yo la autenticidad a la autorrealización como referente descentrado entre

Anuncio
El yo tardo-moderno o la búsqueda inútil de la redención de la vida. De
la autenticidad a la autorrealización como referente descentrado entre
lo sagrado y lo profano
Dra. Rodríguez-Molina, Teresa T.
(Universidad de Granada)
Habet mundus iste noctes sua et non pancas
San Bernardo de Claraval
Había una vez una Rana que quería ser una Rana auténtica, y todos los días se esforzaba
en ello. Al principio se compró un espejo en el que se miraba largamente buscando su
ansiada autenticidad. Unas veces parecía encontrarla y otras no, según el humor de ese
día o de la hora, hasta que se cansó de esto y guardó el espejo en un baúl. Por fin pensó
que la única forma de conocer su propio valor estaba en la opinión de la gente, y
comenzó a peinarse y a vestirse y a desvestirse (cuando no le quedaba otro recurso) para
saber si los demás la aprobaban y reconocían que era una Rana auténtica. Un día
observó que lo que más admiraban de ella era su cuerpo, especialmente sus piernas, de
manera que se dedicó a hacer sentadillas y a saltar para tener unas ancas cada vez
mejores, y sentía que todos la aplaudían. Y así seguía haciendo esfuerzos hasta que,
dispuesta a cualquier cosa para lograr que la consideraran una Rana auténtica, se dejaba
arrancar las ancas, y los otros se las comían, y ella todavía alcanzaba a oír con amargura
cuando decían que qué buena Rana, que parecía Pollo
Augusto Monterroso
La Rana que quería ser una Rana auténtica
“La vanidad está tan arraigada en el corazón del hombre, que un soldado, un granuja, un
cocinero, un mozo de cordel se alaba a sí mismo y quiere tener sus admiradores; los
quieren hasta los mismos filósofos; y quienes escriben en contra quieren tener la gloria
de haber escrito bien y quienes los leen quieren tener la gloria de haberlos leído; y yo
mismo, que escribo esto, tengo quizás este deseo; y quizás quienes lo lean…”
Pascal, Blaise
Pensamientos, 150
1
Introducción
En el mapa lingüístico de las sociedades occidentales actuales, la idea de la
autorrealización aparece como uno de los requisitos capacitadores para decir qué es lo
que nos mueve y alrededor de qué construimos nuestras vidas.
Como no puede haber mapa sin territorio, para no caer en la parábola borgiana
de confundir uno con otro, lo que aquí se propone es una indagación reflexiva y sociohistórico fundamentada, por un lado, en una cuestión que emana de su cartografía: ¿Qué
imagen o imágenes de la naturaleza, actitudes, ideas y tradiciones dan sentido a la
autorrealización como respuesta vital de nuestro tiempo?
Por otro, como cualidad remitida desde el territorio, como situación existencial
de nuestro tiempo, la autorrealización refiere un horizonte inseparable del deslizamiento
moderno hacia el subjetivismo, desde donde se señala el término como generalización
de una visión que la convierte en el valor principal de la vida, relacionada con la
promesa de una vida propia.
Pensando el trabajo como una exploración de sus posibilidades, desde el
territorio, la autorrealización confirmaría un fundamento: la contingencia o el horizonte
de realidad que nos trasciende –ya Pascal dio voz a ello con su imagen del junco
pensativo–. Sobre el mapa, donde se confina la elaboración de sus implicaciones, la
autorrealización prodiga una larga narrativa cósmica, histórica, filosófica, literaria y
social de señales donde se registra algo valorado como sustrato cultural: desolados, pero
sin amilanamiento, los seres humanos de todos los tiempos existimos en un espacio de
interrogantes.
Desde ambas situaciones, la autorrealización proyecta y alberga la dirección
directriz sagrado/profano: horizontes de sentido reductores de la contingencia,
urdimbres contra la incertidumbre que nos contienen y fijan nuestro presente y nuestra
historia. Como atributo final tardomoderno, sin embargo, una cuestión grabaría ambas
circunstancias y sus extensiones. Palabras como autoexpresión, auto-afirmación o
autosatisfacción, referidas al mapa, contienen una disposición más compleja en el
territorio: el hombre y la idea de libertad proveen de un anhelo de redención de la vida
que se prolonga hasta la actualidad.
Esa redención arrastra al individualismo moderno, fijando un horizonte de
interioridad fundamentado por el elemento clave de la elección. Desposeídos, sin
embargo, del viejo orden teísta, desvinculados, por tanto, de un yo unitario, el mundo
2
que nos rodea lo seguiríamos imaginando desolador, salvo por ese mundo interior que,
paradójicamente, fue arrojado por la Ilustración y el Romanticismo a nueva compostura
territorial fronteriza que, a partir de ahí, ya no provee de la redención de la vida. De ahí
que la autorrealización quede hoy des-dibujada en el mapa como elemento relativo a la
mercadería y la terapia.
Para evidenciar eso, el trabajo comienza tratando los conceptos de contingencia,
orden y riesgo, exponiéndolos como urdimbres de la inteligencia frente a lo
indeterminado. Se refiere el abandono de la raíz mitológica, como paso previo al
proceso de desencantamiento del mundo, que articulará los marcos referenciales de lo
interior-exterior de forma no-unida, que aquí sirven de ordenamiento central del
argumento. Con ellos comienza la historia de la idea de individualidad y en ellos
acontece la historia sagrado-profana de la “perdida” interior de la seguridad ontológica.
En esa historia son imprescindibles la concepción dual de cuerpo-alma, la idea
de autocontrol del final del helenismo o la idea de autorresponsabilidad del cristianismo,
la idea de autenticidad del Renacimiento, el nihilismo de la diferencia moderna, la
búsqueda de la felicidad, la idea de destino no adscrito, origen de la decisión y origen
del riesgo moderno, etc. En esa historia, la Ilustración supuso un nuevo énfasis hacia el
subjetivismo moderno y el Romanticismo será la última radicalización del énfasis
subjetivista de nuestra era.
Como ideas-resortes del Romanticismo, interior-exterior se presentan como un
no-lugar mental, donde la realización personal y el anhelo de una vida propia, junto a la
noción del poder comenzar-se de nuevo. Sobre ellas, sin embargo, se formula la
conmoción reductora de un yo atomizado-hedonista, adscrito al liberalismo existencial
imperante en el post-fordismo actual, como dominio biopolítico de la insustancialidad.
Sobre ese interior desprovisto se articula la idea tardomoderna del yo terapeutizado.
Esa reducción funcional, sin embargo, desatiende el hecho que la cultura
occidental es una cultura de fuentes múltiples. Ese yo atomizado no es la única tipología
de individualidad que nos circunscribe. Su dominio comporta un reto epistemológico en
nuestra era: desvelar esa mutación histórica aún en curso, descubriendo el vasto interior
humano-exterior mundo del siglo XXI. Contribuir con ese esfuerzo es el objeto de este
trabajo.
3
Contingencia, pensamiento, orden, desencantamiento del mundo y riesgo. El
territorio del yo moderno-tardomoderno
La inteligencia humana alberga la idea de lo indeterminado y de la contingencia.
La incertidumbre es una urdimbre en ese tipo de adversidad. La inteligencia humana
transfiere esos atributos al mundo. Lo imagina y percibe proporcionado y desarreglado
por ellos. Contra la contingencia, la inteligencia humana es el territorio del atávico
atrevimiento por representar un orden y el del empeño por el orden. El carácter social e
histórico del hombre rige la naturaleza social y mudable del tiempo, del orden y del
riesgo1.
Orden, tiempo y riesgo le confieren una genealogía conceptual a la
contingencia, una historia de representación a las diversas ideas y fórmulas reductoras
de la contingencia que pueblan la inteligencia humana y la historia social y cultural
humana. En su genealogía conceptual, por tanto, se observa la metamorfosis semántica
que experimenta la contingencia; es decir, la posibilidad de que la realidad sea de otro
modo. Desde el principio de los tiempos humanos, según Beriain (2000: 77), vemos que
las fórmulas de reducción de la contingencia –transformación de lo indeterminado en
determinado– conforman el umbral cultural y sociopolítico de seguridad, de
certidumbre y de verdad.
