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SUBJETIVIDAD PRECARIA: JÓVENES DE CLASES POPULARES EN LAS PERIFERIAS METROPOLITANAS, AVANCES DE
INVESTIGACIÓN
Pablo López Calle (UCM)
[email protected]
RESUMEN
Se presentan algunos avances de investigación del Proyecto Retos y Alternativas a la Precarización
del Trabajo y la Vida en la Crisis Actual (2013-2016)*, . RETOSCRISIS es una investigación sobre el
proceso de precarización de las condiciones de trabajo y de vida de la población española a partir
de la crisis económica, y su gestión política, de 2007. El proyecto se divide en cuatro estudios de
caso que tratan diferentes dimensiones de la precariedad vital. En este caso analizamos la
formación de una subjetividad precaria, especialmente entre los jóvenes, basándonos en los
primeros análisis de entrevistas a jóvenes de clases populares en las periferias metropolitanas de
pasado industrial, como es el caso del municipio de Colada, en el Este de la comunidad de Madrid *.
El municipio de Coslada es un analizador privilegiado para indagar en estas transformaciones. Es un
gran municipio del sur-este de la periferia metropolitana madrileña en el que venimos trabando
desde hace más de diez años por sus particulares características socioeconómicas y geográficas,
que lo hacen un municipio representativo, y en cierto modo un laboratorio, de las transformaciones
sociales y productivas del país. Fue protagonista del desarrollismo franquista en los años 60 y 70,
acogiendo a la numerosa población inmigrante proveniente de zonas rurales de Castilla La Mancha
y Andalucía que se incorporaría a las grandes fábricas de bienes de consumo de masas, como la
fábrica de camiones PEGASO y la industria auxiliar. Del mismo modo fue uno de los municipios que
tuvo mayor protagonismo en el proceso de terciarización de la economía en el cambio de siglo: el
desmantelamiento del tejido industrial y su sustitución por actividades de transporte y logística,
*
Entidad financiadora: Ministerio de Economía y Competitividad. Programa Estatal de Investigación, Desarrollo e
Innovación Orientada a los Retos de la Sociedad, modalidad 1, "Retos Investigación", 2013-2016. (Ref.: CSO2013-43666R]. Investigadores Principales: Juan José Castillo y Pablo López Calle. RETOSCRISIS está formado por un equipo
multidisciplinar de profesores/as e investigadores/ras de diferentes universidades e instituciones públicas españolas
que desde hace más de una década venimos trabajando conjuntamente en proyectos que indagan en las realidades del
trabajo actual, de sus recientes transformaciones, significados y complejidades. Itziar Agulló Fernández. Doctora en
Sociología e Investigadora. UCM; Andrés Alas Pumariño. Doctor en Sociología y Director de Industria, Concejalía de
Industria del Ayuntamiento de Fuenlabrada; Paloma Candela Soto. Profesora Contrata Dra. UCLM; Juan José Castillo.
Catedrático de Sociología del Trabajo. UCM; Santiago Castillo. Catedrático de Ciencia Política. UCM, Mª José Díaz
Santiago. Socióloga. Profesora asociada UCM y Técnica de Igualdad; Aurora Galán Carretero. Profesora Contratada Dra.
UCLM; Julio Fernández. Doctor en Sociología y Técnico Sociólogo en el Ayuntamiento de Fuenlabrada, Stribor Kuric.
Graduado en Sociología y estudiante de Doctorado UCM (FPI); Pablo López Calle. Profesor Contrato Dr. UCM; Paloma
Moré Corral. Investigadora Becaria Predoctoral-MEC. UCM); Josefina Piñón. Doctora en Sociología e Investigadora.
Consultora en Cooperación. Universidad Complutense de Madrid. Grupo de Investigación ‘Charles Babbage’ en Ciencias
Sociales del Trabajo (UCM) https://www.ucm.es/grupo-charles-babbage/, [email protected].
*
Este estudio de caso sobre “El impacto de la crisis en los jóvenes en las periferias metropolitanas de tradición
industrial” está siendo realizado por Andrés de las Alas, Julio Fernández y Pablo López Calle, con la colaboración de
María José Díaz Santiago.
1
dada su localización estratégica en los flujos de transporte nacional e internacional. Tal es así que a
comienzos del siglo XX, como analizábamos en un proyecto anterior dedicado a los transportistas
autónomos de larga distancia, más de la mitad de las actividades productivas de la región estaban
vinculadas a esta actividad y concentraba el 60% de todos los flujos de transporte de mercancías de
larga distancia de la Comunidad de Madrid (López Calle y Fernández, 2013). Una actividad basada
en bajos costes laborales y trabajo manual muy sensible a los avatares de la economía, que hoy ha
dejado un municipio desolado por el paro y la precariedad laboral, especialmente juveniles, y que
por tanto, es lamentablemente también un campo privilegiado para analizar o pronosticar algunos
relevantes efectos del impacto de la crisis en nuestro país.
1 Precariedad del trabajo vs trabajo precarizado.
El estudio del precariado como una nueva clase social ha alcanzado un altísimo nivel de penetración
en las publicaciones y revistas especializadas (Lee y Kofman, 2012). Uno de los hitos en este campo
es la publicación de El precariado. La nueva clase peligrosa de Guy Standing (Standing, 2011), que
se ha editado recientemente en castellano. Work, Employment and Society, la revista de referencia
en este campo, por citar un solo ejemplo, le dedicó una atención monográfica (WES, 2012).
Nosotros mismos hemos participado activamente, mediante la presencia en reuniones científicas y
la colaboración internacional con otros grupos de investigación directamente en este campo de
estudio (Fortino, Tejerina et al, 2012). No obstante, el concepto de precariado, a pesar de su
utilidad para caracterizar o resumir el conjunto de transformaciones actuales en el ámbito del
trabajo y el empleo a nivel mundial, sin embargo, plantea algunos problemas semánticos.
Precario, como han señalado también otros autores, viene del latín prex, precis, relacionado con
“plegaria”, que significa todo lo obtenido a base de ruegos y súplicas [Cigolani, 2015]. En este
sentido la situación de precariedad se opone radicalmente a los atributos conferidos al Trabajo en
la modernidad: el Trabajo, a priori, es justamente la institución que provee de autonomía al
ciudadano; es la principal –y exclusiva- vía de integración, participación y jerarquización en la
sociedad de la diferencia entre los iguales [Méda, 1998]. Ser trabajador, tener trabajo,
precisamente es un estatuto que, en teoría, distingue al ciudadano soberano con derechos y
deberes, del in-válido o des-valido para el trabajo, sujeto de tutela y protección. De este modo
hablar de precariedad laboral o de trabajador precario es, también en principio, una contradicción
en los términos.
