CREATIVIDAD, CONFLICTIVIDAD Y CAMBIO: (RE)PENSAR ESCENARIOS DE CRISIS (Texto provisional. Por favor, no colgar en la web) Lázaro Bacallao Pino Alexia Sanz Hernández (Universidad de Zaragoza) Datos de contacto: Lázaro M. Bacallao Pino Departamento de Psicología y Sociología, Universidad de Zaragoza Email: [email protected] Resumen: El texto propone una revisión teórico de las nociones de creatividad, conflicto/conflictividad y cambio, tomando como eje analítico transversal las interrelaciones entre individualidad y socialidad, una de las cuestiones clave objeto de análisis de las diversas teorías sociales, desde los autores clásicos hasta los contemporáneos. Partiendo del supuesto de que un escenario de crisis puede ser entendido, en última instancia, como un cuestionamiento y ruptura de cierto régimen de interrelaciones entre lo individual y lo social, y de los sentidos de lo colectivo asociados a ello, se propone que la tríada creatividad, conflictividad y cambio resulta especialmente pertinente para la comprensión de fenómenos sociales propios de entornos de crisis, como los movimientos y movilizaciones sociales, frente a los cuales una perspectiva sociológica tradicional resulta muchas veces insuficiente. Palabras clave: Palabras clave: Creatividad, conflicto, crisis, cambio, movimientos sociales. En el escenario de una crisis que trasciende lo económico-productivo para adquirir dimensiones socio-culturales e incluso -para algunos- alcance sistémico, es necesario un soporte conceptual para repensar los procesos y fenómenos sociales que ocurren como parte de -y en respuesta a- esta profunda crisis. Asumimos como punto de partida la necesidad de este ejercicio, como parte de una práctica de reflexividad teórico-epistemológica, que permita dar respuesta a emergencias sociales como las recientes movilizaciones y movimientos sociales en los países europeos y Norteamérica. Como parte de ese propósito, proponemos una revisión de las articulaciones entre tres nociones intrínsecamente ligada a los escenarios de crisis: cambio, conflicto y creatividad. Para ello, se toma como eje transversal las interrelaciones entre lo individual y lo social, cuestión que -como señalara Simmel (1986)- ha estado en el centro de las más complejas problemáticas de la modernidad. Conectando con debates ontológicos y epistemológicos con un fuerte anclaje filosófico, la tensión individuo/sociedad atraviesa la cronología de las teorías sociales, sus conceptualizaciones y nociones, desde la “enajenación” de Marx hasta los “hechos sociales” de Durkheim o la “acción social” de Weber. Se trata de una cuestión que es vértice de coagulación de debates de signo ontológico, epistemológico, teórico y metodológico en las ciencias sociales en general, y en la sociología y las ciencias políticas en particular. Tal tensión se ubica al centro -y es, en cierto sentido, expresión concentrada- de las estructuras y relaciones de poder que se establecen como parte de las dinámicas sociales, atravesando todas sus dimensiones (política, económica, cultural, comunicativa, educativa, moral, etc.), de forma paralela y simultánea (aunque no necesariamente armónica y coherente). Tomar esta tensión como eje analítico resulta además coherente con ese escenario de análisis propio de un contexto de crisis. Etimológicamente, la palabra crisis deriva del griego кρlσIς (krisis) y este del verbo кρlνεlν (krinein), que significa “separar” o “decidir”. Por consiguiente, apunta a una ruptura que implica cierta necesidad de reflexión y toma de decisiones. El par individuo/sociedad resulta coherente con ese sentido, siendo probablemente una de las dimensiones de última instancia de la (posibilidad de) ruptura de lo social y, en consecuencia, de la necesidad de su re-presentación permanente. Proponemos, entonces, realizar un análisis de cada una de las nociones señaladas -cambio, conflicto y creatividad-, a la luz de sus vínculos con un escenario de crisis, pensado en términos de ruptura y revisión de las interrelaciones entre lo individual y lo social para, a continuación, concluir con una una reflexión teórica final sobre la pertinencia de esta triada conceptual para comprender las emergencias sociales en escenarios de crisis, que usualmente descolocan a la teoría social. La creatividad como proceso relacional: la mediación de las interrelaciones entre lo individual y lo colectivo El desanclaje de la creatividad de los espacios estrictamente artísticos, para pensarla en tanto que proceso social general, es un hecho relativamente reciente. No es de extrañar, entonces, que en tanto que objeto de estudio, la creatividad haya sido considerado, mayoritariamente, como un tema de interés de la teoría y la historia del arte que de las teorías y la historia social. Esta tendencia tiene, al menos, dos explicaciones fundamentales en el entorno de la modernidad capitalista. En primer lugar, la creatividad desborda los límites de le teoría sociológica en su perspectiva clásica. Si, como pretendía Comte (1975, 1982), se trataba de desarrollar una “física social”, la creatividad y sus complejas dinámicas, consideradas cuestión de musas e inspiración, no podían ser explicadas y, mucho menos, cuantificadas. Si bien el mercado cuantifica el arte, mediante la comercialización de las obras, el mecanismo de valoración de las mismas no puede reducirse a una fórmula, que traduzca la calidad de la obra artística -su condición artística misma-, en valor mercantil. El arte, como es sabido, resulta un territorio singular en lo que respecta a los resortes de articulación entre el valor de uso y el valor de cambio. En segundo lugar, la modernidad capitalista supuso la condena de las formas populares de