Num037 015

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PINTURA
La Academia, el taller
y el laboratorio
ALFREDO RAMÓN*
C
UANDO esta crónica sea
publicada hará ya tiempo que
se habrá cerrado la exposición dedicada a «La pintura de la
Ilustración»; a pesar de ello creo
que es interesante recordar aquí,
algunas impresiones surgidas al
contemplar las obras de aquel
conjunto.
. La exposición era excelente
como muestra del esfuerzo por
recordar una época de desarrollo
cultural. Una época de entusiasmo por reformar nuestro país,
que merece el más profundo respeto.
Pero en una exposición de pintura, hay, aderflás, algo muy importante. Las obras, los cuadros y
su calidad. Y en ese sentido, salvo
muy pocas excepciones, el nivel
era mediocre; en algunos casos
menos que mediocre. Faltaba todavía el resultado de la fundación
de la Real Academia de Bellas Artes. Esto acontece en 1752, bajo
Fernando VI. Quizá durante el
reinado de Carlos III era pronto
para que la enseñanza académica
(¡tan estúpidamente denigrada
casi siempre!) hubiese dado ya sus
frutos. La Academia no puede
* La Granja de San Ildefon- crear genios, ni! siquiera talentos,
so (Segovia), 1922. Pintor.
pero sí puede colocar unas bases
sólidas, de conocimiento de la
forma, que evité hacer tonterías y
piruetas en el vacío. Cuando no
podemos ascender a las cumbres,
por lo menos tengamos una firme
plataforma que nos evite la incomodidad de resbalar continuamente, de tropezar a cada paso.
Al recordar aquella exposición,
hemos dejado aparte a Goya...
Hagámosle un reproche. Esa bella
Anunciación de la colección Duques de Osuna, ¿por qué nos la
estropea con esa cara de la Virgen, amuñecada y pueril? ¡Ay!, la
figura humana, la faz de un ser
humano, cuando no se usa modelo vivo, ¡qué difícil es inventarla!
Otro reproche para quien posea
actualmente el cuadro. Las partes
claras de la figura del Ángel están
cubiertas de barniz reseco ennegrecido. Es una lástima.
Zurbarán
A
L escribir en el título de
esta crónica las palabras taller y laboratorio, mi intención es
comentar dos exposiciones de
destacada actualidad: la de Francisco de Zurbarán y la titulada
«Utopías de la Bauhaus». A pri-
mera vista no hay nada más dispar. Sin embargo, ambas muestras tienen algo en común: lo allí
expuesto no esta hecho para que
lo contemplemos «artísticamente», para ver si nos gusta o no,
para buscar una belleza que nos
solace. En el caso de Zurbarán vemos los productos de un taller en
el que un esforzado y trabajador
maestro abastece a una clientela,
cuyo propósito, al encargar las
obras, es mucho más religioso
que estético. Por su parte, los
hombres de la Bauhaus ensayan,
investigan, como científicos en
un laboratorio. Y lo que vemos
colgado en las exposiciones es un
conjunto de testimonios gráficos,
son las anotaciones de esa labor
de la que esperan sacar soluciones
de forma y color con el fin de elaborar algo que creen necesario
para una sociedad nueva.
Vaya por delante que las dos
exposiciones cuentan con catálogos excelentes, verdaderos libros,
llenos de información, como ya
va siendo habitual en este tipo de
muestras.
El paseo por las salas de Zurbarán nos llena de preguntas, de impresiones contradictorias, de perplejidad, de admiración muchas
veces, de irritación, algunas.
Hay algo que salta a la vista inmediatamente: las obras de pintor
de Fuentedecantos poseen un
fuerte poder de comunicación. Lo
que acontece en los cuadros se
percibe claramente, sucede a
nuestro nivel, a ras del suelo. Pisamos las mismas baldosas que
las sandalias de los monjes y santos, que hablan, que «están» con
la Virgen María, con Cristo... con
Dios. Cuando queremos levantar
la vista al cielo, éste no nos seduce demasiado. No deseamos elevarnos sobre unas nubes, muchas
veces pesadas y torpes, y sentirnos
rodeados de angelitos-niños de
dudosa veracidad. (En contraste
¡qué alegría, qué gozo, jugar y jugar con los maravillosos pilluelos
celestiales de Murillo, botando
sobre gaseosas almohadas entre
bulliciosas risas.) Pero abajo, en
Zurbarán, sentimos la mano firme
de Cristo sobre nuestra cabeza,
percibimos los pasos suaves de un
ángel que nos muestra la Ciudad
del Cielo. Queremos estrechar las
magníficas y rudas manos de
labriego de ese formidable
anciano barbudo al que Zurbarán
ha encasquetado la corona Papal
y que él lleva con desenfadada naturalidad. ¡Cuánto nos gustaría
discutir con ese agudo y joven S.