Es cierto que la idea de calificar al trabajo como precario señala precisamente que se trata de un
trabajo incompleto que no asegura la plena autonomía del trabajador -ya sea por la inestabilidad,
ya por malas condiciones de trabajo, ya por baja retribución-. En éste sentido el trabajo precario se
opone semánticamente al llamado Trabajo decente, empleo con derechos, que sería entonces una
vía real de emancipación e integración social del ciudadano, según organizaciones como la OIT, por
ejemplo. De hecho, la conformación histórica del derecho del trabajo y la institucionalización del
estatuto salarial, como ámbito de regulación específico del intercambio de la mercancía fuerza de
trabajo, se arma sobre la base de la desigual relación de fuerzas entre trabajo y capital en el
mercado libre, es decir, como una forma de corrección de la precariedad intrínseca al trabajo.
Pero, llegados a este punto, considerar que el trabajo asalariado (el empleo con derechos) es una
auténtica vía de emancipación e independencia (por ejemplo, cuando se lo señala como la vía
principal de emancipación de los jóvenes; para la participación y autonomía de las mujeres en la
sociedad en condiciones de igualdad o para la plena integración de los inmigrantes), no sólo no
soporta el análisis de la teoría crítica, que ha demostrado precisamente que el trabajo en la
2
modernidad más que una institución emancipadora es el principal dispositivo de explotación y de
alienación del individuo en la sociedad, sino que plantea también algunas contradicciones
discursivas colaterales. Por ejemplo, si lo precario –lo dependiente en su sentido etimológicodefine, en negativo, lo decente –lo que asegura la independencia-, ello se contradice con la
distinción que hacemos entre los autónomos –indépendants en francés- y los trabajadores por
cuenta ajena, trabajadores dependientes. Más aún, ciertos autores consideran que la extensión
cualitativa y cuantitativa del autoempleo y de nuevas formas de trabajo "atípico" animadas por la
nueva cultura del emprendimiento son una suerte de avanzadilla de nuevas formas de sociabilidad
no articuladas ya por las relaciones de dependencia intrínsecas a la relación salarial (Dupuis y Larre,
1998; Bologna, 2006; D'amours, 2006; De la Garza, 2011): para determinados trabajadores «la
autonomía puede ser en ciertas condiciones un medio de escapar a la dependencia propia del
asalariado» (Bernard y Dressen, 2014). Y no obstante, la crítica a la figura del nuevo trabajador
autónomo de segunda generación consiste precisamente en presentarlo más bien como un tipo de
trabajo por cuenta ajena extremadamente dependiente; casi diríamos que en el nivel máximo de la
precariedad laboral.
En definitiva, obviamente todo este juego de ambivalencias semánticas en torno a la precariedad
del trabajo está relacionado con las contradicciones estructurales de la consideración del trabajo
como una mercancía. El derecho al trabajo como el derecho fundamental de participación del
individuo en la sociedad (Méda, 1998), presenta las relaciones de dependencia que articula la
relación salarial como relaciones libres entre individuos iguales e independientes. Pues, como es
sabido, el derecho al trabajo no asegura el tener un empleo, sino simplemente el poder desarrollar
la propia capacidad de trabajo para subsistir: tener capacidad de trabajo no es tener trabajo sino
tener que depender de quien posee los medios de producción que permiten transformarla en
trabajo. Entrar en una relación laboral para subsistir implica esencialmente someterse
voluntariamente a un poder de dirección: ‘ceder voluntariamente la voluntad por un tiempo
determinado’.
Más bien la mayor o menor regulación formal de la relación salarial, en el arco que va desde la
máxima protección hasta el estatuto de trabajador autónomo, no implica tanto una mayor o menor
dependencia -o diferentes grados de explotación- del trabajador, sino distintas formas de
dependencia o explotación, diferentes formas de articulación de las relaciones salariales que se
corresponden con distintas formas de extracción de plusvalor (plusvalor relativo cuando el valor se
crea gracias al incremento en la productividad del trabajo, y plusvalor absoluto cuando es a través
de la intensificación del trabajo y la máxima individualización de las relaciones laborales). De hecho,
las formas postindustriales de fabricación han producido dos tipos de trabajadores
“independientes” en cuanto a su grado de “dependencia” respecto de los clientes o empresas para
los que trabajan. La liberalización de las economías nacionales y la flexibilización de los mercados
de trabajo, han permitido a las grandes multinacionales de bienes y servicios aplicar estrategias de
rentabilidad basadas en la intensificación del trabajo del obrero colectivo. Estrategias que han
consistido en la fragmentación de los procesos productivos, la simplificación de tareas y la
externalización de actividades a países periféricos, pero que han supuesto, a su vez, la
concentración en los países del centro de las tareas alto valor añadido. La individualización de las
relaciones laborales, que supone la vinculación formal de los salarios y las remuneraciones
percibidas con la carga individual de trabajo de cada operario es el modelo de relaciones
contractuales coherente con esta estrategia de intensificación.
De tal modo que la externalización de actividades hacia arriba y hacia abajo en la cadena del valor,
como cualquier proceso de división del trabajo, ha dado lugar, por una parte, a la aparición de
nuevas pequeñas empresas y trabajadores independientes altamente cualificados que realizan
3
“servicios avanzados” a la producción, y por otra, aunque en mucho mayor número, a pequeñas
empresas y trabajadores autónomos que realizan los “servicios atrasados”. Es decir, las formas
flexibles de contratación y de remuneración hacen aparecer, por un lado, una nueva “Clase
Creativa” (Florida, 2002) que realiza tareas basadas en el conocimiento, y disfrutan de una alta
iniciativa y una gran capacidad de auto-organización. Se trata de nuevas formas de «trabajo
inmaterial» difícilmente estandarizables y que requieren fórmulas de retribución vinculadas a
resultados y objetivos (Lazzarato, 1997). Este nuevo universo free lance está compuesto por
trabajadores que han salido “ganando” en este proceso: mejoran sus condiciones a medida que el
Estado de Bienestar se desmantela y el modelo fordista se reorganiza. Pues obviamente el Modelo
Fordista-Keynesiano imponía cierta solidaridad redistributiva a los salarios altos y la estandarización
de los procesos limitaba la iniciativa individual para poner en valor actitudes y aptitudes personales
de alto nivel de «excelencia». De hecho, estos nuevos “profesionales autónomos, antiguos
trabajadores asalariados, tienen una imagen extremadamente crítica del trabajo organizado. La
autonomía es para ellos la oportunidad de mostrar y desarrollar al máximo sus capacidades”
(Reynaud, 2007. 306). Y, en definitiva, la aparición estas nuevas formas de empleo alimentan el
mito del “Fin del trabajo” y la superación de la sociedad salarial y coadyuvan a sostener la tesis de
que el incremento del trabajo autónomo, proyectado en la figura del nuevo “emprendedor” es una
suerte de avanzadilla del proceso de emancipación de la clase obrera (Bologna e Banfi, 2011, 16).
