Pastores y maestros: ¿El rostro invisible de Dios

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Pastores y maestros: ¿El rostro invisible de Dios?
Por Christopher Shaw
La exhortación nos es bien conocida. «Hermanos míos, no os hagáis maestros muchos de vosotros...» Casi sin esfuerzo,
podemos citar el resto del versículo: «sabiendo que como tales recibiremos un juicio más severo » (St. 3.1). Lo que nos
resulta más complicado es entender el porqué de tal exhortación...
Nuestras preguntas revelan lo fuertemente condicionados que estamos por la imagen del
maestro contemporáneo. En primer lugar, hoy un maestro es una persona que hace inversiones
muy limitadas en la vida de sus alumnos, en situaciones altamente controladas. Nos es difícil
concebir el acto de enseñanza sin pensar en el ámbito de un aula, con la presencia de una
persona hablando mientras los demás toman nota de lo que dice. El proceso educativo consiste
en ir de aula en aula acumulando grandes cantidades de apuntes sobre infinidad de temas,
enseñadas por maestros que los alumnos solamente ven durante la hora de clase. El resto del
tiempo, los maestros tienen poco o ningún contacto con las personas a las que enseñan. Rara
vez lo que hace el maestro o la maestra fuera del aula es visto como un factor de importancia
en la vida de los alumnos.
Además de esto, hoy, gran parte de lo que llamamos educación ha sido divorciada de la
realidad de la vida. La enseñanza ha pasado a ser algo que es juzgado casi enteramente por su
contenido. La vida del maestro, sus convicciones y sus ideas son consideradas como elementos
hostiles al proceso educativo.
En su versión más pura, la enseñanza gira enteramente alrededor de los conceptos que se
transmiten de la mente del profesor, a la mente del alumno. Por esta razón el acto de enseñar
se concentra cada vez más en lo abstracto, lo teórico, lo impráctico. Muchos maestros viven
aislados de la realidad que enseñan, y esta falta de vínculos con la realidad cotidiana ha llevado
a que la sociedad descarte a los maestros como factores de verdadera influencia en la vida de
los alumnos. Un refrán popular lo dice todo: el que sabe, sabe; y el que no, ¡es maestro!
Ciertamente nos será imposible entender la preocupación de Santiago si no volvemos a
considerar el rol de maestro desde la óptica de la Biblia. El concepto de maestro en la Palabra
es mucho más amplio de lo que es en nuestros tiempos. Si examinamos un incidente en la vida
de Moisés, tendremos una importante aproximación al concepto bíblico.
El Maestro en el Nuevo Testamento
El líder ha sido llamado, entre otras cosas, a impactar a otros con su vida. Esto quiere decir que
todo líder, llámese pastor, diácono, maestro de escuela dominical, o padre de familia, es
también un maestro, porque transmite un mensaje con todo lo que hace. Si nos remitimos al
Nuevo Testamento, no vamos a encontrar en ningún lado la figura del maestro moderno, que
limita sus intervenciones a lo intelectual, mayormente dentro de un aula o una situación formal.
El maestro en el Nuevo Testamento es la persona que busca tocar la vida de los demás
utilizando el doble impacto de las palabras y el ejemplo.
Justamente el problema con los fariseos no era tanto sus enseñanzas, sino el espíritu con el
cual impartían las enseñanzas. En Mateo 23, Jesús le dijo a sus discípulos, con referencia a
estos «maestros»: » «De modo que haced y observad todo lo que os digan, pero no hagáis
conforme a sus obras. Porque ellos dicen y no hacen» (v.3).
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El modelo de maestro, por excelencia, es Jesús. Y el mejor testimonio de esto lo dan los propios
discípulos. En el inicio de su evangelio Juan aclara que él no está relatando simplemente los
hechos de la vida del Cristo, sino dando testimonio de una experiencia personal que tuvo: que
el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y vimos su gloria, gloria como del unigénito del
Padre, lleno de gracia y de verdad (Jn 1. 14). Note la total ausencia de lo académico e
intelectual en esta declaración. El discípulo está escribiendo de una realidad vivida, más que de
una verdad aprendida. El mismo concepto surge en su primera carta. Juan aclara que lo que les
comparte es «lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y lo que han
palpado nuestras manos acerca de la vida... lo que hemos visto y oído... » (1 Jn 1. 1, 3). En
otras palabras, la verdad del evangelio fue captada por los ojos, los oídos, la mente, las
manos... por todo el ser de aquellos que entraron en contacto con Jesús.
El Hijo de Dios mismo da testimonio de esta realidad. Poco antes de encaminarse para
Getsemaní, Felipe le dijo: «Señor, muéstranos al Padre, y nos basta» Jesús le respondió:
«¿Tanto tiempo he estado con vosotros y todavía no me conoces, Felipe? El que me ha visto a
mí, ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: Muéstranos al Padre? » (Jn 14. 8,9). No hay lugar para la
duda en esta frase. Las características del Padre celestial estaban clara y fielmente
representadas por la vida y el ministerio del Hijo. Todo lo que Jesús hacía y decía mostraba
como en un espejo, la persona del Padre.
