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Horizontes cósmicos
MANUEL M.a CARREIRA. S.J *
L
* La Coruña, 1931. Licenciatura en Filosofía por la Universidad de Comillas. Enseña
Física y Astronomía en John
Carroll Univ. (Cleveland) y Filosofía de la Naturaleza en la
Universidad de Comillas de
Madrid.
A Física de fines del siglo xix se consideraba al borde de una
descripción completa de la Naturaleza, reducida a esquemas
casi puramente mecánicos. Se podía prever la situación
soñada de un Universo inteligente en términos de la experiencia
macroscópica regida por el «sentido común», con explicaciones
basadas en parámetros fácilmente imaginables como extensión de
los datos de nuestros sentidos. Nadie sospechaba que a la vuelta de
esas fechas escritas con un 18.. se escondían revoluciones de
inmenso alcance intelectual, más transformadoras del panorama
humano que las drásticas sacudidas políticas y sociales
características de nuestro siglo.
Desde los experimentos de Rutherford para desentrañar la estructura del átomo, todavía en términos cuasi-mecánicos, la Física
ha avanzado por un camino jalonado por sorpresas y paradojas.
Los electrones del átomo de Bohr no se podían comprender como
planetas en miniatura, porque el movimiento acelerado de cargas
eléctricas exigía la radiación de energía electromagnética, con la
consiguiente pérdida y degradación del sistema: el átomo tenía
que sufrir un colapso hacia el núcleo en tiempos que se medirían
en billonésimas de segundo. Tampoco era comprensible el comportamiento de la luz, ni en fenómenos cósmicos (experimento de
Michelson-Morley) ni en el mundo de lo pequeño, en la emisión
de electrones del efecto fotoeléctrico y en la radiación del cuerpo
negro, tan «fácil» de estudiar en el laboratorio.
Einstein, Planck, Heisenberg, Schródinger, Pauli, Dirac..., son
nombres que ya quedan indisolublemente unidos a esa revolución
conceptual de la estructura de nuestros conocimientos científicos
sobre la materia y sus propiedades. Se acepta, con una especie de
fe ciega, que las cosas no son imaginables ni expresables en términos de nuestra experiencia ordinaria. Los elementos más básicos
de la realidad material no son ni partículas ni ondas, sino algo
cuya única realidad se esconde tras unas fórmulas matemáticas
que conducen, finalmente, a alguna medida experimental. Y
mientras la sencillez de tres partículas prometía, hace sesenta años,
explicar toda la estructura de los átomos, hoy tenemos que intentar reducir a un orden centenares de partículas efímeras con propiedades apenas descritas sino como nombres arbitrarios o sugerentes: extrañeza, carga bariónica, color, sabor...
Paralelamente a esta transformación de la Física, nuestro siglo
ha visto el desarrollo de una nueva visión del Universo, en las
grandes estructuras astronómicas y en su evolución como conjunto. Se ha cumplido la previsión de Eddington: podemos entender
algo «tan sencillo» como una estrella, incluso con la confirmación
asombrosa de su comportamiento en la explosión titánica de una
supernova (observaciones de la SN 1987 A en la Nube Mayor de
Magallanes). La Astronomía del Sistema Solar se ha visto revolucionada con los datos de las sondas planetarias: nuestras pantallas
de TV nos han mostrado las arenas y las escarchas invernales de
Marte y los volcanes sulfurosos de lo. Incluso el lenguaje de nuestros diarios y de los anuncios comerciales refleja nombres como
«pulsare, «cuasar», «agujero negro»: objetos extraños que ningún
Julio Verne pudo prever en la ficción científica más audaz.
Sin embargo, al acercarnos al final de nuestro siglo xx, los
científicos más eminentes no sienten la confianza tranquila de que
ya falta poco para entender el Universo. Al contrario: tal vez su
actitud quede mejor reflejada en una frase de Einstein, escrita en
una carta a Maurice Solovine: «Se imaginará que yo contemplo el
trabajo de mi vida con una satisfacción tranquila. Pero desde cerca
se ve muy distinto. No hay ni un solo concepto del que yo esté
convencido que se mantendrá firme, y siento la incertidumbre de
si estaré, en general, en el camino correcto... No quiero tener razón..., sólo quiero saber si tengo razón.»
No es ésta una actitud de desaliento ni tampoco de un pragmatismo que va a buscar solamente lo útil o lo que tiene aplicaciones
inmediatas, aun teóricas. Tal vez nunca ha tenido la ciencia de la
materia tal efervescencia creadora, aunque no sea posible todavía
distinguir lo que pasará a ser parte firme de nuestro conocimiento
de aquellas otras hipótesis más efímeras o estériles. La Física y la
Astronomía se funden en Astrofísica y Cosmología y tratan, audazmente, de llegar a horizontes donde las preguntas más básicas
casi se convierten en Metafísica. De estos horizontes quiere presentar este artículo una panorámica inteligible, aunque forzosamente breve y descriptiva.
Toda ciencia experimental se basa en nuestra capacidad de
observación y medida. Lo que no es comprobable en una forma
cuantitativa, no puede incorporarse en una teoría que debe llevar
a nuevas predicciones y experimentos. Por eso, en toda exactitud,
debe decirse que la palabra «infinito» no tiene cabida en una explicación científica, sino como un límite inalcanzable.
