¿QUÉ QUEREMOS ENSEÑAR A LOS ADOLESCENTES? Javier Aranguren [email protected] Se habla de la LOE, de que el verdadero problema está en la calidad de la enseñanza. Quizás no sea tanto un problema de contenidos como de metas, de objetivos de fondo (si no se va a ningún sitio, ¿quién querrá esforzarse por viajar?). De las etapas educativas la de la adolescencia quizás sea la más delicada: entonces las personas –siendo máximamente dependientes- descubren su propia libertad e independencia, y se producen perplejidades. ¿Qué se puede hacer para transformar la crisis adolescente en ocasión de crecimiento?, ¿cuál es el papel de los educadores y los padres en este asunto? 1− Introducción con texto clásico La pregunta acerca de cómo son los jóvenes de hoy constituye un tema de indudable interés. De cara a padres y educadores parece una cuestión pertinente. Si uno convive con muchachos de la franja entre los quince y los dieciocho años es probable que se muestre de acuerdo si se les describe del siguiente modo: 1− Son por carácter concupiscentes e inclinados a hacer aquello que desean. Y sus pasiones corporales son variables, se les pasan deprisa y sus caprichos son vehementes pero no duraderos. 2− Aman el honor, pero más aún el triunfo porque la juventud desea sobresalir. Del mismo modo son de cólera pronta y se ven dominados por la ira. 3− No suelen ser avariciosos porque no han experimentado privación, y son cándidos por no conocer muchas maldades. Al modo de los borrachos se encuentran llenos de esperanza pues ésta es del futuro, y para los jóvenes el futuro es mucho mientras que lo pasado breve (a lo pasado pertenece la memoria, la experiencia, el miedo a actuar). 4− Al vivir más con el carácter que con la razón eligen hacer el bien más que lo que les conviene: se encuentran lleno de ideales que no sospechan que tal vez no sean realizables. Del mismo modo son más amigos de los amigos que en otras etapas de la vida, y por eso procuran convivir (que las horas con los amigos sean infinitas). Pecan por carta de más: aman en exceso, odian en exceso. Y creen que lo saben todo (les cuesta escuchar, en especial consejos) y afirman confiadamente. Al tiempo, las injusticias las cometen por insolencia más que por maldad. 5− Suelen ser amantes de la risa, y burlones: la burla no es más que la insolencia educada. Viven con intensidad e inconsciencia. 1 Qué queremos enseñar a los adolescentes Lo que se acaba de escribir es, con muy pocos añadidos, la descripción que hace Aristóteles1 hace veinticuatro siglos, y que todavía se puede seguir aplicando en nuestros días. Los jóvenes de hoy son como los de cualquier época (a pesar de que a medida que uno crece percibe que las cosas van hacia una decadencia imparable: «¡Cómo está la juventud, cada vez peor!», dirían los abuelos de nuestros abuelos). De modo que no importa tanto la pregunta acerca de cómo es el carácter de los jóvenes (a fin de cuentas, se trata de un asunto bien conocido) como la de qué es lo que se puede hacer con este carácter, es decir, cómo se puede formar. Educadores y padres tenemos entre manos el barro; ¿qué queremos moldear?, ¿cuál es nuestro fin, nuestra aspiración u horizonte? 2− Lejanas historias de Homero y objetivos del Colegio Es un lugar común señalar que la cultura occidental se funda en Grecia. A la vez los griegos lo aprendieron casi todo en la lectura de Homero. El poeta ciego encerró en sus dos obras (La Ilíada, La Odisea) un conjunto de episodios que se pueden entender como explicaciones arquetípicas de la existencia humana: en ellas se resumen lo que somos, nuestros deseos y decepciones. Nos fijamos en un episodio: Ulises ha llegado a la isla en la que vive la diosa Circe. Ella, atraída por el viajero, le ruega que se quede con él, que compartan la vida. Lo que se promete como una situación cómoda, protegida, se viene abajo ante la postura de Ulises: ¿diosa o viaje? Responde rápido que no entiende su vida sin la presencia de su patria (Ítaca) ni la de su amada (Penélope). Ellos son el ideal que orienta la totalidad de su existencia, el contenido que hace que ésta merezca la pena, y sin la tensión narrativa que se forma en torno a la búsqueda de ese fin difícil todo lo que le pase se le presenta como carente de interés, de significado. Algo similar cabría decir de Aquiles, que va a Troya con el auspicio de su propia muerte pisándole el talón, si bien el guerrero preferirá siempre una vida breve pero llena de honor antes que una larga que nada signifique. ¿Qué se podría pretender en un centro educativo? ¿Cuáles son nuestros fines, dónde se encuentra nuestra Ítaca? Tal vez podría pensarse que el objetivo de la educación en las etapas finales de la enseñanza media se llama Selectividad, y que todo se construye en torno a esa meta: un buen colegio, una buena asignatura, etc., dependerían exclusivamente de los resultados en ese examen. En realidad tal horizonte parece altamente empobrecedor. Podría llegar a pensarse que la excelencia de una educación no está en el colegio, ni en los profesores que durante años han acompañado a unos alumnos, sino que la ponen desde fuera unos extraños