterizaría por un nivel intermedio de desmercantilización: pese a disponer de un alto nivel de gasto social, sus efectos eran poco redistributivos y tendían a reproducir la estratificación social conservando los privilegios asociados al
estatus laboral y afianzando un “familiarismo” que desincentivaba el acceso de las mujeres al
mercado de trabajo. Por último, el “mundo socialdemócrata”, propio de Escandinavia, era el
más desmercantilizador de todos: su política social era generosa, universalista y favorable a las
mujeres; el hecho de que abarcara también a la clase media propició la creación de unos servicios de alta calidad que contaban con un apoyo social muy amplio. Esta tipología se ha amplió
luego para dar cabida a otros mundos, como los Estados de bienestar del Sur de Europa, las
Antípodas o los países del Este (Arts & Gelissen 2002; Castles & Mitchell 1993; Ferrera 1996).
Junto a los efectos directos sobre la redistribución de la renta y el poder, la TRP también prestó
cierta atención, aunque no de manera sistemática, a los efectos políticos indirectos de los diferentes Estados de bienestar. Digamos que las políticas aplicadas contribuían también a desplazar
los límites de lo que se consideraba posible y deseable por parte de la ciudadanía, configurando
las preferencias distributivas en torno una suerte de sentido común hegemónico hacia el que se
movía el votante mediano (Huber & Stephens 2001). Esa es una de las razones por las que Castles sugiere que es mejor hablar de un régimen de gobiernos socialdemócratas: las políticas
aplicadas crean un escenario ideológico-institucional que impone ciertos límites, no es fácil de
revertir y puede sobrevivir a gobiernos de distinto color. Esto está unido a una línea de investigación dirigida a analizar los efectos de las políticas del EB sobre las actitudes sociales. Puede
decirse que los efectos son más ambiguos que un simple refuerzo.
Existe un buen número de investigaciones inspiradas por la TRP que respaldan su principal tesis,
es decir: que la distribución de poder de clase explica el desarrollo del Estado de bienestar. Junto a los trabajos pioneros de sus fundadores (Korpi 1983; Stephens 1979; Esping-Andersen
1985; Esping-Andersen & Korpi 1991), centrados en el desarrollo y los conflictos de los Estados de bienestar escandinavos, luego surgieron otros enfocados en políticas más específicas,
como las pensiones (Myles, 1989) o la sanidad (Kangas, 1991). Es cierto que, con el paso del
tiempo, han proliferado las contribuciones cuantitativas más preocupadas por los resultados que
por los procesos y enfocadas mayormente en la simple correlación del color de los gobiernos y
sus políticas. En cierto modo, lo que se ha ganado en sofisticación empírica se ha perdido en
profundidad teórica. La aspiraciones iniciales de estudiar el poder en la sociedad capitalistas han
dado paso a un cierto “empirismo abstracto”. Pero siendo una tendencia general, no puede decirse de todos los casos. La excepción podría ser los sucesivos trabajos de Korpi y la ambiciosa
obra de Huber y Stephens (2001), que combina análisis estadístico e histórico-comparativo para
un lapso temporal de medio siglo. Irónicamente, la conclusión de esa investigación es que los
recursos de poder fueron el factor decisivo en el desarrollo del Estado de bienestar en la época
de posguerra, pero ha dejado de serlo en la época de retroceso, un resultado que cuestiona la
vigencia de la TPR y sobre el que volveremos más adelante. Huber y Stephens se hacen eco de
muchas de las críticas que ha recibido la TRP en sus cuatro décadas de vida, de las cuales vamos
a examinar a continuación tres grupos especialmente relevante.
8
Richard Titmuss (1981, pp. 37-40) distinguía entre Estados del Bienestar residuales, institucionales y
“remunerativos” o de “rendimiento industrial”.
9
Walter Korpi y Joakim Palme (1998) han propuesto otra tipología, más compleja pero menos influyente, que
distingue entre cinco tipos de Estado de bienestar: targeted, voluntary state subsidized, corporatist, basic security y
encompassing.
10
Esping-Andersen lo denomina “continental-corporatista”, pero como señalaron más tarde Huber, Ragin y Stephens
(1993) esta otra etiqueta es más apropiada y está en consonancia con las otras dos.
6
3. La crítica feminista: los recursos de poder de las mujeres
El primero grupo de críticas proviene del feminismo. La idea básica era que la TRP había ignorado el género tanto en su conceptualización del Estado de bienestar como en el estudio de los
factores que explicaban su desarrollo. Las autoras feministas no sólo revelaron los presupuestos
subyacentes a este análisis, sino que ofrecieron propuestas alternativas que se incorporaron a la
TRP.