En el orden mitológico, la reducción de la contingencia se consigue a través de
la sacralización de toda la realidad (Beriain, 2000: 77). Con ella se llega a una
modalidad de experiencia y de pensamiento denominada matriz mitológica (Berger,
1993: 110). En ese mundo mitológico, las fronteras entre el individuo y el mundo tienen
un carácter fluido. Lo humano se integra en una continuidad del Ser que se extiende
desde la comunidad, pasando por lo que se denomina como naturaleza, comprendiendo
también el reino de los dioses y el de otras entidades sagradas (Mircea Eliade, 2003).
Esa cosmovisión mitológica, no obstante, se quebrará en diferentes momentos y
en distintas partes del mundo. Comienza la historia de la idea de individualidad,
1
Las cosas están ordenadas, si se comportan como uno espera que lo hagan. Esta es la principal atracción del orden:
la seguridad que acompaña a la capacidad de predecir (Bauman, 2001: 43). El riesgo es un constructo social e
histórico que se basa en la determinación de lo que cada sociedad considera en cada momento como normal y seguro.
El riesgo es la medida, la determinación limitada del azar según la percepción social de una seguridad ontológica, el
riesgo representa un dispositivo de racionalización, de cuantificación, de materialización del azar, de reducción de lo
indeterminado como opuesto del apeiron (lo indeterminado) de Anaximandro (Beriain, 2000: 60).
4
representada por la imagen de un yo desgajado de una continuidad cósmica o por la
ruptura de un yo plenamente integrado en el todo2.
Pasado ese acto primigenio de abandono de la matriz mitológica, en occidente
acontece el proceso de desencantamiento del mundo. La específica dinámica de
racionalización sociocultural occidental se explica por la significación social y cultural
del desencantamiento del mundo (Beriain, 2000: 106).
Articulado en forma de tradición, desde el judaísmo antiguo, como en el
pensamiento griego y el cristiano, a todas las preguntas últimas acerca del acontecer se
las empuja hacia un orden interior humano y otro exterior, llamado mundo, que se
comunican. El desencantamiento del mundo implica concebirlos no unidos; ya no son el
mismo y único todo, como señalaba el anterior monismo cosmológico. Interior y
exterior se disocian en mundo y humano (Sloterdijk, 2010).
El desencantamiento del mundo, la pérdida del jardín encantado (Weber, 2005),
en consecuencia, es el proceso de racionalización occidental que vuelve necesarios los
marcos referenciales de lo interior-exterior3. Desde entonces, sin el auxilio de una
respuesta dada, se formula la pregunta sobre qué es el mundo. Desde entonces,
desprovistos de ese orden cosmológico totalizado, para responder a la pregunta sobre
quiénes somos, hay que saber lo que es importante para nosotros.
Saber lo importante, saber quién eres, es ahora estar orientado (Taylor, 2006:
52). Estar orientado reduce la contingencia en el interior. La ineludible circunstancia de
estar en el mundo y tener que conocer el mundo, para saber a qué atenerse también en
ese exterior, supone también desde entonces tener que orientarse4.
Como consecuencia de ese tener que orientarnos, los seres humanos existimos
en un espacio interior y exterior de interrogantes. Desde ese tener que orientarse,
hombre y mundo son dos espacios ignotos llenos de interrogantes. A esos interrogantes
responden los nuevos marcos referenciales diferenciados de lo interior-exterior. En esos
marcos referenciales separados de lo interior-exterior es donde “de nuevo” actuamos
2
La idea de individualidad germina como consecuencia del colapso del orden mítico (Berger, 2006: 81). Si yo hoy
puedo hablar en primera persona es porque antes alguien se ha dirigido a mí como un tu (Sloterdijk, 2006: 63). La
primigenia interpelación occidental del tu (el momento originario de la individualidad occidental) comienza con el
Dios único de los hebreos, un Dios que le habla directamente al yo humano de la primera persona (Berger, 2006).
3
Dejar de ver el mundo de forma unificada entraña la separación exterior-exterior. Según Beriain (2000: 107-108),
esta fragmentación se ejemplifica en el “mito del héroe”.
4
El desencantamiento del mundo implica la fragmentación de la conciencia colectiva, de aquel primer mundo
instituido de significado que se articulaba en torno a un imaginario social central: Maná, el Karma, Yahveh, Jesús de
Nazaret, etc. Esa fragmentación del centro simbólico sagrado da origen a una comprensión descentrada del mundo,
donde el mundo externo (naturaleza), la comunidad social y la psique han sido diferenciados (Beriain, 2000: 108).
5
como si funcionásemos como un sentido y es desde donde percibimos el mundo como si
funcionase con un sentido5.
En ese interior originario, distanciado de lo exterior, indisoluble a la nueva
participación vinculada de la directriz de lo sagrado/profano, se deposita la disposición
moral y ética primigenia del hombre racional: que los seres humanos están capacitados
para una vida mejor (Taylor, 2006: 51). Como representación, forma parte del trasfondo
de nuestras creencias y pensamientos. Frente a la contingencia, eso es un sólido arraigo
y un orden fundamental, orientado a la acción, esencial para comprender el impulso de
la cultura occidental.
El hombre no es más que un junco, advierte Pascal (2008), “el más débil de la
naturaleza; pero es un junco pensante. No es necesario que el universo entero se arme
para aplastarlo: un vapor, una gota de agua basta para matarlo. Pero, aun cuando el
universo lo aniquilara, el hombre sería todavía más noble que lo que lo mata, porque él
sabe que muere y conoce la ventaja que el universo tiene sobre él; el universo no sabe
nada. Toda nuestra dignidad consiste, pues, en el pensamiento. Por éste debemos
dignificarnos, y no por el espacio y la duración, que no podríamos llenar. Por lo tanto,
esforcémonos en pensar bien: he aquí el principio de la moral”.
La topografía integrada e inicial de ese marco referencial racional interior está
representada por la idea de una interioridad orientada, merecedora, y por la idea de un
mundo que puede ser alterado y arbitrado por medio de la razón. Sin eso aprehendido, el
último yo unificado de la filosofía, articulado en la teoría de Platón, no hubiese podido
desarrollar su conocimiento jerarquizado de la interioridad/realidad/mundo/cosmos. La
noción primigenia del yo moderno está afectada por esa ordenación trascendental de la
interioridad hacia la exterioridad, introducida por Platón. La definición de orden
racional, como la transformación que Descartes denomina interiorización, es el origen
de la razón moderna (Taylor, 2006: 179).
San Agustín, por su parte, es el autor que les confiere una nueva correspondencia
a esas entidades de interior-exterior, enfatizando también el interior. Inseparable de ese
proceso de desencantamiento del mundo, el vuelco de San Agustín hacia el interior
individual fue un vuelco hacia la reflexibilidad radical (Taylor, 2006: 190). Ahí reposa,
en origen, ese sentido irresistible del lenguaje de la interioridad.
5
Desde entonces, lo sagrado ya no es tanto una extensión totalizadora del mundo, como una propiedad que se inserta
en los dos marcos referenciales interior-exterior. Al perder lo mitológico el monopolio cosmovisional, la propiedad
de lo profano se inserta como otro marco referencial interior-exterior.
6
Siguiendo con Taylor (Ibídem), San Agustín fue el inventor del argumento que
conocemos como “cogito”. Para la búsqueda de la verdad, fue el primero en asumir
como fundamental el punto de vista de la primera persona, originando la vertiente de la
espiritualidad occidental que registra en el interior las certezas de seguridad,
certidumbre, de verdad y de Dios (Taylor, 2006: 200).
Santo Tomás, Descartes, Leibniz, la filosofía en bloque, la literatura, la pintura,
no hubo vuelta atrás desde donde mirar. Había comenzado el giro moderno hacia la
subjetividad. Las fuentes morales, la ética o el mundo están dentro de nosotros. Se ha
interiorizado la primera persona como una significativa y pujante facultad
sagrado/profana de lo humano y de lo social-cultural (Sloterdijk, 2006). El orden de las
ideas deja de ser algo que encontramos para convertirse en algo que construimos
(Taylor, 2006: 205).
