XII Congreso Español de Sociología

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XII Congreso Español de Sociología
Grandes transformaciones sociales, nuevos desafíos para la sociología
Movimientos sociales, acción colectiva y cambio social (GT-20)
Tema: Conflictos sociales, ciudadanía y participación política. El impacto de los
movimientos sociales en la esfera política (Conjunta con el GT-8, Sociología política)
COMUNICACIÓN
Protesta social y cambio político: Una reflexión teórica
Antonio Antón Morón
Profesor del Departamento de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid
[email protected]
RESUMEN
Los actuales procesos de indignación ciudadana y de movilización social
progresista presentan algunos rasgos particulares, diferentes a los anteriores movimientos
sociales. Dos aspectos tienen importancia para contrastar la experiencia pasada y las
teorías convencionales: 1) su doble componente democratizador y socioeconómico, con
una dimensión más global o sistémica; 2) los mecanismos y procesos que intervienen en
su configuración, condicionan su influencia social y política y su futuro. En particular,
este proceso sociopolítico se ha transformado en un cambio político-electoral e
institucional, inédito desde la Transición democrática en España. Ha dado lugar a un
nuevo sistema de representación política que supera el clásico bipartidismo. Se abre un
nuevo panorama en la gestión y la salida de la crisis socioeconómica e institucional, en el
marco europeo. Ambos componentes exigen una nueva interpretación.
Todo ello, más allá de su análisis empírico, que señalamos brevemente, requiere
una revisión crítica de las principales teorías sociales y un nuevo esfuerzo interpretativo.
Por tanto, primero, aludimos a una valoración crítica de las deficiencias interpretativas de
las principales corrientes teóricas que han explicado los movimientos sociales y la
contienda sociopolítica.
1
Segundo, evaluamos detalladamente las aportaciones y los límites de algunas
características de la teoría populista: la polarización sociopolítica como lógica política a
partir de la configuración de las demandas populares frente a la oligarquía, su visión
constructivista en la conformación del sujeto ‘pueblo’ y la conquista de la hegemonía
política y cultural y su dificultad para definir una orientación programática o estratégica,
derivado de la infravaloración del contenido sustantivo, político-ideológico, del
movimiento popular.
Tercero, a título de conclusiones, explicamos varios fundamentos teóricos de un
enfoque social y crítico para interpretar mejor las nuevas realidades, con una explicación
dinámica de la pugna sociopolítica y cultural de los sujetos, su experiencia y capacidad
articuladora, en este contexto.
Ideas clave: Movimiento popular, contienda política, esfuerzo interpretativo,
teoría populista.
2
Introducción
El reciente movimiento ciudadano en España es una respuesta al deterioro de la
situación socioeconómica para la mayoría de la sociedad, provocada por el sistema
económico y financiero, y agravada por una gestión política regresiva y con déficit
democrático. Ambas dinámicas e instituciones han sido consideradas injustas por la
mayoría de la sociedad, que se ha reafirmado en una cultura cívica democrática y de
justicia social. Por un lado, ante el bloqueo o la colaboración gubernamental y de otras
instituciones europeas e internacionales con esas políticas. Por otro lado, la existencia de
distintos agentes sociopolíticos progresistas y la indignación ciudadana se han
fortalecido, han dado cobertura y legitimidad a una acción colectiva de sectores populares
relevantes y han conseguido una significativa representación electoral e institucional.
Por tanto, son unilaterales las interpretaciones que ponen el acento solo en su
carácter democratizador o frente al sistema político o a aspectos más concretos como la
ley electoral, desconsiderando sus contenidos socioeconómicos, es decir, cuyas demandas
se realizan frente al sistema económico o a aspectos particulares como los recortes
sociales, el paro, los desahucios o las reformas laborales. En sentido inverso, son también
unilaterales las interpretaciones que señalan a este movimiento popular como exclusiva
reacción frente a las graves consecuencias de la crisis económica, el papel especulativo
de los mercados financieros o la desigualdad social producida por la política de
austeridad. Estas posiciones excluyen las estrategias y la gestión regresivas de las élites
dominantes e instituciones políticas, con rasgos autoritarios y un fuerte deterioro de su
legitimidad
democrática.
Los
dos
‘sistemas’,
económico
y político,
están
interrelacionados y los pilares de ambos, su carácter antisocial y oligárquico, se han
cuestionado por la ciudadanía indignada. Todo ello, junto con una amplia protesta social,
la emergencia de nuevos sujetos sociopolíticos y el cambio político, requiere una revisión
crítica de las principales teorías sociales y un nuevo esfuerzo analítico.
A partir del análisis de las particularidades de este nuevo fenómeno, desarrollado
en otra parte (Antón, 2011, 2013a; 2015a), exponemos los fundamentos de un nuevo
enfoque interpretativo y valoramos la particularidad del discurso populista. Dos ideas
básicas sobre la conformación del sujeto sociopolítico en España debemos destacar desde
el inicio: la importancia de la polarización o pugna sociopolítica y cultural y su
motivación basada en la justicia social y la democratización política.
En una amplia investigación (Antón, 2014a, y 2015b) hemos analizado los límites
de las interpretaciones convencionales sobre la protesta social, los sujetos sociales y las
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dinámicas sociopolíticas y culturales. Aquí, tras esta breve introducción, exponemos las
ideas básicas sobre la construcción del sujeto colectivo, nos centramos en las
insuficiencias y límites de la teoría populista y exponemos las ideas clave de un enfoque
social y crítico.
La construcción del sujeto sociopolítico
No es adecuada la visión atomista, individualista extrema e indiferenciada, de
carácter liberal o postmoderno que, fundamentalmente, contempla a individuos aislados
y diferentes entre sí, sin vínculos con otros individuos y sectores de la sociedad. Su
representación es el círculo o la manzana. La visión funcionalista de la agregación de
individuos, con la distribución en estratos continuos, también tiene insuficiencias; su
forma es la pirámide o la pera.
Igualmente, es unilateral el idealismo, presente en enfoques ‘culturales’, con la
sobrevaloración de la subjetividad y el voluntarismo de la ‘agencia’ y la infravaloración
de la desigualdad socioeconómica y de poder o el peso de los factores estructurales,
contextuales e históricos.
Nos detenemos en la crítica a la idea marxista más determinista o estructuralista,
de amplia influencia en algunos sectores de la izquierda. No es adecuada la posición de
la prioridad a la ‘propiedad’ (no la posesión y el control) de los medios de producción –
la estructura económica- que explicaría la conciencia social y el comportamiento
sociopolítico, así como la idea de la inevitabilidad histórica de la polarización social, la
lucha de clases y la hegemonía de la clase trabajadora. El error estructuralista es establecer
una conexión necesaria entre ‘pertenencia objetiva’, ‘consciencia’ y ‘acción’. El enfoque
marxista-hegeliano de ‘clase objetiva’ (en sí) y ‘clase subjetiva’ (para sí) tiene
limitaciones. La clase trabajadora se forma como ‘sujeto’ al ‘practicar’ la defensa y la
diferenciación de intereses, demandas, cultura, participación…, respecto de otras clases
(el poder dominante). La situación objetiva, los intereses inmediatos, no determinan la
conformación de la conciencia social (o de clase), las ‘demandas’, la acción colectiva y
los sujetos. Es clave la mediación institucional-asociativa y la cultura ciudadana,
democrática y de justicia social.
El determinismo es un idealismo. Es imprescindible superar ese determinismo
económico (Thompson, 1981), dominante en el marxismo ortodoxo (Althusser, 1967;
1969). E, igualmente, el determinismo político-institucional (Tarrow, 1994) o el cultural
(Touraine, 2002; 2009; 2011) de otras corrientes teóricas, desarrollados, muchas veces,
como reacción al primero.