La aplicación de la Gravitación Universal de Newton a un
Universo hipotéticamente infinitivo y eterno, básicamente imaginado como estático e inmutable, condujo a predicciones paradójicas e inadmisibles. Un masa infinita produce un potencial gravitatorio infinito en cualquier punto, anulando necesariamente toda
diferencia que podría dar lugar a fuerzas gravitatorias. Cualquier
falta de simetría o disrupción de su equilibrio estático, causaría,
por el contrario, un colapso irremisible de todas las masas sobre sí
mismas. Tampoco era posible en esa hipótesis de infinitud estática
el solucionar la «paradoja de Olbers»: el cielo nocturno no nos
presenta una superficie uniformemente iluminada por un sinfín
LÍMITES
FÍSICOS DEL
UNIVERSO
de estrellas que se funden sin espacios oscuros intermedios. Ni era
fácilmente admisible la idea de un Universo eterno cuyas fuentes
de energía nunca se agotasen a pesar del derroche obvio del Sol y
las demás estrellas.
La Teoría General de la Relatividad, presentada por Einstein
en 1916, alteró radicalmente el punto de vista de Newton. Mientras que para éste tanto el espacio como el tiempo eran independientes de la materia y carecían por completo de toda actividad
física, Einstein insiste en su mutua influencia: «La masa dice al
espacio cómo debe curvarse, y el espacio dice a las masas cómo
deben moverse» (Wheeler). La aplicación de la Relatividad a todo
el Universo lleva naturalmente a la predicción de su finitud espacio-temporal y de su carácter evolutivo, predicción asombrosamente confirmada por Hubble en la década de los años 20, al
establecer la relación que lleva su nombre entre la distancia de
galaxias remotas y el corrimiento al rojo de sus rayas espectrales,
interpretado como efecto Doppler debido a una velocidad de alejamiento. El Universo se expande: este es el dato fundamental de
la Cosmología moderna.
Consecuencia inmediata de un Universo en expansión es el
extrapolar su movimiento a épocas anteriores, llegando así a un
comienzo en condiciones de densidad y temperatura arbitrariamente elevadas según nos acercamos en nuestros cálculos al momento cero. Esta es la versión comúnmente aceptada del origen
del Universo: la Gran Explosión, ocurrida hace 10 a 20 mil millones de años en el pasado, y cuyo eco llena todavía el espacio con la
radiación de fondo predicha en 1948 por Gamow y descubierta en
1965 por Penzias y Wilson.
Cuantos esfuerzos se han realizado desde entonces para encontrar una explicación diferente de los datos experimentales han resultado fallidos. En las palabras de Zel'dovich, este paradigma explicativo «es parte tan firme de la ciencia moderna como puede
serlo la Mecánica de Newton». El quehacer actual consiste en buscar descripciones más detalladas de esas condiciones iniciales del
Universo y predicciones más exactas de su evolución futura.
¿Es el Universo finito o infinito? Ningún dato experimental
puede contestar directamente a esta pregunta, pues lo infinito no
es observable. Ciñéndonos a los datos y al cálculo científico, y
dejando de lado especulaciones debidas a prejuicios filosóficos
más o menos conscientes, debemos admitir solamente que el Universo muestra una edad finita en el pasado y un cantidad actual de
materia-energía también finita. Esto lleva a predecir una duración
también finita en el futuro para todos los sistemas físicos y sus
estructuras, aunque no permite afirmar que deje de existir nunca
—en forma cada vez menos activa— el acervo total de materia y
energía que hoy constituye el cosmos.
Modificaciones recientes de la descripción inicial del Universo
han llevado a Alan Guth y Linde a proponer una fase de expansión super-rápida antes de que la materia adquiriese las propiedades que hoy observamos. Este «Universo Inflacionario» va unido
frecuentemente con la idea de «Universos múltiples», cuya existencia sería incognoscible, pero que se postulan como hipótesis ad
hoc para evitar la necesidad de especificar condiciones iniciales
determinadas para el Universo observable. Si hay una infinitud de
«Universos», cada uno con un juego distinto de parámetros físicos, no es preciso buscar una explicación especial de las magnitudes que nosotros encontramos en el nuestro. Sin embargo, tal solución evita la determinación arbitraria de propiedades en un
cosmos conocido con la introducción, aún más arbitraria, de una
infinidad de universos desconocidos e incognoscibles: una ganancia intelectual muy poco convincente.
Tampoco es más satisfactorio el intento de evitar un comienzo
en la Gran Explosión sugiriendo una fase previa, incognoscible
también, de contracción a partir de una etapa difusa de duración
eterna. Tanto esta contracción única como la de carácter cíclico
sugerida por diversos autores, tropieza con las leyes de la Física
que impiden el rebote a partir de un colapso que lleva a la forma- ,
ción de un agujero negro gigantesco. Ni es compatible la densidad
observada de energía en el Universo con una serie indefinida de
ciclos previos: en cada ciclo, la energía del colapso se ve aumentada por toda la emisión de radiación por las estrellas existentes. Así
crecería la entropía, y, con ella, la duración y tamaño máximo de
cada ciclo (Richard Tolman).
Es cierto que el «best selleD> de Stephen W. Hawking, Historia
del Tiempo, modifica las previas conclusiones científicas de su
autor (que afirmaba como inevitable la existencia de una «singularidad» inicial) en el sentido de proponer un universo cíclico, sin
situaciones extremas que se escapan a la descripción física. Para
ello, Hawking propone como condición limitante de la descripción del Universo el que éste no tiene límites, ni espaciales ni
temporales. Con tal presuposición, e introduciendo en las ecuaciones relativistas un tiempo imaginario, consigue soluciones que evitan situaciones anormales al principio o al fin de un Universo
cíclico, sin verdadero comienzo de su existencia ni término de la
actividad física.
No han sido recibidas con mucho entusiasmo estas ideas en los
medios estrictamente científicos, a pesar del respeto que merece su
autor y del gran eco que su libro de divulgación ha tenido en el
gran público. Físicamente no es nada claro qué significado puede
darse a un tiempo imaginario, ni cómo puede utilizarse éste para
describir lo que ocurre en un tiempo real. Desde un punto de vista
estrictamente lógico, también suena a petición de principio el postular un Universo sin fronteras espacio-temporales para deducir
luego que no ha tenido principio en el tiempo. Ni aparece tampoco explícitamente qué solución daría el autor al problema de la
creciente entropía en ciclos sucesivos, ni al dato experimental de la
densidad del Universo observable, que será muy difícil demostrar
que alcance el valor crítico para un colapso futuro.
