SOCIEDAD ARGENTINA DE PEDIATRIA COMITÉ DE EDUCACION MEDICA (“COEME”) Secretario General: Dr. Jorge Murno Prosecretaria: Dra. Raquel Wainsztein Vocales Titulares: Dres. Adolfo Koltan – Mónica Dastugue - Isabel Maza Vocales Suplentes: Dres. Marta Andrómaco - María L. Celadilla Alberto Pantanali – Asesores: Dres. Juan José Reboiras – Carlos Needleman – Jorge Alberto Buraschi BOLETIN BIBLIOGRAFICO SOBRE TEMA S DE EDUCACION N° 5 DICIEMBRE de 2003 Editor: Jorge Alberto Buraschi [email protected] En este boletín, en lugar de los acostumbrados “subrayados”, se transcribe la conferencia del Prof. Dr. René Rogelio Smith, de la Universidad Adventista del Plata, con la que se inició el reciente 24° Seminario del COEME. 24º SEMINARIO NACIONAL DE ENSEÑANZA DE LA PEDIATRÍA COMITÉ DE EDUCACIÓN MÉDICA Universidad Adventista del Plata 6 – 8 de diciembre de 2003 “CÓMO APRENDEN LOS ADULTOS” Dr. René Rogelio Smith Al abordar el aprendizaje de los adultos nos estamos tematizando a nosotros mismos: también hemos aprendido como adultos. Así nos convertimos en parte y jueces de las controversias y reflexiones, con los riesgos del abordaje siempre presentes. De todos modos asumiremos el problema, dejando abiertos los márgenes de las posibilidades. El aprendizaje de los adultos fue una disciplina pedagógica que tomó forma el siglo pasado con el nombre de andragogía, ya que superaba a la pedagogía; disciplina, esta última, direccionada como conducción del niño. A poco andar del nuevo nombre, la andragogía quedó obsoleta ya que en su origen etimológico (andrós = varón) excluía a la mujer. Desde su aparición hasta el presente, el concepto de andragogía fue sometido a reconceptualizaciones, muchas veces desde las mismas reformulaciones de la educación de los niños, porque los aprendizajes del adulto están condicionados por los aprendizajes de la niñez. En este marco decía alguien: “A los 6 años abandoné mi educación porque entré a la escuela”. Sin ánimo de negativizar los procesos pedagógicos que tienen lugar en la infancia, no podemos ignorar que por momentos se instalan algunas estereotipias en torno del aprendizaje infantil y que afectan los procesos que hará el adulto. Debemos poner en el escenario tanto a la escuela como a la familia, ya que ambas asumen la construcción de los marcos referenciales de los sujetos, instalando con fuerza los modos de abordaje del mundo e instalando una visión general que solemos reconocer con el término de cosmovisión. Brevemente, ¿en qué consiste ésta? Una cosmovisión es el ángulo particular desde el cual se mira la realidad. Es el conjunto de explicaciones que se confiere a lo que existe. Se compone de creencias y de supuestos elementales. Cada persona la asume a su modo de forma particular. Una cosmovisión 1. ... es un compuesto de cogniciones incorporado en el andar de la vida, organizado según una lógica propia, individual, a partir de las relaciones intersubjetivas. No está sistematizado metódica ni racionalmente. Sin embargo ordena, sistematiza y condiciona nuestra reflexión. 2. ... es una manera abarcativa y general de ver y explicar la totalidad cósmica. Contesta de alguna manera las grandes preguntas existenciales. Entre otras, procura explicar el origen y el destino de todas las cosas, la naturaleza del hombre (quién soy, qué es la vida, hacia dónde voy, qué es la muerte, qué hay después), la existencia de Dios, etc. 3. ... al responder a las grandes intrigas del hombre, confiere significado y propósito a la existencia humana. Además, 4. ... provee los puntos de partida para la reflexión. Estos puntos de partida que suministra la cosmovisión arrancan con el “estoy seguro que”, o el “creo en”. Se trata de premisas iniciales, axiomáticas, que no se discuten. Una vez establecidas, ofrecen, bien o mal, direccionalidad al pensamiento. Aunque nadie se propone “tener” una cosmovisión, todos la tienen. Nadie puede subsistir sin ella. Es un legado obligatorio Todos los seres humanos están constreñidos a asumirla, aunque no sean conscientes de ella. Surge como natural necesidad del hombre: la de buscar sentido a lo que se percibe. (Para un cuadro más amplio, véase R. Smith El proceso pedagógico, ¿agonía o resurgimiento?, cap. 2, de próxima publicación.) Lo recién expuesto nos lleva a reconocer al adulto que aprende como una persona que carga fuertes condicionamientos en sus esquemas de aprendizaje, sus formas de abordaje y las posibilidades de éxito. Precisamente porque el adulto es una persona capaz e inteligente, la inteligencia aun puede proceder contra sí misma cuando enfrenta determinados contenidos de aprendizaje. Por eso la manera en que ocurre la organización de los contenidos mentales del adulto difiere de la del niño. En los actuales planteos