Buenaventura!. Queremos meter
las cabezas entre los que le escuchan, pero no podemos, no hay
espacio entre ellas, están pegadas
unas,a otras; echamos de menos
poder respirar el aire que nos rodea cuando estamos con el feo
Vulcano en su fragua velazqueña.
Todo esto, claro está, nos ocurre
porque somos nosotros los que
estamos en los cuadros. El Prior
«San
Serapio».
del Convento ha concedido, al
maestro, el permiso para trabajar
en unas destartaladas salas vacías,
donde ha instalado su taller, con
sus ayudantes, fía pedido a Fray
Fulano o Fray! Mengano que le
sirvan de modelos. Y allí están,
participando del argumento de la
obra, de la escena que se cuenta.
Es la máxima comunicación. Vemos la pintura y somos protagonistas de ella. Nos es muy difícil
ser ángeles o santos de El Greco.
Tenemos que perder casi nuestras
carnes, volar, adoptar posturas rebuscadas. Imponible sentarnos SOT
bre las cornisas de la Sixtina.
Aquella orgullosa raza sobrehumana nos rechazaría de su lado.
Pero con Francisco de Zurbarán
vamos de su mano, entrando en
un mundo donde el sentimiento
religioso no marca fronteras entre
lo divino y lo humano.
¡Qué emoción debió de sentir el
viejo de tostada calva al verse allí
con sus manos ¡de pastor juntas y
el cordero cerda de sus rodillas!
Allí, en la Adoración de los Pastores de la Cartuja de Jerez.
Que Zurbarán utilizaba grabados de otros artistas para resolver
sus composiciones es sabido y
está demostrado. No era él el único. Esto era eniaquel tiempo algo
usual. También lo era el que en
los talleres hubiese estampas de
Arquitectura que eran utilizadas
para «resolver» los fondos. Ello
trae consigo que haya con frecuencia una evidente disociación
entre las figuras y su entorno.
Zurbarán pintaba lo que veía,
cuando tenía modelo delante, con
un vigor y una sencillez monumental absolutamente fabulosas.
Y creo que eso íes lo que le da ese
poder de comunicación. Las figuras y los objetos «vistos» se imponen de tal manera, son, «somos»,
tan auténticos que la vista no se
fija en lo demás. Velázquez nos
hace entrar en su atmósfera, en su
espacio, nos escamotea la superficie del lienzo. Nuestro espacio y
el de sus cuadros se continúan.
Después de unos instantes de
contemplar el «Menipo» o «Las
Meninas» realmente no sabemos
si miramos un cuadro o estamos
en él. Parece que podemos andar
hacia la tela, entrar a través de
ella y seguir, seguir hasta una suave lejanía luminosa y sin fin. Zurbarán nos ha arrancado de donde
estamos, nos pone en el cuadro,
nos convierte en santos o santas,
quizá estamos incómodos, tropezamos con el borde de una moldura, con el fuste de una columna, que no sabemos por qué está
allí, pero seguimos vivos, presentes.
Recordemos algunas obras: En
«Sto. Domingo en Suriano», las
figuras algo melancólicas, maravillosas, de la Virgen y la Magdalena muestran una recatada
pero turbadora presencia femenina. Como siempre o casi siempre
en Zurbarán, no está mezclada la
curva de los senos. Quizá por eso,
al mirar las cabezas de redondas y
plenas formas, presentimos unos
cuerpos firmes que no se acusan
bajo las densas, pesadas telas de
bello color.
Uno de los valores más altos de
Zurbarán es su color. El rojo, es
en el maestro extremeño, pretexto para calidades suntuosas. Nos
lo demuestra en el S. Gregorio, en
S. Ambrosio, Sta. Lucía, en los
cuadros de S. Buenaventura, y en
varios más. Rojo que «canta» frecuentemente junto a verdes o los
ya tan conocidos, pero siempre
supremos, blancos. El color de
Zurbarán participa, con frecuencia, de dos cualidades aparentemente contrapuestas: la violencia
de claroscuro del siglo XVII, y la
pureza de color entero independiente de la luz, propia de los pintores flamencos del XV. En la
«Adoración de los Ma-
«El niño Jesús hiriéndose con la Corona de Espinas».
gos», en «La Defensa de Cádiz
contra los ingleses», «La apoteosis de Sto. Tomás de Aquino», en
la serie de S. Buenaventura y muchos más, Zurbarán hace gala de
una suntuosa, táctil, interpretación de los ricos tejidos que curiosamente no quita intimidad a la
escena. Creo que se insiste demasiado en la austeridad monacal
del «pintor de los frailes». Su pintura produce muchas veces un
efeco de lujo denso aunque, claro
está, más de casulla que de manto
cortesano. Sirvan de ejemplo la
ya citada «Adoración de los Magos», la «Anunciación», la «Familia de la Virgen», el «San Bruno y el Papa Urbano» y varios
más.
