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Conversaciones con
J. M. Lustiger,
arzobispo de París
JUAN DEL AGUA *
J.L.
* 1941. Catedrático de Filosofía.
MISSIKA y D. Wolton, los sociólogos que en
1981 entrevistaron a Raymond Artín (L'espectateur engagée), han reincidido en la fórmula, ahora
con el cardenal Lustiger, arzobispo de París: Le
choix de Dieu. Ed. de Fallois. París, 1987. El género de la
entrevista, periodístico, tiene en libro varias ventajas: se lee
fácilmente y, sobre todo, permite al entrevistado decir de modo
sintético muchas cosas, sin necesidad de grandes desarrollos
demostrativos, aunque las afirmaciones deban llevar la prueba
implícita en ellas. El resultado es casi siempre positivo, y del
libro del cardenal se han vendido en pocos meses varios cientos
de miles de ejemplares.
Esto no significa que estas conversaciones no estén estructuradas. Unos .cuantos datos significativos de la vida del autor organizan y traban lo que va diciendo, y el esquema de su vida es el que
hace entender y va dando «testimonio de la verdad». Por eso Lustiger comienza por ellos, y nos va revelando, con pudor y recato,
los que forman el cuadro de una vida extraordinaria y muy dramática. Quizá por ello sea un testigo excepcional de la historia de
nuestro tiempo vista desde su circunstancia francesa, sin provincianismo y con un perfecto sentido de lo que es importante.
Arón Lustiger ha nacido en París en 1926 de padres judíos
venidos de Polonia. Hasta 1940 vive en el barrio de Montmartre,
donde sus padres tienen una tienda de artículos de punto. Aunque
de recursos modestos, ambicionan un gran porvenir para él y una
hermana más pequeña. No van mucho a la sinagoga, pero la madre les habla de Dios y ha sabido transmitirles lo fundamental:
una estricta moralidad, el sentido de la justicia, del rigor en lo que
hacen, de la disciplina, todo ello transfigurado por una gran dosis
de bondad y de alegría de vivir. Esto, sin embargo, no es más que
la fertilización del humus donde habrá de germinar una actitud
más trascendente: la fidelidad al Dios de Moisés en toda circunstancia, ya que tal es el carácter de la condición judía.
Sobre esta educación familiar, «severa, pero que me procuró
una infancia y adolescencia felices», se inserta la absorción de la
cultura francesa que todavía retransmitían la escuela y el liceo. Se
comprende que la casi entera volatilización de ambas cosas —la
educación familiar y la retransmisión de la herencia cultural— sea
causa de gran preocupación para Lustiger y uno de los motivos
principales de los problemas de la situación actual. Su trato con
los profesores fue muy fecundo y de algunos tiene el mejor recuerdo. Así, cuando, al declararse la guerra, se inicia el primer éxodo
hacia el sur, Arón convence a su familia de ir a Orléans, de donde
es el profesor de ciencias, con quien suele discutir de la asignatura
y de religión. Ocurre que el pequeño Lustiger ha leído a escondidas
una Biblia protestante que poseía su padre, y siente curiosidad,
quiere saber. En la casa donde se hospeda en Orléans vuelve a leer
la Biblia y se confía a la anfitriona. Por otro lado, los paseos y
pequeñas excursiones por los alrededores de la ciudad provincial
le van mostrando, en las obras de arte y las iglesias, formas y
contenidos cristianos. En el liceo, la lectura y comentario de Pascal le produce una fuerte impresión. El Jueves Santo de 1940 entra
en la catedral de Orléans y vuelve al día siguiente. La visión del
monumento y el vacío del día siguiente le conmueven, aunque no
sepa ni su significación, ni comprenda la liturgia, pero penetrado
por la gracia decide bautizarse.