creatividad y la instauración de la hegemonía absoluta de las formas elitistas del arte. La noción de pueblo, como han señalado varios autores (Furtado, 1984), fue reducido a una comprensión negativa, asociada al atraso y, de forma consecuente, negando en su totalidad cualquier posibilidad creativa del mismo, en cualquiera de los campos sociales. Una de las expresiones más relevantes de esa creatividad popular silenciada y negada por la modernidad es el carnaval medieval. Bajtín (1990: 11 y ss.) ha analizado la creatividad desplegada en ese espacio de la sociedad premoderna. En este caso, estamos frente a una fiesta de naturaleza esencialmente subversiva: momento de rupturas y liberaciones, cuando “se vive el mito, el sueño”. Es expresión, asimismo, de una sintonía con los ciclos naturales de renovación periódicas (fin y comienzo, sucesión de estaciones, ejercicio de purificación sistemática); de ahí que no se trate de una “negación pura y llana”, como explica este autor -lo cual se correspondería con una crítica meramente reactiva, vacía de potencialidades creativas-, sino que la negación de la festividad popular, en este caso “renueva y resucita a la vez”. Nos detendremos en el análisis del carnaval, por el carácter subversivo de la creatividad que se moviliza y expresa en esta fiesta popular medieval. Esta subversión descansa en la parodia tanto de las relaciones de poder como de la santidad presente en la misma, en tanto que acontecimiento colectivo donde se revierte todo lo que es propio del período “normal”. Como apunta Caillois (1996: 143-144), se trata de una reversión efímera y paródica, pero ella apunta a un retorno a los tiempos originarios, al caos y la fluidez, frente al orden y las jerarquías estáticas. Tiempo de mezclas y de confusiones de lo antagónico, en su plenitud “la fiesta debe definirse como el paroxismo que a la vez purifica y renueva a la sociedad. (…) Aparece como el fenómeno total que manifiesta la gloria de la colectividad y la impregna de su ser”. No es de extrañar, por consiguiente, que tales formas de creatividad popular fuesen condenadas por la modernidad, al ofrecer “una visión del mundo, del hombre y de las relaciones humanas totalmente diferente, deliberadamente no-oficial, exterior a la Iglesia y al Estado” (Bajtín, 1990: 11), al punto de construir un segundo mundo y vida, paralelo al hegemónico. En correspondencia con esa visión contrahegemónica, la creatividad carnavalesca medieval propone una relación distinta con lo sagrado y también de las propias relaciones humanas. La prodigalidad y el exceso de la fiesta -que conecta con las mismas características propias de lo sagrado- interesan particularmente a los efectos de la comprensión de la creativa desde las interrelaciones entre lo individual y lo colectivo, porque ese desbordamiento (creativo) es el escenario de otro tipo de vínculos entre las individualidades, de procesos de configuración de las colectividades. Se debe tener en cuenta que, como han señalado Lipovetsky y Roux (2004), en las sociedades primitivas existe una correspondencia entre la lógica recíproca de las relaciones de los hombres con lo sagrado, y las propias características de las relaciones entre los hombres -que se caracterizan por el reconocimiento e intercambio recíprocos, la dádiva, la magnificiencia, el dar y recibir generosamente. Se trata, precisamente, de recursos de estas formas sociales para prevenir la emergencia de jerarquías, la diferenciación entre una parte social autónoma y omnipotente (lo estatal) y otra subordinada y dominada (lo social). Esta forma de lo colectivo se expresa en el carnaval medieval y en sus expresiones creativas grotescas. Como explica Bajtín (1990: 27-28 y ss), en este momento, aún “[l]os cuerpos y las cosas individualizados, 'particulares', se resisten a ser dispersados, desunidos y aislados”; el cuerpo y lo individual “forman parte aún del conjunto corporal creciente del mundo y sobrepasan por lo tanto los límites de su individualismo; lo privado y lo universal están aún fundidos en una unidad contradictoria”. Esta ambivalencia propia de la imagen grotesca que preside la fiesta popular pre-moderna, es metáfora de un estado que es proceso, dimensión intermedia entre el nacimiento y la muerte, de una individualidad dual (dos cuerpos en uno: maternidad), en un proceso de disolución que es multiplicación; el individuo entendido además en su totalidad: en tanto que articulación del pensamiento, sentimientos y corporeidad. Nada más lejos de la individualidad acabada y autónoma, en absoluto aislamiento (entendido como sinónimo de perfección), que a la vez segmenta al individuo (en las distintas ciencias) y a la sociedad (en los individuos), propia del imaginario occidental (moderno). Frente a estas formas colectivas de creatividad, de signo subversivo y grotesco, la modernidad instaura la hegemonía de una creatividad individualizada e individualizante. Esta está en correspondencia con un paradigma de orden social en el cual el hombre queda reducido a su perímetro orgánico-psicológico, escindiéndolo de sus relaciones sociales, y poniendo en primer plano un atributo específico de su naturaleza: su propensión natural al intercambio material. De esa tendencia natural del hombre al comercio, Smith (en Göçmen, 2007) deriva la explicación del hecho social y las relaciones ordenadas entre los individuos, de manera tal que el mercado, en tanto que escenario de ese intercambio, se considera la única instancia fundante de las relaciones sociales. Tal reducción de la socialidad al ámbito comercial y mercantil, refuerza, por un lado, una visión de la creatividad como proceso individual, y, por otro, explica la mercantilización de los productos