otros Maestro, por Tomás Yerro Villanueva

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Tomás Yerro Villanueva
OTROS MAESTROS
(CARTA A UN UNIVERSITARIO DESALENTADO)*
Pamplona, 6 de abril de 2013
D. Mikel Aguirre Pla
Colegio Mayor Belagua
Campus de la Universidad de Navarra
31009 – Pamplona
Estimado Mikel:
Muchas gracias por tu acompañamiento en estas jornadas de duelo
producido por la muerte de mi madre; duelo contrapesado por Leo,
mi segundo nieto, nacido en Viena cinco semanas antes de que su
bisabuela Blanca emprendiera el viaje definitivo. Ley de vida, de
relevo generacional. Gracias, también, por compartir conmigo tus
proyectos e inquietudes estudiantiles, así como una serie de
reflexiones de índole social y aun existencial.
Tu extenso e-mail -rara avis en la comunicación juvenil- rezuma
desencanto y escepticismo cívicos, plasmados en la desafección a las
instancias políticas, económicas y judiciales de la nación. Además, te
lamentas de la falta de líderes e intelectuales indiscutibles capaces
de orientar a una sociedad tan castigada, desnortada e indignada
como la nuestra. Por lo que leo entre líneas, estos puntos de vista
también los comparte Nerea, tu novia, que suele ser más animosa
que tú. Mal síntoma. Parece como si, por unos instantes, hubieras
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perdido la fe incluso en el género humano. Quiero creer que la
fatiga mental provocada por la preparación de los últimos exámenes
del curso, y no sólo las noticias transmitidas a diario por los medios,
algo tendrá que ver con tu sombría visión del presente y del futuro.
Tratemos de poner las cosas en su sitio, ¿de acuerdo?
Sin salir del recinto de la Universidad, tienes el privilegio de
relacionarte y convivir con personas -condiscípulos, compañeros del
colegio mayor, amigos y profesores- que te merecen el máximo
crédito debido a sus numerosas virtudes, a los que respetas y
admiras, y a quienes a tu modo tratas de emular. Poseer ese tesoro
humano debería ser motivo suficiente para ahuyentar de ti cualquier
asomo de pesimismo antropológico. Es más, en varias ocasiones me
has confesado que durante estos años como alumno en la
Universidad de Navarra has sabido conectar a fondo con un
profesor excepcional por su capacidad docente e investigadora,
proyectada en la espléndida cosecha de sus clases y en sus
abundantes y rigurosas publicaciones; pero sobre todo en su
absoluta coherencia, en su estimulante e impagable ejemplo vital.
Con ese profesor mantienes una fértil relación de confianza porque,
además de enseñarte destrezas técnicas profesionales, está
sembrando en ti el hambre de conocimiento y de aprehensión de la
verdad, te está ayudando a pensar por ti mismo, a afrontar la vida
desde la perspectiva de personalidad propia, no masificada; te está
educando para la disconformidad, la rebeldía, la creatividad
personal, la inventiva, la libertad y la autocrítica. Con el mérito
añadido de que actúa a contracorriente de la generalizada ética
borrosa y del mal consentido por indiferencia, hoy tan en boga. Con
ese profesor, dotado de una aureola indescriptible de tranquilidad y
calma, sostienes largas conversaciones que te saben a poco. Con ese
profesor has descubierto que a la excelencia le acompañan de
ordinario la bondad, la compasión y la humildad. Has tenido la
inmensa fortuna, ahí es nada, de encontrar a un verdadero maestro,
a una persona dotada de una sabiduría y autoridad moral
superiores, fuera de lo común. Por favor, sigue el consejo de
Shakespeare al glosar el hallazgo de un amigo de verdad: “sujétalo al
alma con aros de acero”.
