Num128 013

Anuncio
La atracción
por la nada
ARTE
ANA MARÍA
PRECKLER
¿P
or qué existe algo y
no
nada?
Se
pregunta el filósofo
Julián Marías que
afirma, por otro lado, que la
filosofía es la ciencia de las
preguntas, de las preguntas
radicales, siendo éstas incluso
más
importantes
que
las
respuestas. ¿Por qué existe algo y
no nada? Inquiere el pensador
dando paso a uno de los más
apasionantes misterios de la
existencia: el de la creación del
universo. No obstante, el hombre,
la criatura, antes que en una
explicación sobrenatural, frente a
la imposibilidad de hacerlo por la
vía científica, muchas veces ha
preferido encontrar la respuesta a
la existencia de ese algo real,
precisamente en la existencia de
una nada que —no ya como
componente de la vida que sería
imposible y contradictorio— se
establecería como principio y fin
del universo y de sí mismo. Se
trata de la fascinación por la nada
que posee el hombre moderno.
Una fascinación que le hace
preferir paradójicamente una nada
incognoscible y amorfa como
principio y como fin de lo que se
entiende por vida a cualquier
forma de creación y continuación
de esa vida después de la muerte.
El
tema
es
sumamente
sorprendente y grave por las
repercusiones que produce en la
propia vida y en algunas de sus
manifestaciones, como es el caso
del arte.
La nada supone la ausencia del
ser y surge como contraposición
al ente desde los inicios de la
filosofía Presocrática. Llega así
hasta el siglo XX en que se ofrece
como oponente a la existencia, o
como angustia del hombre ante la
nada en los existencialistas. Por
tanto, en la cultura occidental y
desde aproximadamente tres
milenios, la nada ha estado
necesariamente unida al ser y a la
existencia en tanto que oponente a
ellos. La nada era y es el gran
enigma. Como lo es el que haya
un Ser supremo creador que dé
razón a la existencia del universo.
Pero la atracción hacia la nada,
esa especie de vértigo que
impulsa
inquietantemente
al
hombre hacia formas de no ser o
nihilismo, es un fenómeno que
comenzó en el siglo XX y aún no
posee la antigüedad de una
centuria.
Posiblemente,
esa
atracción o fascinación por la
nada se produjo, en sus
comienzos y entre otras razones,
por las terribles consecuencias de
las dos guerras mundiales y sus
consecuencias, y la necesidad de
buscar una huida, un refugio, una
anestesia, un nirvana narcotizante,
una ataraxia bienhechora, un
olvido benefactor, bien fuera
como fin, bien fuera como medio,
para atenuar las crudas realidades,
bélicas o de otra naturaleza, el
insoportable sufrimiento, y tal
vez, incluso, la rutina de una vida
sin motivación.
De esa fascinación por la nada
hecha necesidad brotaría el arte
abstracto del siglo XX: la
Abstracción, una de las más
importantes
vanguardias
históricas, nacida en 1910 y
continuada hasta la actualidad.
Las dos formulaciones abstractas
más antiguas de la historia habían
sido hasta entonces la música y
las matemáticas. En las tres
grandes
artes,
arquitectura,
pintura y escultura, la Abstracción
sólo
emerge
autónoma
a
comienzos del XX —aunque la
arquitectura supone en sí misma
la gran abstracción plástica, no
entendida como arte abstracto de
vanguardia sino como forma
abstracta similar a la música o a
las
matemáticas—.
Será
solamente en la pintura, y
posteriormente en la escultura,
donde se manifieste el arte
abstracto como tal. En donde se
plasme la nada o lo que el hombre
puede entender por la nada —la
cual en sentido estricto no es la
nada puesto que la pintura y la
escultura ya son algo—; sobre
todo que tenga el sentido de la
nada, es decir, la oposición al ser,
a la existencia y a la vida. De tal
modo que lo primero que elimina
el arte abstracto es la vida y todo
asomo de existencia real. Y al
hacerlo, al deshumanizar el arte,
inicia el lento proceso de su
decadencia, lo que a la postre
convertirá el arte abstracto, pese a
su éxito y a su duración, en un
callejón sin salida. Consciente o
inconscientemente, el artista
siente esa fascinación por la nada
y trata de imaginarla con
geometría, color y forma, ausente
de cualquier significado. La
Abstracción, en última instancia,
supondría la formalidad plástica
de la nada, el hacer de esa nada
una concreción. La plasmación de
su esencia, su necesidad, su
temor, su incertidumbre.
