Introducción a San Agustín JUAN DEL AGUA de los resultados intelectuales más importantes de la UNO celebración del 1600 aniversario de la conversión del obispo de Hipona es, sin duda, la excelente síntesis que de su pensamiento ha hecho Henry Chadwick, el decano de los estudios patrísticos en Gran Bretaña, y que el lector español conoce por haber sido publicado en nuestro país su excelente estudio sobre Prisciliano de Avila (1978). La edición inglesa (Oxford) es de 1986; la traducción francesa (ed. du Cerf) es de 1987 y lleva un luminoso prefacio de Jacques Fontaine, eminente historiador también de la antigüedad tardía. El título del libro es, simplemente, Agustín. Publicar un libro sobre San Agustín, de muy alto nivel, pero UNA JUSTIFICACIÓN con un mínimo de notas y no escrito intencionadamente para esDE GRAN pecialistas, precisa en nuestro tiempo, tan en los antípodas del esPESO píritu agustiniano, una justificación de gran peso, que el autor se apresura a dar en la segunda página del primer capítulo: la continua influencia que la obra del primer Padre de la Iglesia latina, la más voluminosa que se ha conservado de toda la antigüedad, ha ejercido en el mundo occidental hasta hoy mismo. Influencia y, claro está, polémicas que su pensamiento ha suscitado a lo largo de dieciséis siglos. Polémicas nacidas casi siempre de una mala o parcial interpretación de su obra, original y compleja en extremo, surgida en gran parte de las circunstancias de cada día, del ministerio pastoral, y que sólo un buen conocimiento de la época permite entender en todo su alcance y armonía. Final de un mundo —el de la antigüedad— y comienzo de otro —el de occidente—, cuya valoración positiva no comienza hasta principios de este siglo, con los libros de Ainalov y Riegl, y que todavía, como las innovaciones intelectuales y literarias más importantes de nuestro tiempo, no ha pasado al acervo común de la vida cultural. El libro de uno de los más perspicaces historiadores de los primeros siglos cristianos, Henri-Irénée Marrou, ¿Decadencia romana o antigüedad tardía! (1977), es prueba de ello, como el propio autor subraya en el primer capítulo. La influencia de San Agustín en la cultura de occidente es tan LA importante y continua que apenas podemos dar aquí algunos INFLUENCIA DE SAN nombres o referencias. En vida, el hispano Orosio fue su discípulo AGUSTÍN más importante, pero su influencia se extendió también por Italia y la Galia (San Paulino de Ñola y Próspero de Aquitania). Le reco- nocieron como el más grande, Gregorio el Magno y San Isidoro; durante el renacimiento carolingio; en los siglos XI y XII con Pedro Lombardo y Graciano. Los siglos XIII y XIV vieron la renovación de su pensamiento con San Buenaventura y Duns Escoto, sin olvidar que Santo Tomás le admiraba; ni que Petrarca llevaba consigo siempre un ejemplar de las Confesiones. El ingrediente agustiniano es esencial en la mística del siglo XV, en la Reforma protestante del XVI y la católica del Concilio de Trento. La espiritualidad española del siglo XVI está impregnada de su espíritu, en especial Fray Luis de León; y la francesa del XVII le debe a San Agustín, y a la española del siglo XVI, su maravillosa florescencia, desgraciadamente empañada por querellas violentísimas que acabaron destiñendo en la valoración de la misma espiritualidad. A este cansancio producido por las polémicas de carácter muy poco evangélico, y el formidable impacto que produjo en Europa la cruelísima guerra de los Treinta Años, en la que para la mayoría de los beligerantes la religión sólo fue un pretexto para saciar su voluntad de poder, hay que añadir el resurgimiento, en el siglo XVII ya, sobre todo en su último tercio, de la inveterada tentación del hombre a considerarse autárquico, a confiar sin ningún límite en su razón, a creer en su automática perfectibilidad sin que la continua reflexión ni el vivir alerta sean indispensables. Las consecuencias se hicieron pronto sentir. A fines del siglo XVIII, los philosophes, que detestaban el cristianismo, habían conseguido apartar a numerosos grupos de los estamentos más altos de la interpretación cristiana de la realidad, esto es, de la interpretación del hombre como persona y del costoso y difícil esfuerzo que debe hacer para amar a Dios más que a sí mismo. Un ejemplo entre muchos: el volteriano Gibbon condensará la tesis de su famoso libro, Ocaso y caída del Imperio romano, en la fórmula: «Hemos asistido, pues, al triunfo de la religión y de la barbarie», dos palabras que desde esas fechas van a ser sinónimas para muchos millones de hombres a pesar de los desastres y de la inhumanidad que han producido los regímenes y los hombres que expresamente han expulsado