Llegamos así a la discusión del límite temporal del Universo en
su existencia previsible según los datos actuales. El problema central es el de su expansión sin límite, o seguida de una fase de
contracción. El facto determinante de su comportamiento es la
relación entre la velocidad a que se separan entre sí los cúmulos de
galaxias y la velocidad de escape, función de la densidad media del
contenido materia-energía del Universo. Ninguno de estos valores
es conocido con suficiente precisión para determinar una respues-
ta cierta: el primero —«constante de Hubble»— oscila entre
50 km y 100 km por segundo por cada millón de parsecs (3,26
millones de años-luz); la densidad real conocida, aun incluyendo
materia oscura no observable en galaxias y cúmulos, alcanza solamente del 10 al 20 por ciento del valor crítico, de 10~29 aproximadamente. Las teorías del Universo inflacionario y de unificación
de fuerzas llevan a la predicción del valor crítico exactamente. Ni
teoría ni datos experimentales dan pie para esperar que haya una
densidad mayor que «cierre» el Universo, frenando totalmente su
expansión y provocando su colapso. La descripción más acorde
con todos nuestros conocimientos físicos y astronómicos prevé
una expansión sin límite, de un Universo con volumen simple
finito, pero que crece asintóticamente hacia un valor máximo
inalcanzable en tiempo alguno finito.
Nada hay en las leyes físicas que permita predecir que la materia ya existente deje de existir, si entendemos como «materia»
todo aquello que tiene alguna interacción por alguna de las cuatro
fuerzas conocidas. En ese sentido se afirma que en el mundo de lo
observable «nada se crea ni se destruye, sólo se transforma». Los
datos de le evolución pasada del cosmos nos obligan a aceptar su
comienzo total, expresado en la palabra Creación, que ya pertenece al vocabulario técnico de la Cosmología moderna. Pero no tenemos datos equivalentes que nos lleven a vaticinar su reducción
a la nada.
Aceptando la expansión sin término en eones futuros, podemos extrapolar todos los procesos físicos a sus conclusiones más
asombrosas. Dentro de 10 billones de años, ya no habrá estrellas:
cada galaxia será una colección de cuerpos oscuros y fríos, cadáveres superdensos de soles muertos, sin posibilidad de que otros nazcan para relevarlos. Transcurrirá entonces un tiempo cien mil veces más largo, y las interacciones gravitatorias de esos astros sin
luz los llevará a salir despedidos a los espacios vacíos entre las
galaxias, mientras que el 10 por ciento de ellos se precipita hacia el
centro para formar un agujero negro con masa equivalente a unos
miles de millones de soles. Algo semejante, en tiempo de trillones
de años, disgregará los cúmulos de galaxias para dar lugar también
a agujeros negros super-galácticos: la pérdida de energía de todo
cuerpo en órbita, debida a la radiación gravitatoria predicha por
Einstein, lleva inexorablemente a la caída hacia el centro de masa
del sistema.
Si las teorías de unificación de fuerzas —GUTS— son correctas, las partículas elementales son inestables a largo plazo con respecto a la desintegración en quarks y leptones. Aunque la vida
media del protón debe exceder los 1030 años predichos por las
teorías más simples (resultados negativos del experimento IMB en
Cleveland), cabe todavía la posibilidad que su desintegración ocurra en un plazo más largo, tal vez 1033 años. En ese caso, cuando el
Universo alcance esa edad, toda la materia no atrapada en agujeros negros quedará reducida a una tenue sombra de partículas
elementales moviéndose independientemente por los inmensos espacios vacíos, tal vez llegando a formar pares —«átomos»— con
diámetros comparables a galaxias.
Se multiplicará esa edad fabulosa hasta hacerse trillones de
trillones de veces mayor. En esas épocas inimaginable la naturaleza misteriosa de la materia, ni partícula ni onda, hará que entre en
juego el «efecto túnel» de la Mecánica Cuántica, y los agujeros
negros emitirán partículas y energía en la radiación predicha por
Hawking. Los últimos destellos de un Universo muerto marcarán
la evaporación de agujeros negros super-galácticos hacia el año
10100.
Asi termina la historia de la materia, descrita por las leyes
físicas y los datos experimentales que hoy poseemos.
«El hecho más incomprensible del Universo es que es comprensible», decía Einstein maravillado. Y, sin embargo, nuestra
comprensión se basa en una descripción funcional de la materia,
no en un conocimiento íntimo de lo que es. Si podemos describir
lo que algo hace, pensamos que sabemos lo que es. Solamente los
científicos más eminentes se sienten insatisfechos por el juego de
palabras que nos hace creer que ya somos amos de lo que podemos nombrar, como en la magia de antaño.
¿Qué es el electrón? En las primeras lecciones de electricidad se
encuentra la respuesta: una partícula con carga eléctrica negativa y
masa de 0,91 x 10~30kg. ¿Qué es la carga negativa...? La que tiene
el electrón. No podemos profundizar más. Hemos dado el nombre
de «carga eléctrica» a algo desconocido que tiene que existir como
explicación de que algunas partículas se atraigan o repelan con
fuerzas que no pueden reducirse a su masa y propiedades siempre
ligadas a ella. Utilizamos la electricidad como el sirviente ideal del
hombre en esta era industrial, pero no hemos hecho más que dar
un nombre a nuestro esclavo y aprender a controlarlo para nuestro
beneficio.