Los defensores de la TRP apenas consideraron el género en sus formulaciones iniciales. El concepto de “régimen de bienestar” hacía referencia a la interacción entre Estado, mercado y familia; pero la atención que recibía esta última era insignificante en comparación con la relación
Estado-mercado (o sector público y privado en la oferta de servicios). De este modo no sólo se
perdía de vista el papel crucial de la familia en la provisión de bienestar, sino que se daba por
completo la espalda a la desigualdad de género y a la división sexual del trabajo, aspectos cuya
relevancia es difícil de exagerar. Por ello, algunas autoras señalaron que debía examinarse cómo
los regímenes de bienestar equilibraban no solo la posición de los trabajadores en el mercado,
sino también la de las mujeres en las familias –o dicho de otro modo, el grado en que reducían
la división sexual del trabajo– a fin de evaluar mejor la “calidad” de la ciudadanía que promovía
cada uno de los regímenes.
Esto exigía ampliar el concepto de estratificación social que subyacía a la TRP para incorporar la
desigualdad de género. El análisis de los regímenes de bienestar y sus efectos estratificadores no
podía restringirse a las dinámicas de mercado y las divisiones de clase, sino que debían prestar
atención tanto a las dinámicas familiares y las divisiones de género como a la interacción entre
unas y otras. En suma, los EB podían reforzar o debilitar las jerarquías de género. Así, por ejemplo, los regímenes democristianos, en los que los derechos sociales aparecen ligados al estatus
laboral, no sólo tienden a reproducir la desigualdad de clase, sino que también refuerza la de
género: el hecho de que el estatus laboral de las mujeres trabajadoras sea más precario, debido a
su sobrerrepresentación en empleos temporales o a tiempo parcial con menores salarios, les
impide disfrutar de los programas de seguridad social en la misma medida que sus homólogos
varones. Al estar menos desmercantilizadas que ellos, estaban más expuestas a la dependencia
económica, bien de sus maridos, bien de los programas estigmatizadores de la asistencia social.
Pero la crítica feminista también se dirigía al propio concepto de desmercantilización, que de
algún modo presuponía una “mercantilización” previa: en otras palabras, partía de una experiencia vital que era, hasta hace poco, específica de los varones –una participación en el mercado de trabajo a tiempo completo a lo largo de la mayor parte de la vida–, y que era la vía de
acceso a buena parte de los derechos sociales. Pero esa experiencia no era la de la mayor parte
de las mujeres, que vivían (y, en muchos casos, siguen viviendo, aunque sea intermitentemente)
fuera del mercado laboral. De algún modo, además, la “mercantilización” de la mujer, o el acceso al trabajo remunerado, tenía un aspecto emancipatorio respecto a su subordinación en el
hogar. El concepto de “desmercantilización”, en suma, no recogía toda esta complejidad. Por
esa razón, algunas autoras propusieron añadir una nueva dimensión analítica que captara el grado en que los regímenes de bienestar promueven el acceso de las mujeres al trabajo remunerado
y su capacidad para formar un hogar autónomo, esto es, el grado en el que promueven al autonomía personal, no sólo respecto al mercado o el empresario, sino también respecto a sus parejas (Orloff 1993; O'Connor 1993). El propio Esping-Andersen (2000) se hizo cargo de las críticas e introdujo, en línea con estas autoras, un nuevo criterio complementario: la
“desfamiliarización”, que hacía referencia a “aquellas políticas que reducen la dependencia
individual de la familia, que maximizan la disponibilidad de los recursos económicos por parte
del individuo independientemente de las reciprocidades familiares o conyugales”.
7
Esping-Andersen operacionaliza este concepto utilizando tres indicadores básicos: el gasto
público en servicios familiares como porcentaje del PIB, el nivel de cobertura de los servicios
públicos de educación infantil y el nivel de cobertura de la asistencia domiciliaria a los ancianos. A partir de estos indicadores, los regímenes de bienestar socialdemócratas se agrupan de
forma claramente diferenciada, mientras que los regímenes liberales y los democristianos se
caracterizan por su igual pasividad ante los servicios públicos familiares. Sin embargo, lo que
diferencia a los regímenes liberales de los continentales es que en los segundos existen desincentivos para el empleo de las mujeres casadas y, así, la familia sigue absorbiendo la mayor
parte de los servicios personales, mientras que en los primeros no existen tales desincentivos y
el mercado absorbe buena parte de esos servicios.
