Horizontes cósmicos MANUEL M.a CARREIRA. S.J * L * La Coruña, 1931. Licenciatura en Filosofía por la Universidad de Comillas. Enseña Física y Astronomía en John Carroll Univ. (Cleveland) y Filosofía de la Naturaleza en la Universidad de Comillas de Madrid. A Física de fines del siglo xix se consideraba al borde de una descripción completa de la Naturaleza, reducida a esquemas casi puramente mecánicos. Se podía prever la situación soñada de un Universo inteligente en términos de la experiencia macroscópica regida por el «sentido común», con explicaciones basadas en parámetros fácilmente imaginables como extensión de los datos de nuestros sentidos. Nadie sospechaba que a la vuelta de esas fechas escritas con un 18.. se escondían revoluciones de inmenso alcance intelectual, más transformadoras del panorama humano que las drásticas sacudidas políticas y sociales características de nuestro siglo. Desde los experimentos de Rutherford para desentrañar la estructura del átomo, todavía en términos cuasi-mecánicos, la Física ha avanzado por un camino jalonado por sorpresas y paradojas. Los electrones del átomo de Bohr no se podían comprender como planetas en miniatura, porque el movimiento acelerado de cargas eléctricas exigía la radiación de energía electromagnética, con la consiguiente pérdida y degradación del sistema: el átomo tenía que sufrir un colapso hacia el núcleo en tiempos que se medirían en billonésimas de segundo. Tampoco era comprensible el comportamiento de la luz, ni en fenómenos cósmicos (experimento de Michelson-Morley) ni en el mundo de lo pequeño, en la emisión de electrones del efecto fotoeléctrico y en la radiación del cuerpo negro, tan «fácil» de estudiar en el laboratorio. Einstein, Planck, Heisenberg, Schródinger, Pauli, Dirac..., son nombres que ya quedan indisolublemente unidos a esa revolución conceptual de la estructura de nuestros conocimientos científicos sobre la materia y sus propiedades. Se acepta, con una especie de fe ciega, que las cosas no son imaginables ni expresables en términos de nuestra experiencia ordinaria. Los elementos más básicos de la realidad material no son ni partículas ni ondas, sino algo cuya única realidad se esconde tras unas fórmulas matemáticas que conducen, finalmente, a alguna medida experimental. Y mientras la sencillez de tres partículas prometía, hace sesenta años, explicar toda la estructura de los átomos, hoy tenemos que intentar reducir a un orden centenares de partículas efímeras con propiedades apenas descritas sino como nombres arbitrarios o sugerentes: extrañeza, carga bariónica, color, sabor... Paralelamente a esta transformación de la Física, nuestro siglo ha visto el desarrollo de una nueva visión del Universo, en las grandes estructuras astronómicas y en su evolución como conjunto. Se ha cumplido la previsión de Eddington: podemos entender algo «tan sencillo» como una estrella, incluso con la confirmación asombrosa de su comportamiento en la explosión titánica de una supernova (observaciones de la SN 1987 A en la Nube Mayor de Magallanes). La Astronomía del Sistema Solar se ha visto revolucionada con los datos de las sondas planetarias: nuestras pantallas de TV nos han mostrado las arenas y las escarchas invernales de Marte y los volcanes sulfurosos de lo. Incluso el lenguaje de nuestros diarios y de los anuncios comerciales refleja nombres como «pulsare, «cuasar», «agujero negro»: objetos extraños que ningún Julio Verne pudo prever en la ficción científica más audaz. Sin embargo, al acercarnos al final de nuestro siglo xx, los científicos más eminentes no sienten la confianza tranquila de que ya falta poco para entender el Universo. Al contrario: tal vez su actitud quede mejor reflejada en una frase de Einstein, escrita en una carta a Maurice Solovine: «Se imaginará que yo contemplo el trabajo de mi vida con una satisfacción tranquila. Pero desde cerca se ve muy distinto. No hay ni un solo concepto del que yo esté convencido que se mantendrá firme, y siento la incertidumbre de si estaré, en general, en el camino correcto... No quiero tener razón..., sólo quiero saber si tengo razón.» No es ésta una actitud de desaliento ni tampoco de un pragmatismo que va a buscar solamente lo útil o lo que tiene aplicaciones inmediatas, aun teóricas. Tal vez nunca ha tenido la ciencia de la materia tal efervescencia creadora, aunque no sea posible todavía distinguir lo que pasará a ser parte firme de nuestro conocimiento de aquellas otras hipótesis más efímeras o estériles. La Física y la Astronomía se funden en Astrofísica y Cosmología y tratan, audazmente, de llegar a horizontes donde las preguntas más básicas casi se convierten en Metafísica. De estos horizontes quiere presentar este artículo una panorámica inteligible, aunque forzosamente breve y descriptiva. Toda ciencia experimental se basa en nuestra capacidad de observación y medida. Lo que no es comprobable en una forma cuantitativa, no puede incorporarse en una teoría que debe llevar a nuevas predicciones y experimentos. Por eso, en toda exactitud, debe decirse que la palabra «infinito» no tiene cabida en una explicación científica, sino como un límite inalcanzable. La aplicación de la Gravitación Universal de Newton a un Universo hipotéticamente infinitivo y eterno, básicamente imaginado como estático e inmutable, condujo a predicciones paradójicas e inadmisibles. Un masa infinita produce un potencial gravitatorio infinito en cualquier punto, anulando necesariamente toda diferencia que podría dar lugar a fuerzas gravitatorias. Cualquier falta de simetría o disrupción de su equilibrio estático, causaría, por el contrario, un colapso irremisible de todas las masas sobre sí mismas. Tampoco era posible en esa hipótesis de infinitud estática el