La mala suerte de los animales

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LA MECANIZACIÓN DEL CADÁVER
La mala suerte de los animales
Christian Ferrer
“Todas cuantas cosas hay en la tierra perecerán. Más contigo yo estableceré mi alianza: y
entrarás en el arca tú y tus hijos, tu mujer y las mujeres de tus hijos. Y de todos los animales de toda
especie meterás dos en el arca macho y hembra, para que vivan contigo. De las aves según su
especie, de las bestias salvajes según la suya, y de todos los que se arrastren sobre la tierra según su
casta: dos de cada cual entrarán contigo, para que puedan conservarse. Por lo tanto, tomarás contigo
de toda especie de comestibles, y los pondrás en tu morada, y te servirán tanto a ti como a ellos de
alimento”. Así le fue anunciado a Noé el diluvio y una misión: amparar un núcleo humano y a todos
los animales, y no sólo mientras dure la catástrofe, también custodiar su conservación y
reproducción. En tanto, humanos y animales comparten la misma suerte en el arca, emblema de la
comunidad de todos los seres vivientes en momentos difíciles, aunque son los primeros quienes
deben garantizar la nutrición durante el largo viaje en círculos pues los animales han sido extirpados
de su ambiente natural a pesar de ser inocentes de toda iniquidad.
Como a un perro
Respondía únicamente al nombre de “Dash”. Era un perro de la calle entregado a la ciencia
para testear la eficacia de la electricidad aplicada al arte de matar. Primero se descargaron 300
voltios sobre el cuerpo del perro, estremeciéndolo hasta el aullido. Luego se siguió con 400 voltios,
que tampoco lograron destrozar su vida. De inmediato la corriente alcanzó los 700 voltios, y aunque
su lengua era un colgajo, todavía continuaba vivo. Al cuarto ensayo, murió. Fue en New York el 30
de junio de 1888. La comisión estatal encargada de seleccionar un método alternativo a la horca –el
preferido hasta ese momento– consideró treinta y cuatro propuestas distintas que abarcaban,
increíblemente, la eyección desde un cañón, el hervido de la persona en carne viva y el abandono en
medio de una jauría de animales salvajes. El abanico se cerró sobre cuatro teclas: el garrote vil, la
guillotina, la inyección hipodérmica (posibilidad rechazada porque “la morfina podría llegar a
eliminar en el reo el gran miedo de la muerte”) y la electrocución, que terminó por conformar a los
miembros de la comisión. Dos años después, Francis Kemmler sería su primer cobayo humano:
había levantado la mano sobre su esposa, fatalmente. En la nueva fórmula judicial que le fue leída
se estipulaba lo siguiente: “Has sido condenado a sufrir la pena de muerte por medio de la
electricidad”. El condenado respondió al tribunal: “Estoy dispuesto a morir por la electricidad. Soy
culpable y debo ser castigado. Estoy listo para morir. Estoy contento de que no voy a ser ahorcado.
Creo que es mucho mejor morir por la electricidad que por ahorcamiento. No me causará ningún
dolor”. Se equivocaba, y mucho. La sentencia no se llevó a cabo de inmediato pues Kemmler apeló
el fallo, que sería confirmado. Entre barrotes fue bautizado en le fe metodista e incluso aprendió a
leer, pues había ingresado a prisión analfabeto.
La ejecución de Kemmler no fue sencilla; tampoco la de los sucesores de Dash, otros perros
de la calle, y también varios caballos, con los que se terminó de aprontar al verdugo de cuatro patas.
La guillotina, en su momento, fue tenida por considerable mejora en relación con los ahorcamientos
y fusilamientos acostumbrados, y la silla eléctrica prometía dar una muerte tan veloz que incluso
pasaría inadvertida para el condenado. Ese artefacto fatal se insertaba suavemente en la
consideración progresista de los inventos científicos: precisos, infalibles, “modernos”; y sin duda no
fueron seres enmascarados quienes aprestaron la primera ejecución, sino ingenieros y electricistas.