El corolario de la crítica feminista a la conceptualización del EB que subyacía a la TRP era que
también debían revisarse los factores que explicaban su desarrollo: a los recursos de poder de
clase había que añadir los recursos de poder de género. Sería erróneo asumir que hombres y
mujeres estaban igualmente representados en partidos políticos y sindicatos, o que estas organizaciones de clase fueran las únicas relevantes. Por el contrario, algunas autoras sugirieron que
había que prestar atención a la influencia de otras organizaciones, como movimientos sociales o
grupos de interés, en el desarrollo del EB. El factor crucial a la hora de conceptualizar los recursos de poder de las mujeres, sin embargo, era la articulación entre el movimiento feminista y los
partidos de izquierdas: allá donde las mujeres estaban bien organizadas e influían en la elaboración de las políticas públicas, el carácter de éstas era más favorable a la igualdad de género
(Huber & Stephens 2001).
En resumen, las críticas feministas han sido asumidas por los defensores de la TRP (EspingAndersen 2000; Korpi 2000; Huber & Stephens 2001)11. Estas críticas sido incorporadas a este
programa de investigación. Esta “generización” de la TRP ha ampliado sus intereses temáticos y
abierto nuevas líneas de investigación, a partir de la proposición que está en el núcleo de su
reformulación feminista: cuanto mayores sean los recursos de poder de las mujeres, mayor será
la autonomía personal que les proporcione el régimen de bienestar. También en este aspecto
aquí Suecia ha representado un caso paradigmático: el vigoroso desarrollo de los servicios sociales durante los años setenta fue el resultado de una potente campaña de las organizaciones de
mujeres, en combinación con los sucesivos gobiernos socialdemócratas y el protagonismo de
unos sindicatos poderosos. La oferta de empleo público para cubrir esos servicios abrió las
puertas del mercado laboral a las mujeres, produciendo un círculo virtuosos favorable a su empoderamiento político que tuvo como efecto un notable avance de la igualdad de género.
4. La crítica institucionalista: las inercias institucionales
Si la TRP fue el programa de investigación preponderante en los estudios sobre la expansión de
los Estados de bienestar, desde los años ochenta parece haber sido desplazado por el institucionalismo. Bajo esta etiqueta se agrupan enfoques bastante diversos, pero todos comparten un
presupuesto básico: las instituciones estatales son instituciones burocráticas relativamente autónomas, con reglas, mecanismos, lógicas y personal propios y con una legitimidad social arraigada; por todo ello, ni son reducibles a simple escenario de lucha de intereses políticoeconómicos enfrentados ni son fácilmente reformables. Para Theda Skocpol, máximo exponente
11
El caso de Esping-Andersen (2000) es el más destacado porque Los tres mundos… fue el blanco de la mayor parte
de las críticas. El sociológo danés no sólo admitió muchas de ellas y propuso el mencionado concepto de
desfamiliarización, sino que enfatizó la relevancia de la economía familiar –“el alfa y omega de cualquier resolución
de los principales dilemas postindustriales” (----)– y llamó la atención sobre el error que se comete actualmente al
diseñar políticas públicas con un modelo de familia en mente que no se corresponde con las formas familiares
existentes. Desafortunadamente, esa justificada atención a la familia y el género se vio acompañada por el abandono
de la TRP.
8
del esfuerzo teórico por “traer al Estado de vuelta”, la TPR concibe la política “en modos socialmente deterministas [que presumen] que las actividades gubernamentales son la expresión
de condiciones sociales y responden directamente a las demandas sociales” (Skocpol, 1992: 40).
Frente a este determinismo, la autora propone un “análisis centrado en la organización estatal”,
cuyo argumento central es que las instituciones gubernamentales históricamente desarrolladas,
las políticas públicas instituidas, el personal estatal, los sistemas de partidos políticos y las reglas del juego electoral no son meras arenas o instrumentos pasivos en manos de determinados
grupos sociales enfrentados, sino que deben tomarse en serio y considerarse como factores relativamente independientes del conflicto político.
Esta recuperación del Estado en los estudios sobre las transformaciones de los Estados del bienestar ha transcurrido por dos líneas distintas de análisis (Starke, 2008): por un lado, las instituciones políticas, que fijan las reglas del juego político; y por el otro, las instituciones del Estado
de bienestar, que aseguran la provisión de bienestar.