creativos, como parte de la colonización general de la sociedad por parte del mercado que se produce. En correspondencia, las perspectivas en torno a la creatividad se han centrado, por un lado, en el individuo o, por otro, en el producto creativo. La primera perspectiva, de signo individualista, encierra la creatividad, por así decir, “dentro de la cabeza de las personas” (Csikszentmihalyi, 1998: 42), mientras que la segunda propone un análisis centrado en el resultado del proceso creativo que, tal como ha explicado Berdoulay (2002), ofrece una perspectiva exterior a la realidad, a la cual se escapa toda la subjetividad y, con ello, toda la dimensión activa del sujeto en el proceso de creación. Para este autor, solo a través de la crítica posestructuralista se puede abarcar, de forma articulada, “la creación como producto y la creación como acción”. La complejidad de una comprensión de la creatividad, en ámbitos tan diversos como la ciencia, el arte o la vida cotidiana, hace que -a pesar del creciente interés en el temaalgunos autores sigan considerándola como “un misterio” (Stuart Sutherland). El tránsito que, en diversos campos del conocimiento, como la sociología de las organizaciones, se ha producido desde la perspectiva psicologista tradicional de la creatividad, centrada en las características de la persona creativa (Barron, 1955; MacKinnon, 1965) hacia un enfoque que asume la mediación del entorno en la creatividad, han intentado precisamente responder -con mayor o menor éxito, según diversas valoraciones- a ese reto epistemológico. Por ejemplo, Woodman, Sawyer y Griffin (1993), proponen un análisis de la creatividad en las organizaciones que incluye tanto la influencias influencias contextuales tanto internas como intraorganizacionales, a la vez que otorgan especial relevancia a los factores intraindividuales, proponiendo así un entramado interaccionista para la comprensión de la cuestión. En tal sentido, resulta central la propuesta de Csikszentmihalyi (1998: 42), al entender la creatividad en términos de una articulación entre persona, conocimiento y socialidad, en tanto que proceso que se produce “en la interacción entre los pensamientos de una persona y un contexto sociocultural. Es un fenómeno sistémico, más que individual”. Esto supone un giro en la comprensión de la creatividad, que ya no se asume como un proceso que comienza y acaba con la persona, sino que se considera a los cambios sociales como fuente de la cual pueden proceder incluso los mayores acicates a los procesos creativos. Pero, lo que resulta más significativo, este enfoque sirve de fundamento a la recuperación, por una parte, de la creatividad como proceso relacional, atravesado de manera central por las interrelaciones entre lo individual y lo social y, por otra, de las formas creativas contrahegemónicas y de resistencia, ancladas precisamente en dinámicas de carácter colectivo. La creatividad, en este caso,aparece inherentemente ligada a la conflictividad. Efectivamente, un punto de partida imprescindible en la comprensión de los procesos de resistencia, contrahegemónicos, de los actores sociales subordinados en las dinámicas de las relaciones de poder dominantes, resulta ese ejercicio de -en términos de De Certeau (2000)- exhumación de “las formas subrepticias que asume la creatividad (cultural), dispersa, táctica, 'bricoleuse´”. Por ejemplo, en el campo de los estudios sobre comunicación, distintas perspectivas teóricas mostrarían esa creatividad contrahegemónica, en este caso puesta en práctica por los receptores en los procesos de apropiación comunicativa. El enfoque de la recepción activa (Hermosillo y Fuenzalida, 1996), o la guerrilla semiológica (Eco, 1993, 1998), darían cuenta de esas tácticas de resistencia que define De Certeau (1999, 2000), específicamente en la dimensión simbólico-comunicativa. Ancladas en el tiempo y dada su condición de no-lugar, las tácticas, en el sentido que las define este autor, tienen una inherente naturaleza creativa, pues se hace necesario un despliegue de recursos para el aprovechamiento de oportunidades y unas actuaciones en el instante preciso, que suponen precisamente un significativo esfuerzo creativo. La carencia de un lugar donde anclarse y desde el cual realizar planificaciones estratégicas, implica una movilidad permanente de la táctica, una búsqueda constante, una adecuación a las posibilidades que se presentan en cada circunstancia, a un juego de ambigüedades y de actuaciones imprevisibles e inconstantes. Su capacidad principal está, por consiguiente, en la adaptación a los cambios en los escenarios, que le permite actuar en el momento preciso y sortear (e incluso burlar) las estrategias previstas por los sujetos de la dominación. Y eso es, esencialmente, un “cálculo de fuerzas” basado en la mayor creatividad posible. La propia descripción que hace De Certeau (2000: 9) da cuenta de ello, al describirlo como “sacar partido de las cartas ajenas en el instante decisivo, uniendo elementos heterogéneos cuya combinación asume la forma, no de un discurso previo, sino de un 'golpe', de una acción”, que “remite a técnicas de montaje y 'collage', al juego de la ocasión y de la circunstancia, a situaciones movedizas, complejas, embrolladas, a esas enmarañadas redes, a esos itinerarios superpuestos que atraviesan incesantemente la oscuridad de la vida cotidiana y estructuran las prácticas de una cultura ordinaria”. Esta comprensión de la táctica como creatividad resulta coherente, además, con una teoría de la creatividad que toma como fundamento la acción creativa, en lugar del pensamiento creativo (Carruthers, 2008). Frente a la tendencia mayoritaria en los modelos de pensamiento creativo y