La ‘crisis’ y la metamorfosis del capitalismo / Crisis and metamorphosis of capitalism , por José Luís Garcia

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La ‘crisis’ y la metamorfosis del capitalismo1
Crisis and metamorphosis of capitalism
JOSÉ LUÍS GARCIA
Universidad de Lisboa, Instituto de Ciencias Sociales
[email protected]
“Resultaría mejor que las abstracciones de las ciencias sociales en las que el ser humano
es reducido a un homo sociologicus o a un homo oeconomicus tuvieran en cuenta la complejidad de los individuos tal como la presenta la tragedia, divididos entre opciones alternativas
sin saber qué camino tomar —como Hércules en la encrucijada—, deliberando y eligiendo
entre valores en conflicto permanente, o adhiriéndose a un valor que da sentido a la vida
propia frente a los valores elegidos por los otros”.1
La diosa Fortuna. Metamorfosis de una metáfora política
José M. González García
LA RADICALIZACIÓN DEL IMAGINARIO LIBERAL
Si consideramos las actuales dificultades financieras, presupuestarias y económicas del capitalismo a partir de una perspectiva continua, como coyuntura de una secuencia que puede
remontar a las décadas finales del siglo XX, y a pesar de los varios aspectos contradictorios
y diferentes escenarios y fenómenos, es posible darse cuenta de ciertas correspondencias
entre algunas corrientes ideológicas, la emergencia de nuevas fuerzas sociales, económicas
y tecnológicas y el proceso conocido por globalización. Es esta la intención de la reflexión
que nos proponemos hacer. La interpretación de lo que ha sido repetido como “crisis” implica la búsqueda de una comprensión más lata, que inscriba sus raíces, consecuencias y desarrollos en un proceso diacrónico, amplio y complejo. En coherencia, procuramos tratar lo
1 El presente texto reproduce las grandes líneas de la conferencia de clausura, presentada el 12 de julio de 2013,
en el contexto del XI Congreso Español de Sociología. No obstante, se desarrollaron y exploraron otros puntos,
habiendo sido también suprimidas las marcas de oralidad que pautaron la referida comunicación.
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que vulgarmente se designa como crisis retrocediendo algunas décadas, e interpelando diversos elementos y relaciones actuantes del momento que estamos viviendo.
Un esfuerzo de este tipo, que intenta alejarse de la tematización popularizada y ritualizada de crisis, implica también evitar el peligro potencial de reificación de las nociones, razón
por la cual nos hurtamos todo lo posible a usar el propio término crisis. En un sentido próximo, tal orden de razonamiento preside igualmente el propósito, asumido por nosotros, de
utilización parsimoniosa de la expresión “neoliberalismo”. Aun no destituido de sentido
como forma de denominar la agenda política de desregulación de la economía de las últimas
décadas y de, incluso, proceder más adelante a una posible aclaración sucinta de esa noción,
compartimos la idea de que la sociología tiene exigencias de análisis y comprensión que no
se complacen con una cierta cristalización de entendimientos y que repetidos contribuyen
sobre todo a la naturalización de los mismos2. Desde finales de los años sesenta ha venido
destacándose la ascensión de un imaginario político en torno de la defensa de la restricción
del ámbito del Estado y de la denegación de su alcance, tanto en el plano amplio de los estilos de vida, como en el plano económico. Haciendo referencia, generalmente de forma
indiferenciada, a ciertas nociones del liberalismo clásico, tales ideas recubren concepciones
normativas sobre el Estado, la propiedad privada, la libertad individual, el mercado, la relación entre sociedad y economía. Se ha propuesto el término “libertarismo” para denominar
una corriente ideológica, quizá todavía poco definida, que es influyente en su oposición al
Estado providencia, en la defensa del mercado libre, en la delegación al sector privado de las
actividades ligadas al Estado social y en la búsqueda de la eficiencia económica. No completamente discernibles en todos sus desarrollos y articulaciones con otros fenómenos, esas
ideas se han entrelazado con perspectivas económicas muy favorables a la liberalización de
la economía, sostenidas por diversas fuerzas actuantes a una nueva escala planetaria —corporations, entidades internacionales, tecnocracias, grupos dominantes transnacionales.
Esta constelación ideológica ha venido acompañada por el proyecto de constitución de un
mercado planetario, por el desarrollo de las oportunidades de expansión económica disponibles
por el brote de tecnociencias y nuevas ramas industriales tecnológicas surgidas a finales del
siglo XX, y por el no compromiso con soluciones políticas para las externalidades del mercado.
Con el fin del bloque dirigido por la antigua Unión Soviética y el debilitamiento del imaginario
utópico de cuño marxista, aquella visión política encontró oportunidad de afirmación.
La crítica situación financiera, presupuestaria y económica que ha venido asolando a
Estados Unidos y a Europa, con particular expresión en los países europeos del sur, ha sido
simultáneamente resultado y oportunidad de intensificación y radicalización de esas corrientes genéricamente asociadas al liberalismo, unas ancladas en una filosofía política libertarista, otras en doctrinas económicas corrientemente llamadas neoliberales. Tal marco ideológico difuso congrega diferentes sensibilidades políticas en las que parece consolidarse la
convergencia del repudio de la injerencia estatal sobre el individuo y sus bienes.
2 Compartimos la idea defendida a este respecto por Pinto (2013: 141-152) en su intervención en el Encuentro
Ibérico de Sociología que se celebró en Madrid (2 y 3 de marzo de 2012) de gran utilidad para discutir el contexto
actual de la crisis en Europa. Sobre este tópico, son de destacar también otras contribuciones: Fortuna (2012: 93-96),
Silva (2013: 153-168) y Díez Nicolás (2013: 125-140).