de la educación de adultos, nuevas teorías e investigaciones reflotaron los problemas del aprendizaje y provocaron revisiones profundas de las prácticas. Para el caso nuestro, no podemos dejar de lado los aportes, entre otros, que nos vienen de Paulo Freire, el educador brasileño que abandonó la profesión de abogado para dedicarse a la alfabetización de adultos, de los que él llamó los oprimidos. Fue así que direccionó su labor a los habitantes de las poblaciones marginales, los desposeídos, a los cuales se les había suprimido la palabra; esto es, se les había anulado su protagonismo social y su derecho al desarrollo. De este modo hizo frente a la cultura del silencio. Como recurso y herramienta de superación, Freire consideró la necesidad de devolverles la palabra. Y así implementó un programa de alfabetización con contenidos intencionalmente sugerente. La antropología de Freire reconoce al hombre en situación de relación. Señala dos relaciones básicas. Aunque volveremos sobre ellas hacia el final de esta exposición, destacaremos algunos aspectos ahora. Primeramente, señaló al entramado social desde el cual cada uno realiza la vida. Luego destacó la integración sujeto-mundo, en un vínculo de acciones y transformaciones del entorno. En este plexo de relaciones, la adquisición del conocimiento no es un proceso mágico ni neutro. Implica descubrirse a sí mismo actuando sobre la praxis. Quien aprende no es un objeto ligado al entorno, sino que integra su contexto para intervenir en él, transformando su mundo en significados. No somos seres de acomodación sino de transformación. La educación no es un hecho de adaptación o ajuste a lo establecido, sino un proceso de reconceptualización que se hace desde la praxis. Esto quiere decir que la educación no consiste en el acopio de datos para su posterior utilización; ésta sería una manera acrítica y descomprometida que no genera aprendizaje. Esto último sería lo que en términos de Freire se llamaría educación bancaria, que produce datos, los acopia y supuestamente los utiliza en el futuro según lo impongan las necesidades. Sólo es auténtico el conocimiento crítico que resulta de una comprensión de la realidad a partir de la praxis, a partir de actuar sobre la realidad para develar su naturaleza y su sentido. El aprendizaje resulta de prácticas porque recrea, rehace. Por eso acción y conciencia son inseparables. En este sentido Freire se acerca mucho a la perspectiva hebrea antigua del conocimiento: en ésta última, el pensar no concluye si no ha sido realizado, si no llegó a la acción; esto es, no hay conocimiento teórico separable de la acción práctica. Volveremos sobre este aspecto un poco más adelante. Freire parte del presupuesto de que quien aprende no es un ignorante. Tiene un sustrato de estructuras ya hechas desde las cuales procesa. Por eso el método dialógico de la relación educativa adquiere relevancia. En esta relación la figura del docente no constituye una asimetría. El educador se coloca próximo al educando para procesar juntos. El educador recrea los contenidos, y se apoya en el educando para “regular” las acciones de aprendizaje desde la comprensión y posibilidades de aprehender de éste. Así se abordan los desajustes y las incoherencias hasta llegar a ciertas estructuras del pensamiento. Estas no concluyen, sino que constituyen los basamentos del aprendizaje siguiente. Lo recién enunciado tiene especial relevancia en la organización didáctica de los aprendizajes. El adulto –y el niño también─, aprende haciendo. El proceso del conocimiento no tolera la separación de la teoría y la práctica. En todo caso, podrán ser dos aspectos de un mismo proceso que no se pueden divorciar. Las fallas en este sentido no conducen a aprendizajes auténticos. Las transformaciones reales de las categorías del conocimiento, requieren la acción operativa en la realidad. Este proceso nos advierte de uno de los inconvenientes de quien enseña: se trata de la dificultad que tiene para actualizar los procesos que él mismo hizo. Quien enseña actúa, sin proponérselo, como si el conocimiento siempre estuvo. Al haber asumido los contenidos, las categorías y los conceptos como parte de su mundo, le resulta difícil recrearlo con sus estudiantes. Por su parte, los adultos que aprenden, tienen una cosmovisión ya instalada con relativa firmeza, desde la cual tratan de interpretar los mensajes del docente. Esta es una diferencia fundamental con respecto al niño que aprende. Las estructuras y las categorías de comprensión de los niños son más flexibles. Por otra parte, si el niño aborda contenidos que debe aprender (y sobre los que no siempre tiene posibilidad de acción real inmediata), “sabe (?)”, porque le dijeron, que le servirá para