El obispo le enseña la doctrina y le manda pedir permiso a sus
padres. Estos se niegan. El choque entre padres e hijo es muy
doloroso para ambos. Arón explica, intenta convencerles de que
su intención no le obliga a abandonar su condición judía, sino
todo lo contrario: con el bautismo va a recibir la plenitud de su
sentido: «Creo en Cristo, Mesías de Israel». Desde entonces, Lustiger va a insistir en el hecho, evidente por lo demás, de que no se
puede ser antisemita y cristiano. El cristianismo es un fruto de
Israel, Cristo se ha encarnado en una mujer del pueblo elegido. Ser
antisemita es, en el fondo, ser también anticristiano. Y pone como
ejemplo a Voltaire, que fue las dos cosas. Lo que ha solido ser el
cristiano, precisa, es antijudío: ha perseguido a los judíos —cuando
lo ha hecho— por pensar que éstos son infieles a su vocación, al
no reconocer al Mesías. El cristianismo ha querido su conversión,
no su exterminio. Lo cual no debe hacer olvidar dos cosas: que no
siempre el deseo de conversión fue el motivo de la persecución, ni
que no existen excusas para el crimen ni la exacción.
Por fin, los padres aceptan el bautismo, pensando que ello le
preservará de la persecución, ya en marcha. El responde que su
conversión no evitará nada, y el 25 de agosto de 1940 se bautiza y
comulga de las manos del obispo de Orléans, tomando el nombre
de su padrino y el la Virgen; y guarda el suyo que figura con el de
Moisés en el calendario cristiano: Jean-Marie Arón.
Mas apenas comenzada esta nueva trayectoria de su vida caen
sobre él tribulaciones y tragedias. El recién bautizado ha visto lo
que le parecía inimaginable: la llegada del primer soldado alemán
en side-car. Y como símbolo de la capitulación, se ha enterado de
que el senegalés que se ha hospedado unos días en la casa donde
reside ha sido el último soldado francés que ha defendido el último puente que unía aún la ciudad con la otra orilla del Loira, que
ha caído muerto al lado de la estatua de Péguy, el gran poeta que
en 1914 murió el primer día de la batalla del Marne, cuando asaltaba al mando de su batallón una trinchera alemana. Francia,
NO SE PUEDE
SER
ANTISEMITA Y
CRISTIANO
piensa, no ha defendido la libertad. Peor aún, puede colaborar con
el enemigo. En el verano de 1942 su madre es denunciada en
París, detenida, internada en un campo de concentración y enviada, meses después, a Auschwitz, donde morirá Dios sabe cómo. El
joven Lustiger, que se pregunta si podrá volver a sonreír algún día,
terminado el bachillerato, va a refugirarse al sur de Francia, donde
su padre se esconde ya.
¿Cómo interpreta el cardenal Lustiger los años de la ocupación, su entrada en la Sorbona en el otoño de 1944, la vuelta a la
normalidad depués de la Liberación? No es fácil hacerse escuchar
ya que los acontecimientos históricos de esta índole segregan sus
propios mitos ocultadores, consecuencia de la decisión de no querer enterarse que suele adoptar el hombre contemporáneo. Sólo su
prestigio y su cargo le permiten hablar hoy.
PETANISTA, LO
CUAL SIGNIFICA
"ALGO
VERGONZOSO,
SIN HONOR"
«No hay que hacerse ilusiones. Francia se ha descubierto "resistente" gracias a De Gaulle, en 1944. No sé cuándo los franceses
podremos escribir la historia de este período, mirarla de frente, sin
desgarrarnos de nuevo», dice. Durante la Ocupación, salvo pequeñas minorías, Francia ha sido petanista, lo cual, precisa, no quiere
decir nazi, sino más bien «algo vergonzoso, sin honor». «Mi
generación ha visto la destrucción de todos los valores, de la verdad, de la justicia, de la confianza. La credibilidad en las instituciones y en los hombres que las representan estaba completamente
arruinada». Pero no es suficiente con mostrar los hechos, hay que
explicarlos. Tampoco basta «con algunos procesos, con sacrificar
algunas cabezas de turco, como se hizo a la Liberación. ¿No existe
en algún otro lugar de la historia de nuestro país una ruptura, una
ruptura profunda? Siempre he tenido la evidencia de que, cuando
una casa se hunde, no se hunde sin razón, de golpe». Lo que
ocurre en 1940 tiene raíces muy lejanas. «Francia no resistió, Polonia resiste desde hace cuarenta años. ¿Por qué? Porque existía
una crisis espiritual desde mucho antes, una crisis de la sociedad
moderna, ...una crisis no sólo de los valores, sino del conjunto de
la cultura. ...Hay que remontar al siglo xvm, y quizá antes, para
encontrar su origen.»