En cuanto a la composición,
cuando Zurbarán maneja un
tema en el que puede prescindir
de las formularias arquitecturas
de receta para fondos, la sencillez
y la concentración de sus formas
producen un efecto donde se aunan dos cualidades aparentemente contradictorias: una grandiosa
monumentalidad y una punzante, misteriosa intimidad. En obras
como la «Aparición de S. Pedro
Apóstol a S. Pedro jNolasco», o el
formdiable «S. Francisco en éxtasis» percibimos estío de una manera perfecta.
Pero Francisco dé Zurbarán necesita el modelo. Cuando no dispone de él, la fuerza de su pintura
se afloja. Lo vemos sobre todo en
los niños. En los cuadros donde
tiene que aparecer;el Niño Jesús,
siempre éste es lo i más flojo del
conjunto. Cuando contemplamos
esos rudos pastores, esos lujosos
reyes, o esos barbudos sacerdotes
dedicando tanta atención a una
figura que es un casi un muñequito, sentimos una vaga desazón.
Pero Francisco; de Zurbarán
pronto nos compensa de cualquier flojedad. Dirigimos la vista
al «Bodegón de Cacharros» o al
prodigioso «Agnus Dei» y estamos de nuevo presos en su realidad.
No podemos extender nuestro
comentario más. Hay que mar-
Detalle de la cara
de Nazareth.
charse de la exposición de Zurbarán. Salgamos i sin interrumpir el
rezo de sus frailes, sin turbar el
éxtasis de sus santos, sin distraer
de su premonitorio dolor a la Virgen, en su casa de Nazareth. Pero
queremos volver los ojos a esa
Sta. Margarita de tez fresca, boca
pequeña y mirada serena, pero
prodigiosamente femenina. Recordaremos siempre su luminosa
cara, su sombrero de graciosas
curvas, sus alforjas, acierto máximo de color, su falda de rojo total, bajo la cual percibimos un pie
pequeño, carnoso, lleno de luz,
que sirve de apoyo a todo el cuadro.
Utopías de la
Bauhaus
A
L entrar en las salas del
Centro Reina Sofía, donde
está la exposición así titulada
(¿por qué «utopías»?), no sabemos bien qué hacer. ¿Cómo enfocamos la visita? ¿Como si fuese
una colección de proyectos, de diseños, de planos para construir?
¿Debemos gozar de unas cuantas
piezas, prodigiosos dibujos y
acuarelas y recorrer todo lo demás con una distraída y superficial mirada? Es difícil la respuesta.
Creo que la mayor parte de los
visitantes tendemos a mirar lo expuesto de la misma manera que
miramos una exposición, digamos, normal. Queremos ver «resultados». Queremos ver, ante
algo que, por ejemplo, es un estudio de equilibrio de colores, la armonía que puedan producir. En
otras palabras, ante la exposición
de la «Bauhaus», quizá reaccionamos como si ante unas fotos científicas tomadas con un poderoso
telescopio o con un escudriñador
microscopio, viésemos únicamente la lechosa belleza de la luz del
cometa o el ritmo de cambiantes
contornos de las células.
Claro está que esto también es
una forma de belleza. Así, la exposición de la Bauhaus nos demuestra, una vez más, que un
sencillo dibujo que pueda utilizarse como base de un objeto
práctico produce automáticamente una sensación de grata serenidad.
Dentro de la doble calidad: interesantísima muestra de investigación y resultado grato a nuestra
sensibilidad visual, lo expuesto
nos muestra una amplísima visión del talento y la capacidad
creadora de los artistas de la Bauhaus.
Señalemos lo que nos ha parecido más atractivo.
Los estudios sobre el color de
Benita Otte, Hirschebeld-Mack,
Kandinsky y Josef Albers (¡esa
magnífica ventana policromada
en rojo!) son particularmente interesantes, aunque desde luego,
en el caso de los dos últimos, es
difícil verlos sin pensar en lo que
hicieron «después».
Abundan las muestras del trabajo de Oskar Schlemer. En ellas
vemos esa dualidad ya señalada
más arriba. Nos interesan, por
ejemplo, sus estudios de espacio y
su relación con la figura humana,
pero al verlos nos resulta difícil
sustraernos a la impresión que
producen las geometrizaciones a
las que somete sus personajes.