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En consecuencia, es importante la mediación sociopolítica/institucional, el papel
de los agentes y la cultura, con la función contradictoria de las normas, creencias y
valores. Junto con el análisis de las condiciones materiales y subjetivas de la población,
el aspecto principal es la interpretación, histórica y relacional, del comportamiento, la
experiencia y los vínculos de colaboración y oposición de los distintos grupos o capas
sociales, y su conexión con esas condiciones. Supone una reafirmación del sujeto
individual, su capacidad autónoma y reflexiva, así como sus derechos individuales y
colectivos; al mismo tiempo y de forma interrelacionada que se avanza en el
empoderamiento de la ciudadanía, en la conformación de un sujeto social progresista. Y
todo ello contando con la influencia de la situación material, las estructuras sociales,
económicas y políticas y los contextos históricos y culturales… (Antón, 2014a; 2015b).
Aquí adoptamos una visión relacional o interactiva, dinámica o histórica y
multidimensional de la configuración de las clases sociales y su actuación como actores
o sujetos a través de sus agentes representativos. Hay que partir de la experiencia y el
comportamiento social sobre la base de intereses compartidos, demandas colectivas,
relaciones sociales y expresión cultural. Estos aspectos son claves para la formación de
las ‘clases’ o el ‘pueblo’ en cuanto sujetos colectivos, como pertenencia o identidad y
práctica social, o sea los ‘agentes’ o sujetos sociopolíticos. No hay que quedarse en la
clase ‘objetiva’ (en sí), considerando que la conciencia puede venir por añadidura de élites
políticas, y desde ahí construir la clase (para sí); la existencia de una clase, un pueblo, una
nación o un gran sujeto social debe comprobarse en la ‘experiencia’, en el
comportamiento público, en la práctica social y cultural diferenciada, aunque no llegue a
conflicto social (lucha de clases) abierto o esté combinado con consensos o acuerdos. La
conciencia social se ‘crea’, sobre todo, con la participación popular masiva y solidaria en
el conflicto por intereses comunes frente a los de las clases dominantes.
Veamos un ejemplo ilustrativo del papel de los intereses y las ideas en la
construcción del sujeto político, valioso por su carácter sintético y procedente de una
personalidad relevante de Podemos, Íñigo Errejón (Twitter, 2-4-2016) y desarrollado
posteriormente (Errejón, 2016):
No son los ‘intereses sociales’ los que construyen sujeto político. Son las
identidades: los mitos y los relatos y horizontes compartidos.
Es cierta la primera expresión, los ‘intereses sociales’ (las condiciones objetivas)
no construyen el sujeto político. Admitirlo sería prueba de un burdo determinismo
económico. Los intereses o las condiciones materiales (por sí solos) no construyen nada
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y menos de una determinada dinámica u orientación. Es insuficiente el esquema de la
relación entre ‘condiciones objetivas’ y ‘condiciones subjetivas’, y la preponderancia
causal de las primeras sobre las segundas, aunque se introduzcan conceptos ambiguos
como el de la determinación ‘en última instancia’ (de la infraestructura económica) o la
‘autonomía relativa’ (de la superestructura política e ideológica), que dan por supuesto la
prioridad explicativa de la sociedad y su dependencia respecto de la estructura
(económica).
Por otra parte, las identidades colectivas no son previas al conflicto, a la práctica
social, y las que construyen el sujeto. Ellas mismas se crean en ese proceso y lo refuerzan.
Los componentes subjetivos, los mitos, relatos u horizontes, son fundamentales para
conformar un movimiento popular… en la medida que son compartidos por la gente.
Entonces, con esa incorporación, se transforman en fuerza social, en capacidad
articuladora y de cambio. Pero no es la subjetividad, las ideas (por sí solas), en abstracto,
las que construyen el sujeto político. Sino que son los actores reales, en su práctica
sociopolítica y de conflicto, en los que se encarnan determinada cultura ética y proyectos
colectivos, los que se convierten en sujetos políticos y transforman la realidad. Así, esa
segunda frase, sin esta precisión, denotaría una sobrevaloración de la capacidad
articuladora del discurso, de las ideas transmitidas por una élite, en la construcción del
sujeto político. La consecuencia es que se infravalora el devenir relacional de la gente, de
sus condiciones, experiencia y cultura; el sujeto no se puede disociar (solo analíticamente)
de su posición social y su identidad colectiva.
Es la gente concreta, sus diferentes capas con su práctica social, quien articula su
comportamiento sociopolítico para cambiar la realidad. Y lo hace, precisamente, desde
una interpretación y valoración de su situación social de subordinación o desigualdad,
con un relato o un juicio ético, que le da sentido. Es la experiencia humana de unas
relaciones sociales, vivida, percibida e interpretada desde una cultura y unos valores, y
teniendo en cuenta sus capacidades asociativas, la que permite a los sectores populares
articular un comportamiento y una identificación con los que se configura como sujeto
social o político. Su estatus, su comportamiento y su identidad están interrelacionados
mutuamente.
Para explicar la conformación de los sujetos sociales y el conflicto sociopolítico,
hay que superar esa falsa bipolaridad abstracta (idealista), asentada por el marxismo
determinista y estructuralista (Althusser, 1967; 1969), y partir de la realidad de la gente,
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su experiencia y su interacción. Como dice uno de los mejores historiadores, E. P.
Thompson (1979: 39):
Ningún modelo puede proporcionarnos lo que debe ser la ‘verdadera
formación de clase en una determinada ‘etapa’ del proceso… Lo que debe
ocuparnos es la polarización de intereses antagónicos y su correspondiente
dialéctica de la cultura.
Similar enfoque sobre la interrelación de los dos componentes, el conflicto de
intereses y la cultura, desde la que se interpreta y define sus valores y objetivos, nos
encontramos en Touraine (2009: 117) y en Cruells e Ibarra, (2013: 12).
En sentido estricto, los grandes sujetos colectivos se conforman en los procesos
históricos con la participación en el conflicto social de sus componentes más relevantes
y desde una posición e intereses específicos. Tienen un carácter relacional: la
configuración de un bloque social o un campo sociopolítico se genera por la
diferenciación social, cultural y política frente a otro (u otros).
El aspecto fundamental de la investigación sobre las clases o capas y grupos
sociales en cuanto sujetos colectivos, de su papel como actor o agente social, debe
empezar por el análisis de ese comportamiento sociopolítico de cierta polarización y su
interpretación a la luz de sus valores o su cultura en determinado contexto. Es lo más
prolijo y está detallado en otra parte (Antón, 2011; 2013a, y 2015a).
Aquí, para definir el marco teórico, desechamos el enfoque determinista,
dominante en muchos ámbitos, sociopolíticos y académicos, de partir de la situación
material de la población, su situación objetiva, para deducir su conciencia social, sus
condiciones subjetivas y, por tanto, su identificación de clase y su comportamiento social
y político. La crítica a esta posición la expresa bien Thompson en esta larga y clarificadora
cita:
Clase es una categoría ‘histórica’… Las clases sociales acaecen al vivir
los hombres y las mujeres sus relaciones de producción y al experimentar sus
situaciones determinantes, dentro del ‘conjunto de relaciones sociales’, con una
cultura y unas expectativas heredadas, y al modelar estas experiencias en formas
culturales… El error previo: que las clases existen, independientemente de
relaciones y luchas históricas, y que luchan porque existen, en lugar de surgir su
existencia de la lucha (Thompson, 1979: 38).
