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España en la historia
de Europa
L
os antiguos griegos inventaron el mito de Europa. En
la e mbarullada Teogonia de Hesíodo Europa
apar ece como una de las tres mil Oceánidas, de la que
se enamoró el divino Zeus. Pero como los antiguos
griegos enlazaban fácilmente a los dioses con los
héroes y los reyes, en una genealogía mitológica
posterior, evocada por muchos poetas y que conocemos en la
versión de Moscos, Europa es una bella princesa fenicia, hija del rey
Agenor de Tiro, a la que el enamoradizo Zeus raptó para llevársela,
cruzando el mar, a Creta. Los antiguos griegos pasaron del mito a la
geografía. Hace veintiséis siglos Mecateo, en su "Descripción del
mundo", dedicaba a Europa el libro I. La primera configuración de
Europa como realidad geográfica se la debemos a los griegos. Por su
parte Herodoto, el más antiguo de los historiadores, decía no tener
muy claro por qué a la Tierra se la divide en tres partes y las tres con
nombre de mujer (Asia, Libia y Europa), observando la curiosa
paradoja de que "la tiria Europa era asiática y nunca vino a esta
tierra (continental) que ahora los griegos llamamos Europa".
Griegos y romanos se encargaron de ampliar el concepto geográfico
de Europa. Pero los romanos, que crearon el Imperio sobre el eje
del Mediterráneo, no inventaron un concepto político de Europa. Sin
embargo, a nuestra Península Ibérica dieron una estructura
administrativa y un nombre, Hispania, que había de perdurar a través
de los siglos, lo mismo que el nombre de Europa. Italia, Hispania,
Galia y otras partes del Imperio romano habían de ser con el tiempo
VICENTE
PALACIO
ATARD
«El gran valladar a la
expansión islámica en
Occidente fueron los
reinos hispano-cristianos,
empeñados durante ocho
siglos en "recobrar" la
España "perdida" en la
batalla del Guadalete.»
núcleo fundacional de Europa. Pero el factor de cohesión más
importante heredado de aquel Imperio estaba llamado a ser el
cristianismo. La Roma imperial desapareció en el siglo V, al
sobrevenir las invasiones de los pueblos germánicos, pero la Roma
espiritual, cabeza de la Cristiandad, sobrevivió por la primacía de
pontificado romano sobre las otras Iglesias apostólicas. Algunos
pueblos "bárbaros" venían cristianizados, otros lo fueron muy pronto.
El asentamiento de los pueblos germánicos sobre el antiguo
Imperio transformó las antiguas estructuras de la sociedad
romana y se aportaron nuevos contenidos étnicos, culturales y
políticos, ya fuera manteniendo una cierta continuidad, como en el
caso de la monarquía hispano-goda, ya creando nuevos reinos. Uno
de ellos sería el de los francos galios, llamado a tener un futuro
relevante. Desde mediados del siglo VII apareció en la lejana Arabia
el Islam, cuya fuerza expansiva, apoyada en la "guerra santa"
proclamada por Maho-ma, resultó impresionante. ¿Quién detendría
a estos nuevos "bárbaros"? A principios del siglo VIII habían
invadido y dominado la Hispania visigoda y, mientras se organizaban
los primeros núcleos de resistencia hispana en la cordillera
asturcantábrica y en el Pirineo, penetraron en el corazón de las
Galias. Entonces, Carlos Martel, que era un gran reclutador de
soldados, logró formar un ejército con francos, galos, hispanos,
bávaros, sajones, y derrotó a las tropas del emir de Córdoba en
Poitiers, en el año 732. Un cronista hispano-mozárabe llamó
miles europei al conglomerado de soldados que vencieron en aquella
batalla. Pero el gran valladar a la expansión islámica en Occidente
fueron los reinos hispano-cristianos, empeñados durante ocho
siglos en "recobrar" la España "perdida" en la batalla del
Guadalete.
El papel de España en esta historia incipiente de Europa tendrá así
una singular significación. Porque Europa empezaba entonces a
transformar el mero concepto geográfico en un nuevo concepto
histórico. Un descendiente de Carlos Martel, de nombre
Carlomagno, llegó a ser rey de los francos y aliado con el Papa
fue coronado emperador en Roma el año 800. Carlomagno es uno
de esos personajes históricos que gozan de buena imagen en vida y
también en la posteridad, porque su figura resulta grata a franceses y
alemanes, que pueden incorporarla a sus respectivos patrimonios
históricos. Hoy en día se atribuye en Aquisgrán la sede de su reino,
el premio "europeísta" que lleva su nombre y algunos historiadores,
como Henri Pirenne, le han considerado "fundador de Europa". En
realidad, Carlomagno se propuso refundir a los "bárbaros" en la
herencia cultural romana y cristiana, y restablecer un cierto orden
político en el antiguo occidente romano, tras el desorden de las
invasiones.
