DERIVAS PRAGMATISTAS DE DURKHEIM Y DEWEY: PARA UNA SOCIOLOGÍA DE LA EDUCACIÓN CONTEMPORÁNEA José Beltrán Llavador [email protected] Universitat de València Resumen: Poco antes de morir, entre 1913 y 1914, Émile Durkheim impartió un curso con el fin de dar a conocer la corriente del pragmatismo. Las lecciones del curso fueron recogidas y publicadas póstumamente en 1955. A lo largo de dieciocho lecciones el sociólogo francés ofrece una aproximación y una interpretación crítica del pragmatismo desde su propia visión sociológica, con una atención preferente a autores como William James y John Dewey. En 1915, un año después de este curso, John Dewey escribió Democracia y Educación, una de sus principales obras de temática educativa, de la que este año se cumple el centenario. Esta obra se había nutrido sin duda en una experiencia pedagógica innovadora que puso en marcha una década antes, en la llamada EscuelaLaboratorio. Durkheim también prestó atención a las relaciones entre sociedad y educación en algunas de sus principales obras. Lo que se argumenta en esta presentación, de carácter fundamentalmente teórica, es la vigencia y la relevancia para una sociología de la educación contemporánea de algunas de las reflexiones de ambos autores, a saber: la relación con el saber, la socialización de los sujetos, la experimentación pedagógica, la teoría del valor, la continuidad medios y fines, etc. Algunas derivas pragmatistas de Durkheim y Dewey pueden ser reinterpretadas y actualizadas desde una sociología de la experiencia y desde una sociología de la acción, que ponen el acento en la importancia de la creatividad. Como conclusiones principales cabe destacar, en primer lugar, el interés de repensar la educación, desde nuevos marcos de interpretación inspirados en algunos rasgos del pragmatismo, como una forma de vida social; en segundo lugar, la necesidad de reevaluar las políticas y las prácticas de educación desde una perspectiva crítica del reconocimiento. Palabras clave: pragmatismo, sociología, educación, experiencia, reconocimiento. 1 Algunos precedentes: contexto de justificación Este artículo forma parte de un viaje que se inició hace casi dos décadas cuando fui invitado a participar en una breve introducción a Mi credo pedagógico, de John Dewey, con ocasión del centenario de su publicación (Dewey, 1997; Beltrán, 1997). Desde entonces, las consultas a las obras del autor han sido frecuentes y han constituido una parte importante de esas amistades intelectuales que me han venido acompañando junto con tantos y tantos filósofos, pedagogos y sociólogos. El nombre de John Dewey y el de otros pragmatistas me resultaba familiar desde mucho antes, asociado a un tan estimulante como poco conocido pensador universal, el español estadounidense George Santayana, con quien Dewey había polemizado, y a quien también dediqué, además de atención desde la filosofía, alguna mirada desde la sociología de la educación, a propósito de su magnífica novela de formación titulada El último puritano (1935). Más recientemente, a partir de algunas reflexiones y contribuciones internacionales sobre políticas educativas, he tenido ocasión de releer y llevar a cabo algunas interpretaciones contemporáneas de John Dewey, que me ha servido de inspiración. De modo que esta nueva contribución, que forma parte de un díptico junto con otra presentada para la Sociedad Española de Pedagogía (SEP) con motivo del centenario de la publicación de Democracia y educación (“Las variedades de la experiencia educativa: una lectura contemporánea de la Escuela-laboratorio de John Dewey”, Beltrán, 2016c), se puede considerar como parte de una prolongada conversación cultural y educativa dentro de un ciclo académico. El inicio (con precedentes) y el final (abierto) de este ciclo lo marcan, pues, el centenario de dos obras del mismo autor: John Dewey. No me detendré en esta ocasión en presentar el perfil ni la obra de los dos autores a los que pongo en diálogo, Durkheim y Dewey, dando por sentado un cierto conocimiento sobre ambos desde la sociología de la educación (véase, por ejemplo, Hernàndez, Beltrán y Marrero, 2004; Beltrán y Hernàndez, 2011). Del primero rescataré la crítica que ejerce hacia el segundo en ese estimulante curso que dedicó al pragmatismo y que dio lugar a la obra póstuma Pragmatismo y sociología (a partir de ahora, PyS), desde la convicción de que merece más atención de la que hasta ahora ha recibido en nuestro campo de estudios. Pero sí quisiera referirme a algunos precedentes a los que me he referido y que permiten ubicar esta aportación como parte de una suerte de work in progress al tiempo que la contextualizan en el ámbito de la discusión que plantea. 2 En la introducción a Mi credo pedagógico, había resumido la empresa de Dewey como “el esfuerzo prometeico de un pensador por comprender e interpretar la vorágine de una sociedad sometida a cambios acelerados, rupturas científicas, mutaciones culturales y crisis de toda índole.” (Beltrán, 1997: 14). Ese esfuerzo, añadía, no podía quedar reducido a explicaciones parciales y explicaba la necesidad de Dewey de superar una “serie de dualismos (intelectual-manual, ideal-material, alma-cuerpo, teoría-práctica, pensamiento-acción, fines-valores…) heredados de la gran tradición occidental e incorporados como tradición gentil a Nueva Inglaterra.” (Ibid: 15). Estos dualismos reflejan una visión del mundo fragmentada, y una percepción del mundo alienada o aislada de éste. La superación de esta escisión, para Dewey, consiste en recobrar la experiencia de la continuidad, la unidad orgánica y el sentido de comunidad. Esta pretensión integradora encontrará su reflejo en sus convicciones educativas, que desplegará teóricamente en buena parte de sus obras. Esa misma pretensión es la que rompe definitivamente con la idea del conocimiento como “espejo de la naturaleza”, haciendo del sujeto una suerte de espectador pasivo de una realidad que permanece fija con independencia del acto de investigación que pudiera provocar algún tipo de cambio. Más bien, frente a esta visión estática y dualista, Dewey sostiene que las cosas que percibimos son “interrogaciones”, cuestiones que plantean problemas, desafíos. De manera que al encontrarnos con las causas, con la naturaleza, no sólo la contemplamos, sino que la modificamos. Ahora bien, si los seres humanos basan su filosofía en la certeza del conocimiento, no lo hacen tanto por procurar la certeza en sí, sino por procurar la certeza en los resultados de la acción. Dewey distingue dos direcciones fundamentales en la búsqueda de la certeza, cuya tensión ha caracterizado la historia de la humanidad. Por