más adelante, aunque no tiene manera de representarse ese futuro. Por su parte, el niño escolar es sujeto cautivo, ya que no puede evadirse del sistema; por eso muchos aprendizajes se mecanizan en la escuela. Luego las estructuras interfieren en los aprendizajes operativos en la edad adulta. Debe tenerse presente que, a diferencia del niño, el estudiante adulto requiere significado y aplicación más inmediatos de sus aprendizajes. Si no consigue esta meta, es candidato a la deserción. El adulto que aprende tiene un mundo de experiencias ya hechas, y necesita que lo nuevo cobre sentido desde las categorías ya construidas, o reconstruir y resignificar lo anterior a la luz de lo nuevo. Esto último nos invita a destacar la visión de los procesos del aprendizaje que Vigotsky propuso en su momento; particularmente el concepto de lo que él llamó la zona de desarrollo próximo. Todos contamos con un núcleo de conocimientos activos; es la zona de los dominios efectivos y operantes. En torno de este núcleo están los otros contenidos, los que podremos dominar con el auxilio de alguna orientación. Es la zona que está emparentada con los contenidos ya abordados y procesados; es la zona de desarrollo próximo. Pero la zona más alejada es la del desafío, a la cual no se llega si no dominamos previamente la que circunda al núcleo de los saberes ya efectivos. El reconocimiento de estas zonas por parte del educador de adultos es un desafío permanente. El modelo dialógico de la educación puede ser un camino productivo en este delicado pasaje de lo conocido a lo ignoto. Y, a propósito de lo recién dicho, el interrogatorio como recurso didáctico se constituye en la llave maestra de la educación de adultos. Pero no todo lo nuevo se resuelve desde el interrogatorio. El educando adulto se acerca al campo de lo nuevo con una carga de ansiedad que no debe ser desestimada. Más bien ésta puede ser aprovechada como un ámbito de motivaciones de alta fecundidad. Ello permite al docente comprometer al educando frente a los aprendizajes. Y esto es un desafío didáctico que conjuga la natural inquietud por lo nuevo, y la ansiedad por resolver lo desconocido. Por otra parte, el docente de alumnos adultos logra mejores resultados si carga su tarea, parece ocioso decirlo, con entusiasmo, fervor y pasión. Esta actitud tan valiosa se funda en los afectos. Esta dimensión escapa a los planeamientos didácticos y a la previsión de estrategias. Esta disposición otorga seguridad y confianza, y corresponde a los contenidos actitudinales que se fundan en los valores. Se trata de una organización de cogniciones y de emociones que ligan al estudiante con lo desconocido, y le permiten mantener la tensión apropiada mientras llega al próximo descubrimiento. Este fenómeno retroalimenta la acción de quien enseña, optimizando su rol pedagógico. Este aspecto de la docencia es difícilmente planeable, depende principalmente de la salud emocional, física e intelectual del educador. A lo expuesto quisiera agregar el rol pedagógico del acompañamiento que pueda hacer el docente. En el desarrollo de esta función, el estudiante no es una pieza más del gran tablero pedagógico, sino alguien que puede apoyarse como persona en la construcción del conocimiento. Esta deliberada acción pedagógica es altamente efectiva porque afianza las capacidades, y facilita el desarrollo de la confianza. Incide directamente en la autoimagen del estudiante. Esta función no consiste en un paternalismo. Es una actitud que se concreta desde la prudencia, que deja suficiente margen para la iniciativa y creatividad del estudiante. Al paso, nos viene bien reflexionar también en la propuesta de Bandura quien insistió en los procesos de modelamiento que son inevitables en la relación pedagógica. Sobre todo destaco el rol que cumple el educador al cubrir los intersticios del conocimiento con su figura y con su acción. Ante las “zonas grises” no abordadas por la información disponible, el educador se convierte en el modelo o paradigma en la resolución de problemas que el profesional en ciernes debe abordar. Ello aumenta la responsabilidad del educador. No puedo dejar de lado un aspecto que para los aprendizajes tiene especial relevancia, y es el de la evaluación continua. El estudiante adulto necesita saber dónde está, cuáles son sus logros, y si se cubren las expectativas de quien conduce los aprendizajes. En verdad, esta es una necesidad de todos, no importa la edad, pero para el estudiante adulto, requiere especial relevancia porque le sirve para integrar su mapa de atribuciones profesionales. Otra necesidad del adulto que aprende es el apoyo de sus pares. La dimensión pedagógica de los grupos pequeños va más allá de las dinámicas grupales que los