«La
Cristiandad,
denominación que en los
siglos medievales eclipsó el
nombre de Europa, no
fue un cuerpo visible, sino
un espíritu sensible que
da sentido a la Edad
Media.»
Ni el Imperio carolingio, ni la nueva versión del Sacro Imperio
Romano Germánico de los Otones y sus continuadores (que
heredaría la Casa de Habsburgo y recibió Carlos V) lograron
crear una auténtica cohesión europea. La idea medieval del
Imperio se limitaba a una cierta jerarquiza-ación de la Cristiandad y a
un rango honorífico. Reinos y pueblos se reconocían miembros de la
Christiana respublica, de la Universitas christiana. La Cristiandad,
denominación que en los siglos medievales eclipsó el nombre de
Europa, no fue un cuerpo visible, sino un espíritu sensible que da
sentido a la Edad Media.
El soporte eclesiástico de la idea de Cristiandad fue más sólido
que el Imperio y se mantuvo hasta la aparición en el siglo XV de
las Iglesias nacionales, aun antes de la ruptura de la Reforma
protestante. En la historia de la naciente Europa dejaron su huella las
discordias entre las dos instancias universales de la Cristiandad (el
Pontificado y el Imperio), así como las guerras y banderías
feudales.
Hubo, en cambio, otros factores de convergencia y cohesión entre los
pueblos europeos y de ellos participa la España medieval: las órdenes
monásticas, las peregrinaciones y las Universidades. Los monjes de
Cluny y del Cister tuvieron en España, como en otros países, no sólo
un papel revitali-zador de la espiritualidad, sino también
contribuyeron a la consolidación y homogeneización cultural.
También las órdenes monásticas impulsaron y dieron apoyo logístico
(hospederías, hospitales, vigilancia de caminos) a las
peregrinaciones, que además de expresiones de piedad o
penitencia, fueron modos de comunicación entre las gentes
dispersas de la Cristiandad. Los estilos artísticos, el románico y el
gótico, nos han dejado el mejor testimonio de las variedades locales
dentro de la unidad de estilo que es propio de una plural cultura de
la Cristiandad europea. Cuando a principios del siglo XIII aparecen
las órdenes monásticas, el nombre de un español, nacido en
Caleruega, se inscribe en la nómina de las grandes personalidades
cuya obra ha influido más en los destinos de la Iglesia y de la
cultura europea de todos los tiempos. Santo Domingo de Guzmán
sugirió al papa Inocencio III un nuevo modelo monástico, cuyos
frailes renunciarían a la posesión de bienes materiales, viviendo sólo
de la limosna, para dedicarse al estudio de la teología y a la
predicación, como mejores medios de combatir la herejía y
procurar la evangelización de los infieles. Así nació la Orden de
Predicadores, los dominicos que, junto a los franciscanos
principalmente, dieron numerosos maestros a las Universidades que
entonces iniciaban su andadura histórica.
La primera en el tiempo fue la Universidad de Bolonia. Ella y las de
París, Salamanca y Oxford fueron calificadas por en Concilio de
Vienne como las más importantes de Europa. Las Universidades
«Del entronque medieval
de
España
con
la
Cristiandad y de las
relaciones
dinásticas
establecidas por los Reyes
Católicos se dedujo el
gran
protagonismo
alcanzado por España en
la Europa de finales del
siglo XV y del siglo XVI.»
fueron centros de encuentro cosmopolitas, porque maestros y
discípulos viajaban sin limitación de fronteras. A ellas llegaban las
más diversas fuentes del saber, y no poco se aprovechó en ellas de
los trabajos de la Escuela de Traductores de Toledo, que había sido
un foco de transmisión del pensamiento y el saber clásicos,
recuperados por el trabajo conjunto de cristianos, musulmanes y
judíos. En todas las Universidades había un mismo patrón de
estudios, como es sabido, y unos mismos grados académicos. Pero
las "lectiones", las "quaes-tiones" o las "disputationes" mantenían
vivo el discurso intelectual y por bastante tiempo alentaron el
pensamiento creador y las polémicas escolásticas, hasta que
quedaron atrapadas en ellas, anquilosándose, al correr de los siglos.
