Num034 020

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PINTURA
Visto en Madrid...
Leonardo, Pradilla, Albers
ALFREDO RAMÓN*
Leonardo da Vinci
UN supergenio, el «sabio» de la
LA
* La Granja de San Ildefonso (Segovia), 1922. Pintor.
simple colocación de estos
tres nombres, de artistas tan
dispares, de tan diferente categoría en la historia de la Pintura, ya nos dice la variedad de lo
que hemos visto o podemos ver
en Madrid a comienzos de este
nuevo año.
También nos dice que debemos
forzar, casi violentar nuestros
ojos y nuestra sensibilidad para
ajustados a la contemplación de
obras creadas con un propósito
pictórico diferente.
Pintura, máxima personalidad de
una de las épocas cimeras del
Arte; Pradilla, un pintor hábil de
una época quizá de transición,
con una intrépida curiosidad por
todos los aspectos de la realidad;
Albers, un actual, un limitado, un
ensimismado
experimentador
como muchos artistas de nuestro
siglo. ¿Podemos encontrar algún
elemento común, algún rasgo que
los
relacione,
alguna
característica compartida que
nos ayude a nosotros a captar el
mensaje de unas obras cuyo
desnivel es abismal? ¿No es esto
una ridicula pretensión? Hablar
de Leonardo al mismo tiempo
que hablamos de... ¡parece absurdo!
Y, sin embargo... Leonardo fue
un sabio, un científico, un investigador, un genial anticipador;
pero cuando pintaba, pintaba. (Y
podemos decir igualmente que
cuando dibujaba, dibujaba.)
Quiero decir que sus medios de
expresión eran absoluta y netamente pictóricos. Soporte plano,
dibujo, forma, ilusión de bulto,
perspectiva, claroscuro, color, etc.
Pradilla, pintor a caballo entre el
XIX y el XX, nos hace ver figuras
de la historia, personajes, paisajes,
odaliscas, modelos; pero todo
«pintado». Albers se obstina en
mostrarnos una y otra vez las
mismas formas sometidas a infinitas variaciones de color; pero
siempre «pintadas». Cuidadoso
dibujo, color refinadamente aplicado sobre la tela o el «tablex»,
planos y tersos.
Se me dirá que todos los pintores hacen lo mismo. Sí, pero no
olvidemos que también tenemos
hoy que aceptar (¿soportar?)
como pintura pedazos de cartón
pegados, jirones embadurnados,
harina extendida sobre lienzo, y
otras muchas cosas que, no dudamos, tienen su expresión pero que
no son pintura «pintura».
En las exposiciones dedicadas a
estos tres artistas nos enfrentamos
con dibujos y pinturas. Ni más, ni
menos. No hay ningún parecido
entre ellos. Pero usaban los mismos medios de expresión.
La exposición de escritos y dibujos de Leonardo, procedentes
de Windsor, abierta en las salas
de la Fundación Caja de Pensiones, puede, a primera vista, producir cierta decepción. Los dibujos son pequeños (algunos muy
pequeños), con frecuencia ilustraciones de los textos; no hay casi
ninguna figura; incluso, alguna
pieza parece como desvanecida,
casi perdida. Pero si nos fijamos
con cuidado, con intensa atención, la belleza de aquellos trozos
de papel dibujados con sanguina
o con sepia, nos deja pasmados de
admiración.
Muchos de los dibujos parecen
hechos, digamos, de «dentro o
fuera». Me explicaré. Si vemos,
por ejemplo, un dibujo o grabado
de Durero, en éste las líneas, los
trazos parecen como horadar,
arañar con rabiosa intensidad el
soporte para llegar al fondo, al
hueso de las cosas. En los dibujos
de Leonardo, todo comienza con
una sutilísima red de trazos que
sugieren los últimos términos y
que va acusando sus perfiles, concretándose en formas suaves pero
que avanzan firmemente hacia
nosotros hasta presentarnos los
relieves y los detalles con una
aterciopelada rotundidad. En muchos dibujos de la exposición,
Leonardo consigue integrar perfectamente borde y volumen,
raya y mancha. El borde siempre
es la perspectiva de la forma, y la
mancha de sombra parece como
el resultado de una concentración
de trazos. Nunca hay arbitraria
separación entre unos y otros elementos.