una parte, el “arte de la adaptación” (la aceptación de las cosas tal como son) y por otra parte, el “arte del control” (la posibilidad de intervenir en el curso de la cosas). (Ibid: 16).Veremos más adelante como esta distinción tiene algún tipo de conexión con las reflexiones de Durkheim. Los seres humanos nunca obtendrán el control total de las consecuencias de sus acciones, porque la incertidumbre y la duda están en la naturaleza, no sólo en nosotros. De ese modo, nunca podrá satisfacerse totalmente el afán de certeza, porque la actividad práctica implica cambio. Por eso, para Dewey, vivir es aprender, y aprender es aprender a pensar en un medio social. El sentido de las acciones humanas es moral y social a un tiempo. Y esto a su vez tiene consecuencias inmediatas para la educación, ya 3 que decir moral es decir educación, lo cual significa aprender de la experiencia. (Ibid: 17). La educación, para Dewey, sólo tiene sentido en una comunidad y ejercida por la ciudadanía. En una contribución reciente (Beltrán, 2015: 15), dentro de un monográfico dedicado al papel de la universidad en la construcción de la ciudadanía, incluí a Dewey para referirme a las políticas de ciudadanía. Allí señalé que el concepto de ciudadanía, que en la actualidad vuelve a cobrar relieve, ha sido reeditado frecuentemente por las ciencias sociales. Dewey, ampliando la noción desde el plano político al plano social y cultural, afirmó que la democracia –una expresión de ciudadanía– debía entenderse como “una forma de vida”. Para Dewey, democracia y educación son indisociables. Un tipo de democracia que definió como “radical” y “creativa”, y a la que presté atención en una nueva contribución en la que abordé la necesidad de una escuela anticipada. (Beltrán, 2016a). En aquella ocasión apunté, atendiendo al desafío que Fernández Enguita (2015) planteó con su hipótesis del paréntesis escolar (esto es, la consideración de la concentración de aprendizaje y educación en la escuela como un periodo histórico que podía estar llegando a su fin), que Dewey en 1939 ya lanzó un mensaje de anticipación y una misión a las generaciones venideras (Dewey, 1996: 199-205). Finalmente, apelé de nuevo a Dewey para fundamentar la necesidad de un giro pragmatista en educación en el marco de una nueva aportación en la que cuestioné el papel actual de los indicadores educativos hegemónicos confrontándolo con una pedagogía del reconocimiento para la reconstrucción de ciudadanía, (Beltrán, 2016b). Este giro –afirmé– nos desplaza desde la prescripción que se desprende de informes de evaluación de competencias hacia la contingencia, hacia las posibilidades de intervención y participación humana. En esta reflexión inicié una línea de exploración y una lectura contemporánea del giro pragmatista en educación al considerar que ofrece nuevos marcos de comprensión. Estos marcos de comprensión encuentran su correlato en marcos para la acción. De manera que aquí explicación (comprensión) e implicación (acción) se dan de la mano y convergen en una forma de compromiso epistemológico y educativo, pero también político y social. Las páginas que siguen prosiguen, a partir de nuevos enfoques, la exploración acerca de estos marcos o derivas pragmatistas en educación. 4 Pragmatismo y sociología: contexto de explicación Durkheim pronunció una serie de conferencias –que fueron publicadas póstumamente bajo el título de Pragmatismo y sociología– desde el 9 de diciembre de 1913 hasta el 12 de mayo de 1914. Poco antes había publicado Las formas elementales de la vida religiosa (1912). Las lecciones de Durkheim no merecieron demasiada atención en el contexto de su amplia obra, quizá porque en el momento de su publicación el pragmatismo no gozaba de su mejor momento en Estados Unidos y su recepción en Europa pasaba por no pocas deformaciones, como su identificación sin matices con la filosofía de la vida de procedencia nietzcheiana. En ese escenario, la atención de Durkheim al pragmatismo no dejaba de considerarse un asunto menor, o tal vez caduco. Horowitz, en su introducción a Sociología y Pragmatismo, de Charles Wright Mills, señaló que “la tradición ‘clásica’ en sociología reveló la existencia de crecientes discrepancias con respecto a la tradición pragmática. Esta separación fue particularmente factible, dado que pocos europeos conocían o se interesaban gran cosa por el pragmatismo norteamericano; y por otra parte, los hombres como Mills reverenciaban a los antecesores sociológicos del tipo de Durkheim, Weber y Mannheim.” (Horowitz, 1968: 26). A pesar de esta distancia, el propio Horowitz ofrece una explicación del interés de Mills por la sociología que a su vez podría servir como explicación plausible del interés de Durkheim hacia autores como Dewey, Peirce y James. “La sencilla verdad es que Mills se formó en filosofía y luego en sociología; y que sus mentores en filosofía fueron los pragmatistas; que su inclinación a los ‘clásicos’ en sociología –Durkheim, Weber, Veblen, Pareto y Michels entre otros– sea tan acentuada es en considerable medida consecuencia de sus criterios filosóficos sobre el contenido obligado de la buena sociología.” (Horowitz, 1968: 14). Así lo reconocerá el propio Mills más adelante en La imaginación sociológica, al mencionar a Durkheim entre la nómica de analistas sociales clásicos que representan la tarea y la promesa de relacionar biografía e historia y al citarlo continuamente en esta obra (Wright Mills, 1996: 25-26). De la misma manera, podría pensarse que Durkheim se fijó en el pragmatismo para nutrir su teoría sociológica de buena filosofía. 5 El propio Durkheim justifica en la primera de sus lecciones el motivo que le condujo a ocuparse del pragmatismo. Comienza reconociendo que el pragmatismo encierra “la única teoría de la verdad existente en la actualidad”, y además supone “un sentido de la vida y de la acción que comparte con la sociología: ambas tendencias son hijas de una misma época” (PyS: 23). Pero a continuación acusa al pragmatismo de llevar a cabo “un asalto contra la razón”, de manera que su interés es triple: a) general, porque de él se desprende la necesidad de superar el racionalismo tradicional; b) nacional, o particular, porque cuestiona las bases cartesianas de la cultura francesa, del racionalismo francés; c) filosófico, porque cuestiona toda la tradición filosófica de tendencia racionalista, minando el “culto a la verdad” y a la “necesidad de ciertas verdades”. (PyS: 23). Durkheim llega a comparar el pragmatismo con una suerte de sofística, y lo sitúa cercano al irracionalismo. A pesar de las distancias que Durkheim marca respecto del pragmatismo, el propio