LEGITIMIDAD CULTURAL Y OMNIVORIDAD: ¿HACIA UN “RÉGIMEN GENERAL DE TEXTOS”? ALBERT GARCIA ARNAU Universidad Complutense de Madrid [email protected] Resumen: A través de la visión extensiva e inclusiva de "texto" propuesta por la semiología, la presente comunicación se propone cuestionar la continuidad de la estructura de jerarquización de las artes, los géneros y las obras que caratcerizó al régimen de consumo cultural de la alta cultura hasta finales del siglo XX. A través de idea de "omnivoridad inclusiva" nos planteamos si los mecanismos tradicionales de distinción han sido o no modificados de forma sustancial ante la nueva estructura de legitimidad cultural a la que hemos venido a denominar "régimen general de textos". Palabras clave: Omnivoridad inclusiva, distinción, régimen general de textos, cultura legítima, capital cultural LEGITIMIDAD CULTURAL Y OMNIVORIDAD: ¿HACIA UN “RÉGIMEN GENERAL DE TEXTOS”? «Para poder analizar la cultura de masas hace falta disfrutar secretamente con ella, que no se puede hablar del juke box si te repugna tener que introducir en la máquina la monedita... ¿Por qué entonces no usar mis tebeos y mis novelas policíacas como objeto de trabajo?» (Eco 2006:18). Como ya expusiera Roland Barthes al tratar de explicar el propósito de la semiología y su diferencia con el del mero análisis lingüístico: “En su Curso de Lingüística General, publicado por primera vez en 1916, Saussure postulaba la existencia de una ciencia general de los signos, o Semiología, de la cual sólo una parte correspondería a la Lingüística. En términos generales, pues, la semiología tiene por objeto todos los sistemas de signos, cualquiera que fuere la sustancia y los límites de estos sistemas: las imágenes, los gestos, los sonidos melódicos, los objetos y los conjuntos de estas sustancias —que pueden encontrarse en ritos, protocolos o espectáculos— constituyen si no «lenguajes», al menos sistemas de significación” (Barthes 1971:13). Fieles a su afán multidisciplinario, los estudios culturales fueron herederos de estas aportaciones de la semiología. Una de las consecuencias más importantes que ello tuvo en el desarrollo de sus abordajes de la cultura, fue la utilización de una noción de «texto» que no se limitara a los mensajes escritos, sino que incluyera, también, todo tipo de objetos culturales. Cualquier bien cultural en torno al cual se pueda generar una interpretación puede ser entendido como “texto” y puede ser “leído”. Las “lecturas” ya no son asumidas como decodificaciones pasivas de un mensaje cerrado antes de su emisión —como sucedía en los antiguos modelos de comunicación— sino que más bien son entendidas como “movilizaciones particulares de los textos” (DeNora 2004:38). De este modo, cada lectura implica una interpretación particular que pone en relación —“articula” en el sentido de DeNora— al emisor, al receptor y al contexto de la comunicación, y, es en esta encrucijada — situada social e históricamente—, en la que se genera ese constructo social llamado «sentido». Lo que se ha modificado, en esencia, tras el llamado “giro cultural” que sufrieron los estudios culturales, es el modelo de comprensión del acto comunicativo, que se ha vuelto más abierto y menos unidireccional/monolítico; un proceso mediado, como desarrolló largamente Antoine Hennion en su “Pasión Musical” (Hennion 2002). La idea de plantear una noción inclusiva de «texto» implica la posibilidad de extender el análisis cultural no sólo a los bienes explícitamente codificados, sino a todas las producciones simbólicas de una sociedad en un momento histórico concreto. Se trataría de pensar en términos de «mapas de sentido» (Hall 2005), de ver el texto como “un tejido de citas provenientes de los mil focos de la cultura” (Barthes 1984:65) o, en el caso específico de la música, de pensar en «redes semióticas de asociaciones musicales y extramusicales» (DeNora 2004). Pero toda esta idea de apertura teórica nace en contraposición a un sistema cultural dominante particular y también históricamente situado. Podríamos hablar de un “régimen cultural clásico”, entendiendo por ello un sistema de textos en el que la “alta cultura” es considerada como un ente particular, definido y distinto, cuyas fronteras son férreas y claras; donde se