solucionar la «paradoja de Olbers»: el cielo nocturno no nos presenta una superficie uniformemente iluminada por un sinfín LÍMITES FÍSICOS DEL UNIVERSO de estrellas que se funden sin espacios oscuros intermedios. Ni era fácilmente admisible la idea de un Universo eterno cuyas fuentes de energía nunca se agotasen a pesar del derroche obvio del Sol y las demás estrellas. La Teoría General de la Relatividad, presentada por Einstein en 1916, alteró radicalmente el punto de vista de Newton. Mientras que para éste tanto el espacio como el tiempo eran independientes de la materia y carecían por completo de toda actividad física, Einstein insiste en su mutua influencia: «La masa dice al espacio cómo debe curvarse, y el espacio dice a las masas cómo deben moverse» (Wheeler). La aplicación de la Relatividad a todo el Universo lleva naturalmente a la predicción de su finitud espacio-temporal y de su carácter evolutivo, predicción asombrosamente confirmada por Hubble en la década de los años 20, al establecer la relación que lleva su nombre entre la distancia de galaxias remotas y el corrimiento al rojo de sus rayas espectrales, interpretado como efecto Doppler debido a una velocidad de alejamiento. El Universo se expande: este es el dato fundamental de la Cosmología moderna. Consecuencia inmediata de un Universo en expansión es el extrapolar su movimiento a épocas anteriores, llegando así a un comienzo en condiciones de densidad y temperatura arbitrariamente elevadas según nos acercamos en nuestros cálculos al momento cero. Esta es la versión comúnmente aceptada del origen del Universo: la Gran Explosión, ocurrida hace 10 a 20 mil millones de años en el pasado, y cuyo eco llena todavía el espacio con la radiación de fondo predicha en 1948 por Gamow y descubierta en 1965 por Penzias y Wilson. Cuantos esfuerzos se han realizado desde entonces para encontrar una explicación diferente de los datos experimentales han resultado fallidos. En las palabras de Zel'dovich, este paradigma explicativo «es parte tan firme de la ciencia moderna como puede serlo la Mecánica de Newton». El quehacer actual consiste en buscar descripciones más detalladas de esas condiciones iniciales del Universo y predicciones más exactas de su evolución futura. ¿Es el Universo finito o infinito? Ningún dato experimental puede contestar directamente a esta pregunta, pues lo infinito no es observable. Ciñéndonos a los datos y al cálculo científico, y dejando de lado especulaciones debidas a prejuicios filosóficos más o menos conscientes, debemos admitir solamente que el Universo muestra una edad finita en el pasado y un cantidad actual de materia-energía también finita. Esto lleva a predecir una duración también finita en el futuro para todos los sistemas físicos y sus estructuras, aunque no permite afirmar que deje de existir nunca —en forma cada vez menos activa— el acervo total de materia y energía que hoy constituye el cosmos. Modificaciones recientes de la descripción inicial del Universo han llevado a Alan Guth y Linde a proponer una fase de expansión super-rápida antes de que la materia adquiriese las propiedades que hoy observamos. Este «Universo Inflacionario» va unido frecuentemente con la idea de «Universos múltiples», cuya existencia sería incognoscible, pero que se postulan como hipótesis ad hoc para evitar la necesidad de especificar condiciones iniciales determinadas para el Universo observable. Si hay una infinitud de «Universos», cada uno con un juego distinto de parámetros físicos, no es preciso buscar una explicación especial de las magnitudes que nosotros encontramos en el nuestro. Sin embargo, tal solución evita la determinación arbitraria de propiedades en un cosmos conocido con la introducción, aún más arbitraria, de una infinidad de universos desconocidos e incognoscibles: una ganancia intelectual muy poco convincente. Tampoco es más satisfactorio el intento de evitar un comienzo en la Gran Explosión sugiriendo una fase previa, incognoscible también, de contracción a partir de una etapa difusa de duración eterna. Tanto esta contracción única como la de carácter cíclico sugerida por diversos autores, tropieza con las leyes de la Física que impiden el rebote a partir de un colapso que lleva a la forma- , ción de un agujero negro gigantesco. Ni es compatible la densidad observada de energía en el Universo con una serie indefinida de ciclos previos: en cada ciclo, la energía del colapso se ve aumentada por toda la emisión de radiación por las estrellas existentes. Así crecería la entropía, y, con ella, la duración y tamaño máximo de cada ciclo (Richard Tolman). Es cierto que el «best selleD> de Stephen W. Hawking, Historia del Tiempo, modifica las previas conclusiones científicas de su autor (que afirmaba como inevitable la existencia de una «singularidad» inicial) en el sentido de proponer un universo cíclico, sin situaciones extremas que se escapan a la descripción física. Para ello, Hawking propone como condición limitante de la descripción del Universo el que éste no tiene límites, ni espaciales ni temporales. Con tal presuposición, e introduciendo en las ecuaciones relativistas un tiempo imaginario, consigue soluciones que evitan situaciones anormales al principio o al fin de un Universo cíclico, sin verdadero comienzo de su existencia ni término de la actividad física. No han sido recibidas con mucho entusiasmo estas ideas en los medios estrictamente científicos, a pesar del respeto que merece su autor y del gran eco que su libro de divulgación ha tenido en el gran público. Físicamente no es nada claro qué significado puede darse a un tiempo imaginario, ni cómo puede utilizarse éste para describir lo que ocurre en un tiempo real. Desde un punto de vista estrictamente