El estudio más profundo del átomo y la utilización de grandes
energías de choque en aceleradores de partículas nos han llevado a
describir fenómenos que la masa y la carga eléctrica no pueden
explicar. Como se mencionaba en la Introducción, se hace preciso
postular otras «cargas» nuevas, sin otra función, al parecer, que
hacer posibles las reacciones que se observan: carga bariónica, leptónica, de extrañeza, de color... Incluso la propiedad del giro
—«spin»— se convierte en algo ininteligible cuando la descripción más exacta del electrón exige prescindir de un diámetro real y
de un eje de giro.
La idea misma de partícula, pequeña bolita maciza y dura de
nuestra imaginación, se desvanece en las paradojas cuánticas del
efecto túnel, la difracción de electrones y neutrones, la existencia
de neutrinos y fotones sin masa ni tamaño. Como último desafío
al concepto de materia, partículas y antipartículas se «desmaterializan» para convertirse en pura energía radiante, sacudidas electromagnéticas del espacio vacío. Y la bruta energía mecánica de un
choque se transforma y hace visible en chorros de partículas nuevas, sintetizadas a partir de velocidad e inercia. Es una vez más el
genio de Einstein el que inscribe en el frontispicio de nuestra ciencia del siglo xx su famosa ecuación: E = me2.
Si nos refugiamos de nuestra sensación de ignorancia en una
complacencia práctica, en que sabemos lo que las partículas hacen, tampoco es mucho más profundo nuestro conocimiento. Por
una parte, tenemos las limitaciones cuánticas del principio de in-
certidumbre, y los esfuerzos —aún no resueltos— de encontrar
soluciones aceptables a la paradoja de Einstein-Rosen-Podolsky o
del gato de Schródinger. Hipótesis tan peregrinas como la de la
multiplicidad de mundos de Everett parecen esfuerzos verdaderamente desesperados para mantener la intepretación probabilística
de Copenhague: en cada situación en que varios resultados son
posibles, todos se dan en múltiples Universos que aparecen mágicamente para que ninguna probabilidad se frustre. También suena
a solución suicida, si se toma al pie de la letra, la de Wheeler,
negando realidad a lo que no tiene un observador consciente:
mina completamente la base de una ciencia que quiere ser objetiva y encontrar lo que existe fuera e independientemente del observador, aunque éste sí perturbe de algún modo al observarlo al
objeto de su estudio.
En una especie de esquizofrenia subconsciente, se afirma la
naturaleza no-determinística de la realidad, y luego se calcula con
todo rigor la probabilidad exacta de un resultado. Se observan
fenómenos nuevos, y se buscan sus causas postulando, si es necesario, nuevas partículas o propiedades que los expliquen (éste es,
esencialmente, el quehacer científico), mientras se afirma que los
fenómenos de la radioactividad ocurren sin causa. Experimentos
de heroicas proporciones intentan determinar alguna propiedad
recóndita de una partícula, y luego se afirma que tal propiedad
depende del observador. No es extraño que la sensación de Einstein: «Una voz interior me dice que la Mecánica Cuántica no es
todavía la verdadera solución», se encuentra más o menos implícita
en libros de texto que recomiendan a los alumnos que no se
pregunten cómo puede ser verdaderamente así la naturaleza, sino
que utilicen las fórmulas cuánticas simplemente porque dan los
resultados correctos.
El sueño de la Física, desde el descubrimiento de las fuerzas
nucleares, ha sido el reducir a una unidad a las cuatro fuerzas
conocidas: gravitatoria, electromagnética, nuclear fuerte y nuclear
débil. Hemos vivido en la década de los años 70 la unificación de
la fuerza electromagnética con la nuclear débil (teoría de Weinberg y Salam, confirmada experimentalmente en junio de 1978), y
se trabaja ahora intensamente en el problema de reconciliar a esta
fuerza «electrodébil» con la nuclear fuerte, en una síntesis que
espera todavía algún resultado experimental positivo: desintegración del protón, existencia de monopolos magnéticos... Queda
aún, como un sueño todavía más lejano, la incorporación de la
gravedad, esa extraña «no-fuerza» que Einstein explicó como una
deformación del espacio-tiempo en la vecindad de una masa.
¿Cómo se explica la actuación de las fuerzas? Teorías de campos —deformaciones del espacio multidimensional— parecen necesarias en una extensión conceptual de la Relatividad, concibiendo un continuo espacio-tiempo con propiedades influidas por la
presencia de materia. Pero la concepción cuántica, con el intercambio de partículas reales o virtuales, es la que más se acomoda a
nuestros experimentos. No parece fácil entender cómo la naturaleza puede ser continua y discontinua simultáneamente: vuelve a
reaparecer la dualidad tan incómoda de partícula y onda. Pueden
utilizarse los conceptos independientemente para describir las in-
teracciones de la materia, pero pocos científicos afirmarán que
entendemos qué son las fuerzas y cómo se transmite su actividad.
Más básica todavía es la pregunta sobre la naturaleza misma del
espacio vacío. Pero el iniciado en una Física elemental, parece
extraño que la luz sea una «onda» sin que nada vibre, o que se
hable de propiedades electromagnéticas y geométricas de un vacío
que, instintivamente, se identifica con la nada. Pero el vacío físico
dista mucho de ser pura negación, como el concepto filosófico de
nada. No es que volvamos a admitir un «éter» de tipo mecánico,
llenando los resquicios de cuanto existe, pero desde la Teoría de la
Relatividad Generalizada hasta las teorías más recientes de cuerdas cósmicas en un Universo inflacionario, ese vacío parece más y
más como plenitud de actividad, como una trama que condiciona
a la materia y que, a su vez, resuena con sus múltiples influjos.
