Pollo picú ¿ quién eres tú? El destaque periodístico de los eventos ocurridos en las empresas Picú durante los últimos meses ha venido mostrar otra vez los anclajes frágiles del edificio político en que conviven la avicultura de Puerto Rico y la agricultura del país en general: la impotencia del ELA para proteger las empresas agrícolas de la fuerza brutal de la importación de mercancías alimentarias de origen agrícola - de ahí el colmillo aguzado de los importadores y el pánico fundado de los avicultores coameños-; y la colonialidad del poder. Los congresistas de Alabama, Arkansas, Georgia y Mississippi, que son los estados donde se produce más de la mitad del pollo estadounidense, halan más en el USDA que el comisionado residente Acevedo Vilá, aun con su flamante presencia en la Comisión de Agricultura del Congreso. Mas vista en conjunto, la historia del caso Picú descubre también otros ángulos recónditos y sugestivos, conectados más con nuestra cotidianidad alimentaria que con nuestras históricas flaquezas políticas. Desde la perspectiva de las culturas alimentarias, podríamos atisbar los cambios ocurridos en la histórica relación del ser humano con su objeto comestible y cómo en ello Picú ha jugado un papel destacado. Veamos. A diferencia de como era hace cincuenta años, los puertorriqueños de hoy apenas nos relacionamos con los alimentos en su forma animal o en su estado de naturaleza. Las borrosas memorias que aún quedan en algunos recuerdos culinarios apenas logran evocar las prácticas- primitivas y brutales- de despescuezar, desollar y limpiar un pollo, tareas comunes hasta mediados del siglo 20, inseparables de la cocina doméstica. Los comensales modernos pues, nos liberamos de la tiranía de este arcaísmo culinario. Por eso las tareas han ido pasando, desde mediados de la década del 1950, de la cocina a la fábrica. En el contexto del desfase entre el objeto comestible, la cocina doméstica y la nutrición cotidiana, los alimentos han cobrado otros significados. Si anteriormente nos eran familiares o tenían una historia de la que cada cual en parte era testigo, la tendencia desde la década de los sesenta ha sido a la inversa. Cada vez más nos distanciamos del objeto comestible, de su nacimiento, desarrollo y muerte. El alimento en estado vivo es una cosa exiliada de nosotros. Como mostró parte de la crónica de Picú, las cualidades comestibles del animal buenas o malas - que antes podían achacársele a los misterios de la Naturaleza, a la naturaleza misma del animal o las capacidades culinarias de los guisanderos, hoy día, por lo contrario, se asocian con las buenas o malas capacidades administrativas de una fábrica. Cierto es que todo animal comestible, antes más que ahora, fue foco infecciones, objeto de sanciones higiénicas. Pero su insalubridad crecía y se manejaba, hasta donde fuera posible a los ojos del comensal, atendido por sabidurías ancestrales. Hoy el pollo manufacturado, como todo alimento de igual origen, es un alimento que pude levantar recelos, bordear el margen del peligro alimentario si no se siguen las pautas de la producción racionalizada, vigilado por los ojos del inspector desconocido. En la cocina y en la mesa quedamos nosotros protegidos únicamente por nuestra confianza en la empresa. De esta suerte, en los últimos cincuenta años hemos ido reubicando nuestra identidad con él, trasladándola a la etiqueta de la empresa que los produce -el pollito Picú por ejemplo -, o a una imagen tutelar que nos garantiza algo de nuestras expectativas sanitarias y culinarias. En el caso de empresas Picú, esto último cristalizó en la figura enguayaberada y en el tono didáctico con que Antonio Álvarez, fenecido fundador de la empresa, aparecía en los anuncios. Hubo un momento en que el rostro amulatado de Álvarez se fundió con el pollo comestible inseparablemente. Ese trocar de identidad con el alimento se facilitó además por la confianza que los comensales modernos depositamos en las elaboradoras de comestibles en tanto nos íbamos 2 acostumbrando a comer alimentos producidos