lógico, también suena a petición de principio el postular un Universo sin fronteras espacio-temporales para deducir luego que no ha tenido principio en el tiempo. Ni aparece tampoco explícitamente qué solución daría el autor al problema de la creciente entropía en ciclos sucesivos, ni al dato experimental de la densidad del Universo observable, que será muy difícil demostrar que alcance el valor crítico para un colapso futuro. Llegamos así a la discusión del límite temporal del Universo en su existencia previsible según los datos actuales. El problema central es el de su expansión sin límite, o seguida de una fase de contracción. El facto determinante de su comportamiento es la relación entre la velocidad a que se separan entre sí los cúmulos de galaxias y la velocidad de escape, función de la densidad media del contenido materia-energía del Universo. Ninguno de estos valores es conocido con suficiente precisión para determinar una respues- ta cierta: el primero —«constante de Hubble»— oscila entre 50 km y 100 km por segundo por cada millón de parsecs (3,26 millones de años-luz); la densidad real conocida, aun incluyendo materia oscura no observable en galaxias y cúmulos, alcanza solamente del 10 al 20 por ciento del valor crítico, de 10~29 aproximadamente. Las teorías del Universo inflacionario y de unificación de fuerzas llevan a la predicción del valor crítico exactamente. Ni teoría ni datos experimentales dan pie para esperar que haya una densidad mayor que «cierre» el Universo, frenando totalmente su expansión y provocando su colapso. La descripción más acorde con todos nuestros conocimientos físicos y astronómicos prevé una expansión sin límite, de un Universo con volumen simple finito, pero que crece asintóticamente hacia un valor máximo inalcanzable en tiempo alguno finito. Nada hay en las leyes físicas que permita predecir que la materia ya existente deje de existir, si entendemos como «materia» todo aquello que tiene alguna interacción por alguna de las cuatro fuerzas conocidas. En ese sentido se afirma que en el mundo de lo observable «nada se crea ni se destruye, sólo se transforma». Los datos de le evolución pasada del cosmos nos obligan a aceptar su comienzo total, expresado en la palabra Creación, que ya pertenece al vocabulario técnico de la Cosmología moderna. Pero no tenemos datos equivalentes que nos lleven a vaticinar su reducción a la nada. Aceptando la expansión sin término en eones futuros, podemos extrapolar todos los procesos físicos a sus conclusiones más asombrosas. Dentro de 10 billones de años, ya no habrá estrellas: cada galaxia será una colección de cuerpos oscuros y fríos, cadáveres superdensos de soles muertos, sin posibilidad de que otros nazcan para relevarlos. Transcurrirá entonces un tiempo cien mil veces más largo, y las interacciones gravitatorias de esos astros sin luz los llevará a salir despedidos a los espacios vacíos entre las galaxias, mientras que el 10 por ciento de ellos se precipita hacia el centro para formar un agujero negro con masa equivalente a unos miles de millones de soles. Algo semejante, en tiempo de trillones de años, disgregará los cúmulos de galaxias para dar lugar también a agujeros negros super-galácticos: la pérdida de energía de todo cuerpo en órbita, debida a la radiación gravitatoria predicha por Einstein, lleva inexorablemente a la caída hacia el centro de masa del sistema. Si las teorías de unificación de fuerzas —GUTS— son correctas, las partículas elementales son inestables a largo plazo con respecto a la desintegración en quarks y leptones. Aunque la vida media del protón debe exceder los 1030 años predichos por las teorías más simples (resultados negativos del experimento IMB en Cleveland), cabe todavía la posibilidad que su desintegración ocurra en un plazo más largo, tal vez 1033 años. En ese caso, cuando el Universo alcance esa edad, toda la materia no atrapada en agujeros negros quedará reducida a una tenue sombra de partículas elementales moviéndose independientemente por los inmensos espacios vacíos, tal vez llegando a formar pares —«átomos»— con diámetros comparables a galaxias. Se multiplicará esa edad fabulosa hasta hacerse trillones de trillones de veces mayor. En esas épocas inimaginable la naturaleza misteriosa de la materia, ni partícula ni onda, hará que entre en juego el «efecto túnel» de la Mecánica Cuántica, y los agujeros negros emitirán partículas y energía en la radiación predicha por Hawking. Los últimos destellos de un Universo muerto marcarán la evaporación de agujeros negros super-galácticos hacia el año 10100. Asi termina la historia de la materia, descrita por las leyes físicas y los datos experimentales que hoy poseemos. «El hecho más incomprensible del Universo es que es comprensible», decía Einstein maravillado. Y, sin embargo, nuestra comprensión se basa en una descripción funcional de la materia, no en un conocimiento íntimo de lo que es. Si podemos describir lo que algo hace, pensamos que sabemos lo que es. Solamente los científicos más eminentes se sienten insatisfechos por el juego de palabras que nos hace creer que ya somos amos de lo que podemos nombrar, como en la magia de antaño. ¿Qué es el electrón? En las primeras lecciones de electricidad se encuentra la respuesta: una partícula con carga eléctrica negativa y masa de 0,91 x 10~30kg. ¿Qué es la carga negativa...? La que tiene el electrón. No podemos profundizar más. Hemos dado el nombre de «carga eléctrica» a algo desconocido que tiene que existir como explicación de que algunas partículas se atraigan o repelan con fuerzas que no pueden reducirse a su masa y propiedades siempre ligadas a ella. Utilizamos la electricidad como el sirviente ideal del hombre en esta era industrial, pero no hemos