conforma un canon estético y de valorización vinculado a la cultura de la élite y que tiende a identificarse a los patrones de parcelación y jerarquización que suelen identificarse a la —siempre pasada por un tamiz romántico— tradición de las Bellas Artes1. A más pequeña escala —analizando en su caso la situación de la literatura en las primera etapas del campo— Bourdieu ya planteaba con claridad la existencia de un sistema de parcelaciónjerarquización de las artes validado por la illusio del campo naciente. Para él, “el vértice de la jerarquía es ocupado por la poesía la cual, consagrada como el arte por excelencia por la tradición romántica, conserva todo su prestigio”, mientras que encontraremos “en el lado opuesto, al teatro, al que se impone directamente la sanción inmediata del público burgués” (Bourdieu 1 No tratamos de decir aquí que las tradicionales Bellas Artes hayan sido ajenas al debate interno en cuanto a sus sistemas de valorización, jerarquización y legitimidad. De sobras son conocidas las pugnas entre las distintas formas de expresión, por ejemplo la tradicional pugna «imagen vs. palabra» que han enfrentado a la pintura y la literatura, por no hablar del caso de la música cuyo reproche más común —por parte de las otras artes— ha sido su falta de expresividad codificada. La parcelación tradicional de las artes ha terminado por constituirse una forma de mantenimiento de un equilibrio tenso entre formas de expresión que hasta el siglo XIX parecía haberse conseguido con una definición de espacios soberanos de cada arte y una cierta preponderancia velada de la “palabra” en el sistema de jerarquización. Parte de ello puede observarse en el desprecio de la imagen que se destila de la crítica cultural del siglo XX —y no sólo a la frankfurtiana— y la reivindicación constante del libro-fetiche — lingüísticamente estructurado— como forma “verdadera” de expresión del pensamiento frente a cualquier otra forma de expresión (como, por ejemplo, el audiovisual). 1998:194). En el caso específico de la música, podría asumirse el sistema de jerarquización y valorización fundamental de los géneros en los términos que propone la educadora musical Lucy Green: “La música clásica ha mantenido de hecho una posición hegemónica de superioridad cultural desde la Ilustración. La ideología ha ratificado y mantenido de forma inmanente el dominio de una institución musical de élite que, junto con sus productos cosificados, ha tratado aparentar su superioridad: y lo ha hecho propagando la idea de que existe una masa musical que, con sus productos profanos, no ha sido nunca muy musical. Por tanto, una compleja y múltiple división ha sido creada y mantenida entre la élite y los modos musicales de producción y recepción, y entre la élite y los estilos de la música de masas a los que esos modos corresponden” (Lucy Green citada en Martin 1995:33). Existiría, pues, una jerarquización de las artes así como, a su vez, una jerarquización dentro de cada una de las propias artes, en las que la música no es una excepción. Género, estilo y modos musicales de producción y recepción, han venido marcando y reproduciendo este sistema de jerarquización de lo cultural. No es necesario hacer grandes averiguaciones para percatarse de que —aun de forma inconsciente— las constantes arremetidas de la Crítica Cultural contra la cultura de masas y sus objetos, no lograron sino reforzar este orden de parcelación y jerarquización de la cultura dominante. Los abordajes de la crítica acababan reforzando la tradicional separación entre una alta cultura —la cultura “legítima”— y sus complementarios: todo el resto; así como una clara relación jerárquica que sitúa a la primera como paradigma cultural dominante. La cultura de masas (simpleza, repetición, fórmula, réclame o incluso la propia noción de “desmoronamiento del aura”) era observada por la crítica frankfurtiana como la mera imposición de los intereses de un sistema económico, mientras que la esencia de la alta cultura quedaba ilesa en la contienda (Adorno and Horkheimer 1998). Se trata de la misma lógica que había llevado a Benjamin a criticar al cine como forma de expresión aludiendo a su propia “naturaleza” como medio de expresión (Benjamin 1989) o a Adorno a despreciar al jazz, y a la