El análisis del impacto de las instituciones políticas (como el diseño constitucional, el sistema
electoral o la estructura del Estado) tiene una larga trayectoria. El principal hallazgo de los estudios clásicos, realizados en la fase expansiva del Estado de bienestar, fue que a mayor concentración del poder (sistemas parlamentaristas, mayoritarios y centralizados), mayor era la probabilidad de introducir reformas significativas que impulsaran el desarrollo del Estado de
bienestar (Immergut, 1990; Huber, Ragin, Stephens, 1993; Maioni, 1998; Tsebelis, 1995). Sin
embargo, esta relación puede invertirse, como han señalado algunos autores (Pierson 1998,
1996), en la época del retroceso del Estado de bienestar, en donde las reformas no consisten
tanto en incrementar el gasto y expandir derechos, sino en recortar el primero o reducir los segundos. Es decir, una política impopular. De ese modo, la concentración del poder favorece la
identificación del responsable y su posible castigo electoral, así que es probable ahora funcione
como un freno inhibidor de grandes reformas. Los propios Huber y Stephens (2001) han incoporado este factor (de un modo más parsimonioso): básicamente, la concentración de poder
favorecería los cambios, fueran del signo que sea (expansivos o contractivos). Eso explicaría,
por ejemplo, por qué el alcance de la ofensiva neoliberal fue mucho mayor en Reino Unido que
en Estados Unidos.
La segunda vía de análisis se ha centrado en las “instituciones del bienestar” y en los efectos de
retroalimentación de sus políticas (policy feedback) o, dicho de otro modo, en la influencia que
tienen los arreglos institucionales de provisión de bienestar preexistentes sobre las eventuales
transformaciones futuras del Estado de bienestar. De algún modo, estos arreglos institucionales
“estructuran” el conflicto político entre distintas fuerzas sociales estudiado por la TRP haciendo
que produzca resultados distintos a los inicialmente previstos, en función de tales arreglos
(Skocpol y Amenta, 1986; Skocpol, 1992; Pierson, 1996a; Pierson, 1998; Esping-Andersen,
2000).
Este argumento ha tenido dos desarrollos. En primer lugar, se ha subrayado que la propia consolidación institucional y la legitimidad social de los Estados del bienestar de posguerra ha alterado profundamente el escenario de conflicto y las dinámicas políticas, inaugurando lo que se ha
bautizado como una “nueva política del Estado del bienestar” (Pierson, 2001). Si “antigua” política estaba dominada principalmente por el enfrentamiento entre la izquierda pro-welfarista y la
derecha anti-welfarista, la consolidación de los programas de bienestar abría forjado nuevos
grupos de presión o coaliciones en su apoyo, que desbordarían las organizaciones tradicionales
de clase. Dicho de otro modo, la defensa de los programas de bienestar ya no sería cosa simplemente de partidos de izquierda y sindicatos, sino que incluiría a nuevos actores nacidos al
abrigo de la consolidación de estos programas, como grupos de beneficiarios, empleados públicos y otros grupos de interés.
En segundo lugar, se ha insistido en la importancia de las inercias institucionales, en concreto,
de lo que se ha llamado la dependencia de la trayectoria (path dependence). El argumento bási-
9
co ha sido el siguiente: los programas del Estado del bienestar han creado Estado, son una parte
central de las instituciones y lógicas del Estado, por ello, representan el statu quo; dado el conservadurismo de las instituciones políticas, este hecho es actualmente la mayor protección con
la que pueden contar esos programas. Cualquier no decisión favorece el statu quo y cualquier
cambio que se introduzca en un determinado programa de bienestar no sólo requerirá el acuerdo
de un gran número de actores, sino que estará limitado y condicionado por la estructura previamente existente de ese programa. En suma, los institucionalistas han tendido ha subrayar que
“los costes del cambio [son] mucho más altos que los costes de la continuidad” (Pierson, 1996:
175). De hecho, el propio Pierson ha caracterizado a los Estados del Bienestar postindustriales
como “objetos inamovibles” (Pierson, 1998).
En realidad, esta última caracterización es bastante controvertida y depende (una vez más) de
qué indicadores escojamos. Si bien es cierto que los niveles de gasto social como porcentaje del
PIB apenas han variado en las últimas décadas, la realidad social sobre la que actúan las transferencias y servicios sí que lo ha hecho. En particular, se ha producido un incremento general de
los niveles de desempleo, de modo que puede deducirse que, dicho brevemente, a igual gasto
social y mayores necesidad, el bienestar se resiente. Ese es el argumento que han sostenido Pontusson y Clayton (Clayton & Pontusson 1998) para mostrar que sí ha habido una retirada relativa de los Estados de bienestar.
Por otro lado, los defensores de la TRP no han sido ajenos al desarrollo de los enfoques basados
en la dependencia de la trayectoria y han tendido a prestar atención a los legados históricos.
Pero lo han hecho con dos matices. Primero, admitiendo sólo una versión débil de la pathdependence, que considera los efectos de retroalimentación institucional por medio de diversos
mecanismos, pero no los interpreta de un modo determinista que excluya la posibilidad de cambios (repentinos o graduales). Y segundo, ha concebido las instituciones como instituciones de
confrontación en las que se sedimentan los equilibrios de poder que resultaron de conflictos
pasados, y que a su vez articulan o estructuran los conflictos del presente (Korpi 2001).