cuya única relación con los muchachos es la rápida corrección de una prueba que nada les interesa. Además el éxito en Selectividad viene dado de por sí a condición de que en el centro educativo se insista en hábitos de trabajo y de exigencia: no es una prueba difícil, y el índice de aprobados roza siempre el cien por cien. Es el propio centro quien tiene la tarea de retener a aquellos que considere todavía incapaces para cumplir con esa meta académica, y de empujar a todos para que ese caso no se dé. Subordinar todo lo que se hace en un año, en dos, de trabajo a un examen que es poco más que un trámite resultaría un objetivo pequeño, un ideal pobre. Quizás fuera preferible que el cuerpo docente engañara a alumnos y padres regalando unas calificaciones espléndidas que les dejaran de reclamaciones, nervios y líos, y que ya se dieran los alumnos un buen golpe al chocar con el nivel y el anonimato propio de la institución universitaria. Aunque allí fracasaran los dos años de bachillerato vividos bajo la ficción del éxito hubieran sido agradables para todos, fáciles, llevaderos... pero ni les hubieran formado ni en el fondo servirían de nada. Por eso es conveniente que se exija, y mucho, hasta el punto de convertir el bachillerato en una suerte de simulador universitario en el que se enfrenten a exámenes largos, de mucha materia y que no se aprueban con dos generalidades mal 1 Aristóteles, Retórica, II, cap. 12, 1389a 1-1389b 13. 2 Qué queremos enseñar a los adolescentes redactadas y carentes de toda estructura de razonamiento. De hecho, dentro de ese ámbito de ficción que tiene toda la educación (digo ficción en el sentido de que es un simulacro de la exigencia que de manera más cruda les va a presentar la vida, a veces sin recuperaciones ni nuevas oportunidades) sería necesario que -también en este punto- padres y profesores fueran a la par, y desde las casas se apoyara siempre la exigencia. La consecución inmediata de la recompensa suele empequeñecer los ideales: en las dificultades se crece, en lo que ya se da hecho el alma se amodorra. Por eso conviene la exigencia: para la ternura siempre hay tiempo. Y aunque exigir sea tan conveniente ni siquiera es lo que pretende el Colegio. 3− La formación integral como objetivo ¿Qué se busca entonces? La expresión puede sonar a sabida, porque se escuchaba al principio de los estudios del niño que ahora ya es joven, pero es fundamental entenderla y procurarla. Lo que se quiere, lo buscado, es la formación integral. ¿En qué puntos? Los podemos denominar así: 1) La cabeza; 2) el cuerpo; 3) el corazón. En ese orden los exponemos. 1) La cabeza. Indudablemente, a pesar de ciertos experimentos de ‘la secta de los pedagogos’, en la educación son fundamentales los contenidos, la seriedad de las asignaturas. Así se adquieren las destrezas para la universidad, y sin embargo no se quiere sólo esto. Lo que se desea es algo que se puede etiquetar bajo el nombre de ‘alumno ideal de bachillerato’, a saber, alguien que va más allá de las notas (es decir, esta persona no necesariamente tiene que coincidir con quien sólo conoce el sobresaliente); que no se pregunta únicamente ‘qué he sacado’ sino cosas como ‘qué he aprendido’; que abre su interés a lo extracurricular: lectura, cine, ciencia, e incluso conversación. Quizás una buena pregunta para padres y educadores iría en esta línea: ¿se habla con ellos?, ¿supera el diálogo los socorridos temas de horarios, broncas y castigos? Por ejemplo, ¿se empieza ya a contar con él para los problemas de casa, o sigue siendo tratado como un niño? 2) El cuerpo. Es decir, la conveniencia del deporte, de las actividades competitivas, de la acción. Los motivos son varios, aunque el principal podría ser la bondad del compromiso, esto es, la educación en la necesidad de mantener la palabra dada y de superar las ganas o desganas en razón del bien de un colectivo (de fondo está la idea de ayudarle a salir de sí mismo). Por supuesto el deporte también fomenta todas las estrategias de trabajo en equipo, y así facilita la convivencia y enriquece las relaciones. También canaliza energías sobrantes (que si no tendrán que escapar por otras vías: hiperactividad en casa, irascibilidad, la noche) y evita que se vea dominado por un ocio que consiste en no hacer nada para acabar acercándose hacia la nada (coches que arden en París, botellón y barrios sucios). La butaca, las horas por delante sin contenido, las horas en la calle deambulante y consumidor, el vacío, son siempre fuente de malas experiencias, o al menos de tiempo perdido, de tiempo tirado, de lo que Spaeman ha llamado con acierto ‘nihilismo banal’. 3) Los corazones. Aquí nos detendremos. Entiéndase por corazón la intimidad de la persona, ese núcleo en el que se produce el encuentro entre la razón, la voluntad y los sentimientos. Dicho de otro modo: el corazón sería la misma persona, y es por medio de ese interior como a fin de cuentas guiamos nuestra vida (en el hombre no domina la razón, menos todavía manda ésta en solitario), al tiempo que puede ser la causa principal de desorientación si no se sabe equilibrar la tríada de realidades que lo forman (razón, voluntad, sentimientos)2. 