música popular en general, como promotores de una velada cultura de la “estandarización” (Adorno 2000). El mencionado desprecio —cuando no hostigamiento— de las nuevas formas artísticas agrupadas bajo el manto de lo popular-masivo, fue una constante durante los años de hegemonía teórica de la Crítica —visión compartida, por lo general, con las visiones culturales del elitismo moralista (véase por ejemplo Ortega y Gasset 1966)—. Sin embargo, como ya constatamos, la hegemonía de esta visión comenzó a resquebrajarse en los 60, cuando ciertas voces contestatarias —algunas ya socializadas al calor de las nuevas formas culturales de la sociedad de masas— se alzaron contra la sanción moralista de la parcelación-jerarquización de los estilos y géneros artísticos así como de la reproducción de una “frontera de legitimidad” y un “sistema de valorización” que mantuviera la separación entre dos universos del arte (alta cultura y cultura popular). Es el caso del Umberto Eco de Apocalípticos e Integrados (Eco 2006) que, desde una visión crítica, desafió a la tradición de la Crítica así como al propio sistema cultural dominante en su época planteando abiertamente la cuestión de la legitimidad cultural de la cultura popular, no sólo a través de un cuestionamiento teórico, sino también predicando con el ejemplo, esto es, analizando desde el mito de Superman hasta la canción de consumo. Si bien Eco planteó una subversión práctica contra este sistema de jerarquización y valorización, también lo hizo Pierre Bourdieu a la hora de objetivar el propio sistema de parcelación, jerarquía y valorización de la cultura a través de la noción de “capital cultural”, así como mediante su conceptualización de los criterios y las bases sociales del gusto como entramado sociocultural articulado. En su caso, Bourdieu fue un paso más allá, llegando a concebir esta jerarquización (entre géneros, autores, obras...) como el fruto de un sistema de valorización basado en la illusio y en las estrategias de distinción. Llegó a hablar directamente de la existencia de “sistemas de gustos jerarquizados en cuanto a su grado de legitimidad” (Bourdieu 1998:264) que son a la vez cambiantes y están, por lo tanto, historificados. El problema del planteamiento bourdiano, sin embargo, es que tiende a plantear una suerte de homología, más o menos directa, entre los procedimientos de valorización de la cultura dentro de este “sistema de jerarquización cultural” y los mecanismos de distinción. Homología que se traduce en la idea de que aquello que es minoritario —o, mejor dicho, cuyo consumo no es generalizado— es, en cierto modo, distinguido; cuando comienza a ser consumido por una mayoría —una idea, por otra parte ya planteada por Georg Simmel en su abordaje de la moda como fenómeno social (Simmel 1957)—, el efecto de distinción se disipa y la obra/género/autor se “vulgariza”, su consumo se hace banal. Dicho por él mismo: “la jerarquía entre los géneros (y entre los autores) según criterios específicos del juicio de los pares es, más o menos exactamente el inverso de la jerarquía según el éxito comercial” (Bourdieu 1998:193). En este sistema se pueden distinguir, para Bourdieu, tres universos culturales de consumo: la «alta cultura» —legitimidad, consagración y máxima valorización social—, «la cultura media» —la cultura de la “pretensión”, trata de imitar sin llegar a alcanzar a la alta cultura a la par que se pretende distinguir de su referente “inferior” y reúne a las “obras menores de las artes mayores”— y una «cultura popular» (Bourdieu 2006). Este análisis bourdiano plantea de una forma demasiado aproblemática la identificación de los mecanismos de distinción con el sistema mismo de valoración social de la cultura. Su enfoque serviría para establecer, como de hecho hizo en La Distinción, un “mapa semiótico” de consumo según el estatus socioeconómico siguiendo la base de una división social centrada en la interacción de capital cultural y capital económico, esto es, el funcionamiento de un snobismo cultural, pero no serviría para dar cuenta de muchos de los fenómenos culturales actuales. Sin embargo, hay que entender, que el de Bourdieu es también un análisis histórico y situado; pertenece a la Francia de los años 60-70 y, como todo abordaje de un