200 AÑOS DE INVESTIGACIÓN SOBRE EL RETRASO MENTAL Historización Y Humanización De La Atención A Las Necesidades Educativas Especiales Dra. Lady Meléndez Rodríguez Asesora Nacional de Educación Especial/MEP-Costa Rica Profesora Investigadora/UCR-Instituto de Investigaciones Psicológicas Este trabajo responde a un estudio histórico-ideológico que, mediante un análisis de la teoría, pretende dilucidar el concepto de “persona con retraso mental”, que ha dominado en cada momento histórico; desde que en 1845, el libro “Enfermedades Mentales: tratado de la locura” del psiquiatra suizo Etienne Domminique Esquirol, separara a la demencia de la amencia luego llamada retraso mental. El análisis elaborado encontró su justificación fundamental en que, actualmente, la atención educativa dirigida a las personas clasificadas como retrasadas mentales puede ser asumida en forma más determinante y con una actitud más positiva por todos los involucrados, una vez que se comprenda el proceso histórico por el que la humanidad ha tenido que pasar para llegar hasta aquí; a la vez que permite especular acerca de los beneficios que podría traer a futuro esta nueva versión educativa que hoy nos responsabiliza a todos. Se consideró necesario empezar por el rescate del lugar de la Persona en la historia del conocimiento registrada hasta ahora sobre el retraso mental; con el fin de ubicarlo en el presente y así tratar de entender de dónde surge esta responsabilidad compartida por atender sus necesidades educativas especiales y qué tiene esto que ver con los fracasos y logros de las variadas propuestas viejas y nuevas, que han pretendido alcanzar la máxima participación social de esa Persona. Con este objetivo, el estudio presenta una visión de los distintos enfoques desde que se enuncian avances de conocimiento en el tema y, según sus tendencias, los clasifica cronológica e ideológicamente como perspectivas: patológica, diferencial, intervencionista, integracionista e inclusionista; en un marco cercano a los doscientos años de investigación. Cada una de esas perspectivas responde a su vez a un eje temático que mantiene un legado de conocimiento sobre las que le prosiguen, tanto desde el punto de vista teórico como desde las tácticas metodológicas que cada problema en estudio a sugerido a su cuerpo investigador; además de sintetizar el encuadre ideológico de cada época en relación con la persona clasificada como retrasada mental. Bajo el supuesto de que las formas y resultados de las investigaciones en este campo determinan en gran medida la disposición cultural de oportunidades para el desarrollo, la participación social y la atención a las necesidades educativas especiales de las personas clasificadas como retrasadas mentales, empezamos enseguida con el recorrido histórico propuesto; ansiando llegar hasta las repercusiones que este periplo ha tenido y tiene sobre la historia educativa costarricense, datos que sintetizo en un cuadro sinóptico de cierre. 200 años de historia hacia la humanización educativa Sumando a la cuenta de Morris y Blatt (1989), la investigación en el campo del retraso mental registra cerca de 200 años de producción científica. Durante esta época, las recopilaciones hechas por esos autores, al igual que los aportes de Ellis (1981, 1982, 1984), Fierro (1984), Scheeremberger (1984), Aguado (1995) y Verdugo (1995), entre otros, permiten ubicar a las 2 categorías: patología, diferencia, intervención y participación (integracionista e inclusionista) como los principales ejes temáticos y formas de ver a la investigación relacionada con la persona clasificada como retrasada mental a lo largo de su historia. PATOLOGÍA DIFERENCIA INTERVENCIÓN CONDUCTISTAEXPERIMENTAL y PSICOANALÍTICA PARTICIPACIÓN INTEGRACIONISTA PARTICIPACIÓN INCLUSIONISTA 200 años de investigación en el campo del Retraso Mental Las categorías patología, diferencia, intervención y participación -como perspectivas de investigación- denominan largos, tensos y paradójicos procesos históricos dedicados al intento de conocer el retraso mental, sobre todo, desde que el psiquiatra suizo Etienne Dominique Esquirol 1 separara a la deficiencia mental del grupo de enfermedades mentales reconocido en los albores del siglo XIX, hasta las convicciones más recientes que, como producto histórico-cultural de los avances de conocimiento en el campo, se manifiestan a favor de la participación plena de la persona clasificada como retrasada mental en la vida social. Este estudio permite observar como cada una de esas- perspectivas de investigación ha ido heredando todo o parte de su conocimiento teórico y metodológico a las que le continúan, además de proyectar el encuadre ideológico de cada época en relación con la persona clasificada como retrasada mental; tal y como se explica de aquí en adelante. La Patología como perspectiva de investigación Los pacientes ubicados en los cientos de hospitales, asilos y casas de caridad que proliferaron en la época que Aguado (1995) bien denomina "El Gran Encierro" (del siglo XVII a la primera mitad del siglo XX), le permitieron a Esquirol desarrollar el trabajo empírico y reflexivo que lo llevó a diferenciar, dentro de la enfermedad mental, a la "amencia" de la "demencia" y a establecer los niveles de ""imbecilidad" e "idiocia" (Scheeremberger, 1984; Aguado, 1995; Ortiz,1995 y Verdugo,1995) como uno de los más importantes logros de los primeros trabajos de investigación sobre la entonces señalada patología del retraso mental. De acuerdo con Scheeremberger (1984), la concepción del retraso mental como enfermedad emergió, desde antes que Esquirol iniciara sus estudios, como una reacción médica (biologista-organicista) contra la posición animista-demonológica que le precedía desde el Medievo. No obstante, la rústica tecnología no permitió hacer grandes avances en los laboratorios, sino hasta muy entrado el siglo XIX, período al que Scheeremberger llamó "La Era del Progreso", ya que ofreció los recursos para llegar luego a importantes descubrimientos. Según Wheal, Sigelman y Switzky (1981), una de las primeras aplicaciones masivas que se le dio a este enfoque fue la de una especie de establecimiento de criterios a grosso modo, con el fin de ubicar a las personas detectadas como retrasadas mentales en las distintas alternativas residenciales surgidas hasta ese momento. Sin embargo, Scheeremberger (1984) se inclina por explicar que fue la obsesión por controlar las causas de ese "mal", al que se le atribuían todo tipo 1 Psiquiatra suizo que escribió una de las primeras grandes obras científicas sobre la demencia y el retraso mental (conocido en ese entonces como amencia). El libro se tituló “Enfermedades Mentales: tratado de la locura” y fue publicado en 1845 (Scheeremberger, 1984). 