El determinismo es un idealismo. Hace depender el proceso histórico de una causa
explicativa, cuando la realidad es más compleja, multicausal e interactiva. El
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determinismo economicista, por mucho que priorice un factor material (las relaciones
económicas y productivas) y su papel determinante en el desarrollo del resto de las
relaciones sociales, es también idealista. Sustituye el análisis concreto, empírico, de la
gente, de los pueblos o las clases sociales, en el que se combinan los diferentes
componentes y tendencias sociales, por la aplicación de leyes generales abstractas que no
facilitan la compresión de la realidad sino que la distorsionan. Es lo que le ha pasado al
estructuralismo más dogmático de Althusser (1967; 1969), de amplia influencia en la
izquierda comunista europea. Explica también su dificultad para analizar y adaptarse a
los cambios reales de estas últimas décadas, particularmente con los procesos de los
nuevos movimientos sociales, de las nuevas energías populares por el cambio social y
político. La utilidad y la credibilidad política y científica de ese marxismo, funcional para
el estalinismo, como ya vaticinaba Thompson (1981), ha entrado en crisis, incluso como
forma de legitimación de los supuestos representantes de la clase obrera.
Pero de un tipo de determinismo economicista (idealista), a veces, se ha pasado a
otro idealismo, incluso en el llamado post-estructuralismo o postmarxismo, en que se
desprecia las realidades materiales de la gente y las estructuras económicas,
medioambientales o de seguridad y sobrevaloran el papel transformador de las ideas o la
subjetividad individual. Es la posición culturalista, dominante en el último Touraine
(2005; 2009; 2011) o la discursiva de Laclau (2013), ambas como reacción a su posición
estructuralista anterior, pero con la continuidad de un enfoque idealista, aunque de
distinto signo. Por tanto, habrá que reafirmar el realismo analítico y desechar el
determinismo, integrando la pugna de intereses y los conflictos de valores de la gente en
una visión más relacional y dinámica:
Cada contradicción es tanto un conflicto de valor como un conflicto de
intereses; que en el interior de cada ‘necesidad’ hay un afecto, una carencia o
‘deseo’ en vías de convertirse en un ‘deber’ (o viceversa; que toda lucha de clases
es a la vez una lucha en torno a valores; y que el proyecto del socialismo no viene
garantizado por NADA –por supuesto no por la ‘Ciencia’ o el marxismoleninismo-, sino que solo puede hallar sus propias garantías mediante la ‘razón’
y a través de una abierta ‘elección de valores’ (Thompson, 1981: 263).
En conclusión, se ha abierto una nueva etapa sociopolítica. El cambio se conforma
con la suma e interacción de tres componentes: 1) La situación y la experiencia popular
de empobrecimiento, sufrimiento, desigualdad y subordinación. 2) La participación cívica
y la conciencia social de una polarización (social y democrática) entre responsables con
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poder económico e institucional y mayoría ciudadana. 3) La conveniencia, legitimidad y
posibilidad práctica de la acción colectiva progresista, articulada a través de los distintos
agentes sociopolíticos y la conformación de un electorado indignado, representado
mayoritariamente por Podemos y sus aliados.
Límites de la teoría populista
La primera insuficiencia de la teoría populista es su ambigüedad ideológica. En el
plano analítico y transformador es central explicar y apoyar (o no) el proceso de
identificación y construcción de un sujeto, llamado ‘pueblo’, precisamente por su papel,
significado u orientación político-ideológica, es decir, por su dinámica emancipadoraigualitaria (o nacionalista, xenófoba y autoritaria).
Lo que criticamos de la teoría de Laclau (2013) es, precisamente, que se queda en
la lógica política de unos mecanismos, como la polarización y la hegemonía, pero que
son indefinidos en su orientación emancipadora-igualitaria si no se explicita el carácter
sustantivo de cada uno de los dos sujetos en conflicto y el sentido de su interacción
(Antón, 2015b). Nos distanciamos de la interpretación marxista convencional
(estructuralista): lucha de clases y hegemonía inevitable de la clase obrera, derivada de
su posición en las relaciones de producción y que aseguraría su avance hacia el
comunismo (Antón, 2014a). Laclau (postmarxista) pretende superarla, pero cae en otra
unilateralidad: la infravaloración de la experiencia vivida y compartida de las capas
populares en sus conflictos sociopolíticos con las élites dominantes, teniendo en cuenta
su posición de subordinación y su cultura, así como la sobrevaloración del discurso en la
configuración del sujeto social. Así, el estructuralismo mecanicista o economicista
(Althusser, 1967; 1969; Fernández Liria, 2015), infravalora a los actores reales, sus
condiciones, su articulación y sus valores (la agencia). Lo específico de ese determinismo
económico no es tanto la afirmación o negación de la primacía de lo material, aunque su
concepción del ‘ser social’ sea mecanicista, como realidad pasiva y excluyendo su
cultura, en la doble acepción de ideas o valores y costumbres, hábitos o conductas, que
formaría parte de la ‘conciencia social’. El idealismo althusseriano consiste, sobre todo,
en
Un universo conceptual que se engendra a sí mismo y que impone su
propia idealidad sobre los fenómenos de la existencia material y social, en lugar
de entrar con ellos en una ininterrumpida relación de diálogo… La categoría ha
alcanzado una primacía sobre el referente material; la estructura conceptual
pende sobre el ser social y lo domina” (Thompson, 1981: 28-29).
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En el ser social, en el sujeto, debemos incorporar no solo sus condiciones
materiales de existencia, sino cómo son vividas y pensadas. La conciencia social forma
parte e influye en el ser social, no es solo un mero reflejo de una estructura material (sin
sujeto). Y la reflexión compartida de esa experiencia permite interpretarla, elaborar
nuevos proyectos de cambio y promover la transformación de la sociedad.
No obstante, la reacción (acertada) a la primacía del ser social pasivo y la
reafirmación (post-estructuralista) del discurso, perviven en la teoría populista con otro
tipo de idealismo abstracto, con similar hilo conductor: la sobrevaloración del evidente
impacto de las ideas o el discurso como causa determinante en la construcción de la
identidad y la pugna de los sujetos colectivos, dejando en un segundo plano la experiencia
ciudadana de articulación social y política.
Hay una diversidad de movimientos sociales con rasgos comunes de tipo
‘populista’ pero son muy distintos, incluso completamente opuestos, por su carácter
‘sustantivo’, su significado respecto de la libertad y la igualdad de las capas populares.
Ese carácter ‘indefinido’ o ambiguo en el papel y la identificación ideológico-política de
un movimiento popular es el punto débil de esa teoría populista. Es incompleta, porque
infravalora un aspecto fundamental. Nos vale poco una teoría que no sirve para explicar
y favorecer un proceso de transformación liberador y solidario y que es solo una ‘técnica’
(polarización, hegemonía) que se puede aplicar, indistintamente, a movimientos
populares antagónicos por su contenido o significado. La garantía de basarse en las
‘demandas’ salidas del pueblo, sin valorar su sentido u orientación, es insuficiente. Ese
límite no se supera en el segundo paso de unificarlas, nombrarlas o resignificarlas (con
significantes vacíos) con un discurso y un liderazgo cuya caracterización social, política
e ideológica tampoco se define.
La particularidad en España es que los límites de esa teoría se han superado y
completado por el contenido cultural, la experiencia sociopolítica y el carácter progresista
y de izquierdas de unas élites asociativas y políticas, dentro de un movimiento popular
democrático y con los valores de justicia social; es decir, por el tipo de actor (o sujeto)
existente.
La segunda insuficiencia de Laclau es que parte del proceso de conformación de
las demandas ‘democráticas’ de la gente como algo dado; y a partir de ahí expone toda su
propuesta (equivalencias, discurso, articulación) para transformarlas en ‘demandas
populares’ frente a la oligarquía. Sin embargo, la explicación y el desarrollo de ese primer
paso es clave, ya que está condicionado por todo lo que expresamos como relevante para
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nuestro enfoque: condiciones, estructura, cultura, experiencia, conflictos… de los actores
y su sentido emancipador-igualitario. El segundo paso se convierte en ‘constructivista’.
