Num041 015

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La inteligencia artificial y el
sentido del silencio
PIETRO PRINI *
S
* Universitá «La Sapienza»,
Roma.
E ha dicho que la invención de los ordenadores electrónicos y
de las nuevas técnicas de investigación informática tendrá en
un futuro próximo la misma importancia que la invención de la
escritura alfabética tuvo en los tiempos de la comunicación oral y
de los signos jeroglíficos. Y, seguramente, tienen razón, Nos encontramos frente a un profundo cambio de las conductas cognoscitivas y comunicativas, el cual se está preparando especialmente
para las nuevas generaciones. Así como la revolución industrial ha
transformado el modo de trabajar del hombre, programando sus
prestaciones físicas y transfiriéndolas después a la máquina, así la
revolución informática está transformando sus conductos mentales, «industrializando» el ejercicio analítico y formando la inteligencia para poner a disposición de ésta, totalmente, sus posibilidades críticas y de invención.
En efecto, el ideal de la informática —y más originariamente,
de la «cibernética», tal y como lo habría llamado Norbert Wiener
en 1947— es elevar la máquina a un nivel de prestaciones análogas a las humanas y, al mismo tiempo, descubrir lo que algunas
actividades superiores del hombre, tales como el análisis de la información, la capacidad de control y la decisión, tienen de «maquinal» en sentido literal. Partiendo de la hipótesis según la cual
existe una analogía sustancial entre los «mecanismos de regulación de las máquinas y los de los seres vivientes y que en la base de
estos mecanismos están la recepción, el análisis y la emisión de
mensajes, la nueva ciencia, como es sabido, se ha bifurcado en dos
direcciones: la primera, o informática propiamente dicha, es el
estudio y la realización de máquinas con un alto grado de automatismo, capaces de sustituir al hombre en su función de controlador
y de «piloto» de máquinas y de instalaciones; la segunda, o inteligencia artificial, es la búsqueda de los modos en los que algunas
actividades de la inteligencia natural son imitables y emulables,
mediante la programación de elaboradores artificiales tales que
puedan operar verdaderas y propias inferencias lógicas de tipo eurístico, y no sólo deductivo, sobre la representación cognoscitiva
de la información recibida. En este último nivel de desarrollo de la
informática, la inteligencia artificial como disciplina de investigación y técnica constructiva, no se limita a programar en la máquina el sistema lógico del reconocimiento de la información y de su
elaboración en decisión efectiva, sino que proyecta elaboradores
capaces, por un lado, de comprender y no sólo de reconocer el
lenguaje informativo, o sea, de representarlo como conocimiento,
y por otro lado, de inferir inductivamente (y no sólo deductivamente) la programación de una acción, como puede ser, según los
proyectos en curso, la interpretación del lenguaje natural, la traducción de lengua a lengua, el reconocimiento de la voz o del
hablador, una partida de ajedrez, los así llamados «sistemas expertos», la gestión táctica de una batalla naval, o en fin, la demostración automática de teoremas. Como se ve en seguida, la novedad
de esta extraordinaria ambición (por ahora en gran parte todavía
tal) de la inteligencia artificial está en el proyectar máquinas y
elaboradores capaces de autoaprendizaje, que es el principio de
toda creatividad y el mayor título de nobleza de la inteligencia
natural, hasta ahora no impugnado, por lo menos en el ámbito de
los conocimientos abstractos.
Para darnos cuenta de los éxitos efectivamente posibles de esta
novedad, es necesario , no obstante, eliminar pronto un falso problema en el análisis de la relación entre el cerebro natural y el
calculador electrónico. No se trata de poner en concurrencia,
como todavía ocurre a menudo en las discusiones sobre la inteligencia artificial, la actividad de uno y la del otro, ni de preguntarse
si el elaborador de informaciones, construido por la electrónica de
vanguardia, pueda pasar adelante o de cualquier modo sustituir,
como en los films de fantaficción, las actividades cognoscitivas de
nuestro sistema neuronal. Ambas prestaciones, la natural y la artificial, son una práctica lingüística del hombre. Cuando un calculador se realizase, como aquellos así llamados de la «quinta generación» hipotizada por los japoneses, al máximo nivel posible de su
independencia del hombre, es decir, de tal manera que pueda redactar sus propios programas, sobre la base de algunos elementos
que le sean dados y usando cada vez grados siempre de abstracción más alta, estaría sometido en cualquier caso a la regla de su
propia construcción, y por lo tanto no podría hablar de la opción
misma que ha decidido construirlo según aquella regla y no según
otras reglas. Se podría decir, con un juego de palabras, que el
cerebro electrónico, en el nivel máximo de la propia independencia con respecto del hombre, está programado para ser programador.
Su lenguaje constituye el modelo exacto del lenguaje como
mecanismo de autorregulación, el cual a pesar de todo, depende
en último término de quién lo ha construido. Esto quiere decir
que el lenguaje como construcción (en el que yo reconozco la
esencia de lo que Heidegger llama el «lenguaje calculante de la
edad de la técnica») es un lenguaje que se inscribe por la propia
naturaleza en otro lenguaje.
En este sentido el proyecto de una inteligencia totalmente artificial es un «experimentum metaphysicum» por excelencia. En
efecto, al igual que el cerebro electrónico no puede ponerse en
movimiento antes de ser originariamente programado, de la misma forma también el lenguaje construido por el cerebro natural se
inscribe en un sentido que lo antecede. El error de fondo de la
RELACIÓN ENTRE
CEREBRO
NATURAL Y
CALCULADOR
ELECTRÓNICO
EXPERIMENTO
METAFÍSICO
teoría empirística moderna está en haber ignorado esta condición,
partiendo de la hipótesis de que el conocimiento tiene origen en el
cerebro donde la mente sea, según la suposición de Locke, «como
una hoja en blanco vacía de caracteres, sin ninguna idea».
