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Diez años de cine español
ANTONIO LARA*
el cine hecho en España desde 1978 hasta ahora no
EXAMINAR
es tarea fácil y todavía se complica más si pretendemos
seleccionar, además, las mejores producciones realizadas durante
dicho período. Los principales inconvenientes no están sólo en el
gran número de películas disponibles, sino en una abundancia auténtica de trabajos de primera línea, aunque a muchos les sorprenda tal afirmación porque todavía no ha desaparecido del todo la
idea —vieja y, hoy, carente de fundamento— de que nuestro cine
carece de interés y de calidad. Algunos de los especialistas que se
ocupan, habitualmente, de estas cuestiones se sienten obligados, o
poco menos, a pedir perdón por ello, como si sucumbieran a una
vieja debilidad o a una perversión irresistible. ¿Por qué estudiar
nuestra cinematografía, cuando hay tanto que hacer en otros territorios, supuestamente más rentables? Sólo la conciencia de cumplir un penoso deber serviría para excusar esta dedicación hacia el
cine español que, en el peor de los casos, debería tener un carácter
transitorio.
Yo no estoy de acuerdo con esta tendencia —que, en muchas
ocasiones, no se atreve a decir abiertamente su nombre— porque,
cuando las películas españolas son malas, e incluso horribles, no
merecen la pena, exactamente lo mismo que ocurre con cualquier
desafortunado producto internacional. («Bueno» y «malo» son
términos populares que resultan más expresivos y certeros que
cualquier otro.) Cuando nos encontramos ante una obra maestra
hecha en España, en cambio, el mundo cultural que la ha hecho
posible y el nuestro tienen muchos elementos comunes y, por consiguiente, no sólo nos conmovemos con lo que nos dice el autor,
sino que somos capaces de desentrañar fácilmente algunas claves
que, en otros casos, siempre se nos escaparán. Las obras de arte
pertenecen a todos los hombres y mujeres de este viejo planeta, vengan de donde vinieren, pero sus secretos se revelan, de modo especial, a quienes comparten una misma forma de cultura.
En el fondo de estas cuestiones, que nunca son nimias, se oculta, frecuentemente, un cierto sentimiento de inferioridad hacia las
demás naciones, como si algunas —siempre otras— tuvieran la
* Antonio Lara, Málaga, exclusiva del saber y de la dignidad y otras —la nuestra, en primer
1939. Catedrático de Teoría e lugar —arrastrasen algún estigma histórico del que resulte impoHistoria de la Imagen, Universidad Complutense. Crítico de sible desprenderse. Esta dependencia de modelos culturales ajenos
es grave e impide un adecuado desarrollo. Si el estudioso —o el
cine de El País y Ya.
PELÍCULAS
«BUENAS Y
MALAS»
modesto aficionado, lo" que para el caso da lo mismo— no está
convencido, previamente, de que España es un país valioso e importante, con una cultura original y atractiva, no será nuestro
cine, aisladamente, el factor que cambie sus convicciones. Las películas son, en este sentido, parte fundamental de la cultura de una
comunidad histórica —o no son nada— y es un verdadero placer
verlas y apreciarlas si, antes, hemos aprendido a comprender por
qué la pintura, la arquitectura o la música hispanas —como la cocina, los tejidos o el vino, si se me apura— merecen la pena desde
todos los puntos de vista.