Al ser conducido al último lugar que vería en vida, Francis Kemmler dijo a los mirones presentes:
“Caballeros, les deseo a todos buena suerte. Creo que me voy a un lugar mejor, y estoy listo para
partir. Sólo quiero agregar que mucho se ha dicho acerca de mi persona que no es verdad. Soy
bastante malo. Pero es cruel sacarme de este mundo peor aún”. Una vez sentado y maniatado se dio
la orden de liberar los 1000 voltios convenidos. Según relataron los testigos, el cuerpo de Kemmler
se endureció repentinamente, se le desorbitaron los ojos, y la piel empalideció. Un médico certificó
la muerte del reo diecisiete segundos después. El Dr. Alfred Southwick, dentista, no se privó de
espetar: “Aquí esta la culminación de diez años de estudios y de trabajo, desde este día vivimos en
una civilización más elevada”. Sin embargo Francis Kemmler no había muerto y varios presentes
así lo hicieron notar. Entonces se elevó la corriente a 2000 voltios y la saliva comenzó a fluir por la
boca y se le rompieron las venas y las manos se le llenaron de sangre. Al fin, el cuerpo entero ardió
en llamas. Ocurrió el 6 de agosto de 1890.
Paleontología y política
Charles Darwin clavó dos rayos sobre un cielo sereno: El origen de las especies, de 1859,
complementado en 1871 con El origen del hombre. Animal “evolucionado”, el hombre sería una
pirueta autoprovocada por un mono. Luego de la muerte de Darwin se desató en Europa un áspero
debate no exento de secuelas políticas en torno al “darwinismo social”, que se superpuso a la
polémica paralela entre evolucionistas y creacionistas. “La supervivencia del más apto” no es un
lema que resulte de inmediato agradable para describir la promoción de las especies. Hubo quienes
privilegiaron la condición “gladiatorial” de esa lucha y extrajeron o más bien adjudicaron
significados políticos y morales a la hipótesis de Darwin: la naturaleza, un cuadrilátero; las
especies, boxeadores solitarios. El príncipe Piotr Kropotkin, anarquista y científico, les salió al
cruce en 1902. En El apoyo mutuo, obra que gozó de cierta consideración pública, Kropotkin
identificó dos tipos distintos de lucha. La del organismo contra organismo por los recursos
limitados, una postal de coliseo romano que podía satisfacer a la impresionable sensibilidad
burguesa del siglo XIX; y la del organismo y la especie juntos contra el medio ambiente, y entonces
la supervivencia en el entorno dependería más de la comunión que del combate. Bandadas y
manadas –también los humanos– cooperan, y así prosperan. Aquel príncipe no dejó de insistir en
que los animales no son crueles entre sí; y también profetizó, retroactivamente y con lógica
tenebrosa, que la dominación del hombre por el hombre era una consecuencia desplazada del
dominio, maltrato y matanza de los animales por parte del hombre.
Tabula Rasa
Se diría un artículo de fe en ciencias sociales: el cuerpo se sostiene en la cultura, no en la
dotación biológica. Pero si la historia se inscribe en el volumen de carne como si éste fuera un
pizarrón límpido el linaje animal en el proceso evolutivo pierde su eslabón. Irónicamente, aquella
tradicional negación humanística culmina ahora en numerosos sociólogos y filósofos progresistas
que depositan en la biotecnología la esperanza de un cambio positivo para el destino histórico de la
especie. Ya son legión: unos celebran la continuidad “irreversible” entre máquinas y hombres, y
otros deliran con artefactos que reproducirían “inteligencia” y “emociones” humanas. Hastían,
todos. Negada la dote de “animalitas” en el ser humano, la discontinuidad se hace abismo y
entonces acorralar al resto del reino animal contra el precipicio es cuestión de tiempo. En la vida
social, el “drama de la diferencia” puede conducir a la negación o la conculcación de derechos, a la
tolerancia o la aceptación del ajeno, y también al reconocimiento de los atributos del “otro” que hay
en “mí”. Pero estas operaciones emocionales y políticas se rarifican cuando se aborda la diferencia
animal. ¿Dominio, piedad, concesión de “derechos”? La cuestión nos va a concernir únicamente
cuando se asuma que la destrucción del cuerpo humano está directamente vinculada con el trato
dado al resto de las seres vivientes. El boomerang retorna violentamente al brazo ejecutor. Después
de todo, el ser humano bien podría ser una errata de la naturaleza, y la historia humana su
persistencia fatal. Pero los animales estaban primero.