de su interpretación de la realidad a Dios creador y al hombre como persona. Subraya un tanto maliciosamente Chadwick que los philosophes se quedaron «aterrados cuando Kant, que como buen ilustrado había proclamado que el hombre debía osar pensar por sí mismo, declaró, sin ambigüedad su creencia en que un mal radical corroe y pervierte la naturaleza humana.» El movimiento romántico, de cierto romanticismo, va a tener en cuenta sobre todo el lado de la obra de San Agustín en el que se valora la importancia del «sentimiento» y de todo lo cordial. En cuanto a los pensadores, Kierkegaard se reconoce en el santo, y el Padre Gratry, uno de los más importantes renovadores del pensamiento cristiano en Francia, expresará con sumo acierto la pretensión intelectual de San Agustín: «El santo en la escuela de Cristo lee a Platón. ¿Y por qué? Para apoderarse, si puede, del espíritu humano entero, de toda razón, de toda sabiduría humana, a fin de llevar a Dios al hombre todo y someter todo a Jesucristo.» (Conocimiento de Dios). Por otro lado, la publicación de los Padres de la Iglesia, latinos y griegos, en Alemania, Francia, Italia, Inglaterra y el afinamiento y eficacia de los métodos históricos, tareas empren- EL ROMANTICISMO Y EL «SENTIMIENTO» AGUSTINIAMO didas el pasado siglo y continuadas en éste, han mostrado el papel fundamental que los Padres y el cristianismo, han ejercido en la creación de occidente, de la cultura y de la civilización de Europa y América. Y lo que es todavía más importante: la filosofía de nuestro tiempo, al descubrir la existencia o la vida humana como realidad radical, ha mostrado que el sentimiento religioso pertenece a la raíz misma de la vida, es, por tanto, indisociable de ella, y que Dios aparece en ella como su fundamento. San Agustín quería conocerse a sí mismo y a Dios. Desde otros supuestos, el hombre de nuestro tiempo ha redescubierto que necesita saber quién es, cuál es el sentido de la vida, qué será de él, es decir, conocerse a sí mismo y a Dios. Noverim me, noverim te, escribía en los Soliloquios —género literario inventado por él— San Agustín. (Sobre este problema, entre la inmensa bibliografía, dos títulos: M. Blondel, «L'unité origínale et la vie permanente de la doctrine philosophique de St. Augustin» [1930] y J. Marías, «Filosofía y cristianismo» [1980]). El libro de Chadwick trata del pensamiento de San Agustín, y sólo en la medida en que los acontecimientos y el contexto históricos resultan indispensables para su comprensión son tenidos en cuenta. Con lo cual, sin proponérselo, Chadwick ha escrito una biografía o itinerario intelectual del santo, ya que su obra es circunstancial en grado sumo —labor pastoral cotidiana, lucha contra las herejías, polémicas— y su conversión presenta un carácter de progreso y ahondamiento reflexivo en su nueva fe. El mismo se definía como «un hombre que escribe progresando y progresa escribiendo». De ahí la necesaria exposición de algunos de los ingredientes esenciales de su circunstancia. LOS ORÍGENES DE SAN AGUSTÍN San Agustín nace el 354 en Tagaste, pequeña ciudad del interior de Numidia (Argelia). Su madre es cristiana, su padre catecúmeno, la familia de recursos modestos. En el siglo IV, el África romana es una de las regiones más ricas del Imperio de occidente y Cartago la segunda ciudad después de Roma. La Iglesia africana no carece de personalidad ni ha carecido de personalidades —Tertuliano, San Cipriano—, ni tampoco de problemas —donatismo.— Aunque una nueva religiosidad, no sólo cristiana, impregna las formas de vida de la antigüedad tardía, la cultura sigue siendo la vieja romano-helenística, refinada, desgastada, en buena medida petrificada en clichés y tópicos raídos, esencialmente retórica, de escasa vitalidad, pero no muerta. Retórica no quiere decir falsa, sino literaria, esto es, constituida por un sistema de modos de decir consagrados y consabidos. Grancias a ella, San Agustín ha aprendido a leer, escribir, a impregnarse de algunos clásicos. Sin embargo, a pesar de haber leído a Cicerón su formación filosófica es muy deficiente. Sabe poco griego. A los diecisiete años toma una concubina con la que tendrá un hijo: Adeodato. Acabada su formación en Cartago vuelve a Tagaste a enseñar retórica. Pero al año siguiente retorna como profesor a la gran ciudad. La influencia de su madre sobre él es grande, pero San Agustín no se hace cristiano... sino maniqueo, secta sincrética constituida por una considerable dosis de charlatanismo, y que sólo la situación un tanto desesperada del hombre en aquella época, que no podía con- siderar las perspectivas del porvenir, con demasiado optimismo, y una buena dosis de desorientación pueden explicar