Como estructura moderna, la idea de interioridad adviene como un territorio con
diversas vertientes. De la tradición medieval, se deriva como el espacio de un dualismo
individual encontrado, simbolizado por las ideas diferenciadas de cuerpo y alma. El
cuerpo fue reservado para los instintos. Es la tierra de los impulsos, de todas las
pasiones, el habitáculo de los sentidos y el resorte de todos los placeres. El alma, en
cambio, se concibió como el lugar donde habita lo sensible, donde reposan las virtudes
y el vasto mundo de las imágenes preclaras. Es el depósito de la mejor inteligencia
humana y de la voluntad. Descubridora de las respuestas verdaderas y de la salvación.
Todo pensamiento y anhelo cabal se sustenta en ella.
La idea profana del autocontrol, por su parte, prescrita como respuesta
reguladora por las últimas filosofías individualistas del periodo helenístico, es rescatada
por San Agustín, incorporándose ya no solo como ordenamiento interior ascético frente
al mundo, sino como el horizonte moral de uno mismo, adyacente a la idea judeocristiana de autorresponsabilidad (Berger, 1993).
Tras el declive de esa topología binaria cristiana, fundamentada en la creencia en
el cielo y en infierno, como mutación simbólica profana, surge el miedo a la nada, al
vacío, que ya no contiene solo el nihilismo desafiante y negador de la actitud del cínico,
sino el nihilismo de la razón procedente de la diferenciación moderna (Beriain, 2000:
110).
Incorporado también a esa vasta tradición, otra de las vertientes interiores del
proceso de desencantamiento ha contribuido a configurar la idea de destino no adscrito,
que la modernidad transforma en decisión. Si elegir había sido considerado por la
7
tradición como una posibilidad real, pero remota, en el hombre moderno se convierte en
una necesidad. La modernidad crea una nueva situación en lo interior, en cuanto que
seleccionar y elegir devienen imperativos (Beriain, 2000: 110).
En el interior, diferenciación, secularización, pluralismo, fragmentación, etc.,
con arreglo a sus propias dinámicas, son los procesos que abren las compuertas a la
conformación de estructuras, valores, ideas y postulados sagrado-profanos que entran en
tensión. La articulación moderna de esos procesos introdujo nuevas situaciones sociales
y culturales que, en su tiempo, fueron percibidas más como lugares de preguntas que de
explicación (Sloterdijk, 2010).
Este hecho revela que la reducción de la contingencia ya no opera en la época
sobre la idea de un elemento de posibilidad única. El despliegue de la modernidad
supone la pérdida distintiva de la ordenación de puntos de partida unívocos. El inicio de
la posibilidad de pasar de un lenguaje a otro, de una realidad a otra, de una esfera a otra,
obliga a decidir y a tener que determinar lo contingente dentro de cada sistema. Supone,
por tanto, que decidir, el tener que elegir, alberga nuevos fundamentos de riesgo en un
contexto moderno que amplifica y extiende los resortes de lo contingente.
Tener que decidir sobre puntos de vista diferentes y cursos alternativos de acción
es la consecuencia moderna de la coexistencia problemática entre la expansión de las
posibilidades y la expansión de los riesgos. Entendido como secularización de la
fortuna, el riesgo moderno deviene de las consecuencias atribuidas a las decisiones. Esto
ha generado la idea de que es posible evitar los riesgos y ganar en seguridad cuando se
decide de forma diferente (Beriain, 2000: 61).
Eso suscita, sin embargo, una nueva cuestión trascendental: ¿esa prudente
resolución evita lo indeterminado de las consecuencias de las decisiones? No, la
modernidad es la nueva era en la que ninguna conducta o decisión están libres de riesgo
(Luhmann, 1998). Es un nuevo tiempo que implica tener que hacer frente a la falta de
“seguridad ontológica”, que no puede dar cuenta del incremento de las contingencias de
la modernidad, desatadas como consecuencia de que lo improbable deviene probable
(Beriain, 2000: 112). El riesgo aparece como constructo social e histórico, como rasgo
articulado e indisoluble a la modernidad.
Como expresan Berger y Kellner (1979: 80), la modernidad es el comienzo de la
pérdida metafísica de la urdimbre, como ese manto de confianza que posibilita el
8
mantenimiento de un entorno viable como correlato del carácter migratorio de la
experiencia social del hombre y del “sí mismos”6.
Ilustración e identidad, un nuevo énfasis en el deslizamiento hacia el subjetivismo
moderno
El programa de la Ilustración era el programa del desencantamiento del mundo.
Se propuesta era la de disolver los mitos y derribar lo imaginario, mediante la ciencia
(Horkheimer y Adorno, 1996: 59). Una vez ya no quede nada ignoto, lo humano podrá
haberse liberado del terror (Beriain, 2000: 112). Razón, libertad, descreimiento y
felicidad en la tierra se convierten en los rasgos característicos de la Ilustración.
Sin embargo, más allá de sus fundamentos descriptivos, porque la Ilustración no
termina en ellos, porque es mucha la vastedad de esos conceptos, se puede intuir que,
para penetrar ese complejo programa, como orientación analítica, no hay que perder de
vista un horizonte singular, a menudo obviado o reducido en las ciencias sociales: que la
cultura moral moderna es una cultura de fuentes múltiples7.
Como mantiene Taylor (2006: 79), los cambios sociales, políticos, económicos,
la ciencia o la renovación de ideas, etc., confluyen y hacen posible la identidad moderna
o disponen la urdimbre de la conciencia del hombre moderno. Pero se precisa de algo
más que una explicación sobre los hechos históricos, al preguntarse qué fue lo que
ocasionó la identidad moderna o ese nuevo tipo de conciencia.
Como cuestión trascendental, sin duda, está ligada a las nuevas condiciones
generadas por la modernidad. El tema, no obstante, obliga a no quedarse ahí, de la
misma manera que hoy no hay que contentarse con la explicación dominante que el
fenómeno de la globalización es una consecuencia-directriz del nuevo capitalismo
globalizado. Como expone Sloterdijk (2010: 25): “los comienzos reales de la
globalización están en la racionalización de la estructura del mundo de los cosmólogos
antiguos que, por primera vez con gravedad conceptual, mejor, morfológica,
reconstruyeron la totalidad de lo existente en figura esférica y ofrecieron a la
consideración del intelecto esa edificante configuración de orden”.
6
Esto se observa claramente a través de las representaciones del mundo. Desde la Grecia presocrática hasta la Edad
Media, las diversas representaciones del mundo fueron obra de los metafísicos. En la modernidad, la tarea de dibujar
la nueva imagen del mundo recae ya en los geógrafos y en los marinos (Sloterdijk, 2010: 39). Esto alberga una
transformación radical en el sentido de lo ontológico y de lo cósmico.
7
¿Qué tiene la Jerusalén celestial de la antigua Atenas griega? (Sloterdijk, 2006). En el mismo sentido también se
puede pensar en la Granada Nazarí, como emplazamiento de la última presencia de oriente en occidente, y en la
antigua Constantinopla, como emplazamiento de la última presencia de occidente en oriente (Yourcenar, 2002).
9
Partiendo de una conjunción relacional de los procesos, funcionamientos e ideas,
pero trascendiéndolos en el tiempo, contra la contingencia, básicamente, la Ilustración
comienza situada en la fundamentación teísta de la tradición y, sin que esto suponga un
hecho excluyente de lo anterior, termina por organizar una perspectiva no teísta del
hombre y del mundo8.
Aunque el tema moderno de la identidad viene del Romanticismo,
esencialmente, la vertiente de la interiorización Ilustrada ha contribuido a establecer la
idea de identidad-conciencia en sentido moderno. La ilustración, por tanto, se convierte
en el momento inaugural de uno de los conceptos más poderosos de la era moderna.
Con ella, el viejo ideal judeo-cristiano de la auto-responsabilidad y el gran tema
heleno del auto-control emergen de nuevo, envueltos por su lago y prolífico viaje por el
medievo y el Renacimiento. Se anexan a ellos la idea de la dignidad humana y la idea de
felicidad en la tierra como un derecho para todos, donde las definiciones secularizadas
de la libertad y de la razón, que acompañan a la Ilustración, terminan siendo también los
instrumentos al servicio del sueño ambivalente del progreso social y humano.