2 Audazmente Santo Tomás de Aquino (Suma Teológica I, cuestión 29, artículo 4, c.) define así la persona humana: «Persona, cualquiera que sea su naturaleza, significa lo que es distinto en aquella naturaleza, y así, en la naturaleza humana significa esta carne, estos huesos, esta alma, que son los principios que individúan al hombre y que, si ciertamente no entran en el significado de la persona en general, están contenidos en el de la persona humana». 3 Qué queremos enseñar a los adolescentes Pascal lo señalaba en una célebre frase: «El corazón tiene razones que la razón no comprende»3. Esto responde a una posible inquietud: ¿por qué un colegio no puede limitarse a la formación de la cabeza, y ni siquiera basta que dedique atención al deporte y a las ‘actividades extraescolares’? La respuesta se hace evidente: porque el alumno no se identifica con su razón, porque la persona que cada uno es hace referencia a un mundo mucho más rico que el que aparece en los programas docentes o en las prestigiadas asignaturas de ciencias. Y esa realidad es la que hay que atender. Así lo pensaban, de nuevo, los griegos. Siendo el primer modo de gobierno que institucionalizó la educación como un valor preciso para toda la sociedad, entendían que educar no consistía tanto en dar información o conocimientos sino sobre todo en formar ciudadanos. A eso le llamaban paideia: lo que se quería no era un alumno que supiera muchas cosas (para eso ya tenemos Internet), sino que tuviera el modo de ser del sabio. Es decir, que adquiriera actitudes, virtudes, un modo de ser que le acercara a la excelencia4. Quizás el primer problema con que nos encontramos estriba en la constatación de que vivimos en una sociedad a la que la palabra virtud no le dice nada (suena a señora vestida de negro, a exigencia amarga, a renuncia del placer sin justificación alguna). Se pretende la existencia sin esfuerzo (igualdad por abajo) de manera que haciendo desaparecer toda interpelación se dé acta de defunción también a lo difícil. Nos rodea la cultura de la queja, aquella en la que todo son derechos sin deberes, en la que alguien tiene que ser culpable de lo malo que nos pasa aunque se defienda que lo que hacemos los hombres siempre es bueno, sin importar que bajo nuestra acción se pueda intuir el egoísmo o la mezquindad5. No hay compromisos morales, nada que dar, uno es un cliente de un mercado que nos exige únicamente dinero, no esfuerzo u otras cargas parecidas. Una sociedad que renuncia a los ideales difíciles y en la que cada ciudadano es una encarnación más del egoísmo, esto es, de alguien que es capaz de ver lo demás sólo en la medida en que le interesen y le aporten un beneficio, una utilidad. ¿Qué estamos haciendo de los jóvenes?, ¿qué formación les ofrecemos?, ¿con qué armas van a contar para chocar contra los obstáculos del viaje de la vida? La generación de yo (cada uno como centro e interés de su vida, excluyendo de su horizonte todo lo que no sean ellos, familia y amigos incluidos) que es también una generación del ya (impaciente, atropellada, poco respetuosa, violenta, posesiva). Podemos proponer esta reflexión con otra pregunta: ¿cuando se les da tanto, qué se les está quitando? Con la superprotección material en la que viven (si bien luego no encuentran a quien pedir consejo, y se enfrentan en solitario a las mentiras que les rodean en la noche y en la calle), ¿de qué estrategias de crecimiento les estamos despojando? ¿Tal vez del espíritu de superación, de la capacidad de salir de sus pequeños problemas y de relativizarlos, de la toma de conciencia del sufrimiento de tantos otros en el mundo? Eso les falta. Nos encontramos con muchos alumnos que son enanos del espíritu, centro de su mundo (siempre dentro de un círculo pequeño y amedrentado), deformes en su incapacidad de pensar en el otro (amigo, novia, familiar, necesitado). 4− Algunas de esas virtudes ¿Qué virtudes habrían de conseguir?, ¿en qué virtudes −entre padres y profesores− tendrían que ser formados? O, lo que es lo mismo, ¿qué imagen de ser humano nos gustaría que trasluciera en sus vidas? Sin tratar de ser exhaustivo, sino más bien con el afán de invitar 3 B. Pascal, Pensamientos, Cátedra, Madrid 1998, nº 423, p. 169. El estudio clásico por excelencia sobre este tema: W. Jaeger, Paideia, Fondo de Cultura Económica, Mexico 1973. Cfr. C. Naval, Educar ciudadanos. La polémica liberal-comunitaria en educación, Eunsa, Pamplona 1995. 5 R. Hughes, La cultura de la queja: trifulcas norteamericanas, Anagrama, Barcelona 1994. 