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A pesar de sus diversas cambiantes, de su plasticidad adaptativa a diferentes contextos
políticos y culturales, lo que generalmente se denomina neoliberalismo puede articular tres
expresiones principales: la ideológica, una forma particular de gobernación y un conjunto de
políticas. Como ideología, el neoliberalismo promueve una visión de libertad, crecimiento
económico y globalización como corolario del mercado libre. La producción y transacción
de bienes materiales es vista como constituyente primario de la experiencia humana, de la
interacción social y de la organización colectiva. La esfera económica es representada como
sistema autónomo y preponderante de los demás fenómenos y procesos sociales. Demarcándose de las economías estatizadas o con fuerte componente estatal, que acusa de hacedoras
de políticas coercitivas, su núcleo ideológico promueve la idea de agentes individuales en el
ejercicio de su libre voluntad e iniciativa, de que resultaría globalmente el aumento de riqueza social. En términos de gobernación, esta se pauta por el resurgimiento de la primacía de
la economía frente a la política, o sea, por el resurgimiento de la economía como directriz
política central con consecuencias en todos los dominios de la vida pública. Finalmente, el
fondo ideológico impulsor del mercado global como propulsor de un mundo libre y unificado es soportado por una proliferación de medidas políticas que promueven y difunden el
modelo económico y de discursos que saturan, a una nueva escala, el discurso público con
imágenes idealizadas de consumo y mercado libre (Steger y Roy: 33). Esta orientación ha
venido siendo adoptada a lo largo de las últimas cuatro décadas por diversas agendas y actores, estatales y no estatales, entrelazándose con la emergencia de innovaciones tecnológicas asociadas a mutaciones profundas en el perfil de la economía de mercado y en su alcance mundial. Nuestra atención incidirá en los grandes ejes y orientaciones de tales factores, y
sobre el discurso que puebla y satura el mundo politizado occidental, en el actual contexto
de turbulencia e incerteza.
En cuanto a la situación actual de agudización de dificultades, asociada a la erupción de
los problemas de la deuda soberana de los Estados miembro de la zona euro en la primavera de 2010, cada contexto nacional tiene seguramente sus características específicas, aunque sea parte de un panorama internacional altamente inestable que tuvo como catalizador
la situación crítica de los Estados Unidos de 2008. Las causas de la presente situación en
países como España, Portugal, Grecia, Irlanda e incluso Italia y Francia (con todas sus diferencias) son diversas, pero su convergencia ha revelado las insuficiencias estructurales
del marco regulador de funcionamiento de la unión económica y monetaria. La Unión Europea denotó su debilidad como unión política y sus desniveles en términos de dimensión
económica, para sostener la existencia de una moneda única fuerte. Esta fragilidad permitió
la investida agresiva de los mercados financieros a los Estados miembro más vulnerables,
habiendo optado el directorio europeo (liderado por Alemania) por respuestas aisladas de
cada Estado miembro y por hacer hincapié en la indisciplina financiera de los países más
afectados, de modo que no dejasen de cumplir las metas de sostenibilidad de las finanzas
públicas. Las dificultades se extendieron, pese a algunas medidas tardías del Banco Central
Europeo para la colocación de títulos de las deudas soberanas, producto de respuestas nocivas, sobre todo, en forma de programas de asistencia a las economías periféricas de la
zona euro. Con variaciones entre países las dificultades financieras, presupuestarias y económicas han venido cruzándose entre sí y repercutiéndose interactivamente. Se asiste a la
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agudización de los conflictos y a su repercusión, lo que genera a su vez múltiples fragilidades y riesgos en los planos político y social.
Está suficientemente claro que la receta de combate a los problemas de la Europa del sur
ha constituido una de las causas de la continuidad de las dificultades, de su extensión y naturaleza: la imposición de los programas de ayuda externa a los países del sur de Europa expande un plan de austeridad que agudiza las desviaciones entre estos países y el norte europeo, y
arrastra a los primeros a una espiral de dificultades de la que no hay salida próxima o previsible. La falta de regulación, en un marco global de desinstitucionalización del poder, pone a los
Estados en una condición de subordinación a los mercados. Los mercados que desestabilizaron
el sistema financiero, que lo llevaron a la ruptura y a la recuperación por vía de los contribuyentes, pretenden que los gobiernos hagan cortes en el gasto y en los respectivos presupuestos
nacionales. Las dificultades sociales aumentan, el proyecto político de la Unión Europea se
encuentra debilitado y los propios sistemas partidarios de varios países empiezan a verse seriamente abalados (Beck, 2012). El curso de los acontecimientos se pauta por la erosión del tipo
de capitalismo democrático y articulado al Estado social que prevaleció en los países occidentales del norte, en el periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial.
EL ESTÍMULO TECNOCIENTÍFICO Y LOS NUEVOS CONTINENTES
PARA LA MERCANTILIZACIÓN
En este punto, la metamorfosis del capitalismo, de la que nos ocuparemos seguidamente, incidirá en sus tres facetas: la reabsorción, o recaptura de dominios que habían sido asumidos como
pilares del Estado social; la expansión y apoderamiento mercantil de áreas antes exentas de
exploración; y finalmente, e indisociable de aquellas, la eclosión de una nueva configuración del
capitalismo. Argumentamos que a finales del siglo XX, al tiempo que la cultura del capital y
del mercado se incrementó y expandió una revigorización del ímpetu liberal de los poseedores del
capital y de los que disponen del mismo en el marco de la competición en el mercado planetario.
El imperativo de la lógica mercantil incide hoy fuertemente sobre el propio mundo de la
universidad y de la ciencia. Un proceso de cognitivación del capitalismo, cuyo desarrollo se
cumple por una injerencia mercantil que pretende ser tentacular, ofrece nuevos continentes
para la economía de mercado. El marco institucional de la actividad científica promovida por
los Estados ha implementado la alianza progresiva entre el tejido empresarial, con sus específicas lógicas productivas, y los cuerpos de investigación en el interior de las instituciones del
saber y de los laboratorios. Nuevas sinergias entre las entidades académicas, científicas y el
universo empresarial rompen con el modelo que presidía la producción científica en el contexto anterior. La subordinación de la ciencia al imperativo mercantil, a través de la prosecución
de un emprendimiento tecnocientífico —un nuevo tipo de actividad científica, que se prefiguraba ya en el periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial— con potencial lucrativo, comercial y utilitario, permite la transmutación del conocimiento científico y tecnológico en capital
cognitivo. Ese ha sido el motor de la innovación tecnológica y de las nuevas industrias tecnológicas (concretamente, tecnologías de la información y comunicación y biotecnología) como
propulsores de la economía tecnocientífica, info y bioinformacional (García, 2012: 19-30). No
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obstante, su doble movimiento es de más difícil escrutinio: lo que está en curso es no solo un
proceso de inversión de la producción científica por la lógica mercantil, sino también de cientifización y tecnocratización (sobre todo económica) del esquema gubernativo, de la lógica
operativa y del fondo de legitimidad política. Ciertas expresiones de este ideario se extienden
a la comprensión misma de la comprensión de la ciencia (Pellizoni y Ylönen, 2012).