Del entronque medieval de España con la Cristiandad y de las relaciones dinásticas establecidas por los Reyes Católicos se dedujo el
gran protagonismo alcanzado por España en la Europa de finales
del siglo XV y del siglo XVI. Carlos de Austria recibió al mismo
tiempo las Coronas de España y del Imperio, una España que había
formado su unidad nacional al reunirse en una sola Corona los reinos peninsulares, salvo Portugal, y que se extendía al otro lado del
Océano tras los grandes descubrimientos atlánticos. Con razón el
eximio rapsoda portugués Luis de Camoens, en la bella
descripción poética de Europa del canto III de Os Lusíadas, podía
proclamar "a nombre Espanha/como cabeca alí de toda
Europa". En las ingenuas representaciones gráficas antropomórficas de Europa, dibujadas en aquella época, también suele aparecer
España como la cabeza del cuerpo europeo. Era el momento en
que el idioma de Castilla se convertía en idioma universal, el
momento en que está floreciendo el Siglo de Oro de las letras y de
las artes. Era entonces cuando España hace las más grandes
aportaciones a la cultura europea y universal de todos los tiempos:
la defensa de la libertad y de la dignidad del hombre en la doctrina
de la justificación por la fe y las obras; la incorporación de la quarta
orbis pars a la geografía del mundo, acabando con el aislamiento
continental de los hombres; las misiones americanas; la
espiritualidad de la literatura mística, porque no sólo del pan y de la
tecnología vive el hombre; y el planteamiento de los fundamentos
del derecho internacional.
La ruptura interna de la Cristiandad postrenacentista derivó, por
caminos opuestos, al estilo de modernidad europea y a otro modelo
español, mientras Felipe II pretendía sostener políticamente el
principio hegemónico de poder, a la vista del Imperio declinante; y
sus sucesores persistieron en el empeño, haciendo gravitar sobre
España "el peso de todo el mundo", como decía un
contemporáneo del conde-duque de Olivares, angustiado al
contemplar el esfuerzo que todo ello exigía y sus poco felices
presagios. Lo cierto es que España nunca había desistido de su
«A mediados del siglo
XVIII, Saavedra Fajardo,
inteligencia
clara
escudriñadora
de
panoramas turbios, había
advertido la sinrazón de
las "guerras divinales" de
España.»
significación europea. En una pieza escénica alegórica de mediados
del siglo XVI, de autor anónimo, y creo que todavía inédita, que
lleva por título "Las bodas de España", al preguntarle Europa si el
amor que dice profesarle España llegará al sacrificio, responde:
"Europa, señora mía,
especie de demasía
es tal prevención hacer,
teniendo entero poder
sobre la voluntad mía".
Casi un siglo más tarde escribió el cardenal Richelieu otra pieza
alegórica semejante, con el título de "Europa" (que, por cierto, se
representó en París en 1954), en la que Ibero, Germánico y
Franción, que son los personajes alegóricos, se disputan también los
amores de una Europa que, naturalmente, prefiere a Franción,
aunque no deja de reconocer virtudes a los otros pretendientes.
Los conflictos bélicos entre príncipes cristianos, hermanos en la fe,
desasosegaban a nuestro Juan Luis Vives y a todos cuantos se
inspiraban en la tradición paulina del universalismo cristiano. En
1636, en el momento culminante de la guerra entre Francia y
España, fray Ambrosio Bautista declara que todos formamos una
sola nación "y esta es cristians: el francés que ama a Dios es mi
español; el español que le enoja es mi francés". A mediados del siglo
XVII, Saavedra Fajardo, inteligencia clara escudriñadora de
panoramas turbios, había advertido la sinrazón de las "guerras
divinales" de España, porque los motivos de sus enemigos eran
puramente políticos y se inspiraban en la razón de Estado. Había que
acomodarse para vivir en la realidad. Creo que Rene Bouvuer
acertó a llamar a la España del siglo de Quevedo "la exiliada del
presente", de aquel presente europeo.
Había que esperar a las nuevas circunstancias históricas para
que la Monarquía reformadora de la nueva dinastía borbónica en
España alentara el reencuentro con la Europa moderna. Era el
momento de la Ilustración. El conjunto de ideas, creencias y
actividades predominantes en los sectores ilustrados europeos
tenían como base el ejercicio de la crítica racional sobre la herencia
histórica recibida. La tradición y el principio de autoridad se ponía
en tela de juicio. De esta actitud participaron los ilustrados
españoles. Pero la siembra de ideas ilustradas tuvo en Europa diferentes resonancias. No hay un solo modelo de Ilustración. En
Inglaterra, pongo por caso, no se produjo choque frontal con la
Iglesia establecida ni con la Monarquía, en tanto que en Francia la
ofensiva de los "filósofos" se dirigió contra esas dos instituciones.