acción creativa, según los cuales el primero precede y, en buena medida, es causa de la segunda, este autor propone una teoría de la creatividad que invierte ese esquema, asumiendo que el pensamiento creativo siempre es precedido por, y dependiente de, un esquema de acción creativamente generado, según un modelo que denomina action-first account. Ejemplos de estas formas de creatividad de la acción serían, según Carruthers, las improvisaciones de un músico de jazz o de un bailarín, que ejecutan una serie de variaciones musicales o de secuencias de movimientos que no han sido previamente pensadas y/o planificadas. Este enfoque de la creatividad fundamentada en la acción, remite nuevamente a las interrelaciones entre lo individual y lo colectivo, especialmente en el caso de las acción colectiva como fuente de creatividad. En tal sentido, resulta relevante la distinción entre comportamiento colectivo y acción colectiva. Como apunta Revilla Blanco (1994: 190200), mientras el primero es apenas una confluencia espacio-temporal, una “agregación de voluntades que no tiene un sentido dirigido a los otros, en definitiva, que no se inserta en el proceso de constitución o expresión de una identidad colectiva”, en la segunda hay un proceso de identificación que implica la “articulación de un proyecto común”, esto es, social, que “da sentido a las preferencias y expectativas colectivas e individuales”. Aquí la participación del individuo aparece mediada por la coincidencia de su propio interés con el interés común, en una asimilación entre interés individual y colectivo que reconoce Revilla Blanco, tomando como premisa que “si un individuo participa en una forma de acción colectiva lo hace persiguiendo un bien universal, no solo privado (lo cual no quita que individualmente también se beneficie)”. Siguiendo esta distinción, las formas de comportamiento colectivo solamente darían cabida a procesos creativos de carácter individual -si bien pueden coincidir en tiempo y espaciomientras que las formas de acción colectiva creativas suponen la emergencia de un nuevo tipo de creatividad, caracterizada por esa singular articulación entre individualidad y socialidad. Especialmente esa particular convergencia de creatividad individual y colectiva, estaría a procesos de hibridación que, a decir de García Canclini (2003), fusionan “estructuras o prácticas sociales discretas para generar nuevas estructuras y nuevas prácticas”; esto es, generan cambio social. Pero, desde esta perspectiva, no interesa solo la creatividad como resultado de la acción colectiva (esto es, el producto creativo), sino la creatividad de las propias formas que adquiere esa acción colectiva. En tal sentido, determinados análisis en torno a ciertas formas de socialidad han mostrado sus particularidades, que recuperan un nuevo sentido de lo colectivo, apuntando justamente a una dimensión creativa. En este caso, resultan relevantes la tribu maffesoliana, la muchedumbre thompsoniana o la multitud virniana. La tribu, en el enfoque de Maffesoli (2000), es una “forma lúdica de socialización” que apuesta por una perspectiva “otra” de lo colectivo y el estar-juntos, recuperando lo eventual, lo lúdico, lo imprevisto, lo múltiple, lo efímero, lo conflictivo, las sensibilidades, lo no finalizado que caracterizan a lo relacional concreto cotidiano; esto es, a la socialidad. Frente a la reducción y la simplificación propias de los conceptos y enfoques clásicos, se propone una nueva episteme social, abierta, emergente, inclusiva de esa complejidad de la socialidad. La noción de tribu implica una recuperación de lo arcaico, entendido no como “lo atrasado” sino en su sentido etimológico original: en griego, arke significa “lo que es primero, fundamental”. Se basa en el rescate de las dimensiones dionisíacas, lúdicas, la riqueza creativa presente en la movilidad y la ambigüedad de las formas de socialidad instituyente, subrayando su dimensión comunitaria frente a la inmovilidad, estabilidad y regulaciones propios del acercamiento desde la racionalidad mecanicista. La muchedumbre o multitud que Thompson (1984, 1995) asocia a una economía moral, también resulta expresión de una forma de socialidad creativa, que despliega sus recursos para recuperar una dimensión de la vida social minimizada, instrumentalizada, soslayada por la racionalidad económica moderna: la de los valores, la moral y las emociones. Hablar en términos de “economía moral de la multitud” no solo da cuenta de unas formas “otras” de acción de lo colectivo popular (motines, levantamientos e insurrecciones populares que dan cuenta de un modelo de protesta social), sino también de unos principios alternativos de articulación de la actividad económica, distintos respecto a la hegemonía del valor y de la ganancia que la caracteriza en la sociedades industriales modernas, y de la consiguiente hegemonía de lo económico en la vida social (las relaciones humanas se definen principalmente como económicas, y la economía, como ganancia). La propia forma multitud cuestiona la mercantilización extrema, a la vez que propone una concepción distinta de lo colectivo y lo comunitario, fundamentada en una defensa de los intereses de la comunidad por encima del beneficio de unos pocos, y en los principios de la reciprocidad y el derecho a la subsistencia. Pero, sobre todo en la perspectiva de Virno (2003, 2003a, 2004, 2005), la multitud se presenta como una forma de socialidad asociada a un nuevo sentido de creatividad. En tanto que forma de lo colectivo, la multitud se ubica en las antípodas de la forma pueblo. Mientras en este último los muchos son reducidos y simplificados a un Uno Universal (el Estado), que es el lugar de llegada a través