La inteligencia artificial y el sentido del silencio PIETRO PRINI * S * Universitá «La Sapienza», Roma. E ha dicho que la invención de los ordenadores electrónicos y de las nuevas técnicas de investigación informática tendrá en un futuro próximo la misma importancia que la invención de la escritura alfabética tuvo en los tiempos de la comunicación oral y de los signos jeroglíficos. Y, seguramente, tienen razón, Nos encontramos frente a un profundo cambio de las conductas cognoscitivas y comunicativas, el cual se está preparando especialmente para las nuevas generaciones. Así como la revolución industrial ha transformado el modo de trabajar del hombre, programando sus prestaciones físicas y transfiriéndolas después a la máquina, así la revolución informática está transformando sus conductos mentales, «industrializando» el ejercicio analítico y formando la inteligencia para poner a disposición de ésta, totalmente, sus posibilidades críticas y de invención. En efecto, el ideal de la informática —y más originariamente, de la «cibernética», tal y como lo habría llamado Norbert Wiener en 1947— es elevar la máquina a un nivel de prestaciones análogas a las humanas y, al mismo tiempo, descubrir lo que algunas actividades superiores del hombre, tales como el análisis de la información, la capacidad de control y la decisión, tienen de «maquinal» en sentido literal. Partiendo de la hipótesis según la cual existe una analogía sustancial entre los «mecanismos de regulación de las máquinas y los de los seres vivientes y que en la base de estos mecanismos están la recepción, el análisis y la emisión de mensajes, la nueva ciencia, como es sabido, se ha bifurcado en dos direcciones: la primera, o informática propiamente dicha, es el estudio y la realización de máquinas con un alto grado de automatismo, capaces de sustituir al hombre en su función de controlador y de «piloto» de máquinas y de instalaciones; la segunda, o inteligencia artificial, es la búsqueda de los modos en los que algunas actividades de la inteligencia natural son imitables y emulables, mediante la programación de elaboradores artificiales tales que puedan operar verdaderas y propias inferencias lógicas de tipo eurístico, y no sólo deductivo, sobre la representación cognoscitiva de la información recibida. En este último nivel de desarrollo de la informática, la inteligencia artificial como disciplina de investigación y técnica constructiva, no se limita a programar en la máquina el sistema lógico del reconocimiento de la información y de su elaboración en decisión efectiva, sino que proyecta elaboradores capaces, por un lado, de comprender y no sólo de reconocer el lenguaje informativo, o sea, de representarlo como conocimiento, y por otro lado, de inferir inductivamente (y no sólo deductivamente) la programación de una acción, como puede ser, según los proyectos en curso, la interpretación del lenguaje natural, la traducción de lengua a lengua, el reconocimiento de la voz o del hablador, una partida de ajedrez, los así llamados «sistemas expertos», la gestión táctica de una batalla naval, o en fin, la demostración automática de teoremas. Como se ve en seguida, la novedad de esta extraordinaria ambición (por ahora en gran parte todavía tal) de la inteligencia artificial está en el proyectar máquinas y elaboradores capaces de autoaprendizaje, que es el principio de toda creatividad y el mayor título de nobleza de la inteligencia natural, hasta ahora no impugnado, por lo menos en el ámbito de los conocimientos abstractos. Para darnos cuenta de los éxitos efectivamente posibles de esta novedad, es necesario , no obstante, eliminar pronto un falso problema en el análisis de la relación entre el cerebro natural y el calculador electrónico. No se trata de poner en concurrencia, como todavía ocurre a menudo en las discusiones sobre la inteligencia artificial, la actividad de uno y la del otro, ni de preguntarse si el elaborador de informaciones, construido por la electrónica de vanguardia, pueda pasar adelante o de cualquier modo sustituir, como en los films de fantaficción, las actividades cognoscitivas de nuestro sistema neuronal. Ambas prestaciones, la natural y la artificial, son una práctica lingüística del hombre. Cuando un calculador se realizase, como aquellos así llamados de la «quinta generación» hipotizada por los japoneses, al máximo nivel posible de su independencia del hombre, es decir, de tal manera que pueda redactar sus propios programas, sobre la base de algunos elementos que le sean dados y usando cada vez grados siempre de abstracción más alta, estaría sometido en cualquier caso a la regla de su propia construcción, y por lo tanto no podría hablar de la opción misma que ha decidido construirlo según aquella regla y no según otras reglas. Se podría decir, con un juego de palabras, que el cerebro electrónico, en el nivel máximo de la propia independencia con respecto del hombre, está programado para ser programador. Su lenguaje constituye el modelo exacto del lenguaje como mecanismo de autorregulación, el cual a pesar de todo, depende en último término de quién lo ha construido. Esto quiere decir que el lenguaje como construcción (en el que yo reconozco la esencia de lo que Heidegger llama el «lenguaje calculante de la edad de la técnica») es un lenguaje que se inscribe por la propia naturaleza en otro lenguaje. En este sentido el proyecto de una inteligencia totalmente artificial es un «experimentum metaphysicum» por excelencia. En efecto, al igual que el cerebro electrónico no puede ponerse en movimiento antes de ser originariamente programado, de la misma forma también el lenguaje construido por