que un alma tan fina como la de Agustín se uniera a ella. Hubo quizá también otras razones más «humanas», ya que, descontento de su situación en Cartago, marchó el 383 a Roma con alguna recomendación de la secta, aunque personalmente hubiera ya perdido toda esperanza de encontrar la verdad en ella. Agustín venía a medrar, dadas sus cualidades intelectuales. Como la corte estaba en Milán, allí se fue (384), donde consiguió la cátedra oficial de retórica, a la espera de algún puesto más importante (gobernador de provincia). Encuentra a San Ambrosio, descubre la filosofía neoplátonica de Plotino y Porfirio traducida por Mario Victorino, y después de leer a San Pablo, en agosto del 386 se convierte al cristianismo. Dimite de su cátedra y se retira a Casaciaco donde emprende la redacción de los primeros Diálogos. En la Pascua del año siguiente se bautiza y vuelve a Roma, donde muere su madre Mónica. En el otoño del 387 retorna a Tagaste donde vivirá una vida monástica hasta el año 391. Este año, al ser reconocido en Hipona es ordenado casi por la fuerza sacerdote, y unos años más tarde obispo de la misma, donde morirá el 430 con los vándalos a sus puertas. Son treinta y cinco años de una actividad incesante: meditaciones, obras de caridad, durante años administración de la diócesis, viajes, cartas, sermones, innumerables tratados, muchos de ellos de réplica y refutación, donde se expresa un amor apasionado por Dios por sus feligreses, por la Iglesia, que, en algunos casos, un exceso de polémica y pesimismo le llevan a donde no quiere ir, extremos, sin embargo, que no rompen la unidad de su obra. Adviértase al respecto, que sus famosas Retractationes son simplemente rectificaciones —y no siempre en dirección opuesta—. La conversión de San Agustín constituye el gran acontecimien- LA to de su vida, la decisiva inflexión de su trayectoria. No cambian CONVERSIÓ sólo sus convicciones filosóficas, sino la organización de sus saber N de su vida. Los supuestos de que va a partir en sus obras son pues, religiosos, pero hay que subrayar que a la fe ha llegado (además de por la gracia) a través de la filosofía. La lectura del Hortensius de Cicerón a sus diecinueve años le había enseñado que los valores cardinales de su vida no pueden ser el poder, los honores, las riquezas, ni el placer. Años más tarde, en Milán, los neo-platónicos le mostrarán que la verdad es accesible al alma limpia y ascética (en forma), y que el verdadero bien es unirse a Dios. Pues bien, si el neo-platonismo le conduce al Dios cristiano, y utiliza en sus escritos su vocabulario filosófico, pronto percibe los límites de esa filosofía, y toma conciencia de la originalidad irreductible de su pensamiento, de que la pregunta por el alma —de quién es él— y Dios —de anima, de Deo—, no es la misma que la pregunta por el Ser y por el de las cosas. ¿Quiere esto decir que en su pensamiento no hay lugar para una reflexión sobre el mundo, para un peri Kósmoul Sí hay lugar, pero se trata de una cuestión que ha pasado a un segundo plano. Y acertadamente Chadwick subraya su interés por las matemáticas y la música, expresión de la armonía del mundo. San Agustín cree que el mundo creado es bueno, que su «subestructura» es matemática —pensamiento que llevará a la ciencia moderna—, que la belleza nace de la precisión de la medida, de la proporción exacta. Pero todo ello repito, no es para él más que verdad secundaria, creada, sustentada por el amor de Dios. Gracias a El las cosas han venido a la existencia y se mantienen en ella. Dios es, pues, la realidad verdadera y absolutamente real; creador de todo lo demás, incluso de cada alma, dice San Agustín, de cada persona. Sólo por El y en El podemos conocer la verdad de cada cosa, desvelar su último misterio. Considerar lo creado por sí mismo, sin su intrínseca conexión con Dios, es mera curiositas, primer paso hacia la cupiditas, el desorden del pecado. Para San Agustín, por tanto, el hombre nada puede sin el conocimiento de Dios, principio de todo, ni salvarse él mismo sin la acción salvadora de Cristo. Puede y tiene, en cambio, que hacer el esfuerzo de abrirse a la gracia, de amar a Dios e intentar conocerle. El método para ello no será el dialéctico, ir de una cosa a otra, de una idea a otra, sino al amor: «non ambulando, sed amado», dice. Más el amor, que es camino, luz y vida, no excluye la inteligencia, sino que la implica. El Verbo nos revela la Verdad. Necesito, por tanto, tener fe en El para entender —«credo ut intelli-gam»—; pero a su vez la inteligencia, el esfuerzo de intelección, es necesario, no sólo para descubrir el sentido recto y verdadero de la Revelación, sino para acercarse a ella, para sentir su necesidad y ahondar