En otra parte, explicamos lo positivo y lo insuficiente de ese enfoque y su impacto en el
fenómeno Podemos (Antón, 2015b: 181-185).
Pero, además, Laclau admite ese constructivismo, esa ‘independencia’ de las
condiciones materiales y relacionales de la gente y los actores, porque lo considera una
virtud (como superador del marxismo o estructuralismo). Como efecto péndulo de su
crítica al determinismo, se pasa a otro extremo idealista, como Touraine (2005; 2009;
2011), que prioriza como causa explicativa el cambio cultural del sujeto individual. En
ese eje –estructura/agencia- nos ponemos en el medio, en su interacción, en la importancia
de la experiencia, aun con sus límites (Thompson, 1981: 18 y ss.).
Por el contrario, (de forma simplificada) Laclau defiende un ‘espontaneísmo’
articulatorio del pueblo (en el primer paso), combinado con el discurso y el liderazgo (en
el segundo paso); aunque no define su orientación y composición, solo que represente o
unifique las demandas populares, que todavía no sabemos qué significación ética tienen.
No es equilibrado en su interacción; además, seguiríamos sin superar la ambigüedad de
su sentido. Es imprescindible la interrelación de los distintos segmentos del movimiento
popular, incluido las élites, los medios de comunicación y los intelectuales y contar con
su posición social y política.
Además de la confianza excesiva en la espontaneidad articuladora (anarquizante),
hay que superar también el otro extremo: la suplantación del activismo vanguardista o
elitista y del discurso. Existe, por un lado, el clásico partido elitista o de vanguardia
(leninista, trotskista o socialdemócrata) y, por otro lado, el ‘movimiento’ con el que se
relacionaba (movimiento obrero, nuevos movimientos sociales o el nuevo sujeto pueblo).
La función y los mecanismos de mediación o interacción se han modificado, pero siguen
sin estar bien resueltos. El concepto de partido-movimiento pretende abordar ese doble
papel aunque falta por articular su relación con el resto de movimientos, dando por
supuesto que en la formación de los sujetos colectivos tienen un papel decisivo la
comunicación, la ‘nominación’ o la conciencia individual.
Podemos y sus aliados (incluyendo IU-UP) han conseguido ser reconocidos como
representantes políticos por seis millones de personas. Su discurso y su liderazgo, con un
plan rápido y centralizado de campaña, ha sido suficiente para obtener ese amplio
reconocimiento como cauce institucional de una masiva ciudadanía descontenta. Pero ese
electorado se ha construido sobre la base de la existencia de un campo sociopolítico
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indignado, conformado por todo un ciclo de protestas sociales progresivas, con un activo
movimiento popular y miles de activistas sociales. Está terminando este ciclo electoral,
de reajuste institucional, político y representativo. El nuevo ciclo, consolidar y ampliar
las fuerzas del cambio e impulsar transformaciones políticas y socioeconómicas de
calado, exige una nueva articulación de esas dinámicas populares, junto con la nueva
representación institucional y nuevos discursos y estrategias.
Por tanto, hay dos cuestiones entrelazadas: Cómo construir un sujeto social o
político (llámese pueblo, clase social o nación) y qué tipo de sujeto (el sentido de su papel
y orientación). El proceso de identificación colectiva está unido a los dos elementos y es
indivisible (salvo analíticamente). Se basa en su experiencia, su vida, su cultura y su
comportamiento; se define por su papel respecto de la igualdad y la democracia, los dos
grandes valores de la ilustración y la modernidad progresista.
Hegemonía, transversalidad e importancia de los valores igualitarios y
democráticos
Al mismo tiempo, consideramos positivo y necesario algo de doctrina, normativa,
estrategia, ideas y valores o propuestas políticas que enlacen con la cultura (o conciencia
social) y una actividad articuladora de élites o representantes ‘populares’ (en la tradición
marxista eran vanguardias). Los grandes valores o ideas clave (igualdad, libertad,
solidaridad, democracia, laicismo…) de la historia ilustrada y la mejor izquierda
democrática reflejan el esfuerzo colectivo y el proyecto transformador de amplias capas
populares, forman parte de su experiencia y su cultura para cambiar las dinámicas de
fondo de desigualdad, dominación y subordinación. No son significantes vacíos sino
componentes fundamentales de un proyecto emancipador-igualitario, elementos de
identificación para construir un ‘pueblo’ liberado de las oligarquías autoritarias.
La construcción de un sujeto sociopolítico, su identificación como pueblo (libre e
igual), está ligada a su propio comportamiento y su experiencia articuladora del
conflicto… por la igualdad y la libertad… frente a las oligarquías y el autoritarismo. En
ese sentido, es similar y recoge las mejores tradiciones democráticas, igualitarias y
emancipadoras de las izquierdas y otros movimientos de liberación popular. Están
justificadas las reservas a la denominación ‘izquierda’ (política) al estar asociada a la
última evolución socioliberal de la socialdemocracia (o al autoritarismo de los regímenes
del Este), según detallamos en otra parte (Antón, 2015b: 127-142).
Pero como dice Mouffe (2015), aludiendo a Bobbio (1995), el valor de la igualdad
es clave como identificación de la izquierda. Es una seña de identidad diferenciada del
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populismo de ‘izquierda’ frente al populismo de ‘derechas’. No hay ‘un’ populismo; sus
rasgos comunes son lo secundario, y algunos de ellos similares a los de otras corrientes
políticas. Hay, como mínimo, dos populismos, diferenciados por lo sustancial, su
significado ético-político, democrático-igualitario o autoritario-segregador. Y el llamado
populismo de izquierdas (al igual que la izquierda social) debe basarse en la igualdad, en
la defensa de los derechos políticos, civiles, sociales y laborales de las mayorías
populares.
El problema que tiene esa teoría populista es que, precisamente, debe construir un
relato, un mito, para profundizar en la trayectoria igualitaria-emancipadora, de las
mejores experiencias democráticas y populares. Dicho de otra forma, el eje
izquierda/derecha, en cuanto a identificación política, es confuso, ya que incorpora dos
realidades contraproducentes para una dinámica democrática y de igualdad: el giro
socioliberal o centrista de la socialdemocracia y la tradición autoritaria de los regímenes
comunistas del Este. Mucha gente asocia esa referencia izquierda (social) a una posición
progresiva en la política económica y fiscal y defensora de los derechos sociales y
laborales y el Estado de bienestar (Antón, 2009). Y es bueno que por ello se auto-ubique
ideológicamente en la izquierda.
No obstante, es positiva la ‘transversalidad’ respecto de esa denominación como
cuestión determinante en la identificación política y electoral. La cuestión es que no es
irrelevante la identificación político-ideológica de la gente en torno al eje de fondo
igualdad/desigualdad o, si se quiere, intereses de los de abajo y los de arriba, o bien, de
la democracia y la oligarquía. En estos campos no es adecuada la transversalidad, como
indefinición o posición intermedia entre los dos polos. La apuesta por un polo está clara:
la igualdad, los de abajo, la democracia. Muchas personas pueden estar menos
‘ideologizadas’ en esos aspectos. Pero la línea de identificación pasa por su
posicionamiento en esos campos democráticos-igualitarios frente a los grandes poderes
regresivos. Es lo que en el actual proceso de indignación se ha conformado, superando,
las viejas representaciones de las élites socialistas, liberales o comunistas.
Es fundamental la conformación ‘ideológica’ o cultural de la gente en ese eje de
contenido sustantivo, hacia los valores y actitudes de un polo del conflicto (igualdad,
libertad, democracia, intereses y demandas de la gente) y frente a otro (desigualdad,
dominación, autoritarismo, privilegios de las oligarquías). En estos planos es negativa la
transversalidad como indefinición ante ellos, eclecticismo o posición intermedia; al
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contrario, es positiva la educación y la identificación cívica con esos valores y estrategias
fundamentales, basadas en los derechos humanos, la justicia social o la emancipación.