4 4 Qué queremos enseñar a los adolescentes a pensar y de que estas reflexiones conduzcan a ocurrencias nuevas, una lista de ellas podría ser la siguiente: a) Justicia, dar a cada uno lo suyo: si se ha hecho hasta determinado punto, hay que dar hasta ahí. No menos, tampoco más. La justicia va de la mano del realismo, de manera que las expectativas no choquen con lo que se ha trabajado o hecho (si por un aprobado se lleva una recompensa desproporcionada, si la bronca por el fallo pequeño es inmensa, las cosas no marchan bien). Esto parece importante en las calificaciones: el resultado debe ser fruto del esfuerzo, y no de la sensación de trabajo que se puede tener tras las breves horas de estudio apelotonadas la tarde anterior del día del examen. De nuevo parece importante recordar a los padres la necesidad de ir a una con los profesores. En él no se pretende otra cosa que el bien de los alumnos, de manera que ante ellos los padres deben dar la razón al Colegio. Y si hay motivos de queja, que no tiene por qué no haberlos, el interlocutor es el centro educativo, nunca el hijo. Una desautorización de un profesor puede hacer caer todo lo que les aporta el colegio. Además, ¿no deberíamos entrenarles en aprender a encarar sus propios problemas?, ¿en que a lo largo de la vida no todos se rendirán a nuestros deseos? Insisto: bachillerato debe ser virtualmente una universidad. La diferencia: que en la educación superior los padres no pueden intervenir. En bachillerato sí, pero sin necesidad de que los hijos lo sepan. Justicia: acostumbrarse a recibir por aquello que dan; acostumbrarse a que los otros tienen un papel y una autoridad que con frecuencia no se ha de adaptar a los deseos o caprichos del alumno. b) Libertad. No es propiamente una virtud, sino la consecuencia de ser virtuoso: la virtud nos hace señores, y por consiguiente dueños del propio destino, libres ante las pasiones o el dictado de la genética (se podría definir la libertad como «la administración de las ganas»). Ser libre es tener capacidad de elegir, de tomar unas opciones u otras no por la fuerza del ambiente, por la presión del grupo, por el tirón de la sensualidad o la pereza, sino en respuesta al proyecto propio. Ulises elige su patria y su amada, supera la tentación de la comodidad y del conformismo. A la vez que elige el viaje acepta también los peligros que éste conlleva: sirenas, Escila y Caribdis, la posibilidad de morir y del fracaso. Lo que se hace −sea noble o vil− tiene sus consecuencias, y es muy importante que se asuman, evitar la existencia infantil del niño al que se le consuela si rompe el jarrón que domina el salón de casa. El adolescente ya no es un crío, y debe por tanto asumir responsabilidades: un fracaso escolar, afrontar las consecuencias económicas de una multa de tráfico, un castigo disciplinario. También las consecuencias de sus acciones constructivas: la alegría, la confianza, el apoyo. El complejo de Peter Pan, el deseo de que nada de lo que se hace tenga consecuencias al tiempo que se quiere ejercer el albedrío, no aporta valores a la formación, más bien desedifica. c) Respeto. Se podría definir como la capacidad de aceptar la diferencia. A él se opone el matoneo (ahora, en inglés, lo llaman mobbing), es decir, la tentación de imponer una igualdad totalitaria de la que el abusador se erige en líder. Educar en el respeto a la diversidad es hacer ver que las diferencias enriquecen a la comunidad. Un libro como El Quijote no tendría la mitad de interés sin la dicotomía entre Alonso Quijano y Sancho Panza; si sólo contáramos con tornillos, pero ninguna tuerca que se abrazaran a ellos, sería imposible montar muebles y llenar las habitaciones de belleza6. La igualdad entendida como ausencia de distinciones empobrece la convivencia, la hace rutinaria, aburrida, ya vistan con la ropa gris que impuso Mao, ya con las marcas que dominan hoy a los pantalones caídos de nuestros adolescentes. 6 Son ideas tomadas del inicio del libro de I. Dinesen, Sombras en la hierba, Anagrama, Madrid 1988. 5 Qué queremos enseñar a los adolescentes El respeto, la aceptación −y promoción− de lo distinto, invita además a la ironía. Necesitamos aprender a reírnos del carácter gregario de nuestros hijos o alumnos (visten igual, se pavonean por las mismas cosas, piensan −cuando lo hacen− más o menos lo mismo), y de ese modo quizás ellos también se tomen a sí mismos con un poco más de distancia, con el sano relativismo que caracteriza a la verdadera educación, que sabe ‘no tomarse demasiado en serio’ las cosas que no merecen tal actitud estrecha. Por último, la ironía la podremos aplicar a nosotros mismos, padres y educadores, en la medida en que lo gregario también nos afecta (respetos humanos, miedo al que dirán, necesidad de estar en los lugares de aceptación, envidia, cuidado por no destacar o salir de la media, etc.). d) Solidaridad. El cuidado por lo diferente ayuda a hacerse cargo de las diferencias, tanto de posición social como de oportunidades con que se ha contado en la vida. Sería lamentable la ceguera ante la necesidad, la pobreza, el extranjero, el inmigrante, los enfermos, los parias. ¿Cómo educar en la verdad si no sabemos abrir los ojos a la existencia del Otro, más aún, de Otro que precisa ser mirado, reconocido, en el valor infinito que tiene? Y, sin embargo, no podríamos conformarnos con considerar que es una tarea para ellos, de la que ellos mismos y solos se tendrían que encargar. ¿Hace cuanto −si es que alguna vez− no les hemos llevado a ver a enfermos, a ayudar en un geriátrico a la hora de la comida?, ¿hace cuanto que nosotros mismos no vemos la presencia del necesitado? Y si no lo hacemos, ¿de qué podemos