3 de consecuencias nefastas sobre el orden social, lo que motivó las principales investigaciones sobre el tema del retraso mental como componente activo de la patología universal. Hasta aquí, la persona clasificada como retrasada mental no interesaba como objeto de estudio, aunque si el retraso mental en la persona; el que se sospechaba incurable pero mejorable, transmisible de generación en generación e íntimamente relacionado con los indeseables de la sociedad como delincuentes, prostitutas y los condenados a la miseria por su incapacidad. La persona clasificada como retrasada mental, castigada en ese momento por la ignorancia científica y social, había vivido ya anteriormente -tal y como narran Begab (1975), Cytrin y Lourie (1976), Scheeremberger (1984), Blatt (1987) y Aguado (1995)- la explotación y el infanticidio de la antigüedad, la condena a la hoguera de los endemoniados y herejes de la iglesia medieval, el hambre, el frío, la suciedad, las cadenas, cepos y grilletes de las instituciones de caridad y se encontraba próxima a protagonizar uno de los períodos más dolorosos de su historia. La introducción de los primeros trabajos científicos y posteriores sobre la deficiencia no colocaron a la persona clasificada como retrasada mental en mejor posición. Cuanto más se sabía de la supuesta enfermedad mayores eran las restricciones a sus derechos y libertades individuales. La participación social así como la vivencia de la sexualidad y de la procreación, les fueron negadas a estas personas bajo el mito de la descontrolada transmisión genética de la debilidad mental y de la delincuencia como aparejo irremediable. Como solución legalmente instituida, en los Estados Unidos y en varios países de Europa las medidas de esterilización y encierro fueron aplicadas indiscriminadamente a los procreadores potenciales clasificados como retrasados mentales y, entre ellos, más drásticamente a las mujeres en edad de engendrar (Scheeremberger, 1984 y Aguado, 1995). Tal y como refieren Scheeremberger (1984) y Blatt (1987), la máxima manifestación de irracionalidad social, provocada por la perspectiva de enfermedad en la posición del lugar de la persona, le pertenece a los planes nazis de exterminio Aktion T4 y Aktion 14 T13. Dichos planes condenaron a la muerte a más de 100,000 personas clasificadas como esquizofrénicas, epilépticas y retrasadas mentales, donde las cámaras de gas acabaron con los adultos y las inyecciones letales fueron destinadas a los más pequeños. Podría alguien considerar exagerado el achacar a la perspectiva patológica la causa de esa tragedia y creer que fue tan sólo un elemento histórico más de ese terrible acontecimiento, pero, ni la Segunda Guerra Mundial fue un producto histórico espontáneo, ni los seres humanos actúan así sobre sus semejantes, sino como resultado de una profunda cicatriz ideológica que acaba gobernando los valores y las acciones de las personas. La relación enfermedad-defectoinferioridad reunía demasiados argumentos para motivar las acciones hitlerianas de limpieza racial; situación que desgraciadamente tiene una permeabilidad cultural que la hace resurgir con muchas facetas en nuestros días, para lo que resulta muy conveniente la lectura de Wolfensberger (1994), en su artículo "A Personal Interaction of the Mental Retardation Scene in Light of the 'Signs of the Times'". Sin duda, el marco biologista encierra incalculables logros científicos sobre el conocimiento de enfermedades y situaciones causales de alteraciones del desarrollo relacionadas con el retraso mental. Este conocimiento ha redundado comúnmente en un mayor control etiológico y sintomático, que en muchas ocasiones ha mejorado las condiciones de vida de las personas. Como ejemplos de esos avances se pueden mencionar: el descubrimiento de Jerome Lejeune en 1962 de las anomalías cromosómicas asociadas al Síndrome de Down (Scheeremberger, 1984), los lineamientos médicos para las clasificaciones surgidas de la correspondencia del comportamiento con manifestaciones biológicas localizadas y difusas (Belmont, 1981), y la denominación de una gran cantidad de grupos sintomáticos o síndromes que alteran el desempeño intelectual y social esperado (Aguado,1995), sobre los que también se inquietó la industria 4 farmacológica; todo esto dentro de muchos otros avances que continúan sucediéndose y que, por lo tanto, no acabaría de referir. Sin embargo, muchos de los aportes al conocimiento desde el enfoque organicista descansan en un basamento histórico muy lamentable para las personas clasificadas como retrasadas mentales, de lo cual no puede enogullecerse la investigación científica experimental de finales de la centuria anterior y que persiste en el siglo XX con propuestas supuestamente inofensivas, pero que continúan -en alguna medida- anteponiendo los intereses de los investigadores a los de las personas clasificadas como retrasadas mentales y a los de sus allegados. Aún cuando la definición sobre retraso mental propuesta por Grossman en los años 70, aclaró que el retraso mental no se trataba de una enfermedad sino de un