Eso quiere decir que la construcción de un sujeto emancipador (el pueblo) no se
puede disociar de esa experiencia social y esa cultura igualitaria y democrática. La
construcción del ‘pueblo’ no se puede quedar en la afirmación de un mecanismo
identificativo (la polarización con el adversario) o el llamamiento a la importancia de los
mitos y relatos, desconsiderando los intereses y demandas de la gente en la contienda
política y su papel y significado.
Por ejemplo, una sobrevaloración del papel del discurso es la afirmación de P.
Iglesias en el programa de TV La Tuerka, sobre Podemos y el populismo (noviembre de
2014): La ideología es el principal campo de batalla político. Por supuesto, es importante
la batalla de las ideas, la hegemonía cultural y por el ‘sentido común’. Podemos ha
conseguido ser reconocido como su representación política por una gran parte de la
ciudadanía indignada. Y en ello ha tenido un papel central su discurso y su liderazgo. Sus
propuestas han conectado con la experiencia y las aspiraciones de gente descontenta, han
sabido presentarse como cauce institucional de esas demandas y se ha modificado el
sistema político.
No obstante, esa base social, en gran medida, estaba ‘construida’, incluso con sus
ideas clave, o sea, con una hegemonía cultural: más democracia, menos recortes y más
derechos sociales (igualdad). La conformación de ese nuevo campo político ha sido
posible por la masiva pugna sociopolítica de la ciudadanía activa española, democrática
en lo político y cultural y progresista en lo social y económico, frente a las graves
consecuencias de la crisis económica y las políticas de austeridad de las direcciones del
PSOE y luego del PP, que habían quedado desacreditadas. El sentido común básico de
justicia social y democratización, junto con el apoyo a dinámicas de cambio de progreso,
ya estaba asumido por amplios sectores de la ciudadanía indignada. Su cultura, su relato
y su identificación dentro de la polarización política (la gente descontenta frente a los
poderosos) ya estaban asumidos por millones de personas y reafirmados por esa
experiencia popular.
El nuevo paso del fenómeno Podemos ha consistido en crear una nueva élite
política como cauce de ese proceso popular y esas demandas cívicas, con suficiente
representatividad. Ello permite promover y visualizar el cambio institucional, ofrecer
nuevas oportunidades de cambio social y político y reforzar ese campo o sujeto
sociopolítico. Esa tarea específica de representación política desborda el ámbito
14
ideológico y, aun con el componente cultural aludido, es fundamentalmente políticoinstitucional.
La formulación por el líder de Podemos de esa frase genérica de carácter teórico
podría tener solo un carácter retórico y convivir con una estrategia política más realista,
como se puede deducir de su otra fuente de inspiración, la serie Juego de Tronos con su
pragmatismo maquiavélico de las relaciones de poder. Pero, la prioridad jerárquica y
determinante de esa expresión, precisamente para todo el periodo anterior y posterior,
tiende a infravalorar, como si fuera secundario, el campo propiamente de las relaciones
sociales y los conflictos políticos: el proceso real de construcción de ese movimiento
popular; la articulación del amplio electorado indignado; el cambio del sistema político
e institucional y la propia delegación ciudadana en unas élites representativas; así como
las pugnas ciudadanas por sus intereses y demandas sociales, económicas y democráticas.
Antes hemos comentado una cita de I. Errejón, revalorizando el papel de los mitos
frente a los intereses materiales. Veamos otro ejemplo: En la política las posiciones y el
terreno no están dados, son el resultado de la disputa por el sentido (Errejón y Mouffe,
2015: 46). Es cierto que las posiciones políticas no son ‘naturales’ ni están
predeterminadas por condiciones ‘objetivas’; están conformadas y sujetas a cambio por
el comportamiento de la gente y los distintos sujetos activos. La cuestión es que son
resultado no solo de la disputa por el sentido, sino por la pugna en las relaciones de fuerza
y de poder, además y en conexión con la legitimación social o hegemonía cultural.
La acción por la hegemonía político-cultural o ideológica es importante. Aunque
ya hay alusiones en el propio Marx, ese concepto lo ha desarrollado Gramsci (1978; 2011)
y, ahora, Laclau (Fernández Liria, 2015; 2016). Ambos resaltan la cultura nacionalpopular, aunque con planteamientos distintos. Digamos que en la construcción del
‘pueblo’, el primero conserva un enfoque ‘determinista’ (posición objetiva de las clases
sociales, lucha de clases) sobre el papel de eje hegemónico de la clase trabajadora, y el
segundo, defiende una mirada ‘constructivista’ (discursos, significantes vacíos) en la
configuración identitaria y hegemónica de ese pueblo.
Los cambios culturales y de mentalidad son fundamentales para las fuerzas
progresistas cuya capacidad transformadora depende más del tipo de subjetividad, valores
e ideas incorporados por las capas populares para desarrollarlos como capacidad de
cambio social y político. No lo son tanto para los poderosos y las élites dominantes que
cuentan con el control de los recursos económicos e institucionales, aunque también se
vean influidos por el grado de legitimidad pública o consenso representativo respecto de
15
su poder o el orden desigual existente. Desde una óptica popular, el cambio cultural
precede, se combina y se refuerza con el cambio sociopolítico y de las estructuras
económicas y sociales, con la experiencia cívica compartida en el conflicto social frente
a unas relaciones de dominación. Como dice Thompson (1979: 38), los sujetos sociales
surgen de la lucha sociopolítica, de su vida y experiencia en el conjunto de relaciones
sociales, modelada por su cultura.
Por otro lado, el discurso articulador de un proceso igualitario-emancipador no se
construye con significantes vacíos, funcionales para cohesionar a la gente y ganar
hegemonía. El sentido de esos significantes y la orientación de su papel constructivo son
fundamentales. Y esos valores son clave para definir el camino y el proyecto. El asunto
es que esos grandes objetivos globales y transformadores hay que rellenarlos con
estrategias, programas y relatos y, sobre todo, con una experiencia popular, participación
democrática o articulación masiva en el conflicto social y político… emancipadorigualitario.
El término izquierda además de confuso (ampara élites y actuaciones regresivas y
prepotentes) es restrictivo (deja fuera a gente progresista, democrática y anti-oligárquica).
La palabra ‘izquierda’ se puede resignificar, según propone Mouffe (2015),
particularmente en el ámbito de la izquierda social, donde su significado está más
asociado a la experiencia popular europea de tradición democrática y defensora de los
derechos sociales y laborales de las capas populares, el papel de lo público y el Estado de
bienestar. Pero en el campo político-institucional es más dificultoso, dada la deriva
socioliberal de la socialdemocracia y su ambivalencia.
No obstante, sigue siendo positiva y fundamental la tradición igualitaria,
emancipadora y solidaria de la(s) izquierda(s) democrática(s) europea(s), aunque no
exclusiva de las mismas. La solución es triple: superar, renovar y reforzar elementos de
esa tradición de izquierdas (Antón, 2015b: 127-142). Y, específicamente, levantar un
nuevo relato, una nueva aspiración, con una nueva denominación. Pero no es suficiente
una
alternativa
procedimental
(polarización,
hegemonía)
o
sociodemográfica
(abajo/arriba). Debe incluir, para fortalecer su sentido democrático, emancipador e
igualitario, esos valores ilustrados, progresistas y de izquierda y adecuarlos a la tarea de
construcción de un movimiento popular (nacional-solidario) progresivo, es decir, cuya
expresión enlace con sus demandas y aspiraciones de progreso. Ese ideario-proyecto está
por desarrollar.