campo social específico, necesita ser actualizado a la luz de los cambios históricos y sociales que se suceden y pueden reconfigurar las estructuras del campo de forma profunda y decisiva. El mapa semiótico del gusto ha cambiado —y no sólo por la vulgarización de ciertos objetos, géneros artísticos y actividades— y ni los propios mecanismos de distinción parecen funcionar del mismo modo. Fue en esa línea que años más tarde Peterson y Kern (1996), ya desde la óptica de los estudios culturales, postularían —observando en su caso la sociedad americana— el inicio de un cambio sustancial en esta cultura dual centrada en dos polos —alta cultura/cultura popular— hacia la irrupción del eclecticismo como nuevo criterio dominante de valorización social de lo cultural. Frente al antiguo criterio de “distinción” ampliamente desarrollado por Bourdieu (centrado en los valores del exclusivismo, cuyo objetivo —no necesariamente consciente— era remarcar la diferencia, esto es reforzar la distinción de lo distinto siguiendo una estrategia de exclusividad y exclusión), el nuevo criterio de valorización introducía tintes de inclusividad. Un gusto más extenso era más valorado, más cosmopolita y “moderno”. Su teoría se basa en la observación de un cambio fundamental en las pautas de consumo de las élites culturales entre los años 80 y 90, consistentes en una visible transición de un patrón de elitismo snob —univoridad de “alta cultura”— hacia un régimen de consumo cultural omnívoro. Por su parte, Ariño Villaroya (2007) ha venido a replantear el problema cuestionándose la adecuación explicativa de la teoría de la omnivoridad y planteando la existencia de distintos «regímenes de consumo cultural2». Centrándose en la cuestión musical, y a través del análisis cuantitativo, esboza tres tipos ideales de regímenes de audición musical: “tradicional”, “omnívoro cultivado” y “moderno”, cada uno asociado a géneros musicales y grupos sociales específicos. Si bien Peterson y Kern apostaban por la explicación en términos del cambio producido en el consumo cultural a finales del siglo XX, Ariño Villaroya, incide en que no debe tomarse la omnivoridad como patrón de práctica universal y apuesta por entender que sigue habiendo diferencias ostensibles a nivel de consumo entre los distintos grupos y estratos sociales. Pero lo cierto es que, aún tratándose de visiones más o menos contrapuestas, en ambos casos vienen a constatarse dos cuestiones fundamentales. La primera es que el análisis que Bourdieu planteaba en “La Distinción” requeriría hoy de una necesaria actualización y revisión que tuviera en cuenta los nuevos patrones de acceso a la cultura (con especial atención al surgimiento de Internet: las redes P2P, las radios digitales, los podcast, el streaming, etc.). La segunda cuestión es que, sean los que sean los motivos que lo justifiquen, para ambos se hace evidente un cambio fundamental en las reglas de juego del 2 Para Ariño Villaroya “el concepto de régimen de práctica o de apropiación musical hace referencia al conjunto de elementos que definen la forma de apropiación individual de los bienes simbólicos en un universo estético singular; comporta una determinada combinación de géneros tanto como las modalidades de su consumo y el sistema de reglas que las gobiernan” (Ariño Villarroya 2007:142). capital cultural, ya que el monopolio histórico de su principal criterio de valorización/jerarquización —el de la distinción que provee la “alta cultura”— empieza a tambalearse, como hemos podido ver, a finales del siglo XX. Aquí es donde propongo la noción de «régimen general de textos», que dé cuenta del cambio en un sistema cultural donde los patrones dominantes del “régimen clásico” empiezan a mutar. El sistema cultural que siguió al surgimiento de la reproducción mecánica vino aparejado a la aparición de la Industria Cultural —el sistema de producción/difusión que conceptualizaron Adorno y Horkheimer— pero a la vez, o precisamente por ello, comenzó poco a poco a generar “redes semióticas” cada vez más grandes, internacionales e intertextuales. Como expone Ariño Villarroya: “estos treinta años han sido pródigos tanto en cambios tecnológicos como estructurales, y éstos se han dado no sólo en la estratificación dentro de cada país sino