de la representación y la reducción de la complejidad de los muchos, en la multitud la Unicidad, ese Uno Universal es el punto de partida, que se expande en la multiplicidad de los muchos a través de un proceso de individuación. “Para el pueblo la universalidad es una promesa, para los 'muchos' una premisa. Cambia, además, la propia definición de lo que es común/compartido. El Uno hacia donde gravita el pueblo es el Estado, el soberano, la voluntad general; el Uno que la multitud lleva a sus espaldas consiste, al contrario, en el lenguaje, en el intelecto como recurso público o interpsíquico, en las facultades genéricas de la especie” (Virno, 2005: 226; énfasis original). Esa dinámica propia de la multitud resulta especialmente relevante en términos de creatividad, pues en este caso, estamos frente a un proceso creativo que no tiene como resultado, sino como sustento, lo que -acudiendo a una noción marxiana-, Virno denomina el general intellect. Este es la base sobre la cual se realiza el proceso de diferenciación, de individuación de lo común compartido que caracteriza la creatividad de la multitud. Esta resulta, por consiguiente, un “conjunto de singularidades contigentes” e individuadas, resultantes del complejo proceso de individuación “del general intellect y del fondo biológico de la especie”. Estamos, explica este autor, ante lo que -retomando la expresión de Simondon- resultaría una “individuación colectiva”; esto es, un proceso de individuación a través de o inherentemente mediado por lo colectivo, en tanto que espacio de aquellas dinámicas -imposibles de ser sometidas a los principios de la representatividad- en las cuales “puede finalmente explicarse lo que en cada vida humana es inconmensurable e irrepetible” (Virno, 2005: 238). En consecuencia, estamos frente a una singular recuperación del sentido creativo de las formas de socialidad, que esta vez tienen como resultado, precisamente, una renovada individualidad. Estas formas de socialidad remiten a una creatividad desde abajo, de carácter inherentemente colectivo y vinculadas de manera directa a la acción. Serían expresión, en las sociedades contemporáreas, del espíritu creativo propio del carnaval medieval, aunque con las actualizaciones pertinentes. Esa emergencia creativa a través -y en la forma de- la acción colectiva, sitúa a aquella, de lleno, como un proceso de naturaleza relacional y mediado, centralmente, por las interrelaciones entre lo individual y lo social. Conflicto y cambio social: transversalidad de las interrelaciones entre lo individual y lo social Mientras que, en el caso de la creatividad, la mediación de las interrelaciones entre lo individual y lo colectivo requiere de un análisis más detenido, como consecuencia de la individualización a que ha sido asociada y a la condena, por parte del proyecto moderno, de las formas colectivas premodernas de creatividad popular, el conflicto y el cambio social resultan, mucho más claramente, atravesados por la tensión entre individualidad y socialidad. La noción de cambio social es especialmente compleja y de una inherente naturaleza multidimensional, como la realidad social misma. Se trata, además, de una noción que ha atravesado de manera central la teoría social desde sus orígenes. En los autores del evolucionismo sociológico clásico -Comte, Spencer, Tönnies y Durkheim, entre otros-, la idea de cambio social aparece marcada por las recurrencias a las analogías entre un organismo y la sociedad, a través de un repertorio de similitudes según las cuales se comparan células e individuos, órganos e instituciones, en la búsqueda de unas relaciones orgánicas, que garanticen el orden y el progreso social, según una fórmula en la cual el segundo es la continuidad del primero. Desde esta perspectiva, la idea de cambio social aparece asociada a otras dos nociones centrales: la de crecimiento y desarrollo, claves en el imaginario del proyecto de la modernidad capitalista y, en particular, su dimensión económica. En tal sentido, las relaciones sociales se conciben como parte de un sistema altamente integrado, siendo precisamente esa integración de los componentes, la garante de que cada uno de ellos coadyuve a la permanencia y adecuado funcionamiento de la totalidad. Según este enfoque, ese entramado de relaciones sociales se integra en un proceso de cambio social que se concibe como direccional y unilineal, según un modelo de trayectoria preestablecida desde lo primitivo y simple hacia lo desarrollado y complejo. La propia transición desde la sociedas premoderna a la moderna implica, según estos autores clásicos, un cambio en la dinámica y la naturaleza de las relaciones sociales y el propio sentido de lo colectivo, que Tönies (1979) sintetiza con el tránsito desde la comunidad a la sociedad y Durkheim (1982), con el paso de la solidaridad mecánica a la solidaridad orgánica. El cambio social, en su sentido más amplio de transformación general de la forma de lo social, aparece asociado a la mutación en las interrelaciones entre lo individual y lo colectivo. Mientras la comunidad (Gemeinschaft) se caracteriza por la familiaridad, la simpatía, la confianza y la dependencia, la sociedad -o asociación, según la traducción del término (Gesellschaft)- está marcada por el desconocimiento, la antipatía, la desconfianza y la independencia o interdependencia (Tönies, 1979). El fundamento de la distinción estará en la diferente cualidad de las voluntades humanas de asociación que sustentan las relaciones sociales en uno y otro tipo de forma social. En la comunidad, predomina una voluntad natural -aquí, la relación social es válida en sí misma como fin: medios y fines se entremezclan. En la sociedad (asociación) prevalece