docentes pueden implementar como estrategias de aprendizaje. El grupo de pares afines no solo funciona como estimulador del aprendizaje, sino que sustenta, apoya, y, con no poca frecuencia actúa como grupo terapéutico. El aprendizaje en el grupo frecuentemente supera en efectividad a la enseñanza del docente mismo, ya que la distancia que existe entre las vivencias del docente y las del estudiante pueden ser pronunciadas. Los nuevos aprendizajes canalizados por los pares tienen la virtud de producir el discurso que los pares entienden y que cuentan con su propia lógica, Esta lógica no necesariamente coincide con la estructura mental y la lógica de los docentes. Ello fue analizado con detenimiento por Inhelder, en el equipo de Piaget. Y ya dentro de esta línea de pensamiento, no puede quedar ajeno el problema del aprendizaje significativo. Y aquí nos colocamos en los planteos de Bruner, de Ausubel y otros que trabajaron en esta línea. El aprendizaje significativo se produce en una suerte de conjunción entre lo que el alumno construye y lo que el docente brinda. El rol docente es clave, porque la información que ofrece debe producir sentido, dentro del mundo de las vivencias ya adquiridas. Va más allá de la transmisión de información (ésta ya está en los libros, en los manuales, en internet). El rol docente se centra en ayudar a descubrir la razón de las cosas y su nivel de significación. El aprendizaje significativo . debe responder a problemas; la ausencia de problemas impide el aprendizaje; . debe ofrecer direccionalidad y alcance a los contenidos del aprendizaje; . debe relacionar experiencias, hechos u objetos; . debe vincularse a redes significativas; la producción de datos es insuficiente; . debe implicar relaciones afectivas sin las cuales no hay aprendizaje. Quiero abrir sucintamente un espacio de la praxis, como acción transformadora, pero en una dimensión adicional. Ya queda claro que los aprendizajes son producto de acciones concretas. En la educación de adultos, y mientras éstos están bajo la estructura académica, quedan sujetos a lo que hacia el final de la carrera suele llamarse residencia o practicanato. Esta previsión académica también recibe el nombre de servicio, especialmente si llega a la comunidad. El verdadero sentido del servicio no está necesariamente vinculado a la adquisición de habilidades (aunque no están excluidas). Corresponde al campo de las actitudes de las cuales es responsable el educador de adultos. El servicio bien entendido es una disposición de entrega de las capacidades en beneficio “del otro”. Es sólo “el otro” en su significación especial de persona, que capacita al que aprende. El otro se transforma en espejo para quien sirve. El servicio auténtico descubre la dignidad “del otro”. Este tipo de actitud supera los requisitos académicos. Es el camino más destacado del acceso a la profesionalidad, porque la entrega desinteresada produce transformaciones en “el otro” y en el que sirve. Transcribo un pensamiento que refuerza lo precedente. El servicio, al par que nos constituye en bendición para los demás, nos proporciona a nosotros la más grande bendición. La abnegación es la base de todo verdadero desarrollo. Por medio del servicio abnegado, adquiere toda facultad nuestra su desarrollo máximo. (E. White. La educación. Buenos Aires, Asoc. Casa Editora Sudamericana, 1964, p. 14) Todo este proceso pedagógico requiere un sustrato antropológico más amplio. Aun recorriendo los aportes de los distintos pensadores aquí apenas esbozados, debemos plantearnos una antropología que permita coherencia de los planteos precedentes, aun si deja abierto un panorama de desafíos. Debo volver a los planteos de Freire. Decíamos que en su antropología el hombre es actor en al menos dos relaciones destacadas: las que ejerce con el medio social del cual es parte, y las del entorno de realidades sobre las que también ejerce transformaciones. Ello hace que la praxis sea el modo de conocer, de construir y de transformar. En este sentido Freire tiene cercanía a una óptica hebrea antigua desde la cual el conocimiento nunca es tal si no ha llegado a la acción Pero el cuadro de relaciones parece insuficiente porque el proyecto teleológico, el campo de los fines, aparece reducido, y aun imprevisible. Quisiera, por ello, hacer una sucinta mirada a dos cosmovisiones antiguas que condicionaron la cultura de occidente y determinaron ciertas formas de pensar y de proceder en la cultura ponentina. Una de ellas es precisamente la perspectiva hebrea, y la otra es la griega. Ambas, repito, de existencia antigua, han dejado sus marcas de cuyos elementos nos hemos nutrido, bien o mal, condicionando nuestro mundo pedagógico. (Véase, R. Smith. El dualismo antropológico