en su interrelación planetaria. La revolución digital y el ascenso de la cibercultura han modificado radicalmente el acceso a los flujos simbólicos, y la movilidad sociocultural ha difundido pautas culturales entre estratos y clases, rompiendo los esquemas precedentes. Las fronteras se han vuelto más borrosas y las jerarquías se han difuminado” (Ariño Villarroya 2007:133). El mismo Ariño —aún crítico con el uso indiscriminado de la noción de omnivoridad— reconoce que, fruto de todas estas circunstancia históricas, se ha venido produciendo un “desplazamiento del sistema de clasificación” y que puede decirse que en el nuevo paradigma cultural “la variedad cultural, el eclecticismo, la omnivoridad o la inclusividad, en definitiva la apertura y la tolerancia, definen las pautas culturales mejor que la lógica de la distinción” (Ariño Villarroya 2007:135). Si utilizáramos los términos de capital cultural de Bourdieu, podríamos decir que lo que parece observarse es un cambio sustancial en el criterio de valorización de dicho capital. Frente a la tendencia dominante a la distinción, esto es, a la reafirmación de la diferencia para marcar una asimetría simbólica que se visibilice en el gusto, en el actual «régimen general de textos», un cierto “eclecticismo tolerante” mezclado con un cierto aire de “exotismo de la experiencia” lleva a la inclusión de obras, géneros y artes —antes arrojados a los márgenes de las subculturas o de la cultura de masas— dentro de las fronteras de la cultura legítima. A su vez, y derivado de ello, estar familiarizado con estos objetos pasa a ser valorizado como capital cultural. Es el caso, por ejemplo, de los clásicos del rock, las novelas gráficas más célebres o las “músicas del mundo”3, cuyo conocimiento ya se considera parte de la cultura general fundamental en el “sentido de juego” de las nuevas élites culturales. Hoy, cada vez más, ya no resulta incompatible — ni se hace extraño— que alguien se declare amante, simultáneamente, de Beethoven, Leonard Berstein y los Rolling Stones o que reconozca leer “cómics” —novela gráfica— sin ningún tipo de “pudor cultural” (como el que se traslucía en la justificación de Eco al hacer subir al estrado filosófico a su vieja colección de cómics). Es más, comienza a observarse con suspicacia, sobre todo entre los círculos jóvenes de alto capital cultural —como si se tratara de un radicalismo cultural ciego— a los distintos tipos de univoridad. Y es que, por supuesto, tampoco esta nueva tendencia de reestructuración de los sistemas de valorización del capital cultural hacia un patrón de tolerancia y omnivoridad ecléctica elimina del todos los mecanismos de distinción. ¿Podría ser el nuevo criterio omnívoro una nueva forma de reafirmación de la superioridad del capital cultural de las élites? Lo que parece claro es que los nuevos sistemas de valorización no calan del mismo modo en todos los estratos socioculturales. Ariño, por ejemplo, destaca que el eclecticismo u omnivoridad es especialmente común entre los licenciados universitarios, aquellos que, en principio, presentan una mayor proporción de capital cultural. No es extraño que, sobre todo entre la gente más mayor, así como entre los más jóvenes, se observe una palpable continuidad de las dietas culturales unívoras, ya estén éstas centradas en la alta cultura o en la cultura popular. Sin embargo, la categorización de Ariño, centrada en la cultura musical, se basa en el análisis de los resultados de un barómetro del CIS de 1999. Han pasado años desde entonces, y las primeras décadas del nuevo siglo se han caracterizado por la extensión masiva de métodos digitales de acceso a la cultura centrados en Internet así como la presumible profundización correspondiente en 3 La categoría “músicas del mundo” [world music] nace como un intento de la industria cultural de clasificar bajo la misma etiqueta comercial a una multiplicidad de fenómenos musicales globales que comprendan elementos étnicos o “particularidades locales”. Su origen reciente atiende, en parte a este cambio fundamental en los criterios de legitimidad de lo cultural y en parte al intento de integrar la diversidad —envolviéndola bajo un manto de riqueza cultural y exotismo— en el mercado de bienes culturales legítimos. las tendencias