El universo informacional juega un papel decisivo en la aceleración del nuevo enmarañado de sentido del capitalismo de cuño cognitivo. La revolución informacional contemporánea es no solo el testimonio del fenómeno denominado desmaterialización de la producción de la nueva era capitalista y de la mecantilización del conocimiento, sino también la
fuerza modeladora de los nuevos mapas de poder del mundo globalizado. La explosión digital, en el flujo de las mutaciones en las estructuras de los medios que nos legó la posguerra,
ya ha demostrado comportar nuevas escalas de exclusión en el acceso a la información y en
la participación de los espacios globales de poder. La promesa de una aldea global, celebrada casi litúrgicamente en profecías teóricas de un mundo armonioso que a todos prometía
representación y participación, aparece largamente frustrada. Aun asistiendo a una nueva
cartografía del mundo político y a la emergencia de nuevas potencias económicas, la “brecha
digital” es una realidad ella misma matizada ya que se impone dentro de los propios países.
Se operan nuevas rutas de exclusión y división del mundo, configurando una separación
primacial entre los que participan de una forma de literacía dominante y los que se quedan
fuera. La división de poder, que antes era ideológica y económica, tiene su base hoy en divisiones profundas en el acceso al conocimiento. Al mismo tiempo, el sistema tecnológico
contemporáneo abre nuevas posibilidades a la vigilancia y control de los ciudadanos.
La tendencia para la capitalización del ciberespacio por algunas megaplataformas parece
replicar lógicas de poder corporativo en lugar de promover espacios plurales de producción
cultural. La promesa de pulverización de las estructuras de poder político y corporativo surge
contrariada por la tendencia para la continuidad de estructuras verticales de organización e
influencia en lo digital. Al mismo tiempo, el mantenimiento y refuerzo de la matriz cultural
anglosajona parece conducir a la permanencia del estatuto de nicho de las culturas nacionales y locales.
Lo que se popularizó como crisis es, probablemente, la cara visible y la expresión más
inmediata de una reformulación de los campos de acción del capitalismo y de los mapas
internacionales de poder. La extensión del capitalismo abarca ahora dominios anteriormente
inmunes a la lógica mercantil en las dimensiones orgánica e intelectual. Se abren nuevas
esferas industriales y comerciales, como el ciberespacio y los biomercados (Martins, 2013:
251-282). La producción contemporánea, denominada posindustrial, crea y añade necesidades en masa, ficcionadas e impulsadas por la dinamización de los valores del marketing, de
la publicidad y de la creciente estetización de los productos mercantiles. La mercantilización
del conocimiento, concomitante con la revolución digital, es uno de los factores centrales del
nuevo patrón económico.
Pero las consecuencias de la intensificación de esta tendencia del mundo contemporáneo
pueden ser todavía pensadas en otro ámbito, quizá más penetrante: la diseminación, no apenas de un nuevo tipo de pensamiento sobre la ciencia, sino también la congregación de disrupciones en el sentido mismo de la experiencia de los individuos, de los grupos y de las
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sociedades. Apoyémonos en la argumentación de Lamo de Espinosa, González García y
Torres Albero a este respecto (1994: 31-46). El imperativo del descubrimiento científico, en
un marco en que “el complejo ciencia-tecnología es la principal fuente de riqueza”, se difunde en los propios referentes de identidad de la colectividad (ibíd.: 40).
Se opera una casi inversión en los principios organizadores de la experiencia que los sujetos
y los colectivos hacen de sí mismos: estos emergen cada vez menos de su historia diferenciadora, de su pasado colectivo, de los lazos compartidos, para surgir de producciones más o
menos rápidamente sustituidas. La tradición y la conservación perecen, en tanto en cuanto, son
fondo de aglutinación y estabilización de los individuos, para dejar lugar a la innovación permanente, al cambio rutinario: “Las nuestras no son sociedades basadas en su conservación,
sino en su cambio, no en la tradición, sino en la innovación” (ibíd.: 41). El cambio es nuestro
propio ambiente (apetece exagerar y decir que es la ausencia de ambiente lo que lo define). Es
el horizonte de futuro lo que nos mueve en dinámicas de constante apropiación de lo nuevo, de
reactualización, de reorganización de sí mismo. El eje de experiencia en las sociedades de hoy
es la “permanente revolución”. Si las sociedades del pasado parecían de alguna forma acompasadas por la sucesión del tiempo, la contemporaneidad parece procurar subvertir cualquier
cronología en un vértigo de aceleración3. La brújula de las sociedades es el futuro: “El futuro,
no el pasado, controla el presente” (ídem). Futuro ese que obliga a la permanente reinvención,
que desestabiliza y lleva a permanente confrontación, pero que es también futuro que se proyecta como expectativa, que se ofrece como experiencia de fe colectiva (punto que retomaremos más adelante). Por ello, afirman Lamo de Espinosa, González García y Torres Albero, “La
ciencia produce [...] sensaciones ambivalentes” (ídem). La ciencia, al tomar progresivamente
el lugar de la cultura en cuanto protagonista en los modos de relación con el medio, de inteligibilidad del mundo, del descifrado de la experiencia y construcción de sentido, establece una
inflexión fundamental —por cuanto la cultura es articuladora del conocimiento adquirido, de
la experiencia pasada y de los diversos saberes, al paso que la ciencia es disruptiva en su progreso. Por ello, la afirmación de la ciencia como pilar del desarrollo social camina a la par de
la disminución del valor epistémico de todas las formas simbólicas de lo que el paradigma de
la ciencia no subsume o reconoce. El “cientifismo”, término que Lamo de Espinosa, González
García y Torres Albero utilizan, tomando prestado el concepto de Habermas, marginaliza —o
pretende marginalizar— no solo el conocimiento no científico, sino también la reflexión moral
y la dimensión ética que acompañaron clásicamente al conocimiento.
LA SOCIEDAD CORPORATIVA Y EL CAPITAL COMO FUERZA INDISCIPLINADA
Todavía son embrionarias, indefinidas y revisables las relaciones de fuerza entre las democracias políticas, los derechos sociales que surgían como atributo del Estado social y el
nuevo perfil del capitalismo que se diseña desde las décadas finales del siglo XX. Estamos,
3 Sobre la cuestión del tiempo en la literatura sociológica de España, ver los importantes trabajos de Ramos
Torre (2007; 1992: 157-187).
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y muchos factores lo evidencian, ante una ecuación cambiante cuyas formas difícilmente se
anticipan todavía. Los mapas políticos y jurídicos de los derechos fundamentales contienen
principios que parecen evocados a la caducidad ante el dinamismo mercantil y la sofisticación de las tecnologías de mercado. Las fronteras son progresivamente revisadas en los más
diversos dominios: en el derecho internacional, en cuanto a soberanía de los países; en las
esferas de mercado, donde se suspenden límites a la injerencia mercantil; en la dimensión
laboral, donde se derogan derechos consagrados en las últimas décadas. Se diseñan nuevas
configuraciones relacionales entre el capital y el trabajo, entre el Estado y los ciudadanos.