En España, la política de reformas constituye el núcleo del
"despotismo ilustrado". En muchos aspectos los ilustrados españoles
sintonizaron con los de los países de nuestra vecindad histórica y
geográfica. Hay connotaciones comunes. El estudio del hombre
«Esa España ilustrada y
Deformadora no siempre fue
bien comprendida entre los
ilustrados europeos, que
retenían la imagen de una
España anclada en el
pasado.»
como ser social se proyecta sobre la economía y la revisión de la
Historia; el abandono de la metafísica tendrá como contrapartida el
interés por la física y las ciencias de la naturaleza; una nueva
mentalidad utilitaria será inculcada por la educación. Jove-llanos
insistía en que la reconstrucción económica de España exigía el
previo desarrollo de una mentalidad moderna, y las mentalidades no
cambian sólo por decreto, ni dejan de provocar resistencias. Esa
España ilustrada y reformadora no siempre fue bien comprendida
entre los ilustrados europeos, que retenían la imagen de una
España anclada en el pasado, inquisitorial, desentendida de la
ciencia moderna. De esa imagen participó nada menos que
Napoleón Bonaparte, que al lanzarse en 1808 a la aventura de
España, descalificaba a los españoles como "una chusma (canaille)
de campesinos mandados por una chusma de curas". Pero aquellos
españoles así despreciados se convirtieron de pronto en
protagonistas de la historia universal, sorprendiendo al mundo con
su lucha victoriosa. De ahí la nueva imagen de España en la Europa
del romanticismo. El Romacero y el teatro del Siglo de Otro, las
letras y las artes españolas se exportan a Europa. El genio de
Goya marca un hito en la historia de la creación artística. Hasta
la Constitución de Cádiz y el liberalismo español se convertían
en ejemplares de exportación. La imagen idealizada de España
adquiría trazos nuevos y casi siempre pintoresquistas. Los relatos
de los viajeros se encargaban de revelar el cliché de que "España es
diferente". Y España fue, efectivamente, diferente. Es la gran
paradoja de nuestro siglo XIX. Se estrechó entonces la
comunicación física, material, cultural y económica con el resto de
Europa. Se imitan los modelos franceses al establecer las estructuras
políticas y administrativas del Estado liberal. Las gentes cultas
hablan francés, leen en francés, siguen las modas francesas, hasta el
punto de que nuestro siglo XIX resulta el más afrancesado de nuestra
historia. Pero la implantación del liberalismo y de la economía
industrial en España no mantuvo el ritmo de éxitos conseguidos en
los países avanzados de Europa. La implantación del liberalismo
degeneró en guerras civiles y se rompieron los lazos políticos y
económicos con los antiguos reinos de Ultramar. La escasez de
capitales, la falta de espíritu empresarial, de fuentes de energía y de
materias primas, la debilidad de un reducido mercado interior, nos
relegaron al furgón de cola del nuevo tren de la economía europea.
Los españoles más críticos y más exigentes denostaban de la historia
de España, mientras otros se aferraban a las esencias de la tradición.
Fue preciso el gran revulsivo del 98 para que los españoles
despertaran a la realidad, que no era ya la de los ilustrados del siglo
XVIII, ni la de los románticos del XIX.
El 98 sacó a los españoles de su pasivo conformismo o de su airada
pero inútil irritación. Hubo pasión y reflexión en aquel examen de
«La implantación del
liberalismo degeneró en
guerras civiles y se
rompieron
los
lazos
políticos y económicos con
los antiguos reinos de
Ultramar.»
conciencia colectivo. Fue la hora de los poetas de la "abominación" de
España, la hora de los que miraban hacia las Exposiciones Universales entonces en boga, que proclamaban el éxito de la ciencia y
de la técnica de unos pueblos europeos exaltados por el orgullo
nacionalista y la expansión colonial. Por fin, el impulso
regeneracionista se abre camino en nuestro siglo XX.
Los españoles se dan cuenta de que europeizarse no significa
renunciar a todo lo español antiguo sino, como decía Azorín,
encauzar lo genuino español en los moldes de la civilización
moderna. Se coge definitivamente el pulso europeo. Florece un
nuevo "medio siglo de Plata" de las letras españolas en el mundo;
nuestros artistas triunfan en el escaparate universal que es París; los
hombres de ciencia o de la ingeniería españoles reciben los premios
internacionales más prestigiosos a la sabiduría ya la invención; el
tímido espíritu empresarial español levanta cabeza y crea fuentes de
riqueza. Una nueva hora de España llega cuando Europa renace
después de haber sufrido la trágica autofagia de dos guerras, a las
que le habían conducido los excesos del nacionalismo. Desde 1945
los europeos, temerosos de los fantasmas de su propio pasado y de
las expectativas de otras amenazas exteriores, se plantean un nuevo
modelo de comunidad para su reconstrucción moral y material. Por
razones políticas de índole interna España no puede estar presente
en los momentos fundacionales, pero un sentimiento europeista
bastante extendido hará que se sume al fin a la tarea de "hacer
Europa", sin dejar de pensar en España. Porque éste es uno de los
tres grandes desafíos históricos que tenemos que afrontar los
españoles de finales del siglo XX, junto a la construcción del Estado
de las autonomías, como nueva fórmula de convivencia nacional, y la
respuesta al llamamiento siempre fraternal de la América hispano
hablante.
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