Pero la otra cara de la implantación de los sistemas de “fabricación ligera” son los trabajadores que
salen perdiendo en esta transición: los que desempeñan las tareas localizadas al final de las
cadenas de subcontratación, en regiones periféricas, en las actividades de carácter manual y los
servicios de transporte y almacenaje, y para los que las formas flexibles de retribución y
contratación –en cuyo punto de máxima fragilidad aparece la figura del falso autónomo- son los
dispositivos básicos de activación hacia el trabajo. Es decir, que sufren un proceso de pérdida de
derechos laborales que les lleva hasta una virtual autonomía que los hace, sin embargo, altamente
dependientes de sus clientes-empresas 1.
2 La subjetividad precaria: el obrero clásico en el espejo.
En resumen, cuando, a pesar de todo, seguimos dando por bueno el concepto de trabajo precario
para analizar las transformaciones actuales de nuestro modelo productivo, no lo hacemos
exactamente asimilando las dicotomías al uso entre los “lados buenos” y los “lados malos” del
mercado de trabajo; que tienen una cierta carga moral y que en última instancia, asimilan esa
definición –en negativo- de lo precario como las carencias de que adolece respecto a un empleo
“normal” –no precario-; o como indicador de un “retroceso” respecto al estatuto salarial -un
empleo “ideal”, completo, que se habría alcanzado en épocas anteriores-. Sino que tratamos de
estudiar la precariedad estructural del trabajo en el contexto actual, es decir, qué formas y efectos
tiene en el modelo productivo actual la precariedad constitutiva del trabajo asalariado. Pues, en la
medida en que el trabajo –y sus contradicciones- es la institución central que articula los principios
de sociabilidad de la sociedad moderna –y sus contradicciones-, la precariedad del trabajo
1
Francois Aballea, en la entrada del Dictionnaire du Travail « Travail Indépendant » sostiene claramente esta tesis :
«Los demandantes de empleo, los que menos soportes sociales tienen, las personas sin ingresos constituyen la mitad
de los 310.000 nuevos autónomos en Francia. Esta situación de necesidad permite al empleador subcontratar el trabajo
a un autónomo sin derechos laborales y la posibilidad de rescindir la relación sin asumir costos. Para estos trabajadores
el estatuto de autónomo no significa un logro personal ni la posibilidad de emanciparse de la relación laboral. Ni tienen
un salario ni son profesionales. El incremento del espíritu emprendedor se enmarca más bien en un proceso general de
precarización del trabajo” (Bévort et al. 2012).
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trasciende el ámbito productivo y abarca una suerte de precariedad vital personal y de precariedad
social del obrero colectivo (Bouffartigue, 2015).
Ello en primer lugar, porque incluso el propio estatuto salarial –que obtiene su connotación
“positiva” precisamente de ciertos atributos de estabilidad, protección o seguridad que hoy se han
demostrado aparentes y efímeros-, ha sido siempre, en sí mismo, algo precario, inestable,
dependiente de los avatares del mercado y del proceso de acumulación a nivel global, tal y como,
entre otras cosas, se formaliza en el sistema keynesiano, supeditando la regulación del mercado de
trabajo a las necesidades del sistema productivo. Y porque además, para nosotros, la utilidad que
puede tener el concepto no consiste en analizar y describir las condiciones de trabajo y vida del
precariado juvenil señalando simplemente sus carencias respecto al estatus de sus padres o de la
pérdida de derechos adscritos al estatuto salarial (aunque muchas veces nos resulte difícil ir más
allá) sino estudiar al nuevo precariado como analizador de los cambios en los modelos productivos
y del obrero colectivo en transformación, portador de una subjetividad propia.
Es decir, tratamos de huir de la caracterización de un tipo de sujeto definido por su carencia de
subjetividad (perdida), despojando al concepto de lo precario de su connotación habitual,
construida por el armonicismo social de inicios del siglo pasado y que consideraba la existencia del
trabajo precario básicamente como un indicador de la inexistencia de relaciones de producción
auténticamente capitalistas. Y por ende, como un argumento para plantear que la cuestión social se
había de resolver fundamentalmente con más capitalismo: restituyendo, artificialmente si fuera
necesario, el precio “justo” del trabajo –es decir, con trabajo no precario-. Tal y como queda
formulado posteriormente también en el argumentario keynesiano.
Entendemos que estas formas hegemónicas de definir y explicar la precariedad, en la medida que
son producciones discursivas con aspiraciones de cientificidad, u objetividad, contribuyen a
conformar el precariado mismo, dado que coadyuvan a generar una subjetividad precaria
determinada. Una subjetividad precaria que termina por ser funcional al propio sistema.
Usualmente, por ejemplo, bajo esta connotación de lo precario, está la idea de la carencia o de la
pérdida respecto a la situación de estabilidad. La significación de lo precario se encuadra en el
proyecto de incluir los outsiders en el estatuto. Pero este ideal, al ser irrealizable para el conjunto,
introduce ciertas dosis de frustración en los que no lo consiguen. Estables y precarios, más bien,
componen un mismo sistema de vasos comunicantes en el que ambas categorías se retroalimentan.
En primer lugar, debido al funcionamiento de los modelos productivos: el capital, cuando la fuerza
de trabajo es cara y supera al coste de la tecnología que la sustituye, necesita emplear trabajadores
estables y poner en marcha modelos productivos basados en el incremento de la productividad del
trabajo, pero este incremento la productividad, a su vez, reduce paulatinamente el valor de los
medios de subsistencia de la fuerza de trabajo; la abarata, y promueve, paralelamente, modelos
orientados a la intensificación del trabajo y la individualización de las relaciones laborales (Marx,
1978:496-497).
En segundo lugar, dado que en términos individuales y subjetivos es posible y realizable la necesaria
aspiración a la estabilidad por parte de los precarios, que se consigue mediante una entrega mayor
de carga de trabajo personal, tanto en los centros de producción como en los centros de formación,
ello genera la “precarización” de los estables. El riesgo de caer en la precariedad, es lo que asegura
la aspiración de estabilidad de los precarios. En términos globales e históricos, el desarrollo de esos
movimientos hace que la cantidad de carga de trabajo que por término medio los trabajadores
deben entregar para acceder a las mismas condiciones de trabajo es cada vez mayor –el límite de la
estabilidad se desplaza y la precariedad, en general, aumenta-. Ello quizás explica, en parte, porqué
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mientras el trabajo no clásico va ganando terreno y centralidad en el espacio productivo, sigue
vigente la centralidad del trabajo clásico en el ámbito simbólico y discursivo [De la Garza, 2011].