No voy a caer en la afirmación, tan frecuente, según la cual el MEJORÍA
nuestro sería el mejor cine europeo del momento. En algunos pe- SUSTANCIAL
ríodos, es posible que esto sea cierto, pero la buena salud —estética o industrial, tan unidas, en general— de una cinematografía
concreta no constituye un valor permanente, sino un índice que
sube y baja, continuamente. Sería más exacto decir que el cine español ha mejorado sustancialmente, en los últimos años, y, pese a
los problemas económicos que debe vencer, en cada momento, ya
es capaz de competir en los mercados internacionales de forma
digna. Las películas realizadas en España serán alguna ve/ las mejores y, en otros casos, las peores, pero, en cualquier ejemplo, podrán hablar de igual a igual con las de otros países. Esta mejora de
la apariencia técnica (la inspiración estética es otro valor, aún más
escaso, que no se confunde con ella, pero que la necesita, como
primer escalón de la futura obra) no es consecuencia de ningún
milagro, sino resultado lógico de la atención creciente de los espectadores españoles que se ha traducido en un aumento de los presupuestos y, sobre todo, de tiempo de rodaje. Frente a las cuatro semanas de antaño, tope infranqueable, ahora no son raros los proyectos en los que se llega a dos meses, o aún más, con la
consiguiente tranquilidad y calma en la realización, lo que permite
apurar mejor los matices.
Esos dos aspectos —a los que debe agregarse el clima de libertad hecho posible por la desaparición de la censura —han permitido que el cine español adquiera un tono industrial medio más digno que el de épocas pasadas. Los problemas de siempre no han desaparecido, ni desaparecen fácilmente, pero los logros son muy
claros. Sabemos que nunca podremos competir con las producciones espectaculares de Hollywood y nuestros autores, técnicos e intérpretes no tienen el futuro tan fácil como las figuras americanas
o las que usan el idioma inglés, pero así son las cosas, nos guste o
no. Nuestra fuerza, como la de los mejores cineastas de Europa,
está en hacer mejor que nadie las películas pequeñas y sinceras,
que hablen de nosotros mismos. Ese es el único terreno en el que
nadie se atreverá a disputarnos el primer puesto.
Otros países no han vivido la dolorosa experiencia de una tradición cultural rota, como la nuestra. Tras el impresionante resplandor creativo de la generación del 27, vino la ruptura brutal de
la guerra civil del 36 y, con ella, la desaparición de los logros del
período de la República, cuando se hizo un cine popular, muy digno, y comenzó la educación del espectador español. En todos los
LOS
PROBLEMAS NO
HAN
DESAPARECIDO
dominios de la cultura española ha ocurrido lo mismo, por supuesto, pero en el mundo del cine, si cabe, esta separación fue mucho
más dura. Los jóvenes que, a comienzos de los años sesenta, pudieron conocer a Luis Buñuel y hablar con él (auténtico mito viviente de ese período histórico), y de los que Carlos Saura fue el
representante más directo, se dieron cuenta de la urgente necesidad de reanudar los lazos con el pasado cercano, única forma de
emprender racionalmente la tarea de describir y analizar el presente. No se trataba sólo de dejarse influir por el colosal cineasta aragonés —lo que era inevitable, aunque menos importante que vivificar la tradición cultural anterior a 1936—, sino de comprender
mejor la importancia y la trascendencia de entender la cultura española más viva y fundamental, la de Quevedo, Goya, ValleInclán o Galdós, en la que el amor a España no excluye, sino que
exige, la crítica de los aspectos discutibles de la convivencia. Gran
parte de las mejores obras de toda la historia de nuestro cine nacen
de idéntica exigencia, desde El verdugo, de Luis G. Berlanga, a
Tris tana, de Luis Buñuel, sin olvidar Nueve cartas a Berta, de Basilio Martín Patino, o Las truchas, de José Luis García Sánchez y,
sobre todas ellas, la famosa Viridiana, del mismo Buñuel, o Padrenuestro, de Francisco Regueiro.
ACOGIDA
MÁS
ESPERANZADORA
En los últimos años ha mejorado, a mi modo de ver, la consideración general hacia nuestro cine por parte de los aficionados y,
sobre todo, se ha transformado la actitud general —más fría y reticente— del público mayoritario. Todavía quedan muchos recelos
por vencer, pero, frente a la hostilidad descarada de los años veinte
y treinta, cuando los representantes de la cultura oficial creían que
era de buen tono despreciar las imágenes animadas, como una forma baja y sin interés de entretenimiento popular, ahora encontramos una acogida mucho más esperanzadora o, por lo menos, más
positiva.