Pero nos «agarra» cuando lo que
vemos es un prodigioso apunte
como el «Desnuco femenino en
actitud de caminar» o el «Hombre inclinado hacia atrás».
La obra de los arquitectos,
Walter Gropins, Meyer, Mies van
der Robe... requeriría un comentario más detallado y más técnico
que el propósito de esta crónica.
Pero dejemos constancia de dos
cosas: la balleza intrínseca de los
dibujos-proyectos y la total actualidad de las formas. «Seguimos»
en esa arquitectura.
En la sección dedicada al teatro
hay tres bocetos de decorado absolutamente fascinantes. El
«Montblanc. Palacio encantado
de Fausto» de Oskar Schlemer,
«Sala del trono del emperador de
China», del mismo autor y «La
Puerta Grande de Kiev» (para
«Cuadros de una exposición») de
Wassily Kandinsky son piezas de
una belleza extraordinaria, nada
descriptivas, en las que la alusión
a una realidad temática queda
convertida en una verdadera, exquisita, destilación que contiene
todos los caracteres, todos los valores de esa realidad sin necesidad
de reproducirlos.
La película titulada «Leporello», de Kurt Kranz, es fascinadora. A lo largo de treinta y dos fases realizadas en acuarela y tinta
asistimos al desarrollo de unas
formas que, partiendo de una retícula, van experimentando una
metamorfosis en las que sucesivos
elementos van tomando protagonismo, como si nuestra atención
fuese profundizando hasta llegar
al origen, a la semilla de la que ha
surgido todo.
Adrede, he dejado para el final
el conjunto de piezas que son más
«pintura». En ese sentido, creo
que las obras de Lyonel Feininger, Wassily Kandinsky, Farkas
Molnar, Herbert Bayer, Hannes
Meyer y, sobre todo, Paul Klee,
constituyen uno de los mayo-
res atractivos de la exposición.
El lirismo del paisaje geometrizado de Feininger queda patente
en piezas tan refinadas de color
como «Marina». Kandinsky está
presente con piezas de primera
calidad. Ante ellas no podemos
menos de sonreír con lástima
ante tanta pintura ¿«abstracta»?
de quinta mano con la que muchos hoy nos quieren demostrar
'su «modernidad» y su «postmodernidad». En «Terminación»,
«Segmento rojo» p «Apoyo débil», el pintor ruso líos demuestra
cómo los eternos valores de la
pintura, forma, color, espacio, ritmo y composición pueden existir
ante nosotros en una armonía
Paul Klee, «Ciudad
italiana».
perfecta, plasmada en secillas pinturas pequeñas hechas sobre papel, desdeñando totalmente los
enfáticos grandes formatos y la
indigesta materia costrosa.
De Farkas Molnar hay, entre
otras cosas, una deliciosa interpretación de Florencia. Herbert
Bayer muestra piezas tocadas de
Surrealismo. H|annes Meyer tiene
una obra sin título resuelta con
formas sencillas en rojo y negro,
cuyo equilibrio y dinamismo poseen una tensión fluida y elegante. Esta pieza merece la visita a la
Exposición.
Paul Klee... ¿Qué se puede decir de este mago de la pintura?
¿Cuál es el secreto de este fascinador, pasmoso pintor? El mundo
de Klee es uno de los más coherentes de la Historia de la Pintura. Sus formas no definen nada
real, y sin embargo poseen una
realidad absoluta, única, intransferible. Son lo que son de una forma total. No pueden ser otra cosa
que lo que su título dice (los títu-
Oskar Schlemmerjautoretrato.
los de las pinturas de Klee son
siempre importantes). Cuando
leemos «Separación al atardecer»,
«El brote de la sonrisa», «El mar
detrás de las dunas», «El Emperador preparado para el combate»
estamos a punto de exclamar:
¡claro, eso es!
Hemos entrado en la exposición algo desorientados, no hemos glosado lo que la Bauhaus
quiso ser y fue en cuanto a la enseñanza de una integración (de
esto hay cumplida información
en el catálogo). Hemos visto con
amargura cómo un magnífico esfuerzo cultural fue estúpidamente, brutalmente, destruido, prohibido, perseguido, por un régimen
político que se decía nacionalista
(los regímenes nacionalistas acaban siempre destruyendo a las naciones) y al final salimos, de la
mano de Kandinsky y de Klee,
inmersos, absortos una vez más
en eso que nunca sabremos bien
qué es, y que llamamos la pintura.
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