La concatenación de las crisis conforman un nuevo capítulo en la organización geopolítica,
debilitando el dominio del eje dominante anterior: el crecimiento de economías pujantes
como las de China y otros BRIC revela un proceso en el que los nuevos países industrializados desequilibran la hegemonía tecnológica y económica anglosajona y de Japón.
Las estructuras básicas de la organización económica y social están en proceso de reorganización, incluyendo la redefinición de las posibilidades y de las fronteras de la economía
de mercado. Con distintos ritmos desde los años noventa, se viene verificando el abandono
progresivo del ideario del Estado social, la disminución galopante de sus funciones de intervención pública y la transformación en las esferas del trabajo y de la producción. En paralelo, crece el protagonismo de los mercados financieros en el tejido económico, cuya absorción en moldes negociadores de áreas como la salud y la seguridad social dota de poder sobre
áreas cruciales de la vida y de la reproducción social. A su vez, la actual situación crítica deja
expuesta la inestabilidad estructural del sistema capitalista y la impotencia del mercado libre
para afrontar esa misma inestabilidad. La orientación predominante cree en el mercado libre
como garante de una acumulación y distribución equilibrada de ingresos, resultantes de opciones y preferencias libres y contribuciones desprovistas de coacción. El principio axiológico y jurídico de la libertad individual así propugnado parece plasmarse en libertad de
consumo; la capacidad volitiva se ve reducida a preferencias de adquisición, lo que en la
realidad concreta de los agentes y de su poder de compra diferenciado, resultante de condiciones de trabajo diferenciadas, se traduce en diferentes condiciones y estratos de libertad,
en el denominado paradigma neoliberal.
La prominencia de la propiedad individual resultante del paso del capitalismo de tipo
industrial-fordista a un capitalismo posfardista de mercado mundial, con fuerte base en la
innovación tecnológica y de bienes intangibles, tiene como reflejo la transferencia de deuda
pública a deuda individual operada por la “privatización” de los derechos sociales conquistados en la posguerra. Se configura, en el marco de globalización de los mercados, un paisaje económico-social corporativizado: “Las grandes corporaciones públicas y privadas —estatales, supraestatales, financieras, empresariales, sindicales, partidistas”— forman la
“columna vertebral” del capitalismo en el siglo XXI, escribe Salvador Giner, en una suma
de las principales características del capitalismo en nuestro tempo (2010: 71). El mundo
globalizado es un mundo corporativo. La influencia ejercida por los gigantes corporativos,
organizados vertical y jerárquicamente, especializados en una determinada función y con un
papel determinante en el ajedrez laboral de las sociedades actuales, es indesmentible —no
obstante, el sociólogo español resalta que las corporaciones no absorben todo el espacio de
acción social. Esta sociedad corporativa coexiste —y es por ella alimentada— con una “utopía
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meritocrática”, ampliamente desmentida por la asimetría remunerativa persistente entre hombres y mujeres, así como por la persistencia de clases, recuerda Giner (2010: 72, 73). Lo que
estamos atestiguando refuta ambos supuestos del liberalismo radicalizado de nuestro tiempo:
primero, por la concentración financiera y tecnológica sin precedentes, a la que se suma la
probada ineptitud de los mercados financieros para cualquier lógica redistributiva. Las consecuencias gravosas de la economía globalizada de nuestros días atenta, sobre todo, contra
los que no llegaron a obtener ninguno de los beneficios anunciados por el proceso de globalización. La misma condición asimétrica atañe tanto a los ciudadanos castigados por los
efectos de una disfunción previsible del sistema financiero para la economía real, como a los
Estados en sus relaciones diplomáticas.
El capitalismo actual tiene como centro neurálgico los mercados financieros. En una obra
reciente, en la que vale la pena detenernos, se problematiza el proceso de financiarización
del capitalismo ocurrido en las últimas décadas: Gekaufte Zeit. Die vertagte Krise des demokratischen Kapitalismus (2013), de Wolfgang Streeck. La perspectiva adoptada por el
sociólogo alemán es esencialmente de tiempo intermedio: privilegia los patrones observables
a gran escala y una amplitud temporal que, tal como hemos venido haciendo, remonta la
situación contemporánea, y su contexto específico, a mutaciones que se inician hace cerca
de cuarenta años. Privilegia, por ello, el esfuerzo de síntesis. En este sentido, la coyuntura
crítica actual resulta, trazando su genealogía, en un momento específico de un proceso que
comienza a diseñarse mucho antes, y no como una disrupción y ruptura de un orden que
anteriormente sería plenamente armónico y funcional.
La crisis de que habla Streeck “es una crisis del capitalismo en el contexto de las democracias ricas del mundo occidental, tal como este se estructuró después de la experiencia de
la Gran Depresión, de la refundación del capitalismo y de la democracia liberal de post-Segunda Guerra Mundial, del desmoronamiento del orden de la posguerra, en los años setenta,
de las ‘crisis del petróleo’ y de la inflación, etc.” (2013: 15). Volvemos a encontrar en Streeck
la triple composición de nuestra situación crítica: “una crisis bancaria, una crisis de la hacienda pública y una crisis de la ‘economía real’” (ibíd.: 32). Esta nefasta tríada, argumenta,
se debió en primer lugar a la proliferación del crédito, tanto público como privado, realidad
que oleó el engranaje del capitalismo financiero y que habría de encontrarse con el crédito
moroso a gran escala. El segundo aspecto, nos dice, resulta del déficit de los presupuestos
públicos, en aumento en las recientes décadas y propulsores del engrosamiento de las deudas
estatales. La tercera dimensión del diseño tríptico subsume los aspectos cruciales del desempleo galopante y la estagnación de la economía, realidades relacionadas causalmente con la
dificultad de obtención de crédito por parte de empresas y consumidores, así como de respuestas transversalmente adoptadas por Estados en relación a la disminución del gasto por
el corte de prestaciones sociales y, especialmente, por el aumento fiscal.