estado de discapacidad (Verdugo, 1994a), la visión patológica permanece anclada ideológicamente, revertiéndose sobre el retraso mental para intervenir -con propuestas curativas, correctivas y terapéuticas- a la serie de comportamientos que supuestamente lo tipifican; razón que ha sostenido el quehacer de la educación especial por mucho tiempo, al igual que el de otros servicios de apoyo. Por lo tanto, el lugar de la persona dentro de esta perspectiva, quedó reducido a un cúmulo de manifestaciones conductuales patológicas e indeseables y que, como tales, había que sanar. La Diferencia como perspectiva de investigación Una vez tranquilizados muchos de los temores infundados sobre el mito del retraso mental como una enfermedad biológica y social incontrolable, se consideró que la mejor forma de conocer sobre el tema residía en métodos comparativos, que permitieran discriminar en qué y en cuánto se diferenciaban las manifestaciones comportamentales de las personas clasificadas como retrasadas mentales, de las que exhibían las personas que no estaban clasificadas como tales. Heredando la teoría deficitaria o patológica, mencionada por Hobbs y referida por Lambert (1981), este mismo principio de la diferencia resultaba muy útil para identificar las distinciones comportamentales entre cada uno de los niveles o categorías reconocidas de retraso mental; bajo el supuesto de que a determinado nivel le correspondían ciertas características que le eran propias. Por lo tanto, la naturaleza de esta forma de conocimiento resultaba, de por sí, centrada en la diferencia desde un punto de vista negativo y, como tal, discriminatoria y segregacionista; postura que marcó claras consecuencias ideológicas en torno a la actitud social hacia las personas clasificadas como retrasadas mentales. Dicha postura, a su vez, se vio validada por el reconocimiento científico al auge de la psicometría en el mundo occidental. Muchas han sido las formas diagnósticas utilizadas con el fin de identificar el retraso mental y sus distintos niveles a partir de la discrepancia comportamental, no obstante sobresalen mundialmente, según el SIIS (1990) y la AAMR (1992, 1997), la Escala Métrica de Inteligencia de Alfred Binet y sus revisiones, las versiones de la Escala Wechsler y la Escala Vineland de Madurez Social. Tanto las pruebas mencionadas, como muchas otras aplicadas con fines similares, han constituido el punto de referencia fundamental de la investigación desde principios del siglo XX y continúan siendo el asidero que la comunidad científica considera más consistente en la actualidad, aún cuando la conceptualización más reciente sobre retraso mental aboga por estrategias pluridimensionales de acceso al conocimiento (AAMR, 1992, 1997). Los resultados de dichos test aplicados a personas clasificadas como retrasadas mentales, han sido utilizados con propósitos diagnósticos y clasificatorios. Algunos se usaron para la toma de decisiones sobre la organización de servicios y ubicación de la población en los mismos, pero la mayoría de las investigaciones se han aprovechado del cociente intelectual como supuesto de equivalencia entre sujetos, con el fin de agrupar muestras de estudio para llevar a cabo 5 investigaciones de corte experimental, longitudinal y correlacional; en el entendido de su alto reconocimiento en el ámbito científico, para lo que se han complementado con múltiples formas de validación estadística. Dicha validación es hoy altamente cuestionada: uno, por intentar aplicar con carácter prospectivo resultados obtenidos de estudios retrospectivos (Belmont, 1981), y dos, por construir pruebas para aplicar a personas clasificadas como retrasadas mentales, sobre la base y estandarización del comportamiento en personas sin alteraciones significativas del desarrollo (López, comunicación personal, 1998); al respecto, la AAMR (1992, 1997) comenta que este punto comienza a ser corregido. Aún cuando Ammerman (1997) muy recientemente continúa defendiendo al trabajo experimental, asegurando que con ello es posible identificar mejores formas de planificación e intervención, es imposible pasar por alto las críticas más profundas que se han hecho a los métodos ubicados en este enfoque de investigación y que se agravan cuando sus resultados requieren ser transferidos a términos operativos en los servicios educativos y en otras formas de apoyo. Tales críticas apuntan repetidas veces hacia los siguientes aspectos: La dificultad para la precisión diagnóstica incide negativamente sobre los intentos de agrupamiento de sujetos, lo que afecta directamente a los mecanismos de control y, por lo tanto, a las pretensiones de generalización de los resultados (Guskin y Spicker, 1981; Pérez citado por Ortiz, 1988; Verdugo, 1995; Ammerman, 1997 y García, 1997a). El agrupamiento de sujetos a partir del cociente intelectual es totalmente insuficiente para determinar la calidad de equivalencia entre los participantes (Belmont, 1981; Guskin y Spicker, 1981 y Verdugo, 1995). Benedet (1991) confirma esta posición expresando que “dos individuos con una misma cifra de EM pueden no tener en común absolutamente nada más que esa cifra de EM” (p. 53). La dispersión y heterogeneidad de la población rara vez permiten que el agrupamiento de sujetos y el tratamiento propuesto en la investigación se lleven a cabo en ambientes naturales (Verdugo, 1995; Ammerman, 1997 y Carmiol, 1997). Este enfoque aplicado a la atención educativa ha servido más para evidenciar los problemas de los niños que para promover modelos de intervención didáctica (López, 1983). Es curioso que a pesar de lo insalvables que parecen los problemas apuntados, los que deberían de promover nuevas formas de acceso al conocimiento, más bien inquieten a Ammerman (1997) no sólo a insistir sobre la utilización del diseño experimental en el campo, sino a asegurar que es responsabilidad de los investigadores resolver los problemas de variabilidad