Esta capacidad de integración
de Leonardo da Vinci la percibimos también en sus maravillosos
estudios de tormentas, huracanes
o corrientes de agua. En estas piezas los trazos del maestro sintetizan maravillosamente las cosas:
la forma y la fuerza. Las aguas
agitadas, las nubes alborotadas y
amenazadoras, la lluvia, el chorro
que se escapa por una estrecha salida, todo lo vemos con su peso,
con su forma cambiante. Pero vemos «por qué» se mueve, por qué
nos amenaza y nos inunda. Con
sutiles líneas que no se diferencian de las que señalan la forma,
Leonardo nos dice en qué dirección se mueven esos elementos, a
qué velocidad van arrollando
todo a su paso. Forma y fuerza
son percibidas, analizadas, dibujadas por el genio.
Aparte de estos aspectos, y
otros muchos que la exposición
de la Caja de Pensiones nos ofrece
del arte de Leonardo, quiero destacar que se trata de una exposición de dibujos. Desgraciadamente no es frecuente este tipo de exposición. Se suele exhibir, en lo
que se refiere al Arte contemporáneo sobre todo, mucha pintura y
obra gráfica (?) y pocos dibujos.
Una familiaridad mayor con el
dibujo ayudaría al gran público
para profundizar, comprender el
Arte. Es común escuchar ingenuos elogios cuando las líneas de
un dibujo se ven claramente, olvidándose que dibujar no es hacer
bordes sino situar formas, establecer límites, señalar direcciones.
La excepción en este «panorama sin dibujo», la constituyen la
exhibición anual de dibujos de
una acreditada galería y el concurso convocado también todos
los años por una entidad aseguradora.
Francisco Pradílla
EN
alguna crónica anterior
hemos llamado la atención sobre
la urgente necesidad de exhibir,
de revalorizar, de volver a los
maestros de la Pintura Española
de la primera mitad del siglo
XX. Una vez más, el Museo
Municipal de Madrid, con su
magnífica trayectoria de exposiciones temporales (recordemos la
exposición de los Madrazo, la de
López- Mezquita), nos trae a un
maestro bastante olvidado, Francisco Pradilla.
Pradilla nació en 1848 y murió
en 1921. Es decir, su vida transcurrió durante un período en que
se realizaron la mayor parte de los
cambios, de las rupturas, de las experiencias que han dado origen a
los estilos de la Pintura Contemporánea, desde el Impresionismo
hasta el Dadaísmo, desde Monet
a Van Gogh, desde Van Gogh a
Picasso, desde Matisse a Paul
Klee. Toda esta tremenda conmoción ¿se refleja de alguna manera en la obra de Pradilla? ¿Qué
dice Pradilla hoy a nuestros ojos,
quizá cansados de geometrías deshumanizadas, de violencias gratuitas, de color, de muñequería morbosa, de indigestos excesos de ma-
teria? Quizá, heridos por las astilladas aristas del Cubismo, cegados por las fulgurantes manchas
del Expresionismo, o estremecidos por el viscoso contacto de las
anguilas del Surrealismo, volvemos los ojos con nostalgia a la
transparencia de hoja y riachuelo
de una acuarela de Pradilla.
En todo caso, la contemplación
de la obra de Pradilla en esta deliciosa muestra nos plantea de nuevo la necesidad de revisar la mayor parte de los supuestos sobre
los que la historia y la apreciación
de la Pintura han transcurrido a
lo largo de nuestro siglo. Hemos
considerado, muchas veces, a pintores como Pradilla representantes de algo periclitado, pertenecientes a un realismo prosaico,
falto de espíritu verdaderamente
creador. Ha sido muy cómodo inventar una serie de «ismos» que,
sólidamente apoyados por una
abrumadora abundancia de teoría, parecían la «única» forma de
expresión de nuestro tiempo.