la voluntad racional pues los individuos se asocian con una finalidad determinada, estableciéndose una clara distinción entre medios y objetivos. La solidaridad mecánica propia de las sociedades premodernas se sustenta en la similitud de los individuos, caracterizados por un bajo nivel de individualización y absorbidos en la personalidad colectiva. Por su parte, la solidaridad orgánica se configura desde la diferenciación que implica la división del trabajo especializada, y las consiguientes relaciones de mutua dependencia entre los distintos órganos funcionales resultantes, imprescindibles para lograr la satisfacción en sociedad de las necesidades tanto individuales como colectivas (Durkheim, 1982). En aquella, la cohesión social encuentra su asidero en un sistemas de creencias, valores y prácticas comunes que constituyen la conciencia grupal; son la fuente de unos vínculos directos entre el individuo y su sociedad, que derivan en una dilución o difuminación de la personalidad en la estructura social absorbente. En la sociedad moderna, la dinámica integrativa de lo social se organiza a partir del reconocimiento de diferencias complementarias en un entramado de funciones coordinadas entre sí a partir de la división del trabajo. Aquí el vínculo entre el individuo y la sociedad es indirecto, pues se realiza por intermedio de la vinculación de aquel con las instituciones y con los otros individuos con quienes interactúa (Monereo Pérez, 2006: XX). Este matiz funcional que tiene una solidaridad fundada en la diferenciación social pragmática que supone (y necesita) la especialización laboral moderna, alcanza su máxima expresión en el enfoque funcionalista. En la tríada sistémica parsoniana, los juegos de interrelación entre el sistema social, el sistema cultural y los sistemas de la personalidad de los actores individuales, se resuelven a través de una continuidad entre la estructura del sistema social y la estructura de las relaciones entre los actores, de manera que los sistemas de interacción objetivados resultan una trama de las (inter)relaciones y procesos de interacción individuales (Parsons, 1988: 17, 33). Esta continuidad tiene implicaciones significativas para la comprensión de la articulación entre cambio (de la estructura del sistema) social y cambio de las relaciones entre los sistemas de la personalidad, que desde esta perspectiva habría una determinación del segundo proceso por parte del primero. En su enfoque del cambio social, en general, Parsons distingue también dos procesos comunes: 1) los procesos integradores, de naturaleza compensatoria y reproductiva, que restablecen el equilibrio tras los conflictos, y 2) los procesos de cambio estructural, que pueden transcurrir a través de diversos mecanismos evolutivos, como la diferenciación, la graduación adaptativa, o la inclusión. Lo más relevante, a los efectos de la indagación, resulta, por un lado, la visión negativa que tiene el funcionalismo del conflicto y, por otro, la supeditación de (estructura de) las interrelaciones individuales a la estructura del sistema social. Frente a esa visión de la articulación entre conflicto y cambio social con las interrelaciones entre lo individual y lo social, se encuentra la perspectiva de las teorías críticas, entre las cuales, la perspectiva más relevante es la marxiana. Marx ubica al conflicto social – y, en particular, su forma fundamental en su enfoque: la lucha de clases- como centro de la historia social y, por consiguiente, de los procesos de cambio social. Al mismo tiempo, hay en la perspectiva marxiana una conexión intrínseca entre el cambio social y la acción del hombre. Marx (1969) insiste en que “(…) son los hombres, precisamente, los que hacen que cambien las circunstancias”, considerando que solo a través de lo que denomina “práctica revolucionaria” puede tener lugar la convergencia de la transformaciones de la realidad social y de la actividad humana. Esta dimensión humana del cambio social -distorsionada por ciertos determinismos historicistas- se completa con la interrelación que establece Marx entre el propio devenir social y la esencia del ser humano, al no asociar esta última a “algo abstracto inherente a cada individuo” sino al “conjunto de las relaciones sociales”. En consecuencia, el proceso de transformación de los individuos y el cambio social se presentan en una compleja y bidireccional interrelación de interdependencia. En una descripción marcadamente filosófica de esa nueva sociedad -el comunismo-, Marx (1962: 82-83; énfasis propio) toma como eje analítico-descriptivo, precisamente, la cuestión de las interrelaciones entre individuo y contexto (natural y social) y del individuo consigo mismo. Así, en la “superación positiva” de la propiedad privada, se encuentran a su juicio las condiciones de posibilidad para la “real apropiación de la esencia humana por y para el hombre” y para una verdadera solución tanto al “conflicto entre el hombre y la naturaleza y del hombre contra el hombre” como a “la pugna entre la existencia y la esencia, entre la objetivación y la afirmación de sí mismo, entre la libertad y la necesidad, entre el individuo y la especie”. Este nuevo orden social sería escenario del humanismo acabado: del “retorno total, consciente y logrado dentro de toda la riqueza del desarrollo anterior del hombre para sí como un hombre social, es decir, humano”. La visión sobre el conflicto y el cambio social, efectivamente, diferencia de manera central a las teorías sociales conservadoras y radicales, y tal distinción supone dos visiones opuestas, precisamente, sobre las interrelaciones entre individuo y sociedad. Como señala Lenski (1993: 37, 39-40, 49-54), las diferencias