2964-Espacio y genidalidad en Las Meninas de Velazquez

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IX Patio del Parnaso
Espacio y genialidad en Las Meninas de Velázquez
Fernando Bejines Rodríguez
Maestría versus Genialidad
Todos conocéis la pintura de Zurbarán: fue un pintor de tanto éxito en vida
que las iglesias de media Andalucía, y de media América hispana, están
llenas de falsos cuadros de Zurbarán realizados por artistas sucedáneos
imitadores de estilo. Indiscutiblemente, Zurbarán fue uno de los grandes
maestros de la pintura barroca española: su absoluto dominio de la técnica
pictórica, la consecución de excepcionales calidades en las texturas y su
plena interiorización de los principios estéticos de la Contrarreforma, así lo
acreditan; pero sin embargo, no fue un genio. Velázquez, sí.
En la composición de los espacios y en las iconografías Zurbarán es un
pintor que resulta más convencional; su permanentemente dependencia de
los repertorios de estampas que circularon por toda Europa enmascaran una
relativa falta de habilidad para componer escenas y favorece un cierto
desfase iconográfico. Por el contrario, los espacios y las iconografías de
Velázquez transitan por caminos inexplorados que después serán recorridos
por numerosos artistas modernos y contemporáneos. Así de sencilla es la
diferencia entre la maestría y la genialidad. A los maestros de la pintura se
les imita en el estilo para obtener el beneficio amortizado de su éxito; pero
imitar a los genios es una temeridad.
El espacio pictórico como problema de la pintura moderna.
Desde que Giotto pintó los frescos de la basílica de Asís, los pintores
italianos del pre- Renacimiento se obsesionaron con la idea de representar
en la pintura el Mundo en sus formas verdaderas. La figura humana se
individualiza mediante el realismo, pero el gran problema radicaba en la
captación del espacio: ¿cómo representar sobre una superficie plana (tabla,
pared, lienzo,...) que es bidimensional (alto, ancho), nuestra percepción
sensorial del espacio que es tridimensional (alto, ancho, profundo)?. La
solución a este dilema artístico se encontró en las matemáticas: perspectiva
(líneas convergentes) y proporción (escalas y fracciones).
Sin embargo, el espacio pictórico que recrearon los artistas del
Quattrocento fue tan matemáticamente puro que resultó casi irreal, y hubo
que esperar a la libertad creativa de los grandes genios para que el Arte de
la Pintura se llenara de vida: Miguel Ángel dotó la figura humana de
volumen, fuerza, potencia y tensión, Rafael entendió su carga psicológica,
pero sería Leonardo, con su analítico razonamiento, quien resolvería la
falta de verosimilitud de los espacios pictóricos: si nuestra percepción
sensorial es por naturaleza imperfecta y degradante, la perspectiva como
solución artística también debería serlo, mediante la incorporación de lo
atmosférico a la representación de la profundidad. En nuestra visión, con
la lejanía los contornos se difuminan y los colores se emborronan,
generando dominantes azuladas, verdosas, doradas… Los grandes genios
son los que desbrozan nuevos caminos artísticos para que después sean
transitados por los demás, como el sfumato y las veladuras de Leonardo,
como la sustitución de la pintura dibujística por la mancha de color de
Tiziano, Rubens, Velázquez, o como ese otro genio inconmensurable,
Caravaggio, que inventó el espacio infinito mediante la violenta
manipulación de la luz: a diferencia de los fondos neutros que ejercen
como pantallas que cortan y aíslan la espacialidad, las teatrales penumbras
caravaggescas en vez de negar el espacio lo dilatan, precisamente porque
no lo vemos, y porque sin verlo se nos transmite plena noción de su
existencia. Los fondos de Caravaggio son como adentrarse en una
habitación oscura con el brazo extendido; no es una cuestión de falta de
espacio, es una cuestión de falta de luz. Al tiempo, el ojo descubre que la
oscuridad no existe.
La cuarta dimensión espacial en Las Meninas de Velázquez.
Como toda obra de arte icónica, Las Meninas de Velázquez es un cuadro
que padecemos por saturación. Forma parte de nuestro repertorio visual
cotidiano; lo llevamos viendo desde niños en el colegio, en los libros, en las
camisetas, en la publicidad. Todos conocemos a su autor, algunos incluso
sabrán identificar a cada personaje y no pocos dirán con desdén que lo
mejor del cuadro es el perro recostado. Es para nosotros una imagen tan
interiorizada que aparentemente carece de la capacidad de volver a
sorprendernos.
Sin embargo, como toda obra de arte surgida de la genialidad, Las Meninas
es una compleja creación que adquiere significados multiformes cada vez
que acertamos a contemplarla con ojos nuevos.
¡Olvidaros de los personajes y del perro!, eso sólo convertiría a su autor en
un gran maestro ( y a nosotros sólo nos interesa la genialidad), y ¡Mirad el
espacio!. Lo importante del cuadro, lo trascendente, es lo que ocurre en el
anverso de ese trozo de lienzo del que sólo vemos su revés, mientras un
Velázquez ejercitante nos mira de frente.
Lo que se cuenta en Las Meninas es un problema entre Velázquez y
nosotros: ¿A quién se está pintando es ese trozo de cuadro que no vemos?.
Las siluetas latentes reflejadas en el espejo del fondo, los reyes, parecen
querer decirnos que lo que da sentido a toda la escena está fuera del propio
cuadro, pero eso sólo supone el éxito del trampantojo, del juego barroco de
lo que tiene apariencia de realidad y la sustituye sin serlo. Cuando somos
nosotros quienes nos enfrentamos en persona al cuadro, cuando nos
predisponemos a entender por qué esta escena es fruto de la genialidad,
todos los personajes se convierten en secundarios, en figurantes
anecdóticos de una secuencia donde el único actor principal es la
genialidad del pintor que nos mira. Sí, Velázquez me está mirando a mí;
yo estoy siendo pintado por Velázquez en el anverso de ese trozo de cuadro
junto al que posan las meninas, y con ello (la mirada del artista que se
entrelaza con el espectador que mira) se produce la sublime superación de
la representación tridimensional del espacio pictórico sobre el soporte
plano del lienzo. Velázquez no sólo representa aquí lo alto, lo ancho y lo
profundo, sino que incluso ha incorporado el espacio externo anterior al
propio cuadro, el espacio virtual existente entre la superficie bidimensional
de la tela y el plano emocional del sujeto espectador que soy yo, que somos
nosotros. Como en las penumbras de Caravaggio, sabemos que el espacio
está ahí aunque no lo veamos. Si el Velázquez que pintó Las Meninas en el
siglo XVII fuese el Orson Welles que realizó Ciudadano Kane en el siglo
XX diríamos que en una misma escena, o secuencia, y en un mismo
tiempo, se está representado simultánea y virtualmente el plano y el
contraplano. Velázquez convierte mediante el artificio la representación del
espacio de Las Meninas en tetradimensional.
Sin embargo, para entender porqué Velázquez fue un genio, y no sólo un
gran maestro, bastaría con decir que esta famosa fotografía, “autorretrato
con June y modelo desnuda frente al espejo" de Helmut Newton (1980), no
existiría si antes Velázquez, desbrozando caminos nuevos, no me hubiera
pintado a mí, y a cada uno de nosotros, en ese trozo de cuadro del que
nunca veremos el anverso. ¡Voilà, c’est l’art!.
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