hecho más que dar un nombre a nuestro esclavo y aprender a controlarlo para nuestro beneficio. El estudio más profundo del átomo y la utilización de grandes energías de choque en aceleradores de partículas nos han llevado a describir fenómenos que la masa y la carga eléctrica no pueden explicar. Como se mencionaba en la Introducción, se hace preciso postular otras «cargas» nuevas, sin otra función, al parecer, que hacer posibles las reacciones que se observan: carga bariónica, leptónica, de extrañeza, de color... Incluso la propiedad del giro —«spin»— se convierte en algo ininteligible cuando la descripción más exacta del electrón exige prescindir de un diámetro real y de un eje de giro. La idea misma de partícula, pequeña bolita maciza y dura de nuestra imaginación, se desvanece en las paradojas cuánticas del efecto túnel, la difracción de electrones y neutrones, la existencia de neutrinos y fotones sin masa ni tamaño. Como último desafío al concepto de materia, partículas y antipartículas se «desmaterializan» para convertirse en pura energía radiante, sacudidas electromagnéticas del espacio vacío. Y la bruta energía mecánica de un choque se transforma y hace visible en chorros de partículas nuevas, sintetizadas a partir de velocidad e inercia. Es una vez más el genio de Einstein el que inscribe en el frontispicio de nuestra ciencia del siglo xx su famosa ecuación: E = me2. Si nos refugiamos de nuestra sensación de ignorancia en una complacencia práctica, en que sabemos lo que las partículas hacen, tampoco es mucho más profundo nuestro conocimiento. Por una parte, tenemos las limitaciones cuánticas del principio de in- certidumbre, y los esfuerzos —aún no resueltos— de encontrar soluciones aceptables a la paradoja de Einstein-Rosen-Podolsky o del gato de Schródinger. Hipótesis tan peregrinas como la de la multiplicidad de mundos de Everett parecen esfuerzos verdaderamente desesperados para mantener la intepretación probabilística de Copenhague: en cada situación en que varios resultados son posibles, todos se dan en múltiples Universos que aparecen mágicamente para que ninguna probabilidad se frustre. También suena a solución suicida, si se toma al pie de la letra, la de Wheeler, negando realidad a lo que no tiene un observador consciente: mina completamente la base de una ciencia que quiere ser objetiva y encontrar lo que existe fuera e independientemente del observador, aunque éste sí perturbe de algún modo al observarlo al objeto de su estudio. En una especie de esquizofrenia subconsciente, se afirma la naturaleza no-determinística de la realidad, y luego se calcula con todo rigor la probabilidad exacta de un resultado. Se observan fenómenos nuevos, y se buscan sus causas postulando, si es necesario, nuevas partículas o propiedades que los expliquen (éste es, esencialmente, el quehacer científico), mientras se afirma que los fenómenos de la radioactividad ocurren sin causa. Experimentos de heroicas proporciones intentan determinar alguna propiedad recóndita de una partícula, y luego se afirma que tal propiedad depende del observador. No es extraño que la sensación de Einstein: «Una voz interior me dice que la Mecánica Cuántica no es todavía la verdadera solución», se encuentra más o menos implícita en libros de texto que recomiendan a los alumnos que no se pregunten cómo puede ser verdaderamente así la naturaleza, sino que utilicen las fórmulas cuánticas simplemente porque dan los resultados correctos. El sueño de la Física, desde el descubrimiento de las fuerzas nucleares, ha sido el reducir a una unidad a las cuatro fuerzas conocidas: gravitatoria, electromagnética, nuclear fuerte y nuclear débil. Hemos vivido en la década de los años 70 la unificación de la fuerza electromagnética con la nuclear débil (teoría de Weinberg y Salam, confirmada experimentalmente en junio de 1978), y se trabaja ahora intensamente en el problema de reconciliar a esta fuerza «electrodébil» con la nuclear fuerte, en una síntesis que espera todavía algún resultado experimental positivo: desintegración del protón, existencia de monopolos magnéticos... Queda aún, como un sueño todavía más lejano, la incorporación de la gravedad, esa extraña «no-fuerza» que Einstein explicó como una deformación del espacio-tiempo en la vecindad de una masa. ¿Cómo se explica la actuación de las fuerzas? Teorías de campos —deformaciones del espacio multidimensional— parecen necesarias en una extensión conceptual de la Relatividad, concibiendo un continuo espacio-tiempo con propiedades influidas por la presencia de materia. Pero la concepción cuántica, con el intercambio de partículas reales o virtuales, es la que más se acomoda a nuestros experimentos. No parece fácil entender cómo la naturaleza puede ser continua y discontinua simultáneamente: vuelve a reaparecer la dualidad tan incómoda de partícula y onda. Pueden utilizarse los conceptos independientemente para describir las in- teracciones de la materia, pero pocos científicos afirmarán que entendemos qué son las fuerzas y cómo se transmite su actividad. Más básica todavía es la pregunta sobre la naturaleza misma del espacio vacío. Pero el iniciado en una Física elemental, parece extraño que la luz sea una «onda» sin que nada vibre, o que se hable de propiedades electromagnéticas y geométricas de un vacío que, instintivamente, se identifica con la nada. Pero el vacío físico dista mucho de ser pura negación, como el concepto filosófico de nada. No es que volvamos a admitir un «éter» de tipo mecánico, llenando los resquicios de cuanto existe, pero desde la Teoría de la Relatividad Generalizada hasta las teorías más recientes de cuerdas cósmicas en un Universo inflacionario, ese vacío parece más y más como plenitud de actividad, como una