de “generalización” de la escucha y “democratización” de los gustos musicales ya esbozadas por él. Han sido quince años desde el surgimiento del “fenómeno Napster”. Tras su caída, se han sucedido nuevos métodos de acceso a la música que han profundizado en la dimensión “exhibitiva” —aquella que ya destacara Benjamin y, antes que él, Paul Valéry (Valéry 2003)—. El incremento en la accesibilidad de la música en la era digital —que vino seguida del incremento en la accesibilidad a otros bienes culturales como el cine o los libros digitales— ha venido, presumiblemente, a acelerar tendencias ya existentes respecto al progresivo desmoronamiento de un régimen textual clásico basado en la polarización cultural —y compartimentación estanca— de “alta cultura” y “cultura popular”. Al difuminarse las barreras culturales que separaban a estos dos reinos por un muro de legitimidad cultural, se ha abierto la veda a la práctica sistemática —y cada vez menos marginal— de “lecturas” (y “escrituras”) intertextuales que transgredan la separación tradicional 4. Algunas de las formas artísticas surgidas en la era de la reproducibilidad mecánica —hip hop, Bastard pop, etc.5 —, de hecho, se han constituido en paradigmas del nuevo régimen textual y carecerían de sentido fuera de él —cuando no se las sancionaría directamente como plagio o utilización ilícita de bienes culturales—. Como relata Marc Martínez (2010) al estudiar el caso concreto de la intertextualidad sonora y discursiva en el rap francés, el samplig —préstamo intertextual sonoro y/o musical— se ha constituido en parte fundamental del ethos de la cultural hip-hop; del mismo modo la intertextualidad —o quizás incluso transtextualidad—, parece haberse erigido en el rasgo fundamental del ethos del nuevo régimen cultural. Es importante recalcar que la idea aquí propuesta de un «régimen general de textos», no asume una reconfiguración de todas las obras en un plano de valorización de igualdad ni, como ya hemos mencionado, la eliminación absoluta de un principio de distinción. Lo que plantea es la transición 4 El germen de esta lógica puede apreciarse en Umberto Eco (2006), cuando formula los paralelismos —y también las diferencias— entre el mito de Superman, héroe moderno por excelencia y los héroes de la mitología clásica. Se trata de dos narrativas que se sitúan una a cada lado de la “barrera” y cuya puesta en relación intertextual —lectura interconectada en pié de igualdad— habría sido considerada ilegítima, o incluso impensable, para las élites culturales apocalípticas que criticaba el semiólogo italiano. 5 Para ver un análisis interesante de las nuevas formas de creación basadas en las nuevas posibilidades intertextuales ver (Katz 2010) y su análisis del mash-up, la batallas de música hip-hop entre Djs o el caso de la musique concréte. de un sistema de jerarquización clásico que vinculaba el género y la distinción culto-popular con el sistema de valorización social del arte a un nuevo sistema (aún en construcción). En el régimen general de textos sigue habiendo objetos culturales utilizados como elementos de distinción, es sólo que el criterio de su valorización ya no es su pertenencia a un género específico (rock, música académica, poesía, etc.), ni siquiera su adscripción a los subcampos de producción bourdianos (“puro”/“comercial”). Esta etapa se caracteriza, más bien, por la proliferación de la intertextualidad/transtextualidad más allá de las barreras de género y la extensión de una producción “mixta” que anida en el espacio intermedio que antes separaba la “alta cultura” de la “cultura popular”, se trata del florecimiento de lo que podría denominarse “alta cultura popular” 6. Es la época de la “ópera rock”, de la “música fusión”, de la hibridación entre lo culto y lo popular, lo moderno y lo antiguo, lo “cercano” (patrones estéticos occidentales ya sean cultos o populares) y lo “lejano” (músicas del mundo), que crea un sistema estético que no es identificable exactamente con el canon clásico ni completamente moderno, sino que genera un espacio poblado por esta curiosa mixtificación que tratamos de reflejar a través de la idea del régimen general de textos. Pero hay que remarcar que tampoco este criterio de omnivoridad inclusiva debe ser utilizado