No es éste el lugar adecuado para defender al cine de sus muchos inquisidores; baste subrayar, solamente, que la situación de
este medio expresivo, en nuestro país, no es mejor, ni peor, que la
de otras formas milenarias, como la música o la arquitectura, por
ejemplo. Una persona inteligente puede desarrollar su actividad,
sin el menor problema, ignorándolo todo de uno y otro campo y
seguirá siendo considerado culto, por más que esto nos asombre.
Es la situación general y el mismo entendimiento del concepto de
cultura el que tiene que cambiar en España, para ser vivificado y
para que llene las esperanzas de los ciudadanos que vivimos en
esta sufrida piel de toro.
Si a estas carencias fundamentales unimos las sempiternas dificultades económicas y las barreras para impedir que nuestras películas se exhiban en otros países, con la conquista de nuevos mercados, tendremos una explicación clara, aunque algo simplista, de
los principales problemas a los que debe hacer frente un profesional cinematográfico español. Es verdad que ahora hay más dinero
público para subvencionar la industria —permanentemente deficitaria—, pero esto es, según muchos observadores, otro inconveniente añadido, que pone en evidencia la dependencia indeseable
entre industria cinematográfica y política. Postular una cierta in-
dependencia entre los cineastas y el poder político de turno es algo
noble, aunque ilusorio. Sea cual sea el gobierno que tengamos,
será difícil imaginar una situación de libertad total. Las reglas del
mercado son durísimas y, si las cinematografías europeas —la española, entre ellas, por supuesto— no han desaparecido por completo en los últimos años es porque los profesionales se han empeñado, contra viento y marea, para hacer posibles los proyectos, exponiendo la piel y el alma en cada tarea. Lo normal, lo más
frecuente, no es vivir del cine, sino malvivir, con él, arriesgando
hasta el propio patrimonio. Los artistas más excelsos han tenido
que convertirse, de grado o por fuerza, en avispados mercaderes si
querían que sus ideas llegaran a la pantalla y, si ese esfuerzo ha
aguzado el ingenio de muchos también ha contribuido a que bastantes abandonen, incapaces de sobrevivir en ese terreno.
El peligro mayor es que el poder político intente influir en las
historias cinematográficas, convirtiendo en dóciles emisarios de
sus ideas a los profesionales de la imagen en movimiento. Cuando
esto ocurre, las películas pierden su fuerza y se transforman en
meros vehículos de entretenimiento o propaganda, pero lo más
frecuente es que los cineastas logren eludir las obligaciones. Si en
la dictadura de Franco fueron capaces de rodar El verdugo o
Muerte de un ciclista, ahora también han sabido, y sabrán, mantenerse a flote en aguas turbulentas. Las diversas Administraciones
intentarán siempre, de forma más o menos sinuosa, influir en los
hombres de cine y éstos acabarán haciendo lo que les venga en
gana, siempre que se pueda.
Si quisiéramos hacer un balance de la situación general de este
decenio —fragmentario, incompleto y revisable, por supuesto—
habría que destacar también, junto a la renovación cultural y la
conquista de nuevos espectadores, el clima de libertad expresiva
que sólo ha sido posible con el advenimiento de la democracia. Si
esa libertad se usa mal alguna vez, se tratará de un exceso análogo
a los miles que se cometen todos los días en cualquier campo y el
remedio será el mismo que para otras cuestiones, sin que se trate
de algo excepcional. Lo normal y más frecuente, sin embargo, es el
empleo responsable de esa libertad que tanto trabajo ha costado.