Si echas una ojeada al libro de la historia universal, te darás cuenta
de que, junto a las abundantes páginas sobre gestas y atrocidades
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realizadas por los poderosos de cada época, figuran los nombres de
los grandes maestros, decisivos en la evolución del pensamiento
filosófico, religioso, científico y artístico. En diálogo fecundo con sus
discípulos, tuvieron la capacidad de entregar a la siguiente
generación un testimonio lleno de sentido. Piensa, entre otros, en
Sócrates y Platón, Jesús y sus apóstoles, Abelardo y Eloísa, Virgilio y
Dante en la Divina Comedia, Cervantes desdoblado en don Quijote
y Sancho Panza, Johannes Kepler y Tycho Brahe, Johann Wolgang
von Goethe y Johann Peter Eckermann, Gustave Flaubert y Guy de
Maupassant, Franz Kafka y Max Brod, Husserl y Heidegger.
Algunos de estos maestros carismáticos no necesitaron escribir sus
enseñanzas ni fundar escuelas de pensamiento a la hora de
transmitir su rico legado cultural. Les bastó la profundidad y
cordialidad de su palabra oral, herramienta básica de la
comunicación y el aprendizaje cada vez más descuidada en nuestros
días. En cierto modo, la memoria histórica de su herencia conforma
el diario de la humanidad. Con la mayoría de los maestros clásicos,
antiguos y modernos, puedes hablar a cualquier hora del día y de la
noche, como testimonia Francisco de Quevedo: “Retirado en la paz de
estos desiertos, / con pocos, pero doctos libros juntos, / vivo en conversación
con los difuntos / y escucho con mis ojos a los muertos.” Qué más da que
lo hagas a través del papel, la pantalla del ordenador o el e-book.
Ahora paso a ocuparme de otros maestros de valía, pero mucho más
modestos que los anteriores, unos hombres y mujeres anónimos a
quienes probablemente nunca se te hubiera ocurrido otorgarles el
estatus magistral. Te diré por qué. La historiografía tiende a exaltar
a un puñado selecto de héroes y maestros oficiales mientras deja
caer en la oscuridad a los héroes y maestros de lo cotidiano, al
nutrido aluvión de los personajes de segunda y tercera fila cuyos
afanes, paradójicamente, conforman con suma dignidad la esencia
de las sucesivas civilizaciones, la intrahistoria o historia menuda de
los pueblos, la cara B de la Historia con mayúsculas. Me refiero a
unos maestros muy especiales: las personas mayores, los ancianos,
los viejos o, si prefieres denominarlos con un apelativo más
cariñoso, los abuelos. En los países occidentales como el nuestro,
que exaltan lo nuevo y lo joven hasta la apoteosis, con manifiesto
desdén del pasado incluso inmediato, los mayores suelen ser, con
raras excepciones como la de José Luis Sampedro, invisibles en
términos sociales a pesar de constituir un porcentaje cada vez más
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alto de la población gracias a la alimentación sana, la actividad física
y los avances en el campo de la higiene, la medicina y las nuevas
tecnologías. Como es lógico, cuando en los ciudadanos se valora por
encima de todo su productividad y el tener más que el ser perversión denunciada hace varias décadas por Erich Fromm-, el
anciano queda desposeído de su tradicional prestigio en medio de la
tribu y marginado casi por completo; más todavía, se le considera
un estorbo. ¿Que exagero? A los hechos me remito. Taro Aso,
ministro japonés de Finanzas, declaraba en enero pasado que las
personas mayores “deben darse prisa y morir” para aliviar, menos mal,
los gastos del Estado en su atención médica. Tal recomendación
resulta especialmente alarmante en una sociedad como la nipona en
la que el 25 % de la población tiene más de 60 años y el obsceno
mandatario, 72. Con más finura, algunos portavoces del Fondo
Monetario Internacional vienen prescribiendo la misma receta
desde hace varios años.
El desarrollo de la convivencia y solidaridad intergeneracional es un
requisito de la naturaleza y un síntoma elocuente de buena salud
social. ¿Me permites que te transcriba el poema del costarricense
Francisco Amighetti titulado ‘Las edades del hombre? “Aquella
mañana había visto en el parque / las tres edades del hombre. / Los niños
que despertaban el sueño del estanque / con sus manos y miraban nacer en
él sus ojos. / Aquellos que se habían dado cita / en el silencio de árboles y
sombra, / ceñidos por el rumor de la ciudad / como un cinturón lejano. / El
anciano que recogía las hojas / secas de los árboles. / Cada uno cumplía el
oficio / de vivir / con la lógica de su edad: / despertar el alba dormida / que
entreabre sus ojos en el agua / entre lirios y peces y musgo oscuro. / Hacer
latir en el pecho el himno de la naturaleza / con las fragancias de la carne
en tumulto, / o recoger las hojas muertas / cuando en el demacrado rostro /
se va descubriendo la estructura de la muerte. / Los pájaros cantan en el
parque / una canción distinta para todos”.