sociólogo comienza reconociendo la vinculación de ambas perspectivas como hijas de la misma época, esto es, como tentativas notables para replantear las cuestiones centrales de la filosofía y de la sociología: aspectos sobre la verdad y la moral. O dicho de otra manera: la relación que Durkheim señala entre sociología y pragmatismo refleja una preocupación común “por la pregunta concerniente a qué constituye las condiciones del conocimiento” que “suscita el problema de encontrar una nueva justificación para la universalidad del conocimiento”. Y precisamente, como señala Joas, “éste es un problema que le surge al pragmatismo como también a la sociología de Durkheim. Teniendo en cuenta este trasfondo, ¿cómo pueden los diversos individuos o culturas llegar aún a un acuerdo y a una verdad válida para todos? ¿Cómo puede aún aplicarse esta verdad al mundo? Inicialmente puede suponerse, tomando pie en las conferencias sobre el pragmatismo, que la intención de Durkheim era llegar a tal fundamentación de la verdad” (Joas, 1998: 67). Durkheim acepta la crítica ejercida por el pragmatismo al concepto de verdad como correspondencia, una versión meramente contemplativa de la verdad, en realidad una idea que ha estado presente constantemente en toda la filosofía occidental, como mostró Rorty en La filosofía y el espejo de la naturaleza (1983). Pero lo que sorprende a Joas “es que Durkheim no penetre en absoluto en los polifacéticos escritos pedagógicos y éticos de Dewey y afirme, desencaminado, que no existe conexión entre su teoría ética y su postura en el debate sobre el concepto de la verdad.” (Joas, 1998: 68). La explicación 6 que ofrece Joas es que de este modo Durkheim trata de subrayar las diferencias, más que las similitudes, entre su propio programa sociológico y el pragmatismo. Precisamente, si algo aproxima a ambos pensadores es su interés común por la dimensión social y moral de la educación. Sin duda, el pragmatismo provocaba en Durkheim tanto atractivo –y de ahí su dedicación preferente y a fondo durante un curso académico completo– como rechazo, que se refleja en las críticas que esgrimió en sus lecciones, que en realidad, venían a ser una suerte de enmienda a la totalidad. Lo que llamó poderosamente la atención a Durkheim era el reconocimiento de que el pragmatismo, como su propia proyecto sociológico, era un intento notable de abordar y reconstruir una serie de cuestiones filosóficas de amplia tradición. La divergencia con el pragmatismo era la amenaza irracionalista –un asalto a la razón en toda regla– que encerraba contra la herencia cartesiana, que en buena medida caracterizaba la cultura racionalista francesa. Durkheim no pretendía mantener incólume la tradición, por el contrario, consideraba que su sociología, antes que dar continuidad sin más a la tradición, suponía una ruptura hacia un “racionalismo reconstruido” que, pese a todo, debía evitar los peligros irracionalistas que representaba el pragmatismo. De manera llamativa, también la empresa de Dewey se orientó hacia “la reconstrucción de la filosofía”, por recordar el título homónimo de una de sus célebres obras (Dewey, 1986). Y si para Durkheim la sociología, además de ser una disciplina empírica, era también un proyecto filosófico, para Dewey la educación sólo adquiría su auténtico significado enmarcada en un programa filosófico de amplio alcance. En cualquier caso, no hay que perder de vista el contexto de la sociología emergente a principios del siglo XX. En ese contexto y en ese momento, “los padres fundadores de la nueva ciencia, sin excepción, están profundamente convencidos de que la sociedad moderna está amenazada por un empobrecimiento moral que tiene que provocar perturbaciones masivas en la reproducción social.” Es ese sentido, “la sociología puede ser interpretada como una respuesta a la patología surgida de ese modo, ya que, cuando no está especializada, es concebida como una empresa de “ciencia moral” o “de la cultura”: su tarea debe ser también la de contribuir a la reparación práctica de la crisis ética mediante la explicación de su génesis, lo que nunca pusieron en duda ni Tönnies, ni Simmel, ni Weber o Durkheim.” (Honneth, 2011: 94). Así pues, en ese contexto, dominaba un diagnóstico, a saber: “que las causas institucionales del crecimiento de la 7 pérdida de orientación ética, es decir, del nihilismo, se encontraban en la imposición de la economía lucrativa capitalista.” (Ibid: 96). Los modelos interpretativos que dieron cuenta de las patologías sociales de un capitalismo en expansión dieron lugar a desarrollos estimulantes que no perdieron su potencial: así “la tesis de la racionalización de Weber se convertiría en los países de habla alemana en el punto de referencia central de todas las evoluciones en el campo de la filosofía social, tal como lo sería en Francia la sociología de la religión de Durkheim.” (Ibid: 99). Por otra parte, “en Estados Unidos, los estudios de diagnóstico de la época, en los que John Dewey critica de forma pragmática la imperfección y la parcialidad de la modernidad capitalista, se pueden considerar como testimonios equiparables de aquella tradición filosófico-social.” (Ibid: 105). En “esta imagen de la época” (ibid: 95) se explica que “ambas tendencias son hijas de una misma época” (PyS: 23). Pero allí donde ambas tendencias pueden converger en un diagnóstico similar sobre la crisis de la modernidad, la sociología de Durkheim percibe el desarrollo del pragmatismo, ya desde su primera lección, como un resultado directo del nihilismo que está lidiando una “verdadera lucha a mano armada.” (PyS: 23). O lo que es lo mismo, una lucha que tal vez suponga un desafío al racionalismo francés del propio Durkheim y que le sirve para reconstruir su propio programa. Rafael S. Farfán (2012: 257-287) desarrolla en una serie de pasos a favor de esta idea. Además, atendiendo a los propósitos de esta contribución, y como aportación original en el ámbito de la sociología de la educación, añadiremos una hipótesis propia que parte del siguiente supuesto: la falta de atención de Durkheim a la esfera educativa dentro del pragmatismo, y en particular a los trabajos de Dewey sobre educación, obedecen precisamente a la estrategia deliberada de subrayar las divergencias más que las convergencias, puesto que la preocupación educativa de ambos autores pone de relieve no pocos intereses y planteamientos comunes. Atendiendo a Farfán, el enfrentamiento de Durkheim contra el pragmatismo no obedece solo a una confrontación de ideas, sino que se explica en un contexto, histórico y político, de tensión política en la que subyacen motivos nacionalistas que el conflicto sólo va ayudar a desencadenar. 