el cerebro natural se inscribe en un sentido que lo antecede. El error de fondo de la RELACIÓN ENTRE CEREBRO NATURAL Y CALCULADOR ELECTRÓNICO EXPERIMENTO METAFÍSICO teoría empirística moderna está en haber ignorado esta condición, partiendo de la hipótesis de que el conocimiento tiene origen en el cerebro donde la mente sea, según la suposición de Locke, «como una hoja en blanco vacía de caracteres, sin ninguna idea». Es ciertamente verdad que ninguna idea puede ser formulada y por lo tanto pensada, sin el ejercicio de nuestro cerebro. Pero es falso que el sentido de nuestro conocimiento esté total y solamente en el lenguaje construido por nuestro cerebro. El lenguaje construido es el lenguaje que calcula, porque como toda construcción es la elaboración de un material informativo, según estructuras (lingüísticas, lógicas, epistemológicas) que regulan el programa de la construcción misma. Al lenguaje calculante pertenecen las dos formas generales en las que se ha distinguido el conocimiento en las principales lenguas indoeuropeas y que tiene una expresión eficaz en la lengua inglesa como «Knowledge by acquaintance» (el conocimiento por contacto o de recepción directa) y «Knowledge about» (el conocimiento por representación o concepto). Son las formas de la actividad cognoscitiva elaborada por nuestro cerebro. El salto de una a otra —en los límites de su posible reproducción electrónica— constituye la diferencia principal, como he dicho desde el principio, entre la informática propiamente dicha y la inteligencia artificial, es decir, entre el simple reconocimiento de la información y su comprensión en la representación y en sus elaboraciones abstractas. RELACIÓN ENTRE MENTE Y CEREBRO Pero el lenguaje que antecede, funda o programa el lenguaje calculante no puede ser dicho por éste. Como el lenguaje Ndel cerebro electrónico no puede jamás decir el lenguaje de quien eligió programarlo de ese modo y no de otro, así el lenguaje de nuestro cerebro, en todo el arco de su propio conocimiento de presencia y por conceptos, no puede decir el propio sentido originario o último. Es la esencial dificultad de todo lenguaje calculante o construido: la indecibilidad del sentido de su origen, es decir, la ausencia de su sentido total El problema clásico de la relación entre mente y cerebro, lejos de ser eliminado como un pseudoproblema, tal y como ocurre en el reduccionismo positivista, encuentra aquí, finalmente, la posibilidad de una aclaración esencial. El lenguaje calculante, es decir, el construido por nuestro cerebro, choca, en su raíz, con la paradoja del metalenguaje, en la cual se exprime la imposibilidad, para nosotros, de un lenguaje absoluto, capaz de contener en su totalidad el sentido de sí mismo. Según una tesis propuesta por Alfred Tarski en su ensayo sobre La fundación de la semántica científica, «un metalenguaje contiene definiciones metodológicamente correctas y materialmente adecuadas de los conceptos semánticos (de una lengua) si y sólo si ese metalenguaje está dotado de variables de tipo lógico superior respecto de todas las variables de la lengua tomada en consideración». Ahora bien, si fuese verdad que dado un lenguaje cualquiera, siempre es posible construir otro lenguaje que pueda hablar correcta y adecuadamente de aquél, el lenguaje en el que este principio está expresado sería absoluto, es decir, tendría un sentido total, y si fuera absoluto, no sería verdadero. La mente como autocon- ciencia —muy distintamente del «espectro de la máquina» sobre el que han fabulado los teóricos del «espectáculo interno»— es la conciencia de esta paradoja que prohibe la «construcción» de un lenguaje absoluto y, por lo tanto, se sustituye como silencio o sentido de lo indecible en el ámbito de toda nuestra práctica lingüística. Aquí está la diferencia de fondo entre la inteligencia natural del hombre y la inteligencia artificial que proyecta y construye. Esta puede solamente intentar la construcción del propio lenguaje hacia niveles cada vez más altos de abstracción, pero no puede dar un sentido al propio no poder hablar; aquélla, la inteligencia natural, puede en cambio transformar su propio hablar en el silencio, es decir, en la conciencia de su incapacidad de construir el sentido de su propio origen. ¿Cómo es posible esta transformación, esta «reditio in se ipsum» del lenguaje natural humano? Porque el lenguaje natural del hombre es el único lenguaje que no es sólo construcción, sino construcción y silencio, discurso y disponibilidad a la escucha. En este sentido, la mente del hombre es la forma, «innere Form», como diría Goethe, del cerebro neuronal, en cuanto en ella vive lo que es indecible en todo su decir. La música y la poesía, la experiencia de lo sagrado, la invención moral y la filosofía como pregunta, indicio y cifra de la transcendencia son las expresiones esenciales de esta endíadis de construcción y silencio. Las técnicas informáticas, al dar al hombre las reglas operativas y los instrumentos extraordinariamente eficaces de la actividad que éste está llamado a asumir en una sociedad cada vez más racionalmente construida, acaban aquí, ante la pregunta del sentido originario de la experiencia en la totalidad de su hacerse. Este preguntar, este disponerse a escuchar, es el acontecimiento por el cual el hombre viene al mundo como hombre. Eludirlo o intentar cerrarse ante sus exigencias profundas significa romper el eje en el que se asienta esta transformación científica del mundo, que es hoy día el signo distintivo de una civilización que está llegando a los límites de su potencia tecnológica y de su precariedad espiritual. ENDÍADIS DE CONSTRUCCIÓN Y SILENCIO