La tesis presentada en Gekauflte Zeit. Die vertagte Krise des demokratischen Kapitalismus, y que origina el propio título, es la de que la quiebra del capitalismo regulado, garante
del crecimiento económico y del pleno empleo —piedra angular del contrato social establecido en la posguerra—, se anunciaba ya a finales de la década de los setenta. Ahora bien,
ante tal preludio del fin de la fe colectiva y consenso ideológico en el aumento cualitativo de
la experiencia material de las bases sociales, se accionaron sucesiva y hábilmente varios
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mecanismos, con vistas a retardar el colapso financiero en las economías europeas de las
últimas décadas. La sofisticación del aplazamiento, la “compra del tiempo”, se consiguió en
una primera fase por políticas inflacionistas y en un momento posterior por el endeudamiento público. Streeck acentúa este proceso, exponiendo cómo la pérdida inminente de derechos
sociales, de la “paz social” conquistada por la expansión hasta las bases del poder de compra,
generó una crisis de legitimidad del propio capitalismo, sobre todo, del capitalismo tardío,
siendo la confrontación con tal vacío de legitimidad lo que el tiempo comprado procuró
aplazar. La amortiguación de posibles y previsibles conflictos sociales fue conseguida “aprovechando el dinero”, esa “institución misteriosa de la modernidad”, para utilizar sus palabras. La explosión del mercado de consumo, la absorción por el mercado de progresivas
esferas de la vida social —el ocio, el deporte—, caminaron a la par con la permutabilidad
creciente entre “trabajo” y trabajo remunerado, realidad en mucho deudora de la entrada y
creciente afirmación de la fuerza laboral femenina. La expansión de la sociedad de consumo
habrá sido, a través de una aparente democratización del crédito, el canto del cisne de un tipo
de capitalismo que se acreditó pasible de regulación y compromiso con los derechos políticos consagrados y la paz social.
La adopción de la moneda única en la Unión Europea surge, en esta coyuntura, como
“experiencia frívola” en la expresión de Streeck (2013: 254), haciendo tabla rasa de las divisiones y asimetrías internas en el proyecto europeo, trabando la autonomía decisoria de los
Estados en cuanto a la posibilidad de desvalorización de la moneda y apalancando respuestas
de tipo competitivo, en una apariencia de flexibilización de los mercados que sacrifica derechos laborales y sociales. Sin una verdadera unión política, la unión monetaria es una máscara de cohesión. El futuro —todavía en abierto— se juega ahora.
La laguna fundamental apuntada por Streeck a las teorías de la crisis de Frankfurt en
la década del setenta es, precisamente, el no haber vislumbrado el capital como agente
propio de cambio: “al no haber atribuido cualquier intencionalidad y capacidad estratégica
al capital, una vez que lo trataban como aparato y no como agencia, como medio de producción y no como clase” (2013: 47, 48), tales orientaciones surgieron destituidas de una
intuición fundamental. Según el autor, el capital se asumió como factor por excelencia de
modulación de las fuerzas sociales, de la cartografía del poder, convirtiéndose en fuerza
indisciplinada, no instrumental, propulsora de los nuevos rumbos y cambios que se sucedieron.
Ahora bien, si en la expresión certera de Streeck, “el capital se reveló como jugador y no
como juguete —como un predador (y no como animal de granja)” (2013: 48), las señales de
la crisis actual, así como del lastre histórico posterior a la década del setenta, parecen atestiguar la no aceptación del capital a las varias regulaciones que le fueron impuestas en la
posguerra. Este agenciamiento explica la denegación última de los mecanismos reguladores,
de la domesticación fallada de lo que no es en última instancia animal de granja, y sí predador, explica el fracaso de la mano estatal, y de los encuadres disciplinantes keynesianos,
legándonos un capitalismo de tipo hayekiano: no solo porque la acción política haya desistido del control disciplinante, aliándose a un determinado tipo de orientación mercantil, sino
también, y tal vez sobre todo, porque “el capitalismo no podía ni quería satisfacer para
siempre” las reivindicaciones del progreso social y del crecimiento. Así, en la perspectiva
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que la obra vehicula, “no fueron las masas las que se negaron a seguir el capitalismo de la
posguerra, acabando con él, sino el capital en la forma de sus organizaciones, organizadores
y propietarios” (2013: 45). La vertiginosa inflexión no se hizo por la deslegitimación del
capitalismo ante las bases populares, sino por la reacción de quien tenía el poder económico
y se alineaba con él, como había adelantado Streeck en páginas anteriores, cuando consideraba el flujo de cambio materializado en el “capitalismo global del último tercio del siglo
XX como un resultado de la resistencia de los poseedores del capital y de los que disponen
del mismo —de la clase de los ‘dependientes del lucro’— a las múltiples restricciones que
el capitalismo fue obligado a aceptar después de 1945” (2013: 28). Descuidar el papel del
capital como fuerza agitadora de las estructuras y organizaciones sociales deja cualquier
tentativa de comprensión votada a un cierto sesgo.
Esta es precisamente, pensamos, una de las ideas fundamentales sobre la que nos gustaría
dialogar: que no solo el capital, sino el capitalismo como lo conocemos hoy, impulsado y dinamizado por el vértigo del crecimiento tecno-científico, imprime nuevos rumbos, nuevas dinámicas de modelación. La vocación totalizadora del mercado es el propio núcleo ideológico
dominante: con otras palabras, la tendencia de mercantilización de progresivos dominios es
conatural al propio capitalismo. Estamos, pensamos, ante una fuerza de definición de carácter
del mundo social, una condición nuclear de la experiencia de los sujetos en la contemporaneidad. La financiarización del capitalismo invierte el dinero en tanto en cuanto poder verdaderamente espiritual, que rebasa dolorosamente los límites clásicos del poder económico o del intercambio. El poder simbólico del capitalismo financiero es el de la tendente universalidad de
la venta: la racionalidad es mercantil, la aspiración de fondo es la de someterlo todo al valor de
mercado, la relación primera entre sujeto y cosa es la de la posibilidad de la transacción. Nuevas formas de mercado imponen o abren camino a nuevas formas culturales, sumergiendo en
este ímpetu mercantil el conocimiento, la ciencia, la cultura, la expresión artística y la creación
intelectual.
Es por ello crucial recuperar en términos conceptuales la idea de agenciamiento del capitalismo. Las relaciones entre democracia y capitalismo, entre política y economía deben
ser medidas y planteadas a la luz de este agenciamiento y de este reconocimiento. Cuestionando la relación tensa entre capitalismo y democracia, adensada, complejizada y tal vez
revelada por el actual momento crítico, Streeck (que retomamos) nos deja el interrogante:
¿qué hacer cuando somos expuestos a la crudeza de la evidencia de “que la justicia social no
es absorbida por la justicia de mercado?” (2013: 254).