Pero decíamos que un alto componente de la subjetividad obrera en general está atravesada por
estas contradicciones y apariencias. En primer lugar, el movimiento sindical de masas más
representativo se ha articulado en torno a la defensa de este sistema meritocrático mediante
reivindicaciones centrales en su universo ideológico como el principio de igualdad de
oportunidades. Es decir, el propio movimiento obrero, de alguna manera, asume una necesaria y
justa gradación de condiciones de trabajo cuando viene determinada exclusivamente por el
esfuerzo y el mérito individual, y no por relacionaridades y particularismos tales como los
mecanismos de reproducción de clase, la desigualdades de género, edad o nacionalidad, o incluso
por actitudes corporativistas por parte de determinados grupos de trabajadores. Es decir, la
situación de precariedad comparte, en cierto modo, dos acepciones, una que remite a la
desigualdad justa (la diferencia entre iguales), en el mercado de trabajo: ‘dar a cada uno en función
de sus capacidades’, y otra que remite a la desigualdad injusta: ‘dar a cada uno en función de sus
necesidades’. Por eso puede existir la convicción, al mismo tiempo, de que es posible un trabajo
decente, no precario, para todos –esto es, no tanto que iguale las condiciones de todos sino en el
que se pague el precio justo a todos-. Bajo esta acepción sí es posible plantear la inclusión de los
excluidos en el estatuto (dotándoles de los mismos derechos) o extender el estado social a regiones
o países que no lo han alcanzado todavía, o que lo han abandonado. Un objetivo que, como vemos,
o bien no hace sino reproducir, en esencia, el proyecto liberal, o bien es irrealizable en el actual
sistema de producción. Pero no sólo eso, sino que la consecución de este objetivo, la eliminación de
la precariedad, está vinculada precisamente de la capacidad de movilización de los trabajadores,
pues la mejora de las condiciones de trabajo es un objetivo que, en primer lugar, identifica a los
trabajadores como clase frente al capital y, en segundo lugar, beneficia a todos como clase –dado
que supone establecer un sistema justo de retribución-.
En definitiva, estas contradicciones generan las condiciones para la producción de una subjetividad
en el precariado muy frágil y fragmentaria, uno de cuyos rasgos característicos es la tendencia a la
culpabilización del yo: el acceso a la estabilidad depende básicamente, bien del esfuerzo personal
cuando el sistema es justo, bien de la capacidad de movilización de los trabajadores cuando es
injusto. O sea: los precarios son precarios bien porque no se esfuerzan lo suficiente cuando el
sistema es justo, bien porque no se movilizan lo suficiente cuando es injusto.
Por ejemplo, el relato obrerista hegemónico acerca del advenimiento del Estado Social lo ha
concebido tradicionalmente como una conquista. Las necesidades de regulación del contrato de
trabajo determinadas por la evolución histórica del proceso de acumulación capitalista
(protecciones funcionales a la implantación del modelo de producción y reproducción fordistakeynesiano), se han presentado como si fueran preferencias o victorias resultado de la lucha de los
trabajadores que disfrutan de ellas, tal y como ocurre, por otra parte, al nivel del contrato de
trabajo individual. Obviando además que este modelo se sostenía sobre una muy desigual
distribución de la renta a nivel mundial en la que un 30% del obrero colectivo consumía lo que
producía el 70%.
De manera que cualquier retroceso en esos avances no puede ser interpretado sino como una falta
de capacidad de movilización y de concienciación colectiva, o en último término, como una falta de
preparación o motivación hacia el empleo de los afectados.
La sociología de la precariedad más bien trata de comprenderla no tanto de explicarla. Desde un
punto de vista sociológico –en la lógica del destino, para utilizar los términos Benjamianos- la
capacidad de movilización es más bien un efecto del lugar de la fuerza de trabajo en el proceso de
6
producción y de la forma que asumen las relaciones laborales en función de las estrategias de
rentabilidad empresariales. Dicho de otra forma, la capacidad y las formas de movilización son un
efecto de los modelos productivos y no al contrario (López Calle, 2008). El improbable readvenimiento del Estado Social en nuestro país no dependería en todo caso de la capacidad de
movilización de los trabajadores precarios sino que más bien la escasa participación de los jóvenes
españoles en el movimiento obrero se explica, es causada, por su condición precaria). La
precariedad afecta de forma determinante a las condiciones políticas que, en principio, harían
posible frenar el proceso de precarización: "La inseguridad social no solo mantiene viva la pobreza.
Actúa como un proceso desmoralizador de disociación social… disuelve los lazos sociales y socava
las estructuras psíquicas de los individuos… Estar en la inseguridad es no poder dominar el presente
ni anticipar positivamente el porvenir”. (Castel, 2006: 16).
El malestar de la cultura precaria
El pecado y La culpa
Hemos constatado, en primer lugar, un cierto grado de culpabilización en el inconsciente colectivo
del precariado vinculado a esa falta de resistencia en el presente, cuando paradójicamente era en el
momento en el que se iniciaron las grandes reformas laborales en nuestro país cuando, entre otras
cosas, la capacidad de movilización, en número y en fuerza, era sustancialmente mayor. En aquel
momento, además, se configura un modelo productivo insostenible que está en el origen de la
crisis económica y sus efectos posteriores. Un modelo de crecimiento que hemos caracterizado
como de vía baja de desarrollo: la desregulación del mercado de trabajo y la flexibilización de las
relaciones laborales que perseguía precisamente la atribución de mayores libertades individuales
(riesgos y responsabilidades) a la ciudadanía (Allen & Henry,1997), más bien permitió a las
empresas aplicar estrategias de rentabilidad basadas la intensificación del trabajo y el
abaratamiento de costes laborales. Es decir que este modelo no se ha implantado con las políticas
restrictivas iniciadas en toda Europa tras la crisis económica de 2007 2. Sino que es el modelo bajo el
cual se produjo el mayor crecimiento económico, en términos de PIB anual, de todo el siglo XX 3. Un
2
En nuestro Grupo de Investigación hemos realizado varios proyectos en los últimos 15 años analizando estas
transformaciones. Desde el primer proyecto de investigación "El Trabajo Invisible en España: sobre una evaluación y
valoración del trabajo realmente existente, de su condición, problemas y esperanzas" (TRABIN), financiado por el
Programa Nacional De Promoción General Del Conocimiento (Ref: BSO2000-0674/SOCI) del Ministerio de Ciencia y
Tecnología, que planteaba "hacer frente, a través de la investigación sobre el terreno y bajo una mirada sociológica, a la
reciente y generalizada trivialización del discurso sobre la desaparición del trabajo, iluminando, por el contrario, lo que
creíamos que eran procesos de ocultación del trabajo que sostenían la posibilidad de tales argumentos". (Castillo,
Lahera y López Calle, 2002; Castillo, dir. 2005]. En el siguiente proyecto, “Escenarios de vida y trabajo en la ‘Sociedad de
la Información’: jóvenes, mujeres e inmigrantes” (TRABIN DOS)(Ref.: SEJ2004-04780/SOCI], analizamos cómo afectaban
esas nuevas formas de trabajo a la vida de las personas a medio y largo plazo, y cómo la degradación o mejora de esas
condiciones permitían, a su vez, la elección de determinados modelos productivos y formas de organización del trabajo
en las empresas (Castillo, 2008).Con el proyecto TRAVIDA, “Nuevos modelos de vida y trabajo en la sociedad de la
información. El caso de las grandes periferias metropolitanas” (Ref.: CSO2008-04002/SOCI], último de esta serie de
preocupaciones, quisimos ir más allá y averiguar el impacto de los cambios que han sufrido los modelos de vida y que,
inevitablemente, van de la mano de las variaciones en los modelos productivos (Alas, Candela, Castillo y López Calle,
2010).