Descuido
Por causa de los desplazamientos continentales sucedidos hace millones de años Oceanía
quedó desligada de la suerte ecológica de las otras tierras. Cuando los maoríes arribaron desde la
Polinesia a lo que hoy llamamos Nueva Zelanda, hacia el año 1300 después de Cristo, había pájaros
gigantes como el moa, el ave más grande que existía en el mundo. Siendo uno de los alimentos
preferidos de los maoríes, se extinguió hacia el 1600. Sin embargo, en 1893 se descubrió que en una
pequeña isla llamada Stephens, ubicada en el Estrecho de Cook, el cual separa las dos grandes islas,
la Isla del Norte de la Isla del Sur, habían sobrevivido algunas especies de aves incapaces de volar
del tamaño de un pollito que hacía siglos estaban extintas en el resto del archipiélago. Rápidamente,
el gobierno neocelandés declaró a la isla reserva natural y prohibió las pisadas humanas en esa
cápsula aislada en el tiempo. Un año más tarde todos los pájaros estaban muertos. El asesino, sin
embargo, era inocente. El gobierno neocelandés había hecho construir un faro y en 1898 envió al
farero quien a su vez llevó un gato por compañía que tardó apenas un año en acabar con todos los
pájaros. Un solo ciclo de contacto con la cultura humana había dado de baja a cien millones de años
de evolución. Para siempre.
Defensores
No fueron perros o gatos, como podría suponerse, mucho menos ballenas sino caballos,
asnos y mulas las primeras víctimas que hallaron defensores. Las sociedades filantrópicas de
“protección al animal” se crearon al rescoldo de la revolución industrial y del crecimiento urbano
descontrolado, cuando la “tracción a sangre” era el medio de viabilidad más habitual y el maltrato
era continuo y a la vista de todos. A su vez, a fines del siglo XIX se fundaron organizaciones en
contra de la vivisección dedicadas mayormente a “crear conciencia” en una época en que la
experimentación científica se estaba “profesionalizando”, en que se requerían mayores cantidades
de animales a modo de cobayos “de indias” y en la cual destripar animales en las escuelas públicas
resultaba ser un ítem del currículo. También de fines de ese siglo son las sociedades promotoras del
vegetarianismo.
Las sociedades de protección al animal fueron las únicas instituciones devotadas a la
defensa de los animales. Sus logros fueron escasos. Eran instituciones “filantrópicas” porque en
Europa y Estados Unidos, donde llegaron a ser ricas y poderosas, el enroque de donación por
exención de impuestos supone renunciar a la acción política. Solo les restaba el recurso de la
“campaña de concientización”. Pero una época en que se criaba intensivamente al ganado con el fin
de asesinarlo, en que aparecían males desconocidos antes (la así llamada “vaca loca” llevó a la
hecatombe de millones de animales en Europa), en fin, una época en que se contaban por millones
los animales con los que se experimentaba en laboratorios ya necesitaba de otro tipo de orientación
política. El “Movimiento de Liberación de los Animales” copió los métodos y algunos de los
propósitos de los cetáceos del movimiento social ya establecidos y propagó una nueva definición
política de la relación entre hombre y animal. Eso ocurrió hacia 1975.