5. La crítica marxista: los límites estructurales
La TRP nació en respuesta a ciertas visiones estructuralistas del Estado que lo concebían simplemente como un dispositivo funcional a la reproducción del capitalismo; pero corre el riesgo
contrario de dar la espalda a los límites estructurales que constriñen las posibilidades políticas y
las variaciones empíricas del Estado bajo el capitalismo. El apelativo de “marxista” es meramente indicativo, ya que esta crítica no proviene solamente desde esas filas. Es el caso, por
ejemplo, de Fritz Scharpf, que en su estudio de las estrategias socialdemócratas para asegurar el
pleno empleo en los años ochenta alertaba contra el peligro de exagerar la relevancia de los
recursos de poder al analizar las políticas públicas y prescindir del entorno económico al que
éstas deben adecuarse: “el control sobre la elección de políticas económicas [no] garantiza el
control sobre los resultados económicos” (1991361). O de Jonas Pontusson (1995), que señalaba la importancia del cambio económico estructural para comprender el declive de la socialdemocracia a partir de los años ochenta. Con todo, estas observaciones se refieren a fenómenos
que, aunque cruciales, son en alguna medida contingentes. Sin embargo, la crítica marxista hace
referencia más bien a ciertos constricciones sistemáticas o estructurales, que tienen que ver, por
un lado, con la estructura del Estado capitalista y, por el otro, con su dependencia respecto al
capital.
Respecto a lo primero, algunos autores han insistido en que el Estado no puede concebirse simplemente como el escenario “neutral” de la disputa política entre diferentes fuerzas sociales, ya
que posee determinados aspectos estructurales que favorecen sistemáticamente los intereses de
los capitalistas. Así, por ejemplo, Goran Therborn (1987) identificó diversos mecanismos (selección de tareas, reclutamiento de personal, garantía de ingresos, proceso de toma de decisiones, asignación de recursos materiales, etc.) cuyo efecto neto es el impacto reproductivo sobre
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las relaciones de dominación en la sociedad. Por su parte, Claus Offe (1974) insistió en que el
Estado capitalista opera como un mecanismo que selecciona el abanico de posibles políticas,
excluyendo aquellas que podrían contravenir aquellas que pongan en peligro los intereses a
largo plazo de los capitalistas.
Respecto a lo segundo, otros autores han señalado la dependencia estructural del Estado respecto al capital. Es decir, bajo las reglas de una economía capitalista, todo gobierno democrático
independientemente de su color político, está constreñido por la necesidad de que los capitalistas obtengan suficientes beneficios para invertir posteriormente y mantener el crecimiento
económico. En cierto sentido, por tanto, “la sociedad entera depende la asignación de recursos
escogida por los propietarios del capital” (Przeworski 1988162). Esta idea, teorizada también
por Block (1977) y Lindboom (1977), ha sido matizada luego por el propio Przweroski y Wallerstein (1988), y confirmada empíricamente por Swank (1992).
El problema de todas estas contribuciones consiste en averiguar el grado en el que las constricciones estructurales limitan el margen de elección de los actores. Aquí se plantea un problema
metodológico de difícil solución, que puede ser ilustrado con el siguiente experimento mental
(Wright, Levine & Sober 1992): si observamos a un individuo que escoge una fruta de una cesta
que contiene una parte de toda la variedad de frutas que hay en el mundo, no podemos saber con
certeza si la causa más importante es su propia elección o los límites impuestos por la composición de la cesta (no sabemos si ante una cesta que las contuviera todas habría seguido escogiendo la pera u otra fruta). El propio Offe admitía que la “selectividad” del Estado capitalista sólo
puede analizarse cuando el conflicto social desafía esas limitaciones (por seguir con el ejemplo,
pide una fruta que no está en la cesta). De modo que la respuesta a esa controversia teórica sólo
puede discernirse mediante una investigación empírica que reconstruya cuidadosamente los
procesos históricos concretos. Un buen ejemplo sería el trabajo de Pontusson (1992), titulado
precisamente The limits of socialdemocracy, en el que desgrana los límites estructurales y los
errores políticos con los que tropezó la estrategia de democratización económica perseguida por
la socialdemocracia sueca.