3
De hecho la rentabilidad del capital por unidad invertida desde el inicio de la recesión no ha dejado de crecer: la tasa
de rentabilidad (1961-1973=100), que alcanzó el índice más bajo en el año 2008 (80 puntos) se ha recuperado
rápidamente en este período hasta alcanzar los 101,2 puntos en 2015. El PIB ha vuelto a mostrar tasas de crecimiento
positivas desde principios de 2014, alcanzando a finales de 2015 la cifra del 3,4%. Pero este incremento de la
rentabilidad empresarial no ha ido acompañado de un incremento en las rentas salariales ni de un incremento del
7
modelo que, como ya advertíamos hace una década, basaba parte de ese crecimiento en la
esquilmación de los recursos técnicos y humanos, léase, en la explotación de estos recursos por
encima de sus posibilidades de reproducción (Castillo y López Calle, 2007).
Realmente la reciente crisis económica y su especial impacto en los países de la semiperiferia sur
europea, más bien ha actuado simplemente como un revelador de los débiles factores estructurales
de este modelo y de sus perniciosos efectos reales sobre la población: una situación de auténtica
emergencia social, a la luz de los resultados de informes como Crisis and Social Fracture in Europe.
Causes and Effects in Spain (Laparra & Pérez, 2012).
Este lento desgaste latente del tejido social e industrial estaba siendo inadvertido a causa de
distintos fenómenos "neutralizadores" o "invisibilizadores" (la propia financiarización de la
economía -el alto incremento de la deuda privada, por ejemplo, que llegó a suponer el 90% de la
renta de las economías familiares-; el incremento del capital ficticio vinculado a la "burbuja
inmobiliaria"; y otros procesos de sobreexplotación de la fuerza de trabajo y el capital productivo
(descualificación de los puestos de trabajo, falta de renovación de las plantillas de la empresas
cabeza, balcanización de los mercados de trabajo y fragmentación del obrero colectivo,
accidentalidad laboral y crecimiento de las enfermedades profesionales, etc., hasta fenómenos más
estructurales vinculados con la propia reproducción de la fuerza de trabajo que estaban afectando
a las nuevas generaciones, como el incremento de las desigualdades sociales; la caída de las tasas
de emancipación, de fecundidad, de edad al tener el primer hijo, etc.)
Las altas tasas de consumo entre las clases populares, que no se correspondían con la calidad y los
salarios de sus trabajos, y que les permitían vivir por “encima de sus posibilidades”, fueron
financiadas por una burbuja financiera que ofrecía préstamos a tipos de interés muy bajos y fueron
alimentadas por una oferta creciente de bienes de consumo “low cost” –que eran fabricados con
bajos salarios-. Todo ello dio lugar a tasas de endeudamiento sin precedentes entre las familias
españolas. Al mismo tiempo, la relativa facilidad de acceso al consumo, que no se correspondía con
una capacidad adquisitiva real, no hacía sino desplazar los estatus adscritos a determinados niveles
de consumo a niveles de consumo más alto. En algunas ocasiones, como constatamos, la relación
de dependencia entre trabajo y consumo se invertía, y eran las prácticas de consumo (el vestido, el
lugar de residencia, los círculos sociales o las formas de ocio) las que daban acceso a un buen
empleo. En definitiva, este tipo de comportamientos son hoy precisamente los que se señalan, en
clave de sanción moral culpabilizatoria, como los factores causantes de la crisis económica.
La crisis como castigo divino
En la medida en que muchos de los efectos del modelo productivo instalado en los años ochenta y
noventa han aparecido años más tarde de forma repentina, durante la catarsis que ha supuesto el
impacto de la gran recesión 4, podemos pensar como hipótesis que esta conciencia de culpa que se
empleo, sino todo lo contrario, se ha soportado sobre la caída de ambos factores. Los salarios medios reales han bajado
de media un 12% desde el inicio de la crisis.
En los últimos años hemos empezado a disponer ya, a nivel nacional, de buenas series estadísticas que han tratado de
articular las distintas dimensiones de la precarización de la vida social en diferentes índices sintéticos, a semejanza de
los indicadores de desarrollo que vienen elaborando algunos organismos a nivel internacional, como la OIT. El índice
sintético de condiciones laborales de España, elaborado por el Barómetro Social de España, y que mide de forma
integrada las distintas dimensiones de las condiciones de trabajo, cayó un punto en sólo cinco años, desde el año 2007,
del 5,2 al 4,1 en 2012, en una escala de 1 a 10, situándose en niveles del año 1995. Y el índice sintético de empleo, que
añade el diferente impacto de las distintas situaciones de empleo y desempleo-tasas de actividad y de paro,
temporalidad; paro entre los jóvenes; parados de larga duración y hogares con todos los activos parados, etc.- cayó del
4
8
va instalando en la subjetividad precaria está vinculada con esa percepción que en amplias capas de
la población se tiene también de la crisis como una especie de castigo. Un castigo que, lógicamente,
se presenta de forma súbita e imprevisible pues, en cierto modo, parte del dispositivo
culpabilizatorio se vincula a la falta de previsión de las clases medias y populares.