Subhumanos
La vida –y la muerte– de los animales ha sido mecanizada: ya son productos cuyo control
de calidad exige de la imposición de ciertas dosis de crueldad. Los cepos y trampas provocan un
inmenso padecimiento además de prolongar la agonía del animal durante días. La compra-venta de
especies “exóticas” resulta ser el preludio a su extinción al hacerse retroceder la diversidad genética
necesaria para su supervivencia. Y en tanto los potentados de extremo oriente sigan adquiriendo
ilegalmente polvo de cuerno a modo de afrodisíaco será muy difícil salvar a la actual población de
rinocerontes negros. Y al fin la cría de ganado, que supone castración, separación de madre e hijo,
marcado, transporte al matadero y muerte prematura, actividades interdictas para con los seres
humanos, salvo que se quiebre el lazo de continuidad con algún grupo humano específico,
acontecimiento sucedido sesenta años atrás a millones de hombres y mujeres inermes. Rememórese:
hasta hace siglo y medio, y en los Estados Unidos, era perfectamente legal separar a las madres de
sus hijos, transportar éstos últimos al mercado, y también matarlos antes de tiempo. Durante el ciclo
del esclavismo las madres no solían desarrollar afectos fuertes con sus niños pues a la edad de seis
años ya podían ser comercializados. Por cierto, en aquellos tiempos los propietarios solían hacer
pelear a sus esclavos entre sí, con argolla al cuello y en combates a muerte. Y apostaban, como aún
suele hacérselo en las riñas de gallos o de perros de lidia.
Estómago
El lugar común lo tiene por invento contemporáneo que sólo concierne a la clase media
sofisticada o esnob. Nada más erróneo. El naturismo fue una doctrina ampliamente difundida desde
finales del siglo XIX en Occidente y fogoneada, en especial, por los anarquistas, siempre
preocupados por mejorar la calidad de vida de los trabajadores. Distintas vetas confluían en esa
olvidada ecología social de los pobres: ideales existenciales de “buena vida”; la propaganda de la
alimentación “proteínica-racional” en los barrios obreros; la difusión de la “biofilia”, el nudismo y
el vegetarianismo; la creación de centros de medicina natural; la promoción de la “procreación
conciente”; en suma, el naturismo como ideal de vida social. No faltaron, entre los anarquistas,
comunas y restaurantes vegetarianos ni tampoco piquetes contra carnicerías. A sus escuelas,
también llamadas “racionalistas”, la vivisección les era ajena; por el contrario, en ellas se enseñaba
la vida de la naturaleza por medio de paseos por la ciudad destinados a identificar y escuchar a los
pájaros, o bien inspeccionando los prósperos nichos de insectos bajo las baldosas. Un equilibrio
posible entre existencia e historia olvidado hacia 1930. Vegetarianismo y anarquismo no
conformaron una excentricidad ideológica sino una alianza entre política y cultura popular. Los
pobres siempre se han nutrido de vegetales, pues la carne animal (conejos, jabalís, ciervos, ostras,
faisanes, además de las reses) fue, y sigue siéndolo, un privilegio de ricos. En Occidente la práctica
del vegetarianismo no tiene más de dos siglos, pero en China y en India hace miles de años que la
comida está preparada a base de vegetales. Por cierto, los hindúes reverencian a las vacas, pero no
dejan de ordeñarlas. Sin embargo, la necedad no deja de expandirse: el ganado necesita de alimento
proveniente de tierras de cultivos que podrían ser usadas para nutrir a la especie humana con
proteína vegetal; se destruyen bosques para hacer lugar a tierras de pastoreo; y las flotas pesqueras
capturan un cincuenta por ciento de pesca inservible que sucumbe en el buque-factoría. Si se
considera que los vegetales producen diez veces más proteínas que la carne cabe concluir que la
industria de la proteína animal no colabora en la disminución del hambre en el mundo. Sólo un
boicot podría detener esta trituradora.