entre e intrasujetos para continuar aplicando este enfoque de investigación. Regresando al tema medular de esta revisión, centrado en el lugar de la persona clasificada como retrasada mental como objeto de estudio, es importante repasar como la concepción de un sujeto enfermo y socialmente amenazante llevó a los científicos a concentrarse por encima de todo en el análisis de la patología y, en este caso, la perspectiva de la diferencia vuelve la mirada de los estudiosos hacia la generalización de las distinciones comportamentales entre los sujetos con y sin retraso mental y entre los distintos niveles otorgados a éste. En primer lugar la enfermedad y en segundo lugar el comportamiento diferenciado, no han permitido que el lugar de la persona aflore como tal para el interés científico, en cambio, bajo sus premisas han sido justificadas las formas de atención diferenciada y las figuras autorizadas para tomar las decisiones sobre todos los aspectos de la vida de las personas clasificadas como retrasadas mentales; algo así como si la persona clasificada como tal no fuera más que un cuadro 6 comportamental atípico, encerrado en una dinámica corporal de alguna manera similar a la de sus observadores y manejadores. La Intervención como perspectiva de investigación La intervención como mecanismo de acceso al conocimiento sobre el retraso mental se caracterizó por tratar de dar una respuesta, de alguna manera curativa o correctiva, a lo que se consideraba patológico y que ahora era más preciso definir mediante la aplicación de las distintas pruebas diagnósticas reconocidas y aprobadas. Además, se contaba ya con un probado procedimiento metodológico desde el enfoque experimental, con el cual se creía que era posible mensurar aceptablemente los niveles de efectividad de las distintas formas de intervención que se propusieran de allí en adelante; aunque también las propuestas psicoanalistas tomaron su lugar en la historia intervencionista. La intervención conductista-experimental Esta perspectiva, colocada en el marco del máximo auge de las propuestas conductistas, ha marcado el paso de casi toda la producción científica en el campo desde finales de los años 60 hasta la actualidad; matizándose también con las distintas ofertas cognitivistas que han surgido desde entonces. El auge conductista desplegó todas sus estrategias con el fin de atacar, inicialmente, todo aquello que estaba considerado dentro del repertorio de conductas indeseables que se suponía prototípico en las personas clasificadas como retrasadas mentales (Blatt, 1987). También las habilidades del lenguaje y motrices, así como las estrategias de atención temprana (Andreu, 1996), las habilidades adaptativas y el mejoramiento del rendimiento académico -en correlación con el cociente de inteligencia- se creyó que eran susceptibles de ser tratados bajo las distintas tácticas desarrolladas dentro de este enfoque (Huddle, 1981; Pérez en Ortiz, 1988 y Ortiz,1988). Al respecto, Rathjen y Foreyt (en Verdugo, 1996) explican que el trabajo sobre el comportamiento tomó básicamente dos vertientes: la identificación de las conductas que podían ser efectivas en una situación en particular por un lado, y el desarrollo de procedimientos para ser aplicados en forma individual por el otro. En los años 70, según refieren Verdugo y Canal (1996), a la luz del marco conductista se estableció una fuerte lucha por llevar a la práctica modelos cognoscitivos del procesamiento de la información, poniendo énfasis en funciones como: la percepción de estímulos, la codificación sensorial, la memoria corta y a largo plazo, la memoria de trabajo, la recuperación desde la memoria a largo plazo y la transferencia, además de la discriminación y la deducción de relaciones y de ejecución de la respuesta. Sobre el tema, estos mismos autores agregan que en este campo en las últimas dos décadas se han planteado dos posturas distintas: 1) la posición estructural o diferencial y 2) la posición evolutiva o funcional. La primera parte de que los déficits en el retraso mental son innatos y afectan especialmente a la memoria en relación con la atención, a la memoria a corto plazo, a las habilidades lógicas y a la de resolución de problemas; la posición evolutiva se inclina por probar que hay diferentes ritmos de desarrollo y que los procesos cognoscitivos son más que estructuras modificables con entrenamientos específicos. Verdugo y Canal comentan que ambas posturas han alcanzado logros, pero que éstos han sido insuficientes para explicar las diferencias cognoscitivas, las causas del déficit y cómo resolverlo. El enfoque conductista-experimental descansó desde el inicio en un amplio reconocimiento por la comunidad científica, por lo que muy pronto fue de amplia difusión y se coronó como el diseño capaz de despertar, de primera entrada, la confianza de quienes esperaban los resultados 7 de una propuesta de investigación sobre retraso mental planteada por esta vía. En otras palabras, se contaba ya con un modelo validado para explicar el retraso mental "como un atributo objetivo del individuo" (Skrtic, 1996, p. 40), el que estaba compuesto por pautas patológicas de comportamiento que debían ser modificadas, mediante intervenciones cuya efectividad también podía ser establecida por el mismo modelo. Esa perspectiva simplicaba enormemente el trabajo de investigación desde todas las disciplinas empeñadas en abordar el tema. Tal especie de facilitación de las formas de conocimiento en el campo llevó a una imparable proliferación de propuestas de intervención de los más variados estilos, las que continúan apilándose una sobre otra en los estantes de los centros de servicio sin que haya forma humana de conocerlas y aplicarlas todas; ya que, por este camino, sólo puede esperarse que haya tantas maneras de intervención como investigadores y estudios se presenten y pasen el aval de la ciencia. La situación presentada, como advierte