trama que condiciona a la materia y que, a su vez, resuena con sus múltiples influjos. Este espacio comienza a existir en la Gran Explosión primigenia; su expansión condensa energía en partículas y fuerzas que establecen los parámetros de cuanto es observable; la expansión subsiguiente arrastra consigo a las galaxias, y sus arrugas y discontinuidades determinan trayectorias y pueden aparecen como partículas o fuentes invisibles de fuerzas gravitatorias. Fluctuaciones cuánticas de ese vacío físico, dando lugar a la formación y destrucción inmediata de pares de partículas y antipartículas «virtuales» se invocan como explicación de minúsculas variaciones en los niveles de energía del átomo de hidrógeno (efecto de Lamb). Más insistentemente, el intercambio de partículas virtuales, extraídas del vacío durante un tiempo tan breve que la violación de la ley de conservación de energía no puede detectarse, se presenta como el mecanismo de interacción propio de las fuer^ zas nucleares y electromagnética. Incluso en el final lejano del Universo en expansión sin fin, se prevé la continuación indefinida de esta actividad submicroscópica, que se considera esencial a la estructura misma del espacio... Con una falta sorprendente de lógica, hay físicos como Davies y Guth que utilizan este mismo concepto de la fluctuación cuántica del vacío físico para afirmar que la materia, incluso todo el Universo, puede haber aparecido así de la NADA, «porque la nada es inestable». Tal lenguaje casi evoca la paradoja de los presocráticos, que hablaban del Ser y el No-Ser, «que sin embargo existe tanto como el Ser». No es el vacío físico algo cuya existencia se afirma antes de la Gran Explosión, para tener un «algo», aunque se le denomine «nada», a partir del cual pueda obtenerse un Universo sin recurrir al concepto de creación. Al contrario: a ese vacío físico se le asigna la densidad de 1094, con más masa en un centímetro cúbico que en trillones de veces toda las galaxias conocidas. Y ese vacío físico es el que explota en el primer instante (tiempo de Planck, 10~43 segundos), para luego evolucionar según hemos ya indicado. Todo nuestro conocer comienza en la actividad de los sentidos, y por sucesivas abstracciones, comparaciones y generalizaciones, alcanza el nivel de teoría física y descripción de la realidad. Pero ninguna explicación puede ser más clara que nuestro conocimiento de aquello mejor conocido que nos sirve de comparación para lo que explicamos. Y nada hay mejor conocido que la materia misma. A falta de un conocimiento intuitivo, necesariamente llegamos a un límite en nuestras analogías, y el qué de las cosas permanece siempre inasequible tras la nube de detalles de sus manifestaciones. Si los conceptos más comunes de la Física se revelan limitados e incompletos, también se encuentra una barrera en su aplicabilidad al Universo de estrellas y galaxias. No podemos saber cómo es el Universo ahora, porque la velocidad finita de la luz nos presenta secciones temporales abrazando todas las épocas. La luz de la supernova 1987 A nos trajo el mensaje de una explosión ocurrida antes de que comenzase la historia, en un renoto ayer de hace 170.000 años. La gran galaxia de Andrómeda i' ipresiona nuestras placas fotográficas con la imagen de cómo e . hace más de dos millones de años. Y así sucesivamente. Sí es * .rdad que esta «máquina del tiempo» nos permite ver simultá* jámente las diversas etapas de evolución del Universo, pero choca con nuestro deseo de saber cómo es ahora. Las predicciones de la Astrofísici respecto a la evolución de estrellas de gran masa nos conduce a otro límite conceptual: la singularidad relativista del agujero negro. El radio de Schwarzschild constituye un horizonte físico y conceptual, porque no permite la salida de información alguna acerca de su interior, ni son aplicables nuestras ecuaciones a la materia allí sumida. Se habla de un colapso sin límite, hacia densidades infinitas y radio cero, que sólo se alcanza, estrictamente, en un tiempo infinito. En tales circunstancias, toda nuestra física se detiene. Ya el mismo Einstein había expresado sus reservas: «No puede presumirse la validez de las ecuaciones para una densidad elevada de campos y de materia, y no es lícito concluir que el comienzo de la expansión debe significar una singularidad en el sentido matemático. Solamente necesitamos darnos cuenta de que las ecuaciones pueden no extenderse a tales regiones.» LÍMITES FILOSÓFICOS: PRINCIPIO ANTRÓPICO La palabra COSMOS, en su significado original griego, implica un conjunto en que se aprecia orden y belleza, un todo armonioso. Aplicada al Universo, es una afirmación implícita de nuestro convencimiento de que existe esa armonía y de que nuestro esfuerzo intelectual puede descubrirla. Los primeros intentos filosóficos buscaron la belleza y orden en los planetas y sus movimientos, exigiendo la perfección matemática de círculos y esferas. Todavía pensaba así Copérnico, forzando su hipótesis heliocéntrica a asumir la pesada carga de ciclos y epiciclos heredados de Tolomeo. Kepler, el gran astrónomo que amplió su mirada para incluir elipses —«círculos imperfectos»—, quería encontrar simetría y orden relacionando las órbitas planetarias con los sólidos regulares de la geometría euclídea y con las notas de la escala musical. Solamente la sencillez sublime de las fórmulas de Newton nos permitió entender una armonía más profunda, compatible con tan enorme variedad de astros y de fenómenos que incluyen hasta los choques de asteroides o galaxias. El Universo es COSMOS, es ordenado en su estructuración y desarrollo, porque la materia no actúa por capricho propio o de agentes externos, sino por sus propiedad íntimas, descritas en las generalizaciones que llamamos