Los teóricos de la TRP se han mostrado proclives a aceptar una versión blanda de estas críticas e
incorporar en sus explicaciones algunas de estas limitaciones (por ejemplo: Huber & Stephens
2001). Pero los efectos de los límites estructurales en los desarrollos históricos recientes no
siempre se han analizado suficientemente y sus efectos sobre la TRP han permanecido subteorizados. Un buen ejemplo puede ser el fenómeno de la globalización. La apertura de los flujos
financieros y comerciales en las últimas décadas ha modificado radicalmente el entorno que
rodeaba a los gobiernos y las sociedades nacionales. En particular, ha restringido su margen de
maniobra de los primeros al dificultar el uso de la política fiscal y monetaria, y ha incrementado
el poder, dentro de las segundas, del capital en detrimento de los trabajadores. ¿Quiere eso decir
que el color de los gobiernos o la fuerza de los sindicatos ha dejado de ser relevante? Como han
subrayado Clayton y Pontusson, “la cuestión de si la movilidad del capital ejerce presión a la
baja sobre los Estados del Bienestar no debería confundirse con la cuestión de si la movilidad
del capital produce convergencia entre los Estados del Bienestar” (1998: 99). Según Schwartz,
la ausencia de convergencia no demuestra la ausencia de efecto [de la globalización]” (2001:
23). Sin embargo, sería un error concebir la globalización (u otros fenómenos paralelos, como la
financiarización) simplemente como un constreñimiento externo que padecen actores, pues tales
fenómenos son al mismo tiempo resultado de determinadas estrategias y decisiones (al menos,
en cierta medida) de esos u otros actores. La TRP debe ampliar su foco para abarcar conflictos y
negociaciones que se desarrollan en contextos supranacionales (o entre bambalinas) y que de
otro modo escapan a su vista. Como ha mostrado Wolfgang Streek (2014), el caso de la Unión
Europea sería un ejemplo paradigmático de una estrategia neoliberal que ha provocado un reequilibrio del poder a favor del capital y en detrimento de la clase trabajadora.
11
6. ¿Una reconstrucción progresiva de la TRP?
En los apartados anteriores hemos presentado la TRP, hemos abordado las principales críticas
que ha recibido y hemos explicado el modo en que las ha incorporado. El debate académico en
torno a las limitaciones iniciales de la TRP ha resultado lo suficientemente fructífero como para
ampliar los fenómenos que puede explicar (por ejemplo, las variedades de EB respecto a la
igualdad de género), así como la complejidad de sus explicaciones (integrando la influencia de
los aspectos institucionales y estructurales). Este debate se ha desarrollado conjugando la discusión teórica con la investigación empírica, que a su vez ha combinando el análisis históricocomparativo de casos con el análisis estadístico de datos. El equilibrio, ciertamente inestable,
logrado en ambos aspectos (teoría-empiria y cualitativo-cuantitativo) no es del todo frecuente y
quizás pueda servir como ejemplo para otros programas y campos de investigación. Con todo,
los éxitos de la TRP no pueden ocultar su aparente fracaso postrero: su rendimiento explicativo
parece haberse reducido, hasta casi desaparecer, a la hora de dar cuenta de la evolución del EB
en la fase de su retroceso. Los propios Huber y Stephens admiten esta conclusión: “…”, que de
algún modo también aparece o se da por sentada en buen parte de la literatura reciente.
¿Deberíamos rechazar la TRP por esta razón (o restringir su valor a una época pasada)? En nuestra opinión esta conclusión sería precipitada y perniciosa. La idea de que una teoría debe ser
rechazada en cuanto se acumula evidencia en su contra es propia del llamado “falsacionismo
ingenuo” y, aunque es bastante intuitiva, ni siquiera describe la lógica de la investigación de las
ciencias naturales (para una exposición clásica, que incluye ilustraciones históricas, ver Lakatos
1978). Como hemos sugerido inicialmente, resulta más apropiado hablar de programas de investigación (con un núcleo teórico rodeado de un cinturón protector de teorías auxiliares) que de
teorías aisladas. En este sentido, cuando aparecen anomalías que no encajan en un programa de
investigación, existe un amplio margen para modificar algunas de sus partes a fin de salvar el
núcleo teórico. Así pues, no deberíamos precipitarnos y arrojar al niño de la TRP con el agua
sucia sin antes haber comprobado de qué modo puede modificarse –y menos si no disponemos
de un programa de investigación mejor, que explique no sólo la “inmovilidad” del EB durante la
fase de retroceso (como dicen hacer algunos institucionalistas) sino también su desarrollo previo.
Ahora bien, esto no es una coartada relativista frente a toda crítica. Un programa de investigación debe mantenerse si continua ofreciendo una “heurística positiva” que nos conduzca a la
explicación de nuevos fenómenos. En este sentido, creemos que el abandono de la TRP sería
pernicioso y nos privaría de una “heurística positiva” que continua siendo valiosa. Por un lado,
no disponemos de ningún otro programa de investigación a su altura: los críticos de la TRP han
desarrollado teorías más bien parciales, muchas veces ad hoc, que carecen de su generalidad.