Uno de los puntos fundamentales derivados del análisis del autor, que importa integrar
en los análisis corrientes sobre la crisis, es precisamente, que “el futuro de la sociedad está
abierto y que la historia no es previsible” (2013: 12). Ahora bien, tal perspectiva parece haber
sido combatida y alejada de hecho, como si ensombreciese un determinado tipo de obstinación teórica de acuerdo con la idea de progreso material, jurídico y social que encaminase a
las sociedades hacia el fin de la historia, donde la consagración de derechos sociales y políticos sería patrimonio de un estadio evolutivo concreto. Recordar que las instituciones sociales, así como los derechos, libertades y garantías constitucionales, existen siempre en un
equilibrio precario, temporal y fácilmente perturbable, será, tal vez, una de las más valiosas
pistas de la lectura de Streeck.
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No nos gustaría, no obstante, direccionar la lectura en un sentido que sugiriera el capitalismo como fenómeno global, totalizador, o plenamente globalizante, de la experiencia humana, potenciando un diagnóstico o una construcción de sentido sustantiva o reductoramente economicista. Como recuerda Giner, hay dimensiones de la acción social que se eximen
de esta lógica: conflictos étnicos, identitarios, cuya plena extensión no es subsumible por
ímpetus económicos, o cuyo encuadramiento en las economías de mercado no es totalmente
explicativo (Giner, 2010). Así, la ocupación del Tíbet, las confrontaciones dentro del propio
Estado belga, entre otros ejemplos posibles, son demostradores de cómo las relaciones de
fuerza, de identidad y de poder deben ser pensadas en articulación con otros elementos de la
vida social.
Si es verdad que es difícil pensar actualmente en reductos de la acción social inmunes a los efectos del capitalismo, también es verdad que debemos evitar pensarlo en
relaciones macrocausales, atribuyéndole el poder explicativo último de los fenómenos
sociales. Las transformaciones en que estamos inmersos se incluyen en un ámbito amplio de cambio tecnológico y productivo global con centro en el conocimiento en la
forma de apropiación de “capital humano” y otras formas de capital abiertas por la tecnociencia mercantil.
LAS RETÓRICAS DE LA CRISIS
El antiguo profesor de Harvard fallecido no hace mucho, Albert O. Hirschman, en The rhetoric of reaction (1991), sustenta la idea de que la discusión política y económica está muchas veces sesgada por “retóricas de la intransigencia”, formulaciones narrativas de larga
duración a las que subyacen arquetipos míticos y radicaciones morales. En esta línea, analiza en dicha obra los patrones argumentativos de las retóricas que han tenido desde hace tres
décadas como objetivo el Estado providencia. Este modelo de Estado se ha visto sujeto a
ataques y tentativas de descrédito, que, según Hirschman, pueden ser subsumidos en el tríptico argumentativo de la perversidad, de la futilidad y del riesgo.
La perversidad, la futilidad y el riesgo son dispositivos retóricos, clásicamente utilizados
en la estrategia discursiva del conservadurismo —aunque puedan ser apropiados por cualquier grupo político—, destinadas a colapsar medidas, propuestas o programas políticos
exponiendo su supuesta perversión colateral. Al apuntar los vicios y daños que esas iniciativas políticas arrastrarían, aun admitiendo su pertinencia o validez teórica en el plano de la
abstracción, estas operaciones retóricas pretenden desvirtuar y colapsar, por la retirada de
confianza, las propuestas políticas del adversario.
Las operaciones argumentativas de la perversidad, de la futilidad y del riesgo tienen, cada
una, estrategias autónomas de incisión. La retórica de la perversidad tiene como móvil hacer
recaer sobre determinado programa político la consecuencia exacta que se pretendería evitar.
La tesis de la futilidad pretende ridiculizar, por una pretendida falta de eficacia, determinada
propuesta política, afirmando que sus efectos posibles se agotan en el dominio de lo superfluo. La tesis del riesgo, a su vez, pretende una defensa por el miedo atribuyendo a una nueva
propuesta política el peligro de hipotecar todas las conquistas anteriores. Veamos, ahora, de
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qué forma han estado actuando estas estructuras narrativas, y cómo se combinan en el ataque
frontal al Estado social4.
La tesis de la perversidad tiene como soporte la premisa de autorregulación de los mercados y la idea de que la injerencia estatal, desequilibrando esta dinámica autoreguladora,
agudiza el problema que se propone resolver: en este caso, la pobreza. Considerando que la
atribución de garantías que no dependen del esfuerzo del trabajo genera estímulos a la inercia y a la dependencia al Estado, la tesis de la perversidad atribuye a la asistencia social por
parte del Estado la responsabilidad de la creación de más pobreza.
Esta tesis encuentra eco en la actualidad, no solo en el ataque al Estado social, sino también en la responsabilización de los países del sur. La imposición de los planes restrictivos
y de austeridad ha sido cumplida por la diseminación de una orientación que escamotea su
carácter de auténtica opción política. Una narrativa hegemónica que reviste de moralidad el
cumplimiento de la deuda, que culpabiliza a los países del sur de Europa, caricaturizándolos
como malos pagadores, perezosos irresponsables que han vivido por encima de sus posibilidades, escamotea el juego político en que se apoyan todas las ecuaciones económicas. La
retórica de la perversidad surge también como punto central contra los niveles salariales
adquiridos. Acusando a los altos salarios de bloquear la creación de empleo, en un efecto
perverso de la conquista laboral en que la remuneración sería impeditiva de nuevas contrataciones, la estrategia de la reducción salarial pretende que salarios más bajos constituyan un
estímulo a las empresas y a la empleabilidad. Es la misma narrativa que preconiza la reducción de los salarios como respuesta generalizada a la recesión, que Europa vive desde la
crisis desencadenada en 2007. El núcleo teórico de este principio es de enunciación sencilla:
bajar los salarios incrementa la competitividad en el contexto político de la moneda única;
al mismo tiempo, salarios demasiado altos no permiten la creación de nuevos puestos de
trabajo, estancando la empleabilidad. La reducción salarial generalizada generaría, con esta
fórmula, el estímulo de la competitividad y el combate al desempleo5.
Este último punto se ve desmentido por los datos referentes a los 24 países europeos de
los que tenemos información comparativa, pertenecientes en su mayoría a la zona euro, a los
que se juntan el Reino Unido, los Estados Unidos y Japón. De estos países, dieciséis parecen
refutar el supuesto en análisis: hay economías en las que, a pesar del aumento parcial del
salario, se verificó la reducción del desempleo y hay otras en las que reducción salarial y
aumento del desempleo se verificaron acumulativamente. La evolución de la última década
desmiente la relación causal entre las variables.