El especismo
Los filósofos que han dejado su impronta en el diccionario son escasos. El nombre de Peter
Singer quedará vinculado para siempre al “especismo”, concepto al que pensó y definió. En Animal
Liberation, de 1975, Singer escamoteó la palabra “derechos” del título de su libro anteponiéndole la
noción de “interés” de un grupo, en este caso los animales. Si nos orientamos por principios éticos
que promueven la disminución del sufrimiento y el aumento del bienestar no sería aceptable
provocar dolor a una especie en función de los intereses de un grupo definido por su estatuto
superior, y en el supuesto de que los animales tengan intereses, el primero de ellos sería no sufrir.
Entonces, la consideración de los intereses de todos no se restringiría arbitrariamente a los
miembros de la propia especie, pero como las especies “explotadas” no pueden organizarse en
defensa propia solo una metamorfosis mental y del lenguaje podría dejar en paz al reino animal –y a
los seres humanos, mamíferos ellos también.
Hay contra-argumentos y Singer los desactiva. Primero: los animales carecen de
inteligencia, atributo que posibilita establecer una simetría de intereses. Pero un mono despliega
mayor inteligencia que un bebé, y no por eso consideramos a éste último un inferior. Segundo: los
animales carecen de autonomía fuera de su ciclo instintivo. Pero un enfermo grave o un bebé
tampoco la tienen, y no por eso los descuidamos. Tercero: los derechos suponen reciprocidad, y los
animales no la conceden. Pero tampoco los niños suelen otorgarla, ni pueden concederla aquellos
que experimentan una “vida vegetativa”, y el hecho de que las futuras generaciones no existan aún
no es criterio para hacer de la tierra un pantano. Cuarto: ausente en los animales un lenguaje autoreflexivo, no habría continuidad posible con lo humano. Pero tampoco los bebés pueden expresarse
de tal manera aún cuando dispongan de la facultad para hacerlo en el futuro, y en otras épocas los
sordomudos también carecían de lenguaje.
No hay pruebas científicas para “comprobar” la necesidad de terminar con la destrucción de
los animales. Es un ideal orientador. En el pasado se publicaron libros “científicos” que “probaban”
la inferioridad “natural” de los esclavos, o de las mujeres, o de los que no fueran blancos.
Justamente, el especismo niega los intereses de otras especies a partir de prejuicios favorables a la
propia. Si las sensaciones de sufrimiento o de gozo son los atributos que regulan toda preferencia o
decisión no se justifica la negación a tener en cuenta otros padecimientos. Comer animales o
experimentar con sus vidas depende del ocultamiento del proceso, en particular a los niños. Es una
precondición imprescindible para engullir cadáveres de animales.
No
En 1988 una adolescente llamada Jennifer Graham se negó a practicar una vivisección.
Habiéndosele bajo la nota por causa de su negación, la chica inició un juicio al Estado de
California, y lo ganó. La disección en vivo ya no sería obligatoria en ese Estado de allí en adelante.
Una ley caída por causa de la palabra no, dicha en un colegio estatal.
Un solo hombre
“¿A cuántos conejos Revlon deja ciegos por causa de la belleza?”. Esta pregunta, publicada
a página entera en el New York Times del 15 de abril de 1980 logró que millones de dólares en
acciones de la corporación hegemónica en el mercado de la cosmética se desplomaran en menos de
veinticuatro horas. Hasta ese entonces la pasta de rouge o de rimel era testada sobre conejos, a los
que se les embadurnaba la mucosa ocular con el fin de averiguar si el exceso de sustancia cosmética
producía algún efecto. La consecuencia era la ceguera final del animal previa ulceración progresiva
de la piel y el ojo. El aviso se repetiría dos veces más hasta hacer doblegar a Revlon. De allí en más
el “animal testing” fue abandonado y el “control de calidad” se hizo sobre imitación artificial de la
carne viviente. El mismo camino fue seguido por el resto de la industria cosmética, temerosa del
costo a pagar en publicidad negativa.