Ahora ya filtradas por el racionalismo y por los debates propios de la época,
entre otras convergencias fundacionales, se pueden destacar dos ideas renovadas por la
Ilustración que penetran más hondamente esas ideas de autorresponsabilidad y autocontrol. Por un lado, el autoconocimiento, argumentado y defendido por Montaigne,
también vinculado al yo solitario que funda el proceso de desencantamiento del mundo
y enfatiza la tradición judeo-cristiana, inaugura un modo de interioridad reflexiva
secular que es intensamente individual. De su empeño profano y de su arraigo sagrado
deviene que el yo pensante de Descartes y el yo del autoconocimiento de Montaigne
sean dos yoes enfrentados en la Ilustración.
Por otro, el humanismo incorporó la idea de naturaleza al interior del hombre
moderno. Como visión, esto no solo dará lugar a la extensión del naturalismo como
fundamento de la Ilustración. La cuestión es que en Ilustración, ese naturalismo vincula
al nuevo individualismo moderno con los viejos resortes judeo-cristianos de la
independencia responsable y el de la particularidad reconocida (Berger, 1993), que
Simmel (2001), con posterioridad, examinará ya como rasgos propios del Idealismo,
distinguiéndolas expresamente en las tipologías del individualismo germánico y del
individualismo románico, adscritas al Romanticismo.
8
El humanismo secular en el que se basa la Ilustración también se arraiga en la fe judeo-cristiana; surge de una
mutación que se desarrolla en a lo largo del medievo el seno de esa fe (Taylor, 2006: 434).
10
Racionalismo, sensualismo y, posteriormente, idealismo, entrañan un vuelco en
la manera en la que se percibía la naturaleza y el lugar moral de la razón, amplificando
intensamente el alcance de la voz interior. Son los puntos de transformación de la
cultura moderna hacia una interioridad-mental más honda. Deístas, idealistas, realistas,
materialistas, monistas inflexibles, utilitaristas, nihilistas, mecanicistas, etc., son puntos
de inflexión en la individuación expresiva y en la revolución expresivista que emerge
con la época, escenificando el bullicio frenético de las ideas que atraviesan e impulsan
la Ilustración, fundamentando posteriormente la batalla entre el racionalismo de la
Ilustración y el idealismo del Romántico, que continúa librándose a lo largo de toda
nuestra cultura (Taylor, 2006: 564).
Autenticidad, razón auto-responsable, autocontrol, búsqueda de la felicidad,
autoafirmación,
autorrealización,
autosatisfacción,
benevolencia,
negación
del
fatalismo, la afirmación de la vida corriente, impulsos/pulsiones, pasiones, imaginación
creativa, libertad, dignidad, moral, ética, los derechos, instrumentalismo, especialísimo,
fragmentación de la experiencia, etc., todos estos conocimientos y perspectivas son los
puntos en el mapa incipiente de la identidad-conciencia moderna, que el Romanticismo
y el siglo XX ahondarán en un marcado deslizamiento hacia el subjetivismo.
En su estela, Walter Benjamin reseñará una de las ideas centrales de nuestro
tiempo, que “el interior” representa para el hombre privado el universo. En él congrega
la lejanía y el pasado. Su salón es un palco en el teatro del mundo (Sloterdijk, 2010: 43).
Lo novedoso de esos puntos y de ese mapa del expresionismo incipiente es que
revelan cómo la idea de interioridad, a partir de la Ilustración, se presenta abierta al
mundo de la exploración que implica la postura principal de la primera persona.
El tema de la identidad-conciencia moderna, en definitiva, con la Ilustración,
comienza a ensanchar sus horizontes semánticos, avanzando en una nueva disposición
interior, donde pensamiento y sentimiento terminarán siendo entendidos por el
Romanticismo como cualidades psicológicas de lo humano.
En esa nueva disposición interior, sin embargo, será esencial el contrasentido del
confinado y trascendental pensamiento auto-reflexivo de Rousseau, al descubrir a su yo
solitario y afligido en la isla de Saint-Pierre –paradójicamente, el espacio elegido por el
autor para el descanso y el contento.
Si la razón es una potestad que fundamenta la libertad y la felicidad, como
progresos del hombre y de mundo que nos circunda, en el interior, sospecha Rousseau,
de nada sirven. En el interior humano, la felicidad perfecta es una ensoñación. Si es una
11
conquista para el mundo, en el interior humano la inexactitud de su ofrecimiento
liberador se revela como la decepción ante su imposible.
A pesar de esa vasta certeza intuida, aunque sea de modo desolador y
desconsolado, Rousseau mantendrá su obstinación de Ilustrado, manteniendo la
proclama de que el individuo, a pesar de todo, debe intentar ser feliz en este mundo.
¿Cómo intentar serlo desde ese interior desconsolado? Comenzando de nuevo9.
La contradicción de Rousseau, no obstante, será la contradicción de su propio
tiempo. Por una parte, como derecho y obligación que incumbe al hombre, la felicidad
alberga un riesgo. Supone tener que afrontar la duda y la desilusión que reside en la
posibilidad de no ser felices en el mundo tal y como lo conocemos y experimentamos.
Por otra parte, están las proclamas optimistas y la fe ilustrada en los logros de la
razón, junto al escenario expansivo de la modernidad, que imprimen en el interior y en
el exterior, como anhelo y compromiso legítimo del hombre, el deseo de ser feliz y el de
construir y hacer un mundo mejor.
Ambas circunstancias gravan ahora la existencia interior del hombre, al tener
que cargar éste con el peso y la incertidumbre de que el anhelo de felicidad se conjuga
no solo con el carácter de una propiedad entitativa, también con el agravio de la
obligación y del deber. ¿Cómo no ser feliz en un mundo que afirma que se puede y se
debe serlo?
Romanticismo y contemporaneidad. El mapa de lo biográfico y la promesa de una
vida propia sin redención
La órbita significativa del Romanticismo gira en torno a la idea de realización
personal. Desde entonces, el yo ya no es solo una idea, también es un lenguaje
históricamente condicionado (Taylor, 2006; Sloterdijk, 2006).
El Romanticismo nos acerca a la perspectiva inaugural del pensar y del sentir
tardo-moderno. Desde entonces, ese pensar y ese sentir son los lugares comunes, ante
los desafíos de lo desmesurado y las diversas atmósferas de un interior sagrado-profano,
permanente asediado. Ni lo interior, ni lo exterior, como tales, aparentan ya concreción
9
La aventura de la subjetividad en cada época no es muy diferente de la voluntad orientada a esa iniciativa del
comenzar de nuevo. Solo porque la tradición puede ser también una madrastra, se han podido subjetivar tan
apasionadamente los hombres; por esa razón han desarrollado su propiedad más sublime y peligrosa: la capacidad
revolucionaria del comenzar por uno mismo contra el ser-ya-comenzado. […] La autodeterminación, la
autorrealización, la autofundamentación… estas expresiones no habrían alcanzado todo su sentido e importancia para
la humanidad si los hombres desde los inicios de las grandes culturas no hubieran tenido un interés en liberarse de las
malas tradiciones (Sloterdijk, 2006: 47).
12
ni objetividad ante nosotros. Termina el tiempo de la subjetivación Ilustrada. Comienza
la aventura de la subjetivación tardomoderna.
Tras el descubrimiento insólito de Rousseau, los Románticos son los primeros
que se plantean por qué los seres humanos sufren a través de los siglos y por qué el ser
humano vive en un estado permanente de contradicción interior.
Entendido ese interior como el lugar común al que nos arroja el
desencantamiento del mundo, a partir de esa tensión Ilustrada, el Romanticismo asume
esa sombra que se cierne sobre la idea de felicidad, aceptando su anhelo como una
incierta e ilusoria promesa depositada en la imagen de la simultaneidad y del no-lugar;
una representación que Hegel (2006) enclavará en su idea de la conciencia desdichada10.
Con ese término de conciencia desdichada, Hegel se refiere a una forma de observar
el mundo que había constituido la fuerza histórica del cristianismo anterior a la
Reforma. Al situar lo divino en un plano fuera de lo humano, el cristianismo había
establecido una división fatal entre lo sagrado y lo profano. Los seres humanos,
esforzándose siempre
por alcanzar
al
Dios
espiritual
inmutable,
chocaban
constantemente con las cambiantes necesidades y limitaciones del mundo material, por
lo que sus deseos y demandas entraban siempre en conflicto11.