quejarnos cuando insistimos en el egoísmo de los jóvenes de ahora? No es necesario que se trate de enfermos desconocidos: los abuelos (para tantos unos señores con los que se encuentran en Navidad o si hay obligación por medio), los niños. A fin de cuenta el cuidado de la dimensión solidaria no busca tanto solucionar el problema de la pobreza como evitar que los jóvenes se encierren en un pequeño mundo en el que sólo encuentran lugar los de su especie (adolescentes sanos, hiperprotegidos, cargados de pseudoproblemas). Lo mismo se debe aplicar a los adultos, especialmente en esta sociedad del bienestar en la que el sufrimiento se esconde, encerrado en todo caso en el horario del informativo del televisor que apenas recibe atención mientras se cena. e) Hondura. Es decir, capacidad de reflexión, de autocrítica, de pararse, aunque sea por dos minutos, a pensar. Ahora bien, el pensamiento propiamente nace del diálogo (medio en broma algunos dicen que el pensador solitario termina irremediablemente en brazos de la siesta). Es necesario hablar, compartir el tiempo con ellos. En el caso de adolescentes varones esta tarea corresponde sobre todo al padre. El motivo es muy sencillo: durante la infancia el punto de referencia ha sido habitualmente la madre con las gracias de paciencia, delicadeza, ternura, escucha, etc., que les caracterizan. La adolescencia indica algo así como un paso biológico y psicológico hacia la afirmación de la propia identidad, de manera que frecuentemente se expresa como una ruptura con las primeras raíces (el vuelo fuera del nido) a la vez que se buscan nuevos puntos de referencia. La ausencia de la figura del padre hará que estos modelos se encuentren entre los amigos, los estereotipos, la generalidad. Se necesita el modelo del padre, pero ya no como la fuente de exigencia, a menudo lejana, sino como alguien capaz de ponerse a la altura del joven. Una pregunta inquietante que cada uno puede hacerse es la de “¿Hace cuanto tiempo que no hablo con mi hijo?”, entendiendo este hablar no como la ocasión de una bronca, la imposición de un castigo o la unilateral donación de un consejo (lo que, con léxico creativo, ellos denominan raspar, rayar, dar la chapa), sino como una conversación en la que ambos dan y reciben, hablan y escuchan. Quizás el de ‘saberse poner a la altura’ sea un arte complejo, pero resulta absolutamente necesario. Tal vez alguien sostenga cosas del tipo: “Mi hijo es un gañán”, “Sólo sabe gruñir, y pedir dinero”, “Nuestra casa es su hotel, no quiere nada más de nosotros”, etc. Puede ser, a veces ocurre, si bien la experiencia del docente sólo confirmaría ese diagnóstico en muy contados casos. El resto, la inmensa mayoría, no sólo son personas 6 Qué queremos enseñar a los adolescentes con las que se puede hablar, sino que se sienten dichosos cuando se saben atendidos. ¿No será que ellos, los hijos, no se reconocen como escuchados, comprendidos, valorados? A lo mejor un poco de autocrítica (la auditoría al modo en que se ejerce el oficio de ser padre) sería conveniente (y redentora) para la salud familiar. Comer con él (llevárselo a comer, mano a mano, y sin nada especial que contarle más que estar juntos7), que acompañe a su padre a algo, escuchar su silencio y respetarlo, y más tarde acabará llegando la conversación, y con ella lo que he llamado hondura, a saber, un crecimiento en el modo de conocerse que tiene el hijo, un enriquecimiento de la convivencia entre las dos generaciones. De otro modo puede que la imagen que tenga de su padre, lamentablemente habitual, sea la de un señor que llega siempre tarde, cansado, con enfado, de un trabajo que le absorbe y que no tiene tiempo para las cosas de la casa aunque exija que todo funcione como si él fuera el único con problemas (mientras el pequeño está atascado con una suma o porque le ha desaparecido un juguete y el adolescente, al sentirse incomprendido, se ve como un extranjero de su casa). ¿Verdad que sería triste ser percibido de ese modo? Una dimensión unida al cultivo del propio conocimiento, de la hondura, sería el fomento de inquietudes culturales (la belleza del mundo no termina en la moto, en el horario, en las movidas) y, por supuesto, en el afán profesional, esto es, la apertura de sus ojos mucho más allá del mero horizonte del mercado. La ilusión por una vocación profesional, por la tarea que dará sentido a nuestra estancia en el mundo, mundo que estará entre sus manos no sólo para que sobrevivan o se compren un buen coche, sino para que como mundo mejore, por la presencia de su propia familia, de los puestos de trabajo creados, de lo que crezcan las personas que pasen por sus manos, etc. Con excesiva frecuencia se mercantiliza toda la vida intelectual, y sólo se habla de salidas, quizás sin saber ver que la mayor salida es justamente la riqueza de la formación de cada persona, el interés de su conversación, la gracia de su modo de decir, lo que aporte a quienes le tengan que escuchar, la capacidad de ver lo que son las cosas, lo que necesitan las personas (amigos, subordinados). A menudo se confunden las salidas profesionales con la mediocridad en las