Mikel, si te acercas a determinados ancianos con mirada limpia, sin
anteojeras ni hipócrita condescendencia, descubrirás a verdaderos
maestros. Te mentiría si te dijera que la senectud por sí misma
inviste a todos sus protagonistas de un elenco de cualidades
sobresalientes. No, ni muchísimo menos. En la vejez, claro está, se
recolectan los frutos de las simientes, buenas o malas, que los
individuos han ido esparciendo en las etapas anteriores de su vida.
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El idílico estereotipo del anciano identificado con un pozo de
sabiduría es falso por completo, de acuerdo. Pero si frecuentaras
Aulas universitarias de la Experiencia, clubes de jubilados,
asociaciones culturales y organizaciones no gubernamentales
nutridas de veteranos voluntarios, comprobarías enseguida que
carecen de fundamento muchos de los muy arraigados clichés sobre
los seniors. Si quisieras, podrías aprender mucho de esas personas
confiadas, tolerantes, optimistas, alegres, educadas, simpáticas,
satisfechas, sinceras, inteligentes, divertidas, amables, decididas,
honradas y generosas. Nada que ver, desde luego, con los prejuicios
edadistas que inexorablemente asocian a los viejos con soledad,
dependencia, deficiencias de memoria, rigidez, inactividad e
incapacidad para aprender cosas nuevas. Quizás te parezca mentira,
pero en España sólo un 10 % de las personas de más de 65 años se
halla en situación de gran dependencia, aquejadas de serias
patologías orgánicas y/o mentales. El resto se mueve a su aire, con
más o menos goteras corporales, practicando un envejecimiento
activo en muchos aspectos ejemplar, salvo aquellos que sufren
dramáticas situaciones de penuria y desatención, que de todo hay
en la viña del señor. Un número considerable de ancianos disfruta
de condiciones físicas, emotivas y cognitivas idóneas para ejercer un
magisterio notable, hasta la fecha en gran medida desaprovechado,
dentro y fuera de las aulas. En su repleta mochila se apilan
mercancías tan preciadas como la rica experiencia profesional y
vital, la carencia de ambición de poder y dinero, la sencillez, la
austeridad, el sosiego, la prudencia, la pureza de ánimo, la
independencia de criterio, la ingenuidad lúcida, la humildad, la
curiosidad intelectual, la solidaridad, la ética y, en su caso, la
espiritualidad y la religiosidad. El contacto con ciertos ancianos
contribuye al descubrimiento de algunos de sus dones más
específicos: la actitud gratuita y altruista, las virtualidades de la
memoria, la esencial fragilidad e interdependencia humanas y la
visión más completa de la existencia, que pivota en los valores
afectivos, cognitivos, sociales y ético-morales. He ahí, pues, una
batería de rasgos propios de los maestros auténticos, que contrastan
con muchos de los usos y costumbres de una sociedad como la
nuestra, que ha sido calificada por un conocido filósofo de
individualista, hedonista, hiperutilitarista, competitiva hasta la
náusea, deshumanizada y despiadada.
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Es posible que consideres muy idealizada mi percepción de los
ancianos. Tienes pleno derecho, faltaría más, a pensar lo que
quieras. No obstante, con los pies bien afirmados en la tierra, me
permito subrayar una evidencia contundente: uno de los colchones
que más está atenuando los nocivos efectos de la actual crisis
económica sufrida por las familias no es otro que el apoyo prestado
por los ancianos con su trabajo, sus pensiones y sus eventuales
ahorros. Estamos ante el mundo al revés: quienes por edad y
trayectoria sacrificada deberían ser mantenidos por sus hijos y el
presunto Estado del Bienestar se han convertido en pilares casi
imprescindibles de la supervivencia de hijos talluditos varados en la
intemperie del paro o en el estado civil de separados y divorciados.