La aportación de Hegel, sin embargo, consistirá en estimar que esa conciencia
desdichada no era un rasgo permanente de la condición humana, ni un defecto congénito
que sólo la gracia de Dios podía enmendar, sino un estadio transitorio en la historia,
según rige uno de los principios fundamentales defendidos por Hegel (2006): el proceso
histórico funciona al servicio de la liberación humana12.
El Romanticismo deposita en ese no-lugar las imágenes figurativas de la psique,
del “espíritu moderno”, y en la psique graba la emblemática cualidad del poder
comenzar de nuevo –un nuevo mirar hacia adelante para llegar otra vez al “sí mismo”–,
donde esa fuerte concepción idólatra del “sí mismo” se articula como un nuevo círculo
10
"El hombre es esa noche, esa nada vacía, esa noche que lo envuelve todo en su simplicidad, una infinita variedad
de representaciones, de imágenes, ninguna de las cuales es en ese momento pensada ni está presente. Lo que existe
aquí es la noche, la naturaleza en su interioridad, el yo en su pureza. En torno a esas representaciones fantasmagóricas
se cierne la noche: aquí aparece bruscamente una cabeza ensangrentada, ahí una forma blanca, para desaparecer de
inmediato. Esa noche es la que descubrimos cuando miramos a los ojos al hombre, una noche que se torna cada vez
más espantosa: cae ante nosotros la noche del mundo" (Citado por Bataille, G., en “Hegel, la muerte y el sacrifico”,
Escritos sobre Hegel. 2005. Madrid, Editorial Arena Libros)
11
Este análisis no es original de Hegel. Forma parte de la propia corriente del cristianismo que consideraba que el ser
humano, fatalmente desgarrado por el pecado original, estaba condenado a vivir, terrenalmente, en un permanente
conflicto consigo mismo. Aunque Santo Tomás abre la puerta a la posibilidad de ser feliz en la Tierra, a través de la
idea de felicidad imperfecta, la felicidad, como tal, no está en la constitución humana. La sospecha de Rousseau la
confirma el Romanticismo.
12
La obra de Darwin, El Origen de las especies, publicada en 1859, tuvo un gran efecto en su tiempo, produciendo
además un cambio trascendental en las ciencias y en la propia concepción social y humana.
13
interior cuyo centro está en todos sitios, pero en cuyas diferentes zonas referenciales la
idea de totalidad no está en ningún lugar –es el no-lugar como forma de conciencia que
esgrime el personaje de Musil en El hombre sin atributos.
Estructurado como partes del proceso de diferenciación moderna, a su vez, esa
propiedad enfática del “sí mismo”, que confirma el deslizamiento del romanticismo
hacia el subjetivismo, forja también que en el imaginario social de las sociedades
avanzadas ya no exista un patrón central –monoteísmo–, sino múltiples constelaciones
arquetípicas que actúan en nuestra alma y en nuestra psique –diferenciación (Berger y
Luckmann, 2002). El riesgo como condición interna del hombre y del mundo y un
politeísmo funcional y un politeísmo arquetipal conforman los nuevos territorios
fundacionales de lo tardo-moderno (Beriain, 2000: 143).
Finalmente, como puede derivarse de la obra Campbell (1989), ese no-lugar que
encuadra la psique y las emociones, ese poder comenzar siempre de nuevo, como la
nueva extensión de lo interior, atravesado por la directriz sagrado-profano, marca un
momento existencialmente nuevo. La articulación de estas ideas confirma una inflexión
moderna del vivir desde y por el interior, en un contexto de promesas sin límites, donde
la abundancia material desplegada por la modernidad cambiará profundamente lo que la
gente espera de la vida.
Insertados en una nueva esquematización fragmentada y fugaz de la
temporalidad, lo experimentado, esperado, pensado y lo imaginado, en y desde esa
nueva extensión de lo interior como no-lugar, explicitan la incertidumbre y la
indeterminación como rasgos del incipiente mundo tardo-moderno.
En ese no-lugar, el exterior se estructura sobre la diferenciación y un
intensificado horizonte de lo mudable, junto a las extensiones de lo posible que se abren
con el advenimiento de la sociedad de consumo. Como no-lugar, el interior ya no
gravita en torno a lo sólido, sino sobre lo flotante, porque no se puede mantener una
estabilización prolongada de las expectativas.
Ese interior no-lugar de la psique es el nuevo territorio “del sí mismo“, sitiado
por “el sí mismo”, donde la única abertura es la condición mental de un poder comenzar
de nuevo13. En la abundancia, pero sin asideros, así comienza la historia y el sueño
desbocado del vivir nuestra propia vida, como mecanismo reductor de la contingencia14.
13
Hay que advertir en este momento una cuestión trascendental que Borges refleja en El libro de arena. Ese libro nos
permite comprobar una circunstancia adscrita a la condición humana con la que tenemos que vérnosla, espacialmente,
de manera más enfática desde el Romanticismo: que el comenzar y el comenzar desde el comienzo son dos cosas
muy distintas (Sloterdijk, 2006: 38). Filosóficamente, esa es una cuestión no resuelta. La respuesta de Freud a la
14
Hoy ya no es una exageración, como expone Beck (2001: 233), decir que la
lucha diaria para tener una vida propia se ha convertido en la experiencia colectiva del
mundo occidental. La voluntad individual, las grandes o pequeñas esperanzas, el
hambre insaciable por las nuevas experiencias o la nueva pericia en lo fugaz, hacen que
los individuos tardo-modernos se encuentren también en la vanguardia de una
transformación más profunda (Beck, 2001: 234).
Es la idea de espacio interior llevada a su máxima expresión. En ese sentido, se
ha convertido en el símbolo de mayor expresividad, adaptado por liberalismo
existencial que circunscribe el capitalismo globalizado actual. Dinero significa dinero
propio, espacio significa espacio personal propio, cualquier interioridad se vuelve una
condición mental distintiva, indispensable de tener una vida propia. Colmar esa nueva
orientación pasa por centrar-descentrar interiormente la vida mental y sus voluptuosas
expectativas15.
La ética de la realización y el triunfo individual, originarias del Romanticismo,
se han convertido en la corriente más poderosa de la sociedad tardomoderna. La
prodigalidad simbólica y material del consumismo en la era postfordista, sin embargo,
les confiere un nuevo carácter narrativo atomizado. En ese sentido, la autorrealización
tiene una lectura biopolítica. El anhelo más hondo del interior del hombre romántico en
su conquista por una vida propia, se transmuta en una narrativa interior sobre el éxito
personal y, en consecuencia, adquiere un sentido vital de la experiencia de carácter
disciplinario.
Desde un punto de vista estructural, si la sociedad contemporánea es la
descomposición en multitud de esferas funcionales interdependientes, el nuevo
engranaje de cohesión social es el interior “mental” de ese individuo que tiene que
elegir constantemente, para poder vivir su propia vida. Estudiantes, consumidores,
jardineros, profesores, madres, hermanos, primos, desempleados, vecinos, extraños,
amigos, enemigos, peatones, etc., todo son diferentes lógicas de acción y
disconformidades, facetas parciales y esferas de contingencia, articuladas sobre los
pregunta ¿qué es comenzarse?, sin embargo, fue lapidaria y revolucionaria: comenzarse significa recordarse, traer a la
memoria de qué trata tu propia historia (Sloterdijk, 2006: 118).
14
El realismo de la segunda mitad del siglo XIX se halla ligado a la novela épica, a la novela naturalista y a la novela
mágica. Madame Bovay, de Gustave Flaubert, es la alegórica perspectiva de la desoladora reivindicación de un yo
interior “mental” que ya no encuentra asidero en las fórmulas reductoras de la contingencia que ofrece el contexto
burgués y el mundo de las convenciones burguesas. Madame Bovary es la novela burguesa de la intuición inicial
psicológica por comenzar de nuevo y por la lucha emancipadora por tener una vida propia.
15
Ese énfasis en lo propio, desde el renovado concepto foulcaultiano de biopolítica, representa el redescubrimiento
del ideal liberal de la individualidad disciplinada, exponente del control suave de la era postfordista.