¿Hasta cuando perdurará la
abstracción artística, la más larga
y duradera de las vanguardias
históricas?
Posiblemente la
Abstracción —cuya desaparición
sería impensable— subsistirá
como necesidad mientras persista
en el hombre la atracción por la
nada, la necesidad de su presencia
imaginaria, de la huida de una
realidad doliente, de una vida
insoportable, de una vida infeliz o
frustrante, y busque el abandono
en
un
mundo
irreal,
deshumanizado,
desvitalizado,
pero también narcotizante e
hipnótico, bien que ello sea
conseguido mediante la belleza de
la forma, del color o de la
geometría. Pero la realidad y el
misterio perviven en la pregunta
del filósofo: ¿Por qué existe algo
y no nada? ¿Será ese algo, que en
definitiva es la existencia y la
vida real, acaso el mayor
oponente a la fascinación por la
nada? ¿Llegará a ser ese algo del
filósofo, ese algo pasado, presente
y futuro, acaso sempiterno, cuya
magia deberá descubrir, cuyo
misterio deberá asumir, tan
fascinante como la nada para el
hombre actual? Quizá entonces,
cuando ello suceda, nazca un
nuevo arte, distinto y subyugante,
una neo-vanguardia en estos
inicios del siglo XXI, que llegue a
ser tan atractiva, duradera y
fascinante como la Abstracción.
Dos grandes pintores rusos,
Kandinsky y Malevich fueron los
primeros artistas que inauguraron
y descubrieron la Abstracción
pictórica. Esa nada hecha arte
sobre la que hemos teorizado
buscando una razón a ese arte tan
ininteligible, tan extraño, tan
fascinante, tan sugestivo que es la
Abstracción. Y el motivo de tal
disquisición ha sido una reciente
exposición de Malevich y otra de
Delaunay, en Madrid, este último
artista francés que, al igual que
los dos rusos citados, fue uno los
pioneros de la pintura abstracta en
los inicios del XX. Malevich fue
el creador del Suprematismo ruso
hacia 1915, arte abstracto de
naturaleza geométrica idealista
que instauró la geometría como
arte, al igual que lo hiciera por las
mismas épocas Mondrian en el
otro extremo del continente
europeo. Ambos artistas fueron
los
creadores
del
Constructivismo, el ruso y el
holandés. El Suprematismo de
Malevich hizo del cuadrado, el
simple cuadrado blanco sobre
fondo blanco de sus Series
Blancas, el gran protagonista del
cuadro. ¿Había algo más cercano
a la nada que aquel simple
cuadrado blanco o negro que
ocupaba prácticamente todo el
lienzo sobre fondo monocromo
del mismo color ? Delaunay, por
su parte, fue el fundador del
“Orfismo”, corriente que deviene
del Cubismo y se sustenta en la
relación entre la música y los
colores, con la proporción áurea,
la ley del Contraste Simultáneo de
Chevreul y las teorías de Seurat
sobre
armonía
cromática.
Partiendo
de
estas
bases,
Delaunay desemboca en la
abstracción pura, colorista y
geometrizante, en mosaico de
formas
geométricas
con
predominio del círculo en su serie
Discos y Formas Circulares. La
nada aquí se constituiría mediante
círculos coloristas repetitivos de
efecto
visual
sugestivo
e
hipnótico. (La nada en Mondrian
se establecería mediante tramas
estrictamente
ortogonales,
verticales y horizontales cruzadas,
con el mismo poder sugestivo
hipnotizador, y en Kandinsky mediante manchas informalistas de
color exaltado, o mediante figuras
geométricas
desordenadas
y
anárquicas suspendidas en un
fondo neutro totalizador).
La primera de las exposiciones
citadas se titularía “Malevich y el
Cine”, siendo efectuada en la
Fundación La Caixa, Madrid, de
noviembre a enero de 2003.