entre unos y otros se establecerían sobre la base de sus distintas concepciones en torno a la naturaleza del ser humano y la sociedad. Los conservadores, a partir de la desconfianza hacia la condición natural básica del hombre, otorgan importancia a la restricción de las instituciones sociales, mientras los radicales, asumiendo un punto de vista optimista sobre aquella cuestión, desconfian de las instituciones restringidas. Al hombre naturalmente bueno corresponde una visión de la sociedad como fuente del mal (radicales) y, en contraste, a una consideración de los impulsos egoístas del individuo como origen del mal, corresponde una función de la sociedad como recurso restrictivo y adecuadamente encauzador de tales tendencias (conservadores). Coherentemente, la naturaleza social se define, según una y otra postura, como escenario de conflictos (radicales) o sistema social con necesidades propias que deben ser satisfechas para, a su vez, dar respuesta a las de sus elementos constituyentes (conservadores). El punto coincidente de ambos sería considerar al hombre un ser social, que se encuentra obligado por naturaleza a vivir con otros hombres, como miembro de una sociedad. Entre ambos enfoques, resulta más pertinente -a efectos de una comprensión de la conflictividad en términos de dualidad entre individualidades y socialidades, y no en tanto que dicotomía indiviuo vs. sociedad. Incluso en la teoría social norteamericana del siglo XX, es posible indentificar una significativa transición desde unas perspectivas centradas en el conflicto hacia otras propositivas del incrustamiento [embedment] en los análisis de las relaciones individuo-sociedad (Taviss Thomson, 1997); un giro relevante para una comprensión de las complejidades en la proposición de una perspectiva articulante de acción y estructura, de individuo y sociedad, a través de la interacción. La sustitución del sí-mismo en conflicto con la sociedad [self in conflict with society] por el sí mismo articulado o incrustado en la sociedad [embedded self ], y la correspondiente transformación de la mitología del individualismo norteamericano -desde la polaridad entre estar en una comunidad versus libertad e individualidad, hacia una combinación entre el deseo de autonomía y la convicción de que la vida no tiene sentido a menos que sea compartida con otros en un contexto comunitario-, aporta una perspectiva del conflicto social, desde las interrelaciones entre lo individual y lo colectivo, que supera la visión funcionalista condenatoria del conflicto. En tal esfuerzo, según Markova (2000), la recurrencia de las presuposiciones ontológicas de la filosofía Platónico/Cartesiana -tan enraizadas en nuestro pensamiento que “even if explicitly stated, exposed and rejected, they seem to return through the back-door and re- establish themselves”-1 solo podría encontrar asidero en los presupuestos ontológicos y epistemológicos de la semiótica dinámica. Este enfoque se caracterizaría por: 1) una ontología definida por “an interdependent dyad of oppositions, for example individual/society, in an internal tension”,2 de manera que resultan una unidad ontológica [an ontological unit]; 2) la solución al conflicto o la tensión interna de la díada de oposiciones interdependientes, se realiza a través de un movimiento tríadico; y 3) en este movimiento tríadico [triadic movement] ambas partes se desarrollan y cambian como parte del sistema pero sin perder su individualidad. Resulta especialmente pertinente, para una comprensión del conflicto desde la la dualidad individualidad-socialidad y no a partir de la dicotomía individuo vs. sociedad, la visión simmeliana del mismo en su análisis de las formas “puras” de interacción. Para Simmel (1971), el conflicto, no es examinado desde una perspectiva de la unidad entendida como consenso y concordia (versus discordias, desarmonías, y separaciones), lo cual supone entender lo contradictorio y lo conflictivo como momento previo (y opuesto) a lo unitario, sino a partir de una comprensión de la unidad como totalidad última, la síntesis grupal de personas, energías y formas, que incluye tanto las, estrictamente hablando, relaciones unitarias, como las dualistas. Desde este segundo enfoque, el conflicto se asume en toda su complejidad, no limitado a la negación o fin de la socialización [sociation] sino como principio operativo en cada momento de las relaciones sociales, una dimensión positiva en tal sentido: positividad y negatividad pueden separarse conceptual, pero no empíricamente. Esto nos conduce a una cuestión central en la comprensión de la transversalidad de las interrelaciones entre lo individual y lo colectivo en el cambio y el conflicto sociales; a saber, el vínculo entre estos últimos y la categoría de totalidad. Sobre todo en relación con el cambio social, esta noción ha sido rechazada como soporte epistemológico para entender a aquel, por aquellos autores inscritos en las corrientes estructural-funcionalistas e identificados mayormente con las teorías de la modernización. Esta inadecuación o incompatibilidad epistemológica se explica a partir de la imposibilidad de la investigación social para abarcar a todos los hechos sociales, a la situación total. Así, por ejemplo, Boudon (1969: 29) considera que, “aplicada al análisis del cambio, la noción de totalidad 1 2 En inglés en el original: “incluso aunque explícitamente sea rechazada, expuesta y expresada, parecen retornar por la puerta trasera y reinstaurarse” [Traducción propia]. En inglés en el original: “una díada interdependiente de oposiciones, por ejemplo, individuo/sociedad, en una tensión interna” [Traducción propia]. puede implicar además que este último no pueda ser comprendido