Por otro lado, la TRP se asienta en unos fundamentos (como las divisiones de clase y género de
la sociedad capitalista, y los conflictos a los que pueden conducir) que conectan, de algún modo
(a veces conflictivo), con determinadas tradiciones de investigación bien asentadas (marxista,
feminista o weberiana).
Por esa razón, la TRP continua siendo un buen punto de partida, una suerte de “campamento
base” desde el que adentrarse en algunos de los procesos que están remodelando el Estado de
bienestar (y, más en general, el Estado y la sociedad). Probablemente una de las razones de ello
sea que el núcleo de este programa de investigación gravita sobre aspectos centrales, ubicuos y
duraderos de la sociedad capitalista: la relación entre clase, poder y políticas, por más que la
sucesión de las modas intelectuales a veces los haya oscurecido; y los aborda fijándose en los
mecanismos que intervienen en las relaciones que se establecen entre ellos, esquivando, por
ejemplo, ciertas concepciones “fantasmagóricas” del poder en las que su omnipresencia termina
desdibujándolo (y conduciendo a explicaciones implícitamente funcionalistas).
Ahora bien, ¿qué aspectos habría que revisar de este programa de investigación para conservar
su “núcleo teórico” (es decir, la idea de que los equilibrios de poder clase y género determinan
12
las diferencias en las políticas públicas y los regímenes de bienestar)? Como hemos mencionado
más arriba, la TRP fue pronto acusada de “suecocentrismo”, un sesgo que puede ampliarse para
incluir también la peculiaridad de la época en la que fue formulada. Desde entonces hasta ahora
han cambiado muchas cosas (también en Suecia, por cierto), y algunas de ellas parecen desmentir las previsiones de la TRP. Sin embargo, si rascamos un poco en la superficie de estos cambios, podemos deshacer una pequeña confusión: no es tanto que los recursos de poder de clase
(y género) hayan perdido relevancia para explicar la evolución de los Estados de bienestar, sino
que los recursos de poder (de clase, sobre todo) han experimentado un doble cambio, referido
tanto a las “armas organizativas” que los encarnan como a los espacios en los que se confrontan
actores con intereses en conflicto.
En relación a lo primero, hay que prestar atención a los cambios en los sindicatos y, sobre todo,
en los partidos políticos (en particular, a la transformación de la socialdemocracia): la evolución
hacia el “partido cartel” (Katz & Mair 1995) implica una convergencia (o “cartelización”) de los
partidos, a resultas de su colusión con el Estado en detrimento de sus lazos con la sociedad, que
se verían seriamente debilitados. Este desarrollo reciente señala una importante laguna de la
TRP, que hasta ahora había dado por sentado –de nuevo, a partir de la experiencia escandinava–
que los partidos de izquierda representaban los intereses de las clases trabajadoras. No se trata
únicamente de que los partidos puedan moverse por otras lógicas, como la “ley de hierro de la
oligarquía” (Michels 1991), sino de no se ha prestado atención a los mecanismos que operan
entre los intereses de los trabajadores, su apoyo a estos partidos y las políticas que finalmente
defiendan éstos. Al dar ese vínculo por sentado, la TRP no se ha preocupado de estudiar de qué
formas o en qué medida se da (no sólo a lo largo del tiempo, sino entre diferentes países); por el
contrario, si lo consideramos más seriamente, podemos hacernos la siguiente pregunta: ¿hasta
qué punto los partidos de izquierda (y los sindicatos) siguen siendo “recursos de poder de clase”? Esta pregunta se presta a respuestas “ideológicas”, pero también abre un prometedora a vía
de investigación sociológica sobre la naturaleza, el funcionamiento y la evolución de estas organizaciones.
En relación a lo segundo, la TRP presuponía que la “lucha democrática de clases” se disputaba
mayormente en la arena del Estado-nación. Con el proceso de globalización económica y la
construcción de instituciones supranacionales, como la Unión Europea, este supuesto se vuelve
problemático. Sin embargo, no está claro de qué modo contradice el núcleo de la TRP. En la
mayor parte de los debates la globalización y Unión Europea tienden a concebirse como factores exógenos que, al limitar el margen de maniobra de los gobiernos (o los sindicatos), reducen
el poder explicativo de los recursos de poder de clase. Esto lleva a estudiar los efectos de una y
otra sin cuestionar los conflictos y desequilibrios de poder subyacentes a ellas. Es decir, ni la
globalización ni la Unión Europea han llovido del cielo. Por el contrario, son construcciones
políticas (véanse, por ejempo, Gowan 2000; o Streeck 2014) cuya elucidación nos permitiría
reformular la TRP en una clave “supranacional”. Aunque de modos notablemente distintos, ambos fenómenos han consistido en un proceso inverso al que estudiaba inicialmente la TRP: si,
como señalábamos en el apartado 2, el éxito del movimiento obrero consistió en desplazar el
conflicto del mercado de trabajo (y, en general, la esfera económica) a la política democrática
del Estado, con esos fenómenos ha ocurrido lo contrario: un desplazamiento a la esfera económica que, de modos distintos (mediante la desregulación de los mercados financieros o la construcción de una arquitectura política no controlable), se ha liberado de las presiones democráticas. En ese sentido, aunque tuviera los mismos ministros o diputados (y sus vínculos
sociológicos y políticos con la clase trabajadora fueran idénticos), los recursos de poder de clase
se habían debilitado porque el Estado nacional había perdido una parte de su poder, al “despolitizarse” una parte del conflicto distributivo.