Aunque en la exhibición se
resaltaba fundamentalmente la
relación e interinfluencias del
artista ruso con el cine soviético,
y más en concreto con los
directores Sergei Eisenstein y
Dziga Vertov, de los cuales se
mostraban carteles, fotografías y
películas, también se hizo
hincapié en la obra pictórica de
Malevich y se expusieron algunos
cuadros al óleo y a lápiz de su
época abstracta suprematista, la
más interesante, así como de la
época figurativa posterior. Así, las
primeras salas, las del piso
inferior, mostraban su obra pictórica y dibujística, en la que
destacaban: Cuadrado negro,
1910, de fecha muy temprana, con
cuatro estrictos cuadrados en
oposición diagonal, dos blancos y
dos negros; Suprematismo, 1915,
y Composición suprematista,
1920, estos dos últimos de su
segunda fase suprematista en la
que introduce, además del
cuadrado,
distintas
figuras
geométricas, círculos, triángulos,
cruces, líneas, etc., en colores
primarios, además del blanco y el
negro,
suspendidas
ARTE
asimétricamente en un espacio
neutro. Otra de las intenciones de
la exposición era la de destacar las
influencias de Malevich en
pintores posteriores, lo cual se
hizo presentando algunas obras de
sus seguidores más significativos
en el piso superior. La influencia
de Malevich en el arte es
inconmensurable y llega hasta
nuestros días, abarcando también
a la escultura, como es el caso de
Oteiza y sus Cajas metafísicas.
Entre los seguidores más cercanos
expuestos para la ocasión
figuraban, en primer lugar, el
constructivista ruso Aleksandr
Rodchenko, con uno de sus
célebres Negro sobre negro,
1918,
y
Josef
Albers,
posiblemente el más fiel de todos
sus seguidores, con sus extensas
variaciones de la serie Homenaje
al cuadrado, del que se mostraba
una pieza. También figuraban en
la exhibición menciones al ruso El
Lissitzky, otro gran pionero de la
abstracción, junto a trabajos de
Sol LeWitt, Richard Serra, Yves
Klein, L. Sokov, N. Svetin, Art &
Language, Kabakov, etc. Con
estos continuadores se cerraría la
exposición de Malevich, un artista
que permaneció durante toda su
vida en Rusia, luchando por
imponer los ideales de su arte
constructivista, contrario al de los
utilitaristas que apoyaban el
régimen soviético. Desconocido
en Occidente hasta casi mediados
del XX, en su muerte, acaecida en
1935, Malevich recibiría el
postrer y sentido homenaje del
mundo artístico al gran creador
que había sido y al estilo que él
había fundado; de tal manera que
en su féretro lució un diseño
suprematista y en su tumba un
cuadrado negro sobre un cubo
blanco.
La segunda gran exposición
abstracta de la temporada tuvo
lugar en el Museo ThyssenBornemisza, de octubre a enero
2003, con Robert y Sonia
Delaunay, 1904-1941, ambos marido y mujer, aunque el genio en
este caso fuese el esposo y ella su
seguidora (lo que demuestra la
fecha del título que abarca el período de producción artística de
Robert y su muerte en 1941, ya
que Sonia moriría en 1979). A lo
largo
de
ocho
salas
se
desarrollaría
la
obra
del
matrimonio, con predominio de la
de Robert Delaunay. En la Sala 1.
“Primeros años: la exaltación del
color”, se presentaron cuadros
figurativos
tempranos,
puntillistas, cubistas, coloristas,
como en Paisaje con disco solar,
1906-07. Sala 2. “Arquitecturas
góticas. La Torre Eiffel. La
ciudad”; las series “destructivas”
de Robert Delaunay fueron tan
famosas
como
sus
series
abstractas. En ellas, aparece la
Torre
Eiffel
en
proceso
destructivo
y
de
desmoronamiento, a modo de
facetización cubista, lo que
explica su clasificación dentro de
los seguidores del Cubismo, como
se aprecia en Torre Eiffel con
árboles, 1910, o en La Torre con
cortinas, 1910-1911. Algunos de
sus cuadros de iglesias góticas,
como Notre-Dame o SaintSeverin, se pudieron contemplar
también en esta sala. En la Sala 3.