16
Es fundamental un discurso o un pensamiento crítico que, conectado a la
experiencia democratizadora, de oposición a los recortes sociales y defensa de los
derechos y demandas populares, pueda favorecer la construcción de una identificación
popular democrática-igualitaria. Dicho de otro modo, el perfil del nuevo sujeto popular y
cívico debe basarse en la igualdad y la democracia, aunque se distancie de determinadas
posiciones ideológicas, completas y cerradas, de las izquierdas (u otras corrientes), hoy
contradictorias y superadas o, bien, se acerque a otras tradiciones, algunas de la propia
izquierda democrática, social o política. Se trata de profundizar el republicanismo cívico
y el carácter social-igualitario de la democracia (Antón, 2016).
En definitiva, en la construcción de la identidad ‘pueblo’, hay que combinar los
dos planos –intereses (populares) y discursos (progresivos)- de la experiencia popular y
la cultura cívica, junto con la afirmación (no la indefinición) del polo progresivo de cada
eje: abajo / arriba; igualdad / desigualdad; libertad / dominación; democracia / oligarquía;
solidaridad / segregación.
Las limitaciones de la ambigüedad ideológica de la teoría populista
Estamos valorando la validez o el alcance de la teoría populista de Laclau como
análisis y como ‘orientación’ para avanzar en la igualdad-libertad-solidaridad, o como él
dice, para conseguir hegemonía y conquistar el poder. La ciencia social debe ser neutra
en el sentido de ‘objetiva’, crítica (desveladora de las relaciones de dominación ocultas)
y con procedimientos rigurosos. Así, es central la selección o la prioridad del objeto de
análisis o los criterios de ‘clasificación’ o interpretación de los hechos –los movimientos
populares reales-. Ello implica cierta vinculación ‘interna’ a uno u otro enfoque ético:
defensa de los de arriba o los de abajo y/o de la humanidad.
Si definimos el carácter de una teoría social o política, debemos incorporar,
además, las ideas que explican su finalidad ética-ideológica. Es lo que, a veces, señalamos
como valores básicos o enfoque social y crítico: igualdad, libertad… El objetivo de una
teoría ‘político-social’ es el ‘cambio sociopolítico’ –o el continuismo de la dominaciónen un sentido emancipador-igualitario –o reaccionario-autoritario o liberal-conservador-;
su finalidad es ética, partiendo de un análisis científico (objetivo) sobre la realidad de
desigualdad-opresión. La tarea intelectual y política es interpretar para transformar, es
mixta; siguiendo a Marx: “Los filósofos se han limitado a interpretar el mundo, pero de
lo que se trata es de transformarlo”.
Una teoría social debe definir el ‘objeto’ de análisis, su clasificación e
interpretación de los ‘hechos’. Debe incorporar el mecanismo, proceso o lógica política
17
de la construcción de un ‘pueblo’ –frente a la oligarquía-, pero también y sobre todo su
carácter ‘sustantivo’, su significado histórico-relacional o su sentido ideológico-político
emancipador-igualitario. La clasificación principal de las teorías sociales o políticas debe
realizarse sobre su significado ético, sobre su papel (positivo, negativo o neutro en las
relaciones de poder) para el objetivo transformador (igualdad-libertad), incluyendo su
eficacia analítica y normativa.
Por tanto, desde el punto de vista ‘científico’ la teoría de Laclau es unilateral; su
objeto principal es importante pero parcial: un mecanismo de identificación colectiva para
construir pueblo y ganar a la oligarquía (polarización y hegemonía). Pero, insistimos, la
teoría social debe analizar o desvelar: 1) un objeto (la realidad de desigualdad u opresión,
el conflicto abajo-arriba, la ‘experiencia popular’…); 2) su lógica política, el proceso y
los mecanismos de cambio… la conformación de los sujetos y la conquista y ejercicio del
poder, hacia 3) una sociedad más igual y más libre (objetivo ético-político-ideológico).
Este autor se centra en cierta dinámica del segundo paso y es insuficiente. En el paso 1)
y 2) tenemos movimientos populares (o populistas) diversos y opuestos, reaccionariosautoritarios-regresivos y progresistas-emancipadores-igualitarios, respecto del paso 3) y
el propio 2).
Laclau engloba o clasifica a todos los movimientos populares bajo el mismo
concepto de ‘populistas’, atendiendo a una particularidad: su polarización con el poder…
para alcanzarlo (Antón, 2015b). Aquí sintetizamos las principales valoraciones. Ese punto
de partida es insuficiente y no desvela o critica lo principal: el papel sociopolítico-cultural
o significado ético-ideológico de un movimiento popular (y el poder). El aspecto
fundamental de la realidad sobre la que clasificar e interpretar a los movimientos
populares debe ser su significado en el eje igualitario-emancipador o autoritarioregresivo. No es sobre la vieja tipología izquierda/derecha dada la confusión sobre el
significado de izquierda; pero sí sobre su sentido político-ideológico e histórico en
relación a su papel respecto de la igualdad-libertad o las relaciones de dominación. No es
solo que el análisis (científico) de la ‘realidad’ lo complementemos con una actitud
política-ética transformadora, sino que esa realidad la seleccionamos y la interpretamos
ya desde ese enfoque social y crítico o, si se prefiere, ético-normativo.
Populismo de ‘izquierda’ y ‘radicalización democrática’, complementos
‘sustantivos’
La posición de no diferenciar claramente el populismo de izquierda del populismo
de derecha es un ‘inconveniente’. Hay que explicar su inclinación ideológica o su
18
significado político, a lo que se resiste la versión más ortodoxa, más indefinida. Con esa
denominación se completaría la lógica ‘populista’ (similar en abstracto) con el contenido
de izquierdas -o derechas- (antagónica en lo sustantivo). Igualmente, se debería añadir
como consustancial a ese populismo de izquierda la tarea de ‘radicalización democrática’.
Con ello corregimos la pureza rígida del último Laclau e incorporamos dos ideas (o
valores, doctrinas y proyectos) básicas y fundamentales, la igualdad y la democracia. No
serían significantes vacíos a la espera de su utilización según su función unificadora. Sino
alternativas programáticas fundamentales desde las que elaborar la estrategia de cambio
y promover la conciencia social y el conflicto político. Incluso son elementos clave de un
relato o mito identificador del sujeto político pueblo (progresivo). Es lo que, en cierta
medida y sin valorarlo, hace la dirección de Podemos (y sus aliados) donde se mezcla ese
componente discursivo populista con una tradición de izquierda (marxista) y una
experiencia democrática (su activismo social y político previo en movimientos sociales,
más abiertos y participativos)1.
Esa incorporación ideológica o de contenido sustantivo al simple esquema o
lógica populista es lo que, en parte, hace Ch. Mouffe (2015) en su conversación con I.
Errejón, en la que corrige a Laclau (Errejón y Mouffe, 2015: 111 y ss.). Con ello se
superaría (parcialmente) el problema de la ambigüedad o el ‘vacío’ de las propuestas
identificadoras populistas. Tendríamos dos componentes ‘sustantivos’ –igualdad,
democracia- para completar su estrategia constructiva y procedimental de ‘pueblo’.