El pueblo español ha soportado los posibles disparates que haya
podido ver en las salas de cine con mayor civismo del que le adjudicaban los censores franquistas y, poco a poco, se ha acostumbrado a responder a los títulos más polémicos con extraordinaria responsabilidad. Ojalá todos los eslabones de la cadena fílmica —la
distribución y la exhibición, por ejemplo— estuvieran a su altura,
pero no es así. Si nuestros técnicos son los más avanzados de la industria mundial (sobre todo los directores de fotografía, son buscados por los productores extranjeros que ruedan en nuestro suelo),
las salas de cine, en su inmensa mayoría, están muy anticuadas y
necesitan una renovación tecnológica urgente.
La creación de nuevos mercados, unidos1 a los tradicionales, va
a obligar a un replanteamiento de muchos supuestos aparentemente inamovibles. No es lo mismo contar una historia en imágenes para una sala con miles de espectadores que para otra donde
EL PERÍODO
DÉLA
INFLUENCI
A DEL
PODER
BALANCE
DE UN
DECENIO
ni siquiera hay cien asientos. Los sistemas de registro electrónico,
con la llamada alta definición, transformarán la apariencia de las
imágenes y podrán competir con el fotoquímico en condiciones
ventajosas. Aunque no es cierto que el cine se muera, sí lo es que
sufrirá cambios espectaculares.
Si volvemos a las películas concretas y dejamos de lado las
cuestiones abstractas —necesarias, sin embargo, para entender los
hechos y problemas tangibles— tendremos que convenir que el
cine es una realidad muy definida, que sólo se conoce viéndolo y
estudiándolo. De nada vale examinar aportaciones bibliográficas y
análisis críticos si nos apartan de lo fundamental: ver y escuchar
las películas. Durante el período que nos ocupa se han rodado muchos proyectos, pero menos, comparativamente, que en otras etapas. De todos modos, hay varios cientos de films, enormemente
variados, de los que sólo unos pocos han atraído la atención de los
espectadores y un grupo más reducido aún ha merecido los honores de la crítica. Un procedimiento repetido (que tiene sus ventajas
e inconvenientes, claro está) es el de las listas reducidas, en las que
se incluyen las mejores obras y que facilita, enormemente, la discusión y el estudio. El valor de estos listados es el que le queramos
dar, en función de prestigio de los que los han confeccionado.
Cuando se unen las opiniones de varios especialistas —sobre todo,
si éstos proceden de distintos países— parece que los reparos disminuyen, como si la coincidencia multitudinaria fuera la única
garantía de aproximación a la verdad en este viejo mundo.
BALANCE DE
LAS MEJORES
PELÍCULAS
En esta ocasión, voy a hablar en primera persona y sin consultar a nadie que no sea yo mismo, para ofrecer una selección personal de las mejores películas del período, que no pretende ser infalible —ojalá—, sino abrir las discusiones. Si se preguntara a otros
especialistas, los resultados serían diferentes, por supuesto, pero
también estoy seguro de que habría abundantes coincidencias. Si
el paciente lector lo acepta, voy a distinguir tres niveles de selección, progresivamente más reducidos; en primer lugar, las cincuenta mejores producciones de ese decenio, a razón de cinco por
cada año; en segundo nivel, las diez mejores películas y, por último, una sola, la mejor de todas. Podría hacerse de otra manera,
qué duda cabe, pero me parece que estas tres constituyen un compromiso razonable, siempre que se acepten como lo que son, un
juego carente de infalibilidad que podrá ser mejorado por muchos.