“Las ventanas”, comienza la
abstracción y la relación colormúsica-luz del “Orfismo”, los
“contrastes simultáneos”, con
estructuraciones
geométricas
libres muy coloristas, y algún
detalle figurativo muy pequeño,
en cuadros como Las ventanas,
1911; Una ventana, 1912-13; Las
tres ventanas, la Torre y la Noria,
1912. Sala 4. “Formas circulares”;
plena abstracción en cuadros con
discos o círculos, concéntricos,
juntos
o
superpuestos,
subdivididos en secciones y
hélices, de intenso y variado
colorido, en el período de máxima
plenitud del pintor, secundado por
su esposa, en el que el “Orfismo”
acentúa la correlación músicacolor-luz y los “contrastes
simultáneos”, haciéndolos más
dinámicos, por lo que, según el
programa, las Ventanas estarían
más cercanas al Cubismo y los
Círculos al Futurismo. Así en los
lienzos de Robert, Formas
circulares. Sol n° 1, 1912, o
Formas circulares. Luna n° 2,
1913, y en los de Sonia, Disco n°
153, de 1915. La Sala 5. “Sonia”,
reflejaba la unión entre poesía y
música,
con
cuadros
fundamentalmente de Sonia, entre
los cuales se hallaba La prosa del
Transiberiano y la pequeña Juana
de Francia, 1913, combinación de
abstracción geométrica y textos
del poeta Blaise Cendrars. Las
tres salas restantes presentaban la
obra realizada después de sus
viajes por España y Portugal y la
influencia que ello dejó en los dos
artistas, con la vuelta a la
figuración y la combinación
figuración-abstracción, el retorno
a París en los años veinte, en el
que Robert retoma el tema de la
Torre Eiffel destruida, y por
último, la Sala 8. “Años treinta:
Ritmos”, que enseñaba la última
fase del pintor durante una
década, con la serie Ritmos, que
también haría Sonia, totalmente
abstracta y con el motivo de los
círculos y semicírculos, repetidos
y en todas las combinaciones
posibles, como un adelanto
precursor de lo que sería el OpArt.
La vuelta a la realidad —ese algo
de la interrogación del filósofo
con que se iniciaba este artículo—
la traería Carlos de Haes (18261898) que se instalaría con sus
hermosos paisajes en el Museo
del Prado en el otoño madrileño, a
la par que en la Fundación Carlos
de Amberes, bajo el comisariado
de José Luis Díez. El Realismo
decimonónico, representado por
el pintor belga asentado en
España, iluminó con su luz,
nitidez y esplendor, con su clara
belleza, la vida artística de la
temporada pasada tan abstraída
con Delaunay y Malevich. El
maestro de maestros, que formara
desde su cátedra de la Escuela
Superior de Pintura de la
Academia de San Fernando de
Madrid a tantos paisajistas
hispanos llegando a hacer escuela,
trasladó a Madrid los escarpados
montes de los Picos de Europa
atravesados de nubes, con sus
húmedas laderas verdecidas de
hierba, sus sinuosos senderos y su
límpido celaje, las encrespadas
aguas
del Cantábrico con
solitarias gaviotas sobrevolando
los escollos y rompientes de la
orilla y alguna barca rota y
naufragada, la costa de Bretaña,
los canales de Vriesland, la
desembocadura del Sena, las
tierras de Andalucía y Levante, el
Monasterio de Piedra, los
alrededores de El Escorial y un
sinfín de lugares de España,
Francia y Holanda que el maestro
recorrió tomando apuntes y
bosquejos a lápiz o al óleo que
luego plasmaría en su estudio en
lienzos de mediano o gran
formato. Los cuadros mostrados
pertenecían en su mayoría a los
fondos del Museo del Prado,
procediendo otros, en especial los
pequeños óleos del natural, de la
“Sala Haes” del Museo de Arte
Moderno inaugurada en 1900 y
cerrada a los pocos años, lo que
produjo la dispersión de muchos
cuadros del pintor por toda
España, reunidos ahora en la
magnífica muestra, que permitió
contemplar lo mejor de su obra y
sumergir al espectador dentro de
sus paisajes, retroceder al siglo
XIX y disfrutar con fruición,
como un caminante privilegiado,
de aquellos parajes, bosques,
montañas, llanuras, ríos y mares.