Algunas de esas reflexiones vienen de lejos y estaban expuestas hace tiempo (Laclau y
Mouffe, 1987). Pero el Laclau de La teoría populista no avanza por ese camino, retrocede;
solo duda del carácter insuficiente de su teoría ante los horrores del etnopopulismo
(yugoeslavo). Y lo sintomático es que Errejón, ante la insistencia de Mouffe, presionada
por la necesidad en Francia de diferenciación con el populismo de Le Pen, tampoco
avanza y sigue los postulados más ortodoxos del último Laclau. Su reafirmación en
separar, prescindir o relativizar el contenido sustantivo de un movimiento popular y su
1
Las influencias ideológicas en Podemos son muy diversas. Y si ampliamos el análisis al conjunto
en este conglomerado político, con sus confluencias, a la lógica del ‘conflicto’ (populista o marxista)
añadiríamos otros pensamientos y dinámicas ideológico-políticos progresistas: eurocomunista gramsciano
(Mónica Oltra, ICV), movimentista y soberanista (Ada Colau), nacionalista de izquierdas (Xosé Manuel
Beiras, Joan Baldoví), marxista-troskista (Teresa Rodríguez, Miguel Urban) o, en fin, ecosocialista (Joan
Coscubiela, Equo) y marxista (Alberto Garzón)… Y si incorporamos a dinámicas progresivas similares en
Europa, nos encontramos con el eurocomunismo renovado (Syriza griega, Bloco portugués…), socialismo
crítico (Reino Unido, Francia, Alemania), eco-pacifistas (Verdes alemanes) o ‘populismo’ postmoderno
(M5Estrellas, italiano).
19
papel sociopolítico y cultural o, si se quiere, relacional e histórico, es un inconveniente
no una ventaja en el doble plano, analítico y normativo.
La ‘transversalidad’ tiene un límite ideológico (igualdad-libertad-democracia o
derechos humanos) y otro político-social (gente subordinada o solidaria). No se puede
aplicar o no puede ser neutra en los conflictos con esos intereses y valores, aunque sí sirva
para superar la idea marxista de ‘izquierda’ política o la ‘clase’ trabajadora, que serían
restrictivas (Antón, 2015b; Errejón, 2016).
La posición populista rígida es que la elección de significantes, discurso clave
para la polarización hegemonista, no debe estar condicionada por nada previo o relacional
(material o ideológico); solo por su eficacia para convertir las demandas parciales en
identificación del pueblo, mediante esa construcción de identidad hegemónica. La teoría
de Laclau insiste en la abstracción o infravaloración de la realidad y el contenido
sustantivo de un movimiento popular, que considera innecesario o contraproducente para
tener más posibilidad de elegir una idea ‘populista’, construir ‘pueblo’ y ganar la
hegemonía y el poder (sin definir su papel y su orientación).
Así, el concepto y la función de ‘significante vacío’ son insuficientes; desde su
visión constructivista una palabra o consigna puede cumplir funciones ‘unificadoras’ de
las demandas democráticas o parciales realmente existentes. Pero esa tarea no la valora
desde el punto de vista ideológico-político, de avance o retroceso para la igualdad y la
libertad (del pueblo). Prioriza su función ‘identificadora’ a partir de las demandas
parciales, dando por supuesto que éstas están dadas y son positivas en su articulación
hegemónica frente al poder oligárquico, aunque tampoco asegura su orientación política
e incluso admite una pluralidad de efectos antagónicos –progresivos y regresivos o
autoritarios.
En ese autor hay también una infravaloración del contenido político-ideológico o
ético de un movimiento popular y, en consecuencia, del tipo de cambio político que
promueve. Esa pluralidad de realidades en que se concretaría su teoría demuestra una
desventaja, no un elemento positivo o conveniente. Es incoherente al juntar tendencias
con diferencias y antagonismos de sus características principales. Esa interpretación o
comparación basada en el ‘mecanismo’ común refleja esa ambigüedad ideológica y
confunde más que desvela la realidad tan diferente, incluso opuesta, de unos movimientos
u otros (ya sea Le Pen con Podemos, el nazismo con el PCI de Togliatti, el populismo
latinoamericano con la Larga Marcha de Mao o los Soviets, o el etnopopulismo y el
racismo con los nuevos movimientos sociales y de los derechos civiles).
20
¿Para qué sirve meterlos todos en el mismo saco de ‘populistas’?. ¿Para destacar
la validez teórica de una teoría por su amplia aplicabilidad histórica? Pero, esa
clasificación, qué sentido tiene; ¿solo el de resaltar un ‘mecanismo’ constructivo, el del
antagonismo amigo-enemigo, en oposición al consenso liberal y en vez de la clásica lucha
de clases –completada en este caso por la ideología del comunismo?. Esa diversa y amplia
aplicabilidad no demuestra una teoría más científica (u objetiva) sino menos rigurosa y
más unilateral.
Esa ambigüedad político-ideológica refleja su debilidad, su abstracción de lo
principal desde una perspectiva transformadora: analizar e impulsar los movimientos
emancipadores-igualitarios de la gente subalterna. Para ello la teoría populista sirve
poco y distorsiona. Como teoría del ‘conflicto’ (frente al orden) es positiva en el contexto
español, con actores definidos en ese eje progresista-reaccionario. El partir de los de abajo
le da un carácter ‘popular’. Pero, lo fundamental de su papel lo determina según en qué
medida conecta y se complementa con un actor social progresista, con su cultura,
experiencia y orientación sustantiva… igualitaria-emancipadora (como en España). Aquí,
sus insuficiencias se contrarrestan, precisamente, con el contenido sustantivo progresista
(justicia social, democracia…) de la ciudadanía activa española y sus líderes, incluido los
de Podemos, que se han socializado en esa cultura progresista, democrática… y de
izquierda (social).
Por otro lado, Laclau pone de relieve o supera algunas deficiencias de la clásica
interpretación estructural-marxista y su lenguaje obsoleto. Pero se va al otro extremo
constructivista. Y, sobre todo, no tiene o infravalora elementos internos sustantivos
(éticos o ideológico-políticos) para evitar su aplicación o su conexión con actores
autoritarios-regresivos. Es su inconveniente y nuestra crítica principal.
La teoría política como análisis y guía para la acción
La teoría de Laclau no solo interpreta dos tipos (y otros intermedios) de
populismos similares (en la lógica) y antagónicos (en su contenido, significado y
orientación), sino que sirve para construirlos, para transformar las relaciones de poder.
Este pensador no valora solo el análisis, sino conquistar la hegemonía y el poder. Su teoría
es, fundamentalmente, normativa. Pero sin caracterizar el poder y el sujeto transformador,
así como su interacción, se queda incompleta, indefinida o ambigua sobre su significado
sustantivo. Su teoría ‘procedimental’, con parecidos mecanismos de amigos-enemigos
como el hobbesiano y proto-nazi Carl Schmitt (Mouffe, 2012), puede servir para
transformar la realidad en los dos (o más) sentidos: autoritario-regresivo y emancipador21
progresivo. Es incompleta para la función principal de orientación, pero también para la
de análisis, al no clarificar (desvelar) las dos dinámicas contradictorias, claves para la
contienda política. No decimos que sea antipluralista (crítica convencional desde ámbitos
de la derecha y la socialdemocracia) sino ambigua, es decir, que su función depende de
según qué contexto, dinámica popular, liderazgo y pensamiento la acompañe.
No se trata de que esa teoría pueda interpretar la pluralidad de formas como se
pueden configurar las dinámicas populistas (el antagonismo). Laclau admite la posible
construcción no unívoca del pueblo o su posible fracaso hegemonista. Pero englobarlas
bajo el mismo rótulo es problemático. De lo que se trata es de explicar e impulsar la
dinámica popular emancipadora-igualitaria, renovando las expresiones convencionales
de conflicto social, acumulación de fuerzas y cambio de las relaciones de poder.
Este pensador reconocería la construcción ambivalente o contradictoria de un
‘pueblo’ desde el punto de vista ético-político-ideológico (su crítica al etnopopulismo lo
refleja). Pero infravalora sus límites interpretativos y normativos en ese campo. Su teoría
aporta el análisis de unos mecanismos constructivistas de hegemonía (cultural) pero no
se centra en lo principal: la orientación ideológico-política o ética de ese movimiento
popular en el plano principal emancipatorio-igualitario-solidario y, por tanto, del tipo de
cambio político y su modelo socio-económico. Eso es lo que definimos como ambigüedad
ideológica e insuficiencia sustantiva de la teoría de Laclau. Como dice Fernández Liria
(2016): Más Kant y menos Laclau.