8 El primero de los pasos que plantea Farfán consiste en situar la crítica de Durkheim al pragmatismo en el campo intelectual, comparando el significado del pragmatismo en Francia y en Norteamérica a finales del siglo XIX. En el segundo paso, Farfán identifica aquellos conceptos del pragmatismo con los que Durkheim polemiza, a partir de una interpretación sociológica de la filosofía pragmatista. El tercer paso se detiene en la interpretación que realiza Durkheim del pragmatismo como resultado de la recepción y difusión que tuvo en Francia. A la luz de los pasos anteriores, Farfán se pregunta si la crítica de Durkheim al pragmatismo no desemboca finalmente en una suerte de apropiación, o de relectura, al servicio de su propia sociología. Si la filosofía que subyace a la sociología de Durkheim es una variedad de ese pilar intelectual de la cultura nacional francesa que constituye el racionalismo cartesiano, el pragmatismo también puede interpretarse como una variedad de la cultura nacional estadounidense en su proceso de formación como Estado-nación. “El pragmatismo es, pues, también parte de una cultura a la que corresponden sus propios mitos de identidad nacional: como el mito del hombre que se hace a sí mismo conquistando el medio que lo rodea y la convierte en la tierra de la ‘gran promesa’, la ‘promesa del sueño americano’. Y si esta filosofía nació por oposición al racionalismo cartesiano (como lo sostiene el pragmatismo), es por motivos no sólo teóricos, sino también prácticos, en los que está de por medio la formación de una nación.” (Farfán, 2012: 311). Estos motivos son los que a su vez reflejan actitudes bien diferentes frente al mundo. Si para Durkheim el racionalismo cartesiano (con su concepción de una naturaleza humana individual y racional, compuesta por la dualidad cuerpo y alma) refleja una suerte de fe (paradójicamente, más allá de la razón, pero históricamente construida, heredada e interiorizada) en la naturaleza humana, ratificada a modo de acta en el artículo que publicó en 1914 titulado “El dualismo de la naturaleza humana” (Durkheim, 2011); para Dewey, en cambio, el ser humano se forma individualmente como parte de la naturaleza, a la que humaniza mediante su acción instrumental. A su vez, la naturaleza es la que facilita la humanización del ser humano. Dewey levanta acta de esta convicción en su conocido artículo sobre el acto reflejo en psicología (1896), en el que aborda la manera en que los sujetos reaccionan ante los estímulos de su medio. La acción –una de sus principales nociones explicativas– se entiende como un impulso que modula las respuestas a los estímulos que afectan al organismo. 9 Acción y verdad: marcos culturales Farfán (2012: 314), señala que los marcos culturales de la noción de acción instrumental de Dewey derivan básicamente, por una parte, del darwinismo, es decir, de un modelo biológico, y por otra parte, del modelo del laboratorio (véase también en este sentido Joas, 1998: 283-284, al que me referiré más adelante) según el cual la creación experimental, el experimento, es la respuesta formal de todo organismo a los problema que enfrenta en su ambiente (Mills, 1968: 381-383). Sin duda, ambos modelos resultan fundamentales para explicar tanto su proyección filosófico como su proyecto pedagógico, ambos basados en la idea de acción como construcción y reconstrucción en un proceso de continua experimentación, de prueba constante y, por tanto, de duda permanente. Mientras que para Descartes (y por ende, para Durkheim), la duda tiene un valor metodológico o estratégico, es un medio para alcanzar la verdad, para Dewey la duda tiene un valor sustantivo. A Dewey no le preocupa tanto afianzar la necesidad de la verdad, sino lograr algunas certezas (reconociendo su provisionalidad en contextos sociales e históricos, y por tanto su contingencia). A Dewey no le importa tanto el estatuto de las verdades lógicas (eternas, inmutables), sino más bien el estatuto de lo verosímil (de lo que se asemeja a la verdad, en términos humanos y al servicio de un conocimiento que puede servir para todos). Y son estos supuestos los que le llevan a poner en marcha, entre otros, esa iniciativa educativa a la que dio el nombre, precisamente, de Escuela-laboratorio. En la décima lección de Pragmatismo y Sociología, Durkheim reprocha a Dewey y a los pragmatistas su concepción de la verdad que “es esencialmente individual y, por consecuencia, incomunicable, intraducible, puesto que traducirla es expresarla en conceptos, por tanto, en algo impersonal.” Y además, si “los juicios están afectados por este coeficiente de subjetividad, resulta que ahí tiene un valor desigual, algunos son preferibles a otros.” (PyS: 93). Pero siendo así, ¿cuáles son los que, entre todos, van a constituir ese “tesoro de la humanidad”? Los pragmatistas nos dicen que son aquellos que valen más para la media de los hombres que corresponden a las semejanzas que tiene entre ellos. La ‘verdad’ aparece así como un residuo de las creencias particulares.” (PyS: 94). Lo que para los pragmatistas forma parte de toda una declaración de intenciones (toda una “reconstrucción de la filosofía”, en términos de Dewey), Durkheim lo considera un 10 ataque a su programa sociológico, que a su vez se explicaba como un intento de reconstruir y renovar una tradición de la que él era uno de sus mejores representantes. “Pero, por más que todo, lo que va a conducir y a reforzar la convergencia de los espíritus es la acción de la sociedad. Una vez establecido este ‘consenso de las opiniones’, una vez alcanzado ese ‘gran estadio del sentido común’, la sociedad ejerce una presión para imponer a los espíritus un cierto conformismo. Hay una medida de verdad que se forma poco a poco y que la sociedad tiende a patrocinar y a garantizar porque si las verdades permanecieran particulares, se chocarían unas con otras y serían ineficaces. Se ve así que el Pragmatismo es llevado, para explicar que existe una verdad impersonal (…), a proponer interpretaciones de orden sociológico.” (PyS: 94). Lo cierto es que Durkheim sostiene, contra Dewey, que la verdad tiene siempre una función especulativa, e interpreta que el pragmatismo constituye una amenaza para el núcleo duro de la verdad, puesto que rebaja su estatuto y su función. En esta idea subyace la convicción de que la verdad obedece a algún ajuste con la naturaleza intrínseca de las cosas, esto es, como una suerte de correspondencia con la esencia de las cosas. Nada más lejos de la crítica pragmatista hacia la consideración del ser humano como un conocedor de esencias o de verdades objetivas (Rorty, 1983: 335), o