Dos
exposiciones
históricas
pusieron asimismo el contrapunto
de la realidad frente a la
abstracción en el otoño y el
invierno de la capital de España,
presentando al público el inicio y
desarrollo de la dinastía de los
Borbones, instaurada con Felipe
V de Francia (1700-1746), nieto
de Luis XIV y María Teresa, a su
vez hija de Felipe IV de España,
de la que proviene su legitimidad
monárquica. Felipe V vino a
España como monarca después de
morir Carlos II el Hechizado
(1661-1699), último rey de la casa
de Austria, que falleció sin
descendencia, no sin antes
desencadenarse
una
guerra
europea (1701-1714) por la
sucesión española que acabó con
el Tratado de Utrech, en el que se
reconoció a Felipe V como rey de
España, con pérdidas de territorio
lamentables como fue la de
Gibraltar y Menorca cedidas a
ARTE
Inglaterra,
siendo
Menorca
reconquistada
posteriormente.
Felipe V, que desde 1726 acusó
síntomas graves de locura, tuvo
tres hijos reyes: Luis I, en quien
su padre abdicó en 1724 pero que
murió al poco tiempo, Fernando
VI (1746-1759), hijo de su
primera esposa Mª Luisa de
Saboya, y Carlos III ( 1759-1778
), hijo de su segunda esposa Isabel
de Farnesio, que heredó la corona
al morir su hermanastro Fernando
VI sin descendencia.
La primera de las exposiciones
históricas: “El arte en la corte de
Felipe V”, fue una exposición a
tres bandas: 1. “Madrid y los
sitios reales”, mostrada en la Casa
de las Alhajas, se centraría en la
arquitectura palaciega de los
Borbones, con el Palacio Real de
Madrid, levantado por Juvarra y
Sacchetti, según el modelo
francés de Versalles y el italiano
de los constructores, inaugurado
en 1764, y el Palacio Real y
Jardines de la Granja, de
Ardemans, Juvarra y Sacchetti, así
como
algunas
edificaciones
barrocas de la Villa de Madrid de
los
arquitectos
Churriguera,
Ardemans y Ribera. 2. “La vida
del Rey”, presentada en el Palacio
Real, que manifestaría el cambio
sustancial
que
produjo
la
mutación de dinastía en la vida
cortesana y en la de los súbditos,
que alteró los usos y costumbres
hispanos pasando de la austeridad
clásica de los Austrias a la mayor
ornamentación, fiestas y lujo de
los Borbones, hecho que afectó a
la vida palaciega y a las modas en
general, las cuales se harían
afrancesadas según los modelos
versallescos, lo que reflejaría la
exposición mostrando la vida
cotidiana de Felipe V. 3. “La
pintura”, ubicada en el Museo del
Prado, expondría igualmente el
cambio de orientación en la
pintura que produjo la llegada a la
corte de varios pintores franceses
solicitados por Felipe V que
buscaba en ellos a los mejores
retratistas del momento, aunque
no faltaron artistas italianos e
incluso españoles, como se ve en
los dos retratos de Felipe V y su
esposa Isabel de Farnesio, 1917,
y en el de El Marqués de Vadillo,
1729-30, pintados por Meléndez
(1679-1734). Pero, sin duda, la
orientación de la pintura en la
primera mitad del siglo XVIII va
a ser dominada por pintores
franceses; como se aprecia en:
Jean Ranc, con los retratos de La
familia de Felipe V, de Luis I
Príncipe de Asturias, de Felipe V
a caballo, 1723, de Felipe V,
1723, y de Isabel de Farnesio,
1723; en Hyacinte Rigaud (16791743), con Luis XIV, 1701, y El
Gran Delfín Luis de Francia,
1708, padre de Felipe V; y en
Louis-Michel Van Loo, del cual
precisamente no se enseña su más
conocido cuadro, La familia de
Felipe V, que permaneció en su
lugar de siempre en la gran sala
central abovedada del museo, y
posiblemente no se trasladó a la
exposición debido a sus enormes
proporciones,
si
bien
su
contemplación
era
obligada,
mostrando en cambio una Diana
en un paisaje, 1739, y el retrato
de Felipe V e Isabel de Farnesio
sentados, 1743. La serie de los
Hechos de Alejandro Magno
ocuparía toda una sala por las
grandes dimensiones de los
cuadros,
en
total
cinco,
encargados
por
Juvarra
a
destacados artistas italianos para
decorar el Palacio de La Granja.