He aquí una manifestación destacada de envejecimiento productivo,
destinado al bienestar de las personas, pero que la economía oficial
no contabiliza porque no hay transacción monetaria ni precio. Por
cierto, lo mismo ocurre con el trabajo de las abnegadas amas de casa
y las madres.
Todo lo expuesto se puede aplicar cabalmente, con algunos matices,
a las personas que a su condición de ancianos suman la de abuelos
en sentido estricto, cuyo amor a los nietos es apasionado,
incondicional, quizá porque se sabe efímero por su naturaleza
misma. Las cohortes de abuelos, y en particular de abuelas, más de
un millón en España, posibilitan la conciliación laboral de sus hijos
al hacerse cargo de los nietos, a veces con funciones de canguro o
abuelo comodín y, en los casos más deplorables, llegando a
convertirse en abuelas esclavas, que presentan un síndrome
patológico singular con graves dolencias somáticas y psíquicas. Si
los abuelos cumplen su funciones con libertad, sin presiones y
respetando el principio angular de que el cuidado y la educación de
los niños es responsabilidad principal de los padres, pueden
convertirse y de hecho se están convirtiendo ya, mayoritariamente,
en genuinos maestros de las nuevas generaciones. Recuerdo que en
una ocasión te hablé del portugués José Saramago, quien comenzó
en Estocolmo su discurso de recepción del Premio Nobel de
Literatura 1998 pregonando que el “El hombre más sabio que he
conocido en mi vida no sabía leer ni escribir”. Tan culto analfabeto, un
humilde jornalero agrícola, maestro de los pies a la cabeza, no era
otro que su abuelo paterno, al que le agradeció el impulso decisivo
dado durante la niñez a la configuración de su futura trayectoria
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vital y artística. Y lo mismo podría afirmarse de otro Premio Nobel,
Gabriel García Márquez, que desde los cinco años tuvo en sus
abuelos paternos a unos maravillosos padres sustitutos, piezas
claves de su vocación literaria. Si me permites la confidencia íntima,
al hablar de esta cuestión sin pretenderlo revivo la imagen de mi
queridísima abuela paterna, Javiera Ona, una mujer que siempre
olía a manzanas y membrillos en sazón, tan trabajadora como
piadosa, cuyas lecturas en voz alta y bien modulada en su casa de
labranza en un pueblo de la Ribera de Navarra representaron un
factor determinante de mi temprana adicción a la literatura.
¡Menuda maestra!
Visitar y tratar con respeto a los ancianos no es ni puede ser nunca
una actividad propia de jóvenes frikis, un tanto raritos. Qué va. ¿Te
has parado a pensar que la medida de la edad en general y la de los
ancianos en particular no es una operación tan sencilla como
pudiera parecer a simple vista? La frontera que separa a los jóvenes
de los viejos es muy sutil, en ocasiones casi invisible. Azorín, el más
longevo de los escritores de la Generación del 98, afirmaba que ”La
vejez es la pérdida de la curiosidad”. Según el legendario general
norteamericano Douglas McArthur, “La vejez no es simplemente una
edad cronológica de la vida, sino un estado del espíritu humano. Se es viejo
cuando se deja de soñar.” Para Franz Kafka, el autor de La
metamorfosis, “Quien conserva la facultad de contemplar la belleza
nunca envejece.” En el fondo, la contabilidad de la edad es, pues, una
cuestión no sólo física, objetiva, sino derivada de la actitud
psicológica, esperanzada o negativa, que la persona, al margen de
las fechas consignadas en su DNI, adopte ante la aventura de la
vida. Muchas veces no se tiene en cuenta que nos envejecen las ideas
más que el cuerpo y que, al decir de la centenaria neuróloga italiana
Rita Levi-Montalcini, recientemente fallecida, “La vejez mental no
existe”.