enteramente fuera de nuestra vista, y en tanto aquéllas prometían no trocar, con un animal mecánicamente sacrificado, ciertas prácticas y expectativas culinarias ancestrales. Pienso que algo de ello había, allá por noviembre de 1977, cuando se organizaron empresas Picú y comenzaron operaciones al lado de inversionistas y avicultores coameños. Entonces se lanzaron con un anuncio que presentaba al muñequito del pollo Picú, gordito y saludable, regodeándose y bailándose su propia belleza industrial, en tanto de la pista musical de fondo se oían las letras de una copla todavía memorable: “¿Pollo Picú, quién eres tu?"... Tú si eres fresco, alábate pollo que mañana te guisan.” El anuncio en esencia pronosticaba el futuro del comensal puertorriqueño. Tenía el arrojo de adelantarse a las nuevas tensiones que la progresiva ruptura entre comida y comensal instituirían. Prometía un producto fresco a un comiente apenas democratizado – en 1977 se consumían 53.13 libras de carne de aves al año, cuando en 1950 se consumían solo 5.1 libras, y en 1930 2.2 -, y a apenas comenzando a distanciarse de su histórica relación con el pollo doméstico, con el que hormigueaba en el batey y sacrificábamos serenamente para llevar palpitante a la cocina, siempre en provecho de un interés que se estimaba de mayor importancia que la vida del animal: un caldo para vivificar desganados, o un arroz con pollo para agasajar en el almuerzo dominical. El fondo del anuncio era como una réplica atrevida que anticipaba la suspicacia popular de ¡qué ‘fresco’ y desvergonza’o es ese pollo, que se atreve prometer frescura cuando es un pollo industrial! De ahí la composición retórica de la copla Y aún más, el anuncio prometía complacer una expectativa culinaria todavía entrelazada en las prácticas de la ‘cocina de necesidad’: la contigüidad entre el sacrificio del ave y su uso culinario, pues no todos tenían refrigeradores. De ahí la frase con que cierra la 3 segunda parte del jingle: ‘alábate pollo que mañana te guisan...’ En términos de la historia económica contemporánea, la promesa de frescura probará ser hasta hoy el arma para atacar el flanco débil del brutal comercio de importación - 177.8 millones de libras importadas frente a 113.3 millones producidas -, y ofrecerle a los comensales 90 mil pollos frescos diarios (alrededor de 30.2 millones de pollos al año. Ello permite a Picú capturar casi el 84% del consumo de pollos elaborados en Puerto Rico. Los alimentos transformados industrialmente, objetos distantes a la mirada del comensal, se adosaron rápidamente en nuestras pautas alimentarias, convirtiéndose en piezas de los más intuitivos saberes culinarios. En el caso del pollo, en fricasé, adobado con orégano y mucho ajo para freírlo en chicharrones, asado y relleno de mofongo, o a la inversa, guisado y deshuesado para convertirse en el relleno de aquél. El ave, tanto como las partes del animal, troceadas automáticamente por la fábrica, comenzaron a aparecer en nuestros barbiquiús tan habitualmente como antes lo había hecho el bacalao en las comidas de penuria. Pasó de medio de intercambio y a mercancía comestible en los estantes de los hipermercados. En la cocina le fijamos un lugar en el congelador, como antes le asegurábamos en la alacena un lugar a la dita de arroz. Le habíamos trasladado a la empresa nuestra antigua relación con el alimento salvaje. Este fue el caso particular de Pollos Picú. Así lo hemos patrocinado hasta hoy. Esperamos que en lo venidero, en tanto sigue cambiando nuestra alimentación, la empresa no venga a menos abrumada por las flaquezas proteccionistas del ELA, o enmarañada en estrategias político partidistas, en concesiones a agricultores neófitos avaladas por sentimientos alimentarios chovinistas, o en secretos sobre la crianza y elaboración del ave a espaldas del consumidor. De lo contrario, la fuerza brutal de la producción estadounidense, sumada a las tácticas presupuestarias del consumidor, 4 provocarán que nos preguntemos en un futuro, ya con otro significado, ¿Pollo Picú quién eres tu? 5