Así es, esta especie de catástrofe colectiva sin causa aparente, imprevisible, que connota el
concepto de Crisis económica, como analiza Klein, parece presentarse, para muchos entrevistados,
como una suerte de castigo divino vinculado a errores colectivos y personales cometidos en el
pasado reciente, y asociados fundamentalmente a la falta de vigilancia de determinados valores
éticos y morales (el esfuerzo en el trabajo y la contención en el gasto, la falta de preparación o la
elección de los estudios equivocados): el “hemos vivido por encima de nuestras posibilidades” es
un mantra que se repite una y otra vez en medios públicos y privados, y que realmente asocia los
males de la crisis económica con determinados comportamientos moralmente reprobables
(consumo desaforado, falta de previsión, conformismo, corrupción, etc.). Y, por la misma razón, se
debe resolver, básicamente, con más ascetismo en el consumo, más intensidad en el trabajo y más
vigilancia contra las prácticas corruptas y las redes clientelares.
Unido a ello se refuerza la idea, en el subconsciente colectivo, de lo que podemos llamar una
especie de herida narcisista compartida, una caída colectiva del guindo, para decirlo en términos
coloquiales, vinculada al fracaso del proyecto de clase y al fracaso mismo del país como proyecto
colectivo. El mito de la España del siglo XXI como nueva potencia económica internacional, que se
había sostenido sobre la eterna aspiración a entrar en la élite de los países desarrollados, como el
G8 por ejemplo, desde principios de los años noventa (tras la organización de los dos grandes
eventos internacionales como la Exposición Universal y las Olimpiadas) se ha disuelto rápidamente
ante el fiasco que ha mostrado ser nuestro modelo de crecimiento (basado principalmente en el
sector del ladrillo y la burbuja inmobiliaria) y los graves escándalos de corrupción a todos los
niveles. Visión que se ha visto materializada en los correctivos recibidos por parte las Agencias
Internacionales de Calificación respecto de la baja confianza que inspiramos para devolver nuestras
deudas, e incluso en la posibilidad de un rescate financiero por parte de aquéllos mismos países.
De forma que, tras la crisis, se produce también una rápida erosión del concepto de identidad
nacional, si alguna vez existió de forma generalizada. Por ejemplo, mientras cobran fuerza
movimientos separatistas en las regiones más avanzadas económicamente que presentan al resto
del país como un lastre para su propio desarrollo, se reduce claramente la potencia de
identificación colectiva, en parte, creemos, porque se reducen las posibilidades de identificar
también un claro antagonista, un enemigo común. Quizás ello esté vinculado a la ausencia, al
menos por el momento, de partidos e ideologías de extrema derecha que en otros países de
nuestro entorno han calado particularmente entre las clases más populares.
Los inmigrantes, especialmente latinoamericanos, se han marchado en un gran porcentaje a sus
países de origen (en torno a los 500.000, de un total de tres millones), muchas familias de clase
5,6 en el año 2007 al 3,8 en el año 2012 (IOE, 2012]. Las condiciones de trabajo también han empeorado: el trabajo se
ha intensificado y el empleo se ha precarizado. El índice de incidencia de siniestralidad laboral ha invertido su tendencia
descendente a partir de 2012, momento en que se pasa de 2.949 a 3.009 accidentes por cada cien mil trabajadores. Y a
finales de 2015, se alcanzaba la cifra de 3.150 accidentes por cada 100.000 trabajadores. La tasa de trabajo temporal
alcanza ya el 35%, y la duración media de los contratos ha bajado de 79 días en 2006 a 53,4 en 2015. Al mismo tiempo,
la tasa de cobertura de los parados (parados que reciben subsidio) se ha reducido 18 puntos entre 2008 y 2015. Hoy en
día, poco más de la mitad de los parados (54%) percibe la prestación por desempleo, cuando al principio de la crisis tres
de cada cuatro desempleados lo hacían (72%). También ha bajado la prestación media: en 2012 aún era de 859,3 euros,
tres años después, en octubre de 2015, dicha prestación había bajado hasta los 801,5 euros.
9
media que otrora ocupaban a trabajadoras extranjeras en tareas domésticas, no sólo han tenido
que desprenderse de ellas, sino que en muchos casos son esas mujeres de clases medias y
populares las que han sido expulsadas de sus trabajos y han tenido que contratarse como
empleadas domésticas. Lo mismo les ha ocurrido a muchos trabajadores manuales que han
“vuelto” a trabajar en actividades socialmente estigmatizadas y antes ocupadas sólo por
inmigrantes extracoumunitarios o de la Europa del Este.
Pero el trabajo actualmente existente no ofrece tampoco muchos recursos a los jóvenes para
construir en torno a él su identidad y la búsqueda de reconocimiento social. Ya en los hijos de las
reformas laborales (Castillo y López Calle, 2004) vimos que entre los jóvenes el trabajo había
perdido claramente esta potencia de subjetivación. Se había producido lo que denominábamos un
cambio de la orientación al trabajo a la orientación al empleo (tener un empleo, el que fuera, a
poder ser bien remunerado, al margen del contenido del trabajo y de la vocación personal). Y la
identificación y el reconocimiento social que otrora ofrecía el trabajo había sido desplazada por el
consumo. El puesto de trabajo había dejado ya de ser la principal o la exclusiva fuente de identidad
y reconocimiento, entre otras cosas, porque a pesar de que cada vez es mayor la cualificación de los
trabajadores, la cualificación desempeñada en los puestos disponibles es cada vez menor. Y para los
hijos de clases medias las fuentes de reconocimiento se estaban desplazando más bien a la
titulación alcanzada, que se estaba convirtiendo, como acabamos de decir, en un bien de consumo
que aseguraba la reproducción diferencial del estatus de clase. Por otra parte, el alto nivel de
consumo entre los jóvenes trabajadores de clases obreras que habían dejado los estudios y
carecían de toda otra fuente de reconocimiento social, lo interpretábamos como un sustitutivo del
reconocimiento antes obtenido a través del puesto de trabajo manual, pero especializado.
Esta pequeña clase media ascendente formada en los años ochenta, descendientes en muchos
casos de las clases obreras que protagonizaron la gran movilización industrial franquista entre las
décadas de los 40 y 70, de alguna manera, se habían despojado de ese “estigma” que para muchos
de ellos -y para sus propios padres- suponía cualquier tipo de vínculo con el trabajo de “cuello azul”
y las actividades de tipo manual, y habían asimilado claramente las gramáticas propias del
individualismo metodológico como forma de entender el funcionamiento del orden social y su
propio lugar en el mismo: la estrategia meritocrática basada en la acumulación de capital cultural
como medio para ascender en la jerarquía social. Ahora bien, este esquema de pensamiento
conlleva, lógicamente, la responsabilización o culpabilización personal cuando existe un fracaso en
la estrategia profesional escogida.