como obstáculo de la ética. En: Sociedad Argentina de Filosofía. América y la idea de la Nueva Humanidad. Córdoba, 2003, pp. 285-294) La cosmovisión hebrea bíblica no se restringió a las relaciones del hombre con sus congéneres y con el entorno material. Con toda naturalidad incluyó como vínculo destacado la relación con la trascendencia. El cuadro básico resulta: TRASCENDENCIA HOMBRE SOCIAL ENTORNO Nótese que el hombre cuenta con referentes para abordarse y operar significativamente su existencia: por encima de él, la trascendencia, y por debajo de él, aquello que queda bajo su dominio, el entorno. Así, con la presencia de estos referentes, el hombre adquiere significación y proyecta su expansión. La cosmovisión griega, por su parte, no fue ajena a estos tres planos de relaciones. Sin embargo no alcanzó a cubrir sus espectros. El plano de la trascendencia fue desestimado porque las divinidades fueron antropomórficas. El plano del entorno natural quedó desquiciado ya que frecuentemente fue divinizado. Así el espacio del entorno había quedado adulterado, expuesto a la manipulación arbitraria de las divinidades creadas por el hombre. Luego, carentes de Dios y carentes del entorno significativo, perdieron el marco de relaciones; quedaron sin referentes. Desestimado el contexto amplio y significativo, el desgaste obligó a nuevas búsquedas. Mientras que el hombre de los hebreos mantuvo planos jerárquicos referenciales por encima suyo y por debajo de él (la trascendencia y el entorno natural material) el griego no lo tuvo. Ante el riesgo de desintegración, el griego llenó los vacíos dividiéndose a sí mismo: se imaginó constituido por alma y cuerpo. Con esta división situó al alma en el nivel de la trascendencia, mientras que el cuerpo pasó al plano de la materialidad del entrono. De este modo absolvió el pleito consigo mismo. Pero el espacio del hombre quedó desierto. Gráficamente: ¿ HOM / ? ALMA BRE ¿? CUERPO Finalmente, el puesto del hombre quedó vacío. La visión griega produjo la anulación del espacio del hombre pleno, lo que equivalió a su negación. También se instaló la concepción de la inmortalidad del alma. Aunque aparentemente se disolvió lo trágico de la contingencia, el hombre quedó desarticulado; se evitaron los compromisos relacionales, se acalló la intriga por el sentido de las cosas, se desplazó la materia, se restringió la capacidad gnoseológica, se desalojó el tiempo histórico, se eliminó el espacio. Los dominios simbólicos perdieron correspondencia con los hombres concretos. Quiero destacar sólo dos aspectos a parir de este brevísimo planteo precedente: 1) Herederos de la cultura griega, hemos desestimado la concepción unitaria e indisoluble del hombre. El dualismo antropológico impuso un modelo de educación abstracto, fuertemente direccionado hacia los aprendizajes intelectuales, situados en el plano del alma. Ello impuso limitaciones a la acción, al ámbito de la educación operativa, la que exige actuar sobre la realidad para transformarla. El pesado tributo histórico está siendo removido con lentitud; está imponiendo, todavía, limitaciones en la educación, y particularmente en la educación de adultos. El desafío todavía no ha concluido. 2) En Occidente también somos herederos de la cosmovisión hebrea bíblica. Esta perspectiva que exalta la dimensión trascendente fijó metas y propósitos de largo alcance, superando las circunstancias históricas y las eventuales contingencias del desorden. Para el hebreo la trascendencia tiene identidad propia. Debemos reconocer, sin embargo, que con frecuencia la fragmentaria percepción contemporánea, ha dejado el ámbito de la trascendencia entre paréntesis; con ello se acortó enormemente la proyección de los fines de la educación y de los aprendizajes en particular. Por la omisión de factura griega, la inserción de sentido y la construcción de significatividad de los aprendizajes quedan limitados. Por cierto que las urgencias de los sistemas de la educación y la implementación de los aprendizajes casi no dejan pausas adecuadas para el replanteo de una antropología operativa. Ello no nos exime del análisis sereno de los procesos pedagógicos que hemos asumido en las instituciones educativas. Concluyo este tema inconcluso citando una reflexión que plantea una vez más el deber ser y la razón de nuestras instituciones y de nuestra misión de educadores asumida por convicción y vocación: En vez de debiluchos educados, las instituciones del saber debieran producir hombres fuertes para pensar y obrar, hombres que sean amos y no esclavos de las circunstancias, hombres que posean amplitud de mente, claridad de pensamiento, y valor para defender sus convicciones. (White. Op. cit, p. 15) R. R. Smith ([email protected])