indiscriminadamente, pues no todo objeto de consumo es igualmente legítimo. El sistema de 6 La segunda mitad del siglo XX ha sido especialmente prolífica en lo concerniente a este tipo de obras que, perteneciendo a géneros en origen vinculados a la cultura popular, han sido concebidos siguiendo los principios de lo que Bourdieu denominaría la filosofía de l'art pour l'art así como un nivel de complejidad técnica e innovación estética propia de las vanguardias artísticas más rompedoras, pero sin renunciar por ello a la difusión masiva de los medios. En el mundo del cómic ya pusimos como ejemplo el reconocimiento que supuso distinguir con un Pulitzer al MAUS de Art Spiegelman, aunque la tendencia siguió evolucionando con obras —ya clásicas del género— como V de Vendetta, Watchmen o Sandman. En el mundo de la creación y producción de contenidos audiovisuales para TV destacamos el éxito de series como Los Soprano a finales de los 90 que sentó el precedente del auge que experimentarían las “nuevas series” a partir del 2000 (The Wire, Dexter, Mad Men, etc.) hasta el que fue uno de los hitos cumbre de su legitimación con la involucración personal de Scorsese en la dirección del capítulo piloto de Boardwalk Empire. En el mundo de la música, la difusión masiva de bandas de rock con planteamientos sonoros progresivos como los Who, Pink Floyd, Queen o, en la actualidad bandas como Muse, que cuentan en su haber haber alcanzado públicos de masas mientras rompían claramente con las fórmulas tradicionales de la “comercialidad” sonora industrial a la vez que se acercaban a desarrollo identificables con estructuras más “clásicas” u operísticas. En España, ese mismo proceso podría ser encarnado por el giro artístico sufrido por el grupo de rock Extremoduro a partir de su disco La Ley Innata (2008). Si hubiera que poner un hito musical a esta tendencia de cierta música popular a asumir criterios estéticos de l'art pour l'art quizás fuera éste el giro artístico de la última etapa de los Beatles —a partir de Sgt. Pepper's (1967)— (Del Val and Pérez Colman 2009) contribuyó de forma crucial a una cierta difusión de las —antes notoriamente claras— fronteras que separaban a las dos grandes culturas musicales. valorización-jerarquización de los objetos culturales no desaparece sino que ha comenzado un proceso de reestructuración que escapa a los moldes canónicos o tradicionales. Hoy una película de animación puede ser considerada cultura legítima e incluso “objeto de culto” (El viaje de Chihiro, El Muro, Las aventuras del príncipe Achmed, La Tumba de las Luciérnagas, Mary and Max, Up, Wall-E, etc.), pero eso no significa que la animación vaya a ser, a partir de ahora valorada en pié de igualdad a los géneros más consagrados, ni siquiera que todos los prejuicios respecto a la animación se hayan desvanecido completamente. Lo mismo puede aplicarse a la mayor parte de las producciones culturales contemporáneas. Lo que permite la idea de un «régimen general de textos» es concebir una reestructuración del universo textual que se caracteriza por el desmoronamiento de ciertos principios de legitimidad cultural y por el establecimiento de otros nuevos que aún se están configurando pero que, a ciencia cierta, generarán sus propios mecanismos de distinción. Por todo ello, la idea de distinción de Bourdieu no debería de ser desechada sino actualizada. Esta nueva etapa cultural, que algunos se aprestarían a calificar de “posmoderna”, establece nuevos criterios de distinción (omnivoridad, eclecticismo, etc.), pero no eliminia, en sí, los mecanismos de dominación cultural y violencia simbólica basados en el capital cultural y la práctica de estrategias de distinción. Es el caso del capital musical en su modalidad “erudita”, pasa a valorarse, a modo de capital, el dominio extensivo de registros culturales y géneros artísticos. Poder hablar, en el caso de la música, con la misma naturalidad de Chopin o Bach, de Schönberg o Stokhausen, de los Beatles, Los Manolos o Vetusta Morla, se valora —es “reconocido”, en términos bourdianos, bajo la nueva illusio— como elemento de distinción en los círculos de alto capital cultural. ¿Vale todo? No, no todo vale y sería inocente asumirlo como parecieron asumirlo las visiones más naïve de los estudios