leyes. El desorden es imposible. Y la combinación de teoría y observación, con telescopios y espectroscopios aplicados a todas las longitudes de onda, nos permite afirmar que la materia es la misma en todo el Universo y actúa siguiendo esas mismas leyes que nosotros estudiamos en nuestros laboratorios. Tal orden de funcionamiento es fácilmente aceptable, pero no es suficiente si nos preguntamos a qué o para qué está ordenado el mundo en su existencia y evolución. Queda también el interrogante más básico, en una pregunta doble: ¿Por qué el Universo es como es? ¿Por qué existe algo en lugar de nada? Se puede también formular de un modo que abarca tanto el origen como el futuro: ¿Qué justificación tiene la existencia y evolución del Universo? La medida y la comprobación experimental, bases de la metodología científica, parecen inadecuadas para enfrentarse con estas preguntas. Pero no es posible evitarlas: consciente o inconscientemente su respuesta, o aun su mismo rechazo, colorea diversamente las actitudes y teorías de científicos «puros», en todos los tiempos. Lo verdaderamente insólito es que tales preguntas son ahora explícitamente propuestas y discutidas en revistas y libros que quieren contribuir al conocimiento estrictamente científico. El primer escalón en nuestra búsqueda de razones explicativas nos sitúa ante la pregunta de las relaciones entre propiedades aparentemente independientes de la materia. Ya Dirac había hecho notar, hace más de cincuenta años, las coincidencias numéricas de relaciones no condicionadas por sistemas arbitrarios de medida: tamaño actual del Universo (radio de Hubble) comparado con el diámetro de un electrón, intensidad de la interacción electromagnética comparada con la gravitatoria, edad del Universo comparada con el tiempo que la luz tarda en cruzar una partícula. En todos estos casos se obtiene el valor aproximado de 1040, número enorme cuyo cuadrado, 1080, es el orden de magnitud del número de partículas elementales en todo el Universo. ¿Coincidencia? ¿Numerología un tanto pueril? ¿O indicación de profundas relaciones entre macrocosmo y microcosmo? El desarrollo reciente de las teorías de unificación de fuerzas y partículas ha subrayado insistentemente que las propiedades de la materia en lo más pequeño dependen de lo que ocurrió en las primeras fracciones infinitesimales de segundo al espacio-tiempo sobrecargado de la energía del Big Bang. Las masas de partículas y las relaciones entre ellas por las cuatro fuerzas se determinan para siempre en aquellos primeros instantes, y todo el desarrollo subsiguiente del Universo debe ser inteligible en esos términos. La «Teoría de TODO» debe llevar, en las palabras de J. A. Wheeler, a «un principio tan únicamente correcto y sencillo que cuando se encuentre aparecerá tan determinante que se verá claro que el Universo está hecho y debe estar hecho de tal y tal forma, y no es posible que fuese de otra manera». O, citando una vez más a Einstein: «Lo que realmente me interesa es saber si Dios podía haber hecho el mundo de distinta forma, o si la necesidad de sencillez lógica deja libertad alguna.» En un artículo reciente (1987) de Martin Rees 'se lee: «La mayor parte de los físicos teóricos ciertamente esperan que las constantes de la naturaleza no tendrán que se tratadas siempre con números obtenidos experimentalmente, sino que estarán relacionadas por una teoría unificada.» El paso siguiente nos lleva a relacionar las propiedades físicas del Universo en todos sus niveles con el hecho obvio de nuestra propia existencia, como estructura de la más alta complejidad dentro del mundo material y sede única conocida de la consciencia inteligente. Un estudio detallado de las condiciones necesarias para la vida hacer notar una y otra vez una serie de «coincidencias» sin las cuales no tendríamos la química del carbono, base de toda biología, o faltarían los tiempos cósmicos para su desarrollo hasta el nivel de la inteligencia. Así se llega a la formulación del llamado «Principio Antrópico». Desde Copérnico se utiliza como presupuesto general al estudiar el Universo que nuestra posición en él no es privilegiada ni en el espacio ni en el tiempo. Una vez destronada la Tierra del centro del Sistema Solar y reducido también el Sol a una estrella común de los 100 mil millones de la Vía Láctea, todo orgullo de posición especial parece absurdo. El Principio Antrópico se presenta en varias versiones. La más modesta se reduce a una tautología: puesto que existimos, el Universo tiene ahora las características que hacen posible nuestra existencia. Entre otros factores necesarios para ella está la composición del Universo, que ya contiene elementos más pesados que el Helio como resultado de la evolución estelar. Así se llega a la conclusión de que el mundo en que existimos tiene que tener una edad comparable a la vida típica de una estrella, unos cuantos miles de millones de años. Si juzgamos también el tiempo de evolución biológica por el ejemplo de la Tierra, tenemos que añadir varios miles de millones más para alcanzar el desarrollo de la consciencia humana. El Universo tiene que tener varios eones (miles de millones de años) para que pueda ser estudiado. Un raciocinio semejante puede utilizarse para justificar los valores relativos de las diversas fuerzas que determinan la evolución de las estrellas. Si la gravedad fuese apreciablemente más intensa que lo que es respecto a la fuerza electromagnética, todas las estrellas serían más pequeñas, con temperaturas internas más elevadas y duración mucho más corta. Las estructuras biológicas también tendrían que limitarse a tamaños menores. Posiblemente no habría tiempo en un planeta como la Tierra para que el hombre apareciese antes de que el Sol agotase