como un perseguidor de la verdad objetiva, entendida ésta como una representación exacta de la realidad. El pragmatismo, en este sentido, se muestra iconoclasta, ya que rompe definitivamente con la idea de conocimiento como representación o copia exacta de la realidad. Pero, podemos preguntarnos, con el expresivo título del artículo de Ramón del Castillo, “¿a quién le importa la verdad?” En este artículo, en el que aborda algunos tópicos sobre la teoría de la verdad de James y Dewey, sostiene que “es obvio que para algunos pragmatistas hay verdades, verdades que son resultados de hábitos racionales y métodos fiables de conocimiento, pero no son verdades porque adquieran una y la misma propiedad que podamos definir en términos abstractos (sin relación a ningún propósito, situación o interés).” (Del Castillo, 2002: 112). Frente a lo que reprochaba Durkheim a Dewey, la reducción de una verdad a una cuestión de satisfacción (PyS, 94), el pragmatismo no admite que cualquier clase de satisfacción que pueda derivarse de mantener una creencia sea suficiente para calificar a la creencia como verdadera. Sin embargo, “decir que todo tipo de satisfacción (…) siempre puede estar divorciada de la verdad, decir, en definitiva, que no hay ni una correlación razonablemente fiable entre aquello que consideramos valioso y lo que es verdadero, es 11 decir, algo bastante extraño, por lo menos desde un punto de vista humano, o sea, desde el punto de vista de seres para los que el conocimiento (aunque sea el basado en la mera curiosidad) no es una actividad ociosa, sino una necesidad.” (Del Castillo, 2002: 116117). Y además, podríamos añadir, una necesidad educativa, convertida en tarea, en oficio, en práctica. Si para Durkheim supone un problema admitir que el conocimiento es una actividad, para Dewey esta asunción es, ni más ni menos, un hecho. Dewey invertía así el supuesto de que para afirmar cómo deben ser las cosas debemos basarnos en una teoría del conocimiento, cuando más bien se trata de aceptar la guía de las cosas, el curso de la acción y la interacción, para establecer cómo funciona el conocimiento. “¿Y qué decide cómo son las cosas? Pues lisa y llanamente, el conjunto de conocimientos que tenemos a mano y que, de momento, se han probado buenos, valiosos.” (Ibid: 122). Por descontado, aquello que es bueno es aquello que hemos valorado o evaluado, y que hemos considerado valioso. Por eso, “declarar que buscamos la verdad es decir que buscamos formas de conocer que nos sirvan realmente, verdaderamente.” (Ibid: 122). Por eso, si trasladamos esta perspectiva a nuestra relación con el saber en contextos educativos, podremos ver con cierta claridad que conocer es una actividad con muchas metas a la vista, pero no tiene una meta suprema que sea la verdad. Es una meta, nos recuerda Rorty, en la que los seres humanos no pueden dejar de involucrarse, pero para hacer eso no necesitan una meta denominada verdad, de la misma manera que los estómagos no necesitan una meta denominada “salud” para funcionar bien. (Rorty, 1997: 35). Si a un pragmatista se le pregunta para qué es útil el conocimiento, o la educación, no respondería: para conocer la verdad (¿qué verdad?). En realidad la pregunta por la utilidad debería reformularse mejor en términos de sentido: ¿Qué sentido tiene conocer, qué sentido tiene educar? Y entonces se podría apelaría a su utilidad (más bien, a su valor) para acceder a otros conocimientos mejores. ¿Mejores en qué sentido? Podríamos preguntarle de nuevo. Y el pragmatista respondería que serían mejores en el sentido de que “contienen más de lo que consideramos bueno y menos de lo que creemos malo”. Y si aun así, se le acaba preguntando qué es el bien como fin último, el pragmatista, por boca de Dewey, diría que éste no consiste en ningún producto definitivo, sino en el mismo proceso de crecimiento, de desarrollo, o de mejora. “Pero eso nos devolvería a 12 tierra: el pragmatista no puede aclarar que es summum bonum más que dirigiéndonos a la experiencia y observando cómo parece que hemos mejorado a través de formas concretas de acción.” (Del Castillo, 2002: 123). En 1920, cuatro años después de publicar Democracia y Educación, Dewey “agrega algunas palabras sobre el tema de la educación” en las últimas páginas de La reconstrucción de la filosofía, para sugerir que el proceso educativo se halla identificado con el proceso moral, desde el momento en que este último viene a ser un paso continuo que realiza la experiencia desde lo peor hacia lo mejor.” (Dewey, 1986: 191). En los últimos párrafos del capítulo VII, Dewey sintetiza algunas de sus convicciones o credos filosóficos, pedagógicos y sociológicos recurrentes en su obra. Desmintiendo y desmontando la doble falsa creencia de la educación como preparación para la vida, y de la educación como estadio que finaliza cuando el joven alcanza su emancipación, Dewey sostiene que “lo mejor que puede decirse de un proceso educativo cualquiera es que capacita al sujeto para seguir educándose”, puesto que “el tuétano de la sociabilidad humana está en la educación.” (Ibid: 192). De este modo, Dewey se anticipa, como lo hizo en muchos vectores, a lo que ahora forma parte de la agenda educativa internacional: las políticas de educación a lo largo de la vida. “Cuando se comprenda la identidad del proceso moral con los procesos del crecimiento específico, advertiremos que una educación más consciente y formal de la niñez constituye el medio más económico y eficaz de progreso y de reorganización sociales, y se nos hará también evidente que la prueba de todas las instituciones de la vida adulta es su influencia en facilitar la continuidad de la educación. (…) Esto equivale a que la prueba de su valor es el punto de desarrollo que alcanzan en la tarea de educar a cada individuo para que alcance la plenitud de sus posibilidades.” Y precisamente en esa tarea adquiere un significado moral la democracia: “en que establece la prueba suprema de todas las instituciones políticas y de todos los dispositivos de la industria está en la contribución de cada una de ellas al desarrollo acabado de cada uno de los miembros de la sociedad.” (Ibid: 193). Límites y posibilidades: la medida de la educación Ahora bien, en este punto vale la pena recuperar ahora la distinción que Dewey estableció entre el “arte de la adaptación” y el “arte del control”. Ambos señalan una tensión entre los límites y las posibilidades del desarrollo de los individuos en el seno de 13 las sociedades. Siguiendo a Vázquez Gutiérrez, quien dedicó una tesis al problema de la autoridad moral y la autonomía en la sociología de Émile Durkheim, “en sociedades