Por esta razón, cuando Jesús mira hacia atrás, dice con satisfacción: «Yo te glorifiqué en la
tierra, habiendo terminado la obra que me diste para que hiciera... He manifestado tu nombre a
los hombres que del mundo me diste; eran tuyos, y me los diste, y han guardado tu palabra...
porque yo les he dado las palabras que me diste...» (Jn 17. 4-8). Note el énfasis que hace de
su obra. No les entregó solamente la palabra, fría y desprovista de vida. A las palabras le
agregó un ingrediente clave: una revelación del nombre del que había hablado la Palabra.
Permitió que otros vieran al Dios de amor que estaba detrás de la Palabra que tanto conocían.
La combinación de la verdad con la gracia en la vida de Jesús era irresistible, y los discípulos se
sintieron atraídos a Dios, en lugar de repelidos.
La dinámica de esta combinación también estuvo presente en la vida de Pablo, que se refirió a
si mismo como un «libro abierto». No solamente da testimonio de que ha intentado en todo dar
un ejemplo a los suyos (Hc 20. 35), sino que, abiertamente anima a la iglesia a que imiten su
ejemplo (1 Cor 11. 1, Fil 3. 17).
El gran Apóstol también pretendía que los líderes que había formado vivieran con esa misma
exigencia. A Timoteo le escribió: «No permitas que nadie menosprecie tu juventud; antes bien,
sé ejemplo de los creyentes en palabra, conducta, amor, fe y pureza» (1 Tim 4. 12). A Tito le
hizo una recomendación similar: «Muéstrate en todo como ejemplo de buenas obras, con
pureza de doctrina, con dignidad, con palabra sana e irreprochable, a fin de que el adversario
sea avergonzado al no tener nada malo que decir de nosotros» (2. 7 – 8).
La conclusión de todo esto es ineludible. Cuando Dios escoge una persona para ocupar un rol
de influencia en medio de su pueblo, el Señor pretende que esa persona entienda que a cada
paso de su vida, en público y en privado, en situaciones formales e informales, en familia o con
amigos, va a estar revelando algo acerca de quién es Dios. Esta revelación será uno de los
elementos claves en abrir o cerrar los corazones de los demás hacia la obra del Señor.
Tal responsabilidad no se puede llevar con liviandad. Demanda del líder un temor reverente en
su ministerio y un afán por perseverar en su propia experiencia espiritual con Dios. No admite
la posibilidad del ministro «profesional», que conoce mucho acerca de las cosas de Dios, pero
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tiene poco conocimiento personal de Dios. Exige que el líder recuerde en forma continua que
para muchos, él es «la cara visible» del Dios invisible.
¡Qué gran responsabilidad, y que tremendo privilegio!
Ser maestro no era cuestión de dar una clase, ni de ser meramente un transmisor de
información. Eso lo puede hacer cualquiera. Pero ser maestro dentro del cuerpo de Cristo es
haber sido llamado a comunicar con fidelidad un mensaje sagrado; un mensaje que no entra
solamente por los oídos, sino también por los ojos, las percepciones, las manos, la comunión, el
amor, la risa, el llanto, los chistes, los comentarios, los gestos y las miles de otras formas que
hablamos con nuestros pares.
La gran pregunta que enfrenta al líder dentro de la iglesia, no es si está logrando comunicarse
con el pueblo. Todo líder enseña todo el tiempo. La pregunta clave es: ¿qué es lo que está
enseñando ese líder?
¡Hermanos míos, no nos hagamos muchos de nosotros maestros, sabiendo que como tales,
incurriremos en mayor juicio!
Ideas básicas de este artículo
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El concepto de «maestro» que actualmente se maneja se limita a la transmisión de
conocimientos y no a la formación de vidas por el ejemplo. Lo que importa del maestro
es su conocimiento y no su estilo de vida y carácter.
El juicio de Dios a Moisés refleja que para Dios el carácter del líder es fundamental para
formar vidas.
Nuestro Señor Jesucristo, Pablo y otros, son modelos del maestro que forma vidas.
Preguntas para pensar y dialogar
1. ¿Cuáles características se atribuyen a un maestro actualmente?
2. ¿Tiene memoria de maestros que hayan dejado una huella significativa en su vida?
3. ¿Cuáles requerimientos tienen el Antiguo y Nuevo Testamento para los que quieren ser
maestros?
4. ¿Cuál es diferencia entre un maestro convencional y un maestro a la luz de las
Escrituras?
5. ¿Qué desafío nos deja el modelo de Jesús como maestro?
6. ¿Qué medidas debiera tomar la iglesia para que sus maestros sean como espera Dios,
formadores de vidas?
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