Este espacio comienza a existir en la Gran Explosión primigenia;
su expansión condensa energía en partículas y fuerzas que establecen los parámetros de cuanto es observable; la expansión subsiguiente arrastra consigo a las galaxias, y sus arrugas y discontinuidades determinan trayectorias y pueden aparecen como partículas
o fuentes invisibles de fuerzas gravitatorias.
Fluctuaciones cuánticas de ese vacío físico, dando lugar a la
formación y destrucción inmediata de pares de partículas y antipartículas «virtuales» se invocan como explicación de minúsculas
variaciones en los niveles de energía del átomo de hidrógeno (efecto
de Lamb). Más insistentemente, el intercambio de partículas
virtuales, extraídas del vacío durante un tiempo tan breve que la
violación de la ley de conservación de energía no puede detectarse,
se presenta como el mecanismo de interacción propio de las fuer^
zas nucleares y electromagnética. Incluso en el final lejano del
Universo en expansión sin fin, se prevé la continuación indefinida
de esta actividad submicroscópica, que se considera esencial a la
estructura misma del espacio...
Con una falta sorprendente de lógica, hay físicos como Davies
y Guth que utilizan este mismo concepto de la fluctuación cuántica del vacío físico para afirmar que la materia, incluso todo el
Universo, puede haber aparecido así de la NADA, «porque la
nada es inestable». Tal lenguaje casi evoca la paradoja de los presocráticos, que hablaban del Ser y el No-Ser, «que sin embargo
existe tanto como el Ser». No es el vacío físico algo cuya existencia
se afirma antes de la Gran Explosión, para tener un «algo», aunque se le denomine «nada», a partir del cual pueda obtenerse un
Universo sin recurrir al concepto de creación. Al contrario: a ese
vacío físico se le asigna la densidad de 1094, con más masa en un
centímetro cúbico que en trillones de veces toda las galaxias conocidas. Y ese vacío físico es el que explota en el primer instante
(tiempo de Planck, 10~43 segundos), para luego evolucionar según
hemos ya indicado.
Todo nuestro conocer comienza en la actividad de los sentidos,
y por sucesivas abstracciones, comparaciones y generalizaciones,
alcanza el nivel de teoría física y descripción de la realidad. Pero
ninguna explicación puede ser más clara que nuestro conocimiento de aquello mejor conocido que nos sirve de comparación para
lo que explicamos. Y nada hay mejor conocido que la materia
misma. A falta de un conocimiento intuitivo, necesariamente llegamos a un límite en nuestras analogías, y el qué de las cosas
permanece siempre inasequible tras la nube de detalles de sus
manifestaciones.
Si los conceptos más comunes de la Física se revelan limitados
e incompletos, también se encuentra una barrera en su aplicabilidad al Universo de estrellas y galaxias. No podemos saber cómo es
el Universo ahora, porque la velocidad finita de la luz nos presenta
secciones temporales abrazando todas las épocas. La luz de la supernova 1987 A nos trajo el mensaje de una explosión ocurrida
antes de que comenzase la historia, en un renoto ayer de hace
170.000 años. La gran galaxia de Andrómeda i' ipresiona nuestras
placas fotográficas con la imagen de cómo e . hace más de dos
millones de años. Y así sucesivamente. Sí es * .rdad que esta «máquina del tiempo» nos permite ver simultá* jámente las diversas
etapas de evolución del Universo, pero choca con nuestro deseo de
saber cómo es ahora.
Las predicciones de la Astrofísici respecto a la evolución de
estrellas de gran masa nos conduce a otro límite conceptual: la
singularidad relativista del agujero negro. El radio de Schwarzschild constituye un horizonte físico y conceptual, porque no permite la salida de información alguna acerca de su interior, ni son
aplicables nuestras ecuaciones a la materia allí sumida. Se habla de
un colapso sin límite, hacia densidades infinitas y radio cero, que
sólo se alcanza, estrictamente, en un tiempo infinito. En tales circunstancias, toda nuestra física se detiene. Ya el mismo Einstein
había expresado sus reservas: «No puede presumirse la validez de
las ecuaciones para una densidad elevada de campos y de materia,
y no es lícito concluir que el comienzo de la expansión debe significar una singularidad en el sentido matemático. Solamente necesitamos darnos cuenta de que las ecuaciones pueden no extenderse
a tales regiones.»
LÍMITES
FILOSÓFICOS:
PRINCIPIO
ANTRÓPICO
La palabra COSMOS, en su significado original griego, implica
un conjunto en que se aprecia orden y belleza, un todo armonioso.
Aplicada al Universo, es una afirmación implícita de nuestro convencimiento de que existe esa armonía y de que nuestro esfuerzo
intelectual puede descubrirla.
Los primeros intentos filosóficos buscaron la belleza y orden
en los planetas y sus movimientos, exigiendo la perfección matemática de círculos y esferas. Todavía pensaba así Copérnico, forzando su hipótesis heliocéntrica a asumir la pesada carga de ciclos
y epiciclos heredados de Tolomeo. Kepler, el gran astrónomo que
amplió su mirada para incluir elipses —«círculos imperfectos»—,
quería encontrar simetría y orden relacionando las órbitas planetarias con los sólidos regulares de la geometría euclídea y con las
notas de la escala musical. Solamente la sencillez sublime de las
fórmulas de Newton nos permitió entender una armonía más profunda, compatible con tan enorme variedad de astros y de fenómenos que incluyen hasta los choques de asteroides o galaxias.
El Universo es COSMOS, es ordenado en su estructuración y
desarrollo, porque la materia no actúa por capricho propio o de
agentes externos, sino por sus propiedad íntimas, descritas en las
generalizaciones que llamamos leyes. El desorden es imposible. Y
la combinación de teoría y observación, con telescopios y espectroscopios aplicados a todas las longitudes de onda, nos permite
afirmar que la materia es la misma en todo el Universo y actúa
siguiendo esas mismas leyes que nosotros estudiamos en nuestros
laboratorios.