más que por referencia al conjunto de elementos constitutivos de la realidad social”. Pero, en realidad, esta resulta una visión estrecha de la totalidad. Como señala Kosik (1963:55), “la totalidad no significa todos los hechos. Totalidad significa: realidad como un todo estructurado y dialéctico, en el cual puede ser comprendido racionalmente cualquier hecho (clases de hechos, conjunto de hechos)”. Es decir, se trata de una cierta perspectiva en la comprensión de los procesos de cambio y de conflictividad social, asumiendo su inherente multidimensionalidad y todo el entramado de múltiples y complejas interrelaciones que se dan entre las dimensiones en juego. Ello permite superar visiones parceladas y fragmentadas -propias del paradigma positivista de las ciencias sociales- que, como apunta Wright Mills (en Puigbo, 1966: 21) al poner “el acento en problemas prácticos, fragmentarios, tiende a atomizar los objetivos sociales. Los estudios así informados no se integran en conjuntos suficientemente amplios como para servir a la acción colectiva, con la capacidad y la intención de realizar esa acción”. Consideramos que es, precisamente, este enfoque de la totalidad en la comprensión del cambio y el conflicto social, el que apunta -de manera más evidente- a un enfoque de estos que asume como eje central de los mismos las interrelaciones entre individualidad y socialidad, siendo que estas serían la expresión más compleja de multidimensional de la realidad social y los procesos que la atraviesan. Se trata, como ya se ha dicho, de una cuestión ubicada en el centro de las más complejas problemáticas de las teorías sociales modernas, que -conectando con debates ontológicos y epistemológicos heredados del pensamiento filosófico- es vértice de coagulación de las estructuras y relaciones sociales de poder, en cualquiera de sus dimensiones de expresión (política, económica, cultural, comunicativa, educativa, moral, etc.). A modo de conclusión El entramado que configuran las nociones de creatividad, cambio y conflicto social resulta especialmente pertinente como soporte analítico de escenarios de crisis. Al entenderlos, en última instancia, como una ruptura o quiebre en las interrelaciones entre lo individual y lo social -que adquieren expresión, por ejemplo, en un crecimiento de la exclusión social y los niveles de pobreza, o en un cuestionamiento de las instituciones sociales y de la calidad democrática-, los entornos de crisis se presentan como un contexto analíticamente significativo para examinar esa tríada conceptual, considerando que tales interrelaciones resultan un eje transversal a la mismas, tal como hemos mostrado. Sin lugar a dudas, ciertos fenómenos sociales que emergen en escenarios de crisis son particulamente pertinentes para (de)mostrar este planteamiento. Es el caso, por ejemplo, de los movimientos y movilizaciones sociales que, en la actual crisis, han adquirido una importante presencia en el contexto español específicamente y en los países desarrollados en general, al ser los más afectados por la crisis y sus severas consecuencia sociales (desempleo, recortes en gasto social, privatizaciones de empresas públicas, etc.). Movimientos como el 15M, Democracia Real Ya u Ocuppy Wall Street confirman que en estos países se asiste a un ciclo de protesta (Tarrow, 1994) en los últimos años. Es imposible analizar aquí, en detenimiento, la cuestión, pero tales movimientos sociales, con sus experiencias y acciones, muestran que, efectivamente, el entramado creatividadconflicto-cambio social resulta atinado para comprender esa ruptura y puesta en cuestión de las interrelaciones entre lo individual y lo colectivo que caracterizan a los escenarios de crisis. La recuperación de los espacios colectivos públicos, la creatividad colectiva que despliegan en sus acciones (quizás la muestra más explícita de ello sea el repertorio de sloganes producidos durante sus movilizaciones, que a muchos recordó los graffiti de la primavera parisina de Mayo de 1968) y la propia creatividad de sus acciones (creatividad en las formas de actuación y en las tácticas de resistencia y enfrentamiento a las estrategias hegemónicas de represión) tienen su fundamento último en unos novedosos sentidos de lo colectivo y una singular propuesta de articulaciones entre lo individual y lo social. Los movimientos y movilizaciones sociales son, quizás como ningún otro fenómeno, formas colectivas de acción creativa, o formas creativas de acción colectiva. Estamos ante una creatividad fundamentada en esas nuevas interrelaciones que, al mismo tiempo y de forma coherente, es cuestionadora de las interrelaciones existentes -en crisis. Y, frente a tal situación, los movimientos sociales asumen una clara perspectiva de totalidad en relación con el conflicto (el cuestionamiento del sistema en su conjunto, en todas sus dimensiones: económica, política, educativa, mediática, etc.) y con el cambio social que proponen (que, si bien evita ser “operacionalizado” y tiene un carácter marcadamente emocional, apunta a una transformación sistémica y sistemática, del todo). De tal suerte, los movimientos y movilizaciones sociales resultan, sin dudas, confirmación de esa articulación de creatividad, cambio y crisis, en unas dinámicas según las cuales la primera es recurso esencial de expresión de la conflictividad y una perspectiva de cambio social, cuyos fundamentos remiten a la cuestión de los sentidos de lo colectivo y las interrelaciones entre las individualidades y las socialidades. Bibliografía Bajtin, Mijail (1990), La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento, Madrid: Alianza Editorial. Barron, F. (1955). 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