culturales. Sigue existiendo un espacio cultural de lo que los poseedores de mayores proporciones de capital cultural consideran el “mal gusto”. Recuérdese, a ese respecto, la importancia que Bourdieu otorgaba al «dis-gusto» —le dégoût (juego de palabras con «goût») literalmente "asco, rechazo"— a la hora de definir el gusto. El gusto se estructura de forma especialmente clara en nuestros rechazos, en aquello que despreciamos. Prueben a entrar en la facultad escuchando reggaetón por el altavoz de su móvil, hablar con sincera admiración del Reguetón, de Camela o Andy y Lucas en una fiesta cool o a exponer la increíble influencia de Georgie Dann en las actuales derivas del pop indie español. Bromas aparte, creo que precisamente en el sarcasmo —y en la sonrisa que quizás les haya arrancado, en el caso de haber logrado mi objetivo— se encuentra la clave de lo que quiero expresar: no todo está permitido, ni aún tras el supuesto desmoronamiento de la barrera de legitimidad que separaba a las dos culturas. El régimen general de textos no sitúa a todos los objetos culturales en pié de igualdad, aunque sí abra la posibilidad a que las dos culturas tradicionalmente polarizadas se den la mano incluso en los ambientes más selectos. Podríamos incluso llegar a pensar a la omnivoridad y al eclecticismo como parte del nuevo sistema de “dominación cultural” en el que el sentido de juego es aún más complicado, pues se exige a aquel que participe de él, una mayor extensión de su dominio erudito, al fin y al cabo, de su capital cultural incorporado, con las consecuencias en la reproducción de la desigualdad que esta situación puede implicar. En resumidas cuentas cabría preguntarse —aún a riesgo de no poder cerrar, de momento, esta cuestión—, ¿estamos caminando realmente hacia un «régimen general de textos» o sencillamente asistimos a una mutación de los principios clásicos de los mecanismos de distinción? ¿O acaso avanzamos, como proponía Ariño hacia una parcelación distinta según distintos “regímenes de consumo cultural”, identificados con distintos grupos sociales? Nuestra apuesta sería tratar de articular las tres perspectivas pues, estrictamente, no hay incompatibilidades en pensar los tres abordajes como complementarios. Por un lado, a un nivel cultural macro, todo apunta a que asistimos a la tendencia general hacia un cambio en los sistemas de jerarquización-valorización cultural —lo que hemos llamado la transición de un “régimen clásico” a un “régimen general de textos”—; por otro lado asistimos a la reconfiguración, ligada a este proceso, de los mecanismos de distinción, centrados cada vez más en una suerte de “inclusivismo tolerante” que, sin embargo —y de forma un tanto paradójica—, puede funcionar como nuevo principio de exclusión (capital cultural); por último, y como ya hemos mencionado, se observa que las tendencias del nuevo sistema de valorización implícito en el régimen general de textos no calan del mismo modo —como ya reflejara Ariño— en todos los estratos de población, por lo que la idea de manejar, simultáneamente la noción de “regímenes de consumo cultural” puede ayudar a articular las diferencias y los mecanismos específicos de dominación del nuevo sistema de valorización. Desarrollar de forma pormenorizada los cambios particulares concernientes a estos principios de estructuración de la valorización cultural es aún un proyecto difícil de abordar, entre otras cosas, por encontrarnos en pleno periodo de transición/reestructuración del actual “sistema cultural”. Lejos de pretender agotar esta cuestión, en el presente texto he pretendido, trazar la continuidad en la evolución de la cuestión de los sistemas de valorización y jerarquización del consumo cultural, poniendo en relación varias perspectivas teóricas y algunos conceptos clave, con especial atención a aquellos que han abordado la cuestión desde la óptica de la sociología de la música. BIBLIOGRAFÍA Adorno, Theodor. 2000. “On Popular Music.” Soundscapes.info 2. Retrieved (http://www.icce.rug.nl/~soundscapes/DATABASES/SWA/On_popular_music_1.shtml). Adorno, Theodor and Max Horkheimer. 1998. “La Industria Cultural. Ilustración Como Engaño de Masas.” Pp. 165–212 in Dialéctica de la Ilustración. 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