Finalmente, en una rotonda
superior,
se
exhibía
una
interesante galería de retratos de
la familia real, especialmente
infantiles y juveniles (muy
numerosos a causa de la prolífica
descendencia del monarca que
tuvo once hijos de sus dos
esposas), entre los que resaltaban
el retrato de
Fernando VI,
Príncipe de Asturias, y el de su
hermanastro Carlos de Borbón,
futuro Carlos III, ambos de Jean
Ranc. También en esa rotonda
había cuadros costumbristas, con
fiestas populares y galantes, como
el de Houasse (1680-1730),
Cortejo de aldeanos, y el de
Watteau (1684-1721), Fiesta en
un parque.
La segunda exposición histórica,
“Un reinado bajo el signo de la
paz. Fernando VI y Bárbara de
Braganza”, que tuvo lugar en la
Real Academia de San Fernando,
recientemente restaurada, finalizó
el 26 de enero de 2003, y resultó
una continuación de la de Felipe
V. De menor envergadura que la
dedicada a su padre, la exposición
de Fernando VI y de su esposa
Bárbara de Braganza, estuvo
dividida en cinco salas. La Sala 1.
“La imagen de los nuevos reyes”,
reunió varios retratos de los monarcas, dos de Jean Ranc,
Fernando VI niño, 1724, y
Fernando, Príncipe de Asturias,
1731, junto a otros dos de LouisMichel Van Loo, de Fernando VI
y de Bárbara de Braganza, así
como el boceto del retrato
colectivo para La familia de
Felipe V, citado en la exposición
anterior; también figuraban un
cuadro costumbrista de Domingo
Martínez, Fiestas de la Real
Fábrica de Tabacos de Sevilla
por la Coronación de Fernando
VI, 1747, banderas, muebles,
cornucopias, libros, etc.. La Sala
2. “Lujo y esplendor en la Corte”,
mostraba vestidos de la época,
planos y alzados de edificios,
como la Fabrica de Tabacos de
Sevilla, 1750; una hermosa
Maqueta de la Casa Consistorial
de Salamanca, 1745, de García
Quiñones; arcabuces, abanicos,
cafeteras de plata, naipes,
monedas y porcelanas, y el cuadro
de género de Manuel de la Cruz,
La feria de Madrid en la Plaza de
la Cebada. La Sala 3. “Madrid
Capital de la Monarquía: La
Villa”, recogía planos y alzados
de edificios y palacios de Madrid,
como los Proyectos de la Capilla
del Palacio Real Nuevo, de
Sacchetti y de Ventura Rodríguez,
y el Proyecto de La Puerta de
Recoletos, de Juan de Villanueva,
y cuadros de vistas de la capital,
como los lienzos de Antonio Joli
(1700-1778), Vista de la Calle
Atocha, Vista del Palacio Real
Nuevo, y Vista de la Calle de
Alcalá. La Sala 4. “El Real sitio y
Palacio de Aranjuez”, dedicada
íntegramente al bello palacio
junto al Tajo, presentaba planos y
diseños varios del edificio y de
sus muebles, y lienzos como el de
Antonio Joli, Vista del Real Sitio,
Palacio y Jardines de Aranjuez,
después de 1762, y los de
Battaglioli, Fernando VI y
Bárbara de Braganza en los
Jardines de Aranjuez, y Vista del
Palacio de Aranjuez. La Sala 5.
“La piedad y la muerte”, se
encontraba en un contexto muy
diferente al de las otras cuatro
salas, más mundanas; aquí
repentinamente
el
decorado
cambiaba, y aparecían imágenes
religiosas, como una preciosa
Virgen del Rosario, 1749, de
Olivieri, un cuadro de Corrado
Giaquinto,
España
rinde
homenaje a la religión y a la
Iglesia, 1759, y un Cantoral de
Meléndez, de la Real Capilla.