Por otra parte, los nuevos desarrollos residenciales de baja densidad, como las urbanizaciones de
chalets adosados unifamiliares, en las periferias metropolitanas de tradición industrial (Coslada es
un claro ejemplo) se correspondían ya con modelos de vida en comunidad atomizados y carentes
de espacios de sociabilidad públicos o privados integrados en las barriadas (plazas, parques, bares,
tiendas de cercanía, mercados, o la propia calle). Las formas de ocio y de consumo de estos jóvenes
se habían desplazado desde el barrio al Gran Centro Comercial (Plenilunio, La Dehesa, etc…). Todo
ello había terminado por disolver formas de solidaridad orgánica y circuitos de economía moral que
en otras regiones afectadas por estos procesos de precarización del trabajo y la vida han servido a
la ciudadanía para ofrecer colectivamente cierta resistencia.
Esta experiencia de la pérdida es particularmente dolorosa para numerosos jóvenes varones, de
clases populares, que dejaron los estudios y se emanciparon a edades tempranas, gracias a los
relativamente altos salarios que ofrecían sectores en auge de bajo valor añadido y que exigían poca
10
cualificación, como la construcción o los servicios de almacenaje y transporte 5. Estos jóvenes, hoy
masivamente desempleados, en una gran mayoría han tenido que devolver sus viviendas y
automóviles a los bancos que se las financiaron, se han visto obligados a reincorporarse al sistema
educativo y mucho han vuelto a vivir con sus padres. Este es un patrón que se repite en numerosas
entrevistas: roturas de parejas, episodios de violencia doméstica, consumo de ansiolíticos,
depresiones, apatía, indolencia, etc.
Pero también hemos registrado un perfil de mujeres jóvenes que, con más frecuencia, “hicieron
todo bien” (es decir aprobaron la ESO, cursaron bachillerato y muchas sacaron títulos
universitarios), y que se encuentran hoy en, algunas ocasiones, incluso en la necesidad de “ocultar”
en sus currículums la formación alcanzada, como estrategia para acceder a los empleos que hoy
están más disponibles para ellas.
Por último, muchos de estos jóvenes, hombres y mujeres, están viviendo dolorosamente una
odisea migratoria hacia países centroeuropeos donde se está produciendo ya también una clara
etnofragmentación de los mercados de trabajo, cuando no directamente la formación de guetos de
comunidades de españoles, como hemos constatado en el sector de la logística y el transporte en
los Países Bajos, por ejemplo.
El duelo y el perdón como reacción a la pérdida
El shock ante la pérdida y el “desastre” (Klein, 2007) no sólo tiene que ver con la pérdida de
derechos sociales y de servicios públicos provocados por los planes de austeridad, sino
fundamentalmente también con la experiencia de las trayectorias personales involutivas y
trayectorias familiares de “desclasamiento”; avances sociales en retroceso (conciliación vida y
trabajo; igualdad de género; retiro de protecciones a determinados grupos sociales, como los
inmigrantes sin permiso de residencia, las personas dependientes…). Existen cada vez más familias
de clase media empobrecidas y familias que podíamos considerar de clase obrera que hoy están en
muchas ocasiones en riesgo de exclusión social. El porcentaje de trabajadores pobres ha
aumentado desde el 11% en 2009 al 15% en 2015, y la renta media por persona empleada ha
pasado de los 11.318 euros a los 10.391. Pues además, los recortes en los servicios públicos
empiezan afectando con más intensidad a los más vulnerables.
De forma que este malestar generado por la culpa ante la pérdida de niveles de bienestar absolutos
y relativos, en muchos casos, se tramita individualmente más bien recurriendo a mecanismos de
defensa arraigados en la configuración psíquica del sujeto en la cultura occidental y vinculados a
procesos de expiación clásicos de la tradición judeocristiana: el reconocimiento de la culpa y la
búsqueda del perdón mediante estados de ascesis como primer y principal paso para la redención
(Foucault, 1990).
Haciendo una atrevida y sintética interpretación de lo que nos plantea Foucault en Las tecnologías
del yo, la tradición judeocristiana representa una de las dos posiciones posibles ante el mandato del
conocimiento de sí que inaugura la etapa clásica. La tradición griega habría optado, según nuestra
interpretación, por la versión del Yo inmanencial: ‘Yo soy lo que hago’: el cuidado de sí lleva al
conocimiento de sí, mientras que la judeocristiana por el Yo trascendental: ‘mis acciones dan
cuenta de lo que soy’, el conocimiento de sí lleva al cuidado de sí. Este mecanismo conlleva un
proceso de introspección del sujeto que parte del control del deseo y de las pasiones terrenales
5
Por ejemplo, en Castilla La Mancha, en 2011, de los jóvenes que estaban en paro entre los 25 y 34 años, sólo el 17%
tenía educación superior, el 43% había completado la educación primaria y el 53% la educación secundaria. Ministerio
de Educación. Explotación de Encuesta de la Población Activa INE
11
como vía para conocerse a sí mismo, que es conocerse a través de Dios. No obstante el sujeto
cognoscente que desea conocer a Dios, que piensa en conocer a Dios como un medio para sus fines
propios, impide el conocimiento de Dios. El reconocimiento de la culpa, del pecado, es lo que
indica, por otra parte, que existe un auténtico conocimiento de sí, etc. Esta configuración se
traslada al pensamiento ilustrado sufriendo una suerte de secularización, en el que Dios se
sustituye por “la verdad”, el conocimiento del mundo pasa, primero, por un conocimiento de sí
mismo: conocer y controlar las pasiones que apartan al individuo de la percepción de la verdad;
pero querer conocer la verdad impide conocer la verdad y afirma la verdad (sabemos que no
sabemos nada, etc.). El grado más alto de conocimiento (libertad) se alcanza en el momento en el
que uno es consciente de que está en el origen de sus propias determinaciones, pero por lo mismo,
ese estado de consciencia siempre está determinado. La institución del Mercado, el Leviatán o el
Sistema Edípico serían diferentes metáforas de la parábola que dibuja este examen de conciencia
interminable que siempre retorna y va hacia el origen.
Propósito de enmienda: la activación personal como única salida.
Finalmente, otro de los fenómenos que nos parecen más característicos y explicativos de la
formación de eso que hemos denominado una nueva subjetividad precaria es la forma en que las
instituciones públicas están gestionando los servicios sociales que podrían contribuir a paliar estos
efectos, pues nuestra impresión es que, más bien los están intensificando. Estos servicios no sólo
han sufrido sustanciales recortes en cuanto a las ayudas familiares, los subsidios de desempleo o el
apoyo a las personas dependientes, sino que, en la mayor parte de las ocasiones, ejercen un papel
activo en la individualización de los conflictos sociales, la culpabilización de la víctima, y en la
intensificación del trabajo. En primer lugar, las sucesivas reformas habidas en la concesión y gestión
de estos servicios están orientadas a supeditar las ayudas a la activación de los inactivos o a la
exigencia de una mayor empleabilidad por parte de los activos. Si en el modelo Fordista-keynesiano
el desempleo era considerado un factor estructural e involuntario, y los subsidios evitaban la
desafiliación y mantenían los niveles de consumo, en el modelo de la fabricación flexible y la
desregulación de las relaciones salariales, el desempleo, en la medida en que es explicado como un
problema de ajuste entre lo que la gente exige cobrar y lo que su trabajo realmente vale, se debe
precisamente al mantenimiento de los subsidios y a la “resistencia” del desempleado para trabajar
(Briales y López Calle, 2015).