Henry Spira, maestro de escuela y miembro exclusivo de una organización dedicada a la
“liberación animal”, había encargado ese aviso. Había nacido en Antwerp, Holanda, en 1927, pero
previendo la tormenta y matanza que se avecinaban su familia se estableció en Panamá primero, y
luego en New York. El hijo adolescente pronto comenzaría a activar en grupos sionistas de
izquierda y en 1944 se afilió al Socialist Worker’s Party, al cual permanecería unido la mitad de su
vida. A pesar de ser la organización trotskista más importante de los Estados Unidos la suerte nunca
la acompañó en comicios: en su mejor actuación sólo pudo acopiar 40.000 votos. Henry Spira
escribía en el periódico del partido a la vez que se embarcaba en la marina mercante, oficio en el
que activó contra la dura burocracia del sindicato.
En diciembre de 1955, y en la ciudad de Montgomery, una mujer llamada Rosa Parks se
negó a levantarse de su asiento. En el Estado de Alabama, por entonces, un negro estaba obligado a
ceder su posición a los pasajeros blancos. El hombre blanco al cual se le negó ese “derecho”
reclamó ante el conductor, quien no pudo persuadir a la mujer de abandonar la actitud. Obstinado,
el hombre llevó a juicio a la mujer y a la empresa de transportes. La respuesta fue el boicot: durante
siete meses miles de personas fueron y volvieron caminando hasta conseguir derogar la ordenanza
municipal. Fue el inicio del movimiento de lucha por los derechos civiles de los negros en Estados
Unidos. Henry Spira cubrió el conflicto para su periódico y de la simple observación de los
acontecimientos aprendió algunas cosas. Luego, en 1959, viaja a Cuba para conocer la revolución
de cerca pero meses después abandonó la isla decepcionado ante la política positiva de Fidel Castro
para con la Unión Soviética. Al fin, deja la marina mercante y trotskismo y se transforma en
maestro de una escuela secundaria. Y así hasta 1973.
El 5 de abril de 1973 The New York Review of Books publicó un comentario favorable a la
edición reciente de un par de libros que trataban el tema de los derechos del animal. El autor de la
reseña era un joven filósofo llamado Peter Singer. Meses después, Henry Spira lee en una
publicación trotskista de escasa tirada una crítica a la crítica de Singer; básicamente una denuncia
de la “bancarrota-intelectual-de-los-intelectuales-de-izquierda-que-en-vez-de-defender-a-lostrabajadores-se-dedican-a-causas-superfluas”. Pero Spira, muy entrenado en el arte de leer
entrelíneas, se procuró el artículo original. Al año siguiente Singer ofreció un curso de “extensión”
en la Universidad de New York en el que expuso avances de su libro Animal Liberation.
Concurrieron veinte personas y Henry Spira era uno de ellos. Seis de aquellos estudiantes formaron
el núcleo original de Animal Rights International, que se apropió de la tradición de lucha del
feminismo y del movimiento por los derechos civiles para su propia causa.