Si quieres saborear a fondo la sabiduría de estos otros maestros de
nuestro tiempo con la necesaria apertura a la sociedad y sin incurrir
en la tentación de localismo, requisitos indispensables de todo
universitario que se precie, tendrás que aprovechar su memoria,
elemento nuclear en la construcción de la identidad personal,
familiar, nacional y planetaria. Como escribió el novelista italiano
Italo Calvino, “Somos lo que recordamos”. Por el contrario, la amnesia
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colectiva e individual supone la descomposición de la esencia de la
Historia y de la persona, bien visible en los pacientes aquejados de
alzheimer, una de las lacras más dolorosas del siglo XXI. Escuchar
las evocaciones del anciano, el relato de su biografía y sus
circunstancias históricas, puede convertirse en un manantial de
conocimientos y estímulos que eviten peligrosas fracturas
generacionales. «En África, cuando muere un anciano, se quema una
biblioteca», escribió el sabio Amadou Hampaté Ba. Aun sin llegar a
esos extremos de hecatombe cultural, prescindir de las clases
informales de muchas personas mayores significa también renunciar
a un jugoso patrimonio que se extingue con su muerte.
De mi ya dilatada hoja de servicios como profesor de bachilleres,
universitarios y veteranos extraigo algunas conclusiones. Puedo
asegurarte que el afán de aprender per se, por el mero disfrute del
conocimiento, de cultivar el espíritu, de abrirse al conocimiento de
nuevas personas en un ambiente académico distendido y
estimulante, privativo de los alumnos seniors, suelen ser muy
superiores a los acreditados por los estudiantes convencionales. Su
participación activa en las clases, el trabajo disciplinado llevado a
cabo en sus domicilios y el incontenible sentimiento de respeto y
gratitud, unido al fulgor de sus miradas, constituyen los mejores
regalos con los que a diario obsequian a sus profesores que, de
modo espontáneo, se convierten, nos convertimos, en entusiastas
aprendices y discípulos de nuestros propios alumnos. A este clase
de alumnado le cuadran como anillo al dedo los versos del
colombiano Ramón Coté: “Ni siquiera las lágrimas / (…) / ni el yunque
ardiente / que les quemaba muy adentro / ni los kilómetros de zarzas / que
hicieron sangrar sus tobillos / ni la prolongada llovizna / (…) / Nada, nada
de eso, ni las semanas ni las arenas / ni las sucesivas generaciones / han
podido borrar de nuestros cuerpos / ese aroma a jazmín que un día muy
lejano / trajeron del Paraíso.”
Confío, Mikel, en que, después de leer mis argumentos, te sientas un
poco más tranquilo y optimista. Mientras haya ancianos maestros y
jóvenes innovadores receptivos y fieles a sus mayores, la
regeneración ética, social cultural y económica del país está
garantizada. No lo dudes.
Como te anticipé hace varios días por teléfono, el próximo 25 de
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abril tengo que intervenir como conferenciante en el solemne acto de
clausura del curso académico organizado por tu histórico Colegio
Mayor Belagua, que este año celebra por todo lo alto nada menos
que su cincuenta aniversario. Me hace mucha ilusión volver a la
Universidad de Navarra, donde me formé, donde tuve como
maestro al Dr. D. Jesús Cañedo y donde velé mis primeras armas
como profesor. La verdad es que todavía ignoro sobre qué versará
mi alocución. ¿Será oportuno dictar una lección de Filología a
universitarios que cursan tanto carreras de ciencias sociales,
humanísticas, como experimentales? ¿Te parece que esta carta
contiene alguna idea aprovechable para su exposición en el Aula
Magna de la Universidad? ¿Se te ocurre algo mejor? Espero
impaciente tu opinión y tus sugerencias.
Te deseo el máximo éxito en tus proyectos personales y académicos.
Recibe un abrazo, extensivo a Nerea y a tus padres.
Tu amigo, Tomás.
(*) Conferencia pronunciada en el solemne acto de clausura del curso académico
2012/2013. Cincuenta Aniversario del Colegio Mayor Belagua. Aula Magna de la
Universidad de Navarra (Pamplona, 25 de abril de 2013).
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