Es ciertamente verdad que ninguna idea puede ser formulada y
por lo tanto pensada, sin el ejercicio de nuestro cerebro. Pero es
falso que el sentido de nuestro conocimiento esté total y solamente
en el lenguaje construido por nuestro cerebro. El lenguaje construido es el lenguaje que calcula, porque como toda construcción
es la elaboración de un material informativo, según estructuras
(lingüísticas, lógicas, epistemológicas) que regulan el programa de
la construcción misma. Al lenguaje calculante pertenecen las dos
formas generales en las que se ha distinguido el conocimiento en
las principales lenguas indoeuropeas y que tiene una expresión
eficaz en la lengua inglesa como «Knowledge by acquaintance» (el
conocimiento por contacto o de recepción directa) y «Knowledge
about» (el conocimiento por representación o concepto). Son las
formas de la actividad cognoscitiva elaborada por nuestro cerebro.
El salto de una a otra —en los límites de su posible reproducción
electrónica— constituye la diferencia principal, como he dicho
desde el principio, entre la informática propiamente dicha y la
inteligencia artificial, es decir, entre el simple reconocimiento de la
información y su comprensión en la representación y en sus elaboraciones abstractas.
RELACIÓN
ENTRE
MENTE
Y CEREBRO
Pero el lenguaje que antecede, funda o programa el lenguaje
calculante no puede ser dicho por éste. Como el lenguaje Ndel cerebro electrónico no puede jamás decir el lenguaje de quien eligió
programarlo de ese modo y no de otro, así el lenguaje de nuestro
cerebro, en todo el arco de su propio conocimiento de presencia y
por conceptos, no puede decir el propio sentido originario o último. Es la esencial dificultad de todo lenguaje calculante o construido: la indecibilidad del sentido de su origen, es decir, la ausencia de su sentido total
El problema clásico de la relación entre mente y cerebro, lejos
de ser eliminado como un pseudoproblema, tal y como ocurre en
el reduccionismo positivista, encuentra aquí, finalmente, la posibilidad de una aclaración esencial. El lenguaje calculante, es decir, el
construido por nuestro cerebro, choca, en su raíz, con la paradoja
del metalenguaje, en la cual se exprime la imposibilidad, para nosotros, de un lenguaje absoluto, capaz de contener en su totalidad
el sentido de sí mismo. Según una tesis propuesta por Alfred Tarski en su ensayo sobre La fundación de la semántica científica, «un
metalenguaje contiene definiciones metodológicamente correctas
y materialmente adecuadas de los conceptos semánticos (de una
lengua) si y sólo si ese metalenguaje está dotado de variables de
tipo lógico superior respecto de todas las variables de la lengua
tomada en consideración».
Ahora bien, si fuese verdad que dado un lenguaje cualquiera,
siempre es posible construir otro lenguaje que pueda hablar correcta y adecuadamente de aquél, el lenguaje en el que este principio está expresado sería absoluto, es decir, tendría un sentido total,
y si fuera absoluto, no sería verdadero. La mente como autocon-
ciencia —muy distintamente del «espectro de la máquina» sobre
el que han fabulado los teóricos del «espectáculo interno»— es la
conciencia de esta paradoja que prohibe la «construcción» de un
lenguaje absoluto y, por lo tanto, se sustituye como silencio o sentido de lo indecible en el ámbito de toda nuestra práctica lingüística. Aquí está la diferencia de fondo entre la inteligencia natural
del hombre y la inteligencia artificial que proyecta y construye.
Esta puede solamente intentar la construcción del propio lenguaje hacia niveles cada vez más altos de abstracción, pero no
puede dar un sentido al propio no poder hablar; aquélla, la inteligencia natural, puede en cambio transformar su propio hablar en
el silencio, es decir, en la conciencia de su incapacidad de construir el sentido de su propio origen. ¿Cómo es posible esta transformación, esta «reditio in se ipsum» del lenguaje natural humano?
Porque el lenguaje natural del hombre es el único lenguaje que
no es sólo construcción, sino construcción y silencio, discurso y
disponibilidad a la escucha.
En este sentido, la mente del hombre es la forma, «innere
Form», como diría Goethe, del cerebro neuronal, en cuanto en
ella vive lo que es indecible en todo su decir. La música y la
poesía, la experiencia de lo sagrado, la invención moral y la filosofía como pregunta, indicio y cifra de la transcendencia son las
expresiones esenciales de esta endíadis de construcción y silencio.
Las técnicas informáticas, al dar al hombre las reglas operativas y
los instrumentos extraordinariamente eficaces de la actividad que
éste está llamado a asumir en una sociedad cada vez más racionalmente construida, acaban aquí, ante la pregunta del sentido originario de la experiencia en la totalidad de su hacerse. Este preguntar, este disponerse a escuchar, es el acontecimiento por el cual el
hombre viene al mundo como hombre. Eludirlo o intentar cerrarse ante sus exigencias profundas significa romper el eje en el que se
asienta esta transformación científica del mundo, que es hoy día el
signo distintivo de una civilización que está llegando a los límites
de su potencia tecnológica y de su precariedad espiritual.
ENDÍADIS DE
CONSTRUCCIÓN Y
SILENCIO
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