aspiraciones, con una vida gris y pequeña en la que ha muerto la ilusión, en la que toda pasión se encuentra apagada. Pero la juventud, decía Aristóteles al principio de estas páginas, es la edad de la esperanza: ¿por qué cortarle las alas?, ¿por qué preferir que se conformen con poco cuando su capacidad real es la excelencia? Podemos vivir al mismo tiempo que la generación del culebrón o de Gran Hermano pero, ¿seguro que es preciso formar parte activa de ella?, ¿y acaso les estamos enseñando otra cosa? Circe se empeña en que Ulises se conforme con lo inmediato, con lo sensual de su cuerpo de diosa, pero el héroe homérico educadamente le indica que eso no le es suficiente: la vida no se compone exclusivamente de realidades materiales o tangibles, y las más grandes aspiraciones del viajero (Ítaca, la mano firme de la tejedora Penélope) quizás no puedan ser entendidas por los que cultivan su espíritu exclusivamente a partir de los rayos catódicos del televisor. ¿Nos interesa ser parte de ellos?, ¿lo somos? 5− El papel de la visión cristiana f) Visión cristiana de la existencia. Evidentemente se trata de otro hábito que se puede adquirir, y por eso aparece entre las virtudes. De todos modos, ocupa un lugar aparte, tanto por su importancia como por la dificultad que parece existir para entender esta visión, para vivirla. En el verano de 2005 tuvo lugar el encuentro de los jóvenes con el Papa Benedicto XVI en la ciudad alemana de Colonia. Allí se congregó en torno al millón de personas, una inmensa mayoría de ellas en edades comprendidas entre los quince y los treinta años. En esas 7 En un momento de su tratado sobre la amistad (Ética a Nicómaco libros VIII y IX) señala Aristóteles que sólo se puede llamar amigos «a los que han consumido juntos mucha sal». 7 Qué queremos enseñar a los adolescentes Jornadas se pudo sacar la conclusión de que es posible ser joven y seguir de cerca a Jesucristo, de que la vida cristiana no sólo no es algo triste, un mero modo de renuncia a lo agradable o divertido, sino que constituye un modo intenso (quizás el más intenso) de vivir, en la medida en que exige la donación de uno mismo, el cuidado de los demás, la visión trascendente y llena de sentido del dolor, la alegría. El ideal que se presentaba en Colonia (coincidente con esa frase de la homilía con que Benedicto XVI comenzaba su pontificado: «Cristo no quita nada y lo da todo») coincide con la inspiración que mueve a cualquier colegio con un ideal cristiano. Se trata de una inspiración, es decir, del convencimiento de que vivir según las indicaciones de Jesús en el evangelio es algo factible en la vida ordinaria (no es necesario retirarse se los problemas laborales, familiares, del descanso, del deporte, etc.) y que encima ese modo de vida resulta máximamente felicitario. Por otro lado, la formación que reciben en ese tipo de colegio coincide con este ideal cristiano, y con la doctrina de la Iglesia, de manera que se les hace ver (en clase, en la dirección espiritual voluntaria con el sacerdote, en la preceptuación o tutoría, en el día a día del centro) lo que es el bien, lo que está mal, lo que supone un vacío, lo que lleva a la contradicción. Por ese motivo resulta tan pertinente plantearse qué encuentran en casa: ¿choca el hogar con lo que escuchan en el colegio?, ¿desautoriza esa parte fundamental de la formación que se ofrece, quitándole así calado al resto de formación que se le da? Quizás es que los padres pasan en ese momento por una etapa de cansancio, de cierto vacío en la práctica de la fe, tal vez relacionado con un modo de vivir la propia experiencia cristiana que tiene muy poco que ver con lo vivo, que ha quedado reducido a una costumbre, a una conveniencia, pero que no significa nada en sí mismo, que no responde al encuentro con una Persona que es Cristo (así caracterizaba Juan Pablo II la vida cristiana: mirar el rostro de Cristo8). Es como todo en la vida: el tiempo, la rutina, la mera repetición, el enfriamiento que lo deja todo tibio, la ausencia de comprensión profunda de lo que allí está pasando, son la causa del alejarse. ¿No sería posible una recuperación del ideal?, ¿no se podría despertar del ensueño producido por los cantos de sirena que, por dejadez, por desidia, por falta de formación o de madurez en la propia vida de fe, nos han ido alejando del verdadero objetivo −Ítaca, Penélope− que en el fondo deseamos, del que no querríamos hacer renuncia? En este sentido, el actual Santo Padre, al igual que su antecesor, ha animado con firmeza a todos los cristianos a recuperar la práctica dominical, la Misa del domingo: un cristiano sin eucaristía acaba apagando su fe9. Pero una vida sin fe es una vida que pierde fuerza, que carece de armas para enfrentarse a esa característica propia del pecado que es la disolución. La caridad (consecuencia de la vida cristiana, que se cifra sólo en el amor a Dios y al prójimo) une, acerca, refuerza. Su ausencia es ruptura, desperdigamiento. «Tengo contra ti que has perdido tu primera caridad», se dice en el Apocalipsis (cap. 2, v. 4): sin caridad no importan las obras, porque no tienen vida. ¿Una familia sin