Acercándonos ya al siglo XXI,
vemos con desilusionada desazón
que la «vanguardia», fuera de la
garra de los auténticos renovadores, se nos apelilla entre las manos, se nos acartona, se nos convierte en un juego experimental
frivolo y desvitalizado. Si en un
tiempo veíamos los terciopelos,
los encajes, los muebles que llenaban los estudios de Pradilla y de
otros de su tiempo como algo
propio de una ropavejería, hoy
contemplamos con melancolía las
sillas de metal, las formas pretendidamente prácticas y puras y nos
parecen tan anacrónicas como las
dalmáticas de los heraldos y reyes
de armas de Doña Isabel la Católica recibiendo las llaves de manos de Boabdil al pie de la Alhambra.
Pradilla tuvo esa fabulosa capacidad para captar lo real de una
manera rápida y espontánea.
Gentes de la calle, mujeres en los
mercados, arboledas, pueblos,
campos de Italia y de España están fijados en dibujos, acuarelas y
pequeños óleos con un sentido de
la síntesis, de la luz y del ambiente absolutamente extraordinario.
Son «impresionistas» (¡la manía
de clasificar las obras de arte!) en
la medida necesaria en que el pintor quiere y consigue la fugacidad
de un instante de visión. Pero a
diferencia de los que llamaríamos
«puros impresionistas», no convierte esa rápida impresión en
una «demostración» de que 'las
sombras deben ser de tal color, o
de que tal tono debe estar formado por tal número de puntos de
color puro. Entre la realidad y el
pintor, no existen las muletas de
ningún estilo; hay solamente el
entusiasmo para gozar la realidad.
Esto es particularmente cierto en
las estupendas acuarelas. Ahí,
además, Pradilla, maestro de ese
procedimiento, pone su maestría
al servicio de la captación directa
de lo que ve. Para él, lo que importaba más era captar la realidad
sirviéndose de la acuarela, no,
como ha ocurrido frecuentemente después, «usar» la realidad
para hacer una acuarela.
El arduo problema en la pintura de Francisco Pradilla es «pasar», digamos, desde esas pequeñas obras tan frescas y bellas al
cuadro grande de tema imaginado (ya sea histórico o mitológico).
Tenemos estudios del paisaje, dibujos (excelentes) de las figuras,
incluso interesantísimos bocetos
de conjunto (por ejemplo, el de
Doña Juana la Loca en el Castillo
de La Mota), pero... ¿cómo transformamos todo esto en una escena donde cada personaje tenga su
carácter individual y desempeñe
su papel? Como vemos, Pradilla
lo trata de resolver sin «alejarse»
de la realidad. Sin estilizar ésta lo
más mínimo. Como si, igual que
en una obra cinematográfica de
hoy, la escena fuese directamente
vista por nosotros, a nuestro nivel. En estos casos es cuando quizá nuestra sensibilidad se resiste
más a rendirse ante la obra del
pintor. En bastantes casos, admiramos las figuras aisladas, su veracidad, pero el conjunto nos produce-una sensación de falsedad,
paradójicamente. Quizá echamos
de menos un velo de estilización
entre el tema y nosotros. Algo
que nos aleje un poco de él y nos
permita soñarlo con la complicidad del artista.
En el arte posterior, ya tras las
experimentaciones de los «ismos», cuando pintamos un tema
análogo a los de Pradilla (ya no se
hacen cuadros de historia, pero sí
composiciones que pueden tener
un argumento), lo pretendemos
resolver de una manera en que la
estilización, sobre todo la geometrización de las figuras, nos aleje
del tema. Hace unos-cuantos años
eso parecía satisfactorio, incluso
se ensalzó exageradamente, mientras se despreciaba la pintura de
un Pradillo. Hoy vemos que salvo
casos excepcionales como la época clásica de Picasso o las obras
de Vázquez Díaz, aquella geometrización se nos ha quedado en
Pradilla: «El suspiro del more»
una colección de muñecos, de
maniquíes, cuya; redonda e inexpresiva faz no nos produce impresión alguna.
Parte sustancial de esta exposición son las cabezas y retratos.
Pradilla no fue un retratista dedicado y constante, pero muchas de
las efigies de sus; amigos o familia
son de lo más directo y vivo de
nuestra pintura.:Cabezas de frente, muchas veces, resueltas con
valentía, donde la frescura y rapidez del toque se aquietan en volúmenes precisos y firmes. El retrato
de su hija Lidia, el de su hermana, o los autorretratos de vejez
son ejemplos magistrales de este
tipo de obra.