El primer indicio data, piensa, de comienzos del siglo xiv. Proviene de cuando los juristas de Philippe le Bel ponen a su servicio
las definiciones paganas de los juristas romanos, y reintroducen la
noción del derecho absoluto del Estado, en oposición a la reinterpretación cristiana del derecho romano. «Introducen en el derecho medieval un principio secular ya totalitario, puesto que hace
del Estado el soberano absoluto de la condición humana. Dicho de
otro modo, hacen del Estado el Dios del hombre. Se trata ya de la
deificación del Estado, que no hay que confuncir con la separa^
ción del gobierno de los pueblos de la autoridad espiritual de la
Iglesia». Y añade esta observación decisiva: «A partir del momento
en que se reinventa la razón pagana del Estado, se introduce en
las ambiciones políticas de las naciones occidentales un principio
tal que la antigua idea de arbitraje en nombre de los valores comunes se va a disolver». Hecho del que, desgraciadamente los españoles harán la experiencia casi cotidiana durante los siglos xvi y xvn.
Para Lustiger, pues, la raíz de la crisis —del hundimiento— de
la cultura contemporánea proviene del paulatino olvido de su
principal ingrediente vivificador: la religión cristiana. La cual no
debe confundirse con las interpretaciones intersadas o falsas que
han solido darse de ella durante los últimos dos siglos y medio. El
cristianismo, al transfigurar y sacar del atolladero a la cultura grecorromana al injertarle las nociones religiosas de creación, tiempo
lineal con finalidad y sentido perdurable de cada vida personal, ha
creado el ámbito abierto a la innovación en que acontece la cultura
occidental, y constituye, por tanto, el máximo de universalidad
posible. «La revelación cristiana da a la memoria de la humanidad
un alcance y una dignidad inauditos desde el momento en que
esta memoria no es simplemente la memoria de tal pueblo o tribu,
sino la memoria universal. La cual incluye al niño más pequeño
que inscribe su destino en la historia de la humanidad, desde el
comienzo hasta el fin, cuando recita el Credo. Este niño se inserta
en la solidaridad de todos los hombres del mundo, de todos los
mundos imaginables; y afirma así la unidad de todas las generaciones y la Alianza de Dios con el género humano.» Pues bien, esta
universalidad se rompe cuando en la segunda mitad del siglo xvm
el hombre rechaza su constitutivo face á face con Dios, reduce la
persona a «cosa» cuantificable y diviniza la razón «calculante»,
físico-matemática, creando así el primer modelo teórico de totalitarismo que será llevado a la práctica por la Revolución francesa a
partir de 1790. El cardenal Lustiger denuncia el maniqueísmo anticristiano de la historiografía al uso —y de la «reaccionaria» también— y postula una historia de Francia más veraz, completa y
fecunda, abierta al porvenir, que la que aún está vigente. Historia
que significaría la reconquista de las raíces vivas de la propia identidad, por tanto, la posibilidad de salir de la crisis actual, de retornar a lo que Ortega llamaba «la alta mar de la historia». Mas esa
reconquista sólo puede hacerse de manera concreta, es decir, desde
la percepción rigurosa y precisa de la situación actual, de sus
recursos y de sus lacras más lamentables y estériles.
La más importante, sin duda, es el rechazo del pasado y con él,
de la posibilidad de llegar a reinstalarse en la verdad de la vida o
en una vida verdadera. Percibió el fenómeno, no sin asombro y
estupefacción, al entrar en la Sorbona en el otoño de 1944. La
creación mitológica por De Gaulle de una Francia «resistente y
victoriosa» era algo necesario, ya que había que rehacer la unidad
nacional y volver a poner en marcha al país. Había, además, un
inmenso afán de devolver el honor a Francia. «Yo, dice, tenía mis
dudas cuando se nos decía que habíamos vencido a Alemania. Era
increíble, pero queríamos creerlo». Lo que le sorprendió fue ver
que no se seguía el buen camino para recuperar «el honor» perdido. Sobre todo por parte de su generación. Pues, en vez de tomar
posesión con ahinco de la herencia cultural y de los usos y costumbres intelectuales y morales que la constituían, los jóvenes universitarios en su mayoría hacían almoneda de todo, se «liberaban»
del pasado, se vaciaban de su propia sustancia histórica. Pensaban
que la herencia de que disponían no era más que violencia ejercida sobre ellos, que había que rechazar para poder ser sí mismos.