15
parámetros de la abundancia y la elección. En ellas el rasgo común destacable es que, en
su interior, sean cuales sean sus circunstancias, el hombre tardomoderno se ve obligado
a hacerse cargo de algo que está permanentemente en peligro de saltar por los aires: su
propia vida.
En un mundo de abundancias aparentemente sin límites, vivir nuestra propia
vida, tener una vida propia, significa, según Beck (2001: 236), que las biografías
corrientes se convierten en biografías que hay que escoger: biografías de bricolaje,
biografías de riesgo, biografías del éxito, biografías rotas o descompuestas, etc. Incluso
detrás de una fachada de seguridad, prosperidad y logros, las posibilidades de que la
biografía se deslice y se venga abajo están siempre presentes.
La comodidad y la seguridad que proporciona el dinero son ventajas, pero ya no
son un escenario consistente; nada es consistente. El fracaso, como riesgo, se vuelve
personal. El éxito, como riesgo, se vuelve personal. El trabajo ya no es una esfera
sólida. Ha dejado de ser un ámbito de seguridad para convertirse en una inseguridad,
apegada al mundo capitalista de lo descomunal y vertiginoso. El interior del hombre
tardo-moderno, en definitiva, se configura como el territorio “mental” de una nueva
atribución vinculante y atomizada, una nueva posición del sujeto respecto a un sí mismo
instrumental, en un contexto de demandas y ofertas encontradas, derivadas del nuevo
espacio de incertidumbre global.
En él, el sueño transformador del hombre de la Ilustración se ha alcanzado
fatalmente. En el interior, el hombre tardomoderno ya no puede ser un reflejo pasivo de
las circunstancias, sino un constructo activo de su propia vida. Es la nueva providencia
atomizada que rige la esfera interior del “no-lugar” mental, cuyos problemas se han
convertido en disposiciones psicológicas y emocionales determinadas por una decisiónriesgo. Desde ese interior atomizado, en su órbita de abundancia cósmica e infinita, el
mundo exterior “parece” que gravita ajeno.
El exterior es tan profuso, que ya no es el espacio donde domesticar las
incertidumbres del interior, sino el escenario del regocijo que nos procuran la
experiencias de la cultura del narcicismo (Lasch, 1999), la cultura del ocio (Veblen,
2003), la cultura de la abundancia y de las sociedades opulentas (Galbraith, 1984), la
cultura del take-it-esasy (Sloterdijk, 2006), etc.
El exterior ya no es entendido como el lugar donde se materializa la promesa
ilustrada de un mundo mejor. Se ha trasmutado en un inmenso escenario planetario,
colonizado por el capitalismo, los mass-media, por la era del consumo (Baudrillard,
16
1974). Material y simbólicamente, sus profusiones son experiencias-decisiones sobre lo
posible-imposible, alcanzable-no alcanzable, probable-improbable16.
Social y culturalmente, las personas tardomodernas no son desalojadas de las
certezas religiosas, de las cosmologías colectivas, solo son un campo de la elección
personal, donde son arrojadas al espacio interno y diferenciado del “sí mismo-mental”,
donde se erigen en individuos-consumo, a través de sus elecciones-satisfacciones
fugaces e híbridas. “El por ahora”, regido por el principio de urgencia y por el principio
de demora, prescribe una condición tardomoderna de la existencia atomizada, una
temporalización biopolítica escasa de la experiencia que disuelve cualquier vieja
pretensión de lo eterno e inmutable.
La identidad, la conciencia del hombre tardo-moderno, implica el relato de una
vida, más que la imagen fija del nosotros mismos (Sennett, 2001: 247). Razón por la
cual las frases sobre la identidad no dicen mucho, aunque colman de palabras la cultura
institucional y mediática actual con una apariencia dúctil: “identidades marginales”,
“identidades subalternas”, “identidades transgresoras”, “identidades oprimidas”, etc.
Todas esas palabras no sirven para comprender la vida interior en el mundo tardomoderno actual, porque ya no hay una imagen establecida del yo (Sennett, 2001: 248).
El yo flotante tardomoderno ya no es únicamente el no-lugar mental del
Romanticismo, ahora también es un yo biográfico atomizado, con una articulación
narrativa biopolítica del presente y del recuerdo. En ella ya no está el futuro. ¿A dónde
pertenece ese interior? ¿Dónde está el hogar del Ulises atomizado tardomoderno? Sin
una Ítaca a la que regresar, el Ulises actual sigue albergando la mirada que contiene toda
la aventura humana, pero ahora la terapia y la idea de comenzarse de nuevo –sin poder
comenzarse desde el comienzo–, orientan el cosmos interno de su viaje vital17. La vida
interior del hombre tardomoderno atomizado no es una identidad de sentido sino un
laboratorio psicológico.
Un interior terapeutizado es el de una conciencia defensiva, resignada, una
identidad en retirada ante lo desconocido, donde lo importante es predecir y domesticar
lo ignoto y lo incontrolable de ese yo atomizado. El interior terapeutizado habilita la
16
Sennett y otros autores, desde diferentes perspectivas, han explicado una crisis del espacio público como tal. No
obstante, gracias a los modelos legados por el teatro griego y el romano, la idea del mundo como escenario es
portadora todavía del fenómeno dramático y sigue siendo una idea fecunda desde la que observar los desarrollados de
los actos simbólicos de apertura al mundo, aunque ahora esos actos remitan a los esfuerzos des-dramatizadores del
aliviarse la vida, en un contexto-consumo planetario, relativo a la filosofía socio-liberal del deleite (Sloterdijk, 2006:
122).
17
[…] Ítaca te brindó tan hermoso viaje. Sin ella no habrías emprendido el camino. Pero no tiene ya nada que darte
(Cavafis,1999)
17
imagen impredecible del “sí mismo”, de un yo indefenso, huérfano –como lo imaginaba
Heidegger–, que sueña y busca en lo mental una versión del hogar a la carta (Berger y
Kellner, 1979).
El interior terapeutizado es una abrumadora advertencia: ni la autorrealización,
ni la autenticidad, ni el autoconocimiento, el autocontrol o la autorresponsabilidad, etc.,
ninguna de las grandes palabras modernas que conciernen al “si mismo”, en el yo
atomizado, proveen de la redención de la vida. No procuran alivio, no conceden tregua,
no reducen la contingencia, salvo en su manifestación como contornos disciplinarios y
justificaciones de la existencia, franqueadas por la perpetua y elegible posibilidad del
poder comenzar-comenzarse de nuevo.
Al aferrarse a un “si mismo” narrativo, en ese interior “mental” atomizado,
cualquier cosa solo sirve como justificación. El “sí mismo” narrativo ancla sus relatos
en la etiquetación, actos de relleno de contenido donde poder justificarse. “Padre, negro,
emigrante, africano, jardinero”; “madre, lesbiana, judía, abogada”; “procesador
informático, blanco no anglosajón, ni irlandés –otro blanco–, ex trabajador de IBM,
desempleado, soltero, deslocalizado” etc., (Sennett, 2001: 249).
Cualquier vida narrada es una exposición etiquetada. Ninguna de esas
referencias puede fortalecer el interior. Solo son el contorno de una subjetividad mental
perdida en el sí mismo, asediada por el miedo mental al sí mismo, una subjetividad
incapaz de transformar el inconveniente de haber nacido en la ventaja de venir al mundo
a través del hablar libre (Sloterdijk, 2006: 106).
En el interior mental-atomizado, el contorno es una zona donde no
comprometerse, donde definirse, pero no de manera inevitable (Sennett, 2001: 251). Ese
yo tardomoderno atomizado, cuyo arraigo es el liberalismo existencial, afín al
capitalismo dominante, tiene que revisar constantemente su vida “mental”, renovar
permanentemente sus justificaciones.
“Apego” ya no es una categoría funcional de sentido interior. “Inmigrante” ya no
es una categoría funcional de sentido interior. “Trabajo” ya no es una categoría
funcional de sentido interior. Son contornos disciplinarios desde los que el yo
tardomoderno atomizado ha aprendido, como argumento, a sortear las discrepancias,
convirtiendo las justificaciones de la identidad en un escenario interno des-dramatizado,
que necesita permanentemente de la elección-posibilidad para llenarse.