(Si algunos quieren conocer los mejores títulos de otros perío"dos, a modo de recordatorio, no hay el menor inconveniente. Así,
además de las obras citadas en este trabajo hechas en los años sesenta, no habría que olvidar, en mi opinión, las siguientes:
El espíritu de la colmena, Víctor Erice, 1973; La prima Angélica, de Carlos Saura, 1974; Furtivos, José Luis Borau, 1975; Tamaño natural, de 1973, y La escopeta nacional, 1977, ambas de Luis
G. Berlanga; A un dios desconocido, de Jaime Chávarri, 1977; Las
truchas, de José Luis García Sánchez, 1977... Hay muchas más,
pero este grupo puede servir de guía para entender mejor el cine
español desde comienzos de los sesenta hasta la entrada en vigor
de la Constitución). Si nos reducimos al decenio que empezó en i
1978 y que terminará en este año, los títulos que selecciono son
los siguientes:
1978: Sonámbulos, Manuel Gutiérrez Aragón. Los
restos del naufragio, Ricardo Franco. Bilbao,
Bigas Luna. Los ojos vendados, Carlos Saura.
Soldados, Alfonso Ungría.
1979: El corazón del bosque, Manuel Gutiérrez Aragón.
Arrebato, Iván Zulueta. La sabina, José Luis
Borau. La verdad sobre el caso Savolta, Antonio
Drove. Mamá cumple cien años, Carlos Saura.
1980: Bodas de sangre, Carlos Saura. El nido, Jaime de
Armiñán.. Patrimonio nacional, Luis G. Berlanga.
Gary Cooper, que estás en los cielos, Pilar Miró. El
crack, José Luis Garci.
1981: El crimen de Cuenca, Pilar Miró.
Función de noche, Josefina Molina.
Maravillas, Manuel Gutiérrez Aragón.
La fuga de Segovia, Imanol Uribe. Jalea
real, Caries Mira.
1982: Demonios en el jardín, Manuel Gutiérrez Aragón.
La colmena, Mario Camús. La plaza del
diamante, Francisco Betriú. Valentina, Antonio
Betancor. Cuerpo a cuerpo, Paulino Viota.
1983: El Sur, Víctor Erice.
¿Qué he hecho yo para merecer esto?, Pedro Almodóvar.
Bearn, Jaime Chávarri. Carmen, Carlos Saura. Epílogo,
Gonzalo Suárez.
1984: Feroz, Manuel Gutiérrez Aragón.
La noche más hermosa, Manuel Gutiérrez Aragón. Los
santos inocentes, Mario Camús. Río abajo, José Luis
Borau. Tasio, Montxo Armendáriz.
1985: La vaquilla, Luis G. Berlanga. La vieja música,
Mario Camús. Padre nuestro, Francisco
Regueiro. Los paraísos perdidos, Basilio Martín
Patino. La corte del Faraón, José Luis García
Sánchez.
1986: La mitad del cielo, Manuel Gutiérrez Aragón.
Veintisiete horas, Montxo Armendáriz. Mi
general, Jaime de Armiñán. Tata mía, José Luis
Borau. Viaje a ninguna parte, Fernando Fernán
Gómez.
Manuel Gutiérrez Aragón
Luis García Berlanga
1987: La vida alegre, Fernando Colomo. Ellute, Vicente
Aranda. El año de las luces, Fernando Trueba.
Madrid, Basilio Martín Patino. La guerra de los
locos, Manuel Matji.
Hay muchas obras valiosas en esta lista y, si estrechamos el nivel de exigencia y nos quedamos sólo con diez título —que cito
sin orden de preferencia, de más a menos antigüedad—, la calidad
es aún más indiscutible:
El corazón del bosque, Manuel Gutiérrez.
Bodas de sangre, Carlos Saura.
El Sur, Víctor Erice.
Epílogo, Gonzalo Suárez.
Río abajo, José Luis Borau.
La vaquilla, Luis G. Berlanga.
Padre nuestro, Francisco Regueiro.
La vieja música, Mario Camús.
Viaje a ninguna parte, Fernando Fernán Gómez.
Madrid, Basilio Martín Patino.
Y, si tengo que seleccionar una sola de estas obras cinematográficas, sin dudar, me quedaría con:
El Sur, Víctor Erice.