democráticas, frente a la expansión creciente de expectativas (…) Durkheim señala que es aún más necesaria la disciplina como autocontrol. Una reducción de trabas externas, exige consecuentemente, dirá Durkheim, un nivel mayor de autodefinición de límites. El sujeto debe aprender, según nuestro autor, a ajustar su comportamiento y sus expectativas a las posibilidades que el entorno y sus capacidades le marcan.” (Vázquez Gutiérrez, 2006: 324). Según expresa en nota a pie de página, “tomada en su sentido general, la tesis durkheimiana de este conformismo moral puede rayar en una aceptación directa de lo dado.” (Ibid: 324). La cita de la que se sirve Vázquez Gutiérrez resulta, en este sentido, ilustrativa: “Puesto que, en principio, todas las vías sociales están abiertas a todos, el deseo de subir está expuesto más fácilmente a sobreexcitar y enfebrecer más allá de toda medida, hasta no reconocer ya prácticamente límites. Es preciso por tanto que la educación haga sentir tempranamente al niño que además de estos límites convencionales, que la historia va legitimando, hay otros que están en la naturaleza de las cosas, es decir, en la naturaleza de cada uno de nosotros. Sin embargo, no se trata en modo alguno de predisponerlo insidiosamente a la resignación, de adormecer en él las ambiciones legítimas, de impedirle mirar más allá de su condición presente; tales intentos estarían en contradicción con los principios mismos de nuestra organización social. Pero hay que hacerle comprender que el medio de ser feliz es proponerse objetivos próximos, realizables, relacionados con la naturaleza de cada uno, y de alcanzarlos.” (Durkheim, 2002: 105). Atendiendo a la distinción que introducía Dewey, la idea de Durkheim acerca de la educación estaría más cercana al “arte de la adaptación”. En cambio, Dewey, sin negar la función adaptadora de la educación, se decanta por una socialización, a través de la educación, cuya calidad y valor depende tanto de los “hábitos” como de las “aspiraciones”. “De aquí, dice Dewey, una vez más, la necesidad de una medida para el valor de todo modo existente de vida social. Al buscar esta medida, hemos de evitar caer en dos extremos. No podemos establecer, sacándolo de nuestras cabezas, algo que consideremos como una sociedad ideal. Tenemos que basar nuestra sociedad en sociedades que realmente existen, con el fin de tener la seguridad de que nuestro ideal es practicable. Pero (…) el ideal no puede repetir simplemente los rasgos que se encuentran en la realidad. El problema consiste en extraer los rasgos deseables de 14 formas de vida indeseables y sugerir su mejora.” (Dewey, 1998: 78). Para Dewey, desde el terreno limitado de lo real la educación adquiere una dirección hacia el horizonte posible de lo ideal. “Para tener un gran número de valores en común, todos los miembros del grupo deben poseer una oportunidad equitativa para recibir y tomar de los demás. Debe haber una gran diversidad empresas y experiencias compartidas. De otro modo, las influencias que educan a algunos para señores, educarán a otros como esclavos.” (Ibid: 79). Para Dewey, la falta de intercambio libre y equitativo que surge de una diversidad de intereses compartidos, supone un desequilibrio de los estímulos intelectuales. En cambio, “la diversidad de estímulos significa novedad, y la novedad significa incitación al pensar.” (Ibid: 80). El reconocimiento de los intereses mutuos es, para Dewey, un factor de control social (de lo que había llamado el “arte del control”). Así como el cambio de hábitos sociales, su reajuste continuo afrontando las nuevas situaciones producidas por el intercambio variado y la interacción más libre entre los grupos sociales. Ambos criterios, reconocimiento de intereses e intercambio variado son los dos elementos que se dirigen hacia la democracia. (Ibid: 81). Así pues, desde un punto de vista educativo, señala Dewey, “la devoción de la democracia a la educación es un hecho familiar. La explicación superficial de esto es que un gobierno que se apoya en el sufragio universal no puede tener éxito si no educados los que eligen y obedecen a sus gobernantes. Puesto que una sociedad democrática repudio el principio de una autoridad externa, tiene que encontrar un sustitutivo en la disposición y el interés voluntarios y éstos sólo pueden crearse por la educación. Pero hay una explicación más profunda. Una democracia es más que una forma de gobierno; es primariamente un modo de vivir asociado, de experiencia comunicada juntamente.” (Ibid: 82). Es decir, la democracia es un modo de experiencia educativa y la educación es un modo de experiencia democrática. Ambas descansan, más que en la principios de autoridad externa, en principios de acción de sujetos (crecientemente) autónomos que sólo pueden ser ejercidos en sociedades (crecientemente) autónomas. Tanto Durkheim como Dewey nos han proporcionado una aproximación a su idea de la medida educativa, un asunto que, como señalé al principio, he abordado en algunos textos, y en los que Dewey y el marco del pragmatismo han sido referencias importantes. Tanto para Durkheim como para Dewey, la medida de la educación refleja una cierta tensión convergente. Si para el primero, la medida de la educación reside en 15 el reconocimiento e interiorización de los propios límites, de las condiciones que impone el terreno de lo determinado, de lo dado, y este reconocimiento requiere disciplina, autoridad externa, en el segundo, en cambio, la medida de la educación viene dada por el reconocimiento de las condiciones de posibilidad, de la contingencia, y este reconocimiento requiere autonomía, renovación. En ambos autores, la idea de la educación está estrechamente relacionada con la noción de democracia. Una idea de democracia instrumental, racional, transmitida y conservada a través de la educación, en el caso de Durkheim, basada en el arte de la adaptación. Esta idea contrasta dialécticamente con la idea de democracia expresiva, creativa y renovada mediante el proceso educativo, que despliega Dewey. La creatividad de la educación Ahora bien, ¿cómo determinar el valor de la educación? ¿Cómo medir la experiencia educativa? ¿Cómo asignar un valor al proceso educativo? En términos del lenguaje, o del vocabulario con el que ambos autores elaboran su construcción sociológica, podría deducirse que de la misma manera que Dewey otorga más valor al adjetivo verdadero que al sustantivo verdad, y más aún al adverbio verdaderamente (Ramón del Castillo, 2002: 127), también concede más valor al adjetivo democrático y al adverbio democráticamente, es decir, al carácter procesual y relacional de los términos en juego. Durkheim