“Casarse, tener hijos, asumir la carga de la hipoteca, no hacerlo, no tenerlos, no
asumir la carga de la hipoteca, auto-realizarse, no hacerlo, auto-destruirse, no hacerlo,
18
cuidarse, no hacerlo, viajar, no hacerlo, comenzar de nuevo, no hacerlo, seguir en lo
mismo, no hacerlo, etc., la dinámica y el desafío narrativo es elaborar un relato de vida
donde los contornos procuren cierta sensación de continuidad, de definición, de historia
en movimiento no errática, de viaje vital de regreso a ninguna parte.
En el mapa tardomoderno, la morfología del interior atomizada se presenta
etiquetada. Esa desconexión mapa-territorio a la que apuntan las etiquetas, como poco,
es paradójica y sintomática del liberalismo existencial imperante. La historia universal
del hombre, del mundo, de las ideas del hombre y de las ideas sobre el mundo desglosan
todos los elementos geodésicos de lo sagrado-profano y de la condición errante de la
materia, que se ordena-desordena invariablemente –es el territorio como el lugar de
arraigo de los arquetipos.
El mapa tardomoderno de la condición atomizada del hombre, sin embargo, es
una profusión de etiquetas que oscurecen el devenir extensivo de ese hombre-territorio y
de su fecunda articulación interior-humano-exterior-mundo. Es paradójico porque los
códigos socio-culturales, el orden funcional que rige la vida y el mundo, siguen
funcionando en el territorio como elementos de la estructura de la conciencia.
La gente se casa o no, tiene hijos o no, va a la iglesia o no, circula por los
aeropuertos, sueña o no, etc., pero el etiquetado impone solo la imagen de la elección,
de un todo que solo está a mano como posibilidad, un todo que se articula y se reduce,
existencialmente, como elección, como una elección domesticada, cuyo único eco
liberador indica que nada puede ser ya tomado de forma rígida e irrevocable. A eso se le
puede llamar el dominio biopolítico de la insustancialidad.
El yo atomizado, en realidad, solo es la morfología del yo imperante
postfordista, pero no es la única tipología de individuo que nos circunscribe. Si cada
época produce sus propios riesgos, consiguientemente, también produce su umbral de
seguridad (Beriain, 2000: 114). La metáfora de la vieja lucha entre los dioses (Weber,
2005) es la misma estructura simbólica de la actual lucha entre los distintos sistemas de
valores, el mismo umbral de seguridad interior-exterior. Sin embargo, parece que la
única lectura existencial que ahora emana del interior atomizado es la idea desdramatizada del vivir, a través de la elección y de la conquista de la vida propia.
Desdramatización, convergencia y mixtura son los rasgos distintivos originales
que se le atribuyen a ese yo tardomoderno atomizado (Eco, et al., 1974). Con ellos, en el
mapa, el liberalismo existencial imperante solo registra la insustancialidad. Contra ella,
y su reduccionismo, cabe añadir que des-dramatizar, sin embargo, no es el esfuerzo
19
humano por organizar lo insustancial, sino otro atrevimiento de la inteligencia, donde el
verbo latino “existir” revela al verbo griego “éxtasis” –el engranaje sagrado-profano del
eterno viaje del hombre occidental de un interior humano a un exterior mundo.
El énfasis en lo insustancial, por tanto, podría ser considerado un error
topográfico de nuestra era. Es creer desterrada la noche del mundo del interior humano
por las profusiones, el instrumentalismo y la elección. Persistir en ese error eclipsa la
geodesia interior-exterior del territorio y de la dimensión directriz sagrado-profana del
hombre tardomoderno, donde residen el valor de los arquetipos: el Ulises primigenio, el
Sísifo condenado, en batalla permanente contra lo inútil, el Narciso ególatra, etc.
Con ellos, el hombre de la era tardomoderna concurre, se expone, articulado su
propia vida y girando en torno a la poética sagrado-profana del comenzarse; en realidad,
una transitoria redención en lo terrenal que no está en los mapas y que, sin embargo, en
el interior, requiere a Godot, sueña con Godot, espera a Godot.
Conclusiones
La inteligencia humana alberga la idea de contingencia. Contra ella, esa
inteligencia se ha instituido como el territorio de un ancestral atrevimiento y de un
profundo empeño por representar el orden. Cualquier tipo de orden es una fórmula
reductora de la contingencia. El orden conforma el umbral cultural y sociopolítico de
seguridad, de certidumbre y de verdad.
En el orden mitológico, la reducción de la contingencia se consigue a través de
la sacralización de toda la realidad. Esa cosmovisión mitológica, sin embargo, se
quebrará en diferentes momentos y en distintas partes del mundo. Tras ese abandono de
la matriz mitológica, en occidente, acontece el proceso de desencantamiento del mundo,
entendido como la específica dinámica de racionalización y de individuación sociocultural, que articula como referentes necesarios un orden interior–humano y otro
exterior–mundo no unidos.
Vinculados a la directriz sagrado-profano, el proceso de desencantamiento del
mundo deposita en el interior la disposición moral y ética primigenia del hombre
racional occidental: que los seres humanos están capacitados para una vida mejor. A
partir de esa idea orientada y merecedora del yo interior, se establece la idea de un
mundo que puede ser alterado y arbitrado por medio de la razón.
20
Circunscrito a partir de ahí a la tradición y a los avatares del mundo moderno, el
orden interior del hombre moderno deviene como un territorio subjetivado con diversas
vertientes, donde ese proceso de desencantamiento del mundo configura la idea de
destino no adscrito, que la modernidad transforma en decisión. La modernidad crea así
una nueva situación en lo interior, en cuanto que seleccionar y elegir devienen
imperativos.
Ese imperativo conlleva la pérdida distintiva de la ordenación de puntos de vista
unívocos. La elección se convierte así en la pérdida de la seguridad ontológica y, por
tanto, en un fundamento de riesgo, en un contexto de modernidad extensiva, donde la
abundancia cambia lo que la gente espera de la vida, amplificando y ensanchando los
resortes de lo contingente.
Desde esa holgura, la Ilustración puede ser entendida como el programa del
desencantamiento del mundo. Su propuesta era disolver los mitos y derribar el mundo
de
lo
imaginado.
Auto-responsabilidad,
auto-control,
dignidad
humana,
autoconocimiento, búsqueda de la felicidad, etc., todos los resortes de la tradición son
renovados por la Ilustración, avanzado en una nueva disposición interior: pensamiento y
sentimiento se entienden como cualidades psicológicas de lo humano. A partir de la
Ilustración, la idea de interioridad se presenta abierta al mundo de la exploración que
implica la postura principal de la primera persona.
Con el Romanticismo termina el tiempo de la subjetivación ilustrada y comienza
la aventura de la subjetividad tardo-moderna. Originalmente, la óptica significativa del
Romanticismo gira en torno a la idea de realización personal. No obstante, en contraste
con un mundo de desarrollos y promesas de progreso, la intuición de Rousseau sobre el
interior desolado dará forma a la idea de interior como no-lugar, donde el Romanticismo
enclava las imágenes de la psique y en ella graba la idea del comenzar-comenzarse de
nuevo, un mirar hacia delante para llegar otra vez “al sí mismo”.
Ese “si mismo-mental” que inaugura el romanticismo es un no-lugar cuyo centro
está en todos sitios pero, en cuyas diferentes zonas referenciales, la idea de totalidad no
está en ningún lugar. Sin un patrón central –monoteísmo–, múltiples constelaciones
arquetípicas actúan en nuestra alma y en nuestra psique. Politeísmo funcional y
arquetipal conforman los nuevos territorios fundacionales de lo tardomoderno.
En la abundancia, pero sin asideros sólidos, comienza la historia y el sueño de
vivir nuestra propia vida, convertida ya, a través de la idea de yo atomizado, en la gran
experiencia disciplinaria de nuestro tiempo. Es la idea de espacio interior llevada a su
21
máxima expresión. En ella, la ética de la realización y el triunfo individual se convierten
en las corrientes narrativas más poderosas de la sociedad tardomoderna. La autorealización, el anhelo más hondo del Romanticismo, se transmuta en un sentido
biopolítico vital de la experiencia y conquista de la vida propia.