«A mí me parecía, al contrario, una riqueza, el tesoro escondido
CREACIÓN
MITOLÓGICA POR
DE GAULLE DE
UNA FRANCIA
"RESISTENTE Y
VICTORIOSA"
EN CONTACTO CON
LOS ESTUDIANTES
HA TENIDO QUE
AFRONTAR UNA
LENTA
DESESTRUCTURACIÓN ESPIRITUAL
Y HUMANA DE LA
JUVENTUD
del que empezaba a descubrir la magnitud y el alcance. Me parecía
insensato rechazarlo, pues percibía que no era una argolla, sino la
fuente de la libertad».
«Liberalización» que llevaba a abrazar otro totalitarismo, el
marxista, que también produjo sobre él cierta seducción, aunque
la lectura de los libros del P. de Lubac, el P. Fessard, Gabriel Marcel, etc. marchitó muy pronto. Tampoco hizo presa en él, en el
seminario, el neo-escolasticismo, el otro racionalismo pseudofilosófico. «A mis ojos, este tipo de pensamiento no da suficiente
cuenta de la historia que ocupa lugar tan importante en la experiencia judía y cristiana. Además, llevada al extremo, cierta afirmación de la naturaleza, de su especificidad y de su suficiencia,
pueden conducir a afirmar superflua su relación con Dios, incluso
alienante. Este peligro no es imaginario. El sentimiento de Dios
rival del hombre —lo que doy a Dios se lo quito al hombre— ¿no
ha cruzado el Occidente cristiano desde el siglo xiv?... Así los luteranos y los jansenistas han creído que podían afirmar la soberanía
de Dios en detrimento del hombre. Y, a la inversa, el racionalismo
ha pensado que no podía afirmar el hombre más que en detrimento
de Dios.»
Su fe viva y alerta, alimentada en los autores citados y en las
fuentes patrísticas, evitó al seminarista caer en los errores de sus
contemporáneos. La experiencia pastoral, en la Sorbona como capellán, y de 1969 a 1979 como párroco en un barrio parisino,
guiada por una fina sensibilidad y una gran bondad, han evitado al
pastor ser arrastrado por los desórdenes que han asolado la Iglesia
durante los últimos treinta años. Su tarea, sin embargo, no ha sido
fácil. En contacto con los estudiantes de 1954 a 1969 ha tenido
que afrontar innumerables monsergas, malquerencias, diversas
formas de anticristianismo virulento y, quizá lo más grave: una
lenta, pero imparable desestructuración espiritual y humana de la
juventud.
Cuando vuelve a la Sorbona como capellán, encuentra que la
generación siguiente a la suya, la que ha empezado a hacer almoneda del pasado cultural, sigue la misma dirección, se mueve en
un ámbito de arcaísmo anticlerical y cientista, que él pensaba definitivamente superado, y que no era sino la reemergencia del viejo
fondo de usos y valoraciones que, desde el siglo xix, configura los
movimientos tectónicos de la sociedad francesa. En este clima espiritual enrarecido van a ir apareciendo los grandes «temas» de
mayo del 68: «el sentido de la historia», «la liberación sexual», «la
moral como fuente de opresión», «la muerte de Dios», etc. La
acumulación de pensamiento desiderativo, el rechazo de todo el
que tuviera que ver con la realidad y la irresponsabilidad generalizada provocaron la explosión estudiantil. «No podía creer lo que
veía y oía. Era difícil de entender y de tomar en serio. ...Para mí,
que había padecido durante mi infancia la persecución, el nazismo
y el fascismo, el resurgimiento de los mismos fenómenos irracionales y totalitarios era inconcebible. La persecución, el menoscabo
de las libertades, la falta de respeto a las personas, la tiranía intelectual me repelían profundamente. No veíamos, sin embargo,
todo el alcance de lo que estaba ocurriendo.» Sino el alcance, la
significación de aquella dislocación social la percibió con claridad.
«Esto —dijo entonces a un grupo de amigos— puede ser el comienzo de un verdadero fascismo. El izquierdismo nihilista puede
ser la imagen invertida del nihilismo nazi.» No llegó a ser así
porque las elecciones permitieron un mes después mostrar que la
inmensa mayoría del país quería conservar su libertad. No tanto
las élites, «Teníamos la impresión de que no había adultos en
ninguna parte.» La cobardía de muchos intelectuales le aterra.