caridad, una familia sin lugar para Dios? Juan Pablo II lo indicaba de un modo positivo por medio de una conocida frase: «La familia que reza unida permanece unida». Etimológicamente la palabra religión viene de religare, esto es, atar, unir, religar. El amor al origen (al padre y a la madre, a Dios como Padre) es el factor de unidad más fuerte que hay, y sin piedad, esto es, sin cuidar de esos lazos que nos conducen a nuestras verdaderas raíces, la unidad se rompe y se acaba a la deriva. ¿No se puede encontrar aquí una causa profunda de la disolución real de tantas familias? Si el matrimonio se vive de un modo auto referencial, sin la mirada dirigida hacia el origen, es fácil que Cfr. Juan Pablo II, Carta Apostólica “Al comienzo del Nuevo Milenio”, Palabra, Madrid 2001, especialmente nnº 18-28. Decía así Benedicto XVI en Colonia: «La Eucaristía debe llegar a ser el centro de nuestra vida. No se trata de positivismo o de ansia de poder, cuando la Iglesia nos dice que la Eucaristía es parte del domingo. A veces, en principio, puede resultar incómodo tener que programar en el domingo también la Misa. Pero si os empeñáis, constataréis más tarde que es exactamente esto lo que le da sentido al tiempo libre. No os dejéis disuadir de participar en la Eucaristía dominical y ayudad a los demás también a descubrirla». 8 9 8 Qué queremos enseñar a los adolescentes deje de tener sentido: ¿para qué va a viajar Ulises si no se sintiera ligado a su patria, a su amada? Cuidar de las raíces, cuidar la piedad, es necesario para todo proyecto. Por eso sería tan conveniente replantearse el papel de Dios, de la religión, de los sacramentos, en la propia familia. ¿Por qué no hacerlo ahora, cuando más lo necesitan los hijos, cuando se encuentran a la búsqueda de una guía en el camino hacia la felicidad que anhelan? ¿Acaso la existencia cristiana no aportará luz a la vida de ese muchacho, de esa chica? En un mundo en el que abunda la desorientación, el relativismo, el desarraigo, la falta de valores, la ausencia de una verdadera alegría (se intentan sustitutos por sustancias que llenen de euforia, pero así no logran nada), ¿no resultan motivaciones suficientes para plantearse en serio la pregunta de qué me puede aportar −a mí, a mi familia− el reencuentro con la vida cristiana? Si, en cambio, lo dejo de lado, ¿qué es lo que me pierdo? El testimonio que nos dejó Juan Pablo II, también en la hora de su muerte, resulta ampliamente alentador: en él se encontraba algo más que un hombre bueno. La santidad no defrauda, la cercanía a Dios tampoco. 6− Algunas conclusiones Ante el adolescente podemos por tanto plantearnos dos actitudes básicas, las recogidas por Homero: animarles a la vida pequeña que propugna Circe (la inmediatez de una recompensa sin relieve que pronto sacia y desengaña); proponer el reto de grandes ideales (Ítaca, Penélope) procurando que el deseo de que no caigan en lo ilusorio no les haga perder la ilusión. ¿Objetivo? Ayudarles en la esperanza, no cortarles las alas, no permitir que se conviertan en viejos prematuros (todo cálculo, interés y miedo a la vida)... pero tampoco perderlos. El lugar propio de la educación es la casa, la propia familia. El Colegio es un lugar de ayuda, de apoyo, a lo que se hace en casa. Si se ha elegido un colegio con un ideal determinado se supone la coherencia de la elección: lo que se les dice en ese lugar tiene que coincidir con las aspiraciones que haya en casa. De otro modo, como ya se ha indicado, se caerá en contradicción, en enfrentamiento, e incluso podría acabar proponiéndose o deseando que el centro educativo cambiara de ideal, lo cual no podría ocurrir más que a costa del engaño al resto de las familias. Además se puede tratar de un Colegio en el que este compromiso de formar se tome muy en serio. Si por un lado se procura que los profesores y las clases se den en el nivel más cercano posible a la excelencia, y se preparan, se buscan los mejores medios materiales, se exige, etc., el Colegio se entiende a sí mismo más como educador que como mero transmisor de información. El ideal de los profesionales que lo forman no se ciñe a los contenidos de la geografía, la lengua, matemática o filosofía, sino que guarda un además que procura convertir a los alumnos en hombres cabales, y no en meros técnicos sin corazón. El compromiso por formar se concreta de un modo muy claro en la presencia de la preceptuación, de la tutoría, esa conversación privada entre el alumno y un docente que a menudo se convierte en guía y persona de confianza y confidencia, emulando una vez más la figura del pedagogo inventada por los griegos. La preceptuación se lleva consigo cientos de horas de trabajo, se realiza con seriedad profesional, y es una vía excelente para la realización de lo que se llama educación personalizada. En este sentido se muestra clara la necesidad de comunicación entre el preceptor y los padres, y se entiende que la iniciativa en este diálogo sea del interés de estos últimos. No se puede construir si preceptor y padres no tiran en la misma dirección. ¿Quizás no parece interesante la ayuda que se ofrece? En ese caso lo