Tal conquista, sin embargo, remite a un sujeto atomizado y está gravada en el
interior: sean cuales sean las circunstancias, el hombre tardomoderno se ve obligado a
hacerse cargo de algo que está permanentemente en peligro de saltar por los aires: su
propia vida.
Ante esa inseguridad, vivir nuestra propia vida supone que las biografías se
convierten en biográficas que hay que elegir. Como riesgo, el mundo de la elección le
confiere un carácter flotante al interior-exterior de ese yo atomizado tardomoderno. Ese
yo se ha convertido así en un yo biográfico, un no-lugar mental asediado y articulado,
contra la contingencia, por una narrativa terapeutizada del recuerdo y del presente.
Ese interior terapeutizado, sin embargo, representa una abrumadora advertencia:
ninguna de las grandes palabras del mundo de la tradición, renovadas por la Ilustración
y afinadas por el Romanticismo, concernientes al “si mismo”, como sería el caso de la
autorrealización, proveen ya de la redención de la vida, no reducen la contingencia,
salvo como contornos y justificaciones de la existencia, franqueadas por la perpetua y
elegible posibilidad de poder comenzar-comenzarse de nuevo.
En ese interior metal atomizado los contornos y las justificaciones son una zona
donde no comprometerse, donde definirse, pero no de manera inevitable. Se construye
así la idea del escenario de la insustancialidad, de una subjetividad incapaz, articulada
por el liberalismo existencial imperante como herramienta de la nueva biopolítica
postfordista de control suave.
Esa tipología biopolítica del yo tardomoderno circunscribe al individuo actual,
que tiene que revisar constantemente su vida “interior-metal”, renovar permanentemente
sus justificaciones en un contexto de profusiones sin límite.
En el mapa tardomoderno, la morfología atomizada de ese interior “asediado” se
presenta etiquetada y las etiquetas evidencian el reto epistemológico de nuestra era: el
yo atomizado imperante, arraigado al liberalismo existencial, afín al capitalismo
postfordista actual, no es la única tipología de individualidad que nos circunscribe.
22
Bibliografía
Baudrillard, J., (1974) La sociedad de consumo. Barcelona, Plaza & Janes.
Bauman, Z., (2001) La Sociedad Individualizada. Madrid, Ediciones Cátedra.
Beck, U., (2001) “Vivir nuestra propia vida en un mundo desbocado:
individuación, globalización y política”, en Giddens, A., y Hutton, W., (comp.) En el
límite. La vida en el nuevo capitalismo global. Barcelona. Tusquets. Pp. 233-245.
Beckett, S., (1995) Esperando a Godot. Barcelona, Tusquets.
Berger, P. L, (1993) Una gloria lejana. La búsqueda de la fe en época de
credulidad. Barcelona, Herder.
Berger, P. L., y Luckmann, Th., (2002) Modernidad, pluralismo y crisis de
sentido. La orientación del hombre moderno. Barcelona, Paidós.
Berger, P. L., y Huntington, S. P., (comp.), (2002a) Globalizaciones Múltiples.
La diversidad cultural en el mundo contemporáneo. Barcelona, Paidós.
Berger, P. L., (2002b) “Las dinámicas culturales de la globalización”, en Berger,
P.L., y Huntington, S. P., (comp.), Globalizaciones múltiples. La diversidad cultural en
el mundo contemporáneo. Barcelona, Paidós. Pp. 13-30.
Berger, P. L., (2006) Cuestiones sobre la fe. Una afirmación escéptica del
Cristianismo. Barcelona, Herder Editorial.
Berger, P. L., (2005) El dosel sagrado. Barcelona, Editorial Kairós.
Berger, P. L., Berger, B., y Kellner, H., (1979) Un mundo sin hogar. Santander,
Sal Terrae.
Beriain, J., y Sánchez de la Yncera, I., (eds.) (2010) Sagrado/Profano. Nuevos
desafíos al proyecto de la modernidad. Madrid. CIS.
Beriain, J., (2010) “El cambio en las estructuras temporales de la modernidad”,
en Beriain, J., y Sánchez de la Yncera, I., (eds.) (2010) Sagrado/Profano. Nuevos
desafíos al proyecto de la modernidad. Madrid. CIS, (pp. 113-137).
Beriain, J., (2000) La lucha de los dioses en la modernidad. Del monoteísmo
religioso al politeísmo cultural. Barcelona, Anthropos.
Beriain, J., (1990) Representaciones colectivas y proyecto de modernidad.
Barcelona, Anthropos.
Borges, J. L., (1995) El libro de arena. Madrid, Alianza Editorial.
Campbell, C., (1989) The Romantic Ethic and The Spirit of Modern
Consumerism. Oxford. UK, Basil Blackwell.
23
Cavafis, C., (1999) Antología poética. Madrid, Alianza Editorial.
Eco, U., et al., (1974) La nueva Edad Media. Madrid, Alianza.
Eliade, M., (2008) El mito del eterno retorno. Arquetipos y repetición. Madrid.
Alianza.
Eliade, M., (2003) Lo sagrado y lo profano. Barcelona. Paidós.
Galbraith, J. K., (1984) La sociedad opulenta. Barcelona, Ariel.
Giddens, A., (2003) Un mundo desbocado. Los efectos de la globalización en
nuestras vidas. Madrid, Taurus.
Giddens, A., y Hutton, W., (comp.), (2001) En el límite. La vida en el
capitalismo global. Barcelona. Tusquets.
Giner, S., (2012) El origen de la moral. Ética y valores en la sociedad actual.
Barcelona, Ediciones Península.
González García, J. M., (1992) Las huellas de Fausto. La herencia de Goethe en
la sociología de Max Weber. Madrid, Tecnos.
González García, J. M., (2010) “Walter Benjamín: Ángel de la victoria y Ángel
de la historia”, en Beriain, J., y Sánchez de la Yncera, I., (eds.) Sagrado/Profano.
Nuevos desafíos al proyecto de la modernidad. Madrid. CIS, (pp. 41-64).
Hegel, G. H. F., (2006) Fenomenología del espíritu. Valencia, Pre-Textos.
Horkheimer, M., y Adorno, Th., (1996) Dialéctica de la Ilustración. Madrid,
Trotta.
Lasch, Ch., (1999) La cultura del narcisismo. Barcelona, Editorial Andrés Bello.
Luhmann, N., (1998) Complejidad y modernidad: de la unidad a la diferencia.
Madrid, Trotta
Pascal, B., (2008) Pensamientos. Madrid, Cátedra.
Sennett, R., (1982) La autoridad. Madrid, Alianza.
Sennett, R., (1991) La conciencia del ojo. Barcelona, Ediciones Versal.
Sennett, R., (2001) “La calle y la oficina”, en Giddens, A., y Hutton, W., (comp)
En el límite. La vida en el nuevo capitalismo global. Barcelona. Tusquets. Pp. 247-267.
Sennett, R., (2003) La corrosión del carácter. Las consecuencias personales del
trabajo en el nuevo capitalismo. Barcelona, Anagrama.
Sennett, R., (2003a) Carne y piedra. El cuerpo y la ciudad en la civilización
occidental. Madrid, Alianza.
Sennett, R., (2008) La cultura del nuevo capitalismo. Barcelona, Anagrama.
24
Sennett, R., (2014) El extranjero. Dos ensayos sobre el exilio. Barcelona,
Anagrama.
Simmel, G., (2003) La ley individual y otros escritos. Barcelona, Editorial
Paidós.
Simmel, G., (2001) El Individuo y la libertad. Barcelona, Ediciones Península.
Sloterdijk, P., (2010) En el mundo interior del capitalismo. Para una teoría
filosófica de la globalización. Madrid, Ediciones Siruela.
Sloterdijk, P., (2006) Venir al mundo, venir al lenguaje. Lecciones de Frankfurt.
Valencia, Pre-Textos.
Taylor, Ch., (2006) Fuentes del yo. La construcción de la identidad moderna.
Barcelona, Paidós.
Taylor, Ch., (1994) La ética de la autenticidad. Barcelona, Paidós.
Veblen, T., (2003) Teoría de la clase ociosa. Madrid, Alianza.
Weber, M., (2005). El político y el científico. Madrid: Alianza Editorial.
Yourcenar, M., (2002) El tiempo, gran escultor. Madrid, Alfaguara.
25
Descargar