La propaganda de la reducción salarial ignora los múltiples factores que interfieren en la
contratación y en la creación de empleo. Hay muchas más cosas que intervienen en la ecuación y no solo el simple coste del trabajo: los costes de contexto tienen un peso que puede
sobreponerse muchas veces, como las materias primas, la energía o los intereses. Al mismo
4 En la elaboración de este texto, el sociólogo Fernando Ampudia de Haro me llamó la atención sobre un trabajo
suyo, todavía no publicado en libro o artículo, que estudia también las retóricas de la crisis a partir de Hirschman
(Ampudia de Haro, 2013).
5 Sobre la financiarización de las relaciones salariales y la hegemonia ideológica de los gestores y managers,
véase Alonso y Fernández Rodríguez (2012).
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tiempo, hay múltiples razones de estímulo a la creación de nuevos puestos de trabajo. Asumir el coste del trabajo como único factor en la ecuación de la empleabilidad es, además de
falaz, nefasto. No solo no resuelve el problema del desempleo sino que tampoco resuelve el
problema de la competitividad al basarse en una economía especializada en productos de
poco valor añadido y, por consiguiente, menos competitiva (Louçã, 2013: 85-93). Donde la
precarización es la regla, no hay derechos sociales garantizados.
La tesis de la futilidad pretende, a su vez, el ataque no a los efectos reales de la medida
sino a la inviabilidad de su cumplimiento. La retórica de la futilidad caricaturiza las medidas
de acción social como meras declaraciones públicas de intención, cuyo déficit operativo
—por tropezar en dificultades prácticas de distribución, por diluirse en redes burocráticas o
institucionales, o por la absorción en esquemas montados por los propios decisores—, acaba
por servir a las élites, o por ver su efecto ridículamente minimizado, incapaz de introducir
cualquier diferencia significativa. Así, esa retórica acusa a los desvíos de fondos y los esquemas de corrupción como siendo básicamente la razón del impedimento de medidas como el
subsidio de paro, y otras orientadas hacia la corrección de las asimetrías sociales.
El dispositivo retórico de la futilidad tiene asimismo profundo alcance en la actualidad.
Es, además, recurrente el ataque a los servicios y estructuras públicas con fundamento en una
visión que las hace fútiles. La caracterización del Estado como “obeso”, como mega-estructura burocrática cuyo gigantismo, obsolescencia y culto al gasto no sirven a los ciudadanos
sino a una clase inerte de funcionarios y burócratas instalados, ha servido de mote al desmantelamiento del propio Estado. Escuelas y hospitales se cierran so pretexto de eficiencia;
las zonas periféricas se vacían de servicios por la misma razón. La aplicación de la lógica
empresarial a la Administración pública implica la reducción de cualquier espacio de motivación personal, de movilización y compromiso con el servicio público, el trabajo y la comunidad. La transferencia de la lógica de las estructuras empresariales para la Administración pública aleja cualquier expresión plena de mérito y reconocimiento que no sea
pecuniario, y amputa cualquier dimensión normativa y creativa en el ejercicio laboral. Si
bien ya existen perspectivas que cuestionan esta visión unidimensional en el tejido empresarial, la inadecuación a la esfera pública es particularmente evidente. Más que el desmoronamiento de la ética profesional, la diseminación de los mecanismos fundados en la teoría de
la agencia representa el desprecio por el principio del servicio público (Caldas, 2013: 43-54).
Por último, el mecanismo retórico del riesgo, que tal vez sea el que tiene una extensión
más significativa en el discurso político en la actual coyuntura. El Estado providencia, muchas veces objeto de la retórica ultraliberal como constituyente del mayor peligro para las
libertades históricamente adquiridas, fue reiteradamente apuntado como amenaza a los derechos y libertades individuales, más allá de la amenaza que ofrece al crecimiento económico.
La confluencia de los tres mecanismos retóricos identificados por Hirschman actúa para
producir una narrativa unificada, casi totalizadora, en el espacio europeo. La propaganda de
la inevitabilidad y de la ausencia de alternativas a la austeridad, que tiene eco en los países
del sur de Europa esconde una orientación. Una verdadera obsesión presupuestaria, hermanada a la moralización del pago de la deuda como imperativo absoluto de los Estados
con ayuda externa, identifica falazmente la deuda como causa de la crisis financiera de
2007/2008, silenciando el aumento considerable de los niveles de endeudamiento en la zona
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euro desde entonces (recuérdese, por ejemplo, que la deuda portuguesa era, por otra parte,
inferior a la deuda alemana en el periodo en causa). El fervor de las privatizaciones enajena
bienes y servicios estructurales de la comunidad —salud, transportes, energía, educación e
incluso seguridad—, lo que difícilmente se concilia con la construcción del Estado social en
la posguerra y con una plena democracia. La austeridad implica todo un programa de ataque
a los servicios públicos y a los derechos laborales adquiridos, lo que tiene como fin último
la denominada flexibilización laboral, eufemismo que enmascara la precarización del trabajo y el desmantelamiento del Estado social con la privatización de las funciones primarias
del Estado.
Es la misma narrativa que propaga la idea de gestión de tipo empresarial del propio Estado. La racionalidad económica normalizada absorbe a la propia Administración pública; la
lógica de la rentabilidad, de la persecución del lucro, de la competitividad y del beneficio
contamina hoy toda la concepción de Estado. La exigencia impuesta hoy a los servicios
públicos no es ya la de la calidad, universalidad y compromiso democrático: es mercantil.
Se proyectan sobre la Administración pública los criterios comunes probadores de la buena
gestión empresarial, como la rentabilización de los recursos y la obtención de lucro. Tales
criterios son, sin embargo, inadecuados a la consideración de las organizaciones de la Administración pública. El abordaje, transpuesto de las estructuras empresariales para los organismos de la Administración pública, se revela de inmediato desajustado desde su génesis: en
el caso del mercado libre, los costes de producción implican una inversión; ya en el caso de
la Administración pública tales costes son soportados por un presupuesto políticamente
aprobado. Así, hablar de disminución de tales costes con vistas a la maximización del lucro
o excedente como prueba de una elogiable buena gestión está totalmente desprovisto de
sentido: la finalidad constitutiva de la Administración pública es proveer a la comunidad de
bienes y servicios, por lo que su sustracción o cumplimiento deficiente, aunque financieramente lucrativo, constituye ejemplo de gestión dolosa y no lo contrario. Perdemos los referentes democráticos y normativos siempre que subyugamos el Estado a la lógica de mercado.