La problematización y revisión de estos supuestos (que vendrían a ser algo parecido a las “teorías auxiliares” del “cinturón protector” de Lakatos) pueden contribuir a una reconstrucción progresiva de la TRP, que no sólo rebata e integre las críticas que ha recibido, sino que permita
también ayudar a entender procesos como los mencionados. Eso requiere ampliar el diálogo
13
intelectual con otros campos de investigación, como los partidos políticos o la economía política, superando la hiperespecialización a la que aboca la estructura institucional de las ciencias
sociales. Para ello, quizás también convenga añadir una última reflexión sobre los logros metodológicos de la TRP. Como hemos mencionado, el desarrollo de este programa ha estado acompañado de una provechosa combinación del análisis histórico-comparado y el análisis estadístico de datos, lo que no sólo ha permitido descubrir ciertas regularidades, sino también proponer
mecanismos causales que den cuenta de ellas. Sin embargo, un buen número de estudios en la
estela de la TRP parecen inclinarse por un cierto “empirismo abstracto” exclusivamente preocupado por la correlación estadística entre variables. El progreso de este programa de investigación, sin embargo, requiere de una mayor atención a los problemas teóricos subyacentes, y esa
atención es la que puede facilitar el debate con otros campos colindantes.
A modo de conclusión
En este artículo hemos realizado una revisión crítica de la TRP. Para ello, hemos comenzado
presentando el contexto académico-político en el que surgió y exponiendo los principales conceptos y proposiciones de este programa de investigación. A continuación hemos abordado tres
grupos de críticas (feministas, institucionalistas y marxistas) y hemos explicado el modo en que
la TRP ha lidiado con ellas, rechazándolas o incorporándolas. Por último, hemos defendido la
conveniencia de no renunciar a la TRP pese a su aparente incapacidad para dar cuenta de la evolución del Estado de bienestar en la llamada época del retroceso. Por el contrario, hemos sugerido que la TPR sigue siendo un buen punto de partida por su capacidad heurística para guiar la
investigación de viejos y nuevos fenómenos sociológicos, relacionados con el desarrollo del
Estado de bienestar, en conexión con otras tradiciones de investigación bien asentadas.
Como hemos señalado, la TRP se desarrolló en una época en la que la clase y la (des)igualdad
social estaban en la agenda política y académica. El relativo declive de la TRP en la literatura de
las dos últimas décadas quizás no se deba sólo (o tanto) a sus limitaciones explicativas, como a
la propia desaparición de estos temas en la agenda política y académica desde los años noventa.
La sociología no es inmune a las modas, pero debe controlar su pulsión por seguirlas. De otro
modo, como advierte Barbara Geddes, estamos abocados a construir “castillos de arena” sin
continuidad en el tiempo, lo que obstaculiza el progreso (o, si se prefiere, el diálogo) científico.
Hasta el estallido de las crisis, durante diez o quince años, la mayoría de estudiosos de los Estados del bienestar se situaron en la órbita institucionalista y enfatizaron la estabilidad y la continuidad de dicha institución. Ahora que la crisis parece probar que nada es para siempre y que se
ha reavivado el interés de las ciencias sociales por la clase o la desigualdad, nos parece oportuno
reivindicar el programa de investigación de la TRP, pero incorporando algunas de las críticas que
ha recibido y reformulando alguno de sus aspectos, con vistas a una reconstrucción progresiva
de dicho programa, que tienda puentes con otros campos de investigación colindantes y arroje
luz empírica sobre controversias centrales de la teoría social (como la de agencia/estructura o
cambio/continuidad), a fin de mejorar nuestra comprensión de la evolución del Estado de bienestar y, más en general, de los cambios en el capitalismo contemporáneo. En esta tarea, la TRP
debe concebirse como “un work-in-progress, no como un punto de llegada” (Korpi 1998).
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