Los técnicos que trabajan en estas instituciones, encargados de asignar las “rentas mínimas de
inserción” o de seleccionar y orientar a los desempleados que pretenden cobrar sus subsidios o ser
reconocidos como tales, tienen la consigna de aplicar medidas de activación consistentes en exigir a
cambio una disposición cada vez mayor a las personas hacia el empleo asalariado o directamente al
autoempleo. En el primer caso, la predisposición del parado hacia el empleo asalariado se
demuestra exigiéndole aceptar aquéllos cursos de formación u ofertas de trabajo que se le señalan
como adecuados a su perfil (es decir, que no puede rechazar más de un número determinado al
año por mor de perder el subsidio o los derechos asociados a la condición de desempleado
involuntario). Detrás de estas medidas está la idea de que una gran parte del problema del
desempleo se debe a la propia actitud de los parados, es decir, que latentemente estos parados
reciben una cierta dosis de carga culpabilizatoria.
Pero en el segundo caso, cuando desde estas instituciones se plantea directamente que el
autoempleo puede ser una posibilidad realista para salir del desempleo, de alguna manera se está
responsabilizando también a cada uno de los parados de la falta de trabajo en el país en general.
Cuando se ofertan desde las oficinas de empleo cursos de emprendimiento, se promociona la
12
creación de nuevas start ups o el “cultivo” de viveros empresariales, dando facilidades a los
desempleados para “capitalizar” su subsidio y crear una empresa, no se está señalando ya que el
trabajador debe aumentar su empleabilidad para competir en un contexto de puestos escasos, sino
que propia la escasez de puestos es debida a su falta de iniciativa y de voluntad.
4 Conclusiones, precariedad y sujetos frágiles en las periferias urbanas desindustrializadas
El que nos hayamos fijado particularmente en los jóvenes que participaron en los principales
sectores del “milagro” económico español, escogiendo localizaciones prototípicas de esos procesos,
como Coslada, pretende contribuir a realizar una evaluación ponderada de dicho modelo de
crecimiento a medio y largo plazo. Pues todo apunta a que el impacto de la gran recesión
económica internacional, en el caso de los países de la semiperiferia europea como España, no hace
sino consolidar o aquilatar la transición a un modelo de vía baja de desarrollo que venía gestándose
en las décadas anteriores, utilizando para ello fuertes dispositivos disciplinantes tanto económicos
y jurídicos, como como ideológicos y discursivos, que están produciendo una nueva clase de sujetos
frágiles en las periferias urbanas.
Pues, a pesar del sorpresivo ciclo de movilizaciones ciudadanas en las grandes ciudades ocurrido
entre los años 2011 y 2013, en respuesta a la grave crisis social y democrática derivada de la crisis
económica, o al menos en paralelo, lo que estamos constatando también es la formación de una
suerte de subjetividad precaria que acompaña a la precarización de las condiciones de vida y
trabajo de las clases medias y populares. Una subjetividad caracterizada por una tendencia a la
responsabilización, culpabilizacion, interiorización e individualización de las causas y factores de la
precariedad personal que vive cada joven. Factores que impiden, en general, la formación de
relatos orientados al cambio estructural y la acción colectiva. Y en términos más generales
constatamos la formación de una especie de Malestar Cultural, que recuerda, salvando las grandes
distancias temporales y tecnológicas, a algunos de los rasgos más característicos de la crisis
económica y social que vivió nuestro país a finales del siglo XIX, especialmente en lo que respecta a
la formación de una configuración psíquica característica entre las clases populares –que otrora dio
lugar a diversos estudios en el campo de la por entonces nueva psicología de masas [Le Bonn, 2000;
Freud, 2012; Ortega y Gasset, 2012]-.
Igualmente, encontramos, en los relatos con más predicamento mediático, significativos
paralelismos respecto de aquélla época en cuanto a la identificación de las causas del malestar, y
por tanto también en los ejes programáticos que se proponen para su superación: básicamente
estas causas no se enmarcan tanto en el ámbito de la crítica de la economía política y el análisis de
las contradicciones del sistema capitalista sino al contrario, en el ámbito del armonicismo social: los
males de la crisis se achacan, en esencia, a inaplicación real de los principios de la sociedad del
trabajo: el problema, se dirá a fin de cuentas, es que trabajo no se intercambia a su precio justo
debido tanto a disfunciones motivadas por diferentes instituciones dirigidas a alterar el precio de
las cosas (regulación del mercado de trabajo, protecciones sociales, sindicatos, etc…), o bien a
comportamientos moralmente reprobables y abusos de poder en el mercado: corrupción,
especulación, clientelismo o incluso falta de espíritu emprendedor.
Interpretaciones que, a su vez, están contribuyendo hoy, como entonces, a la formación de esta
subjetividad precaria, que es nueva en lo que tiene de postindustrial, pero vieja en lo que tiene de
neoliberal. Re-emergen hoy nuevos sujetos frágiles que muestran rasgos de la subjetividad
similares a los de finales del siglo XIX, y casi diríamos que estructurales de la modernidad. Aunque
al mismo tiempo es una subjetividad distinta, como toda repetición de lo mismo.
13
Se trataría así de una suerte de retorno al origen quizás vinculado con el anuncio de ese regreso del
sujeto que hacía Jesús Ibáñez hace algunas décadas. Una subjetividad en la que podemos identificar
algunos factores estructurales de la configuración del yo en la modernidad pero con la carga de
reflexividad añadida que supone mirarse en el espejo del viejo salariado del siglo XX: aquél Obrero
Social que dejó una vez de ser Obrero Masa [Negri, 2006] ; que superó el modelo de sociabilidad
basado en la simple racionalidad individual y ejerció la razonabilidad [Rawls, 1993]; que logró, en
este sentido, orientarse por el interés antes que por las pasiones personales [Hirschman, 2014]; que
logró armonizar los intereses de burguesía y proletariado mediante el incremento de la
productividad el trabajo y la contribución individual a la propiedad social [Castel, 2006]. Un sujeto
que, al menos en el imaginario historiográfico del movimiento obrero, fue capaz de domeñar y
regular las relaciones capitalistas de producción, o que incluso se acercó fugazmente, y en algunos
países, a ser una clase para sí.
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