NOTAS FINALES
Tomando como cierto el supuesto weberiano de que las ciencias sociales deben pautarse por
la moderación en sus ambiciones a enunciados generales de causalidades y determinación,
esta reflexión sobre la aguda perturbación vivida en las actuales democracias capitalistas ha
procurado discernir la eficacia histórica de ciertas imágenes del mundo imperantes actualmente, matizando ese intento con la búsqueda de relaciones de adecuación e inadecuación
entre corrientes ideológicas, procesos institucionales y formas económicas. Intentamos bajo
esta orientación identificar, por un lado, principios compartidos o afines entre teorías políticas y teorías económicas responsables de la creación de visiones que nos guían o encuadran
y, por el otro, la dinámica de los intereses materiales e ideales que condicionan la acción de
los hombres, dentro del contexto de las imágenes resultantes de aquellas teorías.
La coyuntura crítica actual convoca a la reflexión sobre el sentido de la propia modernidad. Sin duda, la dinámica imperante en las últimas décadas busca superar una visión del
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mundo moderno que contenía trabas, referencias, relacionadas con la tradición. Tenemos
ante nosotros la tensión entre un mundo social que todavía se recubre con el manto del proyecto moderno y la velocidad que la alianza entre la radicalización del imaginario liberal y
el emprendimiento tecnocientífico está imprimiendo, rumbo a otra construcción societaria;
en el fondo, se trata del conflicto entre lo moderno y lo posmoderno. En verdad, la metamorfosis camuflada de crisis, o que se expresa en dimensiones plurales y polimórficas de diversas crisis, produce la evidencia de la ruptura y de los referentes agregadores sociales.
La ausencia de consenso que asuela el tiempo presente es testigo de una división entre
epistemes: el colapso de la modernidad asiste a la pulverización de los pilares normativos y
a la zambullida todavía tumultuosa en la posmodernidad, con su intrínseco abandono de
muchos de los referentes anteriores. La crisis económica tendría así un papel revelador de
las contradicciones y dimensiones conflictivas entre Estados y crisis económica: la tensión
entre horizontes nacionales e internacionales. El fin de la modernidad parece producir una
incompatibilidad irremediable entre los macroprincipios axiológicos que nutrieron el paradigma moderno. La idea de igualdad, progresivamente abandonada por las connotaciones de
que fue investida en cuanto propulsora de la horizontalización de los agentes sociales por la
coacción de la mano estatal, parece ceder lugar indisputado a la libre elección y autodeterminación —una concepción de libertad negativa, individual y atomista (Ricoeur, 1988 y
Habermas, 2011).
La mundialización del mercado que la propia mundialización de la crisis invoca, transporta la autonomización del mercado y su predominancia inequívoca. Esta proyección ideológica, esta “ideología de la no socialización de la economía”, rompe con la lógica que
acompañó la crisis económica de los años treinta. La representación de los fenómenos sociales como extrínsecos, inconexos, desarticulados, independientes y absolutamente primeros,
determinantes de las restantes dinámicas y flujos sociales, hace acuciante que recordemos y
resituemos la economía como fenómeno social. A la perspectiva que presentamos estuvo
siempre subyacente el supuesto de que, primero, la economía está siempre incorporada a un
marco social y, segundo, que la ciencia económica moderna que ha sido llamada a orientar
muchas de las opciones tomadas —siendo una ciencia autónoma en el sentido de ser una
disciplina identificable, dotada de teorías y métodos propios y un ámbito de estudio específico— es parte integrante de un tronco común del saber: las ciencias sociales. No existen
fenómenos económicos completamente puros, todos los fenómenos económicos son simultáneamente sociales; por otras palabras, tienen alguna ligazón con planos culturales, ideologías y mentalidades, instituciones, grupos y organizaciones sociales y con la historia. A su
vez, la ciencia económica surgió como disciplina científica en el proceso de ramificación
disciplinar del siglo XIX, en torno a la indagación y al estudio moderno del mundo social,
proceso ese que generó otros ámbitos de cuestionamiento e investigación propios tales como
el de la antropología, sociología, psicología social, ciencia política e historia. A este respecto me vienen a la cabeza las enseñanzas de Giner, en el muy actual último capítulo de su
Teoría Sociológica Clásica (2004 [2001]: 387-409). Así, las ideas económicas dominantes y
los economistas que las sostienen, son largamente responsables por la crisis que vivimos. Si
hay una crisis de la economía mundial, también hay una crisis del paradigma dominante de
la ciencia económica.
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Finalicemos, pues, con algunas ideas ya clásicas que han plagado nuestros supuestos.
Con Durkheim, podemos comprender mejor el carácter social del mercado. No se necesita
demostrar que los mercados se convirtieron en una fuerza contundente de nuestro mundo
social que posee un carácter coactivo, aun pudiendo los individuos intervenir o no en su
génesis y desarrollo. Los mercados pasaron a existir como parte de la sociedad que habitamos, poseyendo esa naturaleza moral que Durkheim atribuía a los fenómenos sociales: son
objeto de juicio, de aprobación o reprobación. Independientemente de nuestra indiferencia
con los mercados, ellos no nos tratan con indiferencia; independientemente de ser lícitos o
tolerables, los mercados tienen siempre una carga moral. Con Simmel, entendemos el dinero
como metafísica de la vida moderna y contemporánea. Y con la sociología económica de
Polany y su concepción de la gran transformación, provocada por la economía desincrustada,
podemos dar cuenta de la enorme trasformación actual de nuestro tiempo en que la economía
de mercado se ha descontextualizado del entorno social y se ha convertido en un sistema,
como diría Luhmann, autorreferente.
Termino invitando a recuperar la severa doctrina de Comte, según la cual el poder espiritual debe separarse absolutamente del poder temporal y actuar siempre por libre enseñanza,
libre consejo y libre consentimiento. Recuerdo este consejo por la fragilidad inherente a una
investigación científica, cada vez más subordinada a los resultados materiales y a la disciplinirización excesiva de las ciencias sociales, que las lleva a separarse demasiado de su diálogo con la filosofía, con la literatura y con las artes.
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José Luís Garcia es doctor en Sociología por la Universidad de Lisboa e investigador del Instituto de
Ciencias Sociales, Universidad de Lisboa. Sus últimas publicaciones son: La Contribution en Ligne.
Pratiques participatives à l’ère du capitalisme informationnel (2014, Presses de l’ Université du Québec) coeditor con Serge Proulx y Lorna Heaton; Jacques Ellul and the Technological Society in 21st
Century (2013, Springer), coeditor con H. M. Jerónimo y C. Mitcham; Special Issue Comparing Media
Systems in the Iberian Peninsula,The International Journal of Iberian Studies (2013), coeditor con
D. Fernández-Quijadas.
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