Tal orden de funcionamiento es fácilmente aceptable, pero no
es suficiente si nos preguntamos a qué o para qué está ordenado el
mundo en su existencia y evolución. Queda también el interrogante
más básico, en una pregunta doble: ¿Por qué el Universo es
como es? ¿Por qué existe algo en lugar de nada? Se puede también
formular de un modo que abarca tanto el origen como el futuro:
¿Qué justificación tiene la existencia y evolución del Universo?
La medida y la comprobación experimental, bases de la metodología científica, parecen inadecuadas para enfrentarse con estas
preguntas. Pero no es posible evitarlas: consciente o inconscientemente su respuesta, o aun su mismo rechazo, colorea diversamente
las actitudes y teorías de científicos «puros», en todos los tiempos.
Lo verdaderamente insólito es que tales preguntas son ahora
explícitamente propuestas y discutidas en revistas y libros que
quieren contribuir al conocimiento estrictamente científico.
El primer escalón en nuestra búsqueda de razones explicativas
nos sitúa ante la pregunta de las relaciones entre propiedades aparentemente independientes de la materia. Ya Dirac había hecho
notar, hace más de cincuenta años, las coincidencias numéricas de
relaciones no condicionadas por sistemas arbitrarios de medida:
tamaño actual del Universo (radio de Hubble) comparado con el
diámetro de un electrón, intensidad de la interacción electromagnética comparada con la gravitatoria, edad del Universo comparada con el tiempo que la luz tarda en cruzar una partícula. En todos
estos casos se obtiene el valor aproximado de 1040, número enorme
cuyo cuadrado, 1080, es el orden de magnitud del número de
partículas elementales en todo el Universo. ¿Coincidencia? ¿Numerología un tanto pueril? ¿O indicación de profundas relaciones
entre macrocosmo y microcosmo?
El desarrollo reciente de las teorías de unificación de fuerzas y
partículas ha subrayado insistentemente que las propiedades de la
materia en lo más pequeño dependen de lo que ocurrió en las
primeras fracciones infinitesimales de segundo al espacio-tiempo
sobrecargado de la energía del Big Bang. Las masas de partículas y
las relaciones entre ellas por las cuatro fuerzas se determinan para
siempre en aquellos primeros instantes, y todo el desarrollo subsiguiente del Universo debe ser inteligible en esos términos.
La «Teoría de TODO» debe llevar, en las palabras de J. A.
Wheeler, a «un principio tan únicamente correcto y sencillo que
cuando se encuentre aparecerá tan determinante que se verá claro
que el Universo está hecho y debe estar hecho de tal y tal forma, y
no es posible que fuese de otra manera». O, citando una vez más a
Einstein: «Lo que realmente me interesa es saber si Dios podía
haber hecho el mundo de distinta forma, o si la necesidad de
sencillez lógica deja libertad alguna.» En un artículo reciente
(1987) de Martin Rees 'se lee: «La mayor parte de los físicos teóricos ciertamente esperan que las constantes de la naturaleza no
tendrán que se tratadas siempre con números obtenidos experimentalmente, sino que estarán relacionadas por una teoría unificada.»
El paso siguiente nos lleva a relacionar las propiedades físicas
del Universo en todos sus niveles con el hecho obvio de nuestra
propia existencia, como estructura de la más alta complejidad
dentro del mundo material y sede única conocida de la consciencia inteligente. Un estudio detallado de las condiciones necesarias
para la vida hacer notar una y otra vez una serie de «coincidencias» sin las cuales no tendríamos la química del carbono, base de
toda biología, o faltarían los tiempos cósmicos para su desarrollo
hasta el nivel de la inteligencia. Así se llega a la formulación del
llamado «Principio Antrópico».
Desde Copérnico se utiliza como presupuesto general al estudiar el Universo que nuestra posición en él no es privilegiada ni en
el espacio ni en el tiempo. Una vez destronada la Tierra del centro
del Sistema Solar y reducido también el Sol a una estrella común
de los 100 mil millones de la Vía Láctea, todo orgullo de posición
especial parece absurdo.
El Principio Antrópico se presenta en varias versiones. La más
modesta se reduce a una tautología: puesto que existimos, el Universo tiene ahora las características que hacen posible nuestra existencia. Entre otros factores necesarios para ella está la composición del Universo, que ya contiene elementos más pesados que el
Helio como resultado de la evolución estelar. Así se llega a la
conclusión de que el mundo en que existimos tiene que tener una
edad comparable a la vida típica de una estrella, unos cuantos
miles de millones de años. Si juzgamos también el tiempo de evolución biológica por el ejemplo de la Tierra, tenemos que añadir
varios miles de millones más para alcanzar el desarrollo de la
consciencia humana. El Universo tiene que tener varios eones
(miles de millones de años) para que pueda ser estudiado.
Un raciocinio semejante puede utilizarse para justificar los valores relativos de las diversas fuerzas que determinan la evolución
de las estrellas. Si la gravedad fuese apreciablemente más intensa
que lo que es respecto a la fuerza electromagnética, todas las estrellas serían más pequeñas, con temperaturas internas más elevadas
y duración mucho más corta. Las estructuras biológicas también
tendrían que limitarse a tamaños menores. Posiblemente no habría tiempo en un planeta como la Tierra para que el hombre
apareciese antes de que el Sol agotase sus fuentes de energía. La
misma alteración de fuerzas, o el aumento de la masa del Universo, podría llevar a la formación de agujeros negros poco después
de la Gran Explosión, destruyendo posibilidades evolutivas ulteriores. También sería demasiado rápido y violento el desarrollo de
las estrellas si las fuerzas nucleares tuviesen una intensidad apreciablemente mayor.