otorgaría un significado más categorial o ilustrado a la palabra democracia. En la Introducción a la obra de Durkheim La Educación moral, Bolívar y Taberner recuerdan la calificación de “paideia funcionalista” con la que Dubet y Martuccelli critican “la creencia durkheimiana de que es posible –al tiempo– socializar en las normas y valores sociales y lograr sujetos autónomos, de que la subjetivación se logra justos a través de principios universales de la cultura o, como dice Fauconnet (…) se puede individualizar socializando.” (Bolívar y Taberner, 2002: 45). A continuación añaden que la nueva sociología de la educación cuestionó las tesis funcionalistas de integración social: “la cultura escolar no es universal, es una construcción que legitima la cultura de los ‘herederos’, reflejando la distribución de poder en la sociedad.” (Ibid: 45) Apelando de nuevo a Dubet y Martuccelli (1998: 429-30): “La paideia funcionalista ha sido derrotada para siempre. No resistió a los análisis empíricos, a la sociología de la sospecha y a la formación de un contra-modelo capaz de reorganizar el conjunto de conocimientos”, y por ello “el rol de la socialización de la escuela no puede continuar 16 siendo identificado con el de un aparato de inculcación de valores comunes, interiorizados por los individuos y modelando su personalidad.” Pese a todo, como señalan Bolívar y Taberner (2002: 48), “el objetivo de la escuela pública de integrar a la ciudadanía en unos principios y valores tiene –entonces– que ser actualmente reformulado para compatibilizar dicho fin con el reconocimiento de las diferencias de cada grupo o con los contextos locales comunitarios.” Ambos autores afirman que Durkheim compartiría la afirmación de Neil Postman de que “la idea de educación pública depende por completo de la existencia de narrativas compartidas” y del hecho de que “la educación pública no sirve a un público, sino que lo crea.” (Postman, 1999: 30). Pese a las diferencias de lenguaje, tradición, tono y énfasis entre Dewey y Durkheim, encontramos en ambos autores un nexo interesante en la noción de creatividad. Un año antes de impartir las lecciones sobre pragmatismo y sociología, Durkheim había publicado Las formas elementales de la vida religiosa (1912), en la que había expresado sus convicciones sociológicas, a modo de credo, como Dewey lo había hecho en su propio credo pedagógico. Allí declara: “Llegará un día en que nuestras sociedades conocerán de nuevo horas de efervescencia creadora, en cuyo curso surgirán nuevos ideales, aparecerán nuevas fórmulas que, durante un tiempo, seguirán de guía a la humanidad.” (cit. en Bolívar y Taberner, 50). Si el modelo de sociedad ideal en Durkheim es el de una sociedad orgánica, dentro de la cual la autonomía individual y la solidaridad social se refuerzan, el modelo de sociedad ideal en Dewey es el de la una sociedad democrática, dentro de la cual la creatividad de la acción y la cooperación en la educación se refuerzan. En ambos casos cabe entender la educación como una producción y creación social e histórica. En ambos casos hablamos también de modelos sociales que al mismo tiempo son modelos educativos, y al hablar de modelos estamos refiriéndonos, en un sentido amplio, a marcos de sentido e interpretativos que a su vez constituyen programas de investigación y de acción. Hans Joas sostiene que John Dewey (junto con Herbert Mead) ilustra su concepción de la acción mediante el recurso a dos dominios, el primero de los cuales ya había quedado apuntado y el segundo que será objeto de la otra reflexión complementaria a esta: el experimento y el juego o el arte. “El experimento constituía, a su modo de ver, el caso 17 más evidente de superación de problemas de acción por medio de la innovación de nuevas posibilidades de acción. Para Dewey y Mead, la capacidad de inventiva, la creatividad, tenía como condición previa el dominio por familiaridad de la forma de acción propia del juego, que consiste en un ‘jugar hasta el final’ con las posibilidades alternativas de cumplimiento de la acción.” (Joas, 1998: 284). En este marco, el papel del arte adquiere auténtica importancia, porque “es el intento creativo de conferir sentido al mundo mediante la apropiación creativa de las posibilidades de idealidad contenidas en él.” (Ibid: 185). El énfasis de Dewey en la democracia “expresa el ideal de un orden social y de una cultura en los que la formación colectiva de los procesos de vida en común se aproxima a este ideal en un sentido experimentable.” (Ibid: 185). Joas (ibid: 286) observa que, más allá del concepto de acción como alternativa de la acción racional y de la atadura normativa, “se puede encontrar en los escritos de los clásicos de la sociología muy variados y diversos puntos de partida para concebir los momentos creativos de la acción.” Señala Joas que, en Durkheim, uno de estos momentos se encuentra en su teoría del ritual. Además de este, podría apuntarse que otro momento corresponde a su proto-teoría sociológica, con más elementos y derivas pragmatistas de los que pudiera reconocer, de una educación para la ciudadanía. Si Joas relaciona la concepción de la acción en Dewey con el experimento, también podría relacionarse la concepción de la acción en Durkheim con la necesidad de una vinculación social, a un civismo, que en el ámbito educativo se concreta en el proyecto republicano de educación cívica. En el caso de Dewey, el experimento en educación –el ensayo y la innovación creativa- se materializa en la idea y en el ensayo de la escuelalaboratorio. En el caso de Durkheim, el ensayo creativo y la innovación social aplicada a la educación e materializa en la idea de una educación moral laica de la ciudadanía. (Bolívar y Taberner, 2002: 50). Una escuela-laboratorio en una sociedad-laboratorio Para ir finalizando, nos hemos aproximado, de la mano de dos de sus respectivos pensadores clásicos más destacados, a dos perspectivas diferentes: la sociología y el pragmatismo. En palabras de Farfán, “en la relación entre sociología y pragmatismo aparecen hoy dos programas de investigación, en ellos el pragmatismo se transforma en sociología y la sociología que de ahí surge asume estar formada e informada en aquella 18 filosofía.” (Farfán, 2012: 336). Ambas perspectivas, aun manteniendo divergencias como hemos observado en el diálogo entre los dos autores, son convergentes en aquello que tienen de programa. Interesa destacar la idea de programa de investigación porque da continuidad y nutre lo que Dewey enfatizó como “la tarea por hacer”: la democracia como reconstrucción permanente de la sociedad y la educación como proyecto social de largo