Las cabezas de mujer tituladas
«huelgan crespones» o «Voluptuosa» nos producen una dolorosa nostalgia de la belleza y de la
sensualidad femeninas en nuestro
mundo de pintura de chafarrinones monstruosos y churretosos
conjuntos de torpes figuras masculinas.
Josef Albers
exposición de Albers en la
LAGalería
Theo nos sumerge en
un
mundo
absolutamente
diferente, totalmente opuesto al
que hemos vivido con Pradilla.
Tierras, cielos, mujeres, pescadoras, odaliscas, caballeros barbados, árboles, bosques, hojas, humedades, crepúsculos, todo ha
desaparecido. Nos encontramos
sumidos en un silencio aséptico
de cruda luz, sin terciopelos ni
blanduras, sin joyas ni rizos, sin
sonrisas, sin ojos de mirada profunda. Al andar por la pulcra sala,
si por una casualidad vemos
nuestra imagen reflejada en algún
vidrio de las puertas, nos vemos
como algo intruso que ha invadi-
do un espacio quieto y silencioso.
Sin embargo, pronto nos sentimos rodeados de pintura. Pintura
elegante, exquisita que nos comunica su presencia con múltiples
colores. Violetas, verdes, azules,
ocres, negros, delicadamente
acordados, nos rodean. Nos encontramos ante los cuadros (la
palabra cuadro tiene aquí una de
sus más verdaderas acepciones)
de Josef Albers.
Albers, alemán nacido en 1888,
profesor de la Bauhaus, emigró a
los Estados Unidos en 1933, se
convirtió en uno de los más influyentes pintores de la Abstracción
americana. Hemos de agradecer a
la Galería Theo, de larga y ejemplar trayectoria dentro de una determinada línea, la posibilidad de
contemplar las obras de este artista, pienso que poco conocido por
el gran público de Madrid.
Las obras de esta exposición
pertenecen a lo quizá, más familiar suyo: los «Homenajes al cuadrado». Albers, como otros artistas de nuestro tiempo (por ejemplo, Mondrian), ha querido llevar
su obra hasta una máxima simplificación. Con una austeridad deliberada, han renunciado a muchos
de los elementos de la pintura,
concentrando quizá con dolorosa
intensidad, su atención en unos
pocos problemas, profundizando
de tal manera en ellos que suplen
con esa profundidad aquello que
han desdeñado. Albers repite una
y otra vez el esquema de varios
cuadrados, digamos concéntricos,
que nunca son equidistantes de
los cuatro lados del lienzo, produciendo ya con ello un efecto de
composición asentada, equilibrada. Los colores se sitúan en los
márgenes de los cuadrados superpuestos. Colores aparentemente
planos sin movimiento, pero sutiles, algunas veces ligeramente raspados para que la huella del grano
de la tela produzca una tenue vibración. Las tonalidades, las gamas generalmente armonizadas
en colores fríos o calientes, según
cada cuadro, nunca hacen contrastes violentos. No hay efectos
de volumen ni perspectiva. El resultado final es exquisito, un silencioso y tenue movimiento parece desprenderse de la superficie
de los lienzos. Nunca resultan
planos; tienen un suave sentido
de delante y detrás. Los bordes de
cada área de color, restos y precisos, nunca son perfectamente
geométricos. Hay como una soterrada pasión en estos personalísimos cuadros de Josef Albers. Si a
esto unimos el cuidadoso
montaje con marcos sencillísimos, la unidad de brillo de cada
pieza y su certera distribución,
podemos decir que la presencia
de los cuadros de; Albers en Madrid, necesaria y justificada, produce un efecto de refinada cultura. Y nos hace descansar de tanto
cuadro mal hecho, de tanto exceso de pasta pictórica innecesaria,
de tanta obra mimética donde la
falta de auténtico oficio se quiere
disfrazar con aparentes alardes de
valentía que son más bien muestras de pueril superficialidad.
¡Ah! Y además, los cuadros de
Josef Albers son pequeños, de dimensiones normales, humanas,
perfectamente visibles.
Pradilla ante el retrato de la marquesa de Encinares.
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