«He visto a intelectuales, a grandes cabezas, completamente descompuetos, abatidos por las agresiones verbales... Incapaces no ya
de "oponerse", sino de abstenerse de un lenguaje demagógico, de
no decir: "haremos lo que queráis".»
A pesar de las esperanzas puestas en el Concilio, la Iglesia
—muchos eclesiásticos— también se vio afectada por el dislocamiento general. «Cuando vi que una parte de los eclesiásticos caía
en la misma locura... quedé completamente desarmado. No había
previsto nada y me escandalizaba la idea de que laicos y clérigos
trataran a la Iglesia y su jerarquía como los estudiantes izquierdistas a la institución universitaria. Me parecía incoherente y contradictorio. Era abandonar el barco en el momento en que los jóvenes necesitaban más nuestra presencia y nuestra libertad.» En
efecto, los estragos que mayo del 68 ha causado a los jóvenes y
menos jóvenes han sido gravísimos: «desestructuración violenta
de la personalidad», de la identidad histórica. «En vez de aprender
la libertad, han descompuesto sus vidas.» Consecuencia, quede
bien claro, de un largo proceso de autodestrucción, cuya raíz se
encuentra en la ruptura de la constitutiva del ser humano relacionada con Dios, que el hombre moderno ha perpetrado y reafirmado durante más de dos siglos.
En estas circunstancias, «la esperanza del Concilio se transformó en su exacto contrario. ...Parecía no poder ser acogido en una
Francia que entraba de modo repentino en una crisis imprevista,
incapaz de aceptar la proposición que el Concilio representaba».
Desde entonces, el advenimiento al pontificado de Juan Pablo II y
la puesta en marcha de las verdaderas proposiciones del Concilio,
han abierto un gran margen de esperanza. Pero la persistencia
—en algunos casos, intensificación— de ciertas tendencias de las
décadas anteriores: manipulaciones genéticas, incapacidad de inventar nuevos productos (1), paro de millones de nombres, incapacidad política para reorganizar la sociedad, manipulación cada
vez mayor de las masas por la propaganda y la publicidad, sistema
educativo en ruinas, hacen decir a Lustiger, en un momento de
desánimo: «Quizá no hemos visto todavía lo peor».
Sólo la «purificación del corazón», del estrato sentimental y
primario de la vida, de la interioridad desde la que el hombre se
abre a las cosas y a Dios, la fuente vivificadora de la vida, podrá
sacarnos del atolladero en que estamos. «Veo un camino de conversión que pasa por la reforma de las costumbres», ya que «existe
una relación profunda entre la conducta moral y el descubrimiento de Dios, entre el bien y la verdad». La belleza, su expresión
literaria y artística, es fundamental para el cultivo del alma. Condi(1) Sobre este tema ver el reciente libro de J. Fourastié, D'une Frunce á une
autre. Avant et aprés les Trente Glorieuses. París, 1987.
HE VISTO A
INTELECTUALES
COMPLETAMENTE
ABATIDOS POR
LAS
AGRESIONES
VERBALES
ción de todo lo demás, empezando por el uso fecundo y recto de la
razón. «Para que el hombre se deje convencer mediante las demostraciones de la existencia de Dios, hace falta que la razón purificada y orientada acepte dejarse convencer. La razón no existe
independientemente de la voluntad, los deseos, las pretensiones, la
voluntad.» La teología, precisa, «no puede reducirse nunca a
enunciados abstractos», sino que es una manera de relación con el
Dios Vivo, el Verbo hecho carne. Para ello hace falta pureza y
hondura de corazón, aceptación gozosa de lo que la circunstancia
nos depare. Pues vivir, concluye Lustiger, es «participar en la vida
y la acción de Dios; acto de libertad y de amor, cooperación en su
obra en la historia».
Tal es en pálido resumen este libro tan denso de doctrina como
rico en caridad. No es posible tampoco resumir un pensamiento
que trata únicamente de lo esencial. Por el que toda alma generosa
debe sentir especial gratitud, ya que invita a cada cual a un mayor
afán de perfección, a más sabiduría, a mayor esperanza; a la difícil,
apasionante, problemática tarea de hacer de nuestras vidas «le
choix de Dieu».
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