Siguiendo esta lógica, que parece poder aplicarse a una multitud de constantes físicas y astronómicas cuyos valores, en principio, parecen arbitrarios, se llega a una posible alternativa: el Universo tiene, por azar, las condiciones que hacen posible la vida
inteligente... o ha sido «diseñado» con toda precisión para que esa
vida se desarrolle como lo ha hecho.
Decir que el conjunto de valores de las constantes físicas es
resultado del azar sólo tiene sentido posible en la hipótesis de
muchos «Universos» independientes, bien sucesivos, bien simultáneos. En tal caso, esperaríamos que la mayor parte de ellos fuesen
estériles; nosotros, obviamente, existimos en uno que reúne las
condiciones necesarias para la vida. Algo así podría aplicarse al
tipo de estrella alrededor de la cual vivimos: entre miles de millones, es una estrella de duración suficiente y energía adecuada la
que permite el desarrollo biológico en la Tierra. Wheeler lleva este
punto de vista hasta su extremo: para ser «real», un Universo
necesita contener observadores que cristalicen las diversas posibilidades cuánticas en una realidad concreta. Sin llegar a esta afirmación, los autores de teorías del Universo inflacionario, como Andrei Linde y Alan Guth, suponen la existencia incognoscible de
multitud de otros cosmos con diversas constantes físicas e, incluso,
diverso número de dimensiones, probablemente incompatibles
con la vida inteligente.
En cambio, Fred Hoyle afirma: «Las leyes de la Física han sido
diseñadas deliberadamente teniendo en cuenta las consecuencias
que producen en el interior de estrellas. Existimos solamente en
porciones del Universo donde los niveles de energía del carbono y
el oxígeno tienen los valores correctos.» En una forma menos positiva se preguntaba Wheeler: «El ajuste inicial de la estructura del
Universo ¿se realizó de tal manera que hiciese posible la existencia
del observador...? ¿Ha tenido que adaptarse el Universo desde sus
épocas más tempranas a las futuras exigencias de la vida y la mente? Hasta que sepamos dónde está la verdad en este campo, podemos estar de acuerdo en que no sabemos nada acerca del Universo.»
En todo rigor lógico, debe decirse que la respuesta no puede
darla la Física ni la Astronomía. Se trata de una pregunta filosófica, sobre finalidad, totalmente fuera de lo demostrable por el método de medida y cálculo; no es extraño, pues, que muchas voces
de protesta se hayan alzado contra el Principio Antrópico presentado como un principio científico. No tiene valor predictivo ni
lleva a una mejor inteligencia de la trama íntima de la materia.
Pero la reacción es demasiado violenta en algunos casos: ningún
aspecto de la actividad específicamente humana, que sí incluye
finalidad, ética, arte, amor, poesía, puede analizarse y explicarse
por ecuaciones o números. Aun así, es lo más importante y valioso
que existe en nuestra experiencia: no puede dejarse de lado en una
descripción completa de lo existente, como si fuese irrelevante, ni
negarse en una limitación de miras que equivale a una ceguera intelectual.
El punto de arranque para la discusión filosófica sí debe encontrarse en los datos científicos, y ninguno es más básico que la
mutabilidad de la materia. Citamos nuevamente a Wheeler: «La
mutabilidad aparece más y más como la característica universal de
la naturaleza, mostrándose a un nivel tras otro de su estructura...»
«Mutabilidad implica ajustabilidad.» Es la idea de contingencia en
el lenguaje fisolófico tradicional, donde lleva inexorablemente a la
necesidad de una causa determinante para la elección concreta de
un modo de ser para aquello que puede ser de muchas maneras. Si
la esencia de un ser no es autosuficiente, otro ser tiene que admitirse como causa explicativa.
En el caso del Universo cuyas características actuales apuntan
a un comienzo brusco en el pasado, a una verdadera creación, sin
NADA previo, ni siquiera el espacio-tiempo del vacío físico, no
solamente hay que preguntarse por qué el Universo es como es,
sino más aún, por qué ES: «Por qué existe algo en lugar de nada»
(Wheeler). El Principio Antrópico es un intento de respuesta que
se queda corto, por una timidez que lleva a Pagels a decir que es
«lo más que algunos ateos pueden acercarse a Dios». Harrison es
más explícito: «Nos referiremos ocasionalmente al Principio Antrópico, y el lector puede, si lo prefiere, sustituirlo por su alternativa, el Principio Teístico.» Pagels comenta: «El Principio Teístico
es muy claro: la razón de que el Universo parezca hecho a la
medida para nuestra existencia es que fue hecho a la medida para
nuestra existencia; un Ser Supremo lo creó como morada para la
vida inteligente. Es claro que algunos científicos, considerando
que religión y ciencia se excluyen mutuamente, encuentran esta
idea desagradable. Al confrontar cuestiones que no encajan dentro
del paradigma científico, rechazan el recurso a una explicación
religiosa; aun así, su curiosidad no les permite dejar el tema sin
tratar. Por eso proponen el Principio Antrópico.»
En su libro, God and the Astronomers, Robert Jastrow hace
notar la reacción de rechazo que muchos científicos evidenciaron
ante los datos que llevaban a la teoría de la Gran Explosión: temían que apareciese como necesario el salto de la metafísica y la
teología. Puede sospecharse que ésa es también la actitud básica de
los esfuerzos para considerar al mundo observable como uno solo
de una infinidad de otros mundos desconocidos con propiedades
diferentes. Pero tampoco se da la razón de la existencia de éstos.
En último análisis, el por qué de su ser no puede tener explicación
científica: todas las leyes de la ciencia exigen la materia-espaciotiempo en que desarrollarse. No se aplican a la NADA.