en su sentido. Razón y fe son, para San Agustín, las dos caras de la inteligencia, del esfuerzo constante que el hombre debe hacer para alcanzar la verdad, y que sólo después de esta vida podrá contemplar y ser en su plenitud él mismo en Dios. Por eso la vida terrenal es preocupación, vigilia constante, inquietud: «nuestro corazón está inquieto hasta que repose en tí», escribe al comienzo de las Confesiones, esa historia de su vida, itinerario de su caminar hacia su encuentro con Dios, su conversión. RELACIÓN DEL HOMBRE CON DIOS Ahora bien, convertirse es establecer en la caridad la relación del hombre con Dios, y ello implica la adhesión de todas las facultades del alma, los sentimientos y la razón, la integridad del ser, de ese alguien corporal destinado a la resurrección. Es aceptar la gracia sin la cual, San Agustín insiste constantemente en este punto capital del cristianismo, nada consistente puede alcanzarse. Filosóficamente, esto se traduce en el mantenimiento de la perspectiva integral de la realidad, Dios como principio y fin de todo, sin el que las cosas, ni el mundo, ni los hombres pueden conseguir su más alta significación. En este punto tan decisivo de la naturaleza y de la gracia, la posición de San Agustín, subraya Chadwick, es mucho más fina y matizada de lo que los diversos «agustinismos», irreconciliables y polémicos, pueden hacer pensar. La fórmula en que San Agustín sintetiza su pensamiento es: «Si Dios recompensa nuestros méritos, corona sus propios dones». Y así lo proclamó el Concilio de Trente, precisa el autor. Vemos, pues, que los presupuestos filosóficos del pensamiento de San Agustín son religiosos, y que la cultura cristiana que pretende elaborar consiste esencialmente en el estudio e interpretación de las Sagradas Escrituras. Desde este punto de vista, su obra es un gigantesco comentario bíblico —a veces obsesivo, y con justificación—, como lo son sus tres libros, escritos en diferentes fe- chas, sobre los primeros versículos del Génesis. Y aquí está precisamente la razón del renovado interés de nuestro tiempo por San Agustín: la filosofía del siglo XX, al haber redescubierto las raíces de nuestra cultura, viene de nuevo a topar, sin confundirse, con el ámbito de la religión, a reencontrar el pensamiento del Padre de la Iglesia más importante de occidente. Si en algunos puntos, como el de la predestinación, nos parece LA el santo extremoso y excesivo, ello se debe en buena parte a la mu- PREDESTINACIÓN cha y penosa experiencia acerca de los hombres que adquirió como obispo, y a su lucidez ante el espectáculo que le ofrecía el atardecer inexorable y despiadado del antiguo mundo latino. Su Ciudad de Dios no es sólo —aunque sí principalmente— la expresión más dramática de la teología de la historia, sino también la de la consoladora esperanza del advenimiento futuro del Reino de Dios, que poco a poco y en la inseguridad de cada destino personal, cada hombre y mujer va construyendo con el sillar de su vida y los méritos de Cristo. Por lo demás, San Agustín sabe que el Reino ha comenzado ya en la intimidad de los corazones creyentes, y no olvida la ciudad terrestre. Condena la violencia y el orgullo del Imperio, su despotismo y crueldad, siente misericordia por los males de este mundo y, en la medida de sus pocos medios, intenta suavizarlos. Lo más interesante, observa Chadwick, es que San Agustín no piensa que el mundo se acaba, que el Imperio va a desaparecer. Ve sus vicios y defectos, y también su función histórica; pero, además considera que «el hecho de que una época sea buena o mala depende de la calidad moral de la vida intelectual y social, y eso está en nuestro poder», dice en un sermón (S. 80,8). E incluso piensa que si se organizaran unidades políticas más pequeñas, independientes pero solidarias, quizá las cosas podrían ir mejor. Idea que recogerá su discípulo Orosio y que dará su primer fruto en la Hispania visigoda. Tal es la visión matizada y penetrante que nos da Henry Chadwick en su pequeño libro sobre el gran santo del África romana, cuyo pensamiento resulta perennemente ejemplar por haber intentado abrazar en la misma caridad la integridad de la realidad visible e invisible. «La verdad histórica de un sistema —toa escrito Blondel— no está encerrada completamente en los términos en que ha sido enunciada —y más en el caso de San Agustín—, quien ha concebido una relación entre el pensamiento y la vida, entre la especulación y la experiencia, entre la ciencia y la fe, entre la libertad y la gracia, que hace de su doctrina un drama espiritual que se prolonga en toda conciencia, durante todo la historia, hasta en la eternidad.» (Op. cit.). Tal es la consistencia de la verdad.