Hegarty (1991), obedece a que la observancia se ha guardado más sobre los procedimientos experimentales de coherencia diagnóstico-prescriptiva adecuadamente aplicados, que sobre las pautas de los objetos de estudio de interés. En concordancia con las variadas críticas hechas al modelo experimental aplicado en el campo del retraso mental y que ya han sido señaladas en el apartado dedicado a la diferencia como perspectiva del conocimiento, desde la intervención también es posible apuntar las siguientes: Hay una excesiva presencia de estudios sobre evaluaciones de intervenciones y tratamientos, lo que no ha dejado lugar a estudios longitudinales que permitan profundizar acerca de los resultados obtenidos (Wonderholt y Chamberlain citados por García, 1992 y Ammerman, 1997). Dentro del diseño, el grupo control es comúnmente condenado a no recibir los beneficios que se suponen del tratamiento experimental, en aras de probar la efectividad de programas y tratamientos; lo que Sanahuja (1996) cuestiona desde el orden de lo ético y lo moral en la investigación. Los resultados cuantitativos, producto de estas formas de aporte al conocimiento, representan la matematización de una situación ideal que no es posible transferir a la lógica descriptiva e interpretativa, necesarias para planificar los apoyos específicos para la situación real que vive cada persona clasificada como retrasada mental (Fierro en Ortiz, 1988; Fierro en Marchesi y Martín., 1990 y Hernández y García, 1993). Los resultados de validación estadística no se corresponden con los procesos de legitimación que toman lugar al interior de los contextos de la atención a las necesidades educativas especiales, debido a su condición de intransferibilidad a la lógica descriptiva e interpretativa requeridas para orientar el diseño y los procesos de adaptaciones curriculares (González, 1993). El trabajo experimental conlleva la vulnerabilidad de que los avances asignados a determinadas formas de intervención, la mayoría de las veces, pueden ser cuestionados desde el diseño de estudio (Dunn, Finley y Rosenthal, en Ellis, 1981). La delimitación de la propuesta hipotética obliga a una delimitación experimental microbjetiva, que luego, no obstante, en sus resultados y conclusiones presenta proposiciones generalizables y nomotéticas para ambientes naturales, aún cuando dichos resultados, fueron generados en escenarios montados para la ocasión experimental; todo debido a que es prácticamente imposible llevar a cabo este tipo de investigación en ambientes naturales por las características de heterogeneidad, dispersión y falibilidad diagnóstica en la población. Entonces, como explica Franklin 8 (1996), "Aunque tal conocimiento ofrece una comprensión de la realidad, sólo es una aproximación y, por tanto, una representación falible de esa realidad" (p. 21). El enfoque intervencionista-experimental ha marcado en la educación especial "una concepción técnica de la enseñanza que se opone a una concepción verdaderamente educativa que incluye esa dimensión reflexiva que nos remite a la finalidad de nuestras acciones" (García, 1997a, p. 357). El lugar de la persona clasificada como retrasada mental desde la perspectiva de la intervención conductista experimental luce fragmentado y difuso, debido a la necesidad que tienen los investigadores de aislar al comportamiento o a los elementos comportamentales sobre los que desean intervenir. Desde este punto de vista, queda claro que nuevamente no es el lugar de la persona clasificada como retrasada mental el objeto de estudio meta, sino los comportamientos que se diagnostican como indeseables o alejados de la conducta de la norma, en relación con la propuesta de modificación a dichos comportamientos que ofrece el investigador. De acuerdo con García (1997a), es -posiblemente por esa razón- que las distintas formas de intervención permanecen centradas en probar su efectividad, aunque algunas veces esto las lleve a una forma de sacrificio de los sujetos involucrados en la muestra del estudio. La intervención del Psicoanálisis Con los mismos deseos de intervención clínica, pero con su estilo procedimental propio, el psicoanálisis se introdujo paralela y alternativamente con el afloramiento de este nuevo enfoque; pero con una aplicación sumamente escasa si se compara con el avasallador movimiento conductista-experimental. De acuerdo con Benedet (1991), los años 70 y 80 acercaron las teorías del psicoanálisis a las personas con retraso mental y, sobre esta corriente, se consideró al eje cognitivo-afectivo y a las condiciones estructurales y funcionales del organismo (especialmente al cerebro) como temas integrados de estudio. Sin embargo, tanto la participación del psicoanálisis como forma de intervención en el retraso mental, así como otras modalidades psicoterapeúticas, según Ellis (1981), han sido ampliamente criticadas. Los principales cuestionamientos se refieren a que la eficacia de las técnicas del psicoanálisis parte de que la persona tratada cumpla con prerrequisitos que incluyen la posibilidad de plantearse actividades sustitutivas, de considerar objetivamente el comportamiento de los demás, de intentar adaptarse a las necesidades y de comprender las causas y consecuencias de su comportamiento; prerrequisitos que sólo pueden ser producto de una inteligencia “normal”. Por otra parte, Slavon (en Ellis, 1981) pone énfasis en la necesidad de que esa persona pueda verbalizar la conciencia de la naturaleza interpersonal de los problemas propios, para crear una adecuada relación terapéutica; situación que él considera imposible de satisfacer por parte de las personas clasificadas como retrasadas mentales. Manoni (1989) narra sus experiencias en el trabajo clínico con niños clasificados como retrasados mentales, cuyos padres asistían a la consulta de psicoanálisis como una salida para evitar enviar a su "hijo enfermo irrecuperable" (p. 19) a un asilo. Ella