alcance. También interesa no descuidar el énfasis que Durkheim concedió al papel de la ciudadanía en un proyecto republicano. La tarea y el compromiso que se desprenden del giro pragmatista en educación, que ahora sin duda podemos calificar como un giro sociológico-pragmatista, basado en una alianza tensa o en una tensión convergente, podría resumir tentativamente así: La consideración de la educación como una forma de vida social que se renueva, desde la experiencia compartida y comunicada (transmitida y participada) en pos del crecimiento y mejora individual y colectivo; y de manera recíproca, la consideración de la sociedad como un vasto proyecto educativo que se renueva, desde una comunidad de experiencias orientadas a la emancipación de los seres humanos. En este mismo sentido Hannah Arendt se refería a la educación como natalidad, como “la tarea de renovar un mundo común” (Arendt, 1996: 208). La educación, así, podría concebirse como un proyecto social de largo aliento toda vez que la sociedad, mutatis mutandi, podría concebirse como un proyecto pedagógico en continua reelaboración. En ambos casos, lo que permite el cambio, la renovación (Dewey, 1998: 14-15) y la mejora de los sujetos individuales y colectivos, de la ciudadanía, es la comunidad de experiencias, o dicho de otra manera, la posibilidad de experimentar o de comprender y actuar en el espacio de una sociedad, que también ella, en su conjunto, se constituye como un laboratorio. De la misma manera que John Dewey puso en marcha una Escuela-laboratorio, en este cambio de época estaríamos dando carta de legalidad a la idea de una Sociedadlaboratorio. En ambos espacios la medida de la calidad (social y educativa), no vendría dada por un expediente o autoridad externa (de los que la industria de los actuales indicadores educativos podría ser un ejemplo), sino desde la fuente misma de la experiencia ciudadana. En ese caso, ni se nos daría ni se nos diría el valor de nuestra vida, pues este simplemente se sabría, al vivirla cada uno, y compartirla, con propósitos conscientes (de manera adverbial, educadamente y democráticamente, pues ni la educación ni la democracia son posesiones que podamos acumular; antes bien, son relaciones, forma de vida). Desde una sociología de la experiencia educativa, una 19 sociedad laboratorio es aquella en la que las experiencias sociales cobran un valor relevante para la educación, convertidas en experimentos, en ensayos y formas de vida. Durkheim y Dewey, hijos de la misma época, vivieron cambios profundos que reflejaban una fase histórica de encrucijada. Ahora, como entonces, la sociedad y la educación, están en la encrucijada, como nos recuerda en su reciente estudio Fernández Enguita y como ya había advertido, entre otros, Castoriadis en Las encrucijadas del laberinto (2009). En el Posfacio a La educación en la encrucijada (2016: 247-252) Fernández Enguita recupera la palabra compromiso educativo y señala los límites de nuestra gramática para darle el significado más amplio, la textura más abierta, que tiene en otros idiomas, donde comprometer incluye la posibilidad de conceder, es decir, de ponerse en el punto de vista del otro. Lo que sugiere el giro educativo al que apuntan estas páginas es, precisamente, la posibilidad de intercambiar puntos de vista diferentes, formas de vida distintas, y experiencias singulares que pueden ser compartidas y que contribuyen a la renovación mediante la educación. Porque, como apuntó Dewey, “si no nos esforzamos para que se realice una transmisión auténtica y perfecta, el grupo más civilizado caerá en la barbarie y después en el salvajismo.” (Dewey, 1998: 15). No nos faltan ahora signos preocupantes de esta tendencia. Esta renovación requiere políticas y prácticas educativas de reconocimiento, una auténtica pedagogía del reconocimiento (Beltrán, 2016b; véase también la interesante tesis de Thoilliez, 2013: 414-422), que contribuya a superar las desigualdades participando en una conversación abierta y continua que nos inspire para la reflexión y la intervención en la continua reconstrucción de nuestra sociedad. Hay otra manera de interpretar la palabra compromiso, si apelamos a su etimología y composición latina, donde con plantea una relación, pro una disposición y miso una misión o envío que hay que llevar a cabo. En ese sentido un compromiso es una promesa o tarea común, una misión que decidimos asumir y que constituye una aspiración. Para hacer, y después procurar cumplir, promesas colectivas de cambio y de mejora educativa necesitamos como mínimo, y todavía antes que negociar, conversar. La conversación, escrita y hablada, modula y da cauce a nuestro pensamiento, en contraste con el de los demás, al tiempo que fundamenta nuestras decisiones y nuestras acciones. La conversación, en la que se entrelazan palabras y experiencias, gestos y 20 deseos, puede ser una parte importante de nuestro programa de investigación y parte de ese experimento, de ese laboratorio, que constituye nuestra vida social y educativa. Durkheim conversó con Dewey, entre otros, en Pragmatismo y Sociología. En mi caso, me he sumado, acompañado de otras voces, a esa conversación. Con la certeza de estar participando en una experiencia valiosa –una más entre las variedades de la experiencia educativa– de la que extraer estímulos, compromisos e inspiraciones para tiempos de encrucijada. Referencias Arendt, H. (19916). “La crisis en la educación”, en Entre pasado y presente. Ocho ejercicios sobre la reflexión política (pp. 185-208). Barcelona: Península. Beltrán, J. (1997). 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Las variedades de la experiencia educativa: una lectura contemporánea de la Escuela-laboratorio de John Dewey. XVI Congreso Nacional y XVII Congreso Iberoamericano de Pedagogía (SEP) [aprobado y endiente de publicación]. 21 Bolívar, A. y Taberner, J. (2002). Introducción. En Émile Durkheim. La educación moral (pp. 9-22). Madrid: Trotta. Castoriadis, Cornelius (2009). Los dominios del hombre: las encrucijadas del laberinto, Barcelona: Gedisa. Del Castillo, Ramón (2002). ¿A quién le importa la verdad? A vueltas con James y Dewey. Agora, Papeles de Filosofía, 21/2, 109-136. Dewey, J. (1986). La reconstrucción de la filosofía. Barcelona: Planeta-Agostini. Dewey, J. (1996). Democracia creativa. La tarea ante nosotros. En Liberalismo y otros ensayos (pp. 199-205). Valencia: Edicions Alfons el Magnànim. Dewey, J. (1997). Mi credo pedagógico. León: Universidad de León. Dewey, J. (1998). Democracia y educación. Madrid: Morata. Dubet, F. y Martuccelli, D. (1998). En la escuela. 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