El finísimo ajuste inicial de la densidad de la materia, con un
margen de error inferior al 10~50 de la densidad crítica, produce un
Universo en expansión majestuosa, con tiempos cósmicos que
permiten que sea tan uniforme como indica la radiación de fondo
(variaciones inferiores a 10~4 del valor medio) y al mismo tiempo
que se formen galaxias y estrellas con duraciones típicas de miles
de millones de años, suficientes para la evolución biológica. Pero
ya hemos visto que el futuro se presenta desalentador en su negrura: a largo plazo, todas las estructuras de la materia terminarán
desintegrándose en forma más o menos violenta. Sin estructuras
materiales no hay biología, y el final del Universo que predice la
Astronomía tiene que llevar consigo la muerte también de la vida
inteligente, en nuestro planeta y en cualquier otro sitio en que
pueda existir. Toda la grandiosa historia de la evolución cósmica
parece pues sin sentido, de una futilidad irracional. Ni lo es menos
la salida del posible renacer de un Universo cíclico, aunque supongamos que otras formas de vida inteligente aparecen en muchos o
en todos esos ciclos interminables. ¿Para qué? ¿Qué sentido tiene
su existencia y destrucción?
Más claramente que nunca nos encontramos ante una pregunta
que rebasa el método estrictamente científico, pero que no puede
ignorarse como sin importancia humana. Todos nuestros esfuerzos, nuestras creaciones artísticas e intelectuales, nuestros
hechos heroicos... ¿para nada? Aun quienes rechazan la idea de
una supervivencia personal, quieren dejar memoria de su paso por
el mundo, o en algo digno de admiración para otras generaciones,
o, al menos, en el recuerdo de aquellos familiares y amigos con
quienes convivieron. Pero esto resulta también una falacia vacía si
miramos a un futuro sin vida alguna, en la desoladora frialdad
donde ni siquiera brillarán las estrellas para iluminar planetas ya
muertos.
El mito de la materia eterna y en continua superación se desmorona confrontado con los datos sobre el pasado del Universo y
su evolución futura. Tampoco es más convincente un cientifismo
radical que quiere reducirlo todo a números y a fórmulas: la misma ciencia necesita apoyarse en presupuestos exteriores a ella
(Gódel), y se muestra incapaz de rebasar esos horizontes que la
limitan aun dentro de su campo. Más allá, en la Meta-Física,
continúan los interrogantes más profundos, el QUÉ-POR QUÉPARA QUÉ de toda la realidad, física, vital y racional. La honradez del investigador verdaderamente profundo no le permite apartar la vista de lo que no abarca, sino que le exige contribuir un
poco más al esfuerzo común sin negar otros caminos para alcanzar
una visión más completa de la realidad.
Varias veces se ha vaticinado el fin de la Física como empresa a
continuar. En su discurso al ser nombrado sucesor de Newton en
su cátedra de Cambridge, el 29 de abril de 1980, Stephen Hawking
se preguntó: «¿Nos encontramos ante el fin de la Física Teórica?»
Al final de sus palabras, tal vez con un sentido muy británico del
humor, vaticinó: «Es posible que nos encontremos ante el fin de
los físicos teóricos, si no de la Física Teórica.» El juego de palabras
se basaba en la utilización creciente de las computadoras electrónicas, que «podrían llegar a encargarse por sí mismas de todas las
cuestiones de la Física Teórica». Nadie puede prever tal cosa seriamente, en contra de toda la experiencia diaria de la total falta de
iniciativa y comprensión de lo que no es sino una máquina ciega y
muerta.
No sabemos qué nuevos rumbos tomará la Física, como no
podían prever su desarrollo en nuestro siglo los investigadores de
hace 100 años. Tal vez se juegan ya y aprenden en nuestros colegios los genios que ensancharán los horizontes más allá de lo que
soñamos, en la búsqueda incesante por conocer y conocernos.
LIBROS
Geoffrey Bath, ed.: The State ofthe Universe, Clarendon Press, Oxford,
1980. R. J. Russell, W. R. Stoeger, G. V. Coyne, eds.: Physics,
Philosophy and
Theology, Vatican Observatory, 1988.
Joseph Silk: The Big Bang, W. H. Freema and Co., San Francisco, 1980.
Steven Weinberg: The First Three Minutes, Basic Books Inc., New York,
1977.
BIBLIOGRAFÍA
A. Einstein: Citas seleccio
nadas por Kenneth Brecher en artículo conme
morativo de su centena
rio, Nature, 15 de marzo
de 1979.
B. J. Carr & M.J. Rees:
«The Anthropic Princi
pie and the Structure of
the Physical World», Na
ture, 12 de abril de 1979.
Stephen Hawking: «The
Edge of Spacetime», New
Scientist, 16 de agosto de
1984.
Jamal N. Islam: «The Ultimate Fate of the Universe», Sky and Telescope,
enero de 1979.
Andrei Linde: «Particle
Physics and Inflationary
Cosmology», Physics Today, septiembre de 1987.
Martin Rees: «The Anthropic Universe», New
Scientist, 6 de agosto de
1987.
Virginia Trimble: «Cosmology: Man's Place in the
Universe», Am. Scientist,
enero-febrero de 1977.
J. A. Wheeler: «The Universe as Home for Man»,
Am. Scientist, noviembre-diciembre de 1974.
Artículos seleccionados de
INVESTIGACIÓN
Y
CIENCIA:
Febrero de 1980: «La Desintegración del Vacío».
Julio de 1981: «Cosmología
y Observaciones».
Agosto de 1981: «La Desintegración del Protón».
Febrero de 1982: «El Principio Antrópico».
Mayo de 1983: «El Futuro
del Universo».
Julio de 1984: «El Universo
Inflacionario».
Octubre de 1985: «El Vacío'
Clásico».
Febrero de 1988: «Cuerdas
Cósmicas».
Julio de 1988: «El Misterio de
la Constante Cosmológica».
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