se refiere a que su trabajo directo con el niño estaba muy limitado, pero que sí le era posible alcanzar logros importantes en el trabajo con los padres, principalmente con la madre, ya que desde su perspectiva: ...el niño retardado y su madre forman, en ciertos momentos, un solo cuerpo, confundiéndose el deseo de uno con el otro, al punto que ambos parecen vivir una sola y la misma historia. Esta historia tiene por soporte, en el plano fantasmático, un cuerpo que se diría afectado por idénticas heridas, que han revestido una señal significante. Lo que en la madre no ha podido ser resuelto en el nivel de la prueba de castración, será vivido en forma 9 de eco por el niño, que en sus síntomas no hará más que hacer "hablar" a la angustia materna (p. 53). De la misma manera, el trabajo de Cordié (1994) apunta hacia una terapia exitosa desde los padres, para mejorar las condiciones de niños calificados como retrasados a partir de su fracaso escolar. Por su lado Abel, Cowen, Kaldeck, Astrachan, Wilcox y Guthrie (citados por Ellis, 1981) defienden la utilización de la psicoterapia en personas con retraso mental, argumentando que ellas, por su condición, están expuestas a continuos traumas afectivos y que muchas veces se encuentran más incapacitadas por sus problemas emocionales que por su bajo nivel intelectual. También comentan el haber tenido éxito con la utilización de técnicas proyectivas, de artes de representación y de terapia de grupo entre otras, sobre todo con población de instituciones residenciales; que además demostraba mejoría en las medidas de cociente intelectual. A pesar de estas razones, repito, el psicoanálisis y otras modalidades psicoterapéuticas no han sido ni son frecuentemente utilizadas para la atención a las personas clasificadas como retrasadas mentales y sus resultados rara vez son aceptados dentro del orden de lo científico. Pese a las críticas, el psicoanálisis es el que parece haber estado más cerca de ese lugar de la persona clasificada como retrasada mental al menos mediante sus padres, lo que posiblemente -si la intervención fue exitosa- redundó en un desarrollo general más adecuado. Ya que, de acuerdo con Greenspan y Thorndike (1997), las primeras emociones de los niños, creadas comúnmente a partir de las interacciones con los padres, determinan en gran medida la calidad de su desarrollo ulterior, en el que "las dimensiones neurológicas, intelectuales y sociales de un niño interactúan todas conjuntamente para crear una persona que es algo más que la suma de sus partes" (p. 27). La Participación Integracionista como perspectiva de investigación Es posible encontrar los antecedentes de la perspectiva de la participación integracionista en el importante movimiento de transformación conceptual que se inició a finales de los años 60 en los países escandinavos, donde el danés Bank-Mikkelsen y el sueco Bengt Nirje iniciaron una fuerte promoción del principio de normalización, el cual pretendía que las personas con discapacidad gozaran de condiciones de vida que se acercaran tanto como fuera posible a las normas de la sociedad en general. Esta bandera fue enarbolada por Wolfensberger en los Estados Unidos y en 1971 la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó la Declaración de los Derechos Generales y Especiales de los Retrasados Mentales (Scheeremberger, 1984; Ortiz, 1988 y Aguado, 1995). En el Reino Unido en 1974, el Secretario de Educación convocó a una comisión de expertos, presidida por Mary Warnock, cuyo informe publicado en 1978, según Marchesi y Martín (1990), convulsionó los esquemas vigentes, ya que sobre la propuesta de normalización se hablaba ya con suma fuerza de los procedimientos de integración educativa y de la atención a las necesidades educativas especiales; lo que muy pronto abrió la puerta para plantear también la integración en otros aspectos de la vida de la persona, como eran la participación en la comunidad y en el mundo laboral. Este acontecimiento histórico fue el responsable de importantes campañas de desintitucionalización y de facilitación del acogimiento familiar, además de la apertura de los sistemas escolares en muchos países, así como de cambios legislativos y la disposición de oportunidades vocacionales y laborales para muchas de las personas con discapacidad; principalmente de Europa central y occidental y de los Estados Unidos y el Canadá. Posteriormente, otras naciones se han ido sumando a la revolucionaria iniciativa (Marchesi y Martín, 1990). 10 En este marco, la evolución de la definición de retraso mental da cuenta de una transformación paulatina hacia esa propuesta y, en su última versión, la AAMR anexa un manual cuyas pretensiones parecen desembocar en el acercamiento de la persona clasificada como retrasada mental a todas las formas posibles de participación plena en la vida social (AAMR, 1992, 1997); expresando sus planteamientos desde una posición supuestamente paradigmática (Verdugo, 1994a). Las intenciones de la reciente definición de la AAMR (1992, 1997), de colocar a la persona clasificada como retrasada mental en el juego social que le corresponde, se interpretan a partir de sus premisas fundamentales y de los nuevos elementos incorporados a la definición. Dichos elementos y premisas se empeñan en poner énfasis en los aspectos culturales y en el que la persona clasificada como retrasada mental desarrolle habilidades para el desempeño de su propio rol como persona en interacción con otras, lo que finalmente parece llevar a la definición del retraso mental del plano meramente biológico y comportamental al espacio pluridimensional del desarrollo humano; en el que si bien aún no queda del todo claro cómo sucede, es experiencia de todos, que ocurre gracias a una amplia determinación social (Pérez, 1994). Estos nuevos planteamientos de la más reciente definición, sin embargo, se hallan entramados en una historia del conocimiento desacostumbrada para