Era preciso elegir donde golpear. En 1975 el Museo Americano de Historia Natural
amparaba archivos y objetos pero también un laboratorio en donde se experimentaba con felinos
desde hacía década y media. A los gatos se les extirpaban los órganos sexuales y se les inducían
lesiones cerebrales con el fin de saber si ello afectaba a su conducta reproductiva. Constatación tan
cruel como innecesaria para el mundo. El grupo comenzó con un carteles y reparto de panfletos en
la entrada del Museo. De a poco, las radios se ocuparon del caso. En uno de los piquetes una
octavilla le fue entregada a un hombre trajeado, quien se ofreció a mejorar la espantosa presentación
de esos panfletos: era vegetariano y también publicista. Cuatro años más tarde Henry Spira lo
llamaría por teléfono con el fin de averiar a Revlon. En un principio el Museo ignoró los reclamos,
pero pronto se vio obligado a defenderse pues Spira había convencido a un joven legislador llamado
Ed Koch, futuro alcalde de New York, de realizar una inspección al laboratorio. La comisión que
visitó el museo inquirió por la naturaleza de los experimentos y se le mostró un gato macho con
lesiones cerebrales inducidas encerrado en una jaula donde también había una gata y un conejo
hembra. Koch preguntó por las secuelas del experimento: ¿acaso la preferencia sexual del felino
sería afectada por la lesión? Se le respondió que el gato iba indistintamente con la coneja o con la
gata. Koch repreguntó: “¿Y qué opina la coneja de todo esto?”. El clima de opinión de aquellos
años no favorecía a éste tipo de activismo. Por un lado, los “líderes de opinión”, los políticos y los
periodistas no tomaban en serio a la cuestión; por otra parte, el desprecio de la comunidad científica
para con los objetores de experimentos con animales era inconmensurable. Sin embargo, Henry
Spira se cuidó siempre de confrontar con la ciencia en sí misma. Al fin, la presión de la opinión
pública logró que el Museo se viera obligado a suspender los experimentos y a deshacerse de los
investigadores. El epitafio de los mismos fue cincelado en octubre de 1976 por la revista Science,
que publicó un artículo crítico de esas investigaciones. Fue el golpe de gracia. Science abandonó al
Museo a su suerte quizás porque ya se hacía evidente que no era posible defender cualquier
experimento realizado con animales, y además porque en aquel laboratorio acostumbraban poner
nombres de famosos científicos vivos a los felinos lobotomizados o castrados; entre otros, el del
director de la revista Science.
Fue el comienzo. El siguiente paso condujo a Spira a confrontar con la industria cosmética,
consiguiendo un triunfo casi inimaginable en décadas anteriores. Luego, en los años noventa, Spira
lanzó una campaña destinada a bajarle la cerviz a un gigante, Mc Donald’s. Pues si los
experimentos “científicos” realizados en el Museo de Historia Natural suponían la castración y daño
de cientos de felinos, y sí la experimentación en cosmética atañía a la suerte de miles y miles de
conejos, la producción de carne vacuna o de pollo para hamburguesas implicaba la mecanización de
la vida y la muerte de millones de animales. La campaña culminó en un juicio iniciado y ganado por
la empresa, aunque el veredicto se constituyó en una victoria pírrica para Mc Donald’s que ni
siquiera intentó cobrar los cientos de miles de dólares cargados a cuenta del defensor de los
animales. Henry Spira murió en el año 2001. Los muchos logros que consiguió para su causa se
desprendían del potencial político que la palabra “liberación”, ojo de la cerradura de los años
sesenta y setenta, extendía ahora al reino animal.
Hominización
El largo proceso de hominización culminó en un desequilibrio. Transformado en el arbitro
de todas las especies, el hombre las sometió a su arbitrio. Es un acontecimiento que no puede ser
revertido, ni redimido, y quizás tampoco pueda ser detenido. La progresión de la historia humana, y
el rango de sus necesidades, así lo exigen. Constatación trágica de un inmenso y cruel experimento
diseñado para antedatar la llegada del Apocalipsis, comenzando con el de los animales. Se trataría
de la remoción de la orden dada a Noé: no la conservación y cuidado de la vida animal, sino su
holocausto.
John Berger. “¿Por qué miramos a los animales?”, en Mirar. Editorial Hermann Blume, Madrid,
1987.
Peter Coetzee. Elizabeth Costello. Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 2004.
Richard Moran. Executioner’s Current: Thomas Edison, George Westinghouse and the Invention of
the Electric Chair.
Peter Singer. Liberación animal. Editorial Trotta, Madrid, 1999. (Edición original: 1975).
Peter Singer. Ethics into Action. Henry Spira and the Animal Rights Movement. Rowman &
Littlefield Publishers, Lanham, Maryland, 2000.
El Ojo Mocho nº 18. Buenos Aires, 2004.
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