Otras salas, ubicadas en el museo
permanente, estarían dedicadas a
la propia Academia de San
Fernando, fundada en 1752, en
tiempos de Fernando VI, y a la
Armada, el ejército y el territorio.
Las dos exposiciones, tanto la de
Felipe V como la de Fernando VI,
seguramente sin un acuerdo entre
ellas, o acaso sí, resultaron muy
complementarias, al corresponder
a los reinados de los dos primeros
reyes Borbones, padre e hijo, con
lo que supuso para España el
cambio de dinastía en todos los
órdenes de la vida, no sólo el
político, y en suma aportaron una
visión extensa del arte, la
economía, la sociedad y las
formas de vida, de la corte, de la
burguesía y del pueblo llano, en la
primera mitad del siglo XVIII.
Con la exquisitez acostumbrada,
la Fundación Santander Central
Hispano, mostraba las Obras
maestras de la Colección Lázaro
Galdiano, de diciembre a febrero
de 2003. El hecho era relevante
pues el Museo Lázaro Galdiano,
situado en el hermoso palacete de
la calle Serrano de Madrid, se
encuentra
en
proceso
de
rehabilitación. La muestra supuso
una magnífica ocasión para
contemplar las principales obras
del
museo
mientras
éste
permanece cerrado, aunque no
estuvieran situadas en el bello
ARTE
marco habitual. La rica Colección
de Lázaro Galdiano pasó a ser
propiedad del Estado español
cuando el prohombre la legó
generosamente a su muerte en
1947. Si bien lo que más
destacaba en la exposición, por su
valía artística, eran los cuadros,
que abarcaban cinco siglos de la
historia del arte, no faltaban en
ella piezas escultóricas pequeñas
(como San Juan Evangelista de
Juan de Bolonia), relieves (a
destacar una preciosa Madonna,
de Giovanni Florentino del siglo
XV),
porcelanas,
espadas,
arquetas, tarros, fuentes y tazas de
plata repujada, un cáliz, libros,
etc.. Dentro de la amplia
producción pictórica expuesta,
imposible de citar en su totalidad,
descollaban los cuadros de El
Maestro del Parral, con un San
Jerónimo en su scriptorium; de
Johannes Hispalensis, con una
Virgen con niño, ambas del siglo
XV;
de
El
Bosco,
con
Meditaciones de San Juan
Bautista, siglo XV, de gran
naturalismo, con el santo tumbado
en un jardín pletórico de vegetales
y animales llenos de simbolismo;
del Maestro del Follaje dorado,
con una deliciosa Virgen de la
leche, siglo XVI; del Maestro de
Astorga, con la Traslación del
cuerpo de Santiago, siglo XVI,
imbuido de ascetismo; todos ellos
de pequeño formato. De El Greco
había una Adoración de los reyes,
1560-69, y un San Francisco en
éxtasis, 1577-80; de Murillo, una
Santa Rosa de Lima, 1670, y de
Velázquez, una Cabeza de
Muchacha, de un valor y una
calidad tales que no precisan de
mayor aclaración. A continuación,
las salas presentaban pinturas del
siglo XVIII y del siglo XIX, estas
últimas muy extensas y valiosas,
de maestros como el germanoespañol Anton Raphael Mengs,
los ingleses Sir Joshua Reynolds,
Gilbert Stuart, y John Constable
(tan difíciles de contemplar en
España), junto a los españoles
Federido de Madrazo, con un
hermoso retrato de Gertrudis
Gómez de Avellaneda, Vicente
López Portaña, con el Retrato de
un Canónigo, y Francisco de
Goya, del que se mostraban El
Conjuro o Las brujas, y El
Aquelarre, ambos pintados con su
impresionante veta brava en
1897-98, y el anterior de su época
feliz La Era o El Verano, de
1786. Las salas de la Fundación
Santander Central Hispano, de por
sí acogedoras, se hallaban
complementadas,
suavemente
arropadas, por el bello y dulce
sonido musical de fondo del
Concierto para clarinete y el
Concierto para flauta y arpa, de
Mozart.
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