abordar el análisis de los procesos sociales, debido a dos razones fundamentales: por un lado, a) se ha asumido que los tropiezos en el curso de una interacción social en la que está involucrada una persona clasificada como retrasada mental obedecen -precisamente- a ese atributo interno que le impide comportarse de acuerdo con las reglas sancionadas en el grupo en el que intenta participar; y por otro, b) el tener que dar cuenta de lo estrictamente objetivo ha imposibilitado a los investigadores acudir a la construcción intersubjetiva del significado de la acción conjunta. Las razones señaladas han llevado a que se conciba la labor en pro de la participación social de la persona clasificada como retrasada mental, a través de múltiples formas de intervención unilateral para modificar y desarrollar las conductas adaptativas; presumiendo que la contraparte interactuante cumple su papel en forma correcta y adaptada. De lo anterior dan cuenta múltiples trabajos de investigación desde principios de los años 90 (SIIS, 1990) hasta la actualidad (Monjas et al., 1995; Ammerman, 1997 y Carmiol, 1997), además de que ese tema continúa siendo una solicitud permanente de estudio por parte de la AAMR (1992, 1997). También, se sigue esperando que las interacciones se apeguen a un estudio rigurosamente conductista, mediante el análisis secuencial del registro de eventos o el muestreo de tiempos e intervalos, a la manera sugerida por Bakeman y Gottman (1989). Si a esto sumamos el hecho de que el desarrollo de estudios presentan pretensiones de generalización de resultados y modelos para ser trasladados a otros contextos, quizás estemos frente a una clave que nos permita explicar por qué no han sido del todo exitosos en sus intentos de lograr la participación social de las personas clasificadas como retrasadas mentales, tal y como han señalado Malouf y Schiller (1995), Newton et al., (1995) y García (1997b). La Participación Inclusionista como perspectiva de investigación El movimiento más reciente para estudiar los temas y problemas de la discapacidad obedece a la investigación socio-crítica o emancipatoria, a la que se atribuye en parte la construcción de la perspectiva inclusionista. Al respecto, Barnes y Mercer (1997), Oliver (1997) y otros, explican cómo surge este movimiento aferrado fundamentalmente a la búsqueda del conocimiento relacionado con los aspectos sociales de la discapacidad y basado en la participación directa de las personas con discapacidad en los estudios, asumiendo éstas el doble rol de investigadoras e investigadas, junto a otros investigadores externos. Según estos autores, el principal cuestionamiento que la investigación emancipatoria hace a la investigación positivista o tradicional es que la mayoría de los estudios se han realizado con 11 una escasa consulta a las organizaciones de personas con discapacidad, llevando a la discapacidad hacia un reduccionismo simplista con el fin de poder divulgar sus resultados a través de medidas supuestamente objetivas, lo que ha redundado en un impacto casi imperceptible sobre un cambio en las políticas para el mejoramiento de las condiciones de vida de las personas con discapacidad. Los estudios tradicionales, critican los autores, se realizan desde un enfoque asimétrico de las relaciones entre el “investigador-experto” y el investigado, dejando en manos del investigador-experto todo el poder y el dominio sobre el proceso completo del estudio, inclusive de la divulgación de los resultados de los que las personas investigadas terminan conociendo y beneficiándose muy poco; mientras que los investigadores-expertos (o turistas académicos como se les conoce dentro de este paradigma), utilizan a las personas con discapacidad para alcanzar avances importantes en su propio status. Por otra parte, Oliver agrega que en cuanto a metodología de investigación cualquier técnica es compatible con el enfoque emancipatorio, siempre y cuando permita el empoderamiento, la ganancia y la reciprocidad social de las personas con discapacidad en la satisfacción de sus propias necesidades. Esta tendencia hacia la inclusión obedece a un encuentro de resultados de grandes luchas y sacrificios emancipatorios de las minorías humanas que, ya sea por razones de género, discapacidad, etnia, condición social, preferencia sexual u otras; han tenido que levantar su historia desde el subsuelo de la desventaja, la subordinación, la deprivación, el silencio y la amenaza permanentes. La inclusión penetra hoy los distintos espacios del desempeño y de la participación social, pero más significativamente a los sistemas educativos. El marco filosófico y antropológico de la educación inclusiva ha tenido un impacto que se palpa en los intentos por reformar a la educación en distintos países europeos, con la intención de poder dar una atención equitativa a todos los estudiantes; a partir del reconocimiento de la diversidad humana y del potencial multidimensional de inteligencia y de sobrevida que conlleva. Además de reconocer, incluyendo a la persona clasificada como retrasada mental, a todo estudiante como SUJETO DE DERECHOS. No obstante, aún América Latina no reacciona reflexivamente ante esta nueva propuesta y Costa Rica, más concretamente, aunque siempre ha estado a la vanguardia latinoamericana de la evolución de perspectivas, ahora se muestra incómoda por no poder acatar la demanda de la diversidad, debido a las ataduras que ella misma se ha impuesto con una propuesta educativa con referencia a normas y con miras a la estandarización y generalización de su propuesta contenidista y monocurricular. A manera de conclusión acerca del Lugar de la Persona Sin intentar juzgar el pasado desde el presente, es innegable que la historia ha avanzado -para beneficio de todos- hacia un concepto que, al amparo de las declaraciones de los derechos de las personas, pretende potenciar el desarrollo de los seres humanos sin distingo de