sus fuentes de energía. La misma alteración de fuerzas, o el aumento de la masa del Universo, podría llevar a la formación de agujeros negros poco después de la Gran Explosión, destruyendo posibilidades evolutivas ulteriores. También sería demasiado rápido y violento el desarrollo de las estrellas si las fuerzas nucleares tuviesen una intensidad apreciablemente mayor. Siguiendo esta lógica, que parece poder aplicarse a una multitud de constantes físicas y astronómicas cuyos valores, en principio, parecen arbitrarios, se llega a una posible alternativa: el Universo tiene, por azar, las condiciones que hacen posible la vida inteligente... o ha sido «diseñado» con toda precisión para que esa vida se desarrolle como lo ha hecho. Decir que el conjunto de valores de las constantes físicas es resultado del azar sólo tiene sentido posible en la hipótesis de muchos «Universos» independientes, bien sucesivos, bien simultáneos. En tal caso, esperaríamos que la mayor parte de ellos fuesen estériles; nosotros, obviamente, existimos en uno que reúne las condiciones necesarias para la vida. Algo así podría aplicarse al tipo de estrella alrededor de la cual vivimos: entre miles de millones, es una estrella de duración suficiente y energía adecuada la que permite el desarrollo biológico en la Tierra. Wheeler lleva este punto de vista hasta su extremo: para ser «real», un Universo necesita contener observadores que cristalicen las diversas posibilidades cuánticas en una realidad concreta. Sin llegar a esta afirmación, los autores de teorías del Universo inflacionario, como Andrei Linde y Alan Guth, suponen la existencia incognoscible de multitud de otros cosmos con diversas constantes físicas e, incluso, diverso número de dimensiones, probablemente incompatibles con la vida inteligente. En cambio, Fred Hoyle afirma: «Las leyes de la Física han sido diseñadas deliberadamente teniendo en cuenta las consecuencias que producen en el interior de estrellas. Existimos solamente en porciones del Universo donde los niveles de energía del carbono y el oxígeno tienen los valores correctos.» En una forma menos positiva se preguntaba Wheeler: «El ajuste inicial de la estructura del Universo ¿se realizó de tal manera que hiciese posible la existencia del observador...? ¿Ha tenido que adaptarse el Universo desde sus épocas más tempranas a las futuras exigencias de la vida y la mente? Hasta que sepamos dónde está la verdad en este campo, podemos estar de acuerdo en que no sabemos nada acerca del Universo.» En todo rigor lógico, debe decirse que la respuesta no puede darla la Física ni la Astronomía. Se trata de una pregunta filosófica, sobre finalidad, totalmente fuera de lo demostrable por el método de medida y cálculo; no es extraño, pues, que muchas voces de protesta se hayan alzado contra el Principio Antrópico presentado como un principio científico. No tiene valor predictivo ni lleva a una mejor inteligencia de la trama íntima de la materia. Pero la reacción es demasiado violenta en algunos casos: ningún aspecto de la actividad específicamente humana, que sí incluye finalidad, ética, arte, amor, poesía, puede analizarse y explicarse por ecuaciones o números. Aun así, es lo más importante y valioso que existe en nuestra experiencia: no puede dejarse de lado en una descripción completa de lo existente, como si fuese irrelevante, ni negarse en una limitación de miras que equivale a una ceguera intelectual. El punto de arranque para la discusión filosófica sí debe encontrarse en los datos científicos, y ninguno es más básico que la mutabilidad de la materia. Citamos nuevamente a Wheeler: «La mutabilidad aparece más y más como la característica universal de la naturaleza, mostrándose a un nivel tras otro de su estructura...» «Mutabilidad implica ajustabilidad.» Es la idea de contingencia en el lenguaje fisolófico tradicional, donde lleva inexorablemente a la necesidad de una causa determinante para la elección concreta de un modo de ser para aquello que puede ser de muchas maneras. Si la esencia de un ser no es autosuficiente, otro ser tiene que admitirse como causa explicativa. En el caso del Universo cuyas características actuales apuntan a un comienzo brusco en el pasado, a una verdadera creación, sin NADA previo, ni siquiera el espacio-tiempo del vacío físico, no solamente hay que preguntarse por qué el Universo es como es, sino más aún, por qué ES: «Por qué existe algo en lugar de nada» (Wheeler). El Principio Antrópico es un intento de respuesta que se queda corto, por una timidez que lleva a Pagels a decir que es «lo más que algunos ateos pueden acercarse a Dios». Harrison es más explícito: «Nos referiremos ocasionalmente al Principio Antrópico, y el lector puede, si lo prefiere, sustituirlo por su alternativa, el Principio Teístico.» Pagels comenta: «El Principio Teístico es muy claro: la razón de que el Universo parezca hecho a la medida para nuestra existencia es que fue hecho a la medida para nuestra existencia; un Ser Supremo lo creó como morada para la vida inteligente. Es claro que algunos científicos, considerando que religión y ciencia se excluyen mutuamente, encuentran esta idea desagradable. Al confrontar cuestiones que no encajan dentro del paradigma científico, rechazan el recurso a una explicación religiosa; aun así, su curiosidad no les permite dejar el tema sin tratar. Por eso proponen el Principio Antrópico.» En su libro, God and the Astronomers, Robert Jastrow hace notar la reacción de rechazo que muchos científicos evidenciaron ante los datos que llevaban a la teoría de la Gran Explosión: temían que apareciese como necesario el salto de la metafísica y la teología. Puede sospecharse que ésa es también la actitud básica de los esfuerzos para considerar al