IX Patio del Parnaso Espacio y genialidad en Las Meninas de Velázquez Fernando Bejines Rodríguez Maestría versus Genialidad Todos conocéis la pintura de Zurbarán: fue un pintor de tanto éxito en vida que las iglesias de media Andalucía, y de media América hispana, están llenas de falsos cuadros de Zurbarán realizados por artistas sucedáneos imitadores de estilo. Indiscutiblemente, Zurbarán fue uno de los grandes maestros de la pintura barroca española: su absoluto dominio de la técnica pictórica, la consecución de excepcionales calidades en las texturas y su plena interiorización de los principios estéticos de la Contrarreforma, así lo acreditan; pero sin embargo, no fue un genio. Velázquez, sí. En la composición de los espacios y en las iconografías Zurbarán es un pintor que resulta más convencional; su permanentemente dependencia de los repertorios de estampas que circularon por toda Europa enmascaran una relativa falta de habilidad para componer escenas y favorece un cierto desfase iconográfico. Por el contrario, los espacios y las iconografías de Velázquez transitan por caminos inexplorados que después serán recorridos por numerosos artistas modernos y contemporáneos. Así de sencilla es la diferencia entre la maestría y la genialidad. A los maestros de la pintura se les imita en el estilo para obtener el beneficio amortizado de su éxito; pero imitar a los genios es una temeridad. El espacio pictórico como problema de la pintura moderna. Desde que Giotto pintó los frescos de la basílica de Asís, los pintores italianos del pre- Renacimiento se obsesionaron con la idea de representar en la pintura el Mundo en sus formas verdaderas. La figura humana se individualiza mediante el realismo, pero el gran problema radicaba en la captación del espacio: ¿cómo representar sobre una superficie plana (tabla, pared, lienzo,...) que es bidimensional (alto, ancho), nuestra percepción sensorial del espacio que es tridimensional (alto, ancho, profundo)?. La solución a este dilema artístico se encontró en las matemáticas: perspectiva (líneas convergentes) y proporción (escalas y fracciones). Sin embargo, el espacio pictórico que recrearon los artistas del Quattrocento fue tan matemáticamente puro que resultó casi irreal, y hubo que esperar a la libertad creativa de los grandes genios para que el Arte de la Pintura se llenara de vida: Miguel Ángel dotó la figura humana de volumen, fuerza, potencia y tensión, Rafael entendió su carga psicológica, pero sería Leonardo, con su analítico razonamiento, quien resolvería la falta de verosimilitud de los espacios pictóricos: si nuestra percepción sensorial es por naturaleza imperfecta y degradante, la perspectiva como solución artística también debería serlo, mediante la incorporación de lo atmosférico a la representación de la profundidad. En nuestra visión, con la lejanía los contornos se difuminan y los colores se emborronan, generando dominantes azuladas, verdosas, doradas… Los grandes genios son los que desbrozan nuevos caminos artísticos para que después sean transitados por los demás, como el sfumato y las veladuras de Leonardo, como la sustitución de la pintura dibujística por la mancha de color de Tiziano, Rubens, Velázquez, o como ese otro genio inconmensurable, Caravaggio, que inventó el espacio infinito mediante la violenta manipulación de la luz: a diferencia de los fondos neutros que ejercen como pantallas que cortan y aíslan la espacialidad, las teatrales penumbras caravaggescas en vez de negar el espacio lo dilatan, precisamente porque no lo vemos, y porque sin verlo se nos transmite plena noción de su existencia. Los fondos de Caravaggio son como adentrarse en una habitación oscura con el brazo extendido; no es una cuestión de falta de espacio, es una cuestión de falta de luz. Al tiempo, el ojo descubre que la oscuridad no existe. La cuarta dimensión espacial en Las Meninas de Velázquez. Como toda obra de arte icónica, Las Meninas de Velázquez es un cuadro que padecemos por saturación. Forma parte de nuestro repertorio visual cotidiano; lo llevamos viendo desde niños en el colegio, en los libros, en las camisetas, en la publicidad. Todos conocemos a su autor, algunos incluso sabrán identificar a cada personaje y no pocos dirán con desdén que lo mejor del cuadro es el perro recostado. Es para nosotros una imagen tan interiorizada que aparentemente carece de la capacidad de volver a sorprendernos. Sin embargo, como toda obra de arte surgida de la genialidad, Las Meninas es una compleja creación que adquiere significados multiformes cada vez que acertamos a contemplarla con ojos nuevos. ¡Olvidaros de los personajes y del perro!, eso sólo convertiría a su autor en un gran maestro ( y a nosotros sólo nos interesa la genialidad), y ¡Mirad el espacio!. Lo importante del cuadro, lo trascendente, es lo que ocurre en el anverso de ese trozo de lienzo del que sólo vemos su revés, mientras un Velázquez ejercitante nos mira de frente. Lo que se cuenta en Las Meninas es un problema entre Velázquez y nosotros: ¿A quién se está pintando es ese trozo de cuadro que no vemos?. Las siluetas latentes reflejadas en el espejo del fondo, los reyes, parecen querer decirnos que lo que da sentido a toda la escena está fuera del propio cuadro, pero eso sólo supone el éxito del trampantojo, del juego barroco de lo que tiene apariencia de realidad y la sustituye sin serlo. Cuando somos nosotros quienes nos enfrentamos en persona al cuadro, cuando nos predisponemos a entender por qué esta escena es fruto de la genialidad, todos los personajes se convierten en secundarios, en figurantes anecdóticos de una secuencia donde el único actor principal es la genialidad del pintor que nos mira. Sí, Velázquez me está mirando a mí; yo estoy siendo pintado por Velázquez en el anverso de ese trozo de cuadro junto al que posan las meninas, y con ello (la mirada del artista que se entrelaza con el espectador que mira) se produce la sublime superación de la representación tridimensional del espacio pictórico sobre el soporte plano del lienzo. Velázquez no sólo representa aquí lo alto, lo ancho y lo profundo, sino que incluso ha incorporado el espacio externo anterior al propio cuadro, el espacio virtual existente entre la superficie bidimensional de la tela y el plano emocional del sujeto espectador que soy yo, que somos nosotros. Como en las penumbras de Caravaggio, sabemos que el espacio está ahí aunque no lo veamos. Si el Velázquez que pintó Las Meninas en el siglo XVII fuese el Orson Welles que realizó Ciudadano Kane en el siglo XX diríamos que en una misma escena, o secuencia, y en un mismo tiempo, se está representado simultánea y virtualmente el plano y el contraplano. Velázquez convierte mediante el artificio la representación del espacio de Las Meninas en tetradimensional. Sin embargo, para entender porqué Velázquez fue un genio, y no sólo un gran maestro, bastaría con decir que esta famosa fotografía, “autorretrato con June y modelo desnuda frente al espejo" de Helmut Newton (1980), no existiría si antes Velázquez, desbrozando caminos nuevos, no me hubiera pintado a mí, y a cada uno de nosotros, en ese trozo de cuadro del que nunca veremos el anverso. ¡Voilà, c’est l’art!.