La discusión sobre la validez de una teoría ‘social’ o ‘política’, de sus criterios
analíticos y valorativos, incluye su objeto, enfoque y prioridad, que deben ser ‘conocer
para transformar’… en un sentido igualitario-emancipador de las capas oprimidas frente
a las oligarquías opresoras. No obstante, este autor clasifica a los movimientos populares
según su vinculación con sus criterios procedimentales, no sustantivos, de ‘lógica
política’: antagonismo y hegemonía de un sujeto construido discursivamente. Pero el
resultado de ese cajón de sastre ‘populista’ es heterogéneo o contradictorio según su
contenido u orientación sustantivos (ideológico-políticos o éticos). No clarifican sino
obscurecen la realidad.
Esa clasificación populista es secundaria (y contraproducente) al asemejar
movimientos distintos u opuestos con una particularidad supuestamente común
(antagonismo hegemonista mediante unificación discursiva ‘vacía’). No nos sirve como
principal guía u opción política, ética o normativa. No podemos decir, sin más, que
queremos construir (‘pueblo’), apoyar movimientos ‘populistas’ o defender el populismo,
22
sin precisar su contenido, su papel y su contexto (Fernández Liria, 2016). Promovemos
el ‘empoderamiento’ o poder popular… en un sentido ético-político progresivo.
Favorecemos movimientos populares… igualitarios-emancipadores; estamos en contra
de algunos movimientos ‘populistas’ autoritarios-regresivos (aunque encajen y estén
embellecidos o ‘velados’ en la teoría de Laclau de lógica antagonista del pueblo).
Esa ‘pluralidad de formas’ populistas no valida esa teoría, sino la invalida como
análisis y guía adecuados para la acción transformadora… igualitaria. Hay que tener
elementos críticos suficientes (ideas, valores, enfoques) para cuestionar esa ausencia
‘sustantiva’ en esa teoría y poderla criticar o completar.
Nuestra diferencia con Laclau no es que él considere a su teoría solo como ciencia
analítica, sino que en su componente orientador, de guía para la acción, se queda corta,
es ambigua, polisémica y confusa. Le quitamos validez porque no aporta suficiente
orientación en el aspecto más crucial para el cambio político, su significado democráticoigualitario. Aporta un paso (polarización como identificación del pueblo y construcción
de hegemonía y poder) pero no precisa el carácter de los dos polos (pueblo-oligarquía) y
su interacción, el contenido o componente principal de esa guía (estrategia o programa)
y su impacto ‘sustantivo’ (no procedimental de la simple hegemonía) en las relaciones de
dominación.
La elección del llamado significante (nominación) se realiza por esa supuesta
eficacia articuladora contra-hegemónica, en cómo conseguir apoyo popular y ganar
poder; pero se relativiza el carácter de ese sujeto (y del poder) y el para qué. Ese
contrapoder es frágil si no está enraizado en una función (ética-ideológica) liberadora de
la gente subordinada. Al desconsiderar este aspecto, Laclau llama ‘vacío’ a su
significante, porque es independiente de la realidad material de subordinación y de los
valores de igualdad, libertad o democracia. A efectos discursivos, puede escoger alguno
de ellos, pero solo si cumple coyunturalmente con esa función identificadora del pueblo.
Ese espontaneísmo seguidista de la opinión del pueblo es positivo frente al elitismo de
las oligarquías regresivas y autoritarias, desligadas y en contra de las demandas populares,
pero todavía es insuficiente (y manipulable) para determinar el papel y los objetivos del
movimiento frente al poder. El proceso ‘articulador’ es más complejo y ‘mediado’ y,
sobre todo, debe definir el horizonte en diálogo con el proceso real. No al estilo de la
estrategia y la ideología comunista, determinista y global, pero sí con una guía de alcance
medio y principios o valores democráticos e igualitarios. Es la línea para discernir los
distintos tipos de populismos y construir un pueblo libre e igual.
23
En definitiva, la cuestión analítica y política principal es si un movimiento popular
es reaccionario o progresivo, autoritario o democrático (y democratizador), opresivo o
emancipador, etc., y adoptar una posición política sobre ese eje político-ideológico. Son
secundarios otros rasgos como el emocional o el liderazgo (Fernández Liria, 2016;
Innerarity, 2015); importa escuchar, dialogar y representar bien a la gente. La teoría
populista de Laclau es una teoría del ‘conflicto’, más adecuada a este periodo y el carácter
de pugna sociopolítica… en España. Pero tiene unos inconvenientes de fondo,
particularmente su ambigüedad ideológica, que no le permiten aportar suficiente claridad
interpretativa y orientación política a las tareas estratégicas del movimiento popular (en
España y Europa, por no hablar de Latinoamérica). La reafirmación en ella (salvando
aspectos parciales) no es un avance sino un lastre teórico a superar. Su déficit hay que
corregirlo por otro lado, con una teoría política que priorice un enfoque social y crítico,
un proyecto sustantivo para un proceso emancipador-igualitario. Es una tarea difícil y
compleja, la mejor intelectualidad europea está, cuando menos, perpleja, pero dadas las
necesidades del cambio político es necesaria abordarla. Esa es, modestamente, la función
de estas reflexiones sobre teoría social y política.
Un enfoque social y crítico
El análisis de los movimientos sociales y la acción colectiva debe tener en cuenta
tres elementos (Mc’Adam et al, 2005; Tarrow, 1994; Tilly, 2010): 1) estructura de
oportunidades políticas; 2) razones o contenido de las protestas, y 3) cultura sociopolítica.
Es fundamental la mediación sociopolítica-institucional, el papel de los agentes y
la cultura, considerando la función contradictoria de las normas, creencias y valores. Junto
con el análisis de las condiciones materiales y subjetivas de la población, el aspecto
principal es la interpretación, histórica y relacional, del comportamiento, la experiencia y
los vínculos de colaboración y oposición de los distintos grupos o capas sociales, y su
conexión con esas condiciones (Thompson, 1979; 1981). Supone una reafirmación del
sujeto individual, su capacidad autónoma y reflexiva, así como sus derechos individuales
y colectivos; al mismo tiempo y de forma interrelacionada que se avanza en el
empoderamiento de la ciudadanía, en la conformación de un sujeto social progresista. Y
todo ello contando con la influencia de la situación material, las estructuras sociales,
económicas y políticas y los contextos históricos y culturales (Alonso y Fernández, 2014;
Antón, 2014b; 2015b).
Desde las ciencias sociales contamos como muchas ideas razonables y hay que
partir de ellas. Pero el acento hay que ponerlo en su renovación y en la superación de sus
24
principales errores y límites, en el análisis concreto y la elaboración de una nueva
interpretación de los hechos sociales actuales. Ese esfuerzo teórico, analítico y crítico,
cuyo enfoque hemos apuntado aquí, todavía es más perentorio para interpretar la nueva
realidad sociopolítica, en particular, el proceso de indignación y protesta social y los
nuevos reequilibrios del espacio político-electoral, y favorecer su conversión en un
poderoso movimiento popular por un cambio igualitario-emancipador.
En definitiva, aquí apostamos por una interpretación basada en la interacción entre
estructuras y sujetos, por un paradigma social, relacional e histórico que parte del
conflicto social, de la conformación de procesos de movilización social y cambio
sociopolítico progresista. Se trata de la revalorización del papel de la propia gente, de su
situación, su experiencia y su cultura, así como de los sectores más activos y su
representación social y política, su capacidad articuladora y sus discursos, es decir, de los
sujetos sociopolíticos.
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