LOS MEJORES
AUTORES
(Aunque se trate de un rodaje interrumpido, el largo fragmento
que ha llegado a nosotros es suficiente para admirar el talento del
director de El espíritu de la colmena, aunque elevarlo al primer lugar no quiere decir que yo establezca una frontera infranqueable
entre su trabajo y el de sus compañeros de los primeros puestos.)
Pasar de las mejores obras a los mejores autores es bastante más
peliagudo de lo que parece, porque no rueda sólo quien quiere,
sino quien puede. La sensibilidad y la capacidad expresiva deben
adecuarse a las duras condiciones de trabajo de una industria en la
que los creadores tendrían que dar lo mejor de sí mismos, con
inspiración y sin ella. Los directores de las obras más sobresalientes, sobre todo aquellos que tienen detrás una amplia trayectoria
creadora, y que han traspasado las fronteras, son, desde luego, los
más conocidos y los artistas más sólidos. El ejemplo indiscutible es
el de Carlos Saura y en la hipotética lista de los creadores más originales tendrían que estar nombres como Manuel Gutiérrez, José
Luis Borau, Luis García Berlanga —uno de los autores más importantes del cine español—, Fernando Fernán Gómez, Mario
Camús, Gonzalo Suárez, Jaime de Armiñán, Vicente Aranda...
No me atrevería a hacer una selección exhaustiva de personalidades creadoras porque éstas no se prestan tan fácilmente a la comparación y a la clasificación. La mayoría de los profesionales sobresalientes tienen un futuro más prometedor aún que el pasado o
el presente y me parecería injusto cerrar su carrera con un juicio
que quizás sería prematuro. Baste saber que no carecemos de directores imaginativos, aunque nunca sobren, y que el talento abunda, más que el de los guionistas, incluso (hay pocos escritores dedicados en exclusiva al cine y al nombre de Rafael Azcona habría
que agregar el de Juan Antonio Porto y pocos más) mientras que
hay ya algunos productores tenaces e inteligentes, como Elias Querejeta, Luis Megino, Eduardo Ducay, José Luis Dibildos y Andrés
Vicente Gómez. Técnicos de primera categoría, especialmente directores de fotografía, hay muchos en el cine español: Teo Escamilla, José Luis Alcaine, Juan Amorós, Magí Torruella, Carlos Suárez, y tampoco echamos en falta a directores artísticos —Gerardo
Vera, Javier Artiñano, Félix Murgia...— y otros profesionales eminentes. Sólo para citar a los principales actores nos harían falta
muchas páginas.
El mejor material para hacer buenas películas son las historias
sólidas y bien construidas, inventadas por una imaginación activa
y soñadora. Analizar en detalle los secretos de las mejores obras,
de las diez seleccionadas, por ejemplo, sería magnífico, si el espacio nos acompañara y quizás lo haga en una próxima ocasión.
Baste saber, por ahora, que todas esas creaciones ahondan en zonas muy concretas de la convivencia hispánica y que, de distintas
formas, vuelven a tomar la línea tradicional de la cultura española
más auténtica en un nuevo clima de libertad. Casi todas estas películas se alimentan, descaradamente, de las opresiones que a todos
nos acechan y, a la vez, de los respiraderos de esa convivencia, viviendo las contradicciones y las ilusiones de este magnífico país
que no cambiaríamos por ningún otro.
Todas estas obras nos liberan —o contribuyen a hacerlo— de
muchas maneras, por la vía del instinto o de la racionalidad, averiguando las claves últimas que explican la existencia de los españolitos sobre esta vieja piel de toro, muy parecida a sí misma, pese a
las transformaciones sociales y políticas vividas convulsivamente
en los últimos años. El cine es nuestro mejor espejo o, si lo preferimos, la trampa más parecida a la realidad con la que nos encontramos. Que se acentúe una u otra función depende también, en
gran medida, de nosotros mismos.
Omero Antonutti
y Sonsoles
Aranguren, en
una escena de «El
Sur».
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