conveniente sería informar, para no perder el tiempo. De todos modos, así se perdería la indudable ventaja comparativa del modelo de educación que ofrecen los centros escolares que cuentan con este medio. Hace unos días pedía a unos alumnos que escribieran una redacción sobre las cosas que no les gustaban. Uno de ellos decía así: «No me gusta el beso de Judas que me da mi ma- 9 Qué queremos enseñar a los adolescentes dre cada vez que vuelvo a casa por la noche, buscando el olor a humo o a bebida». Con una sinceridad contundente expresaba también su agradecimiento: esa madre estaba dispuesta a recibir una mala cara a cambio de mantener su compromiso por apoyar el desarrollo de su hijo, y el chico lo intuía y en el fondo terminaba agradeciéndolo. Esa madre hacía mucho más por apoyar a su hijo que cualquiera de los que al ver llegar al suyo miran hacia otro lado, o ni siquiera esperan su vuelta para que rinda de algún modo cuenta de lo que ha hecho, de en qué ha gastado su dinero. Y el hijo percibía que, aunque la situación pudiera ser a veces incómoda, él tenía gran valor para su madre. Apoyar a los hijos. También buscar apoyo. No se da por supuesto que los padres tengan todos los recursos para saber cómo ayudarles. Para ellos puede ser la primera vez que lidian con un adolescente, o con un chico o chica que demuestra determinado tipo de problemas. ¿Por qué no pedir entonces consejo a los que llevan años entre personas similares, a los que tienen experiencia y han visto de todo? A menudo se puede tener el prejuicio de que el problema que uno tiene es nuevo, inédito, y eso es perfectamente falso. O de que hay que guardar las apariencias de armonía familiar por un pudor que en ocasiones es comparable a la actitud irracional de aquella persona que por vergüenza a mostrar su desnudez se presenta ante el médico sólo cuando el tumor ya es mortal. Aparece de nuevo la figura del preceptor, quien en cierto modo debe acabar siéndolo también de los padres (si estos quieren), y con el que hay que mostrar la misma confianza que se tiene, por ejemplo, con un médico o con un asesor financiero. Como a estos, le ata un estricto secreto profesional; además cuenta con la empatía (cariño) suficiente por sus preceptuados como para hacer todo lo posible por apoyar en esa tarea educativa en la que con tanta frecuencia los padres piensan que están solos. Todo tiene solución, a condición de que se hable. Es por tanto necesario preguntarse, si uno realmente está interesado en sacar lo mejor en la formación de su hijo, cuál es el grado de comunicación, de transparencia, que se tiene con la persona que nos apoya en el colegio. Por experiencia, es habitual que los problemas que trasluce un adolescente hagan referencia a problemas en su casa. Una separación, la muerte de uno de los dos progenitores, una crisis matrimonial que se puede pensar que pasa desapercibida aunque eso nunca ocurre, el aburrimiento de la convivencia que ya se va haciendo larga, los problemas económicos o de sentido, la falta de comunicación, el síndrome del padre ausente (exceso de trabajo) o de la madre controladora (quizás por la inseguridad que surge ante la ausencia del marido), los gritos de un padre nervioso, etc. Puede ser que estos problemas existan en realidad o que únicamente estén en la percepción del muchacho, quien quizás no sepa abrirse y preguntar qué pasa, o por qué le pasa lo que le pasa. Eso no importa. Lo necesario es que si se quiere ayudar al chico es necesario primero solucionar los problemas en la familia. Y estos problemas son lógicos (¿en qué etapa de la vida no existen?) y −a veces apoyados por una terapia conveniente y profesional− estos problemas tienen solución. A fin de cuentas no podemos suponer que la esperanza sea una virtud que necesitan sólo los jóvenes: las largas tardes de invierno compartidas durante tantos años necesitan llenarse de frescura. Si eso falta los hijos sufrirán, en silencio o con su ira desatada, y todos saldremos perjudicados. Un adolescente necesita puntos de referencia, héroes. Podrán encontrarlos en extraños, en su grupo, en unos músicos que atacan con sus letras lo establecido, o tal vez en los verdaderos maestros (padres, profesores, amigos). La tarea de estos héroes será por un lado la de rescatarles del lado negativo de la adolescencia (la ira, el rencor, el aburrimiento, el consumismo, la diversión dionisiaca del alcohol y los porros, la noche de lo generalizante, la soledad). Pero no es sólo esto: lo positivo es mucho más importante, entre otras cosas porque motiva, y porque el fondo de la realidad es bueno. Por eso el héroe debe cuidarse de fomentar las esperanzas positivas del muchacho, un horizonte valioso (Ítaca, Penélope) más allá de los cantos de sirena, de esos engaños de la recompensa inmediata que les arrastran hacia los acan10 Qué queremos enseñar a los adolescentes tilados del desastre, de la amargura y el resentimiento que les pueden marcar una etapa tan apasionante de sus vidas. No se les puede dejar solos. Tampoco se puede dejar solos a quienes se empeñan en educarles, es decir, a sus profesores. Getxo, 29 de octubre de 2005 11