condición. Este hecho condena en principio la ocurrencia de que un grupo humano adquiera un supuesto beneficio a costa de otro grupo humano menos favorecido. Tal edificación ideológica representa el momento más favorable para las personas clasificadas como retrasadas mentales, para quienes la historia siempre había guardado la idea de que para el mejoramiento del resto de la sociedad ellas deberían ser eliminadas, apartadas, o cuando menos, recibir un trato significativamente distinto. Con respecto a la búsqueda del lugar de la persona en las distintas perspectivas de investigación sobre el retraso mental, es posible resumir entonces, que en el caso de la perspectiva patológica dicho lugar fue más bien combatido creyendo que con ello se atacaba a la supuesta enfermedad. En relación con la perspectiva de la diferencia, el lugar de la persona quedó reducido a un cuadro de comportamiento atípico que como tal debía estar fuera de la dinámica social de los 12 comportamientos típicos, con lo cual el desarrollo de la persona clasificada como retrasada mental quedó determinado por la pobreza de sus oportunidades de interacción. En lo que a la perspectiva de intervención se refiere, las limitadas posibilidades de desarrollo -debidas a la marca de la diferencia- fueron a la vez fragmentadas para su tratamiento, con lo que el lugar de la persona fue destinado a un cúmulo de partes disasociadas. Y, desde la perspectiva de la participación, ahora se intenta reorganizar ese lugar de la persona y darle su puesto en la dinámica social, pero las herramientas necesarias aún no han sido adquiridas. O sea, que la última definición de la AAMR pretende dar un lugar en la participación social a alguien a quien la historia del conocimiento aún no le ha permitido del todo ser y que, sólo será en la medida en que ocupe un lugar reconocido en la participación social; para lo cual, queda por resolver el cómo de la cuestión, a lo que la perspectiva inclusionista ya empieza a dar algunas respuestas. Lo que este trabajo sugiere entonces a las intenciones de aporte al conocimiento, curiosamente, no es en nada distinto a lo propuesto por Vygotski en 1928 con base en sus reflexiones sobre la falta de estudio en el campo del retraso mental: “debemos estudiar no el defecto, sino el niño con uno u otro defecto: por eso el estudio integral de la personalidad del niño en su interacción con el ambiente que le rodea, debe constituir la base de todas las investigaciones” (Vygotski, 1997, p. 193). Sin duda, nos referimos a la búsqueda y análisis de las vías de acceso a las interacciones en las que, con más o menos participación, la persona clasificada como retrasada mental parece tomar lugar. Para tal análisis resulta insuficiente el estudio estrictamente comportamental, el que se reduce a un intento por conocer únicamente la cara externa de un fenómeno que se plantea holográficamente con facetas mentales, sociales y conductuales de límites indefinidos. Por lo tanto, se hace necesario acudir a procesos hermenéuticos -quizás ya probados en la etnometodología, la pragmática y el psicoanálisis, por ejemplo- o inventar otros que en la complementariedad y la simultaneidad con los estudios comportamentales, permitan una conciliación del conocimiento sobre lo que hasta ahora se denomina como retraso mental; en justa consecuencia con el concepto de persona que se deriva de las distintas proclamas sobre derechos humanos. De la segregación de la patología a la participación inclusiva hay una historia escabrosa, marcada por la muerte, la tortura, el abandono, la discriminación, la experimentación y, más recientemente, por la emancipación que ha logrado acercarse más certeramente hacia una participación real de las personas con discapacidad en la vida social. Si bien la educación especial de América Latina empezó a funcionar ya avanzada esta historia, en este momento convive con consecuencias similares que deben ser engarzadas en la misma coyuntura de la educación inclusiva. En el enfoque de la participación, el concepto de necesidades educativas especiales va permeando todos los espacios latinoamericanos de la enseñanza y el aprendizaje; planteando nuevas y mejores posibilidades de desarrollo para los estudiantes con discapacidad, pero también muchos temores, dudas e inquietudes para los educadores que se autocalifican como incapaces para enseñar a esta población, sobre todo cuando no se vislumbran apoyos cercanos ni de calidad. La propuesta de la educación inclusiva, que ahora encuentra un lugar de privilegio en las últimas demandas de la UNESCO, requieren de una organización docente y administrativa consolidada en el sentido de la mutua cooperación, del trabajo en equipo, del respeto por la diversidad y por las biografías particulares de cada uno de los estudiantes que con un repertorio distinto se juegan su futuro en nuestros escenarios escolares. Los educadores, por su lado, deben empoderarse de su capacidad de mediar efectiva y afectivamente en la enseñanza de cada uno de esos estudiantes, virtud que todos pueden fortalecer creando una identidad pedagógica mutua y propia; por encima de tecnicismos estandarizantes que castigan las particularidades de los estudiantes, constriñen las posibilidades de conocimiento e inhiben la necesaria posición crítica y creadora del docente. 13 14 15 Bibliografía AAMR (1992, 1997). Retraso mental. Definición, clasificación y sistemas de apoyo. (Trad. de Miguel Angel Verdugo y Cristina Jenaro). Madrid: Alianza. Aguado, A. (1995), Historia de las Deficiencias. Madrid: Escuela Libre Editorial. Ammerman, R. (Marzo-Abril, 1997). Nuevas tendencias en investigación sobre discapacidad. Siglo Cero, vol. 28 (2), 170, pp. 5-21. Andreu, T. (Julio-Diciembre, 1996). Los nuevos cauces de investigación en el ámbito de atención temprana. Educación Especial, 22. pp. 55-65. Bakeman, R. y Gottman, J. (1989). 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