mundo observable como uno solo de una infinidad de otros mundos desconocidos con propiedades diferentes. Pero tampoco se da la razón de la existencia de éstos. En último análisis, el por qué de su ser no puede tener explicación científica: todas las leyes de la ciencia exigen la materia-espaciotiempo en que desarrollarse. No se aplican a la NADA. El finísimo ajuste inicial de la densidad de la materia, con un margen de error inferior al 10~50 de la densidad crítica, produce un Universo en expansión majestuosa, con tiempos cósmicos que permiten que sea tan uniforme como indica la radiación de fondo (variaciones inferiores a 10~4 del valor medio) y al mismo tiempo que se formen galaxias y estrellas con duraciones típicas de miles de millones de años, suficientes para la evolución biológica. Pero ya hemos visto que el futuro se presenta desalentador en su negrura: a largo plazo, todas las estructuras de la materia terminarán desintegrándose en forma más o menos violenta. Sin estructuras materiales no hay biología, y el final del Universo que predice la Astronomía tiene que llevar consigo la muerte también de la vida inteligente, en nuestro planeta y en cualquier otro sitio en que pueda existir. Toda la grandiosa historia de la evolución cósmica parece pues sin sentido, de una futilidad irracional. Ni lo es menos la salida del posible renacer de un Universo cíclico, aunque supongamos que otras formas de vida inteligente aparecen en muchos o en todos esos ciclos interminables. ¿Para qué? ¿Qué sentido tiene su existencia y destrucción? Más claramente que nunca nos encontramos ante una pregunta que rebasa el método estrictamente científico, pero que no puede ignorarse como sin importancia humana. Todos nuestros esfuerzos, nuestras creaciones artísticas e intelectuales, nuestros hechos heroicos... ¿para nada? Aun quienes rechazan la idea de una supervivencia personal, quieren dejar memoria de su paso por el mundo, o en algo digno de admiración para otras generaciones, o, al menos, en el recuerdo de aquellos familiares y amigos con quienes convivieron. Pero esto resulta también una falacia vacía si miramos a un futuro sin vida alguna, en la desoladora frialdad donde ni siquiera brillarán las estrellas para iluminar planetas ya muertos. El mito de la materia eterna y en continua superación se desmorona confrontado con los datos sobre el pasado del Universo y su evolución futura. Tampoco es más convincente un cientifismo radical que quiere reducirlo todo a números y a fórmulas: la misma ciencia necesita apoyarse en presupuestos exteriores a ella (Gódel), y se muestra incapaz de rebasar esos horizontes que la limitan aun dentro de su campo. Más allá, en la Meta-Física, continúan los interrogantes más profundos, el QUÉ-POR QUÉPARA QUÉ de toda la realidad, física, vital y racional. La honradez del investigador verdaderamente profundo no le permite apartar la vista de lo que no abarca, sino que le exige contribuir un poco más al esfuerzo común sin negar otros caminos para alcanzar una visión más completa de la realidad. Varias veces se ha vaticinado el fin de la Física como empresa a continuar. En su discurso al ser nombrado sucesor de Newton en su cátedra de Cambridge, el 29 de abril de 1980, Stephen Hawking se preguntó: «¿Nos encontramos ante el fin de la Física Teórica?» Al final de sus palabras, tal vez con un sentido muy británico del humor, vaticinó: «Es posible que nos encontremos ante el fin de los físicos teóricos, si no de la Física Teórica.» El juego de palabras se basaba en la utilización creciente de las computadoras electrónicas, que «podrían llegar a encargarse por sí mismas de todas las cuestiones de la Física Teórica». Nadie puede prever tal cosa seriamente, en contra de toda la experiencia diaria de la total falta de iniciativa y comprensión de lo que no es sino una máquina ciega y muerta. No sabemos qué nuevos rumbos tomará la Física, como no podían prever su desarrollo en nuestro siglo los investigadores de hace 100 años. Tal vez se juegan ya y aprenden en nuestros colegios los genios que ensancharán los horizontes más allá de lo que soñamos, en la búsqueda incesante por conocer y conocernos. LIBROS Geoffrey Bath, ed.: The State ofthe Universe, Clarendon Press, Oxford, 1980. R. J. Russell, W. R. Stoeger, G. V. Coyne, eds.: Physics, Philosophy and Theology, Vatican Observatory, 1988. Joseph Silk: The Big Bang, W. H. Freema and Co., San Francisco, 1980. Steven Weinberg: The First Three Minutes, Basic Books Inc., New York, 1977. BIBLIOGRAFÍA A. Einstein: Citas seleccio nadas por Kenneth Brecher en artículo conme morativo de su centena rio, Nature, 15 de marzo de 1979. B. J. Carr & M.J. Rees: «The Anthropic Princi pie and the Structure of the Physical World», Na ture, 12 de abril de 1979. Stephen Hawking: «The Edge of Spacetime», New Scientist, 16 de agosto de 1984. Jamal N. Islam: «The Ultimate Fate of the Universe», Sky and Telescope, enero de 1979. Andrei Linde: «Particle Physics and Inflationary Cosmology», Physics Today, septiembre de 1987. Martin Rees: «The Anthropic Universe», New Scientist, 6 de agosto de 1987. Virginia Trimble: «Cosmology: Man's Place in the Universe», Am. Scientist, enero-febrero de 1977. J. A. Wheeler: «The Universe as Home for Man», Am. Scientist, noviembre-diciembre de 1974. Artículos seleccionados de INVESTIGACIÓN Y CIENCIA: Febrero de 1980: «La Desintegración del Vacío». Julio de 1981: «Cosmología y Observaciones». Agosto de 1981: «La Desintegración del Protón». Febrero de 1982: «El Principio Antrópico». Mayo de 1983: «El Futuro del Universo». Julio de 1984: «El Universo Inflacionario». Octubre de 1985: «El Vacío' Clásico». Febrero de 1988: «Cuerdas Cósmicas». Julio de 1988: «El Misterio de la Constante Cosmológica».